Las Lagunas

A veces, ahito ya de compañía humana y cotilleo, y agotados ya todos mis amigos de la villa, echaba más al oeste de lo que tenía por costumbre, hacia partes del lugar todavía menos frecuentadas, a «bosques frescos y prados nuevos»[24], o iba a realizar mi cena de gayubas y bayas azules en la colina de Fair Haven en tanto se ponía el sol, al tiempo que amontonaba una reserva para varios días. Los frutos no emiten su verdadera fragancia para quien los compra ni para quien los cultiva para el mercado. Sólo hay un modo de percibirla, y pocos que lo practiquen. Si queréis conocer el aroma de las gayubas, preguntadle al campero o a la perdiz. Es un error vulgar el suponer que alguien pueda gustar realmente de unas bayas que nunca recogiera. La gayuba no llega nunca a Bostón; no se la ha visto por allá desde que dejó de crecer en sus tres colinas. La parte esencial y ambrosíaca del fruto se pierde con la pelusilla que se cae con el roce en el carro del mercado, y aquél queda en mera vitualla. Mientras reine la Justicia Eterna, ninguna inocente gayuba podrá ser alejada de sus campestres colinas. En ocasiones, después de dar fin a la escarda cotidiana me reunía con algún camarada impaciente, que había estado pescando en la laguna desde primeras horas de la mañana, tan silencioso e inmóvil como un pato o una hoja flotante, y que después de haber practicado varias clases de filosofía, para cuando yo aparecía había llegado a la conclusión de que él pertenecía a la antigua secta de los cenobitas. Había un anciano, excelente pescador y diestro en toda clase de trabajos con la madera, que gustaba de considerar mi cabana una construcción hecha para conveniencia de los de su clase; en cuanto a mí, no dejaba de complacerme cuando se sentaba a mi puerta para ordenar sus sedales.

De vez en cuando, nos sentábamos juntos a la orilla del lago, él a un extremo del bote y yo al otro; no intercambiábamos muchas palabras, pues él se había ido quedando sordo con los años, y el ocasional salmo que le daba por susurrar quedamente no armonizaba mal con mi filosofía. Nuestra relación fue, pues, de continua armonía, y de recuerdo mucho más grato que si se hubiera apoyado en la conversación. Guando, como solía ocurrir, no tenía yo con quien hablar, despertaba el eco dando con mi remo en un costado del bote y llenando así el bosque de ondas que formaban círculos cada vez más amplios, excitándolas como el guarda de un circo a sus animales salvajes, hasta hacer resonar a la espesura misma y a las colinas circundantes. En los atardeceres cálidos me sentaba a menudo en mi barca tocando la flauta y veía a la perca, que al parecer había hechizado, rondando en torno mientras la luna recorría el fondo ondulado, sembrado de los desechos del bosque. En otros tiempos había venido de vez en cuando a esta laguna con un compañero, aventuradamente, en oscuras noches de verano, y después de haber hecho fuego junto a la orilla, pues pensábamos que atraía a los peces, pescábamos fanecas con un manojo de gusanos atravesados con un cordel; acabada la faena, bien entrada ya la noche, arrojábamos los tizones al aire, a modo de cohetes, que al caer de nuevo sobre las aguas morían con sonoro siseo, dejándonos de pronto en medio de una total oscuridad, a cuyo través y silbando una melodía emprendíamos el camino de regreso a los lugares habitados por los hombres. Pero, ahora había establecido mi hogar junto a la orilla.

Algunas veces, después de haber permanecido en algún salón hasta que todos se hubieran retirado, me ha dado por volver a los bosques y, en parte con vistas al yantar del día siguiente, me he pasado las horas nocturnas pescando desde la barca a la luz de la luna, arrullado por buhos y zorros y por la ocasional nota chirriante de alguna ave desconocida, muy cercana. Estas experiencias eran para mí preciosas e inolvidables, anclado en fondos de trece metros y a unos doscientos de la orilla, rodeado de millares de percas y alburiños, que ponían hoyuelos de luna en la superficie de las aguas agitadas por mil colas, y comunicándome con misteriosos peces de las profundidades con mi largo sedal de lino, que a veces se me iba a veinte y más metros del lugar, llevado el bote de la suave brisa, para revivir de pronto con leve sacudida, delatora de algo vivo merodeando en su extremo con propósito incierto y vago, tardo en resolverse. A la larga uno terminaba por halar, mano sobre mano, alguna faneca cornuda quejosa y retorciéndose en el aire. Resultaba curioso, especialmente en las noches oscuras, cuando los pensamientos de uno han derivado con temas sin límites y cosmogónicos a otras esferas, el sentir ese suave tirón que venía a interrumpir los sueños y a unirle a uno de nuevo con la Naturaleza. Diríase que me era dado lanzar mi sedal al aire tanto como lo más hondo de ese elemento apenas más denso, para pescar, cabría decir, dos peces con el mismo anzuelo.

El paisaje de Walden es de escala humilde, aunque muy bello; no tiene nada de grandioso ni podría interesar mucho a quien no lo haya frecuentado largo tiempo, o vivido junto a la ribera; sin embargo, esta laguna es tan notable por su profundidad y pureza, que merece una descripción particular. Es como un pozo limpio, verde oscuro, de acaso media milla de longitud y de milla y tres cuartos de circunferencia que cubre pues unas veinticinco hectáreas; un manantial eterno entre pinares y robledos, sin afluente ni aliviadero alguno visibles que no sean las nubes y la evaporación. Las colinas circundantes se alzan bruscamente de las aguas hasta alturas entre cuarenta y ochenta pies, y aunque por el este y algo más al sur alcanzan cotas de ciento cincuenta y cien pies, respectivamente, a una distancia de un cuarto y un tercio de milla totalmente cubiertas de arbolado. En Concord el agua muestra siempre dos colores por lo menos, uno, de lejos, y otro, más exacto, de cerca. El primero depende sobre todo de la luz y concuerda con el cielo. En tiempo claro, en el estío, las aguas parecen azules a escasa distancia, sobre todo si están agitadas, mientras que desde lejos todo resulta igual. En tiempo tempestuoso, en cambio, diríase que se trata de pizarra oscura. Del mar se dice, sin embargo, que un día aparece azul y el otro verde sin que medie cambio alguno perceptible en la atmósfera. Yo he visto nuestro río, cuando la campiña estaba cubierta de nieve, y tanto el agua como el hielo eran tan verdes como la hierba misma. Algunos consideran que el azul «es el color del agua pura, tanto en estado sólido como líquido». Pero, al mirar directamente a lo hondo de nuestros caudales desde un bote se ve que son de muy diferentes colores. Walden aparece ora azul ora verde, incluso desde el mismo punto de observación. Entre la tierra y el cielo, participa del color de ambos. Divisada la laguna desde la cima de un cerro, refleja el color del cielo; pero desde cerca posee un tinte amarillento, reflejo de la arena ribereña, y luego un tono verde claro, que se oscurece gradualmente a medida que la mirada se proyecta aguas adentro. Con algunas luces, y aún desde el otero, la charca resulta de color verde brillante junto a la orilla. Dicen algunos que quizá por reflejar el verdor en torno; pero es que aparece igual donde baña el talud del ferrocarril, y en primavera, antes de que broten las hojas, de modo que acaso sea simplemente el resultado de la mezcla del azul reinante con el dorado de la arena. Ése es el color de su iris, y también la porción donde, en primavera, el hielo calentado por el sol que se refleja en el fondo y cuyo calor transmite asimismo la tierra, se funde primero para formar un angosto canal alrededor del centro todavía helado. Como ocurre con el resto de nuestras aguas cuando aparecen revueltas en tiempo claro, bien porque la superficie de las ondas pueda despedir la luz con ángulo apropiado, bien porque sea mayor la luminosidad que encierra, desde cierta distancia resulta de color azul más oscuro todavía que el del mismo cielo. En tales ocasiones, y dividiendo el radio de mi visión de manera que me fuera posible percibir asimismo el reflejo, he podido discernir desde la superficie un azul claro, incomparable e indescriptible, como el que sugieren las sedas irisadas y la hoja de la espada, más cerúleo que el cielo, alternando con el verde oscuro original de las caras opuestas de las olas, que al final resultaban hasta fangosas por contraste. Según recuerdo, es un azul verdoso vitreo, como el de aquellos retazos de cielo invernal perceptibles entre las nubes, hacia el oeste, antes del ocaso. Pero, un vaso de esta agua contra la luz es tan incolora como igual cantidad de aire. Sabido es que una gran placa de vidrio posee un tono, debido, como dicen sus fabricantes, a su «cuerpo», y que un trozo pequeño de la misma es, en cambio, incoloro. Nunca he comprobado qué grosor de agua de Walden sería necesario para arrojar una luz así. El agua de nuestro río aparece negra o de color marrón oscuro para quien la observa directamente desde arriba; y como sucede con todas las estancadas, comunica un tinte amarillento a la piel de quien se baña; pero esta agua es de pureza tan cristalina, que el cuerpo del bañista parece de albura de alabastro, mucho menos natural aún, que, por la distorsión y agrandamiento que parecen experimentar las extremidades, produce un efecto monstruoso, digno del estudio de un Miguel Ángel.

El agua es tan transparente que es fácil discernir el fondo a la profundidad de diez metros. Desde el bote cabe ver, a muchos codos por debajo, nutridas bandadas de percas y albures, de tan sólo unos centímetros de longitud quizá, pero perfectamente distinguibles por el barrado transversal, las primeras, y uno se siente tentado a considerar que se trata de peces anacoretas, que han encontrado su subsistencia en tal paraje. En una ocasión, en invierno, hace ya muchos años, después de haber estado practicando agujeros en el hielo en busca de lucios y de regreso ya a la orilla, arrojé mi hacha atrás sobre la superficie helada; pero, como si un genio maligno hubiera dirigido mi tiro, después de deslizarse unas cuatro o cinco perchas fue a colarse por uno de los agujeros, de una profundidad de unos ocho metros y medio. Curioso, me eché cuan largo era sobre el hielo y miré por aquel brocal hasta que descubrí mi herramienta reposando sobre el hierro, algo inclinada, y con el mango oscilando suavemente con el pulso de las aguas. Podría haberse quedado allá, de no haber intervenido, en continuo vaivén hasta que la madera se pudriese con el tiempo y desapareciera. Después de haber hecho otro orificio directamente encima de ella con un picahielo que poseía, y armado de un lazo corredizo que afirmé al extremo del más largo abedul que pude cortar en las cercanías, lasqué el cabo hasta cerrarlo en torno de la tuberosidad del mango. Así recuperé mi hacha.

La orilla se compone de una franja de piedras blancas redondeadas, que semejan adoquines, salvo en una o dos pequeñas caletas arenosas; es tan escarpada, que en muchos lugares basta un salto para dar ya con una profundidad que cubre con mucho la cabeza; y si no fuera por su notable transparencia, ese sería el último fondo perceptible hasta dar con la vertiente opuesta del lecho. Algunos piensan que es insondable; lo cierto es que no es fangoso en parte alguna, y el observador casual diría que carece en absoluto de vegetación por lo que a plantas notables se refiere; con excepción de los pequeños prados ha poco inundados, que en rigor no pertenecen a la laguna, un escrutinio detenido no revela espadaña ni junco alguno, ni siquiera un lirio blanco o amarillo, sino tan sólo unos pocos escudetes y algún que otro nenúfar o llantén acuático, todos los cuales —dicho sea de paso— podrían pasarle inadvertidos al bañista. Y estas plantas son limpias y brillantes como el elemento que las alberga. Las piedras penetran en el agua una distancia de una o dos perchas, y luego el fondo se hace pura arena, excepto en los puntos más profundos, en los que se acumula un sedimento constituido, probablemente, por las hojas podridas que el viento ha ido arrastrando en tantos otoños sucesivos; además, una maleza verde sube con las anclas aún en medio del invierno tenemos otra laguna muy parecida a ésta, White Pond, en Nine Acre Corner, a eso de unas dos millas y media el oeste; pero, aunque conozco la mayoría de las charcas y lagos en doce millas a la redonda, no he descubierto jamás una tercera así de pura y semejante a un pozo.

Puede que hayan bebido de ella pueblos y más pueblos en sucesión, y que la hayan admirado, sondado, y a la postre desaparecido, y sus aguas siguen tan verdes y cristalinas como siempre. ¡No se trata, en verdad, de un manantial intermitente! Quizás aquella mañana en que Adán y Eva fueran expulsados del Edén, Walden Pond ya existiera y se prodigara incluso en una dulce lluvia primaveral, acompañada de bruma y de brisas del sur, cubierta de miríadas de patos y gansos que no habían oído siquiera de la Caída, y a los que todavía colmaba la pureza de estos lagos. Ya entonces había comenzado a crecer y a menguar, y había aclarado sus aguas dándoles el matiz que ahora las engalana, u obtenido una patente divina como única laguna Walden del mundo, destiladora de los rocíos del cielo. ¿Quién sabe en cuántas literaturas de naciones olvidadas habrá sido ésta la Fuente de Castalia o qué ninfas la habían presidido en su Edad de Oro? Es una gema de aguas primeras la que Concord ostenta en su cimera.

Es posible también que el primero en llegar a este paraje dejara alguna huella de su paso. Alrededor de la laguna descubrí con sorpresa, incluso donde un tupido bosque había sido talado junto a la misma ribera, una senda angosta que parecía un bancal tallado en la ladera abrupta, que subía y bajaba, se alejaba y aproximaba del borde de las aguas, y tan viejo probablemente como la misma raza del hombre asentado aquí, gastado por cazadores aborígenes y transitado, aún sin reparar en ello, por los actuales ocupantes de la tierra. Era claramente visible para quien se encontrara en medio de la laguna en invierno, justo después de una nevada ligera, cuando el sendero aparecía como una línea blanca y ondulada no oscurecida por hierbas ni ramitas, y muy conspicuo en un cuarto de milla en algunos lugares, donde en verano es apenas distinguible desde muy cerca. La nieve lo retraza de algún modo con caracteres blancos que forman, por así decir, un bajo relieve muy visible. Puede que los ornados jardines de las villas que un día serán construidas aquí conserven todavía alguna huella de su existencia.

La laguna asciende y mengua, pero si ello ocurre con regularidad y cuándo es algo que nadie sabe, aunque como es común, son muchos los que pretenden no ignorarlo. Suele aparecer más llena en invierno y desciende, por contra, en verano, aunque del todo independiente de la humedad o sequía generales. Me acuerdo de cuando estaba medio metro o algo así más baja, y también de cuando llegaba a uno y medio por encima del nivel que tenía cuando yo me establecí en sus orillas.

Un estrecho banco de arena se proyecta en ella, con aguas muy profundas a un lado, sobre el cual ayudé a estofar unos pescados en 1824, a eso de unas seis perchas de la línea ribereña, lo cual no ha sido posible repetir en veinticinco años. Por otra parte, mis amigos me escuchaban incrédulos cuando les decía que algunos años más tarde yo acostumbraba a pescar desde mi bote en una caleta oculta entre el arbolado, a una distancia de quince perchas de la única orilla que les había sido dado conocer, pues el lugar hacía tiempo que se había convertido en un pastizal. Pero, la laguna ha venido creciendo durante dos años, y ahora, verano del cincuenta y dos, mide justo cinco pies más que cuando yo vivía junto a ella, es decir, igual que hace treinta años; así, ha vuelto a poderse pescar en la pradera. Esto determina diferencias de nivel en su perímetro, y sin embargo, la cantidad de agua cedida por las cocinas circundantes es insignificante, de modo que esta superabundancia habrá de referirse a causas que afectan a los manantiales profundos. Este mismo verano, la laguna ha empezado a menguar, y es notable que esta fluctuación, periódica o no, parezca requerir de varios años para producirse. Yo he observado una crecida y parte de dos descensos, y me imagino que en doce o quince años, el agua volverá a estar tan baja de nuevo como la conocí en una ocasión. La laguna de Flint, una milla al este teniendo en cuenta lo irregular de sus afluentes y aliviaderos, y las otras que quedan entremedio simpatizan asimismo con Walden y ha poco que alcanzaron su nivel máximo al mismo tiempo que ésta. E igual reza, si mis observaciones no me engañan, para con la Laguna Blanca.

Este ascenso y descenso de las aguas de Walden a intervalos regulares tiene por lo menos la siguiente consecuencia: con el agua a su nivel máximo durante un año o más, y aunque haga difícil bordearla, mueren todos los arbustos y árboles surgidos desde la última crecida en su orilla, que queda así libre de obstáculos. A diferencia, pues, de muchas charcas y de todos los caudales sujetos a cotidianas mareas, su ribera está más limpia cuando más bajas las aguas. En el lado de la laguna más próximo a mi casa, una hilera de pinos de 5 metros de altura han sido muertos y tumbados como por la acción de una palanca, poniéndose así límite a esta intrusión forestal y quedando su tamaño como indicación de los años transcurridos desde la última vez en que fuera alcanzado igual nivel. Mediante esta fluctuación, la laguna reivindica sus derechos sobre la orilla, la costa es rapada, y los árboles no pueden hacerla suya por derecho de uso. Son los labios del lago, sobre los que no crece árbol alguno, y aquél da en relamérselos de vez en cuando. Cuando el agua ha alcanzado su altura, los alisos, sauces y arces proyectan hacia ella una masa de raíces rojas y fibrosas de varios pies de longitud desde todos sus renuevos, y hacia la copa o a cuatro pies del suelo en un esfuerzo por mantenerse. Y he visto junto a la orilla espigados arbustos de bayas azules que en general no dan fruto, dar en esta circunstancia una cosecha abundante.

Muchos se han maravillado de ver la orilla tan regularmente pavimentada e incapaces de explicarse cómo. Mis convecinos, en cambio, conocían todos la tradición, y los más ancianos me decían haberla oído en su juventud: que en otros tiempos, los indios habían celebrado una fiesta allí, sobre una colina tan elevada como profunda es hoy día la laguna, y que fue tal la disipación que se permitieron, dice la historia —aunque de este vicio nunca fueron culpables los indios—, que mientras así festejaban, la colina se tambaleó hundiéndose de repente; sólo se salvó una vieja india llamada Walden, que dio su nombre a la laguna.

Se supone que cuando se desmoronó el cerro, las piedras rodaron ladera abajo para formar la presente ribera. En cualquier caso, verdad es que aquí no había antes laguna alguna y ahora la hay; además, este relato indio no choca en modo alguno con el de aquel antiguo colono, que he mencionado ya, quien se acuerda muy bien de cuando apareció por aquí por primera vez con su varita buscadora, y vio elevarse una tenue emanación desde la hierba, mientras que la punta de aquélla se dirigía resueltamente hacia abajo, por lo que decidió cavar ahí un pozo. En cuanto a las piedras, son muchos los que aún piensan que es difícil explicárselas por la acción de las olas contra los oteros circundantes; pero, observo que las colinas en torno se hallan repletas de rocas semejantes, por lo que se han visto obligados a amontonarlas formando muros a ambos lados de la vía férrea donde ésta es casi tangente a la laguna; además, las piedras abundan sobre todo donde la costa es más abrupta. Así pues, lamentablemente ya no hay misterio para mí y se me desvela el empedrador. Si el nombre no fue derivado de algún topónimo inglés —como Saffron Walden, por ejemplo— cabría suponerlo originalmente Walled-in Pond.

La laguna era mi pozo, ya perforado. Durante cuatro meses al año su agua es tan fría como pura en todo tiempo; opino que entonces es tan buena como cualquiera de la villa, si no la mejor. En invierno, el agua que queda expuesta a la intemperie está siempre más fría que la de los manantiales y pozos, que quedan resguardados de aquélla. La temperatura del agua de la laguna que había estado en, mi habitación desde las cinco de la tarde hasta el mediodía siguiente, 6 de marzo de 1846, era de cinco grados y seis décimas —habiendo subido el termómetro de 18.° a 21.° durante este tiempo—, debido en parte al recalentamiento del techo, es decir, un grado menos que la recién sacada del pozo más frío de la villa. El mismo día, la temperatura de Boiling Spring (Fuente Hirviente) fue de siete grados y dos décimas, la más caliente del lugar, aunque en verano sea la más fría de las que conozco, cuando no hay agua estancada ni superficial que se mezcle con ella. Además, y a causa de su profundidad, Walden nunca llega a ponerse tan caliente en verano como otras aguas expuestas a la radiación del sol. En días calurosos, yo solía dejar un balde lleno en mi sótano, donde se enfriaba durante la noche, para seguir luego fresca todo el día; otras veces recurría a una fuente cercana. A la semana de extraída era tan buena como el primer día y no tenía sabor metálico alguno a bomba. Quien quiera que acampe en verano durante una semana a la orilla de una laguna sólo necesita sumergir un balde de agua a unos palmos de profundidad, a la sombra, para no tener que depender del lujo del hielo.

En Walden se han pescado lucios o sollos de hasta siete libras uno, para no hablar de aquél que arrastró anzuelo, carrete y sedal con la velocidad del rayo, y que el pescador estimara sin exagerar como de ocho libras porque no llegó a verlo siquiera. También se han pescado percas y fanecas, alguna de las cuales ha llegado a pesar más de dos libras; albures, cotos y múrelas (Leuciscus pulchellus), algunos sargos y una pareja de anguilas, una de ellas de hasta cuatro libras (doy tantos detalles porque el peso de un pez es, por lo general, su único título de gloria, y porque esas fueron las únicas anguilas de cuya existencia en Walden tuve noticia). Recuerdo también vagamente un pececillo, como de medio palmo, de costados argentinos y dorso verdoso, parecido al albur en su aspecto, y que cito aquí sobre todo para unir hechos con fábula. El caso es que la laguna no es muy rica en pesca, y sus sollos, aunque no muy abundantes, son su principal orgullo. En alguna ocasión he llegado a ver sobre el hielo tres clases diferentes: Unos largos y planos, de color acerado, que son los que más se parecen a los que pueblan el río; otros dorados, con reflejos verdosos muy oscuros, que es la clase más corriente; y unos terceros, también de oro y de forma similar, pero moteados en los flancos, con manchitas pequeñas de color marrón oscuro o negro mezcladas con algunas otras, rojizas y menos abundantes, y muy parecidos a la trucha. No debiera serle aplicado a este último el específico de reticulatus, sino más bien de guttatus[25]. Son todos muy macizos y pesan más de lo que su tamaño hace presumir. Los albures, las fanecas y también las percas, de hecho todos los peces que pueblan estas aguas son mucho más limpios y de carne más firme que los del río y de la mayoría de las otras lagunas, dada la mayor pureza del agua; es posible, por tanto, diferenciarlos perfectamente. No me extrañaría que muchos ictiólogos hicieran de algunos de ellos variedades. Viven allí también una raza pura de ranas, tortugas y algunos mejillones. Aquí y allá se observan a su vez las huellas de las ratas almizcleras y de los visones, y no es raro tampoco registrar la visita de alguna viajera tortuga de los cenagales. Por la mañana, al botar mi chalupa, más de una vez he interrumpido el sueño de uno de esos grandes quelonios, que había ido a ocultarse debajo de aquélla para pasar la noche. Patos y gansos frecuentan la laguna en primavera y otoño. Las golondrinas de panza blanca (Hirundo bicolor)[26] peinan las crestas de sus olas, y los andarríos (Totanus macularius)[27] «trastabillean» todo el verano por sus pedregosas orillas. Incluso he asustado alguna vez a un halcón pescador posado en un pino blanco al acecho de las aguas, pero dudo de que éstas hayan sido profanadas nunca por la gaviota, como ocurre en Fair Haven. A lo más, esta laguna tolera un somormujo anual. Éstos son, pues, los animales de más relieve que la frecuentan ahora.

En tiempo de calma y desde una embarcación, cerca de la arenosa orilla oriental, donde las aguas alcanzan una profundidad de casi tres metros, y hasta en otros sitios de la laguna, es posible descubrir unos montículos de forma circular, de una docena de pies de diámetro por uno de alto, que están formados por guijarros de un tamaño menor que un huevo de gallina, mientras que a su alrededor la arena aparece totalmente desnuda. Al principio, uno se pregunta si fueron los indios quienes acaso los levantaran sobre el hielo, y que cayeron luego al fondo con la fusión de éste; sin embargo, resultan demasiado regulares y, algunos, de formación harto reciente. Son semejantes a los que se encuentran en los ríos pero como aquí no hay ni «chupadores»[28] ni lampreas, no me imagino qué otros peces pudieran ser sus autores. Acaso sean nidos de múrelas. El caso es que confieren a los fondos un grato misterio.

La costa es lo bastante irregular para no resultar monótona. Guardo en mi memoria la imagen de la orilla occidental, recortada por penetrantes radas; de la norte, más dura y escarpada; y de la sur, magníficamente festoneada, donde se van solapando sucesivos salientes que hacen pensar en ocultas caletas inexploradas. Jamás se presenta el bosque tan bien; nunca es tan bello como cuando se divisa desde el centro de una laguna, entre colinas que se alzan al mismo borde de las aguas; pues éstas, espejo para ellas, no sólo ofrecen su mejor primer plano, sino que, con la sinuosidad del entorno delimitan la linde más apropiada y natural. No hay rudeza ni imperfección en esa ribera, como ocurre donde el hacha la ha desmontado o donde tropieza con sus aguas un campo en sembradío. Los árboles disponen de amplio espacio para extenderse de ese lado acuático, y cada uno proyecta sus ramas más vigorosas en esa dirección. La naturaleza ha puesto ahí una orla, y la mirada puede elevarse poco a poco, gradualmente prendida de los matojos más rastreros hasta los árboles más corpulentos. Ahí es difícil imaginar siquiera la mano del hombre, y el agua sigue bañando la orilla como lo hiciera hace mil años. Un lago es uno de los rasgos más bellos y expresivos de un paisaje. Es el ojo de la tierra; y en mirándose en él descubre el observador la profundidad de su propia naturaleza. Los árboles acuáticos de la orilla son las finas pestañas que lo enmarcan, y las frondosas colinas y acantilados en torno, sus prominentes cejas.

De pie sobre la playa de fina arena, en el extremo oriental de la laguna, en una tranquila tarde de septiembre, cuando una ligera bruma difumina la orilla opuesta, he comprendido de dónde proviene la expresión de «lago como un espejo». Si uno invierte la cabeza mirando por entre sus piernas, diríase que se trata de un hilo de gasa finísima, extendido a través del valle, refulgente sobre los pinares lejanos a modo de separación entre dos estratos de la atmósfera. Hasta cabría imaginar que se puede caminar sobre él hasta los cerros de enfrente, y que las golondrinas que lo rozan en vuelo van a tomarlo como percha. A decir verdad, éstas se lanzan a veces por debajo de esta línea, como por error, y ni aun así se desengañan. Si uno mira sobre la laguna hacia poniente, hace falta recurrir a ambas manos para protegerse los ojos de la luz del sol, la directa y la reflejada, de igual fulgor; y si por entre las manos examina uno críticamente la superficie, ésta aparece tan lisa como un espejo, lago donde los insectos patinadores dispersos a distancia igual por toda su extensión producen en ésta con sus movimientos al sol, el centelleo más admirable que pudiéremos imaginar, o cuando un pato viene a pavonearse quizás ahí, o como ya he dicho, si la golondrina vuela tan bajo que roza las ondas. Puede que un pez dibuje en el aire lejano un arco de cinco o seis palmos, asentado en dos destellos brillantes donde se iniciara y muere; también que sea el arco entero el que brilla, o un espino a la deriva, cuya presencia delatan los peces que cargan contra él y marcan su muelle vagar con burbujas y hoyuelos. Diríase cristal fundido, ya frío pero sin endurecer aún, cuyas hermosas y puras manchas recalcan la belleza de su estructura, como las imperfecciones la de la obra fina. A menudo es posible descubrir un agua más oscura y lisa, como separada del resto por la invisible tela de una araña, percha de ninfas acuáticas que han ido a reposar en ella. Desde lo alto de la colina puede verse saltar siempre algún pez, sea donde sea, pues no hay lucio ni albur alguno que pueda capturar un insecto sobre esa lisa superficie sin trastornar claramente el equilibrio del conjunto. Asombra ver con qué expresividad es anunciado ese hecho tan simple, cómo se denuncia esa matanza; desde mi distante observatorio distingo las ondas concéntricas cuando han alcanzado ya un diámetro de unas seis perchas. Es posible detectar incluso la presencia de un escribano de agua (Gyrinus) que avanza sin cesar sobre la superficie, a un cuarto de milla de distancia, pues surca las aguas con suave movimiento, pero dejando tras de sí una burbuja señalada por dos trazos convergentes; los patinadores, en cambio, se deslizan sin dejar apenas rastro de su paso. Cuando la superficie está muy agitada no se ven patinadores ni escribanos, pero en tiempo calmo abandonan su seguro puerto de la orilla para lanzarse a la aventura a paso corto hasta recorrer toda la laguna. Es una ocupación harto relajante, durante esos bellos días de otoño, cuando se aprecia plenamente todo el calor del sol, el sentarse sobre un tocón en un lugar elevado como éste, desde donde se domina la laguna, y estudiar las ondas y surcos incesantemente inscritos en esa superficie, de otro modo invisible, entre el reflejo del cielo y de los árboles. No se produce ninguna alteración en esa vastedad, que de pronto se estremece levemente y se alisa de nuevo, como ocurre con el vaso de agua que, sacudido, alberga unas ondas efímeras que buscan la costa para recrear la paz. No hay pez saltarín ni insecto que caiga en la laguna sin que sea anunciado inmediatamente por esos círculos y rizos de belleza, como manar constante de manantial, suave pulso de vida o henchimiento rítmico del pecho. No es posible diferenciar la emoción placentera del estremecimiento de dolor. ¡Qué apacibles, los fenómenos de la laguna! De nuevo resplandece la obra del hombre, como en la primavera. ¡Sí, cada hoja, cada tallo, las piedras y las telas de las arañas todas, brillan ahora, mediada la tarde, como cuando las cubre el rocío de una mañana primaveral! El movimiento de un remo o de un insecto se traducen en un destello de luz, y si cae aquél ¡cuán dulce es el eco! En un día como ese, de septiembre u octubre, Walden es un espejo perfecto del bosque, engarzado con piedras tan preciosas a mis ojos como si fueran escasas o de gran precio. Quizá no haya nada tan bello, tan puro, y al mismo tiempo tan vasto como un lago, en toda la superficie de la tierra. Agua del cielo. Que no necesita de cercado alguno. Las naciones vienen y van sin viciarla. Es un espejo que ninguna piedra puede quebrar, cuyo azogue no se gasta nunca y cuyo marco repara constantemente la Naturaleza; no hay tempestad ni polvo que puedan empañar su superficie, siempre fresca; un espejo en el que toda impureza presente se hunde en él barrida y expulsado por el brumoso cepillo del sol —el paño o escobilla más leve—, que no retiene hálito que se le eche, sino que envía su propio aliento para formar nubes que flotan en lo alto y se reflejan de nuevo en su seno.

Una expansión de agua revela el espíritu que se alberga en los aires, y continuamente recibe vida nueva e impulso desde arriba. Su naturaleza la sitúa entre la tierra y el cielo. Sólo los árboles y las hierbas se cimbrean en aquélla, pero las aguas se rizan con el viento. Descubro donde la surca la brisa por los trazos y destellos de luz. Es notable que podamos poner nuestra mirada en su superficie. Quizás algún día nos sea posible, de igual modo, mirar hacia abajo, sobre la superficie del aire, y reparar dónde un espíritu más sutil aún la barre. Los patinadores y los escribanos desaparecen a finales de octubre cuando llegan las fuertes heladas; y entonces, como por lo común en noviembre en los días calmos, no hay nada que rice aquella faz. Una tarde de noviembre, en la calma que siguió a un temporal de lluvia de varios días de duración, cuando el cielo aparecía aún encapotado y el aire lleno de niebla, observé que la laguna estaba notablemente lisa, de manera que era difícil distinguir su superficie; y es que ya no reflejaba los brillantes matices de octubre sino los sombríos colores que noviembre imparte a las colinas circundantes. Pasé con mi bote lo más suavemente que pude; las leves ondas que aquél producía llegaban tan lejos como alcanzaba mi vista, dando a los reflejos un aspecto estriado. Pero, deslizando mi mirada sobre la superficie, descubrí aquí y allá, a lo lejos, un débil fulgor, como si los insectos patinadores que habían escapado a las primeras heladas se hubieran congregado o, quizá, como si la superficie, por ser tan tersa, delatara el lugar donde brotaba un manantial allá en lo hondo. Avanzando lentamente a remo hacia uno de aquellos lugares me encontré rodeado de pronto, y con gran sorpresa, de minadas de diminutas percas, de menos de medio palmo de longitud y de hermoso color bronceado contra el verde de las aguas, agitándose y revolviéndose felices al tiempo que llenaban la superficie de rizos y burbujas. Aquellas aguas tan transparentes, y al parecer insondables, guardaban el reflejo de las nubes, y yo me sentía flotar en el aire como en un globo, en tanto que los movimientos de aquellos pececillos se me antojaban ora revoloteo ora planeo, como si una nu trida bandada de aves pasara a mi lado a derecha e izquierda, con sus aletas desplegadas a guisa de velamen. Eran numerosos los bancos de peces dispersos por la laguna que aprovechaban esa breve estación que precede al invierno, antes de que éste corriera su glacial persiana sobre su vasto tragaluz, y dando a veces a la superficie el aspecto de la mar rizada o el que sigue al picoteo de la lluvia. Cuando me acercaba con descuido, sembrando entre ellos la alarma, con sus colas azotaban frenéticamente las aguas, que llenaban de rizos como si alguien les hubiera dado repetidamente con una frondosa rama, y buscaban luego inmediato refugio en las profundidades. Con el tiempo se levantó el viento, aumentó la niebla y las olas empezaron a formarse; las percas saltaban entonces a mayor altura que antes, sacando la mitad del cuerpo fuera del agua, de modo que de pronto me era dado ver como un centenar de puntos negros de tres pulgadas de longitud rompiendo de vez la superficie. Un año, y en fecha tan avanzada como el 5 de diciembre descubrí algunos hoyuelos en las aguas, y pensando que iba a diluviar en seguida pues la atmósfera estaba preñada de bruma, me apresuré a tomar los remos para regresar a casa; la lluvia parecía arreciar por momentos, aunque yo no la sentía en mis mejillas y me preparé para la mayor caladura, Sin embargo, los hoyuelos desaparecieron súbitamente; se debían a las percas, que, asustadas por mi bogar, se habían retirado presurosas a lo hondo, donde vagamente se columbraban aún sus bandadas. Mi tarde, pues, fue seca a pesar de todo. Un viejo que solía frecuentar esta laguna desde hacía casi sesenta años, desde cuando aquélla estaba prácticamente oscurecida por la arboleda en torno, me dijo que por aquel entonces no era raro verla bullir de vida, poblada de patos y de otras aves acuáticas, y que eran muchas las águilas que la sobrevolaban. Él solía venir aquí a menudo para pescar y se servía de una vieja canoa que encontrara un día en la orilla. Estaba construida de troncos de pino blanco vaciados y unidos, y tanto la proa como la popa habían sido talladas en ángulo recto. Era, además, poco marinera; pero duró muchos años, hasta que se impregnó de agua y desapareció, quizá, en lo más hondo. Jamás supo de quién era; pertenecía a la laguna. Acostumbraba a pergeñarse un cabo para su ancla con tiras de corteza de nogal anuladas. Otro viejo, un alfarero que vivía junto a la laguna antes de la Revolución le dijo en una ocasión que había un cofre de hierro en el fondo y que él así lo había comprobado más de una vez. A veces llegaba incluso flotando hasta la orilla, pero cuando alguien se aproximaba a él, regresaba a las aguas profundas y desaparecía. Me encantó saber de aquella vieja canoa de troncos que sin duda había ocupado el lugar de otra, de origen india y más vieja, pero de construcción más graciosa y que acaso hubiera sido antes un árbol de aquella misma ribera, caído luego para flotar durante una generación como nave más apropiada para el lugar. Recuerdo que cuando examiné por primera vez aquellos fondos vi numerosos troncos que yacían dispersos en su lecho, ya por haber sido derribados por el viento o sobrantes de tala y abandonados sobre el hielo cuando la madera era barata. Hoy, sin embargo, han desaparecido en su mayoría.

Cuando remé por primera vez en las aguas de Walden, la laguna estaba completamente rodeada de espesos bosques de encinas y de altos pinos, y en algunas de sus caletas se enroscaban en los árboles vides silvestres junto al agua, formando emparrados por debajo de los cuales podía deslizarse una embarcación. Las colinas que enmarcan su orilla son tan escarpadas, y el boscaje que las cubría entonces, tan frondoso, que si uno miraba hacia abajo desde el extremo occidental, diríase que se trataba de un anfiteatro para una especie de espectáculo silvánico. Han sido muchas las horas que he pasado, cuando era más joven, derivando sobre las aguas a merced del céfiro, después de haber llevado mi bote hasta el centro del estanque a fuerza de brazos, echado de espaldas sobre los banquillos, en una mañana estival, soñando despierto hasta que me volvía en mí el contacto de la chalupa con la arena, para incorporarme y descubrir a qué costa me había llevado el destino; días en que la ociosidad era el quehacer más atrayente y productivo.

He pasado así muchas mañanas en secreto, prefiriendo invertir de esta manera la parte más preciada del día, pues era rico, si no en dinero, en horas de sol y días estivales que derrochaba a manos llenas; y no lamento tampoco el no haber dedicado más de ellas al taller o a la cátedra de maestro. Pero desde que abandoné estas riberas, los taladores las han esquilmado aún más, y ahora y por años venideros ya no habrá más paseos por el bosque, con retazos ocasionales de aguas entrevistas entre los árboles. Mi musa puede ser perdonada si permanece silenciosa desde entonces. ¿Cómo se puede esperar que canten las aves si les han talado las frondas? Ahora, los troncos de árbol del fondo, la vieja canoa y los umbríos bosques circundantes han desaparecido, y los habitantes de la villa, que apenas saben dónde se encuentra la laguna, en vez de recurrir a ella para bañarse o beber piensan en llevarse su caudal —que debiera ser tan sagrado como el Ganges ¡por lo menos!— ¡para lavar sus platos y utensilios domésticos! ¡Quieren conseguir su Walden dando vuelta a un grifo o abriendo una espita! ¡Ese diabólico Caballo de Hierro, cuyo estridente relinche se escucha en toda la ciudad, ha enlodado ya la Fuente Hirviente con sus cascos; y no es otro el que ha herbajado hasta el fin los bosques de la costa de Walden; ese caballo de Troya, con un millar de hombres en sus entrañas, introducidos por griegos mercenarios! ¿Dónde está el paladín de la patria, el Moore de Moore Hall que le haga frente en Trinchera Honda y hunda su lanza vengadora entre las costillas de esa peste hinchada de orgullo? Pero, de todos los personajes que he conocido es quizá Walden el que más gala hace de su pureza y el que mejor la preserva. Muchos hombres le han sido comparados, pero son contados los que merecen tal honor. Aunque los leñadores hayan desnudado primero una orilla, luego la otra, y los irlandeses construido sus chozas en sus inmediaciones; aunque el ferrocarril haya hendido sus lindes, y los cortadores de hielo, su superficie, la laguna sigue inalterada, y sus aguas son las mismas que vieron mis ojos jóvenes. Todo el cambio está en mí. Después de tanto rizo no ha quedado ninguna arruga permanente. Es eternamente joven, y hoy como antaño me cabe ver como se zambulle quizá una golondrina para capturar un insecto de la superficie. Me ha sorprendido una vez más esta noche, como si no lo hubiera visto casi a diario durante más de veinte años. Y bien, aquí está Walden, el mismo laguito forestal que yo descubriera hace ya tantos años, donde la arboleda talada el invierno pasado resurge ahora de nuevo tan exuberante como siempre junto a la orilla, mientras aflora a su faz el mismo pensamiento de entonces, hecho de felicidad y alegría fluidas para consigo mismo y su Hacedor y ¡ay! puede que también para conmigo. ¡Seguramente es la obra de un hombre bravo, en el cual no había engaño! Recogió esta agua con sus manos, le dio profundidad y la aclaró en su espíritu, y la legó en su testamento a Concord. Veo en su rostro que igual emoción le embarga, y casi puedo decir: Walden ¿eres tú?

It is no dream of mine,

To ornament a line;

I cannot come nearer to God and Heaven

Than I live to Walden even.

I am its stony shore,

And the breeze that passes o’ er;

In the hollow of my hand

Are its water and its sand,

And its deepest resort

Lies high in my thought.

«No es un sueño mío,

para adornar un verso;

jamás estaré tan cerca de Dios y del cielo

de lo que vivo a Walden.

Soy las piedras de su orilla

y la brisa en su rostro;

y en la palma de mi mano

están sus aguas y su arena,

y su más honda entraña

aflora casi en mi espíritu».

Los vagones jamás se detienen a contemplarlo; sin embargo, pienso que los maquinistas, fogoneros y guardafrenos, y otros pasajeros que poseen un abono de temporada y lo ven a menudo, son hombres mejores por ello. El maquinista no olvida por la noche, o su naturaleza no lo hace, que ha contemplado esta visión de serenidad y pureza al menos una vez durante el día. Aunque sólo sea una, ésta ayuda a lavarse de State Street y del hollín de la máquina. Propongo que se la llame la «Gota de Dios».

He dicho que Walden carecía de afluente o aliviadero visibles, pero está distante e indirectamente relacionado, de una parte, con la laguna de Flint, algo más elevada, por una cadena de pequeñas charcas en sucesión, y de la otra, más directa y manifiestamente, con el río Concord, que queda más abajo, por otra cadena de estanques similar, a través de la cual puede que en otros tiempos geológicos haya fluido aquél, y puede fluir de nuevo mediante una pequeña canalización ¡qué Dios no permita!, pues si es por vivir así de reservada y austeramente durante tanto tiempo, cual anacoreta en el bosque, como ha adquirido esa maravillosa pureza ¿quién no lamentaría que las aguas de Flint, impuras en comparación, se mezclaran con aquéllas, o que Walden mismo fuera a perder su dulzura en las ondas del océano? La laguna de Flint o Arenosa, en Lincoln, nuestro mayor lago, nuestro mar interior, se halla situada a una milla aproximadamente al este de Walden. Es de sobras mucho mayor, con sus casi ochenta hectáreas, como dicen, y más abundante en peces; pero es poco honda relativamente, y no particularmente limpia. A mí me gustaba llegarme a ella con frecuencia a través del bosque. Valía la pena aunque sólo fuere para sentir el viento en el rostro y para percibir el incesante rodar de las olas, evocación de vida marinera. Solía dirigirme allá en busca de castañas, en los días ventosos del otoño, cuando el fruto se desplomaba sobre las aguas, que lo empujaban luego hasta mis pies. Y un día, mientras me abría paso entre los juncales de la costa, con el rostro azotado por la fresca espuma de las olas desmochadas, tropecé con los consumidos restos de un bote, idos ya los costados, y apenas algo más que la huella de su fondo aplanado impresa entre las juncias. Sin embargo, su forma aparecía claramente definida, como si se tratara de una gran hoja caída, con sus venas y nervadura. Eran unos restos tan impresionantes como cupiere imaginar en cualquier costa, y no era menos elocuente su moraleja. Hoy no queda sino humus vegetal, que se confunde con la orilla misma, acrecida por juncias y espadañas. Allí admiraba yo los trazos dibujados por las olas en el fondo arenoso del confín septentrional del estanque, firmes y duros bajo el pie desnudo, por la presión del agua. Y los juncos, en fila india, formando líneas ondulantes imitando a las olas, hilera tras hileras, corno si hubiesen sido aquéllas las que los plantaran. También he encontrado allí curiosas pelotas de hierba o raicillas, al parecer, acaso de pipewort, de hasta medio palmo de diámetro y perfectamente esféricas. Esas rodaban de aquí allá, sobre el fondo arenoso, por acción de las aguas, y no era raro que, a la postre, fueran arrojadas a la orilla. A veces son de hierba compacta; otras, encierran algún granito de arena. Uno diría que se forman por el vaivén de las olas, como los guijarros arromados; sin embargo, las más pequeñas tienen igual composición, apenas si miden lo que una uña, y se producen sólo en determinada época del año. Además, sospecho que el oleaje más bien desgastaría que conformaría un material tan consistente. Secas conservan su forma durante largo tiempo.

¡La laguna de Flint! ¡Así es de pobre nuestra toponimia! ¿Con qué derecho le dio su nombre ese granjero estúpido y vil, que sin compasión dejó desnudas sus orillas después de haber llevado hasta los mismos límites de sus aguas celestiales las lindes de su propiedad? Algún avaro, que más gustaba de la reluciente faz de un dólar, o de un centavo nuevo que reflejaran su propio rostro descarado; que hasta a los patos silvestres que allí formaban sus colonias miraba como intrusos; alguien de dedos transformados en garras retorcidas y coriáceas del inveterado hábito de asir cómo las arpías; no, ese no es su nombre para mí. No voy allá para ver u oír a quien jamás la vio ni se bañó en ella, ni la amó nunca, ni la ha protegido o hablado en su favor, ni siquiera ha dado gracias a Dios por haberla creado. Mejor es dejar que se llame por los peces que la pueblan, por las aves acuáticas o cuadrúpedos silvestres que la frecuentan, por las flores que engalanan sus orillas o por algún hombre o niño salvajes, el hilo de cuya historia se entrelace con la de ella. Que no responda a quien no tienen sobre ella más derecho que por título que le otorgara un vecino o una legislatura de mentalidad semejante. A él, que tan sólo pensó en su valor monetario, y cuya presencia acaso haya sido maldita para todas las riberas; un hombre que esquilmó las tierras que la rodeaban, y que de buena gana hubiere hecho otro tanto con sus aguas; que lamentaba únicamente que no se tratara de una pradera de heno inglés o de arándanos —pues nada había en ella que la redimiera, pensaba— y que la hubiera drenado y vendido por el barro de su lecho. Las aguas no movían su molino, y él no consideraba que fuera privilegio alguno el poder contemplarla. No me merecen respeto sus trabajos ni su granja, en la que todo tiene un precio; llevaría el paisaje, y a su Dios incluso, al mercado, si pudiere obtener algo por ellos; que acude a la lonja por su dios, que no es sino eso; en cuya alquería nada crece libremente; cuyos campos no producen cosecha, ni flores los prados, ni frutos los árboles, sino dólares; que no aprecia la belleza de lo que recolecta, lo cual no ha madurado hasta que no ha sido transformado en dinero. Dadme la pobreza que goza de la verdadera fortuna. Los granjeros son para mí respetables e interesantes en la medida en que son pobres; ¡agricultores pobres! ¡Una granja modelo!, donde la casa se eleva como un hongo en un montón de fiemo, con dependencias para los hombres, los caballos, los bueyes y los cerdos, limpias unas, llenas de mugre otras, todas en sucesión! ¡Abastecidas de hombres! ¡Una gran mancha de grasa que hiede a estiércol y a suero de manteca! ¡En magnífico estado de cultivo, abonado con corazones y cerebros humanos! ¡Cómo si uno fuera a cultivar sus patatas en el camposanto! Así es una granja modelo.

¡No, no! si los rasgos más bellos del paisaje, han de honrar a los hombres con su nombre, que sea sólo a los más nobles y dignos. Que nuestros lagos reciban nombres tan puros por lo menos como el Mar de Ícaro, donde «la brava gesta» hace «resonar aún las orillas», Goose Pond, de pequeñas dimensiones, está en mi camino a la de Flint; Fair Haven, un remanso del río Concord, de una treintena de hectáreas, según se dice, se encuentra a una milla al suroeste; y White Pond, con una superficie de unas dieciséis hectáreas, aparece a eso de una milla y media más allá de la segunda de las citadas. Éste es mi país de los lagos. Con el río Concord constituyen mis privilegios de agua; y noche y día año tras año, muelen el grano que les llevo.

Desde que los leñadores, el ferrocarril, y yo mismo, hemos profanado Walden, acaso el más atractivo, si no el más hermoso de nuestros lagos, la perla de los bosques, sea la Laguna Blanca, de nombre común donde los haya, que quizá derive de la notable pureza de sus aguas o del color de sus arenas. Pero en este como en otros aspectos es la melliza menor de Walden. Son tan parecidas que uno diría que se comunican bajo tierra. La orilla es igual de pedregosa, y las aguas poseen el mismo tono. En días de bochorno, mirando como en Walden a través de la arboleda hacia sus caletas, que no son tan profundas, pero que colorea el reflejo del fondo, las aguas presentan un color verde azulado desvaído o glauco. Hace muchos años acostumbraba yo a ir allá a recoger carretadas de arena para hacer papel de lija, y jamás, desde entonces, he dejado de visitarla con cierta asiduidad. Uno que la frecuenta propuso que la llamáramos Laguna Virídea. Pero, por lo que sigue, también podríamos decirla Laguna del Pino Amarillo. Pues, hace unos quince años se podía ver la cima de un pino tea, de la variedad aquí llamada amarilla —aunque no se trata de una especie distinta— proyectándose sobre la superficie, donde las aguas son harto profundas, a muchas perchas de la orilla. Muchos suponían incluso que la laguna se había hundido, y que se trataba de un ejemplar del bosque que primitivamente había ocupado el lugar de aquella. Yo he encontrado referencia del hecho datada de 1792 en una «Descripción Topográfica de la ciudad de Concord», cuyo autor fue uno de los hijos de la villa, obra que se guarda en la Colección de la Sociedad Histórica de Massachusetts. Después de tratar de Walden y de la Laguna Blanca, el autor dice: «En medio de la última puede verse, cuando el caudal es muy escaso, un árbol que diríase crecido en el mismo lugar que ocupa, aunque las raíces se encuentran a veinte metros por debajo de la superficie de las aguas; en la parte superior aparece tronchado, y aún así mide unos dos palmos de diámetro». En la primavera del 49 hablé con el hombre que más cerca vivía de la laguna, en Sudbury, quien me dijo haber sido él quien extrajera ese árbol unos diez o quince años antes, y que según recordaba, aquél se hallaba a diez o quince perchas de la orilla, donde las aguas alcanzaban diez o doce metros de profundidad. Fue en invierno; él había estado cortando hielo toda la mañana, y decidió que con la ayuda de algunos vecinos, por la tarde extraería aquel viejo pino amarillo. Así, practicó con la sierra un canal en el hielo, en dirección a la costa, y después de haberle uncido una yunta de bueyes, tiró de él hasta depositarlo sobre la superficie helada. Sin embargo, mucho antes de dar fin a la tarea observó que el gran ejemplar estaba al revés, con las ramas hacia abajo y su extremo más fino firmemente anclado en la arena. Medía más de un palmo en el tronco, y él había esperado hacerse con una buena provisión de leña, pero resultó tan podrido que apenas si servía para quemar. Conservaba todavía algunos pedazos de entonces en su leñera, en los que cabía apreciar las marcas dejadas por el hacha y los picotazos de algún pájaro carpintero. Pensó que podía tratarse de un árbol muerto, que arrastrado hasta la costa, el viento había impulsado por último al seno de las aguas; luego, la copa se había empapado completamente, mientras que el pie quedaba relativamente seco y, por tanto, más ligero. El árbol había derivado sin rumbo y, por fin, se había hundido dando un vuelco. El padre de este hombre, a la sazón de ochenta años, no podía recordar tiempo alguno sin la presencia de aquel despojo. Y hoy es posible columbrar los restos de algunos troncos bastante grandes en el fondo, que, debido a las ondas que rizan la superficie, diríanse enormes serpientes de agua.

Rara vez ha sido profanada esta laguna por un bote, pues poco es lo que en ella puede tentar al pescador. En lugar del Uno blanco, que reclama fango, o de la espadaña común, aquí y allá crece dispersa en las aguas puras la espadaña azul (iris versicolor) alzándose desde el pedregoso lecho que bordea la orilla, donde recibe la visita de los colibríes y picaflores en junio; el color de esas hojas azuladas y de sus flores, y especialmente sus reflejos, crean una singular armonía con las aguas verdes.

Las lagunas Blanca y Walden son grandes cristales en la faz de la tierra, fuentes de luz. Si estuvieran permanentemente heladas y fueran lo suficiente pequeñas para hacerse con ellas, quizá fueren tomadas por esclavos para adornar testas cesarianas, como si de piedras preciosas se tratara; pero, siendo líquidas y vastas, y legado nuestro y de nuestros sucesores para la eternidad, las despreciamos y corremos, tras el kohinoor. Son demasiado puras para tener cotización en el mercado. No hay en ellas pasta alguna. ¡Cuánto más bellas que nuestra vida y más transparentes que nuestro carácter! ¡Jamás aprendimos de ellas bajeza alguna! ¡Cuánto más puras que la charca frente a la puerta del campesino, donde nadan sus patos! Aquí acuden los patos salvajes. La naturaleza carece de habitante humano que la aprecie. Las aves, con sus cantos y plumaje, armonizan con las flores ¿pero qué joven, qué muchacha se identifica con la belleza salvaje y exuberante de la naturaleza? Ésta florece mejor en solitario, lejos de las ciudades donde aquéllos residen. ¡Y habláis del cielo, vosotros que deshonráis la tierra!