EL ENCUENTRO
El escondite está en un lugar seguro. Todo lo que Murtazá proyecta y después fabrica con sus propias manos es bueno y fuerte. Dura dos vidas.
Se levantan antes del amanecer. Toman un desayuno frío y parten bajo la luz de una luna medio transparente, cuando las últimas estrellas ceden su brillo a las primeras luces del alba. Cuando llega ya amanece, el cielo ha mudado su color negro por un azul intenso, y la blancura que cubría los árboles se ha llenado de luz y despide un brillo diamantino.
En el bosque reina el silencio propio de la primera hora de la mañana y la nieve que cruje bajo las botas de Murtazá suena a leche batida, y a las coles cuando Zuleijá las corta con la hachuela para ponerlas a marinar. El matrimonio avanza entre montículos de nieve endurecida que se alzan por encima de la rodilla. Se sirven de dos palas para, en una suerte de parihuela, llevar su preciada carga: sacos de granos de siembra cuidadosamente atados a los cabos de las palas con sogas. Los llevan con atención, evitando que las ramas puntiagudas o los trozos de madera puedan pinchar los sacos y romperlos. ¡Como uno de esos sacos se rompa, Zuleijá está perdida! Consumido por la tensa espera de la Horda Roja, Murtazá está completamente desquiciado y no le temblará la mano a la hora de matarla a hachazos, como hizo ayer con la vaca.
Enfrente, abriéndose paso entre los pinos revestidos de escarcha, se anuncia el azul de la mañana. Los abedules se van apartando, los minúsculos carámbanos tintineando en sus ramas, y un calvero cubierto por una lisa y espesa capa de nieve aparece ante ellos. Al advertir el tilo inclinado con la hendidura alargada hiriéndole el tronco y, a su lado, el tupido arbusto, un serbal helado, saben que han llegado a su destino.
Un carbonero está posado en la rama del tilo. Su pechuga es de un color azul celeste; sus ojos, dos perlas negras. No tiene miedo. Observa a Zuleijá y gorjea.
—¡Shamsiyá! —dice Zuleijá sonriendo y le tiende la mano abrigada con el grueso guante de piel.
—¡Atenta, mujer! —la regaña Murtazá y arroja un puñado de nieve al ave que se aparta levantando el vuelo—: Hemos venido a trabajar.
Zuleijá agarra la pala, asustada.
Juntos comienzan a palear la nieve bajo el tilo hasta que, poco a poco, comienzan a dibujarse los contornos de un montículo sombrío. Zuleijá se libera de los guantes y con sus manos desnudas, que pronto enrojecen de frío, limpia la nieve, alisándola sobre la superficie emergida. Bajo el frío de la nieve asoma de repente el frío de la piedra. Las uñas arrancan la nieve que rodea las hermosas palabras escritas en árabe, sus dedos tiemplan el hielo parapetado en el fondo de los trazos de tashkil con sus largas letras onduladas. Zuleijá no sabe leer, pero conoce muy bien la inscripción grabada en esa lápida: SHAMSIYÁ, HIJA DE MURTAZÁ VALÍYEV. Y una fecha: 1917.
Mientras Murtazá acaba de limpiar la tumba de su hija mayor, Zuleijá da un paso a la izquierda, se pone de rodillas y hurga en la nieve hasta encontrar otra tash y barrer con los codos la nieve que lo cubre. Los dedos petrificados acaban encontrando la piedra y siguiendo el trazo de las letras heladas: FIRUZA, HIJA DE MURTAZÁ VALÍYEV, 1920.
En la siguiente tash, otra inscripción: SABIDA, 1924.
Y otra más en el cuarto: JALIDA, 1926.
—¿Otra vez haciendo el vago?
Murtazá ya ha terminado de limpiar la primera tumba y apoyado sobre la pala fulmina a Zuleijá con la mirada. Sus pupilas son amarillas y frías, mientras que el blanco de sus ojos está coloreado de un granate turbio y oscuro. La arruga que hiende su frente se agita como un animalillo vivo.
—Ya las he saludado a todas —se explica Zuleijá bajando los ojos.
Cuatro lápidas grises mal alineadas la miran desde su escasa altura. Son pequeñas, tan largas como la altura de un niño de un año.
—¡Mejor harías si me ayudaras! —grazna Murtazá, y clava la pala con todas sus fuerzas en la tierra helada.
—¡Espera, por Alá! —exclama Zuleijá, y se arroja sobre la tumba de Shamsiyá apoyándose con las manos en ella.
Murtazá rezonga ruidosamente, molesto, pero deja descansar la pala en el suelo y espera.
—Perdónanos, zirat iyase, espíritu del cementerio. No teníamos intención de molestarte hasta la llegada de la primavera, pero nos hemos visto obligados a hacerlo —susurra Zuleijá a las letras redondeadas grabadas en la piedra—. Y perdóname tú también, hijita. Yo sé que no te enfadas, sé cuánto te alegra echar una mano a tus padres.
Zuleijá se levanta y hace un gesto de asentimiento con la cabeza que significa: «Ahora ya podemos empezar». Murtazá comienza a golpear la tierra en torno a la tumba, intentando clavar el filo de la pala en la ranura apenas perceptible, helada, que separa la piedra de la tierra. Zuleijá trabaja a la par hurgando con un palo en el hielo. La ranura crece, se va ensanchando y rindiendo poco a poco, hasta que es vencida por fin y después de un prolongado crujido se divisa una alargada caja de madera que despide un gélido vaho. Murtazá vierte en ella con cuidado el grano del color del sol que, sometido a las temperaturas heladas, tintinea como un puñado de monedas. Zuleijá pone las manos abiertas bajo los pesados chorros que forma el grano al caer en cascada.
Es trigo.
Aquí descansará el trigo, tumbado en este pesado ataúd de madera, entre Shamsiyá y Firuza. Aquí le tocará esperar la llegada de la primavera. Y cuando el aire huela de nuevo a bueno, cuando los prados se desnuden y calienten, le tocará tumbarse de nuevo en la tierra para entonces germinar y brotar en forma de verdes tallos que se alcen sobre la llanura.
La idea de esconder las provisiones en el cementerio de Yulbash fue de Murtazá. Al principio, Zuleijá tuvo miedo. ¿No sería pecado soliviantar la paz de los muertos? ¿No sería mejor acudir a pedirle autorización al venerable mulá? Y lo que era más preocupante aún, ¿no se ofendería el espíritu del cementerio? Pero acabó mostrando su conformidad. Estaba bien que las hijas echaran una mano en las cosas de casa. Y éstas lo hicieron de perlas: no es el primer invierno que guardan las reservas de sus padres hasta la llegada de la primavera.
La tapa de la caja se cierra de golpe. Murtazá cubre con paletadas de nieve la tumba profanada. Después anuda los sacos en torno a los mangos de las palas, se las echa a la espalda y toma el camino de vuelta al bosque.
Zuleijá cubre de nieve los sepulcros como si estuviera arropando a sus hijas para pasar la noche. Adiós, niñas mías. Si la predicción de la Vampira resulta vana, nos veremos de nuevo cuando llegue la primavera.
—Murtazá —le dice de repente a su marido en un suave susurro—: si algo me pasara alguna vez, ponme aquí junto a las niñas. Hay un sitio libre a la derecha de Jalida, fíjate. Y ya sabes que yo no necesito mucho espacio.
Su marido no se detiene a escucharla. Su espigada silueta aparece y desaparece entre los abedules. Zuleijá balbuce a las lápidas unas palabras de despedida del todo ininteligibles, mientras se enfunda los guantes en las manos heladas.
Otra vez gorjea el carbonero posado sobre una rama del tilo. La ágil avecilla de pecho azul ha vuelto a su sitio. Zuleijá, contenta, la saluda con la mano. «¡Sabía que eras tú, Shamsiyá!», le dice y echa a andar deprisa en pos de su marido.
El trineo avanza lentamente por el camino forestal. Sandugach resopla, cuidándose de que el potrillo no pierda el paso. Éste trota a su lado, loco de contento, ora hundiendo sus finas patas en los montones de nieve, ora metiendo el ganchudo morro en el costado de su madre. Hoy ha decidido seguirlos. Y es cosa de aplaudir porque así se va habituando a adentrarse en el bosque.
El sol no se eleva todavía hasta el mediodía y el trabajo ya está hecho. Gracias a Alá han podido pasar desapercibidos. Si no lo hace hoy, mañana la nieve fresca borrará sus huellas en el cementerio, como si nada hubiera ocurrido.
Zuleijá se ha sentado en el trineo como siempre, es decir, de espaldas a su marido. Percibe con la nuca cómo los pensamientos sombríos bullen en su mente. Confiaba en que una vez guardado el grano, Murtazá recuperaría la calma y la arruga que surca su frente, honda como el tajo dejado por un hachazo, se alisaría algo. Nada de eso ha sucedido. Al contrario, la arruga luce más profunda aún.
—Esta noche me marcharé al bosque —dice Murtazá sin dejar de mirar al frente, como si le hablara a la collera que lleva la yegua ceñida al cuello o a su tupida cola.
—¿Cómo que te marchas? —Zuleijá se da la vuelta y clava los ojos pesarosos en la inquebrantable espalda de su marido—. ¡Pero si ya estamos en enero!
—Vamos a ser muchos. No nos helaremos.
Murtazá nunca se ha marchado a los bosques antes. Otros hombres de la aldea sí lo hicieron en 1920 y 1924. Forman grupos y se esconden del nuevo poder en la espesura. Matan el ganado o se lo llevan consigo. Sus mujeres e hijos quedan solos en las casas a esperarlos y alimentan la esperanza de que regresen con vida. Y a veces regresan, sí, aunque lo habitual es que no lo hagan. Algunos mueren a manos de los soldados rojos; otros se pierden en el bosque y jamás se vuelve a saber de ellos…
—No me esperes antes de la primavera —continúa imperturbable Murtazá. Y añade—: Tú cuida de mi madre.
Zuleijá clava la vista en la piel de cordero mullida y porosa que ciñe las espaldas de su marido.
—Me llevaré la yegua —prosigue Murtazá, y chasquea la lengua. Sandugach, obediente, aprieta el paso—. Podéis comeros el potrillo.
El pequeño sigue a su madre, estirando graciosamente las patas hacia delante o hacia atrás, como jugueteando.
—Tu madre no lo soportará —avisa Zuleijá a la espalda de su marido—. Puedes estar seguro de ello.
La espalda guarda un hosco silencio. Los cascos de Sandugach golpean la nieve con un ruido rítmico y sordo. En algún rincón del bosque las urracas graznan en tono burlón. Murtazá se quita el peludo gorro y limpia la brillante superficie de su accidentado cráneo. Una nube de vapor apenas perceptible se levanta de la piel rosada y suave.
La discusión ha terminado. Zuleijá se da la vuelta y vuelve a quedar de espaldas a su marido. En toda su vida, nunca antes se ha quedado sola. ¿Quién le dirá qué hacer y qué está prohibido? ¿Quién la reñirá por el trabajo mal hecho? ¿Quién la defenderá de la Horda Roja? Y, por fin, ¿quién le proveerá de sustento? Y la Vampira, ¿qué? ¿Se habrá equivocado y ahora le tocará quedarse en casa con la nuera que desprecia, en lugar de hacerlo con el amado hijo? ¡Ay, Alá! ¿Qué es todo esto?
El canto los alcanza bruscamente, como una ráfaga de viento. Apenas un instante antes sólo oían el quejoso chirriar de los patines del trineo y ahora una firme voz masculina llena el aire de repente. Una voz bonita y profunda que proviene de algún rincón del bosque. Canta en ruso sobre una melodía desconocida. A Zuleijá le apetece escucharla, pero Murtazá espolea a la yegua, metiéndole prisa.
Pongamos la mano fuerte en el arado
Nadie nos hará libres,
ni un Dios, ni un héroe, ni un zar.
Sólo nuestra propia mano
la libertad nos va a dar.
Zuleijá entiende ruso bastante bien. Por eso comprende que la canción habla de cosas bonitas: la libertad, la salvación.
—Esconde las palas —le espeta Murtazá entre dientes.
Zuleijá enrolla a toda prisa las palas entre los sacos y las cubre con sus faldas.
La yegua trota a buen paso, pero se ve obligada a acompasarlo con el del potrillo y eso la frena más de la cuenta. La voz, entretanto, no deja de acercarse:
Pongamos la mano fuerte en el arado
con el que el pan nos ganamos.
Sólo el hierro que hemos forjado
nos dará nuestro jornal.
Zuleijá deduce que se trata de la canción de un hombre laborioso. Tal vez de un herrero o un fundidor. A estas alturas ya tiene claro que el dueño de esa voz sigue el mismo camino forestal que ellos y en cualquier momento les dará alcance. ¿Qué edad tendrá? Seguramente es un hombre joven, a juzgar por la fuerza y la esperanza que rezuma su voz.
Pongamos la mano fuerte en el arado
Ésta es nuestra última lucha,
nuestro combate final.
La raza humana ya escucha
la grandeza de la Internacional.
A lo lejos, entre los árboles, comienza a verse el bailoteo de las siluetas oscuras y veloces que se acercan. Un pequeño destacamento de caballería asoma por fin. Abre la marcha un hombre que cabalga derecho y ligero sobre la silla de montar. Se ve a la legua que no se trata de un herrero ni un fundidor. Es un guerrero. Cuando se acerca más, Zuleijá distingue los anchos galones de color verde sobre la guerrera gris y el casco de paño con la estrella roja que le cubre la cabeza. Un soldado de la Horda Roja. Y es él quien canta:
Pongamos la mano fuerte en el arado
Obreros y campesinos enfrente,
formamos el ejército del trabajo,
nuestra es la tierra por siempre:
¡de los parásitos, jamás!
Alá dotó de muy buena vista a Zuleijá. Ello le permite observar el rostro del hombre aun cuando lo baña la intensa luz del sol. Un rostro poco habitual en un soldado, pues es lampiño como el de una muchacha: no hay en él ni barba ni bigote. Bajo la visera del casco, los ojos parecen oscuros y los dientes blanquísimos dan la impresión de haber sido tallados en azúcar.
Pongamos la mano fuerte en el arado
Y si el trueno retumba un día
sobre la jauría de canes y verdugos,
aún brillará el sol para nosotros
y sus rayos nos librarán del yugo.
El soldado de la Horda Roja ya les ha dado alcance. Entorna los ojos cegados por el sol. Unas arruguillas corren desde el rabillo del ojo por debajo de las largas orejeras de la budionovka. Le sonríe a Zuleijá con desvergüenza. Ella baja los ojos, como corresponde a una mujer casada, hincando un poco más el mentón en el chal.
—¡Eh, buen hombre! ¿Falta mucho para llegar a Yulbash?
Sin apartar sus testarudos ojos de Zuleijá, el soldado de la Horda Roja se alinea con el trineo. Ella percibe el olor caliente y salado que despide el caballo.
Murtazá continúa espoleando a Sandugach, sin darse por enterado de la pregunta.
—¿Estás sordo o qué? —pregunta el soldado, y encaja los talones en los ijares del caballo, que se planta delante del trineo en dos zancadas.
Murtazá, a su vez, agita las bridas y golpea a Sandugach. La yegua se impulsa y golpea con el pecho al caballo del militar. Éste relincha y recula. Sus patas traseras tropiezan con el montón de nieve que hay al borde del camino y el choque lo hace trastabillar.
—¡Y estás ciego también! —dice el soldado con la voz temblando de rabia.
—Se ha asustado el pobre y quiere correr a esconderse debajo de las faldas de mamá. —El destacamento entero ha rodeado el trineo y un hombrecito moreno bajo cuyo labio levantado asoma el fulgor de un diente de oro les observa con insolencia—: ¡Se asustan muy rápido éstos!
¿Cuántos son? No más que los que se cuentan con los dedos de las dos manos. Hombres recios, sanos. Algunos llevan guerreras y otros simples pellizas sujetas por un cinturón ancho y carmesí. Todos llevan un fusil en bandolera. Las bayonetas refulgen al sol, hiriendo la vista.
Hay una mujer entre ellos. Sus labios, como bayas rojas; sus mejillas, como manzanas. Va sentada en la silla bien derecha. Con la cabeza alta y el pecho adelantado, se deja admirar. Aun estando cubierto por la pelliza, se ve a la legua que tiene pecho para repartir a tres mujeres. En una palabra, rebosa salud la muchacha.
El caballo del soldado de la Horda Roja recupera el paso y pisa de nuevo el camino rural con firmeza. El jinete sujeta las bridas de Sandugach. El trineo se detiene y Murtazá suelta las riendas. Pero se abstiene de mirar a los hombres que ya lo rodean. Esconde su mirada sombría.
—¿Qué me dices ahora? —pregunta el soldado de la Horda Roja en tono amenazante.
—Esta gente no sabe una palabra de ruso, camarada Ignatov —interviene un hombre de cierta edad con el rostro partido en dos por una larga cicatriz.
La cicatriz es blanca y le atraviesa la cara de arriba abajo, como si fuera una cuerda tirante. Zuleijá conjetura para sus adentros que la provocó un golpe de sable.
—Así que ni una palabra, ¿eh? —comenta Ignatov, mientras examina la yegua, el potrillo escondido bajo su vientre y al propio Murtazá.
Este último permanece en silencio. El gorro, corrido sobre la frente, le oculta los ojos. De sus narinas, blancas como el bigote cubierto de escarcha, salen nubecillas de espeso vapor que dibujan caprichosas volutas.
—Te veo muy tenso, hermanito —dice Ignatov en tono ausente.
—¡Eso es que la mujer le ha echado la bronca! —añade el moreno, y le guiña a Zuleijá primero un ojo y después el otro. El diente de oro despide un brillo cegador. Zuleijá se percata de que el blanco de los ojos del soldado es del tono opaco de la avena hervida y sus pupilas, minúsculas, dos puntitos apenas. Los soldados se echan a reír—. ¡Estas tártaras son de armas tomar! ¡No te dan cuartel! ¿A qué sí, ojitos verdes?
Así la llamaba su padre cuando era una niña: ojitos verdes. Pero de eso hace mucho tiempo ya. Tanto que Zuleijá ha olvidado de qué color son sus ojos.
Las risas se hacen aún más fuertes. Una docena de pares de ojos se clavan en Zuleijá. La observan con descaro. Se cubre rápidamente las mejillas ruborizadas con las esquinas del chal.
—Lo que no son es muy bonitas que digamos —deja caer la soldado pechugona apartando la vista.
—¡Contigo no se comparan! —exclaman al unísono sus camaradas.
Zuleijá oye la respiración bronca y lacerante de su marido.
—¡Basta! —ordena Ignatov, que continúa observando a Murtazá—. ¿Adónde has ido a estas horas de la mañana, amigo? Y, encima, llevándote a la mujer contigo. Por leña no has ido, porque no traes ninguna. Cuéntame qué se te ha perdido en el bosque, anda. ¡Y mírame de frente de una vez, que sé muy bien que entiendes todo lo que te digo!
Los caballos resoplan con fuerza. Sus cascos golpean el suelo y rompen el momentáneo silencio. Aunque no la ve, Zuleijá es capaz de sentir cómo la arruga que surca la frente de Murtazá se hace todavía más honda, hundiéndose en el cráneo, y el hoyuelo que hay en su mentón tiembla como una caña de pescar cuando el pez ha mordido el anzuelo.
—Seguro que han ido a por setas —aventura el hombrecillo moreno y levanta la falda de Zuleijá con la punta de la bayoneta. Las palas asoman debajo de los sacos—. ¡Y parece que no han encontrado muchas! —añade y agita un saco en el aire.
Las risitas se convierten en un estallido de carcajadas. Pero entonces unos pocos granos de trigo se descuelgan del saco y caen sobre el regazo de Zuleijá. Y ahí las risas se cortan en seco, como si un cuchillo hubiera atravesado una barra de mantequilla.
Zuleijá repara en ellos, caídos sobre su regazo, se despoja de los guantes a toda prisa y recoge los granos de trigo con la mano. Los soldados rodean el trineo en silencio. Sigilosamente, Murtazá tiende la mano al hacha que lleva sujeta al cinturón.
Ignatov deja las riendas en manos de otro soldado y salta a tierra. Se acerca a Zuleijá y toma su puño en el suyo. Lo aprieta. Vistos de cerca, sus ojos no son oscuros en absoluto, sino de un gris claro, como de agua de río. Unos ojos muy bonitos. Y tiene los dedos secos y sorprendentemente cálidos. Y fuertes. El puño de Zuleijá se rinde, se abre. Los granos de trigo alargados, lisos, y del color de la miel y el sol, reposan en la palma de su mano. Es el mejor trigo, el trigo seleccionado para la siembra.
—Así que ibas a por setas, ¿no? —dice Ignatov arrastrando las palabras. Y pregunta—: ¿No será que estabas enterrando otra cosa en el bosque, carroña de kulak?
Murtazá, inmóvil como una estatua hasta entonces, se gira de repente y fija sus ojos llenos de odio en Ignatov. Su respiración agitada bulle en la garganta, el mentón levantado con rabia. Ignatov abre la funda que lleva a la cintura y saca el revólver negro de cañón largo, amenazante. Apunta a Murtazá y martillea el arma.
—¡Nada! ¡No os daré nada! —dice Murtazá con voz ronca—. ¡Esta vez no os daré nada de nada!
Y levanta el brazo empuñando el hacha.
Los fusiles se levantan a la vez. Ignatov aprieta el gatillo. El pistoletazo retumba y su eco se pasea por el bosque. Sandugach relincha asustada. Las urracas se dejan caer de las ramas de los pinos y echan a volar entre graznidos. El cuerpo de Murtazá se desploma sobre el trineo, con las piernas hacia el caballo, bocabajo. El trineo da una sacudida.
Una docena de fusiles se vuelven entonces hacia Zuleijá. Los agujeros negros de los cañones la apuntan bajo el brillo de las puntas de las bayonetas. Un humo azulado sale del revólver. Hay un acre olor a pólvora en el ambiente.
Estupefacto, Ignatov mira el cuerpo desplomado e inmóvil. Se pasa por el labio la mano que empuña el revólver y lo guarda en su funda. Después agarra el hacha caída de la mano de su dueño y la arroja a la parte trasera del trineo, donde cae a un centímetro de la cabeza de Murtazá. Seguidamente, se encarama de un salto a la silla, espolea al caballo y parte al galope sin mirar atrás.
Una polvareda de nieve se alza bajo los cascos del caballo.
—¡Camarada Ignatov! —grita el militar con la cicatriz en la cara a la espalda del comandante—: ¿Qué manda hacer con la mujer?
Ignatov se limita a hacer un gesto con el brazo que sólo puede tener un significado: «¡Dejadla!».
—Fíjate lo caras que te han costado las setas, ojitos verdes —le suelta el moreno, adelantando los morros, a guisa de despedida.
Los jinetes avanzan bordeando el trineo, como las olas una isla, y se alejan para dar alcance a su comandante. Las pellizas con cuellos de piel, los gorros peludos, las guerreras de color gris y los pantalones de uniforme con bandas rojas de la cintura a los pies pasan veloces junto al trineo, en pos del jinete tocado con la budionovka acabada en afilada punta. El golpear de los cascos se apaga muy pronto. Zuleijá se ha quedado sola en medio del silencio del bosque.
Con los brazos apoyados sobre las rodillas y los puños apretando los granos de trigo, la mujer permanece inmóvil. Delante de ella está estirado el fornido cuerpo de su esposo. Con los brazos abiertos y despatarrado, Murtazá parece haber puesto cuidado en recostar la cabeza sobre los tablones del trineo de tal manera que su larga barba repose adecuadamente. Ha cogido todo el trineo para él solo. Como hacía cuando dormía sobre el siak. Ni la menuda Zuleijá podría encontrar sitio donde tumbarse a su lado.
El viento agita las copas de los árboles. Los pinos crujen en algún confín del bosque. Han pasado dos horas ya y el potro hambriento encuentra con sus belfos la ubre de su madre y sorbe la leche. Sandugachbaja la cabeza, satisfecha.
El sol se desliza lentamente por el firmamento hasta acabar hundido en las nubes cargadas de nieve que se acercan por el Este. Se hace de noche. El cielo descarga una copiosa nevada.
Sandugach da un tímido paso adelante sin esperar la habitual voz de su amo o el golpe de las riendas en la grupa. Después da otro. Y otro más. El trineo se despega del suelo con un sonoro crujido. La yegua trota por el camino que conduce a Yulbash flanqueada por el potrillo contento y saciado. El asiento del cochero está vacío y las riendas reposan en el pescante. Sentada en el trineo de espaldas al caballo, Zuleijá mira con ojos vacíos el bosque que va dejando atrás.
En el lugar del camino donde el trineo ha estado detenido todo el día destaca ahora una mancha granate y del tamaño de una hogaza de pan. La nieve que cae sobre ella la va cubriendo a toda prisa.
Por mucho que lo intentara más adelante, Zuleijá nunca consiguió recordar cómo había llegado a casa. Cómo se las arregló para arrastrar el cadáver de Murtazá al interior de la casa sujetándolo por las axilas, después de dejar a la yegua suelta en el patio sin desembridarla. Tampoco retuvo en su memoria cómo se las apañó para manejarse ella sola con el pesado cuerpo de su marido, ni se acordaba del sonido de sus talones golpeando contra los escalones del umbral.
Zuleijá desvistió a su marido y lo tendió en el siak sobre las almohadas bien altas y ahuecadas con esmero, como a él le gustaba. Después se tendió a su lado. Ambos permanecieron allí largo tiempo, toda la noche. Ya hacía mucho que se había apagado el leño que Murtazá había arrojado a la estufa la mañana anterior y se había oído crujir los troncos enfriados de la isba, ya había acabado de quebrarse el vidrio de la ventana rota y sus añicos se habían desparramado por el suelo mientras el viento furioso entraba sin piedad por el rectángulo abierto a la intemperie arrastrando afilados copos de nieve, y ellos aún permanecían tumbados, hombro con hombro, mirando al techo con sus ojos bien abiertos, a un techo primero oscuro, después iluminado poco a poco por la blanca y densa luz de la luna y, por último, de nuevo invadido por la penumbra. Era la primera vez que Murtazá no la echaba de su lado mandándola al lugar de la casa que le correspondía como mujer. Una situación de veras insólita. Y ese sentimiento de intenso estupor fue lo único que aquella noche dejaría en la memoria de Zuleijá.
Cuando un rincón del cielo comienza a colorearse del púrpura que anuncia los amaneceres gélidos, llaman al portón. Una llamada rotunda, bronca, impaciente. El tipo de llamada firme e implacable que hace el amo de una casa cuando al volver a ella cansado se la encuentra de repente cerrada por dentro.
Zuleijá percibe el ruido que hacen los recién llegados como si le llegara de lejos o a través de un cojín de plumas. Pero no tiene fuerzas para arrancar la mirada del techo. Mejor que se levante Murtazá y sea él quien les abra. No es oficio propio de una mujer abrir la puerta en medio de la noche.
El cerrojo del portón tintinea abriendo el paso a los intrusos. Las voces y los relinchos inundan el patio. Varias siluetas oscuras atraviesan la penumbra. La puerta del establo golpea primero. La de la isba lo hace después.
—Pero ¿y este frío? ¿Es que están todos muertos aquí o qué?
—¡Encended la estufa o nos vamos a helar todos, demonios!
Las botas herradas golpean el tabloncillo helado. A su paso, los tablones crujen con ganas. Chirría la puerta de la estufa. Chasquea una cerilla y se siente un fuerte olor a azufre. Los leños crepitan quemados por las llamas.
—¿Dónde están los amos de esta casa?
—Ya aparecerán, no te preocupes. Tú ve mirando qué hay aquí.
La pequeña llama titila a medida que la mecha se enciende. Negras sombras bailan sobre las paredes, mientras una suave luz va llenando la isba. El rostro picado de viruelas del presidente del sóviet rural, el Pelmazo, con su ancha nariz en medio, se asoma por encima de Zuleijá. Con la lámpara de queroseno sujeta junto a la cara, las redondas cicatrices de la viruela parecen tan profundas como si las hubieran abierto con una cuchara. Observa a Zuleijá con interés y diligencia. Después mira el rostro demacrado de Murtazá, estudia con preocupación la negra mancha de sangre coagulada que tiene en el pecho y deja escapar un silbido.
—Estamos aquí para hablar con tu marido, Zuleijá…
De la boca de Mansurka sale una caprichosa nubecilla de vapor que se esfuma en el aire helado de la habitación. A pesar de que habla en ruso con un fuerte acento, se le entiende bien, y se expresa con vivacidad. Mejor que Zuleijá. Lo ha aprendido a fuerza de parlotear con los soldados de la Horda Roja.
—Levántate, venga, que tenemos que hablar.
Zuleijá no tiene claro si lo que le está ocurriendo sucede en un sueño o está despierta. Si es un sueño, entonces ¿por qué la luz le hiere los ojos? Y si es vigilia, ¿cómo es posible que los sonidos y los olores parezcan venir de tan lejos, de debajo del suelo de tablas?
—¡Vamos, Zuleijá! —El presidente del sóviet la sacude, primero suavemente, después con más fuerza. Por último, impaciente, le grita en lengua tártara—: ¡Levántate de una vez, mujer!
El cuerpo de Zuleijá reacciona a las palabras que tan bien conoce, como lo haría un caballo a la sacudida de las riendas. Despacio, Zuleijá se incorpora en el siak y pone los pies en el suelo.
—Bien, bien —dice Mansurka, que se ha pasado de nuevo al ruso—. Ya la tiene aquí lista, camarada delegado.
Ignatov está de pie en el centro de la isba con las manos apoyadas en el cinturón y las piernas bien abiertas. Sin mirar a Zuleijá, extrae una hoja arrugada de una carpeta de piel y un lápiz. Examina la casa con impaciencia:
—¿Qué demonios es esto? ¿Dónde se ha visto una casa en la que no haya una mesa o un banco donde apoyarse? ¿Cómo queréis que levante el acta?
Mansurka, solícito, palmea la tapa del baúl que hay junto a la ventana:
—Aquí tiene espacio de sobra —le ofrece.
Ignatov se acomoda sobre los baúles de mala manera. El kaplau de lino se arruga bajo su peso y acaba por los suelos. El militar se calienta las manos con el aliento, escupe en la punta del lápiz y araña el papel.
—Todavía no se amoldan a las costumbres soviéticas —balbucea Mansurka con ánimo de disculpa, mientras sujeta los baúles que amenazan con resbalar por la tarima—. ¿Qué vamos a hacer con estos paganos?
De repente, un estruendo de cuencos rotos y vasijas de cobre rodando por los suelos les llega de la parte de la casa que corresponde a Zuleijá. Los pollos, presas del pánico, corren de un lado a otro. Alguien avanza ruidosamente a cuatro patas, se enreda en los pliegues de la charshau, y de repente aparece por fin el soldado moreno envuelto en una nube de plumas y llevando sendos pollos que no paran de chillar bajo cada brazo.
—¡Fíjate! ¡Si es la ojitos verdes! —exclama con alegría al ver a Zuleijá—. ¡Con permiso! —se excusa y sin soltar los pollos desesperados que lleva bien sujetos, con mañas de prestidigitador se hace con la telaraña bordada del kaplau que yace a los pies de Ignatov y recula hacia la salida bajo la mirada enfadada de su jefe y envuelto en un gran remolino de plumas—. Los baúles ya me los llevo más tarde —añade aún.
Ignatov coloca ostentosamente el lápiz sobre el folio en el que acaba de redactar el acta.
—Que lo firme —manda.
Sobre el fondo oscuro del baúl, la blanca hoja de papel parece una tastymal doblada en dos.
—¿Qué es esto? —pregunta Zuleijá mirando el papel—. Mansurka, dime qué es esto.
—¿Cuántas veces te he dicho que a mí me llames camarada presidente? ¿Tanto te cuesta entenderlo? —protesta Mansurka levantando el mentón recubierto por una barba rala de color rojizo—. ¡Mira que se afana uno en enseñarles a comportarse en esta nueva vida y nada! Os deportamos, eso es lo que hay… —dice, y tras echar una ojeada al siak donde yace el cuerpo inmenso de Murtazá, se corrige—: Te deportamos por ser una kulak. Una kulak de primera categoría. Una activista contrarrevolucionaria. Tu deportación ha sido aprobada por la asamblea del Partido. Y la isba nos la quedamos para que sirva de sede al sóviet rural —concluye sin dejar de golpear con el dedo índice el papel apoyado en el baúl.
—No me líes con todas esas palabrejas que no entiendo —se defiende Zuleijá—. Dime claramente de qué va todo esto, camarada Mansurka.
—¡Aquí la que tiene cosas que explicar eres tú! A ver, ¿cómo es que Murtazá todavía no ha cedido todo su patrimonio a la granja colectiva? ¿Cómo osáis oponeros a la línea del Partido? ¡Sois unos individualistas! Ya tengo la lengua seca de tanto explicaros esta nueva realidad. ¿Y la vaca, ¡eh!? ¿Por qué no está en el koljós?
—No tenemos ninguna vaca.
—¿Y el caballo? —Mansurka señala con la cabeza al patio donde Sandugach, todavía embridada, espera con el potrillo cobijado bajo su vientre—. Los dos caballos…
—Son nuestros.
—Conque vuestros, ¿eh? —dice Mansurka, en tono sarcástico—. ¿Y qué me dices de las muelas para la harina?
—¿Cómo vamos a pasarnos sin ellas? Recuerda cuántas veces has venido a pedirlas prestadas tú mismo.
—¡Tú misma lo has dicho! —dice Mansurka, y achina aún más los ojos, mientras aprieta con fiereza el puño en el que sobresalen las venas hinchadas—. Os dedicáis a alquilar herramientas de trabajo. Ahí tenemos un claro síntoma de que estamos ante una kulak de pura cepa e incorregible.
—¡Con permiso! ¡Mil perdones! —dice el soldado moreno, y tira de las almohadas y cojines bordados que hay bajo la cabeza de Murtazá, que pega un golpe seco contra la madera del syak.
Seguidamente, arranca las cortinas de las ventanas y las telas que cuelgan en las paredes y echa a andar con esa carga inmensa de ropa de cama, almohadas y mantas sobre los brazos extendidos. Cegado por ellas, abre de una patada la puerta de la isba, que responde dolorosamente al golpe propinado.
—¡Tranquilo, que no estás en tu casa! —lo reprende Mansurka, y acaricia con cariño los bordes redondeados de los troncos que sobresalen de la pared y las tallas de las jambas, hasta tropezar con la incisión dejada por el hacha y chasquear la lengua, molesto por el daño infligido a la madera—. Ponte manos a la obra, Zuleijá. No nos hagas perder el tiempo contigo —le dice a la mujer, y suspira amistosamente, sin apartar sus ojos enamorados de las paredes recias hechas de troncos ensamblados cuidadosamente, sus juntas bien rellenas de abundante estopa.
La cabeza del soldado moreno asoma nuevamente por la puerta. Sus ojos brillantes rebosan de excitación:
—Camarada Ignatov… De la vaca que tenían ya sólo queda la carne. ¿La llevamos también?
—Inventariadla antes —rezonga Ignatov apartándose del baúl—. ¿Le queda mucho al cursillo de educación política que hemos venido a impartir aquí?
—¿Qué demonios te pasa, Zuleijá? —la riñe Mansurka frunciendo el ceño—. Estos camaradas han venido desde Kazán a buscarte y los estás reteniendo más de la cuenta.
—No firmaré ese papel —dice Zuleijá con los ojos clavados en el suelo—. Ni me marcharé a ningún lado.
Ignatov se acerca a la ventana y golpea repetidamente el vidrio con los nudillos. Saluda a alguien que ve afuera con una inclinación de la cabeza. Las tablas del suelo gimen largamente bajo el peso de sus botas. Aunque se ha parado exactamente encima de los embutidos, Zuleijá sabe que él lo ignora.
El militar con la cara marcada por la cicatriz entra en la isba. Después de pasar un rato al frío, su rostro se ha coloreado de un rojo intenso donde destaca la blanca cicatriz.
—Tiene cinco minutos para recoger —dice Ignatov señalando a Zuleijá con el mentón.
El incombustible soldado moreno está inspeccionando por última vez la isba, que ya parece deshabitada, en busca de algún botín pasado por alto. Con la punta de la bayoneta intenta descolgar el liauje que cuelga en lo alto de una pared. El sofisticado encaje de letras árabes se estira y encoge herido por la cuchilla de acero.
—Ésos son los iconos de esta gente —deja caer el de la cicatriz como si tal cosa.
—¿Es que te vas a poner a rezar o qué? —le espeta Ignatov y lanza una mirada aprensiva y tensa al soldado antes de abandonar la isba.
—¡Ya sabíamos que son unos desgraciados paganos! —refunfuña el moreno antes de seguir a su comandante.
La castigada liauje se queda colgada donde estaba. En una ocasión, el venerable mulá explicó a Zuleijá el sentido de la inscripción: «Nadie puede morir sino con la venia de Alá y en el momento en que Él lo haya dispuesto».
—Da igual si no firmas, porque te marcharás igualmente —le dice Mansurka a Zuleijá y le señala con toda intención la esbelta figura del militar que se pasea por la isba, registrándolo todo una vez más, mientras la punta de su bayoneta tropieza con los tablones desnudos del kishte, bajo el techo.
Zuleijá cae de rodillas frente al siak y junta su frente con la mano helada y recia de Murtazá. Esposo que me has sido dado por el Altísimo para que me guíe, me defienda y me dé de comer, ¿qué debo hacer?
—Y por Murtazá no te preocupes, que lo enterraremos como es debido, a la manera soviética —la tranquiliza Mansurka, mientras acaricia con mimo los muros blanqueados y ásperos de la estufa—. Como quiera que sea, sí que fue un buen amo de casa…
Una lengua de acero se posa en su hombro. Es el militar que se pasea por la isba, que viene a sacarla de su ensimismamiento. Zuleijá niega con la cabeza. No está dispuesta a marchar. Y en ese instante unas manos fuertes la sujetan y la izan. Colgada en el aire, agita los brazos y las piernas como una cría caprichosa sujeta por un adulto. Las enaguas asoman debajo de sus faldas, pero el militar no parece dispuesto a soltarla.
—¡No me toques! —grita Zuleijá, con la cabeza a la altura del techo—. ¡Es pecado!
—¿Irás sola? ¿O hay que llevarte en andas? —se oye la voz solícita de Mansurka.
—Iré sola.
El militar deposita a Zuleijá suavemente en el suelo. Sus pies tocan tierra de nuevo.
—Alá te castigará —le avisa ella a Mansurka—. ¡Os castigará a todos!
Y comienza a recoger sus cosas.
—Coge ropa de abrigo —le aconseja Mansurka echando unos leños a la estufa y removiéndolos con resueltas maneras de propietario—. A ver si encima te vas a resfriar…
El lío está listo enseguida. Zuleijá se ata el chal a la cabeza y se ajusta la pelliza. Y agarra de la estufa un trozo de pan envuelto en trapos y se lo echa en un bolsillo. El azúcar envenenado va a parar al otro. Un animalito muerto reposa en el alféizar: un ratoncillo que vino por la noche a comer dulce.
Ya está lista para ponerse en marcha.
Aún se detiene un instante junto a la puerta a observar la isba saqueada, antes de abandonarla. Las paredes y las ventanas desnudas; hay dos tastymal, pisoteadas, sobre el suelo sucio. Murtazá está tumbado en el siak, su afilada barba se empina hacia el techo. No mira a Zuleijá. Perdóname, esposo mío. No es por mi voluntad que te voy a abandonar.
Mansurka tira de la charshau que separa las partes de la casa que corresponden al hombre y la mujer, rasgándola ruidosamente, y se frota las palmas de las manos, satisfecho. La vajilla rota, los cofres víctimas del pillaje y los utensilios de cocina desparramados por el suelo se ofrecen a la vista de cualquiera que entre. ¡Qué deshonra!
Con las mejillas ruborizadas por la vergüenza insoportable, Zuleijá baja los ojos y traspasa el umbral.
Las luces del alba iluminan el cielo.
Una montaña de objetos se alza en medio del patio: baúles, cestos, piezas de vajilla, herramientas… Resoplando por el esfuerzo, el soldado moreno saca la pesada cuna del granero.
—¿Qué dice de esto, camarada Ignatov? ¿Lo llevamos también?
—Idiota.
—Yo es que pensé que si la inventariábamos… —se disculpa el soldado antes de decidir que de todos modos empujará la cuna hasta la cumbre de la montaña que ha alimentado el saqueo—. ¡Qué manera de amasar riqueza, madre mía!
—Pero ahora todo esto va al koljós —se alegra Mansurka recogiendo un cesto que ha rodado desde lo alto y devolviéndolo al montón con cuidado.
—¡Eso! Todo esto es ahora nuestro, del pueblo —corrobora el moreno y se echa una cortinilla de lino en un bolsillo.
Zuleijá baja del porche y sube al trineo. Como es costumbre en ella, se sienta de espaldas a la cabalgadura. Fatigada después de toda la noche pasada al raso, Sandugach sacude la cabeza.
Una voz ronca se abre paso de repente desde la casa:
—¡Zuleijá! —llama.
Todos se vuelven hacia la puerta.
—¡Revivió el muerto! —susurra el moreno rompiendo el silencio y se vuelve disimuladamente hacia el establo para santiguarse sin ser visto.
—¡Zuleijá! —gritan de nuevo desde la casa.
Ignatov levanta el revólver. La cuna cae con estrépito desde la cúspide de la montaña y se rompe en pedazos. Las bisagras rechinan de pronto: la Vampira está asomada al vano de la puerta abierta de par en par. El camisón flota al viento; los labios tiemblan de rabia. Dirige a la concurrencia las cuencas de sus ojos ciegos: en una mano lleva el bastón y en la otra la bacinilla.
—¿Adónde te ha llevado el chaitan, pollo mojado?
—¡Diablos! ¡Por poco se me llena de canas la cabeza! —rezonga el moreno.
—¡Pero si todavía está viva la vieja bruja! —exclama Mansurka y se seca el sudor que le ha perlado la frente.
—¿Quién es esta mujer? —pregunta Ignatov. Se guarda el revólver.
—Es la madre del kulak —avisa Mansurka repasando a la mujer y silba admirado—: Tendrá unos cien años, lo menos.
—¿Y cómo es que no aparece en las listas?
—¿Y quién iba a saber que todavía estaba…?
—¡Zuleijá! ¡Vas a ver la que te va a caer cuando vuelva Murtazá! —amenaza la Vampira, con el mentón temblando y agitando el bastón con furia.
Después toma impulso y arroja hacia delante el contenido del orinal. Las florecillas azules estampadas en la porcelana fina brillan al sol y el líquido turbio vuela con puntería para acabar dibujando una gran mancha oscura en la guerrera de Ignatov.
Un soldado encañona a la vieja con su fusil, pero Ignatov hace un gesto brusco con el brazo para impedir el disparo. Mansurka abre el portón a toda prisa e Ignatov, que ha dado la espalda a la Vampira, salta a su caballo y sale del patio al galope.
—¿La prendemos? —le grita uno de sus hombres.
—¡Sólo nos faltaría llevarnos un cadáver vivo en el convoy! —se oye gritar al comandante desde afuera.
—¿No vas demasiado cómoda ahí? —pregunta a Zuleijá un militar y salta a la silla de su caballo—: ¡Venga, en marcha!
Zuleijá mira en derredor azorada, se cambia al pescante y toma las pesadas riendas. Aún se vuelve un instante a mirar a su suegra.
—¡Mi Murtazá te arrancará el pellejo a tiras! —grita la Vampira desde el umbral con voz ronca mientras el viento juega con sus trenzas, blancas y duras como sogas. Grita de nuevo—: ¡Zuleijá!
Sandugach echa a andar. El potro la sigue. Zuleijá abandona el patio.
El soldado moreno cierra la marcha. Al levantar la vista se encuentra con los cráneos amarillentos y helados que coronan las púas de la empalizada: el cráneo de un caballo del que sobresalen unos pocos dientes, la cabeza de un buey con las órbitas de los ojos oscuras y desafiantes, la calavera de un carnero con los caprichosos cuernos enroscados como culebras.
—Son paganos, de eso no hay dudas —decide el moreno, y apura el paso para alcanzar a los otros.
—¡Mi Murtazá acabará contigo! ¡Te matará! ¡Zuleijá! —los persiguen los gritos.
Mansurka se ríe por lo bajo. Cierra el portón desde fuera, palmea cariñosamente las hojas bien ajustadas, piensa en poner un cerrojo más fuerte aún y corre a casa a echar una cabezada. ¡Qué noche tremenda! ¡Quince patios, uno detrás de otro, en una sola noche no es cosa de broma! Y todavía no sabe que hay dos hombres emboscados junto a su casa, esperándolo, y que lo empujarán contra la empalizada, le soplarán en la cara su aliento caliente y desaparecerán tan deprisa como aparecieron, dejándolo colgado de los tablones, atravesado por dos hoces curvas, sus ojos alucinados clavándose en el cielo matinal…
El trineo de Zuleijá se incorpora a la fila de transportes utilizados por el resto de deportados. El convoy circula por la calle principal de Yulbash en dirección a la salida del pueblo. Hay soldados a caballo a ambos lados del camino. Todos llevan fusiles. Entre ellos está la joven de mejillas infladas y busto abundante que Zuleijá encontró esa mañana en el bosque.
—¿Qué me dice, camarada Ignatov? ¿Las mujeres kulaks son más fáciles de someter que sus maridos? —grita al comandante señalando a Zuleijá.
Ignatov, sin darse por enterado, aprieta las espuelas y lanza su caballo hacia la cabeza de la marcha.
Las puertas de la casa de Murtazá van quedando atrás, empequeñeciéndose, desdibujándose en la oscuridad de la calle. Zuleijá estira el cuello con todas sus fuerzas, volviéndose para mirarlas, incapaz de apartar la vista de ellas.
—¡Zuleijá! —le llega desde allí la voz de la Vampira.
A ambos lados de la calle, los rostros pálidos de sus vecinos con los ojos grandes como platos los miran pasar.
Han llegado a la linde del pueblo.
Están dejando Yulbash atrás.
—¡Zuleijá! —grita de nuevo la voz.
La caravana de trineos sube una colina. Yulbash, a lo lejos, se asemeja a una guirnalda de casas que se va sumiendo en la oscuridad.
El viento no para de traer las voces:
—¡Zuleijá! ¡Zuleijá!
Zuleijá se da la vuelta y mira al frente. Desde lo alto de la colina, la llanura que se abre ante ella parece un inmenso mantel de color blanco en el que la mano del Altísimo hubiera desparramado los árboles como perlas y trazado los caminos con cintas. La caravana de deportados enfila como un finísimo hilo de seda hacia el horizonte, donde cuelga un sol de color púrpura.