YUZUF Y ZULEIJÁ
Un claro día de mayo de 1946 el ágil barquito azul que llega a Semruk una vez por semana cargado con el correo y los periódicos trae, además, a tres pasajeros. Nadie acude a esperarlos a la orilla, de manera que no hay nadie allí a quien sorprenda que uno de ellos —un militar de porte elegante, con el uniforme primorosamente planchado y oliendo a agua de colonia— no sea otro que Vasili Gorelov.
Gorelov salta a tierra con aire decidido e incluso gallardo y echa a andar a grandes pasos, enérgicos; bajo sus botas de brillo deslumbrante que crujen con afán, los tablones del muelle gimen, como si les infligiera dolor. En una mano lleva una maleta de piel de cerdo que despide de cuando en cuando destellos de un brillo amarillento y flamígero, como si dentro guardara toda la luz del sol.
Los otros dos pasajeros, que dan la impresión de ser un abuelo y su nieto, bajan a tierra tímidamente y avanzan por el muelle despacio mirando a todas partes desconcertados: los lisos fondos de los botes vueltos del revés que resplandecen al sol; las redes de los pescadores como enormes banderolas que ondean suavemente impulsadas por la brisa; las anchas y sólidas escaleras que corren desde la orilla hacia lo alto de la escarpada cuesta; las casitas variopintas desparramadas por la colina.
—Camarada —pregunta el viejo con voz temblorosa—. ¿Sabe dónde podríamos encontrar al médico?
Gorelov se da la vuelta, repasa al anciano con mirada severa, como lo haría un policía con un chiquillo al que ha pillado robando, y dice refunfuñando: «Aquí aterriza cualquiera como si tal cosa…». Después lanza un escupitajo por entre los dientes apretados y sigue andando hacia las casas. El abuelo suspira, toma a su nieto de la mano y lo sigue.
Es domingo y las calles de Semruk están muy animadas. Las cortinas limpias se dejan mecer por el aire en las ventanas abiertas de par en par, los setos están cubiertos del blanco de los jazmines en flor. Una pandilla de chiquillos gritones persigue un balón que aterriza en medio de una bandada de ocas grises que avanzan con paso solemne. El jefe de la bandada grazna y con el cuello pegado a la tierra echa a correr hacia delante, pero una manada de perros peludos avanza junto a una tapia y sale por la cancela con ladridos desaforados, que obligan a las ocas a huir en desbandada. Huele a humo, a baño de vapor, a madera recién cortada, a leche, a bliní. En algún lugar, hay un gramófono del que brota una voz ronca, a la vez que tierna:
Fue en nuestra pasión que encontré yo la dicha,
en ofrecértelo todo: el amor y los sueños.
Mi amor es como la alegría primaveral:
¡tú lo eres todo, amada, tú lo eres todo!
El abuelo y el niño caminan por Semruk. De vez en cuando, se detienen a preguntar. Preguntan a una mujer que ha sacado medio cuerpo por una ventana para sacudir las almohadas. Preguntan a un hombre de torso atlético que carga a dos chiquillos sobre sus hombros sudados y brillantes. Finalmente, llegan ante una fea construcción en la linde del pueblo, que consta de tres pabellones construidos con maderas de distinto color y recostados unos sobre otros. En el centro está el más antiguo, que el tiempo ha ennegrecido. A la derecha, hay uno más claro y también más amplio. A la izquierda está la construcción más reciente, amarilla como la miel y cuyos muros hechos de troncos todavía huelen a resina. Un letrero escrito en lo alto con pintura verde avisa de la función del edificio: HOSPITAL.
El abuelo llama a la puerta con gesto indeciso y, sin esperar respuesta, entra. En la espaciosa isba, cuyo suelo está primorosamente lavado, hace fresco y reina un silencio absoluto. Idénticas sábanas blancas, como fuentes de luz y ternura, cubren cada una de las camas vacías. El amenazador instrumental médico despide reflejos metálicos, perfectamente ordenado sobre la mesa. La brisa alborota las páginas de un libro de color ámbar, llenas de anotaciones hechas con letra menuda.
—¿Hay alguien aquí?
No hay nadie. El abuelo sale y rodea la construcción con paso lento. El nieto le pisa los talones. Llega al patio trasero: una minúscula cancela, una magra pila de leña, un tronco ancho, totalmente seco, con un hacha oxidada clavada en el centro, unos trapos de lino colgando de unas cuerdas.
—Buenos días —saluda el viejo, y entreabre la puerta con cuidado.
Al oír un movimiento en el interior, entra e intenta acostumbrar sus ojos a la penumbra. Una mujer menuda —no demasiado joven, el rostro pálido atravesado por finas arrugas, los ojos cansados bajo los perfectos arcos que forman las cejas, unos mechones de cabello blanco que se funden con el cabello negro en largas trenzas—, está acomodando diversos objetos en un pañuelo a cuadros del que salen largos flecos.
—Buenos días, ama —dice el abuelo, y hace una ligera reverencia, no exenta de dignidad, tras descubrirse—. ¿Es aquí donde vive el médico famoso?
—Aquí vivía —Zuleijá continúa apilando la ropa de cama y de vestir—. Hasta ayer.
—¿Ha pasado a mejor vida?
—No, se lo han llevado al centro, a Maklakovo —explica Zuleijá, y hace un apretado nudo al lío con sus manos pequeñas, que revelan, inesperadamente, tener una fuerza tremenda—. Necesitaban un director para el hospital regional.
—¡Ah! ¡Qué mala suerte! —se lamenta el abuelo, sacudiendo la barba con desconsuelo. Cubre la cabeza del niño con su mano, lo aprieta contra su cuerpo—. Hemos tardado una semana en llegar. Mi nieto está enfermo.
—Han dicho que en unos pocos días habrá un médico nuevo aquí. Espérelo, si quiere. Puede alojarse aquí hasta que venga.
El número de personas que acuden al encuentro del «médico famoso» crece de año en año. Zuleijá ya se ha acostumbrado a que los familiares que acompañan a los enfermos también se instalen en el hospital.
—Es a él a quien tenemos que ver. Iremos hasta allá. ¿Me escucha, ama? —Después, añade bajando la voz—: ¿Y cómo es él? ¿Es muy severo? ¿Cree que nos admitirá? ¿No nos pondrá de patitas en la calle? Hay que pensar que ahora está en un hospital importante…
—No les echará —afirma Zuleijá tras dedicar una larga mirada al anciano—. Y aunque quisieran huir de él, no les dejaría marchar hasta que el niño esté curado.
—Eso me han dicho, eso me han dicho… —Una amplia sonrisa ilumina el rostro del anciano, que suspira aliviado y se dirige deprisa hacia la puerta mientras se cubre la cabeza—. ¿Y tú qué eres de él? ¿La mujer o qué?
—No —responde ella. Y, pensando mientras los dedos repasan el nudo del pañuelo, añade—: Lo ayudaba en las cosas de casa, nada más. Y ahora me toca marcharme a mí también.
El abuelo asiente comprensivo y se apresura a irse, empujando al nieto. Hacen el camino de vuelta hasta el río a la carrera, para dar alcance al barquito que todavía no ha zarpado del muelle. Mientras corren, de una ventana abierta de par en par les llegan los acordes largos y tiernos de un acordeón:
Mira, amor mío, nuestra juventud en flor,
cuánto amor y cuánta alegría hay en derredor.
Es nuestra juventud la que trina, amor mío,
¡porque somos inseparables, florecilla, amiga mía!
Dos días más tarde abuelo y nieto desembarcaron en Maklakovo, se dirigieron al hospital regional y encontraron allí a un hombrecillo pequeño y nervioso. Una corona de cabellos plateados rodeaba su cráneo liso. Otros dos días después, el hombrecillo operó al niño y lo dejó un mes ingresado bajo observación.
Cuando el tratamiento tocaba a su fin, el anciano abordó a la enfermera jefa para preguntarle por el mejor modo de agradecer al célebre doctor, si con dinero o en especie. Ésta le dijo con autoridad: «El dinero no lo aceptará, pero si le regala un poco de cufé le hará bien, porque se pasa el día entero bebiéndolo».
El anciano acudió al mercado de abastos local e intercambió las monedas amarillas que traía cosidas al dobladillo de la camisa por un puñado de extraños granos untuosos que despedían un olor amargo. Muerto de miedo ante la sospecha de haber comprado la mercancía equivocada, volvió con ellos al hospital, donde, para su inmenso alivio, el doctor aceptó el regalo con una sonrisa resplandeciente y se llevó los granos a la nariz para aspirar con delectación el acre aroma que despedían. ¿A quién no le gusta oler un buen puñado de café?
Gorelov se pasea despacio por la calle Central de Semruk sacando pecho orgullosamente. El resplandor que despiden sus botas resulta insoportable. En la pechera de la camisa de color pardo, brilla con dignidad el redondel de una medalla amarilla. En la mano derecha lleva la maleta de piel rojiza. La lleva con descuido, como si quisiera que los pollos y las gallinas que pasan correteando a su lado no la ignoraran. En cuanto a su mano izquierda, lo mismo se la pasa por la mejilla primorosamente rasurada que se alisa los mechones que asoman por debajo del borde rojo de su gorra azul con un rápido movimiento circular.
Las cortinillas en las ventanas de la calle Central se agitan como si estuvieran vivas, descubriendo por un instante los rostros que se esconden detrás de ellas. Algunos vecinos salen de sus casas, intercambian unas palabras y miran en pos del recién llegado. Gorelov continúa caminando con paso lento hacia la plaza central, como si ignorara el revuelo causado por su llegada.
En los últimos tiempos la antigua valla dedicada a colgar los carteles de propaganda ha crecido hasta convertirse en una larga tapia llena de toda suerte de información política. Gorelov se detiene a unos pasos de ella y deja la maleta en el suelo. Sigue con la mirada la espalda delgada y atacada por la escoliosis de Zaseka, quien está pegando en la valla la edición más reciente del periódico La Siberia Soviética, cuyas hojas son agitadas por el viento (el periódico viene a recubrir un cartel ya descolorido y ennegrecido por la nieve y la lluvia en el que un oficial de cejas muy negras sujeta por el talle a su pareja de baile, una campesina de pecho opulento y de blancos dientes; la imagen describe a la perfección el inspirador lema que se lee en el propio cartel: ELLOS HAN RECUPERADO SU FELICIDAD).
—Te está quedando inclinado, chambón —deja caer Gorelov con desinterés, y mira al Angará con aire soñoliento.
—A mi juicio, está bien derechito —se defiende Zaseka sin darse la vuelta, mientras alisa con sus dedos finísimos el borde superior del periódico, del que brotan unas gotas blancas de pegamento de almidón—. ¿No lo ves?
Una mano recia lo agarra del cuello y le aplasta la cara contra el papel que todavía desprende un fuerte olor a pintura tipográfica.
—¿Cómo te atreves a hablarle de ese modo a un miembro de la Cheká, carroña? —le susurra Gorelov al oído.
Zaseka entorna sus asustados ojos de liebre.
—Camarada Gorelov… —dice con voz ronca, sorprendido.
—¿A mí te atreves a llamarme camarada? ¿Qué te has creído, rata?
—Ciu… Ciudadano Gorelov…
El puño de hierro que le sujeta la nuca se relaja, lo libera.
—Te he dicho que no está derecho… —Gorelov endereza el periódico que se ha arrugado bajo la presión de la cara huesuda de Zaseka—. Tira de ese lado, imbécil.
Después Gorelov se frota las manos una contra la otra, y sigue con la vista a Zaseka, que limpiándose el pegamento que tiene en la cara, corre calle abajo, donde los curiosos lo rodean. Seguidamente, apoya una bota en la maleta y el codo en la rodilla levantada. Y se queda así, como petrificado, con la vista perdida en el Angará que se extiende allá abajo.
Una silueta femenina se aparta de la multitud. Con las puntas del colorido pañuelo que le cubre la cabeza bien atadas bajo el mentón, Aglaya avanza en dirección a Gorelov. Se detiene a unos pasos de distancia; no se atreve a acercarse más.
—Vasia, ¿eres tú?
Él no dice palabra. Se saca del bolsillo derecho un reloj de oro, como un pesado bulbo, y abre la tapa: un chisporroteo ilumina su rostro moreno y se oye una quejumbrosa canción: «Augustin, Augustin, o du lieber Augustin…». Gorelov mira a la esfera con aire preocupado y se guarda el reloj.
—¿Esperas a alguien? —pregunta Aglaya, y avanza un paso, indecisa.
Gorelov la mira por fin. Está más vieja, más fea. Tiene la cara picada de viruelas y las mejillas, infladas, le cuelgan. Las manos se le han arrugado y tiene las uñas rotas. Ya no es la Aglaya de antaño, sino una del montón.
—¿Por qué no has venido a casa? —Glasha avanza un paso más—. Hace cuatro años que no nos vemos…
Gorelov extrae una pitillera del bolsillo izquierdo (un águila plateada y levemente azul despliega sus alas en la tapa de esmalte blanco) y se toma su tiempo para encender un cigarrillo alargado y fino. Echa el humo gris oscuro en el rostro enflaquecido y surcado de arrugas de la mujer.
—Escúchame bien, puta —le dice con voz tranquila, como quien trata algún negocio—. Lo pasado, pasado está. ¡Y se acabó! Mi casa está ahora en otra parte. Si quiero echar un polvo, ya te mandaré llamar. Pero hasta entonces, largo. ¡Media vuelta y de frente mar…!
El rostro de Aglaya se contrae en una mueca que multiplica las arrugas. Grandes lágrimas asoman a sus ojos desencajados, pero no caen. Se encoge de hombros, se da la vuelta, se aleja lentamente. Aún se permite mirarlo una vez más, volviendo la cabeza sobre la marcha como un pollo.
—¡Al trote… Mar…!
La mujer acelera el paso, perdiéndose calle abajo.
—¡Y no vuelvas a atreverte a tutearme, zorra!
Esas últimas palabras hacen que la mujer eche a correr, levantando polvo, trastabillando. Acaba cayéndose al suelo en silencio. Gorelov se seca el sudor del cuello con un pañuelo blanco.
—Sí que te has vuelto severo… —dice una voz serena a unos pasos de distancia.
Es el comandante.
Está de pie en la cuesta que baja desde la comandancia, lleva la guerrera sobre los hombros y un grueso bastón nudoso en la mano. Su cabello, antes abundante y rubio, ahora es ralo y está entreverado de canas. Sus ojos parecen haberse hundido, perdiéndose en el fondo de su cara, mientras que los pómulos se han proyectado hacia fuera. En la frente los surcos de las arrugas parecen dibujados a lápiz.
Gorelov no dice nada. Su mirada sigue escrutando el río.
—¿Por qué callas? ¿Es que no me has reconocido?
Apoyándose en el bastón, el comandante se acerca a él cojeando notablemente, como dando saltitos.
—Claro que te he reconocido…
—¡Vaya carrera has hecho! —Ignatov silba mientras rodea a Gorelov y contempla sus galones verdes con los bordes ligeramente violetas—. Todo un teniente, nada menos… ¿Desde cuándo los órganos de la Seguridad del Estado reclutan a antiguos presos?
—¡No vengas a echarme en cara mi pasado! Yo me fui a hacer la guerra mientras tú te quedabas aquí calentito junto a la estufa haciéndole cosquillas en los pies a cualquier mujerzuela.
—Sí, ya me han dicho cómo hiciste tú la guerra: conduciendo una cocina rodante y siempre en la retaguardia.
—¿Y eso qué importa? Me han restituido todos mis derechos y tú a mí ya no me mandas, que lo sepas.
Gorelov hunde una manaza en el bolsillo interior y extrae una libretita rectangular rojo oscuro con unas letras impresas en la tapa: el pasaporte. Lo agita en el aire y después lo abre y se lo pone al comandante delante de la cara: «¿Lo ves?».
Ignatov se le acerca hasta que sus caras casi se tocan y clava la punta nudosa de su bastón en la puntera de la brillante bota de Gorelov.
—Yo aquí mando sobre todo el mundo. Y has de saber que desde el año pasado tenemos prohibido contratar a personal ajeno a la colonia, de manera que en la próxima barca que toque tierra te vas zumbando de aquí.
Gorelov le pega una patada al bastón, que cae a tierra con un ruido sordo. El comandante vacila, la guerrera también cae al polvoriento suelo.
—Conozco tan bien como tú la orden 248/3 del 8 de enero de 1945, Ignatov —dice Gorelov, y planta un pie sobre la guerrera del comandante—. Y como la conozco, te hago una pregunta: ¿cómo es que tú no la cumples?
Con las piernas en una posición harto incómoda, inclinándose para recoger la guerrera, Ignatov se queda petrificado.
—¿Por qué dejas que toda esa gente ajena a la colonia se pasee por aquí como Pedro por su casa? —prosigue Gorelov; su murmullo húmedo se pega a la oreja de Ignatov—. ¿Y cómo es que permites que el contingente de la colonia se marche en masa a la ciudad? Esto se te ha ido de las manos, comandante… ¡La gente se te ha asilvestrado! —Gorelov aparta por fin el pie, liberando la guerrera—. Conque la próxima barca, ¿no? Pues, vale, bajo a esperarla, que ya llega…
Pega unos taconazos para sacudir el polvo que ha osado empañarle el brillo espectacular del betún que cubre su bota, agarra la resplandeciente maleta y echa a andar de vuelta al muelle con paso desenvuelto. Los curiosos que se han agolpado en la plaza se apartan a su paso, como salpicaduras.
Zuleijá hizo un lío con todo aquello que podía considerar suyo: algo de ropa de verano y de invierno; un par de mudas de ropa de cama, mantas y almohadas; algunas piezas de vajilla y otros utensilios de cocina; unos pocos objetos a los que tenía especial cariño: unas servilletas que había bordado ella misma, los viejos juguetes de terracota de Yuzuf: el muñeco que había perdido definitivamente las extremidades, el pez al que faltaban las aletas y la cola. Dejó en el hospital las marmitas de hierro fundido que utilizaba para hervir las vendas: el nuevo doctor las necesitaría. También se abstuvo de llevarse el ruidoso reloj de pared con la inscripción irregular hecha con un punzón calentado al rojo vivo «De los vecinos de Semruk para nuestro querido doctor en el día de su setenta cumpleaños»: no se lo habían regalado a ella, así que ella no era quien para llevárselo.
Tampoco Leibe había cargado con el reloj. De hecho, apenas se había llevado nada. Marchó con la muda de ropa puesta y la vieja maleta, medio vacía, en la que a duras penas se adivinaban los perfiles de lo que había sido una cruz roja.
La despedida fue discreta, apenas cruzaron palabra. Zuleijá, de pie en medio de la isba, con las manos cruzadas colgando ante su cuerpo, no sabía qué hacer ni qué decir. Wolf Kárlovich se aproximó, le tomó una mano y se inclinó para besarla con sus labios secos. Zuleijá advirtió cuánto había raleado la corona plateada otrora poblada y cómo la piel de su cráneo, antes tierna y rosada, se había ido ennegreciendo a medida que la cubrían grandes manchas pardas y grises.
Yuzuf acompañó a Leibe hasta el muelle, pero ella prefirió quedarse en casa. Comenzó a recoger sus pertenencias enseguida. Le habían propuesto quedarse a vivir en el hospital con el nuevo doctor. Incluso le prometieron que separarían con tabiques una porción de la isba y le fabricarían un aseo en condiciones. Pero ella rehusó el ofrecimiento. Había tomado la decisión de volver a los barracones.
Ahora ya no eran barracones en sentido estricto. De hecho, los llamaban «residencias colectivas». Por medio de tabiques, el interior había sido dividido en pequeñas habitaciones en las que instalaban a no más de seis u ocho personas. Se continuaba durmiendo en literas, pero ahora se contaba con verdaderos colchones, mantas y almohadas, y algunas de ellas tenían hasta cubrecamas de flores bordadas con punto de cruz. En estas residencias sólo vivían los novatos (de los que últimamente llegaban muy pocos) y aquellos que por su talante indolente o por ser lisa y llanamente perezosos, no habían sabido hacerse con una casita y una huerta propias. Tan sólo la inquietaba el hecho de que pronto la separarían de su hijo, porque Yuzuf cumpliría dieciséis en verano y ya le habían adjudicado una plaza en la residencia colectiva destinada a los hombres.
Yuzuf llevaba ya cuatro años trabajando en la brigada de los pintores. La producción artística seguía siendo la misma: cuadros que representaban a trabajadores de los campos, trabajadores destacados de la industria forestal, activistas del frente agrícola, jóvenes comunistas del Komsomol, pioneros y, a veces, también gimnastas. Unos años atrás, en la empresa que hacía las compras de las piezas de arte se percataron de que había ocurrido un cambio bastante drástico en el estilo de los pintores de Semruk, pero no le concedieron a ello mayor importancia, dado que, como antes, los campesinos tenían los rostros bien redondos, los gimnastas rebosaban energía y los niños sonreían. Las obras salidas de las manos de la brigada de pintores de Semruk continuaban teniendo demanda.
En su tiempo libre, por la noche, Yuzuf se dedicaba a pintar cuadros que guardaba para sí. Esos cuadros Zuleijá no los comprendía: líneas bruscas, colores demenciales, una maraña de figuras extrañas y, en ocasiones, horribles. Los leñadores y los pioneros la complacían mucho más. Yuzuf nunca pintó a su madre.
Hablaban poco entre ellos. Zuleijá sentía que su hijo echaba de menos sus charlas con Isabella (murió en 1943, en cuanto se supo del levantamiento del sitio de Leningrado) y Konstantín Arnóldovich (apenas sobrevivió un año a su mujer). Veía que Yuzuf echaba también en falta a Iliá Petróvich (de él nunca se recibieron noticias: fue marcharse al frente y desaparecer como por ensalmo). Y el día anterior le había parecido que su hijo se había llevado un gran disgusto con la marcha de Leibe, por mucho que nunca mantuvieran una relación estrecha.
A pesar de que Zuleijá no podía reemplazar a ninguno de sus amigos, sentía que su hijo la necesitaba cada vez más. La pérdida de las personas que le habían sido tan queridas provocaba que vertiera sobre su madre todo el calor de su joven corazón. Necesitaba hablar, formular preguntas y recibir respuestas, debatir, argumentar, interrumpir, atacar, defenderse, e incluso pelear, pero su madre sólo era capaz de callar, prestarle oídos y acariciarle la cabeza. Y como Zuleijá sólo callaba, prestaba oídos y le acariciaba la cabeza, él acababa por enfadarse y echaba a correr. Al rato volvía arrepentido, con aire culpable, cariñoso. La apretaba entre sus brazos con tal fuerza que los huesos de Zuleijá crujían (su hijo le sacaba una cabeza y tenía una fuerza superior a la habitual para sus años), mientras ella permanecía en silencio acariciándole la cabeza. Y ésa era la vida que llevaban.
La lucecita en el portal de la isba del comandante había dejado de convocarla por las noches. Probablemente, Ignatov fumaba ahora dentro de casa.
Esa barca Yuzuf no la había robado, no. Era suya de pleno derecho. Cuando el pelirrojo Luka aún vivía, Yuzuf solía ayudarlo con la barca. Juntos calafateaban las grietas con estopa y trapos viejos, la cubrían con una capa de brea. Después la mojaban y volvían a secarla para cubrirla otra vez con brea. A cambio, el viejo solía llevárselo de pesca algunas noches. Él se ocupaba de pescar con la caña, mientras Yuzuf observaba y aprendía. El Angará se transformaba de noche. Se tornaba calmo, silencioso. Las olas salpicaban suave, dulcemente, al chocar contra el casco; el cielo sembrado de estrellas se reflejaba en el agua oscura como en un espejo. La barca navegaba, balanceándose ligeramente, entre las dos bóvedas celestes, justo en medio del mundo. Yuzuf intentaba dibujar por la mañana lo que había visto en la noche, pero el resultado nunca lo satisfacía.
«El día que yo muera, esta barca será tuya, hijito», le dijo Luka un día. Murió la primavera siguiente. La noche misma en que sus amigos lo velaban, Yuzuf salió de la pequeña isba, bajó hasta la orilla, echó la barca al agua y la condujo hasta un lejano recodo. Allí la escondió entre unos arbustos, bajo un peñasco, atándola a una gruesa raíz de abeto y dejando el casco bien calado de agua para evitar que se resecara. Exactamente como le había enseñado el viejo Luka.
Yuzuf necesitaba la barca, porque había decidido darse a la fuga.
En los diarios que colgaban en la valla de propaganda solían aparecer breves notas y a veces artículos enteros que hablaban de fugas protagonizadas por presos que escapaban de cárceles o colonias de trabajo. Todas esas fugas acababan de la misma manera. A saber, con la captura de los fugados y los severos castigos que les infligían.
Pero Yuzuf sabía que a él no lo capturarían.
Lo mejor, por supuesto, habría sido darse a la fuga en verano. Bajar por el Angará hasta el Yeniséi, y de ahí seguir hasta Maklakovo, que estaba a tiro de piedra. Desde allá, haciendo dedo, llegaría a Krasnoyarsk, donde tomaría un tren al Oeste, dejaría atrás los Urales, pasaría de largo Moscú y llegaría a Leningrado. De la estación iría directamente al muelle Universitétskaya, al largo y austero edificio con columnas de tonos ocres y cubiertas de polvo y dos adustas esfinges de granito rosa guardando la puerta principal: el instituto de pintura, el célebre Instituto Repin, la Répinka, el alma mater de Ikónikov. Llegaría justo a tiempo para presentarse a las pruebas de ingreso y llevaría consigo un par de cuadros (elegiría aquellos que más habrían complacido a Iliá Petróvich) y una carpeta con estudios hechos a lápiz.
Yuzuf tenía la certeza absoluta de que sería admitido.
En cuanto al alojamiento, podría quedarse a vivir en el propio instituto, en cualquier rinconcito que le dieran, ya fuera la garita del portero, el almacén o la caseta del perro. E incluso podría ayudar en la limpieza del patio y así ganarse la cama. En caso de máxima emergencia, se guardaba aún otra carta: en un escondrijo a salvo de la mirada de su madre, Yuzuf tenía un papel blanquísimo doblado en cuatro en el que Konstantín Arnóldovich había escrito unas pocas frases con descuidada caligrafía. En ellas Sumlinski se dirigía a cierta Ólenka, a la que enviaba «saludos distantes» y rogaba que, en honor de los años juveniles que habían compartido, brindara cobijo al «joven portador de la presente». La dirección, escrita en la parte superior del folio, contenía palabras que alumbraban como un faro seductor y hacían que Yuzuf contuviera el aliento al leerlas: «Muelle del río Fontanka». La carta no llevaba firma. «Ella lo comprenderá todo», le dijo Konstantín Arnóldovich al entregársela. Fue un mes antes de su muerte.
Yuzuf no tenía dinero para el viaje. Le habían contado que si le sonreía la suerte podía hacer el viaje en un mes o mes y medio subiendo de polizón a vagones de mercancías.
Yuzuf sabía que él tendría suerte.
Tampoco poseía documentos de identidad. Los certificados de nacimiento de los niños alumbrados en Semruk se guardaban en la caja fuerte de la comandancia. Yuzuf cumpliría pronto los dieciséis años, pero eso no significaba que le fueran a dar un pasaporte. De hecho, la mayoría de vecinos de Semruk carecían de pasaporte. Simplemente, no lo necesitaban. Pero el pasaporte daba igual. Lo importante era llegar hasta Leningrado, patearse la ciudad hasta encontrar el río Nevá, entrar al edificio bajo la aprobadora mirada de los ojos entornados de las esfinges, subir las escaleras como un bólido e irrumpir en la sala donde estuvieran recibiendo los miembros de la comisión de admisión y colocarles delante sus obras: «¡Aquí me tenéis! ¡Juzgad mi trabajo! Roi ou rien». ¡El pasaporte no le hacía ninguna falta!
Yuzuf llevaba largo tiempo acariciando la idea de escapar de allí, pero un acontecimiento ocurrido dos meses atrás, un suceso que lo espoleó como un latigazo dado con una fusta mojada, hizo que todos sus deseos y todas sus ideas se concentraran en una sola pasión: la fuga.
Ese día, Mitrich, un viejo oficinista que realizaba todo un ramillete de funciones en Semruk, secretario, escribano, archivista y hasta cartero, llamó a Yuzuf en la calle.
—Tengo una carta para ti —le dijo sonriendo con un aire sorprendido y amable. Después rebuscó durante un rato insoportablemente largo en la saca de lona que usaba para transportar los periódicos hasta que extrajo por fin un triángulo de papel que alguna vez fue blanco, pero ahora estaba sucio, marcado por los innumerables dedos por los que había pasado, un poco arrugado en las puntas—. ¡La de tiempo que debe de llevar esta carta viajando hasta aquí desde el frente! —reflexionó en voz alta, dándole vueltas entre los dedos al sobre lleno de sellos redondos y ovalados. Y añadió—: Por lo menos un año.
Finalmente, entregó la carta a Yuzuf, pero, en lugar de apartarse, se quedó allí parado mirándolo fijamente con las cejas enarcadas en señal de atención. Yuzuf, no obstante, no quiso abrir la carta en su presencia. Le dio las gracias y corrió a la taiga, a recogerse en lo alto de un peñasco, lejos de todos. Mientras corría lo dominaban toda suerte de pensamientos. El corazón quería salírsele del pecho. El triángulo de papel le ardía en la mano, le quemaba los dedos…
Corrió sobre los cantos rodados hasta alcanzar la piedra rosada. Tragó saliva y abrió las manos sudorosas.
«Región de Krasnoyarsk. Distrito Yeniseisk norte. Colonia de trabajo Semruk del Angará. Para Yuzuf Valíyev».
Lo abrió con cuidado para no romperlo. La carta no contenía palabra alguna. En el centro del folio se alzaba la torre Eiffel, derecha como un cirio. Estaba pintada a lápiz y tinta china. En una esquina se leía en letra menuda: «Campo de Marte, junio de 1945». (El censor había tachado la palabra «París» con un rayón negro, pero había dejado «Campo de Marte» y la fecha). Eso era todo.
Yuzuf dobló el dibujo como pudo —de repente sus dedos se negaban a obedecerlo— y lo guardó bajo la camisa. Aún permaneció un largo rato sentado en el mismo lugar con la vista perdida en el Angará, flanqueado por la verde espesura de la taiga y aplastado por un cielo plano como una palangana.
La decisión estaba tomada: se fugaría de Semruk. Sabía que se fugaría de Semruk. Y, de hecho, se habría fugado ese mismo día, inmediatamente. Sólo una cosa lo retenía: su madre. Desde que abandonó la brigada de cazadores, Zuleijá siempre se sentía cansada, irremediablemente fatigada. De repente, se volvió más frágil, envejeció. Y después de la marcha del doctor su desconcierto era total. Se comportaba como una niña. Miraba a Yuzuf como asustada, con los ojos como platos. Abandonarla en ese estado resultaba imposible. Tan imposible como a él le resultaba permanecer en Semruk.
Yuzuf guardó la carta de Ikónikov en el mismo escondrijo donde guardaba la de Sumlinski. Y a veces le parecía que su corazón no latía en su pecho, sino en la fría y oscura hendidura donde reposaban, apretadas una contra la otra, las dos cartas escritas por personas a quienes quiso tanto.
Yuzuf no sabía qué hacer con su madre. Probablemente, eso era lo único que no sabía.
¡Buen trabajo! Las cosas están recogidas, los hatos anudados. Mañana se trasladarán a la residencia de trabajadores. Mañana Zuleijá y Yuzuf dormirán en camas distintas. A la espera de la mudanza, esta bonita mañana de domingo Zuleijá puede quedarse un rato a solas en la casa tranquila y vacía, despedirse de ella. Zuleijá va y viene por la isba asegurándose de que no se deja nada. Mira tras la puerta y detrás de la estufa. Revisa armarios, bancos, alféizares.
Un tablón del suelo cruje de una manera extraña. Es el último, justo debajo de la ventana. Debajo de un tablón como ése hace cien años, o tal vez en sueños, Zuleijá y Murtazá escondían de la Horda Roja los alimentos. Zuleijá presiona nuevamente el tablón con el pie. El gemido que emite parece producido por una voz humana. La mujer se acuclilla sonriendo, mete los dedos en la hendidura que lo separa del tablón contiguo y tira de él. La madera cede, se levanta. El rectángulo oscuro que se descubre bajo el tablón huele a frío y a tierra húmeda. Mete la mano, hurga en el hueco y encuentra un pequeño y ligero envoltorio de trapo. Deshace los nudos que lo mantienen unido, aparta los viejos trapos, los trozos de corteza de abedul. Dentro hay dos folios de papel muy distintos: uno es blanco como la nieve; el otro está sucio, amarillento. Después de tanto tiempo guardados juntos, se han pegado uno al otro, están como apelmazados. Zuleijá los separa, los despliega. No es capaz de leer el texto de la primera carta, ni sabe qué diabólica construcción está dibujada en la segunda. Lo único que tiene claro es que Yuzuf ha escondido de ella esos trozos de papel y que ese secreto que su hijo guarda es tan grande que lo oculta hasta de su propia madre. O tal vez la haya querido proteger de él, hurtárselo por un tiempo. Las letras pequeñas como cuentas de vidrio acabadas en virgulillas que parecen hilos agitados por el viento y el fino esqueleto de la torre que recuerda vagamente un minarete, claman algo a gritos, llaman con insistencia.
El corazón pega un salto dentro de su pecho. Acaba de comprender que su hijo ha decidido fugarse.
Zuleijá permanece unos minutos sentada, inmóvil, con los folios estrujados en su puño pegado contra el pecho. Después se levanta y echa a correr en dirección al club. No sabe cómo ha corrido. Le parece que ha hecho el trayecto volando o de un salto. Tira de la puerta con rabia. Como siempre, Yuzuf está de pie frente al caballete.
—¿Por qué andas descalza, mamá? —pregunta al verla.
—¡Tú! Tú… —le espeta ella ahogándose, y le arroja a la cara las cartas arrugadas, como si fueran proyectiles.
Él se inclina, las recoge del suelo, las alisa lentamente contra su pecho y se las guarda en el bolsillo. No levanta la vista. Su rostro está demudado, pálido. Zuleijá comprende que ha acertado: su hijo ha decidido fugarse. Dejarla. Abandonarla.
Zuleijá grita algo, se arroja contra las paredes, agita los brazos. Sus puños se clavan en los lienzos, hacen añicos los marcos. Diversos objetos caen y ruedan por el suelo. Ella también cae. Se contorsiona, se revuelve, se retuerce como una culebra. Se contrae, sus gemidos parecen hundirse en su interior: «Me abandona, me abandona, me abandona…». Comprende, de repente, que sus gemidos se dirigen hacia su hijo, que la está rodeando por todas partes. Su cuerpo, sus brazos, su rostro desfigurado por las muecas y bañado en llanto, la envuelven. Están tumbados los dos en el suelo, formando un único bulto, sujetos por un abrazo inextricable.
—¿Adónde? —gime Zuleijá con la cara hundida en el pecho de Yuzuf—. ¿Adónde vas a ir tú? Solo, indocumentado… Te cogerán…
—No me cogerán, mamá.
Ella se sujeta a él como si se estuviera ahogando.
—Te meterán en la cárcel…
—Nadie me va a meter en la cárcel.
—¿Y qué va a ser de mí?
A eso Yuzuf no responde. La abraza tan fuerte que le hace daño.
—Yo no sobreviviré a tu fuga —Zuleijá busca los ojos de su hijo—. Yo sin ti me muero, Yuzuf. Me muero en cuanto te alejes un solo paso.
El aliento húmedo de Yuzuf moja su cuello.
—Me muero, me muero, me muero, me muero… —repite ella, tozuda.
Él gime, se despega, se libera. Aparta las manos ávidas de su madre. Se zafa de su abrazo.
Zuleijá lo sigue.
—¡Yuzuf!
Quiere acariciar el cuello de su hijo, pero su mano agarrotada y sus dedos con las yemas rotas dejan arañazos rojos en su cuello, rascándolo como un peine. Lo sujeta del cuello de la camisa, se oye un crujido. Yuzuf sale del club a la carrera con el cuello de la camisa roto.
—¡Después de esto, ya no eres mi hijo! —le grita Zuleijá a la figura que se aleja—. ¡Ya no eres mi hijo!
Sus ojos no ven. Sus oídos no escuchan.
La abandona. La abandona.
Zuleijá se pone en pie y sale del club con paso vacilante. El viento le golpea en la cara. Las gaviotas graznan. El follaje susurra. Bajo sus pies se alternan la tierra, la hierba, las raíces, las piedras.
La abandona. La abandona.
El mundo fluye ante sus ojos, como una emanación. No distingue formas o líneas: sólo percibe colores que flotan, se marchan río abajo. De repente, en medio de la corriente surge una figura precisa, alta, oscura. Una cabeza que se alza orgullosa de los hombros; unos hombros anchos, viriles; brazos largos que casi llegan a las rodillas; el vestido azotado por el viento. «¿Tú aquí otra vez, vieja bruja?».
Zuleijá quiere empujar a la Vampira, agita los brazos en son de amenaza, pero cae sobre su pecho, abraza su cuerpo corpulento, que huele un poco a corteza de árbol y también un poco a tierra fresca. Hunde la cara en algo que a la vez es cálido, espeso, nervudo, vivo. Siente unos brazos fuertes que la sujetan por la espalda, la nuca, la rodean por todas partes. Las lágrimas inundan su garganta, ahogándola. Zuleijá solloza larga, dulcemente, apretada contra el pecho de su suegra. Las lágrimas fluyen en tal abundancia que cabría pensar que no brotan de los ojos, sino del fondo del corazón y que éste las impulsa hacia arriba con su golpear rítmico y pertinaz. Unos minutos, tal vez unas horas más tarde, después de haber llorado todo lo que no lloró en años, Zuleijá recupera la calma. Su respiración todavía es agitada, su pecho sigue inflamándose con un temblor, pero la fatiga que tanto lleva esperando se va apoderando de su cuerpo, aliviándolo.
—Dime una cosa, madre… —pregunta sin abrir los ojos, sin aflojar el abrazo, como si temiera perderla, murmurando con los labios junto al hombro huesudo de su suegra o las arrugas que nacen en la base de su cuello—. Siempre he querido preguntarte por qué te internaste en el urmán aquella vez, en tu juventud…
El pecho ancho y recio de la suegra se inflama y se desinfla en un hondo suspiro:
—De eso hace mucho tiempo y yo era una chica muy tonta… Salí a buscar a la muerte para que me librara de un amor desgraciado. Me metí en el urmán, pero no encontré a la muerte: no estaba allí.
Zuleijá se aparta, perpleja. Quiere mirar a su suegra a los ojos. El rostro de la anciana es de color marrón oscuro y está surcado por grandes y tortuosas arrugas. Y no es un rostro en verdad: es la corteza de un árbol. Zuleijá está apretando entre sus brazos el viejo tronco de un alerce. Un tronco inmenso, inabarcable, cubierto de plateados hilos de resina. Las raíces se hunden en la tierra; las largas ramas miran hacia arriba, hiriendo la bóveda celeste. Los primeros brotes de la primavera, las primeras agujas, cubren las ramas con un leve brillo esmeralda. Zuleijá se sacude de la cara los trozos de corteza y las agujas y echa a andar con paso incierto por la taiga de vuelta a Semruk.
Hace mucho tiempo que Ignatov tiene claro que será destituido. Desde aquel suceso en 1942, cuando se negó a ser parte de una conjura, la actitud de Kuznets hacía él se ha enfriado perceptiblemente. Ya apenas viene a Semruk, y se contenta con mandar a alguno de sus hombres fuertes a inspeccionar la colonia. Ya nunca han vuelto a «pasar el rato» juntos. Entretanto, Kuznets ha llegado muy alto, hasta el rango de coronel, y no se molesta en ocultar su animadversión hacia Ignatov, cuyo expediente, desde entonces, acumula dos sanciones disciplinarias. La tercera sanción entrañará su cese inmediato.
Ignatov, a la sazón teniente (un ascenso que no debe a su entrega al servicio, sino a una reevaluación de los suboficiales del NKVD que supuso el ascenso automático de todos ellos), ha cumplido cuarenta y seis años unos meses antes. Ha pasado dieciséis de ellos en Semruk. Todavía no es un hombre viejo, pero ya tiene el cabello cano y cojea. Su semblante es sombrío y su carácter taciturno. Vive solo.
La llegada de Gorelov en la barca matinal y la desmedida insolencia que demostró (el muy perro no ha podido aguantarse y ha venido enseguida a disfrutar de su poder, a saborear su victoria sin prisas) sólo puede significar una cosa: la destitución de Ignatov. Tal vez se produzca ese mismo día.
Ignatov coge la camisa de uniforme del respaldo de la silla y se aplica a cepillar el fino tejido. «Si me vais a echar, cabrones, me tendréis que echar vestido con mis mejores galas». En los últimos tiempos, Ignatov solía vestir de civil, de ahí que su uniforme pareciera prácticamente nuevo y se limpiara con facilidad. La guerrera, los pantalones de montar, la gorra: todo parecía de estreno, resplandecía, emanaba frescura, rebosaba elegancia en el clavo donde estaba colgado, justo en medio de la pared. Ignatov coloca debajo, en el suelo, las botas abrillantadas con cera y el conjunto queda completo: es como si le hubieran sacado el aire a Ignatov y lo hubieran colgado a la vista de todos: «Aquí lo tenéis, admirad a vuestro comandante».
Lo más terrible es que él ya no quiere marcharse. ¿Cómo ha podido ocurrir que en esos años viviendo allí haya acabado sintiendo apego por esa tierra dura y hostil? ¿Apegado a ese río peligroso, pérfido e inconstante con sus mil olores y sus mil tonalidades distintas? ¿A ese urmán infinito que se pierde en el horizonte? ¿A ese cielo gélido que arroja nieve en verano y en el que brilla el sol en invierno? ¿Cómo puede haberle cogido apego, caray, a esa gente a menudo hosca, grosera, fea, mal vestida, dominada por la nostalgia de los lugares de donde habían venido y, en ocasiones, patética, extraña, incomprensible? A esa gente tan diversa.
Ignatov se imagina el viaje de vuelta a casa: el traqueteo del coche de segunda clase, mientras observa por la ventanilla opaca la sucesión de paisajes monótonos; la llegada al andén de la estación de Kazán, embrutecido por el largo viaje; las desiertas calles nocturnas… ¿Adónde dirigirá sus pasos? ¿A quién irá a ver? Mishka Bakíyev no está ya entre los vivos; sus pasajeras pasiones de juventud —Ilona, Nastasia— llevarán años casadas; sus antiguos subordinados —Prokopenko, Slavutski y demás— se habrán olvidado de él… Kazán ya no forma parte de su vida. Semruk, sí.
Ignatov empieza a hacer el equipaje. Aunque, bien pensado, ¿qué equipaje? La muda de ropa de civil la lleva puesta ahora mismo. La vista desde la ventana no puede uno enrollarla y llevársela como un cuadro. O meterla en una maleta. No tiene nada más que llevarse. No ha acumulado bienes. De hecho, ni maleta tiene. Se marchará de Semruk de vacío, igual que llegó. También tiene el alma vacía, como si se lo hubieran quitado todo.
Por ocupar en algo las manos, decide poner orden en los documentos. Es lo mismo que hizo Mishka Bakíyev aquella vez: revolver papeles. Y ahora le ha llegado la hora a Ignatov. Abre la enorme caja fuerte. Un mueble de acero que guarda en su vientre partido en cinco gélidos y hondos compartimentos toda la historia de Semruk: sus niños y sus adultos, sus viejos y sus novatos, sus vivos y sus muertos, su vida privada y su vida laboral, sus sueños, sus crímenes, sus desgracias y sus éxitos, sus castigos, las fechas de sus nacimientos y sus fallecimientos, sus enfermedades, los planes de producción y los resultados obtenidos. Todo eso está contenido allí, bien sellado y bien cosido, debidamente catalogado y repartido en montones, carpetas y cajas, eficazmente sujeto con cuerdas, apretado por presillas, impregnado del olor del hierro y la tinta. Ignatov repasa los pasaportes (en cierto momento a algunos de los deportados se les expidieron pasaportes, pero los dejaron bajo la custodia del comandante, «por si las moscas»), los certificados de nacimiento (todos hechos por el propio Ignatov, desde el primero hasta el último), las fotografías, las listas de cada partida de deportados, las declaraciones, las denuncias, los informes personales, las solicitudes, las cartas interceptadas por la censura que nunca llegaron a sus destinatarios y permanecerán guardadas en los expedientes de sus remitentes por los siglos de los siglos…
Personas, personas y más personas: centenares de personas se yerguen ante de él. Es él quien sale a recibirlos cuando llegan a este confín del mundo. Él, quien los manda a la taiga, los atormenta con trabajos inhumanos; los obliga con mano de hierro a cumplir el plan, los maltrata, los asusta, les impone castigos. También es él quien hizo construirles casas, se deja la piel para proveerlos de alimento y medicinas, los defiende de las arbitrariedades del centro. Los mantiene a salvo. Y ellos lo mantienen a salvo a él.
Un objeto aplanado, oscuro, ha caído a una esquina del compartimento inferior. Ignatov se agacha, estira el brazo y lo alcanza. Es la carpeta marcada con la leyenda EXPEDIENTE, otrora gris y ahora de color pardo y llena de descoloridos sellos redondos o cuadrados. Ignatov la abre, sin cambiar de posición. Las hojas finas y olorosas a polvo están llenas de frases escritas a lápiz o carbón. Algunos nombres aparecen rodeados con un trazo grueso. En una hay un nombre escrito en una esquina en trazo diagonal: Yuzuf. Unas agujas rojizas, seguramente de abeto, se adhieren al papel.
Llaman a la puerta. «No me ha dado tiempo a vestirme», piensa, ya tarde. Sí que se han dado prisa. Ignatov arroja la carpeta al interior de la caja fuerte, la cierra y se pone de pie en un salto. Se sitúa en el centro de la pieza con las manos sujetas a la espalda y desde allí pronuncia con voz firme:
—Adelante.
La puerta se abre. Es Zuleijá.
Entra lentamente. Está pálida y demacrada. Lleva un pañuelo en la cabeza que le cubre hasta las cejas. Se detiene a unos pasos de él y levanta la mirada —los ojos llorosos, los párpados enrojecidos—, pero la baja enseguida. El viento sopla al otro lado de la ventana abierta. Desde el bosque llega el murmullo de los pinos. Permanecen unos instantes de pie, en silencio.
—¿Te trae algún asunto en concreto? —pregunta él por fin.
Ella asiente. Con el tiempo, la piel de Zuleijá se ha tornado amarillenta, del color de la cera, despidiéndose del pálido blanco de antaño. Una red de finas arrugas surca sus mejillas, pero las pestañas continúan siendo tan espesas como antes.
—Deja marchar a mi hijo, Iván. Tiene que irse de aquí.
—¿Adónde?
—Quiere estudiar. Quiere estudiar en la ciudad. Esto aquí, esta vida que llevamos, Iván, no es vida para él.
Ignatov cierra los puños detrás de la espalda.
—¿Sin pasaporte? Y aun si tuviera uno, estaría marcado en la casilla diez, la que designa a los «hijos de kulaks». ¿Quién va a matricular a alguien con esos antecedentes?
Zuleijá baja aún más la cabeza, como si quisiera mirar a alguien situado debajo de ella, bajos sus pies. Ello hace que parezca aún más pequeña.
—Déjalo marchar, Iván. Yo sé que tú tienes el poder de hacerlo. Nunca antes te he pedido nada.
—¡Pues yo sí que te he pedido algo a ti muchas veces! —Ignatov le da la espalda y se acerca a la ventana. Ahora el viento le acaricia la cara—. Tantas, que ya he perdido la cuenta…
La cama gime. Es un gemido prolongado, hondo. Zuleijá se ha sentado en el borde, con las manos entre las rodillas y la cabeza colgando sobre el pecho. Sólo se le ve la coronilla.
—Puedes tomar ahora lo que pedías antes. Si lo sigues queriendo.
Ignatov observa la superficie del Angará, lisa como una sábana y apenas erizada de espuma.
—No es esto lo que yo quería, Zuleijá. No es así como lo quería.
—Yo tampoco quería esto. Pero mi hijo no es culpable…
El rectángulo marrón que tan bien conoce aparece de repente detrás de un recodo del río. Es la barca de Kuznets. ¡Fíjate, ha venido en persona! Eso sólo puede significar una cosa: su destitución.
—Márchate, Zuleijá —le dice observando cómo la barca se aproxima al muelle.
Se abotona la guerrera (ha decidido que no se pondrá el uniforme de reglamento, porque sería mostrar un respeto desmedido). Se alisa el cabello ralo. Cuando se da la vuelta, Zuleijá ya ha abandonado la habitación.
Nada más entrar y ver a Ignatov con gesto adusto de pie frente a la ventana y el uniforme limpio colgado del clavo, Kuznets lo tuvo todo claro.
—Me esperabas —le dijo.
No perdió tiempo con palabras inútiles. Abrió la cartera y puso el documento en la mesa. A su lado, colocó después una botella de licor (era un frasco aplanado con una etiqueta de colores brillantes: lo más probable era que fuese uno de los trofeos de guerra traídos de Europa). Ignatov ignoró la botella, pero el documento sí lo tomó entre las manos y lo ojeó rápidamente: destituir de la ocupación actual… degradarlo por haberse desacreditado como miembro de los órganos, lo que le hace indigno del rango de teniente… relegarlo al servicio en la reserva dada su falta de idoneidad para el servicio activo…
Kuznets desenroscó con dificultad el tapón de la botella (¡sí que sabían hacer bien las cosas estos imperialistas!) mientras examinaba la isba.
—¿Dónde has metido los vasos? —preguntó.
Ignatov plegó el documento con los dedos helados y se lo guardó en el bolsillo.
—¿Por qué me echáis del NKVD? —preguntó—. Vale que me eches de la comandancia, eso puedo entenderlo. Pero ¿por qué también del NKVD?
Harto de esperar los vasos, Kuznets arrojó el tapón al suelo y le ofreció la botella a Ignatov: «¿Quieres?». Al no obtener respuesta, se la llevó a la boca. El chorro de alcohol entró por sus fauces abiertas con la precisión de una bayoneta. Tras beberse un buen tercio del contenido, rugió, gimió, sacudió la cabeza que se iba quedando calva.
—Porque no te necesito en el NKVD, Vania. Ni te necesito aquí, ni en ningún otro lugar.
Qué hijo de perra.
Ignatov miró su cara mofletuda, que había enrojecido en un instante, sus bigotes grises, que le colgaban sobre los labios como a los ancianos, la piel que se le descolgaba del mentón romano, formando pliegues sobre su cuello. Coger esa botella ahora mismo y estampársela en la cabeza, propinarle un puñetazo en la jeta y otro en el estómago… Pero en su pecho ya no quedaba nada de la fría rabia de antaño, de la desesperación. Estaba vacío.
—No tengo adónde ir, Zina.
—Pues quédate —le dijo tranquilamente el otro—. Ahora tenemos prohibido aceptar trabajadores libres, pero a ti te buscaremos algo, en el bosque hay trabajo de sobra. Hay muchas casas vacías. Métete en la que quieras y vive tu vida. Búscate a una mujer que te acompañe en la vejez.
—Y vas a poner a Gorelov en mi lugar, ¿es eso, no?
Kuznets atacó la botella de nuevo. Bebió un buen trago. Después se pasó la mano por el pecho, como si quisiera acompañar el líquido derramado en su interior: de la garganta al pecho, del pecho al estómago.
—Es un hombre de la casa y sabrá arreglárselas bien —afirmó, y dejó escapar un suspiro ruidoso y fétido.
Ignatov miró por la ventana con aire ausente.
—Los matará a todos, el cabrón —dijo.
—¡Impondrá disciplina! —exclamó Kuznets, y alzó un dedo grueso guiñándole un ojo a la vez—. A ti no te tocará, no temas. Por la vieja amistad que nos unió, me ocuparé de ello personalmente.
Se echó al gaznate el resto del licor y dejó la botella en la mesa. Después se levantó con tal ímpetu que la silla rodó por los suelos:
—Andando, Ignatov. Tienes cinco minutos para recoger tus cosas y entregar a Gorelov la comandancia —dijo, y salió sin despedirse.
Ignatov vio por la ventana a Gorelov, que esperaba solícito a Kuznets en el portal (¿habría estado escuchando la conversación, el muy perro?) y ahora servía de apoyo a su jefe ebrio, sujetándolo del grueso talle para ayudarlo a bajar por el sendero que conducía al muelle.
Ignatov abrió la caja fuerte y extrajo un certificado de nacimiento de la carpeta donde se guardaban. Pertenecía a Yuzuf Valíyev, nacido en 1930. Arrojó el papel a la negra y fría boca de la estufa. Encendió una cerilla y la arrojó dentro también. El papel ardió deprisa, quemado por un fuego pequeño, de llama viva. Tras pensar un instante, arrojó también a la estufa la vieja carpeta gris.
Mientras las hojas se quemaban lentamente (sus esquinas se iban doblando antes de desaparecer entre las llamas color naranja que crepitaban en la estufa) Ignatov buscó un certificado de nacimiento nuevo, mojó la pluma en el tintero y escribió: «Iósif Ignatov, nacido en 1930. Madre: Zuleijá Valíyeva, campesina. Padre: Iván Ignatov, soldado del Ejército Rojo».
Tras ponerle el sello, se guardó el documento en el bolsillo. Colocó las llaves de la comandancia en la mesa. Salió a la calle.
El uniforme impecable quedó colgando del clavo. Un rayo de sol se había posado sobre el borde carmesí de la gorra. En la estufa, los nombres olvidados hace ya tiempo se retorcían, se fundían, se convertían en ceniza negra. Y así se iban consumiendo, transformándose en un humo ligero que volaba chimenea arriba.
Zuleijá abre los ojos. El sol la golpea, la ciega, le corta la cabeza en pedazos. En torno a ella, un festival de rayos solares derrama chispas sobre los borrosos contornos de los árboles.
—¿Te encuentras mal? —pregunta Yuzuf inclinado sobre ella, escrutando su rostro—. ¿Quieres que me quede?
Los ojos de su hijo son grandísimos y de color verde oscuro. Son los ojos de su madre. Su hijo le ha tomado prestados los ojos para mirarla. Ella niega con la cabeza y tira de él hacia el bosque, hacia la espesura…
Cuando apareció Ignatov con el rostro demudado, aturdido, trayendo en el bolsillo el certificado de nacimiento de Yuzuf, el papel aún crujiente, oloroso a nuevo y a tinta fresca, Zuleijá se sintió desconcertada.
—Que se marche ya —declaró Ignatov—. Sin demora, ahora mismo.
Como una loca, Zuleijá se puso a reunir ropa y comida que darle a su hijo para el viaje.
Ignatov la sujetó de los hombros.
—No hay tiempo para eso —le dijo—. Que se vaya como está, que se marche con las manos vacías.
En el bolsillo derecho que sobresalía en la pechera de su chaqueta raída hasta más no poder y sujeta por botones desiguales, Yuzuf se metió las dos cartas que había guardado en el escondite secreto. En el bolsillo izquierdo guardó el certificado de nacimiento nuevecito y un grueso puñado de billetes de distintos colores que también le había dado Ignatov. Zuleijá nunca había visto tanto dinero junto en la vida. Eso fue todo lo que el muchacho se llevó consigo.
Ella no tuvo tiempo de darle las gracias a Ignatov. Se marchó deprisa, desapareció de improviso. Y Zuleijá y su hijo echaron a correr por el bosque, de camino al peñasco bajo el que esperaba escondida la vieja barca de Luka.
Tomaron los senderos que transcurrían por detrás de los patios de las casas, de los bancales cuidadosamente dibujados. Pasaron junto a la pequeña isba que albergaba el club, cuyos muros estaban cubiertos de hiedra y parecían haberse encogido, como si hubieran empequeñecido con el paso del tiempo. También dejaron atrás los campos del koljós, sus amplios terrenos en los que ya comenzaban a brotar tímidamente los primeros brotes verdes.
Nadie se percató de su desaparición. Tan sólo los cráneos consumidos, amarillentos y pardos, clavados a las estacas torcidas los siguieron con la mirada de sus cuencas vacías y negras. Uno de los cráneos, el más grande, el del oso, hacía tiempo que había caído al suelo y rodado hasta la maleza partiéndose en dos. Una avecilla con la cabecita roja se las había apañado para anidar en su interior y ahora, sentada sobre los huevos que había puesto, miraba inquieta en todas direcciones, despidiendo a las dos figuras humanas que caminaban deprisa hacia el urmán.
Yuzuf y Zuleijá ya llevan un buen rato avanzando a la carrera. Los viejos abetos extienden sus zarpas para pincharles los hombros, las mejillas, los brazos. El Chishmé silba, cruje, aúlla bajo sus pies. Las hierbas altas del Calvero redondo les propinan latigazos en las rodillas.
Zuleijá se detiene un instante para recuperar el aliento. Ahogada, se llena de aire los pulmones. La nariz y la garganta le arden debido a la carrera desaforada. Los arbustos, los troncos, el follaje desfilan delante de sus ojos. El verdor del bosque brilla con un tono esmeralda tan intenso que duele en los ojos, y se deja marcar aquí y allá por los rayos del sol que lo atraviesan. El suelo, bajo sus pies, es una maraña movediza en la que se mezclan las agujas de pino y el erizado filo de las piedras. Las raíces de los árboles se trenzan en complejos nudos que atrapan los zapatos. La cuesta de arcilla es empinada y cruel. Cada paso provoca dolor. Duelen los pies, duele la espalda, duele el pecho. Y del dolor no se libran tampoco la garganta y el estómago, los ojos, todo.
Yuzuf se para de nuevo, busca los ojos de su madre.
—Una palabra tuya y me quedo —dice.
Ella no tiene fuerzas para levantar la mirada. Y sin alzar la cabeza tira de su hijo, lo empuja. Adelante, más arriba.
Los troncos rojizos de los pinos resplandecen con una luz tan brillante que parece incandescente. Los cantos rodados cubiertos de musgo vacilan bajo sus pies, amenazando tirar a Zuleijá por los suelos. Las espinas de un arbusto frondoso, cual pequeños dientes, le rasgan el vestido. Ya llegan a la cumbre del peñasco. Y allá abajo está el Angará, coloreado de un azul cegador que hiere los ojos. Un pequeño sendero, apenas visible, seguramente sólo transitado por las bestias, baja hasta el río. Ése es el camino que ha de tomar Yuzuf.
—Mamá.
Yuzuf está de pie frente a su madre. Alto, desgarbado, culpable. Ella rehúye su mirada. «Márchate, hijo mío, no me inflijas más dolor aún».
—Mamá.
Yuzuf abre los brazos, quiere despedirse de su madre con un abrazo, pero ella lo frena adelantando las palmas de las manos: «¡No te acerques!». Él sujeta sus manos, las estrecha entre las suyas. Zuleijá se zafa y lo empuja hacia abajo. «Márchate. Vete deprisa. Huye ahora». Aprieta los dientes: contiene el dolor bien adentro para que no se desborde.
Yuzuf la mira unos instantes desolado, vencido. Después baja la mirada y echa a andar hacia el acantilado. Aún se detiene en el borde, antes de comenzar el descenso. Su madre se ha llevado la mano a la garganta y ha vuelto la cabeza. Yuzuf aspira con fuerza y comienza a bajar por el sendero escarpado, entre los cantos rodados, deslizándose por las piedras, volando. El Angará, allá abajo, lo espera con su abrazo azul. El cielo, allá arriba, se aleja cada vez más.
Ya abajo, Yuzuf se detiene junto a los arbustos que crecen en la orilla y encuentra la diminuta silueta en lo alto. Agita los brazos para llamar su atención. Su madre permanece inmóvil como un dolmen, como un árbol. El viento agita sus trenzas a medio deshacer. No parece que ella lo esté mirando.
El joven desaparece bajo el follaje verde que se extiende a lo largo de la ribera del río. Desata la barca y la empuja con el pie. La corriente se adueña de ella enseguida y la arrastra, impulsándola hacia delante. Yuzuf coloca los remos en los escálamos y se salpica la cara enfebrecida con el agua helada del río. Se da la vuelta y levanta la mano otra vez en dirección al promontorio distante. Como antes, su madre no reacciona. Sólo se aprecia cómo la brisa agita su vestido ajado.
Zuleijá no es capaz de seguir reteniendo el dolor en su interior y éste sale a raudales, lo inunda todo en derredor: el agua brillante del Angará, el verde malaquita que cubre riberas y colinas, el peñasco en el que está ella y la bóveda celeste surcada por la blanca espuma de las nubes. Las gaviotas cortan el aire con sus alas como navajas. Y eso duele. El viento doblega las hirsutas copas de los pinos. También duele. Los remos empuñados por Yuzuf se clavan en el río impulsando la barca hacia el horizonte, hacia el Yeniséi. Duele, igualmente. Mirarlo a él duele. Ay, si pudiera cerrar los ojos, quedarse a ciegas, no sentir nada, pero…
¿Es ése Yuzuf, allá en medio del Angará, subido a esa minúscula cáscara de nuez hecha de madera? Zuleijá aguza la vista, su aguda vista de cazadora. Hay un niño de pie en medio de la barca, un niño que agita la mano a modo de despedida. Sus cabellos oscuros están desordenados; las orejas van cada una por su lado, los bronceados brazos son finos, quebradizos; sus rodillas desnudas están cubiertas de oscuras costras. Yuzuf, con sus siete añitos de edad, se marcha de su lado, se está alejando de ella, se despide. Zuleijá lanza un grito, estira los brazos, abre las manos: «¡Hijo mío!». Y le dice adiós, agitando los brazos frenéticamente. Los agita con tanta fuerza, los agita tanto, los agita con tal furia, que parece que fuera a salir volando en cualquier momento… La barca se aleja, se va haciendo más pequeña. Y sus ojos ven al niño que navega en ella cada vez mejor, con mayor claridad, con mayor nitidez. Zuleijá no deja de decirle adiós con las manos hasta que el pálido rostro del niño desaparece detrás de un enorme peñasco. Y aún después sigue diciéndole adiós con la mano. Y sigue y sigue.
Pero acaba bajando los brazos por fin. Se anuda con fuerza el pañuelo bajo el mentón. Lo aprieta tanto que no se zafará. Da la espalda al Angará y abandona el peñasco.
Zuleijá vaga por el bosque, ignorante del transcurso del tiempo, del camino que sigue, cuidándose de respirar apenas para que no se agudice el dolor. Al llegar al Calvero redondo advierte la presencia de un hombre que camina a su encuentro. Es un hombre blanco y canoso que avanza cojeando, apoyado en un bastón. En ese mismo instante, Ignatov la ve y se paran los dos: él, en un extremo del calvero; ella, en el extremo opuesto.
Y entonces, de repente, Ignatov repara en cuánto ha envejecido, porque sus ojos ya no logran distinguir las arrugas que surcan el rostro de Zuleijá, ni sus cabellos canosos. Ella, por su parte, se percata de que el dolor que ha ido inundando el mundo no ha remitido, pero le ha concedido un respiro.