Habitantes de Antaño y Visitantes de Invierno

Capeé algunas joviales tormentas de nieve, y no fueron pocos los gozosos anocheceres de invierno transcurridos junto a la chimenea mientras la nieve se arremolinaba locamente fuera y la voz del búho se entreoía apagadamente. No di con nadie en mis paseos durante varias semanas, a excepción de quienes ocasionalmente acudían al bosque en busca de leña que llevar luego en trineo hasta el poblado. Pero cuando decidí abrir un paso a través de la nieve más honda del lugar, los elementos vinieron en mi ayuda ya que, una vez lo hube practicado, el viento cubrió mis huellas con las hojas del roble, que absorbiendo los calores solares, fundieron la nieve de modo que no sólo conté luego con un cauce seco para mis pasos, sino con una guía también, llegada la noche, en la línea oscura que aquellas formaban. En lo que a compañía humana se refiere, me vi obligado a evocar a los antiguos habitantes de estos bosques. En el recuerdo de muchos de mis conciudadanos, la carretera que discurre a poco de mi casa resonaba aún con las risas y charlas de sus vecinos, y los bosques que la rodean aparecían mellados y salpicados aquí y allá con sus pequeños jardines y moradas, pese a que entonces aquél era mucho más denso y tupido que ahora. En algunos lugares, hasta yo lo recuerdo, los pinos de uno y otro lado rozaban de vez los costados del calesín viajero, y las mujeres y niños que se veían obligados a ir solos a pie a Lincoln lo hacían llenos de temor, y no era raro que ventilaran gran parte de su camino a la carrera. Aunque no se trataba sino de un caminejo que llevaba a los poblados vecinos o que parecía abierto tan sólo para uso de los taladores, hubo un tiempo en que su variedad, a la vez que reportaba más placer al viajero dejaba en su recuerdo una imagen menos efímera. Donde ahora atraviesa los campos abiertos entre la villa y el bosque, antes discurría entre los dispersos arces de un cenagal que cubría un lecho de leños o troncos caídos, cuyos restos dan base hoy, sin duda, a la polvorienta carretera que va desde la granja Stratten (hoy el hospicio) hasta la colina de Brister.

Al este de mi campo de judías, al otro lado de la ruta, vivía Cato Ingraham, el esclavo de Duncan Ingraham, noble residente de la villa de Concord, quien hizo edificar una casa para aquél, al que concedió asimismo permiso para residir en Walden; Catón, pues, pero no el úticense, sino el de Concord. Algunos dicen que era un negro de Guinea, y los hay que todavía se acuerdan de su finquilla, entre nogales que dejó crecer para cuando fuera viejo y tuviera necesidad de ellos; sin embargo, un especulador más joven y de tez mas blanca le ganó la vez. Pero, también éste ocupa ahora una cabana igual de minúscula. Todavía se ve la entrada de Cato, a medio cerrar, aunque son pocos quienes la conocen, pues una hilera de pinos la oculta a la vista del caminante y ha sido invadida ya por el zumaque (Rhus glabra), y una de las especies más tempraneras de la caña dorada (Solidago stricta) crece ahora allí con exuberancia.

Junto al límite mismo de mi campo y más cerca aún de la villa tenía su humilde morada la negra Zilpha, que hilaba para las gentes de la aldea y hacía resonar los bosques de Walden con su agudo canto, pues no era poco notable y sonora su voz. Con el tiempo, durante la guerra de 1812, su casa sería incendiada en su ausencia por unos soldados ingleses, prisioneros en libertad bajo palabra; gato, perro y gallinas perecieron en el lance. Era la suya una vida dura y harto cruel. Un viejo conocedor de estos andurriales recuerda que en una ocasión, al pasar hacia el mediodía cerca de la casa, oyó a la negra exclamar para sí misma: «¡No eres otra cosa que huesos, huesos!». Precisamente por allí he encontrado algunos ladrillos dispersos entre los robles jóvenes.

Camino abajo, a mano derecha, en una colina, vivió Brister Freeman, «negro útil para todo», un tiempo esclavo del hacendado Cummings; no quedaban ya sino los manzanos que un día plantara y atendiera, árboles viejos y retorcidos, de fruto que para mi gusto resultaba algo áspero y cidrero. No ha mucho que leí su epitafio en el antiguo camposanto de Lincoln, en un lugar algo apartado, próximo a las tumbas anónimas de unos granaderos ingleses caídos durante la retirada de Concord; dice allí: «Sippio Brister», «Escipión el africano» habría de llamársele, no sin razón, «un hombre de color», como si careciera de él. El epitafio me reveló asimismo clara y concisamente la fecha de su fallecimiento, lo que indirectamente me informaba de que, en efecto, había vivido. Y con él, Fenda, su mujer, echadora de cartas y buenaventuras, acogedora, voluminosa y negra donde las hubiera, más negra que los hijos de la noche; jamás se había visto ni se vería mole tan oscura en Concord.

Ladera abajo, a la izquierda, a lo largo del camino viejo del bosque pueden apreciarse los restos de algún establecimiento que fuera de la familia Stratton, cuya huerta antaño cubriera toda la falda de la colina de Brister antes de ser invadida y desplazada por los pinos pitea, salvo por lo que a algunos tocones o cepas se refiere, que aún hoy suministran renuevos silvestres a algunos de los árboles más prósperos del pueblo. Más cerca aún de la villa, accedemos a las tierras de Breed, al otro lado del camino, junto al borde mismo del bosque, terreno famoso por las gestas de un demonio mal identificado en la antigua mitología, que, no obstante, ha desempeñado un destacado e importante papel en la vida de nuestra Nueva Inglaterra y que merece tanto como cualquier otro personaje mítico que su biografía sea escrita algún día; que se ofrece como preciosa asistencia y amigo, y que luego roba o da muerte a toda la familia: el ron de Nueva Inglaterra. Pero la historia no debe registrar aún las tragedias ocurridas aquí; dejemos que el tiempo intervenga en cierta medida para paliarlas y darles una pátina azulada. La tradición más vaga y dudosa dice que una vez hubo también aquí una taberna; el pozo sigue siendo el mismo que rebajaba antaño la bebida del viajero o que aplacaba la sed de su rocín. Aquí intercambiaban saludos los hombres, se escuchaban unos a otros, transmitían las nuevas y, al fin, reemprendían el camino.

La choza de Breed permanecía aún en pie hará una docena de años, aunque desocupada desde ya muchos. Por sus dimensiones, se asemejaba a la mía y, si mal no recuerdo, fue incendiada por unos jovenzuelos descarados un día de elecciones. Por entonces yo vivía junto a la linde del poblado y acababa de enfrascarme en el «Gondibert» de Davenant; era en aquel invierno en que me daban letargos que, por cierto, no sé si atribuir a achaque familiar, pues tengo un tío que se queda dormido al afeitarse y que se veía obligado a desbrotar las patatas de su almacén en domingo, a fin de mantenerse despierto y cumplir con el precepto, o a mi intento de leer la colección de poesía inglesa de Chalmers sin saltarme ninguna entrada. La verdad es que casi pudo con mis nervios. Acababa de centrar mi atención sobre aquélla cuando las campanas sonaron a rebato y las bombas contra incendios empezaron a circular a toda prisa de un lado a otro, escoltadas por la tropa harto desordenada de hombres y muchachos; me uñí al grupo de cabeza saltando el arroyo. Los que habíamos acudido ya a otros incendios opinamos que el fuego se había desatado por el sur, más allá del bosque. «¡Es en la granja de Baker!», gritó uno; «¡En la de Codman!», afirmó otro. De pronto pudo oírse una renovada crepitación en la floresta, como si se hubiera hundido su techo, y todos gritamos al unísono: «¡Concord a la ayuda!». Las carretas se lanzaron a uña carrera desenfrenada con su abigarrada carga, entre la que acaso contara también el agente de la compañía de seguros, obligado a ir a todo ruego fuere donde fuere; por doquier sonaba la campana, cada vez más sonora y resuelta; y en la retaguardia, como se murmuraría más tarde, iban los que dieran la voz después de haber provocado el incendio. Seguimos, pues, como verdaderos idealistas, haciendo caso omiso de la evidencia que nos ofrecían nuestros sentidos, hasta que tras una vuelta del camino pudimos oír el chisporroteo y sentir las oleadas del calor que desbordaba el muro lindante y nos dimos cuenta ¡ay! de que a poco a poco damos de frente con el fuego mismo, cuya mera proximidad enfrió un tanto nuestro enardecido ánimo. De momento pensamos en vaciarle una vecina charca de ranas; luego, decidimos dejar que la cabana ardiera, de vieja y derruida que ya estaba. Nos quedamos, pues, junto a la bomba, empujándonos unos a otros y hablándonos a gritos o rememorando en voz baja las grandes conflagraciones, incluida la de la tienda de Bascom, de que había sido testigo la humanidad; y en nuestro fuero interno decidimos que, de haber llegado realmente a tiempo con nuestra «tina» y de tener una charca a mano, habríamos convertido en diluvio ese incendio que amenazaba ser último y universal. Por fin, y sin causar daño alguno, nos retiramos a dormir y al «Gondibert». Pero, en lo que a éste se refiere, extractaría quizás aquel pasaje del prefacio, donde se habla de que el ingenio es la pólvora del alma, «aunque la mayoría de los humanos desconocen el ingenio, al igual que los indios la pólvora».

Dióse el caso de que recorriera yo ese camino la noche siguiente, en mi vagar por los campos hacia la misma hora que la víspera, cuando me fue dado oír unos débiles lamentos. Aproximándome al lugar vine a dar con el solo superviviente que conozco de esa familia, heredero de sus virtudes y vicios, único afectado, pues, por aquel incendio, y echado entonces cuan largo era sobre su vientre, mientras contemplaba desde la pared del sótano las cenizas aún ardientes más abajo, al tiempo que murmuraba un nosequé inintelegible, como tenía por costumbre. Había estado trabajando todo el día en los distantes campos del río y aprovechado los primeros momentos que pudo considerar verdaderamente suyos para rendir visita al hogar de sus padres y de su juventud. Miró hacia el sótano desde todos los ángulos posibles, como si un tesoro del que sólo él tuviera conocimiento se ocultara entre aquellas piedras, meros restos calcinados e informes. Desaparecida la casa, contempló sus ruinas. Se consoló un tanto por la simpatía implícita en mi presencia, y me mostró —en la medida en que la oscuridad lo permitía— dónde se hallaba el pozo cubierto que ¡gracias a Dios! nunca podría quemarse. Buscó a tientas durante mucho rato a lo largo de la pared, hasta dar con la roldana que su padre había tallado y montado, y luego con la argolla o gancho de hierro contrapesado en uno de sus extremos —poco más le quedaba ahora a qué agarrarse-para convencerme de que no se trataba de una obra cualquiera. Lo toqué, y aún hoy reparo en él casi cada día en mis paseos, pues del mismo cuelga la historia de toda una familia.

También a la izquierda, desde donde ahora se ve el pozo y el macizo de lilas junto al muro, vivieron Nutting y Le Grosse, ya en campo abierto. Pero sigamos hacia Lincoln.

Más adentrado en los bosques que cualquiera de los antedichos, se instaló furtivamente el alfarero Wyman, cerca de donde la carretera discurre ya junto a la laguna. Suministraba cacharros a sus conciudadanos y dejó allá sus descendientes. Ninguno de ellos poseía gran cosa, y mientras vivieron ocuparon el lugar por tácito consentimiento. Vana y frecuentemente acudía allá el alguacil a recabar el pago de los impuestos, contentándose luego con embargar un leño, por lo de las formas, como he leído, pues no había más de qué echar mano. Un día de mediados de verano, un hombre cargado de cacharros con destino al mercado vino a interrumpir mi escarda al detener su caballo junto a mi claro para inquirir por Wyman el joven. Hacía mucho que le había comprado un torno y quería saber qué se había hecho de él. Yo había leído de barros y ruedas de alfarero en la Biblia, pero jamás se me había ocurrido que las ollas que empleamos no eran las que desde entonces han llegado hasta nosotros intactas, ni que no crecieran como las calabazas en algún lugar remoto, de manera que me complació en extremo el oír que un arte tan elástico como aquél había sido practicado siempre en mi vecindad.

El último habitante de estos pagos antes de mi presencia en ellos fue un irlandés, Hugh Quoil (si me he dado para el nombre suficiente traza), quien ocupó el terreno de Wyman. Coronel Quoil le llamaban, y se rumoreaba que había sido soldado en Waterloo. De haber vivido, le habría hecho librar de nuevo sus batallas. Su oficio aquí era el de cavador de zanjas. Napoleón acabó en Santa Helena; Quoil vino a parar a los bosques de Walden. Todo lo que sé de él es trágico. Era un hombre con maneras, con mundo, y capaz de sostener una conversación mucho más civil de lo que cabría esperar. Por sus accesos de delirium tremens solía vestir un largo levitón, incluso en verano, y mostraba siempre el rostro de color carmesí. Murió en plena carretera, en la falda de la colina de Brister, al poco de mi llegada al bosque, de modo que no he podido guardar de él como vecino ningún recuerdo. Visité su casa, que sus camaradas evitaban como «castillo siniestro», antes de que fuera derribada. Allí estaban sus trajes, arrugados por el uso, como si fuera él mismo lo que yacía sobre el desvencijado lecho de tablas. Vi su pipa quebrada junto al hogar, en lugar de ser cántaro roto junto a la fuente. Ésta no podría haber sido nunca símbolo de su muerte, pues me confesó en una ocasión que, aunque había oído hablar de la fuente de Brister, jamás la había visto. Naipes sucios, reyes de diamantes, picas y corazones aparecían dispersos por el suelo. Un único pollo, negro, que el administrador no había podido capturar, oscuro como la noche e igual de silencioso pues ni siquiera rezongaba, acudía aún cada noche, a la espera de Reynard, en busca de percha en la habitación contigua. Por detrás se apreciaba el bajo contorno de una huerta, que habiendo sido plantada esperaba aún su primera escarda, no recibida precisamente por causa de aquellos terribles ataques delirantes, aunque nos hallábamos ya en la época de la recolección. Había sido invadida por el ajenjo amargo y por «amor de hortelano» que en última instancia se adhería a mis ropas a guisa de frutos. En la parte trasera de la casa había sido tendida una piel de marmota, aún fresca, como postrer trofeo de su último Waterloo; pero él ya no necesitaba gorro caliente alguno ni pantuflas.

Para marcar el emplazamiento de estas habitaciones no queda ya sino un hoyo en el suelo, donde se han amontonado las piedras que un día hicieran muro o sótano; y las fresas, sangüesas, frambuesas negras, avellanos silvestres y zumaques crecen ahora hacia el sol ocupándolo todo; algún pino pitea o roble retorcido se ha adueñado del lugar que fuera de la chimenea, y un negro abedul de suave fragancia se mece donde acaso se encontrara antaño el dintel de la puerta. A veces es visible la oquedad del pozo, donde tiempo ha brotaba un manantial; ahora se ve hierba seca y sin lágrimas; y puede que para que no fuera descubierto hasta un día remoto, el último de aquella raza en partir lo soterrara profundamente bajo una laja pétrea. ¡Qué penoso debe ser el cubrir un pozo!, acto que coincide con la abertura de otro abundante en lágrimas. Estos escalones del sótano, viejos agujeros parecidos a desierto cubil zorruno, es todo lo que queda donde un día resonara el bullicio y la animación de vida humana y donde «el destino, el libre albedrío y la presciencia absoluta», de alguna forma y en no importa qué dialecto era por turno objeto de discusión. Sin embargo, todo lo que me cabe colegir de sus conclusiones no es sino que «Cato y Brister lo pasaron mal», lo cual es casi tan edificante como la historia de las escuelas de filosofía más famosas.

Crece aún la vivaz lila, una generación después de que puerta, umbral y dintel hayan desaparecido, abriendo sus flores de dulce aroma todas las primaveras para que las arranque el caminante abstraído; sembrada y cuidada antaño por manos infantiles en arriates fronteros a la casa, la última de la estirpe se acurruca ahora en algún rincón humilde de retirado pasto para hacer lugar a los nuevos y pujantes bosques. Poco se imaginaban aquellos niños morenos que el esqueje diminuto, de apenas dos yemas, que ellos hincaron en el suelo a la sombra de la casa y que regaron a diario, enraizaría de tal manera para sobrevivirles, y se instalaría en el mismo lugar de lo que le daba sombra, para hacerse jardín y huerto del hombre y para contar quedamente su historia al solitario errante medio siglo después de que aquellos crecieran y desaparecieran, floreciendo con tanta belleza y aromando con igual dulzura que en su debutante primavera. No puedo dejar de reparar en su color lila, tierno, alegre y aún fresco.

Pero ¿por qué fracasó esta aldehuela, germen de mayor empresa, en tanto que Concord medraba? ¿Acaso no había también allí ventajas naturales, derechos de aguas? ¡Ay! el profundo estanque de Walden y la fría fuente de Brister, el privilegio de beber largos y saludables tragos, que aquellos hombres no aprovecharon más que para diluir sus bebidas. Era una raza eternamente sedienta. ¿Por ventura no habrían podido florecer allí las artes del cestero, del fabricante de escobas o felpudos, del tostador de maíz, del tejedor o del alfarero, haciendo que el erial floreciera como la rosa y que una nutrida descendencia heredara el terreno paterno? El suelo estéril se habría resistido por lo menos a la degeneración de las tierras bajas. ¡Ay! ¡Qué poco aporta el recuerdo de estos habitantes humanos a la belleza del paisaje! Quizá la naturaleza pruebe conmigo de nuevo como primer colono, y mi cabana levantada la primavera pasada resulte la más antigua del lugar. No sé que nadie haya edificado antes en el solar que ocupo. Libradme de toda ciudad erigida en el emplazamiento de una más antigua, donde la materia es ruina y los jardines cementerios. Ahí el suelo es yermo y maldito, y la tierra misma será destruida antes de llegada su hora. Con reminiscencias así iba repoblando yo los bosques y arrullando mi sueño.

Rara vez tenía visitantes en esta época del año. Cuando la nieve era espesa, bien podía pasarme una semana, quizá dos, sin ver un alma; pero ahí seguía yo, tan recogido y cómodo como una chinche de campo o como el ganado y la volatería que se dice han sobrevivido, hasta sin alimentos y aun sepultados durante largo tiempo por un alud, o como la familia de aquel primitivo colono de la ciudad de Sutton, en este mismo Estado, cuya alquería fue cubierta del todo estando el ausente, con ocasión de la gran nevada de 1717, y que al fin fuera rescatada por un indio, gracias al agujero que el tiro de la chimenea había abierto en aquella masa blanca. Pero, no había indio amigo que se preocupara de mí, ni falta que hacía, pues el amo estaba en casa. ¡La Gran Nevada! ¡Cuán agradable es oír hablar de ella! Cuando los colonos no pudieron dirigirse a los bosques y marismas con sus yuntas y se vieron obligados a derribar los umbrosos árboles que crecían frente a su porche; y cuando la helada corteza de la nieve se hizo tan dura que los talaron sobre el pantano a tres metros del suelo, como se vería más tarde, llegada la primavera y el deshielo.

Cuando se producían las tormentas más fuertes, el sendero que yo seguía de algo así como media milla desde la carretera hasta mi cabana, podría haber sido representado como una línea sinuosa apenas señalada por puntos muy separados entre sí. Durante una semana de buen tiempo empleé el mismo número de pasos, de igual longitud, para ir y venir, caminando deliberadamente sobre mis propias huellas con una precisión que diríase fijada a compás —a tal rutina nos reduce el invierno—, y viendo a menudo reflejado en ellas el mismo azul del cielo. Sin embargo, no hubo tiempo alguno que interfiriera decididamente con mis pasos o mis excursiones foráneas, pues con frecuencia recorría ocho o diez millas sobre la nieve más honda para acudir a mi cita con un haya, con un abedul amarillo o con un viejo conocido entre los pinos; cuando el hielo y la nieve doblaban sus ramas y afilaban así sus copas, los pinos se transformaban en abetos; vadeando caminos de cumbres elevadas, donde la nieve alcanzaba más de medio metro sobre el terreno llano, y provocando mis propios aludes cada vez que un paso adelante me hacia sacudir la cabeza; o avanzando en ocasiones sobre manos y rodillas, cuando los cazadores hacía mucho que se habían reintegrado a sus cuarteles de invierno. Una tarde me entretuve gozoso observando a una lechuza listada (Strix nebulosa) posada en una de las ramas inferiores, ya muertas, de un pino blanco, cerca del tronco, a pleno día, y a una percha apenas de mí.

Oía mis pasos vacilantes, pero no alcanzaba a verme; y cuando el ruido se hacía mayor, enderezaba el cuello y rizaba las plumas que lo vestían, al tiempo que abría los ojos de par en par; pero sus párpados se cerraban de nuevo y pronto volvía a sus cabezadas. También yo empecé a sentir cierta modorra al cabo de media hora de observarla, posada así con los ojos semiabiertos como un gato, hermana alada de éste. Apenas si traslucía una estrecha rendija en aquellas cortinas, a través de las cuales guardaba conmigo una relación peninsular; así, con los ojos semicerrados, mirando desde el país de los sueños y tratando de localizarme, siendo yo vista u objeto vago que interrumpía sus visiones. Con el tiempo, y como produjera yo un ruido más fuerte o me acercara en demasía, el ave empezó a dar muestras de inquietud moviéndose perezosamente en su percha, como impaciente por haber sido molestada en su soñar; y cuando por fin emprendió el vuelo entre los pinos, abriendo sus alas desmesuradamente, no alcancé a percibir el menor ruido. Guiada entre las ramas por un fino sentido que le hacía notar la proximidad de aquéllas, más que por la vista, y tanteando su ruta crepuscular, diríase que con sensitivos alones, fue a posarse a otro lugar, en calma espera del amanecer de su particular jornada.

Siguiendo el terraplén alzado para el ferrocarril sobre la pradera, más de una vez hube de vérmelas con el azote helado y mordiente del viento, que en ningún otro lugar sopla tan a su aire como aquí; y cuando la helada me castigaba una mejilla, yo, pese a ser pagano, le ofrecía la otra. Y no era mejor la situación a lo largo de la carretera de Brister; pero yo me dirigía a la villa tranquilo, como indio amigo, mientras toda la nieve de los grandes espacios abiertos iba amontonándose contra los bordes del camino de Walden y bastaba media hora escasa para cubrir las huellas del último viandante. A mi regreso, y para mayor esfuerzo, la nieve se había acumulado de nuevo, allá donde el viento del noroeste había ido espolvoreándola en torno a una brusca vuelta del camino, y donde no era posible distinguir el rastro de un conejo y ni siquiera la impresión más leve, en pequeños caracteres, de una musaraña campera. Con todo, rara vez dejé de encontrar, aun en pleno invierno, algún aguazal cálido y esponjoso donde crecieran hierbas y yaros fétidos con verdor perenne, y en el que alguna ave de más brío aguardara a veces el retorno de la primavera.

En ocasiones, y a pesar de la nieve, cuando regresaba a casa con la caída de la tarde tropezaba con las profundas huellas de algún leñador, que arrancaban desde mi cabana, en cuyo interior flotaba todavía el aroma de su pipa, mientras que la llar aparecía ornada de las astillas y desbastes por él dejados. También, algún domingo por la tarde y si me encontraba en casa, podía oír el crujir de la nieve bajo las botas de un astuto granjero que, procedente de muy lejos allende los bosques, venía a buscar en mi compañía la ocasión de intercambiar algo de «chachara» social; se trataba de uno de esos raros representantes de su clase, «hombres, amén de campesinos», que visten blusón en lugar de toga, y que tanto extraen una moraleja de los problemas de la Iglesia o del Estado como levantan una carga de estiércol de su establo. Hablábamos de tiempos pasados, más duros y más sencillos, cuando los hombres se reunían en torno a un fuego, con las ideas claras, mientras apretaba el frío crudo y seco; y a falta de mejor postre, probábamos nuestros dientes en las nueces de largo abandonadas por las sagaces ardillas, sabedoras de que, por lo común, las de cascara más dura están vacías.

Pero era un poeta quien venía a mi refugio desde más lejos, salvando las nieves más densas y las tempestades más estremecedoras.

Un labrador, un cazador, un soldado, un periodista e incluso un filósofo podían ceder al temor; pero nada intimida al poeta, pues es el amor lo que le mueve. ¿Quién puede predecir jamás sus idas y venidas? Sus ocupaciones le hacen salir a todas horas, incluso a las que los médicos dedican al sueño. Juntos hacíamos resonar de alegría sin freno aquella casita, que recogía también el murmullo de mucha y sensata conversación, compensando así al vallecillo de Walden por sus largos silencios. Broadway resultaba tranquilo y desierto en comparación. Con intervalos regulares se sucedían las explosiones de risa, que tanto podían celebrar la ocurrencia reciente como la que había de seguirla. Sobre un ligero plato de gachas compartido, formulábamos teorías de «nuevísima cosecha», donde se combinaban las ventajas del buen humor con la claridad mental que requiere la filosofía. Y no debiera olvidar que durante el último invierno que pasé en la laguna tuve otro visitante bienvenido, quien en una ocasión atravesó todo el pueblo, la nieve, la lluvia la oscuridad hasta divisar mi lámpara entre los árboles y que luego compartiría conmigo más de un largo atardecer invernal. Uno de los últimos filósofos, nacidos en Connecticut, vendió mercaderías primero de puerta en puerta; más tarde, según declara él mismo, sus propias ideas, que sigue ofreciendo por ahí, hablando de Dios y avergonzando al hombre, sin más producto que su cerebro, como la cascara encierra la almendra. Creo que es el hombre de más fe que he conocido. Sus palabras y actitud reflejan siempre un estado de las cosas mejor que el que les es dado conocer a otros hombres; y será sin duda el último en sentirse defraudado por la evolución de los tiempos. Sus proyectos no tienen nada que ver con el presente. Pero, aunque no se le aprecie apenas ahora, llegará el día en que la mayoría de las leyes que hoy la gente ignora se revelaran vigentes, y cabezas de familia y gobernantes acudirán a él en busca de consejo.

How blind that cannot see serenity!

¡Qué ciegos que no pueden ver la serenidad!

Un verdadero amigo; casi el único con que cuenta el progreso humano.

Un Viejo Mortal, o más bien el Inmortal, que con fe y paciencia infatigables sabe hacer visible la imagen grabada en el cuerpo humano, Dios, del que aquél no es sino monumento encorvado y casi sin rostro. Su inteligencia vasta y generosa se abre a todos: niños, pordioseros, dementes, eruditos, a cuya evocación da siempre cabida, añadiéndole por lo general más amplitud y elegancia. Se me ocurre que debiera instalar una posada en plena ruta del mundo, en la que pudieran albergarse los filósofos de todas las naciones, y que llevara como blasón: «Se atiende al hombre, no a la bestia. Entrad quienes poseéis ocio y una mente serena y buscáis honradamente el camino recto». De todas las personas que me ha sido dado conocer, quizá sea él la más sana, la menos caprichosa, siempre igual, ayer como mañana. Antaño habíamos vagado y conversado, dejando realmente al mundo atrás, pues él había nacido libre, no debía pleitesía a ninguna de las instituciones de aquél y era, en verdad, ingenuus. Miráramos donde miráramos, parecía que cielo y tierra se unían, pues él hacía más hermosa la belleza del paisaje. Un hombre vestido de azul, cuyo techo más apropiado es la bóveda misma del cielo, que refleja su serenidad. No se me ocurre que pueda morir jamás; la Naturaleza no podría pasarse sin él. Comoquiera que ambos disponíamos de algunas ripias de pensamiento bien secas, común era que procediéramos a sacarles punta probando en ellas el corte de nuestro ingenio, admirando de paso el grano claro y dorado del joven pino blanco. Vadeábamos las aguas con tal dulzura y respeto o remábamos con semejante suavidad, que los peces del pensamiento no huían asustados de la corriente de las ideas, sino que iban y venían con toda libertad, como las nubes que flotan en el cielo de poniente formando rebaños nacarados antes de disolverse. Allí trabajamos reconsiderando la mitología, redondeando aquí y allá una leyenda y erigiendo en el aire castillos para los cuales la tierra no ofrecía cimientos dignos. ¡Noble observador! ¡Gran Augur!, el hablar con quien era una de las mil y una noches de Nueva Inglaterra. ¡Ah, qué conversaciones entreteníamos, ermitaño y filósofo, y viejo colono de que he hablado!, nosotros tres; mi casa se expandía y henchía con ellas. No me atrevería a decir jamás cuánto peso sobrecargaba la atmósfera que gravitaba por baldosa o ladrillo; pero las junturas se abrían de tal modo que había que calafatearlas arduamente después, para evitar derrames; pero yo ya me había hecho con suficiente estopa para tal fin. Hubo aún otro con quién compartí «densas sesiones» inolvidables, en su casa de la villa, y que ocasionalmente venía también a mi encuentro. Y ésa era toda la compañía de mi soledad.

Y también allá, como en todas partes, aguardaba yo al visitante que nunca llega. Dice el purana de Visnú: «El amo de la casa permanecerá en su patio, por la tarde, tanto tiempo como lleva el ordeñar una vaca, o más si le place, en espera del visitante». Practiqué a menudo este deber de hospitalidad, aguardé tiempo suficiente como para ordeñar un rebaño entero de vacas, pero no vi acercárseme al hombre procedente de la villa.