Leyes Superiores[30]
De regreso al hogar a través de los bosques, con mi sarta de pescado a cuestas y la caña a rastras, observé el paso furtivo de una marmota por la senda, y me invadió de pronto una extraña sensación de alegría salvaje que me hizo desear su captura, para devorarla seguidamente en crudo; no es que me sintiera hambriento entonces, sino de la naturaleza salvaje que aquélla representaba. Y el caso es que, una o dos veces, mientras vivía junto a la laguna, me sorprendí vagando por el bosque con extraño abandono, como sabueso hambriento en busca de venado que devorar. Ningún bocado me habría resultado entonces demasiado bárbaro, pues las escenas más feroces se me habían hecho increíblemente familiares. Como la mayoría de los hombres, descubrí en mí —igual que me ocurre ahora de vez en cuando un instinto hacia una vida superior o, como se dice ahora, espiritual, a la par de otro que me impulsaba hacia lo más primitivo y tosco; excuso decir que mi reverencia va para ambos, y que no aprecio uno menos que el otro. Lo que tiene de salvaje y de aventura la pesca hace que ésta siga atrayéndome. En ocasiones me gusta tomar la vida en toda su rudeza, y vivirla como lo hacen los animales. Quizá se deba al carácter de mis ocupaciones o a la caza de joven practicada, esa comunión tan estrecha con la Naturaleza, pues unas y otras le introducen a uno ya temprano en la escena natural, en la que repara y de la que adquiere un conocimiento que, a esa edad, de otro modo no alcanzaría. Los pescadores, cazadores, leñadores y otros que pasan su vida en campos y bosques, y que de manera muy peculiar forman parte de la Naturaleza misma, se encuentran a menudo en disposición tanto más adecuada para observarla de cerca, en los intervalos que jalonan su quehacer, que los poetas y filósofos, que la abordan expectantes. Y aquélla no es remisa en revelárseles. El viajero en la pradera es por naturaleza un cazador; en las fuentes del Missouri y Columbia, un trampero; y en las cascadas de St. Mary, un pescador. Quien sólo es viajero aprende de segunda mano y a medias, y jamás adquirirá hondura. Y es que nos interesa sobre todo lo que la ciencia enseña de lo que esos hombres conocen ya práctica e instintivamente, pues sólo ahí reside la auténtica humanidad, o fe de humana experiencia.
Yerran quienes dicen que el yanqui cuenta con escasas diversiones porque no tiene tantas festividades públicas como se dan en Inglaterra, ni tantos juegos que practicar, sea joven o entrado en años, como se dan allí; pues, aquí, el solaz primitivo, pero solitario, de la caza, pesca y similares no ha cedido aún su lugar a aquéllos. No hay uno solo, casi, entre los muchachos de Nueva Inglaterra contemporáneos míos que no haya cargado ya con una escopeta entre los diez y los catorce años; y sus terrenos de caza y pesca no estaban acotados como los del noble inglés, sino que eran más ilimitados incluso que las reservas del propio salvaje. No es de extrañar, pues, que rara vez interviniera en juegos públicos. Sin embargo, se aprecia ya el cambio, que por lo demás, no obedece a un incremento de humanitarismo, pues quizá sea el cazador el mejor amigo de los animales que caza, Sociedad Protectora inclusive, sino a la escasez de piezas.
Además, cuando me hallaba en la laguna, por variar deseaba añadir a veces algo de pescado a mi dieta. Realmente pescaba por la misma necesidad que movió a hacerlo a los primeros pescadores: Y cualquier sentimiento humanitario que pudiera conjurar en contra de ello era absolutamente ficticio y más próximo a mi filosofía que a mis sentimientos. Hablo ahora de la pesca tan sólo porque de mucho había venido yo pensando de manera diferente acerca de la caza, y vendí mi escopeta antes de dirigirme a los bosques. No es que yo sea menos sentimental que otros, pero no aprecié que mis sentimientos se vieran muy afectados por ello. No conmiseraba a los peces ni a los gusanos.
Era simple cuestión de hábito. En cuanto a la caza de aves, durante los diez últimos años que tuve escopeta, mi excusa fue que estudiaba ornitología, y que ésta requiere de una atención mucho más detenida sobre las costumbres de las aves; aunque sólo sea por esta razón, me siento más que dispuesto a renunciar a la escopeta. Con todo, y a pesar de la objeción en cuanto a humanitarismo se refiere, propendo a dudar de si se han encontrado jamás deportes de igual valor que puedan sustituir a aquéllos; y cuando algunos de mis amigos me han preguntado ansiosamente en relación con sus hijos si habían de permitirles cazar, he respondido que sí, recordando que fue una de las mejores facetas de mi educación; que debían hacerles cazadores, de ser posible, aunque sólo lo fueran por deporte al principio, para terminar siéndolo del todo, a fin de que no encuentren nunca una pieza que les resulte demasiado grande, ni en ésta ni en ninguna otra selva; que sean tanto cazadores como pescadores de hombres. Hasta este extremo comparto la opinión de la monja de Chaucer, la que:
yave not of the text a pulled hen
that saith that hunters ben not holy men.
«No daría una gallina desplumada
por el texto que pretendía que los cazadores no eran hombres santos»[31].
Hay un período en la historia de cada individuo, como en la de la raza, en la que los cazadores son tenidos por los hombres menores, como decían los Algonquines. No podemos sino conmiserarnos del muchacho que jamás ha disparado una escopeta; no es más humano por ello y, en cambio, su educación se ha visto lamentablemente descuidada.
Ésa era mi respuesta con respecto a aquellos jóvenes inclinados a estas actividades, esperando que pronto superarían esa tendencia. No existe ser humano alguno, pasada la irreflexiva edad de la juventud, que dé muerte gratuitamente a ninguna criatura, que goza del mismo privilegio de vivir que él. La liebre llora en su agonía como un niño. Os advierto, madres, que mis simpatías no siempre hacen los distingos filantrópicos usuales.
Así es por lo común la iniciación forestal del joven, y la parte mas original de su persona. Primeramente se dirige allí como cazador y pescador hasta que, por último, si lleva en sí la simiente de una vida mejor, llega a discernir sus auténticos objetivos, quizá como poeta o naturalista, y abandona la caña y la carabina. La mayoría de los hombres son todavía y eternamente jóvenes en este respecto. En algunos países, la visión de un cura cazador no sorprende. Alguno podría ser quizá un buen perro de pastor, aunque dista mucho de ser el Buen Pastor. Me sorprendió el considerar que, aparte de la tala de árboles, el cortar hielo o quehaceres similares, lo único que jamás retuviera en Walden Pond durante medio día completo a cualquiera de mis convecinos, fueran padres o hijos de la villa —con una sola excepción—, fue la pesca. Generalmente no se consideraban afortunados o siquiera compensados por el tiempo invertido, a menos que se hicieran con una surtida sarta de pescado, a pesar de que habían tenido la oportunidad de admirar entretanto la laguna. Podían acudir mil veces hasta que el sedimento de su afán pescador se depositara, dejando pura la intención; pero no hay duda de que tal proceso de clarificación continuaría siempre. El Gobernador y su Concejo apenas si recuerdan la laguna, pues fueron a pescar a ella de chicos; pero ahora son demasiado viejos y dignos para dedicarse a ello, de manera que han perdido para siempre su conocimiento de ella. Con todo, esperan alcanzar el cielo. Si la legislatura repara en ella, es sólo con el fin de determinar el número de anzuelos que pueden calarse; pero nada saben del anzuelo de anzuelos, con el que pescar la laguna misma poniendo como carnada a las propias leyes. Así pues, incluso en las comunidades más civilizadas, el hombre en embrión pasa por el estadio cazador del desarrollo. En estos últimos años he experimentado repetidamente que no puedo pescar, sin caer un tanto en mi propia estima. Lo he probado una y otra vez. No se me da mal, y como les ocurre a muchos de mis compañeros, hay algo de instintivo en ello, que se reaviva de vez en cuando; sin embargo, a la postre quedo siempre con la sensación de que habría sido mejor no haber pescado. No creo que me equivoque.
No es sino una leve insinuación, pero así son también los primeros, albores de la mañana. No cabe duda de que bulle en mi interior este instinto, propio de los órdenes inferiores de la Creación; pero, con cada año que pasa me siento menos pescador, aunque no más humanitario ni siquiera sabio; actualmente, de pescador ya no tengo nada. Pero, me doy cuenta de que si tuviera que vivir otra vez en soledad, me vería tentado a convertirme nuevamente en pescador y cazador convencido. Además, hay algo esencialmente impuro en esa dieta, como en toda carne, y así empecé a reparar en dónde comienza el quehacer doméstico, y de ahí, la empresa, tan trabajosa, de tener todos los días un aspecto pulcro y respetable, de mantener la casa limpia y libre de malos olores y de imágenes desagradables. Habiendo sido mi propio matarife, pinche y cocinero, al tiempo que señor para quien eran servidos los platos, puedo hablar con una experiencia insólitamente completa. En mi caso, la objeción práctica al alimento animal era su desaseo; por otra parte, una vez que había pescado, limpiado, cocinado y comido mis pescados, encontraba que éstos no me habían nutrido eficazmente. Era insignificante, pues, e innecesario, y costaba más de lo que me reportaba. Un poco de pan y algunas patatas habrían rendido igual, con menos trabajo e inmundicia. Como muchos de mis contemporáneos, durante muchos años me había abstenido casi por completo de alimento animal, té, café, etc., no tanto por algún efecto adverso que pudiera haberles descubierto como porque resultaban poco acordes con mi imaginación. La repugnancia por el aumento animal no es efecto de la experiencia, sino instinto. Parecía más hermoso el vivir humildemente, y aún el pasarlo mal en muchos aspectos; y aunque jamás me cupo tal, llegué lo suficiente lejos como para complacer a mi imaginación. Y creo que todo hombre inquieto por preservar sus facultades superiores o poéticas en condición óptima se ha sentido particularmente inclinado a abstenerse de comida animal o de la que sea en cantidad excesiva. Resulta significativo el hecho, registrado por los entomólogos —así lo compruebo en Kirby y Spence— que «en estado perfecto, de pleno desarrollo, algunos insectos, aún provistos de sus órganos de la alimentación, no hacen uso de ellos», y los mismos establecen que «como regla general, casi todos los insectos en ese estado comen mucho menos que en el de larva. Cuando se transforma en mariposa la voraz oruga… en mosca, la glotona cresa», se contentan con una o dos gotas de miel o de cualquier otro líquido azucarado. El abdomen oculto bajo las alas de la mariposa representa todavía a la larva. Ese es el trozo escogido que tienta a su destino insectívoro. El gran comilón es un hombre en estado de larva; y hay naciones enteras en esa situación, pueblos sin fantasía ni imaginación, a los que traiciona su voluminoso vientre.
Es difícil el proporcionarse y preparar una dieta tan sencilla y limpia que no ofenda a la imaginación; pero ésta ha de ser nutrida también, creo yo, cuando alimentamos nuestro cuerpo; ambos debieran sentarse a la misma mesa. Y acaso pueda conseguirse algún día. Los frutos comidos con templanza no deben hacer que nos avergoncemos de nuestro apetito ni interrumpir la prosecución de nuestro hacer más digno. Pero poned un condimento extra en vuestros platos y os envenenará. No vale la pena vivir gracias a una cocina opulenta. La mayoría de las personas se sentirían violentas de ser sorprendidas preparando con sus propias manos, precisamente, la misma comida, sea animal o vegetal, que les es ofrecida a diario por otros. Sin embargo, hasta que no ocurra lo contrario no estaremos realmente civilizados, y aunque caballeros o damas, no serán hombres o mujeres verdaderos. Ello revela ya a las claras qué tipo de cambio ha de producirse. Puede que sea vano el preguntarse por qué la imaginación no se reconcilia con la carne y la grasa. A mí me basta con saberlo así. ¿Acaso no es ya un reproche que el hombre sea un animal carnívoro? Verdad es que puede vivir, y de hecho lo hace, como predador de otros animales; pero eso es miserable como puede apreciar quienquiera que vaya a tender trampas para conejos o a —degollar corderos—, mientras que quien enseñe al hombre a someterse a una dieta más saludable e inocente será considerado un bienhechor de la humanidad. Al margen de mi particular costumbre, no me cabe la menor duda de que es parte del destino de la raza humana, en su progreso, gradual, el dejar de consumir animales, de igual modo que las tribus salvajes dejaron de comerse entre sí cuando entraron en contacto con otras más civilizadas.
Si uno atiende a las más leves pero constantes sugerencias de su propio espíritu, ciertamente genuinas, no aprecia a qué extremos, e incluso locura, ello puede conducirle; y sin embargo, así se fragua su camino, a medida que se hace más resuelto y fiel. La más tímida objeción que pueda sentir el hombre sano prevalecerá a la larga sobre los argumentos y costumbres de la humanidad. Ningún hombre ha seguido su genio hasta el extremo de que éste le haya descarriado. Aunque el resultado fuere una debilidad corporal, quizá nadie pueda decir que las consecuencias habrían de ser deplorables, ya que no serían otras que una vida de acuerdo con unos principios más elevados. Si el día y la noche son tales que uno los saluda con alegría, y la vida emite una fragancia como de flores y hierbas aromáticas, y es más dúctil, más rutilante, más inmortal, he ahí el éxito. La Naturaleza toda os presenta su pláceme, y uno tiene razón temporal para bendecirse. Los valores y beneficios máximos distan mucho de ser reconocidos, y fácilmente llegamos a dudar de su existencia. Pronto caen en el olvido. Pero no hay mayor realidad. Puede que los hechos más asombrosos y reales jamás sean comunicados entre los hombres. La verdadera cosecha de mi vida cotidiana puede que sea algo tan intangible e indescriptible como las matices del crepúsculo. Es un poco de polvo estelar, un fragmento del arco iris lo que yo he tomado al paso. Por mi parte, yo nunca me anduve con demasiados remilgos; en caso de necesidad, podía comerme una rata frita con verdadero gusto. Me satisface el haber bebido agua tanto tiempo, por la misma razón que prefiero el cielo natural al del mascador de opio. Gustosamente guardaría mi sobriedad toda la vida; y es que son infinitos los grados de la ebriedad. Creo que para el hombre prudente no hay otra bebida que el agua; el vino no es tan noble ¡y cómo pensar en teñir las esperanzas de una mañana con una taza de café caliente, y del anochecer, con una jicara de té! ¡Ay que bajo caigo, cuando me siento tentado por ellas! Hasta la música puede intoxicar. Causas al parecer tan leves provocaron la destrucción de Grecia y Roma, y destruirán Inglaterra y América. De todas las embriagueces ¿quién no prefiere ser intoxicado por el propio aire que respira? Yo he descubierto que la objeción más sería que podía hacerle al trabajo rudo y excesivamente prolongado era que me obligaba asimismo a comer y beber bastamente. Pero, a decir verdad, actualmente me siento menos sensible a este respecto. Llevo menos religión a la mesa, y no recabo bendición alguna; y no porque sea más sabio que antes, sino porque, he de confesarlo por mucho que lo deplore, con los años me he vuelto más zafio e indiferente. Quizá estas cuestiones sean propias sólo de la juventud, como creen los más al respecto de la poesía. Mi obra no se encuentra en ningún lugar; mi opinión, aquí. Sin embargo, nada más lejos de mí que considerarme uno de aquellos elegidos a que se refiere el Veda cuando dice que «quien conserva su fe en el Omnipotente Ser Supremo puede comer de todo cuanto existe», es decir, sin necesidad alguna de inquirir cuál es su alimento o quién lo prepara; pero, aún en su caso procede observar, como ha señalado un comentarista hindú, que el Vedanta limita ese privilegio a «tiempos de miseria». ¿Quién no ha sentido alguna vez una inefable satisfacción por los alimentos, aunque para su ingestión no haya desempeñado papel alguno el apetito de ellos? Me ha emocionado el pensar que acaso fuera posible que yo debiera cierta percepción mental al sentido del gusto, por lo común basto, y que me haya sido dado el inspirarme a través del paladar o que algunas de las bayas tomadas con abandono junto a la falda de un cerro hayan nutrido mi genio. «Si el alma no es dueña de sí misma, uno mira y no ve, escucha y no oye, come y desconoce el sabor de los alimentos», dice Thseng-tseu. Quien aprecia el verdadero sabor de la comida, jamás puede ser un glotón; y al contrario ocurre en el caso inverso. Un puritano puede tomar su corteza de pan moreno con igual apetito que un regidor su sopa de tortuga. No es que manche al hombre el manjar que entra en su boca, sino el apetito con el que es tomado. No se trata, pues, de calidad ni de cantidad, sino de la devoción a los gustos sensuales, cuando lo que se come deja de ser un alimento para sostener nuestras fuerzas o inspirar nuestra vida espiritual para convertirse en comida para los gusanos que nos poseen. Si el cazador revela su apreciación de las tortugas de las ciénagas, ratas almizcleras y otros bocados salvajes, la dama distinguida se inclina, en cambio, por las jaleas de pezuña de ternera y por las sardinas de ultramar; y ambos son iguales. Él se dirige hacia la presa del molino; ella, a su tarro de conservas. Lo notable es que ellos como nosotros, podamos llevar esta vida baja y bestial de gulafrería. Todo nuestro vivir posee una moral sorprendente. Jamás se da un instante de tregua entre la virtud y el vicio. La bondad es la única inversión que no fracasa. En la música de arpas que vibra por todo el mundo es esa insistencia en ello lo que nos conmueve. El arpa es el viajante de seguros de la Compañía Aseguradora Universal, que nos recomienda sus excelencias; y el bien que encierra nuestra persona, por poco que sea, es la única prima que pagamos. Y aunque la juventud a la postre se vuelve indiferente, las leyes del universo no lo son, sino que permanecen eternamente del lado del más sensible. Atended a los céfiros portadores de reproches, que alguno llevarán siempre, y quien no lo oiga será un desgraciado. No podemos pulsar cuerda alguna ni registro sin que nos traspase esa moral fascinadora. Alejaos lo suficiente y veréis como muchos ruidos ingratos se os antojan música, sátira incisiva y sutil de la bajeza de nuestra vida.
Somos conscientes del animal que se encierra en nuestra persona y que despierta a medida que se adormece nuestra naturaleza superior.
Es reptil y sensual, y puede que no sea posible librarse de él por completo; algo así como los gusanos que, incluso en vida y gozando de buena salud, ocupan nuestros cuerpos. Cabe que nos alejemos de aquél, pero jamás lograremos cambiar su naturaleza. Temo que pueda gozar, además, de buena salud; y que nos encontremos bien, aun en nuestra impureza. El otro día recogí la mandíbula inferior de un jabalí, con blancos y robustos dientes y colmillos, hecho que en su simplicidad sugería la existencia de una salud y de un vigor animales distintos de los espirituales. Esa criatura medraba por medios ajenos por completo a la templanza y la pureza. «Los hombres difieren de los brutos en algo insignificante», decía Mencio, «el rebaño común lo pierde pronto; los hombres superiores lo conservan cuidadosamente». ¿Quién sabe qué clase de vida sería la nuestra si accediéramos a la pureza? Si yo supiera de un hombre tan sabio que pudiere enseñármela, correría presuroso a su encuentro. «El gobierno de nuestras pasiones y de los sentidos externos del cuerpo, así como de las buenas acciones es indispensable», dicen los Vedas, «para aproximar la mente a Dios». Pero, el espíritu es capaz, durante un tiempo, de informar y controlar todos los miembros, todas las funciones físicas, y de transformar lo que es en apariencia bajo y meramente sensual en pureza y devoción. La fuerza genésica que nos hace disipados e impuros cuando nos abandonamos, nos revigoriza e inspira cuando somos castos. La castidad representa la flor del hombre, y lo que se da en llamar Genio, Heroísmo y Santidad no son sino frutos varios que la suceden. El hombre fluye inmediatamente hacia Dios en cuanto queda abierto un canal de pureza. Pero, si nuestra pureza nos eleva, nuestra impureza nos rebaja. ¡Venturoso aquel que recibe la seguridad de que el animal en él muere de día en día, a la par que se sublima lo divino! Está claro que nadie debe avergonzarse de esa naturaleza baja y brutal que coexiste en él. Me temo que sólo somos dioses o semidioses en igual medida que los faunos y los sátiros, donde me temo también lo divino se asocia con lo bestial; somos criaturas de bajos deseos, y me temo también que, en cierto modo, nuestra vida misma es un deshonor.
How happy’s he who hath due place assigned
To his beasts and disaforested his mind!
Can use his horse, goat, wolf, and ev’ry beast,
And is not ass himself to all the rest!
Else man not only is the herd of swine,
But he’s those devils too which din incline
Them to a headlong rage, and made them worse.
«¡Feliz aquel, que ha puesto en su sitio
a sus bestias, y despejado su espíritu!…
Puede usar de su caballo, cabra, lobo y demás
¡sin ser, a su vez, el asno del resto!
De otro modo, no sólo es para ellos piara
sino aquellos demonios también, que les inclinaron
al desenfreno, haciéndolos aún peores»[32].
Toda la sensualidad es una, aunque adopte numerosas formas; y no hay sino una pureza. Da igual si un hombre come, bebe, cohabita o duerme sensualmente. Se trata de un solo apetito, y basta con ver a una persona así dedicada, para conocer el grado de su sensualidad. El impuro no puede estar de pie ni sentado con pureza. Si el reptil es atacado por una boca de su madriguera, aparece en otra. Para ser casto hay que ser moderado. ¿Qué es la castidad? ¿Cómo sabrá un hombre si es casto? No lo sabrá. Hemos oído hablar de esa virtud, pero ignoramos en qué consiste. Y hablamos según oímos. Del ejercicio nacen la sabiduría y la pureza; de la pereza, la ignorancia y le sensualidad. Para el estudiante, esa no es sino hábito ocioso de la mente. Una persona desaseada es, generalmente, perezosa; se sienta junto al fuego y yace cuando brilla el sol, y aun reposa sin conocer la fatiga. Si queréis evitar lo impuro y todos los pecados, trabajad con celo, aunque sea limpiando establos. No es fácil poderle a la Naturaleza, pero hay que conseguirlo. ¿De qué os sirve el ser cristianos, si no sois más puros que los paganos, si no os domináis mejor que ellos ni sois siquiera más religiosos? Sé de muchas creencias religiosas que son tenidas por paganas, cuyos preceptos llenan de vergüenza al lector y le mueven a nuevas empresas, aunque sólo por amor del mero cumplimiento de unos ritos. Me cuesta hablar así, pero no a causa del tema —y no me importa cuán obscenas puedan resultar mis palabras— sino porque no puedo hablar de ello sin delatar mi propia impureza. Discutimos sin ambages una forma de sensualidad, y callamos acerca de otra. Nos hemos degradado tanto que no podemos hablar sencillamente de las funciones necesarias a la naturaleza humana. En otros tiempos, en algunos países, cada función era objeto de alusión reverente y aún regulada por la ley. Nada era demasiado trivial para el legislador hindú, por muy ofensivo que pudiere parecer hoy día al gusto moderno. Así, se enseña cómo comer, beber, cohabitar, eliminar las heces y la orina, y tantas otras cosas, elevando lo ruin, y sin necesidad alguna de excusarse falsamente tachando de inanes estos actos.
Todo hombre es constructor de un templo, que es su cuerpo, para el Dios al que adora; el estilo es propio, y no es martilleando el mármol como habrá de cumplir. Todos somos escultores y pintores, y el material de que hacemos uso es nuestra propia carne, nuestra sangre y nuestros huesos. La menor nobleza refina ya los rasgos del hombre; la bajeza y la sensualidad los embrutecen.
John Farmer estaba sentado a la puerta de su casa una tarde de septiembre, tras una dura jornada de trabajo, repasando en su espíritu, más o menos, la labor cumplida. Después de haberse dado un baño, fue a sentarse en paz para recrear su persona intelectual. Era un atardecer frío, y algunos de sus vecinos expresaron sus temores de una helada inminente. Poco llevaba dejándose conducir por el tren de sus pensamientos cuando oyó que alguien estaba tocando la flauta, sonido que tan bien armonizaba con su talante del momento. Pero siguió pensando en su trabajo, aunque con el inconveniente de que, aunque aquél bullía aún en su mente —y él seguía, pues, ocupado con él, aún contra su voluntad, maquinando cómo librarse de la idea— la verdad es que poco le importaba. No era sino la escamilla de su piel, constantemente arrancada. Las notas de la flauta, en cambio, llegaban a sus oídos procedentes de una esfera diferente de la que él laboraba, sugiriéndole actividades nuevas para ciertas facultades en él adormiladas. Poco a poco le hicieron olvidar la calle, el pueblo y las condiciones en que vivía. Y oyó una voz: «¿Por qué sigues aquí, dándole a una vida mezquina y ardua, si hay a tu alcance una gloriosa existencia? Estas mismas estrellas brillan también sobre otros campos». Pero ¿cómo salir de este estado y emigrar allá? Todo cuanto se le ocurrió fue el practicar alguna nueva austeridad, dejar que el espíritu le embargara el cuerpo redimiéndolo, y tratarse en lo sucesivo con acrecentado respeto.