Mi Campo de Judías
Entretanto, mis judías, la longitud de cuyas hileras ascendía en conjunto a unas siete millas totalmente sembradas, estaban ya impacientes por recibir la azada, pues las más tempranas habían crecido considerablemente antes de que las últimas fueran depositadas incluso en el suelo; en verdad, que no era fácil el ir posponiendo aquella tarea. No alcanzaba a saber cuál era el significado de esa pequeña labor de Hércules, tan firme y digna. El caso es que llegué a querer mis planteles, mis judías, aun siendo muchas más de las que había deseado. Me unían a la tierra, de la que extraía fuerza como Anteo. Pero ¿por qué había yo de cultivarles? Sólo el cielo lo sabe. Esa fue mi curiosa faena estival, el hacer que esta porción de la superficie de la tierra, que antes había producido tan sólo cinco en rama, moras yerba de San Juan y cosas parecidas, dulces frutos silvestres y agradables flores, brindara ahora esta legumbre. ¿Qué aprenderé yo de las judías o éstas de mí? Las cuido, las escardo y las vigilo de principio a fin; y éste es mi trabajo diario. Hacen una hermosa hoja ancha, agradable de contemplar. Mis auxiliares son los rocíos y lluvias que riegan esta tierra seca, y la fertilidad que ella misma encierra, que por lo común es poca y está gastada. Mis enemigos son los gusanos, los días fríos y en particular las marmotas, que me han dejado ya sin más de una hectárea. ¿Pero qué derecho tenía yo a desalojar la yerba de San Juan y demás, y a hacer trizas su antiguo jardín de hierbas? Pronto resultarán demasiado duras para ellas las judías restantes, que tendrán, que vérselas entonces con nuevos enemigos.
Cuando tenía cuatro años, bien lo recuerdo, fui traído de Bostón a esta mi villa natal, y a través de estos mismos bosques y campos hasta el lago. Es una de las más viejas imágenes grabadas en mi memoria. Y ahora, esta noche, mi flauta ha hecho renacer esos ecos sobre las mismas aguas. Los pinos, más viejos que yo, siguen aquí; y si alguno ha caído, he cocinado mi cena con sus restos. Una nueva formación crece por doquier, preparando una renovada escena para otros ojos infantiles. Casi la misma sanjuanera brota de la misma sempiterna raíz acogida al pasto, e incluso yo he contribuido a la postre a vestir este fabuloso paisaje de mis sueños de niño, y uno de los resultados de mi presencia e influencia aquí se hace patente en esas legumbres, en las hojas del maíz y en las trepadoras patatas.
Sembré algo más de una hectárea de las tierras altas, y como apenas habían transcurrido unos quince años desde que aquéllas fueran roturadas, y aún yo mismo había sacado mis varios quintales de tocones, prescindí de abonarlas; sin embargo, en el curso del verano fue haciéndoseme evidente por las puntas de flecha desenterradas por la reja y azadón, que una antigua y ya extinta nación había vivido otrora aquí, y plantado maíz y habichuelas mucho antes de que los hombres blancos vinieran a desbrozar el lugar, de modo que hasta cierto punto el suelo se había agotado ya para este cultivo.
Antes ya de que ninguna marmota o ardilla hubiera cruzado el camino y de que el sol se encontrara por encima de la copa de los robles enanos, mientras todavía se mantenía el rocío y aunque los granjeros vecinos me previnieron en contra de ello —os aconsejaría que, de ser posible, hagáis vuestro trabajo mientras perdura el rocío— comencé a arrasar las filas de las altas hierbas que plagaban mis campos de judías, echando la tierra sobre sus restos. Por la mañana temprano trabajaba descalzo, chapoteando cual artista plástico en la arena crujiente y bañada de rocío; pero, avanzado el día, el sol quemaba mis pies. A su luz, no obstante, escardaba mi cultivo, en tanto me desplazaba lentamente unos ochenta metros arriba y abajo por ese altozano pedregoso y ocre entre las largas y verdes hueras, uno de cuyos extremos terminaba en el macizo de robles enanos con cuya sombra protegía mis ocasionales descansos, mientras que el otro iba a unirse casi con las zarzas cuyas verdes moras oscurecían paulatinamente su tinte con cada una de mis vueltas. El quitar las malas hierbas y amontonar tierra fresca en torno a los tallos de mis judías, al tiempo que estimulaba mis plantas y hacía que aquella tierra reseca expresara sus pensamientos estivales con hojas y flores de judías más que con ajenjo, grama y mijeras, y que «dijera» alubias en lugar de hierbas, esa era mi labor diaria. Como era poca la ayuda que tenía de caballos o bueyes, peones o muchachos, o de aperos modernos, iba mucho más despacio, de modo que llegué a conocer mis judías mucho más de lo comente. Pero la labor manual, incluso cuando se realiza hasta el límite del agotamiento, no es nunca, quizá, la peor forma de la pereza. Encierra una moral imperecedera y constante y proporciona al estudioso un ejemplo clásico. Para los viajeros que se dirigen al oeste atravesando Lincoln y Wayland con destino desconocido, yo era el mismísimo agricola laboriosus. Ellos, sentados cómodamente en sus calesas, con los codos sobre las rodillas y las riendas colgantes como guirnaldas; yo, sedentario, laborioso nativo de aquel suelo. Pero pronto quedaba mi hogar fuera de su vista y pensamientos. Era el único paraje abierto y cultivado en un gran trecho a ambos lados de la carretera, de manera que aprovechaban al máximo el tema de conversación que se les brindaba. Y, a veces, el campesino oía mucho más de la charla, comentarios y chismes de los viajeros, de lo que se destinaba a sus oídos.
¡Judías tan tarde! ¡Guisantes a estas alturas! —pues yo continuaba plantando cuando los demás habían comenzado ya a cavar. El agricultor de oficio no lo habría sospechado nunca. «Maíz, hijo mío, para pienso; maíz para forraje». «¿Vive él ahí?» pregunta el de gorra negra y chaqueta gris; y el campesino de rasgos duros detiene su agradecido rocín para preguntar qué se hace allá, donde él no ve abono alguno, y para recomendar la adición de un poco de marga desmenuzada o de cualquier otro desperdicio, quizá de cenizas o de yeso. Pero ahí había una hectárea de surcos y sólo una azada como carreta y dos manos para tirar de ella —siendo grande la aversión hacia otras carretas y caballos— mientras que quedaba lejos la marga recomendada. Por encima del traqueteo de su pasar, me llegaban las comparaciones que hacían otros compañeros de viaje de los primeros con mi campo y los que acababan de dejar atrás, de manera que así me era posible conocer mi posición relativa en el mundo agrícola. Este terreno no apareció en el informe de Mr. Colman. Y, por cierto, ¿quién estima el valor de la cosecha que la Naturaleza produce en los campos silvestres y no mejorados por el hombre? El heno inglés es cuidadosamente pesado, calculando la humedad, los silicatos y la potasa; pero en todas las cañadas y balsas de los bosques, en los pastos y marismas crece una rica y variada cosecha, ajena por completo a la mano del hombre. Mi terreno representaba, por así decir, el eslabón perdido entre las tierras vírgenes y las cultivadas; si algunos países son civilizados, otros semicivilizados, y los hay aún salvajes y bárbaros, diríase que mi campo era, y no en mal sentido, semicultivado. Producía judías que volvían alegremente a su estado original, primitivo, y era mi azada, la que interpretaba para ellas el Ranz des Vaches[20].
Cerca de mí, oculto entre el ramaje más alto de un abedul, canta toda la mañana el malviz marrón —o rojo guiacoches, como algunos gustan de llamarlo—, contento de la compañía que le brindo, y que volaría en busca de otra huerta si ésta desapareciese. Mientras estás enterrando la semilla, grita: «Drop it, dropit —cover it up, cover it up— pull it up, pull it up». Pero esto no era maíz y, por tanto, estaba fuera del peligro de enemigos como él. Puede que el lector se pregunte qué tiene que ver esa jerigonza e imitaciones de aficionado à la Paganini, en un acorde o en veinte, con la siembra, y no obstante, que las prefiera a las cenizas filtradas o al yeso. Era una forma barata de abono, en la que yo tenia plena fe. Al levantar con mi azada una porción de tierra más fresca aún junto a los surcos removí los restos de naciones no historiadas, que vivieron bajo estos cielos en épocas primitivas, y sus pequeños instrumentos de guerra y de caza vieron la luz de nuestros días. Aparecían mezclados con otras piedras naturales, algunas de las cuales mostraban señales de haber sido quemadas por el fuego de los indios, como otras por el del sol, así como restos de alfarería y vidrio llevados allá por cultivadores más recientes. Cuando mi azada chocaba contra estas piedras, esa música resonaba en aquellos bosques y en el cielo, y acompañaba mi labor, que rendía una cosecha instantánea e inconmensurable. Ya no eran judías lo que yo escardaba, ni siquiera yo quien faenaba; y con igual orgullo que condolencia me acordaba, de hacerlo en absoluto, de aquellos conocidos míos que habían ido a la ciudad para asistir a oratorios. El halcón nocturno describía círculos sobre mi cabeza en las tardes soleadas —pues yo de ello hacía una fiesta— como una mota en el ojo, o en el ojo del cielo, cayendo de vez en cuando en picado y con un zumbido como si los cielos se rasgaran y rompieran al fin en mil pedazos y quedara, no obstante, una bóveda inconsútil; eran como pequeños diablillos que pueblan los aires y ponen sus huevos en el suelo, sobre la arena desnuda o encima de las rocas que coronan los cerros, donde pocos los molestan; gráciles y esbeltos como burbujas extraídas de la laguna u hojas que levanta el viento para que floten por los cielos; semejantes parentescos alberga la Naturaleza. El halcón es el hermano aéreo de la ola, que rasa y mide con su vuelo, y sus remeras, totalmente ahitas de aire, se corresponden con los elementales alones implumes de la mar. En ocasiones me daba por observar a un par de hembras que, arriba, en las capas más altas del firmamento, alternaban sus planeos con caídas y ascensiones que las separaban y reunían una y otra vez, como en una parodia de mis propios pensamientos. Otras, atraía mi atención el paso de las palomas salvajes, que con prisa de trajinante e incisivo rumor iban de este bosque a otro. Y, en fin, si por debajo de un tocón podrido mi azadón hacía aparecer una portentosa, lerda y exótica salamandra pintada, vestigio de Egipto y del Nilo, y sin embargo contemporánea, como cuando me detenía para descansar sobre mi herramienta y me llegaban desde todos los puntos del surco estos sonidos y estas imágenes, recibía con ello una prueba más del inagotable espectáculo que ofrece el campo.
En días de gala, la ciudad dispara sus grandes cañones, que resuenan como pistoletazos en estos bosques, a los que también llegan a veces retazos de música marcial. Desde mi lejana huerta, al otro extremo de la villa, los cañonazos se me antojaban descargas de un globo de aire súbitamente vacuo; y cuando se celebraba algún ejercicio militar de que yo no tuviera noticia, no era nada raro que experimentara la vaga sensación de picor y malestar en el horizonte, como si allá fuera a brotar de pronto una erupción, escarlatina o ulceraciones, hasta que, por fin, una ráfaga de viento favorable, avanzando sobre los campos y camino de Wayland arriba, me traía información sobre aquellas «prácticas». Por el distante zumbido parecía como si las abejas de alguien se hubieran reunido en enjambre y que los vecinos, siguiendo el consejo de Virgilio, trataran de reunirías de nuevo en su colmena por medio de un «tintinnabulum» con el más sonoro de sus utensilios domésticos. Cuando el sonido desaparecía completamente, y así el remoto zumbar, y como la brisa más propicia no me trajera ya nuevas, sabían que habían repuesto al fin hasta el último zángano en la colmena de Middlesex, y que todos los pensamientos se volcaban ahora en la miel que la untaba. Me sentía orgulloso de saber que los fueros de Massachusetts y de la patria toda se encontraban a salvo; de vuelta a mi escarda me sentía embargado de una inefable confianza, y proseguía mi labor animosamente, con serena fe en el futuro.
Cuando eran varias las bandas de música reunidas diríase que el pueblo entero se había convertido en un gigantesco fuelle y que todos los edificios se inflaban y desinflaban estruendosamente. Pero algunas veces era un acorde noble e inspirado el que llegaba a estos bosques, y la trompeta que proclama la fama, y me sentía como si pudiera escupir a un mejicano con verdadero placer —pues ¿por qué habíamos de sostener siempre causas triviales?— y buscaba a mi alrededor alguna marmota o mofeta sobre la que hacer gala de mis arrestos. Esos aires marciales sonaban tan lejanos como Palestina y me traían la imagen de una marcha de cruzados en el horizonte con el tremolar de las copas de los olmos que se ciernen sobre el pueblo. Era uno de los días «grandes», aunque desde mi calvero, el cielo mostraba la misma faz, grandiosa y eterna, y yo no apreciara, pues, ninguna diferencia.
Fue una experiencia singular esa prolongada amistad que yo cultivé con mis judías, pues a la siembra y escarda, a la recolección y trillado, a la tría y subsiguiente venta —la parte más difícil— podría añadir también su consumo, pues las probé. Había resuelto conocerlas bien. Mientras crecían acostumbraba a cavar desde las cinco de la mañana hasta el mediodía, para dedicar el resto de la jornada a otros quehaceres.
Considerad la curiosa e íntima relación que uno lega a establecer con diferentes clases de plantas —su exposición adolecerá de cierta iteración, pues no es poca la que conlleva la tarea de cultivarlas—, perturbando sus delicados organismos tan crudamente y haciendo tales distingos con el azadón, pues si una fila es arrasada del todo, otra, en cambio, es cultivada con mimo. He ahí ajenjo romano, y ahí chual; esto es acedera, y esto grama, ¡fuera con ella!, ¡raíces arriba!, hacia el sol, que no quede una sola fibra a la sombra, so pena de que vuelva en sí, y en dos días aparezca tan verde como un puerro. Una larga campaña, sí; no contra las grullas, sino contra las malas hierbas, troyanos que contaban con el sol, la lluvia y el rocío, de su lado. Las judías me veían acudir diariamente en su ayuda armado de una azada, y cómo diezmaba las filas de sus enemigos, llenando con sus restos tronchados las trincheras. Más de un altivo Héctor empenachado, que destacaba un palmo largo sobre la cerrada formación de sus compañeros, rodó por el suelo por efecto de mi arma.
Esos días veraniegos que algunos de mis contemporáneos dedicaban a las bellas artes en Bostón o en Roma, y otros a la contemplación en la India, si no al comercio en Londres o en Nueva York, yo los dediqué, como tantos otros granjeros de Nueva Inglaterra, a las faenas del campo. No es que necesitara judías para comer, pues soy de natural pitagórico en lo que a ellas, sea en forma de puré o como a medio sufragista, se refiere; de modo que las cambiaba por arroz.
Acaso fuera porque alguien debe trabajar en el campo, aunque sólo sea para propiciar un día tropos y expresiones de algún pergeñador de parábolas. Era, en definitiva, un entretenimiento insólito, que de prolongarse demasiado podía acabar en disipación. Aunque no las aboné ni las escardé en su totalidad siquiera una vez, las atendidas fuéronlo extraordinariamente bien, y a la postre me valió, pues como dice Evelyn, «no hay en verdad composición ni riqueza alguna comparables a ese continuo movimiento, refección y volteo del mantillo con la azada». «La tierra», añade en otro lugar, «especialmente si es fresca, posee cierto magnetismo, que atrae la sal, el poder o la virtud (llámesele como se quiera) que le dan vida, y que es la lógica de todo el trabajo y movimiento que le dedicamos para sustentarnos; todos los abonos y demás procedimientos sórdidos no son sino sucedáneos sustitutivos». Además, siendo éste uno de esos «campos cansados y exhaustos que gozan de su asueto» ha atraído quizá «los espíritus vitales» del aire, como cree probable Sir Kenelm Digby. Yo coseché doce bushels de alubias.
Pero, para ser más detallado, pues se han quejado por ahí de que Mr. Colman ha registrado principalmente los costosos experimentos de los señores «convertidos en granjeros», diré que mis gastos fueron:
Por un azadón $ 0,54
Arar, gradar y abrir los surcos 7,50 demasiado.
Judías para simiente 3,12 ½
Patatas para simiente 1,33
Guisantes para simiente 0,40
Semillas de nabos 0,06
Cordel blanco para cerca provisional 0,02
Cultivador con caballo y gañán, tres horas… 1,00
Caballo y carro para recoger la cosecha 0,75
Total $14,72 ½
Mis ingresos fueron (patremfamilias vendacem, non emacem esse oportet) por:
Nueve bushels y doce cuartos de judías $ 16,94
Cinco bushels de patatas grandes 2,50
Nueve bushels de patatas pequeñas 2,25
Pasto 1,00
Tallos 0,75
Total $ 23,44
que me dejaron un beneficio pecuniario, como ya he dicho en otra parte, de 8,71 1/2 dólares.
Y he aquí el resultado de mi experiencia como cultivador de judías: hay que plantar la pequeña alubia blanca trepadora hacia primeros de junio en hileras con separación de un metro y de medio poniendo mucho cuidado en seleccionar simiente fresca, turgente y sin mezcla extraña. Eliminad luego las larvas y, si procede, sembrad de nuevo donde haya huecos. Mucho cuidado con las marmotas si es campo abierto, porque al pasar se comerán casi por completo las hojas tiernas, y también más tarde, cuando hagan su aparición los jóvenes zarcillos, aquéllas no vacilarán en llevárselos por delante junto con sus yemas y vainas nuevas, que mordisquearán con fruición irguiéndose sobre sus cuartos traseros como las ardillas. Y, sobre todo, recolectad tan pronto como sea posible si queréis eludir las heladas y disponer de una cosecha buena y vendible. En así haciendo os evitaréis muchas pérdidas.
También gané esta otra experiencia. Me dije: no sembraré alubias y maíz con tanta diligencia otro verano, sino semillas tales (si quedan aún) como sinceridad, verdad, sencillez, fe, inocencia y similares, y veré si crecen en este suelo, aun con menos trabajo y abono, y si me alimentan, pues seguramente no ha sido agotada esta tierra aún para estos cultivos. ¡Ay! eso es lo que me dije; pero ha pasado ya un verano, y otro, y un tercero, y me veo obligado a decirte, lector, que las semillas que sembré, si en verdad eran simientes de estas virtudes, fueron comidas por los gusanos o habían perdido su vitalidad pues no emergieron.
Por lo común, los hombres sólo serán bravos o tímidos en la medida en que lo fueron sus padres. Esta generación está decidida a sembrar maíz y habichuelas cada año, precisamente como hicieran los indios siglos ha y enseñaran a hacer a los primeros colonos, como si fuera ese su sino. Para mi asombro vi el otro día a un viejo que azada en mano cavaba agujeros por septuagésima vez, por lo menos, ¡y no la fosa donde había de yacer! Pero ¿por qué no ensayará otras aventuras el habitante de Nueva Inglaterra en lugar de poner tanto empeño en su grano, patatas y pastos? ¿Por qué no probar otros cultivos? ¿Por qué nos interesamos tanto en nuestras judías para la siembra, y nada en absoluto en una nueva generación de hombres? Realmente, debiéramos sentirnos alimentados y alentados si al hallar un hombre tuviéramos la seguridad de que alguna de las cualidades que he mencionado, las cuales apreciamos más que aquellos otros productos pero que, en su mayor parte, se hallan dispersas y flotando en el aire, hubiera enraizado y crecido en él. He ahí que nos sale al paso una cualidad tan sutil e inefable, por ejemplo, como la verdad o la justicia, aunque fuere en pequeña cantidad o como nueva variedad. Nuestros embajadores serían instruidos al efecto de que enviaran a casa simientes de esta clase, que el. Congreso ayudaría a distribuir por todo el país. No gastaríamos ceremonias con la sinceridad ni nos engañaríamos, insultaríamos o vetaríamos unos a otros si se hallara presente entre nosotros el núcleo de la dignidad y de la amistad. Tampoco nos visitaríamos apresuradamente. Yo no suelo tratar en absoluto con la mayoría de la gente, pues parecen no disponer jamás de tiempo. Se afanan con sus judías. No debiéramos entendérnoslas con un hombre ocupado siempre así, apoyado en su azada o pala a guisa de sostén en las pausas, no exactamente como un hongo, sino parcialmente elevado sobre la tierra, más que erguido, como golondrina que se ha posado y corretea entre la gleba:
And as he spake, his wings would now and then
Spread, as he meant to fly, then close again.
«Y mientras hablaba, sus alas de vez en cuando
se abrían, prestas al vuelo, para cerrarse luego otra vez»[21].
de modo que pudiéramos pensar si estaríamos hablando con un ángel. El pan puede no nutrirnos siempre, pero nos hace bien, hasta quita rigidez a nuestros huesos; y nos hace ágiles y alegres, cuando no sabíamos qué mal nos aquejaba, el conocer en el hombre o en la naturaleza cualquier generosidad y el compartir una alegría pura y heroica.
La mitología y poesía antiguas sugieren, por lo menos, que la labranza fue alguna vez un arte sagrado; pero nosotros la practicamos con prisa y descuido irreverentes, al ser nuestro objetivo meramente la obtención de grandes fincas y cosechas. No tenemos festividad ni procesión, aparte de nuestras Ferias de Ganado y de los llamados Días de Acción de Gracias, con los que el agricultor pueda reflejar lo sagrado de su oficio o recordar lo que de tal tiene su origen. Son el premio y la fiesta lo que le tienta. No ofrece sacrificio a Ceres o al Júpiter terrestre, sino al infernal Pluto (sic). Por avaricia y egoísmo, y por un hábito rastrero del que no estamos libres ninguno de nosotros, el de considerar la tierra como una propiedad o como medio de adquirir principalmente propiedad, el paisaje es deformado, la labranza se degrada con nosotros, y el labrador arrastra la más ruin de las vidas. Conoce la naturaleza, como expoliador. Catón dice que los beneficios de la agricultura son particularmente píos y justos maximeque pius quaestus), y según Varrón, los antiguos romanos «llamaban de igual forma a la Madre tierra y a Ceres, y pensaban que quienes la cultivaban llevaban una vida útil y piadosa, y que sólo ellos eran los sobrevivientes de la raza del rey Saturno». Solemos olvidar que el sol contempla sin distinción alguna nuestros campos cultivados, las praderas y los bosques. Todos absorben y reflejan por igual sus rayos, y los primeros no son sino una menguada porción de la gloriosa imagen que se le ofrece en su diario recorrido.
Desde su emplazamiento, la tierra aparece cultivada por igual, como un jardín. Por lo tanto, debiéramos recibir el beneficio de su luz y calor con confianza y magnanimidad en justa correspondencia. ¿Qué importa que yo valore tanto la semilla de estas judías y que coseche estas otras llegado el otoño? Este vasto campo que yo he contemplado durante tanto tiempo no me considera a mí su principal cultivador sino que lleva su atención lejos de mí, a otras influencias más afables para con él, que le riegan y le hacen reverdecer. Estas habichuelas encierran resultados que me eluden. ¿Acaso no crecen en parte para las marmotas? La espiga del trigo (en latín spica, del antiguo speca, a su vez de spes, esperanza) no debiera ser la única que le cabe al labrador; su núcleo o grano (granum, de gerendo, que porta) no es lo único que lleva. ¿Cómo, entonces, puede fracasar nuestra cosecha? ¿Acaso no debo congratularme asimismo de la abundancia de hierbas cuyas semillas alimentan a las aves? Poco es lo que importa relativamente si los campos proveen al granero del labrador, pues si tal es en verdad, pronto se librará de enojo, de igual modo que a las ardillas poco importa si este año los bosques se llenarán de castañas, y dará fin a su labor con cada día, renunciando a todo derecho sobre el producto de sus campos, y sacrificando en su mente no sólo sus primeros frutos sino también los últimos.