Vecinos Animales
Algunas veces conté con un compañero de pesca, que atravesando todo el poblado llegaba hasta mi casa procedente del otro extremo de aquél; en estas ocasiones la pesca de la cena era un lance tan social como su ulterior consumo.
Ermitaño[33].— Me pregunto qué estará haciendo el mundo ahora.
Durante estas tres últimas horas apenas si he oído más que el paso de una langosta por el miricáceo helecho. Las palomas se han recogido en su respectiva percha, y no llega a mí el menor aleteo. ¿Era el cuerno de un granjero anunciando el mediodía lo que acaba de sonar más allá de los bosques? Acuden ya los peones para el magro condumio de buey hervido, acompañado con sidra y tortas de maíz. ¿Por qué se preocuparán tanto los hombres? Quien no come, no necesita trabajar. Me pregunto cuánto habrán cosechado. ¿Quién podría vivir donde el cuerpo jamás puede detenerse a pensar por causa de los ladridos de Bose? ¡Y qué trabajo da la casa! ¡Con eso de mantener relucientes las condenadas aldabas y limpiar las artesas, en un día tan hermoso como éste! Mejor es no tener casa alguna que cuidar. Un tronco hueco, digamos; y como visitas mañaneras y para cenas de cumplido, sólo el pájaro carpintero que martillea un saludo para anunciar su presencia. ¡Y cómo abundan! El sol calienta demasiado allá, y han avanzado demasiado en la vida para mí. Tengo agua de la fuente, y una hogaza de pan moreno en la alacena. ¡Atención! oigo el rumor de las hojas. ¿Será algún famélico podenco de villorrio que se abandona a su instinto cazador? ¿o el cerdo errante que dicen perdido por estos bosques, y cuyas huellas vi ha poco tras el aguacero? Se acerca apresuradamente; tiemblan mis zumaques y escaramujos. ¡Eh, señor poeta! ¿es usted? ¿Qué le parece hoy el mundo? Poeta.— ¡Mire esas nubes! ¡y cómo cuelgan! Es lo más grande que he visto hoy. No hay nada como esto en los viejos cuadros, nada semejante en tierra extraña, como no sea frente a las costas de España. Hoy el cielo es verdaderamente mediterráneo. Como he de ganarme aún el sustento y todavía no he comido, he pensado en irme de pesca. He ahí la ocupación más adecuada para un poeta, y la única que he aprendido. ¡Vamos, allá! Ermitaño.— No puedo resistirme. Mi pan moreno se acabará pronto.
Me sumaré gustoso a la empresa en un momento, pero antes debo concluir una seria meditación. Creo que apenas si me falta. Déjeme solo, pues, unos instantes. Pero para que no nos retrasemos, cave usted entretanto en busca de carnada. No es fácil dar con gusanos por estos pagos, donde el suelo nunca ha sido enriquecido con abono; la especie se ha extinguido casi por completo. Pero, el deporte de cavar por ellos equivale tanto casi a la pesca misma, cuando no sobra el apetito, y a ello puede dedicarse usted todo el día si quiere. Me permito aconsejarle que hinque la azada entre las glicinas, allá donde se agita la yerba de San Juan. Casi puede garantizarle un gusano por cada tres terrones que levante, si mira usted cuidadosamente entre las raíces como si estuviera carpiendo. Y si va más lejos, mejor, pues he encontrado que la buena carnada aumenta proporcionalmente al cuadrado de las distancias.
Ermitaño solo. Veamos, ¿dónde estaba? Creo que más o menos en esa disposición de espíritu, en que el mundo se me ofrecía con esta érspectiva: ¿Iré al cielo a pescar? Si concluyere pronto con mi meditación ¿es probable que se ofrezca otra ocasión tan placentera? Había llegado, como jamás en la vida, a adentrarme casi en la misma esencia de las cosas. Pero temo que mis pensamientos ya no vuelvan; si sirviera para algo, los llamaría con silbos. Cuando nos hacen una oferta ¿está bien decir «lo pensaré»? Mis ideas se han desvanecido sin dejar rastro y me es imposible saber por dónde. ¿En qué estaba yo a punto de parar mientes? Era un día muy brumoso. Probaré con sólo tres frases de Confucio; quizá me devuelvan a aquel estado, que no sé si era de melancolía o el de un éxtasis. Que notar: todo tiene su ocasión única.
Poeta.— Y bien, ermitaño, ¿es aún demasiado pronto? Tengo ya trece lombrices, además de algunas imperfectas o de pequeño tamaño, que nos irám bien para los alevines; no cubren tanto el anzuelo. Estas lombrices de aldea son demasiado grandes; un carpín puede hacerse una comida de sólo un bocado, sin dar siquiera con el anzuelo. Ermitaño. ¡Vamos, pues! ¿Al Concord? Se pesca bien allí, si el agua no viene demasiado crecida.
¿Por que forman un mundo, precisamente estos objetos que contemplamos? ¿Por quéson vecinas del hombre precisamente estas especies animales, como si nada sino un ratón pudiera haber venido a ocupar esa grieta? Supongo que Pilpay y Cía. han dado a los animales su mejor empleo, pues todos son animales de carga, en cierto sentido, hechos para acarrear cierta porción de nuestros pensamientos.
Los ratones que aparecían por mi casa no eran de esos comentes, que se dice introducidos en el país, sino de una especie silvestre autóctona, desconocida en la villa. Le emvié uno a un distinguido naturalista, quien se mostró muy interesado. Mientras construía mi casa, uno de ellos había establecido su nido debajo de la misma, y antes de que yo hubiera fijado la segunda tablazón del suelo y limpiado las virutas, solía aparecer con regularidad a la hora del almuerzo, para recoger las migajas que caían a mis pies. Es probable que no hubiera visto nunca a un hombre antes, pero pronto se me hizo del todo familiar, hasta el punto de que correteaba por encima de mis botas y trepaba por mis ropas. En un santiamén podía encaramarse pared de la estancia arriba procediendo como las ardillas, de movimientos muy semejantes, con breves carreras. Al fin, un día que me hallaba yo con el codo apoyado contra el banco, el animalillo ascendió por mis ropas y a lo largo de la manga, para dar vueltas y más vueltas al papel que envolvía mi comida, y que yo mantuve cuidadosamente cerrado, esquivándolo y como jugando al escondite con él. Cuando, por último, le ofrecí un pedacito de queso, inmóvil entre mis dedos, se acercó a mordisquearlo, aposentándose en mi mano; luego, se aseó el hociquillo y las patas, como haría una mosca, y partió.
Pronto vino a anidar un febe en el tejadillo, mientras que un petirrojo lo hizo, por protección, en un pino que crecía adosado a la cabana. En junio, la perdiz (Tetrao umbellus), ave tímida donde las haya, pasó con su pollada por debajo de mis ventanas en ruta desde el soto que queda detrás de la casa a mi porche delantero, cloqueando y llamando a los suyos como una gallina, y revelándoseme en todos los aspectos, pues, como la verdadera gallina de los bosques. A la menor señal de la madre ante presencia extraña, los pollos se dispersan inmediatamente como si un remolino los hubiera barrido, para ir a ocultarse entre las hojas y ramitas caídas. Y es tanto lo que a ellas se parecen, que más de un caminante ha ido a poner su planta al lado mismo de la pollada, para oír en seguida el vigoroso aleteo de la madre o sus ansiosas llamadas y quejidos, o verla arrastrar lastimeramente sus alas para llamar la atención del intruso, quien no sospecha siquiera la presencia del resto de la familia aviar. En tales ocasiones, el ejemplar adulto suele empeñarse en volteos y revuelos tan desordenados que, por unos momentos, no es fácil identificar su especie. Los polluelos, entretanto, permanecen silenciosos y agazapados, con la cabeza escondida a menudo entre la hojarasca, y no atendiendo sino a las señales de su madre desde la distancia, sin que la proximidad del extraño les haga siquiera huir, delatando así su presencia y escondite. Puede uno pisarlos o mirarlos durante un minuto sin llegar a descubrirlos. En ocasión semejante los tuve en la palma de mi mano, y aún su única preocupación, obedientes a los dictados de la madre y al instinto, era el permanecer acurrucados, sin temblor ni agitación alguna; y es aquél tan poderoso, que al dejarlos yo de nuevo sobre la hojarasca y como cayera uno de ellos accidentalmente de costado, al cabo de diez minutos se encontraba todavía en igual posición. No son implumes como las crías de las más de las otras aves, sino de desarrollo más perfecto y más precoz aun que el de los pollitos. La notable expresión adulta, a la par que inocente, de sus vivos y serenos ojos es francamente memorable. En ellos parece reflejarse toda la inteligencia habida y por haber. No sólo sugieren a pureza de la infancia sino la sabiduría ilustrada por la experiencia. Un ojo como éste no nace con el ave, sino que es contemporáneo del cielo que refleja. Los bosques no tienen mejor piedra preciosa que ofrecer, y pocas veces le cabe al viajero el mirarse en pozo tan límpido. El deportista ignorante o descuidado da muerte a menudo a la madre en esa época y abandona a las crías a la suerte infausta que pueda depararles el encuentro con un depredador, o al sino de ir refundiéndose poco a poco con las hojas a que tanto se asemejan. Se dice que cuando son incubados por una gallina se dispersan en seguida por cualquier alarma, y también, que no son capaces ya de reagruparse, a falta de la llamada de la madre que los convoque. Ésos eran, pues, mis gallinas y pollos.
Es notable el número de criaturas que viven salvaje y libremente, aunque en secreto, en los bosques, medrando incluso en la vecindad de las poblaciones, y cuya existencia apenas si es sospechada por los cazadores. ¡Cuán retirada vive aquí la nutria! Crece hasta medir más de seis palmos de longitud, tan grande, pues, como un chicuelo, y nadie quizá se percata de ello. Antes me era dado ver al mapache en los bosques por detrás de mi cabana, y hasta oír de noche sus lamentos. Por lo común, y finalizado mi trabajo en el campo, solía descansar a la sombra una o dos horas, después del mediodía, para dar cuenta de mi almuerzo y leer un rato junto a un manantial que da origen a una charca y a un arroyuelo, y que inicia su curso en la falda del cerro Blister, a media milla de mis sembrados. Alcanzaba esa fuente descendiendo a lo largo de una serie de cañadas sucesivas, llenas de hierba y de pinos jóvenes, donde todavía se me ofrecía un prado firme donde reposar. Cavé en el manantial y practiqué un pequeño pozo, de agua de color gris claro, donde podía sumergir un balde sin provocar ninguna turbiedad. Pues, bien, allí solía dirigirme casi cada día, mediado el verano, cuando el agua de la laguna estaba demasiado caliente. Y allí llevaba también la becada a sus crías, para tentar el fango en busca de gusanos, volando a poco más de un palmo sobre aquéllas, que corrían atropelladamente en grupo; sin embargo, una vez me había descubierto, se ponía a volar en círculos a mi alrededor, cada vez más cerca, hasta hallarse a no más de un metro o metro y medio, y simulando haberse roto una pata o un ala para llamar mi atención y alejar a sus pollos, que por entonces habían emprendido ya la marcha en fila india a través del cenagal jaleándose con voces débiles y atemorizadas y tomando la dirección señalada por la madre. Otras veces, podía oír el piar de las crías antes de descubrir la presencia del adulto. Allí, sobre la fuente, iban a posarse también las tórtolas, si no les daba por saltar de rama en rama de los tiernos pinos que me hacían dosel; y la ardilla roja, que descendía apresuradamente por el tronco vecino, tan particularmente familiar e inquisitiva. Uno necesita tan sólo’ permanecer quieto en un lugar del bosque suficientemente atractivo, para que los habitantes de éste acudan sin excepción a exhibirse por turno.
También fui testigo de acontecimientos de carácter menos pacífico.
Un día, cuando me dirigía a mi leñera, o más bien al montón de tocones que hacía sus veces, observé la presencia de dos grandes hormigas, una roja, la otra mucho mayor, pues mediría un centímetro largo, negra, empeñadas en furiosa lucha. Una vez habían hecho presa no soltaban jamás, sino que se revolcaban y empujaban sin tregua sobre las astillas. Presté atención y vi que los leños aparecían cubiertos de semejantes combatientes; no se trataba, pues, de un duellum sino de un bellum entre dos razas de hormigas, con la roja desafiando siempre a la negra, y a menudo con dos de las primeras atacando a una de las segundas. Las legiones de estos mirmidones cubrían todas las colinas y valles de mi depósito de leña, y el campo de batalla aparecía sembrado ya de muertos y moribundos de ambos bandos. Ha sido el único combate que me ha sido dado contemplar, la única palestra que he pisado jamás en plena acción encarnizada e intestina; los republicanos rojos, de una parte, y los imperialistas negros, de la otra. Por doquier se les veía enzarzados en mortal refriega, pero sin ruido que yo pudiera percibir. Jamás hubo soldados humanos que combatieran con semejante resolución. Observé a dos, firmemente trabadas, en un pequeño vallecillo soleado que se abría entre las astillas, en pleno mediodía, y prestas a seguir así hasta la puesta del sol o del ocaso de su vida. El pequeño campeón rojo se había atenazado como una mordaza de carpintero a la frente de su adversario, y a pesar de los tumbos y revolcones no dejaba de mordisquear ni un instante en la base de una de las antenas de aquél, después de haber dado cuenta ya de la otra; mientras, la negra lo zarandeaba sin cesar y, como pude apreciar fijándome con más detenimiento, le había privado ya de algunas de sus extremidades. Luchaban con más pertinacia que el mastín, y ningún contendiente daba señal alguna de ceder. Su grito de guerra era, evidentemente, «Vencer o morir». De pronto, hizo aparición una hormiga roja, sola, que descendía la ladera de aquel vallecillo visiblemente excitada, bien porque había despachado ya a su enemigo, bien porque no había tomado parte aún en la batalla; probablemente lo último, puesto que no había perdido todavía ninguno de sus miembros. Su madre, sin duda, le había ordenado que volviera con su escudo o encima de él. Quizá se tratara de algún Aquiles que, en solitario había ido cebando su ira, y que aparecía ahora para vengar o rescatar a su Patroclo. Observó el desigual combate desde lejos, pues los negros eran de tamaño casi doble que los rojos, y se aproximó rápidamente para ponerse en guardia a un centímetro de los combatientes. Luego de esperar su oportunidad, se abalanzó sobre un guerrero negro y dio comienzo a su ataque cerca de la raíz de la pata anterior derecha de aquél, dejando que éste eligiera entre las propias. Así, esas criaturas quedaron unidas de por vida, como si de pronto se hubiera inventado un medio de unión irrevocable, que superara con mucho a todas las cerraduras y cementos habidos y por haber. No habría de maravillarme a esas alturas el descubrir que cada facción contaba con su propia banda de música, respectivamente apostada sobre una prominencia del terreno, lanzando al aire el himno nacional que arengara a los remisos y confortara a los moribundos. La escena llegó a excitarme tanto como si se hubiera tratado de hombres; y cuando más se piensa, menor es la diferencia. Ciertamente no hay batalla alguna en los anales de Concord, por lo menos, ni quizá en la historia de la misma América, que pueda compararse siquiera por el número de combatientes o por el heroísmo y patriotismo derrochados. Por las fuerzas empeñadas y la carnicería, era un Austerlitz o un Dresde. ¡La Batalla de Concord! ¡Dos muertos en el campo de los patriotas, y Luther Blanchard herido! Y qué, aquí cada hormiga era un Buttrick («¡Fuego, por Dios, fuego!») y fueron miles los que corrieron la suerte de Davis y de Hosmer. No había mercenario alguno. No me cabe la menor duda de que luchaban por un ideal. Como hicieran nuestros antepasados, y no para evitar un impuesto de tres peniques en su té, ni de que el resultado de esta batalla será tan memorable, tan importante para quienes intervinieron en ella, como lo fueron, por lo menos, las consecuencias de Bunker Hill.
Tomé el leño que sostenía a las tres hormigas que he descrito con cierta particularidad, lo entré en la cabana y lo coloqué debajo de una especie de campana de cristal junto al vano de mi ventana para seguir observando la disputa. Aproximando un microscopio al primero de los guerreros mencionados observé que, aunque seguía royendo la pata más delantera de su enemigo, tras haber dado cuenta también de la antena restante, su propio pecho aparecía desgarrado, exponiendo sus órganos vitales a la acción de las mandíbulas de su oponente negro, cuya placa torácica era al parecer demasiado dura para que el otro la pudiera hender. Los oscuros carbunclos oculares del sufriente brillaban con esa ferocidad que sólo la guerra es capaz de despertar. Lucharon aún media hora más debajo del cristal, y cuando miré de nuevo, el guerrero negro había decapitado a sus adversarios, cuyas cabezas, todavía con un hálito de vida, colgaban a uno y otro lado del cuerpo de su matador como si se tratara de horribles trofeos pendientes del arzón, de los que aquél trataba de librarse con débiles esfuerzos y falto de antenas que le permitieran organizar mejor sus movimientos, aunque lleno de quién sabe cuántas heridas de importancia varia. Tras media hora más, o algo así, logró por fin su propósito y acto seguido emprendió el camino que le llevaba al borde de la ventana. Si sobrevivió al combate no se me alcanza, como tampoco si fue a pasar el resto de sus días a algún Hôtel des Invalides apropiado; estimo, no obstante, que su vida laboral ya no fue gran cosa después de aquello. Jamás supe qué bando resultó victorioso ni tampoco la causa de aquella guerra; pero durante el resto del día me sentí excitado y sobrecogido a la vez por haber sido testigo de aquella lucha, de aquella ferocidad y carnicería tan propias, más bien, de un encuentro humano.
Kirby y Spence nos cuentan que los combates de hormigas han venido siendo celebrados desde hace mucho tiempo, y sus fechas registradas, si bien observan que Huber es el único autor moderno que parece haberlos presenciado. Y escriben que «Eneas Silvio, después de haber ofrecido una descripción muy detallada de una de esas guerras, llevada con gran obstinación entre dos especies, una grande, pequeña la otra, sobre el tronco de un peral, añade que, esa acción tuvo lugar durante el pontificado de Eugenio IV, en presencia del eminente jurista Nicolás Pistoriensis, quien relató la historia de la batalla con extrema fidelidad». Un combate similar entre especies de grande y pequeño tamaño respectivamente es registrado por Olaus Magnus, quien cuenta que, victoriosas las hormigas pequeñas, procedieron a enterrar los cadáveres de sus compañeras, dejando expuestos a la voracidad de las aves los de sus gigantescas enemigas. Este acontecimiento tuvo lugar antes de la expulsión del tirano Cristian II de Suecia. La batalla que yo presencié tuvo lugar siendo Polk presidente y cinco años antes de que se aprobara la ley Webster sobre los esclavos fugitivos. Más de un can de aldea, apto sólo para perseguir a una tortuga de cenagal en una bodega de vituallas, venía a sacudir sus pesados cuartos traseros en los bosques, sin conocimiento de su dueño, y olfateaba inútilmente las viejas madrigueras zorrunas y las galerías de las marmotas guiado quizá por algún ligero perrillo de mala ralea, que ágilmente recorría la espesura, puede que inspirando aún cierto temor natural en sus habitantes; aquél, por fuerza rezagado, ladraba como si de un poderoso mastín se tratara, a una minúscula ardilla que se había encaramado en lo alto de un árbol para observar; luego, a trancas y barrancas, doblando con su peso la hierba, se imaginaba en pos de algún miembro extraviado de la familia de los gerbos. Una vez me sorprendió descubrir un gato que paseaba a lo largo de la pedregosa orilla de la laguna, pues es raro que se alejen tanto de sus hogares.
Pero la sorpresa fue mutua. Sin embargó, hasta el más doméstico de los gatos, que se ha pasado los más de sus días tumbado sobre un felpudo, parece sentirse como en casa en el bosque, donde por sus movimientos astutos y solapados diríase más autóctono que sus residentes habituales. Cierta vez que recogía bayas en la floresta tropecé con una gata y su carnada, que sin pérdida de tiempo arqueó el lomo y me hizo gracia de sus bufidos. Y unos años antes de que fuera a vivir a los bosques, en una de las alquerías de Lincoln, la del señor Gilian Barker, que quedaba más cerca de la laguna, había lo que llamaban un «gato alado». Cuando fui a verlo, en junio de 1842, había salido a cazar, según era su costumbre (no sé si era macho o hembra, de modo que usaré la referencia común), pero su dueña me dijo que había aparecido por allá un año antes más o menos, en abril, y que a la postre se había quedado en la casa; dijo también que su color era gris amarronado oscuro, con una mancha blanca en la garganta y con las patas de igual color, y que su cola era tupida y grande como la de la raposa; añadió que, en invierno, el pelo se hacía más espeso y se alisaba en los costados formando mechas de un palmo y medio de longitud por dos pulgadas y media de ancho, así como en la barba, a modo de manguito, con la parte superior lisa y la inferior enmarañada, y que en primavera, esos apéndices desaparecían. Me dieron un par de «alas» de esas, que todavía conservo. Algunos pensaron que sería en parte ardilla voladora u otro animal salvaje, lo cual no es imposible pues, según afirman los naturalistas, se han originado híbridos prolíficos de apareamiento de una marta y un gato doméstico. Ése habría sido el animal adecuado para mí, de haber deseado alguno, pues ¿por qué no ha de ser alado el gato del poeta, al igual que su caballo? En otoño vino el somorgujo (Colymbus glacialis), como de costumbre, para mudar y bañarse en la laguna, haciendo que el bosque retumbara con sus locas carcajadas antes aún de que yo me levantara.
Ante los rumores en torno a su presencia, todos los deportistas de Mill-dam se pusieron en ruta, en calesa unos, a pie otros, por parejas o tríos, con carabinas prestas y anteojos de larga vista. Irrumpieron ruidosamente en los bosques, como las hojas de otoño, por lo menos diez hombres por cada somorgujo. Algunos van a apostarse de este lado, otros lo hacen en la orilla opuesta, pues el pobre animal no es ubicuo; si se sumerge aquí, es preciso que salga por allá. Pero ahora se eleva el amable viento octobrino que barre las hojas caídas y riza las aguas, y ya no es posible descubrir ni oír somorgujo alguno pese a la meticulosa inspección que hacen sus enemigos con sus catalejos y al estruendo que levantan en el bosque con sus descargas. Las olas se hinchan generosamente y corren apresuradas, tomando partido por los pobladores acuáticos; nuestros deportistas se ven obligados a volver de nuevo a la ciudad, a sus comercios y a sus trabajos inacabados. Sin embargo, tienen éxito con demasiada frecuencia. Cuando me dirigía a la laguna a primera hora de la mañana en busca de un balde de agua veía a menudo la majestuosa ave surgiendo de mi caleta, a unas pocas perchas de distancia. Si trataba de alcanzarla en un bote, para averiguar tan sólo cómo maniobraría ante mi proximidad, se zambullía y desaparecía por completo, de modo que no me era posible dar con ella de nuevo, a no ser, y no siempre, al caer la noche. En la superficie, no obstante, yo podía más que medirme con ella. Cuando llovía, solía desaparecer del todo.
Mientras remaba un día a lo largo de la orilla norte, en una de esas tardes de octubre especialmente calmas, días que precisamente escogen las aves para descender a los lagos, igual que la pelusa de la cerraja, y habiendo buscado en vano un somorgujo, hete aquí que, de pronto, uno de ellos surgió desde la costa, volando aguas adentro, a unas pocas perchas por delante de mí. Su salvaje risa le delató en seguida. Le seguí y se sumergió, pero al salir de nuevo lo hizo mucho más cerca que antes; se hundió otra vez, y como yo calculara mal la dirección que iría a tomar, al aparecer de nuevo mediaban entre nosotros más de setenta metros, pues yo me había alejado considerablemente. Río de nuevo, sonora y rotundamente, y sin duda con más razón que antes. Maniobró con tal astucia que me fue imposible acercarme a menos de una docena de perchas, y cada vez, cuando rompía la superficie y miraba descaradamente de un lado a otro, diríase que fríamente calculaba las distancias en agua y tierra para escoger el rumbo apropiado para, hundiéndose y aflorando de nuevo al aire, aparecer donde más vasta fuera la extensión de agua y mayor la distancia que le separara de mi embarcación. Era en verdad sorprendente el constatar con qué rapidez se decidía y ponía en práctica lo resuelto. Al poco me había llevado a la zona más amplia de la laguna, de donde no había forma de sacarlo. Mientras su mente consideraba los movimientos siguientes, la mía trataba frenéticamente de adivinar el curso de sus pensamientos y cabalas. El juego no dejaba de ser interesante; sobre la lisa palestra acuática, hombre y somorgujo frente a frente. De pronto desaparecía del tablero la pieza del adversario, y el problema estribaba en llevar la propia tan cerca de donde fuere a reaparecer aquella. A veces surgía súbitamente en el lado opuesto a donde yo me encontraba, habiendo pasado al parecer por debajo de mi quilla. Y era tan resistente y tenaz, que aún después de haberse alejado al máximo de mi presencia, volvía a zambullirse, a pesar de ello, sin tomar reposo; y entonces no había modo alguno de presumir siquiera por qué honduras andaría abriéndose camino apresuradamente como un pez; pues, el caso era que le sobraba capacidad y tiempo para visitar el fondo de la laguna en su punto más lejano. Se dice que han sido capturados somorgujos en los lagos de Nueva York a casi treinta metros de profundidad, con anzuelos calados para la trucha (pero Walden requiere aún más sonda). ¡Qué sorprendidos deben quedarse los peces ante este estrafalario visitante de otras esferas haciendo veloz carrera por el medio de sus bandadas! Sin embargo, el ave parecía conocer su ruta igual de bien en el agua que en la superficie, por la que se desplazaba a mayor velocidad. En un par de ocasiones me fue dado descubrir una burbuja donde iba a romper la superficie; lo hizo, reconoció a toda prisa el terreno, y se sumergió de nuevo. Llegué a la conclusión de que igual daría el conceder un descanso a mis remos y a mí mismo y esperar a que reapareciera, que el tratar de adivinar por dónde iba a hacerlo, pues una y otra vez, mientras esforzaba mis ojos escudriñando el entorno en vano, me sorprendía de repente su descarada risa a mis espaldas. Pero ¿por qué, después de haber hecho gala de tanta astucia, se traicionaba invariablemente con su estentórea voz en cuanto salía a la superficie? ¿Acaso no le delataba suficiente su blanco peto? Se trataba sin duda de un somorgujo bastante tonto, pensé. Además, por lo general podía advertir su chapoteo en cuanto aparecía, de manera que también así me era dado el descubrirle. Con todo, al cabo de una hora estaba tan fresco como siempre, se zambullía con el mismo entusiasmo y se alejaba aún más que antes. Era asombroso verle ganar distancia, después de emerger, con el moño perfectamente ordenado y el pecho bien peinado, haciendo todo el trabajo con sus patas palmeadas, por debajo de la superficie. Su saludo habitual era esa risa demoníaca, en cierto modo parecida a la voz de otras aves acuáticas; pero, a veces, después de haberme sobresaltado con su aparición súbita y lejos ya de mí, emitía un grito prolongado y como fuera de este mundo, probablemente más parecido al aullido del lobo que a canto alguno de ave; era algo así como lo que ocurre cuando una bestia lleva su hocico a la tierra tratando de hacerla resonar con un desaforado gruñido. Así era su voz, quizá el sonido más salvaje que podía oírse en estos lugares, y cuyo eco se extendía a lo largo y ancho del bosque. Llegué a la conclusión de que se mofaba de mis inútiles esfuerzos, lleno de confianza en sus propios recursos. Aunque el cielo aparecía ahora encapotado, la laguna estaba tan lisa que, aún sin oírle, descubría cada vez, sin excepción, por donde rompía la superficie al emerger. Su blanco pecho, la quietud del aire y la lisura de las aguas se confabulaban en contra de él. Por último, después de haberse alejado unas cincuenta perchas emitió una de esos prolongados aullidos, como impetrando la ayuda del dios de su especie, e inmediatamente se levantó una brisa del este que llenó la superficie de burbujas y rizos mientras la atmósfera se deshacía en brumas y lluvia. Quedé tan impresionado como si, en efecto, la invocación del animal hubiera sido atendida y su dios me revelara su enfado; sin más, le dejé, en tanto desaparecía en la distancia al amparo de aquel tumultuoso oleaje.
Horas y más horas, en aquellos días de otoño, estuve observando como zigzagueaban astutamente los patos, después de haberse enseñoreado del centro de la laguna, fuera del alcance de los cazadores, estratagemas éstas a las que no tendrían tanta necesidad de recurrir en los canalizos de Luisiana. Cuando se veían obligados a levantar el vuelo, giraban a considerable altura por encima de las aguas y seguían su perímetro sin perder de vista, así, los demás estanques vecinos y el río. Eran como pequeñas motas negras en medio del cielo; y cuando yo las hacía ya del todo desaparecidas, hete aquí que tras un vuelo sesgado de un cuarto de milla iban a posarse en algún lugar distante, libre de peligro. Pero, no alcanzo a comprender qué otra cosa podían conseguir —fuera dé la seguridad— en Walden, a menos que les gustara su agua por la misma razón que me gustaba a mí.