SEMRUG, EL REY DE LOS PÁJAROS

Zuleijá abre los ojos. Un rayo de luz se abre paso a través del gastado percal de la cortina, repta por los pliegues rojizos de la pared de troncos, por el coloreado calicó de la funda de la almohada por el que asoman las puntas negras de plumas de urogallo y alcanza por fin la orejita de Yuzuf, tierna, rosada, translúcida. La mujer estira el calicó sin hacer ruido: todavía le queda un buen rato de sueño a su hijo. A ella no. A ella le ha llegado la hora de ponerse en marcha. Amanece.

Con sumo cuidado, Zuleijá libera el brazo sobre el que reposaba la cabeza de su hijo y baja los pies hasta alcanzar el suelo que se ha enfriado durante la noche. Deja su pañuelo extendido sobre la almohada: así, si su hijo si despierta de repente, hundirá la cara en él y, sosegado por el olor de su madre, dormirá un poco más. Sin mirar, descuelga de un clavo la chaqueta, el zurrón y el fusil. Empuja la puerta —los cantos de los pájaros y el fresco de la mañana se cuelan en la habitación— y sale deprisa. Ya en el portal se calza los mocasines de piel de reno que le ha hecho la vieja Yanipa. Después se hace las trenzas deprisa y echa a andar hacia el urmán.

De todo el equipo de cazadores, para entonces integrado por cinco personas, Zuleijá es siempre la primera en marchar a la taiga. «Tus bestias todavía duermen, entretenidas en sus sueños, y tú ya estás en marcha», le riñe el barbirrojo Luka, con quien suele cruzarse cuando él vuelve de su pesca nocturna y ella se aleja del pueblo a cazar. Zuleijá no le responde nunca y se limita a sonreír. Sabe que sus bestias no conseguirán escapar de ella jamás.

Recuerda con afecto al primer oso que mató, allá en 1931, en el Calvero redondo. De no haber sido por él, nunca habría sabido que tenía un ojo preciso y un brazo firme. De aquel oso no queda más que el cráneo amarillento y gris colgado de una estaca. Zuleijá se acerca a él a veces, lo acaricia y le da las gracias.

Fue precisamente entonces, siete años atrás, cuando fundaron el equipo de cazadores de Semruk. Ashkenazi intentó disuadirla de abandonar el trabajo en la cocina. Llegó a reñirle y le espetó: «¿Cómo vas a dar de comer a tu hijo?». Esa misma noche Zuleijá le trajo dos urogallos para el bodrio que tomarían de cena. Y él aceptó la carne sin rechistar. Pronto encontró un nuevo ayudante para la cocina.

En primavera y verano trae de la taiga carnosos urogallos, gansos pesados con cuellos gruesos y flexibles; un par de veces tuvo la fortuna de abatir corzos y en una ocasión la suerte le deparó cobrarse un asustadizo y tembloroso ciervo. Pone lazos para coger liebres y algún kapkan para los zorros (unos y otros llegaron de Krasnoyarsk por encargo). De las bestias con pieles finas —la ardilla, la comadreja, más raramente la marta cibelina— se ocupa sólo en invierno, cuando se cubren de un abundante y brillante pelaje su abrigo invernal.

En verano el equipo de cazadores se dedica, fundamentalmente, a cubrir las necesidades de los habitantes de Semruk: se comen las aves o las guardan en salazón; secan el plumón y las plumas al sol para destinarlos a rellenar cobertores y almohadas. A Krasnoyarsk sólo envían las pieles de castores, pero hay pocas, porque los alrededores de Semruk no es tierra de castores.

En invierno la cosa es muy distinta, porque toca arrimar el hombro. Krasnoyarsk se queda todas las pieles, lo mismo las de ardillas comunes y comadrejas, que las de martas cibelinas, más raras de encontrar y a las que a veces hay que seguir el rastro durante dos y hasta tres días. Pagan por las pieles, por lo general con vales, pero a veces también con dinero contante y sonante. La mayor parte de ese dinero iba a engrosar el presupuesto de Semruk, otra parte se destina al abono de impuestos y tasas (a los impuestos estatales hay que añadir el cinco por ciento adicional que pagan los habitantes de las colonias de trabajo y los cargos para amortizar los créditos suscritos por la administración del poblado) y aún queda algo para el cazador. De esa manera, Zuleijá lleva ya siete años ganando algún dinero.

Se dice que la caza con perros rinde mayores beneficios, pero a los deportados les está prohibido tenerlos, «como medida de precaución». Tampoco es que les permitieran tener escopetas de buena gana, pero la jefatura fue consciente de que sólo con lazos y piedras la caza no prosperaría demasiado. Las cinco escopetas constan en el inventario de la comandancia. De acuerdo con las normas, sólo pueden ponerse en manos de los cazadores a finales de otoño, cuando da comienzo la temporada de caza, y éstos tienen que devolverlas al comandante en los primeros días de la primavera, pero Ignatov, a espaldas del reglamento, hace la vista gorda: los cazadores suministran abundante carne en verano, y en esos tres únicos meses de calor los pobladores de Semruk sacian el hambre padecida en el largo invierno. Todos los años, los inviernos se cobran un cuarto, y a veces hasta un tercio, de la población de Semruk. Cargan con los muertos como si tal cosa. Por lo general, mueren los recién llegados, a los que traen justo antes de que comiencen las heladas y no les da tiempo de aclimatarse a las severas condiciones de Siberia.

Del curtido de las pieles se ocupan ellos mismos. Al principio, cada uno curtía las suyas, pero después se unieron y comenzaron a entregarlas todas a la anciana Yanipa. A estas alturas de su vida, ya medio ciega, Yanipa no rinde nada en la tala del bosque. En cambio, descarnar y hervir las pieles y secarlas y curtirlas después es algo que puede hacer ayudándose de las manos, sin necesidad de recurrir a la vista. Así, en el equipo de cazadores figuran cinco personas y media. Cinco cazadores más media Yanipa.

En cambio, Zuleijá consta como una unidad completa en el equipo de cazadores y, adicionalmente, como media unidad asignada al hospital de campaña como ayudante sanitaria. Así pues, resulta ser más que una mujer: es una mujer y media. Leibe le explicó que tenía que estar asignada a algún puesto de trabajo durante los meses de verano. Y como a Zuleijá la traía sin cuidado el álgebra de la burocracia, le dejó hacer.

Los demás miembros del equipo de cazadores lo tienen más difícil, porque no hay muchos puestos de trabajo en Semruk que adjudicar a un cazador que se pasa días enteros perdido en la taiga. Inscribirlos en las brigadas de tala y desbrozo entrañaría elevar la norma diaria que éstas deben cumplir, una norma que sólo se satisface (y no siempre) con enorme esfuerzo. Se las apañaron como pudieron: a alguno lo hicieron ayudante del contable de Semruk; a otro, oficinista. Pero no consiguieron colocar a ninguno entre el personal de la cocina, porque éste está sometido a una atenta vigilancia para evitar que se infle. Estas adjudicaciones a puestos de trabajo ajenos a la caza no constituyen propiamente un fraude, porque los cazadores intentan, siquiera formalmente, trabajar en los puestos que ocupan de manera oficial. Como quiera que sea, esa sobrecarga laboral es un justo precio que pagar por la libertad de la que gozan los cazadores. Kuznets hace la vista gorda a estas ligeras infracciones (no sólo en éste, sino en todos los poblados que tiene a cargo), aunque no pierde oportunidad de alertar a Ignatov: «Sé muy bien todo lo que se cuece aquí, hermanito, y veo muy claro lo que te traes entre manos, como a través de un vaso de ya sabes tú qué».

Zuleijá cumple honestamente el trabajo adicional que le corresponde como «media persona». Vuelve de la taiga cuando todavía no ha caído la noche, antes de cenar, y se pone a pulir, barrer, limpiar, frotar, hervir… Ha aprendido a colocar vendajes, curar heridas y hasta puede clavar la aguja larga y puntiaguda de la jeringa en las magras y peludas nalgas de los hombres. Al principio, Leibe la echaba con aspavientos y la enviaba a la cama («¡Pero si apenas se tiene en pie, Zuleijá!», le decía), pero con el tiempo fue cediendo: el hospital crecía sin parar y ya no podía prescindir de la ayuda femenina. Y en efecto, llega un momento en que apenas se tiene en pie, pero eso es más tarde, cuando los suelos relucen de limpios, los instrumentos están esterilizados, la ropa de cama hervida y los enfermos curados y alimentados.

Zuleijá y su hijo continúan viviendo en el hospital con Leibe. Las convulsiones de Yuzuf, que tanto la asustaron, no se han producido más, y las noches pasadas velándole el sueño son cosa del pasado. No obstante, Leibe no los ha echado, e incluso da la impresión de que le complace compartir con ellos la vivienda que le corresponde por ejercer las funciones de médico. Él mismo sólo aparece en ella por las noches, a la hora de dormir.

La posibilidad de disponer de una habitación pequeña pero cómoda y provista de estufa propia es una bendición. En los barracones fríos y azotados por corrientes de aire no sólo enferman los niños. También caen enfermos los adultos. Y Zuleijá acepta el regalo con un agradecimiento que expresa afanándose diariamente con el cubo y el trapo.

Al principio, Zuleijá decidió que el hecho de vivir bajo un mismo techo con un hombre la convertía en su mujer a los ojos del cielo y de todo el mundo. Y que, por lo tanto, estaba obligada a cumplir su deber matrimonial. ¿Acaso podía ser de otra manera? Y cada noche, después de acostar a su hijo, se deslizaba fuera de la cama sigilosamente, se lavaba con cuidado y se sentaba en el banco de la estufa, con la angustia devorándole las entrañas, a esperar la llegada del doctor. Éste solía aparecer pasada ya la medianoche, cayéndose de cansancio, se zampaba la comida que Zuleijá le había dejado lista, sin masticarla siquiera, y se metía en su camastro. «No me espere despierta cada noche, Zuleijá, que todavía me las puedo arreglar perfectamente solo para cenar», la reñía cada vez. Y se quedaba dormido enseguida. Entonces suspiraba aliviada y se iba con su hijo tras la cortina. Y sin embargo, la siguiente noche volvía a esperarlo sentada junto a la estufa.

Una noche, después de caer de bruces y sin descalzarse en el camastro, como solía, Leibe comprendió de repente la razón de aquellas esperas. Se incorporó de golpe y miró a Zuleijá sentada junto a la estufa con sus trenzas perfectamente peinadas y los ojos mirando al suelo.

—Acérquese un momento, Zuleijá —le pidió.

Ella obedeció: el semblante pálido, los labios lívidos, los ojos bajos, la mirada nerviosa.

—Siéntese aquí a mi lado…

La mujer se sentó en el borde del camastro sin aliento.

—… y míreme a los ojos.

Zuleijá levantó los ojos a duras penas, como si levantara un peso.

—Usted a mí no me debe nada.

Ella lo miró asustada, incapaz de comprender.

—Absolutamente nada, ¿me entiende?

Zuleijá se llevó las puntas de las trenzas a los labios. No sabía adónde mirar.

—Por lo tanto, le ordeno que apague la luz ahora mismo y se vaya a dormir. Y que no vuelva a esperarme. ¡Ja-más! ¿Le ha quedado claro?

Ella asintió con suavidad y volvió a respirar ruidosa, pesadamente.

—Como vuelva a verla esperándome, la mando de vuelta al barracón. ¡A Yuzuf me lo quedo, pero a usted la saco de aquí sin rechistar!

Antes de que Leibe acabara la frase, Zuleijá se abalanzó sobre la lámpara de queroseno, sopló la minúscula llama y desapareció en la penumbra. Así se solucionó la cuestión de las relaciones entre los dos de una vez por todas.

Tumbada en la oscuridad con los ojos abiertos y sofocando los ruidosos latidos de su corazón con el cobertor de piel, Zuleijá no conseguía conciliar el sueño, atormentada por las dudas. ¿No estaría cometiendo un pecado al quedarse a vivir con el doctor bajo un mismo techo, con un hombre extraño que no había tomado como marido? ¿Qué diría la gente? ¿La castigaría el cielo? El cielo, por lo pronto, callaba, no ponía pegas a la situación. Y la gente se lo tomaba como algo natural: ¿qué tiene de extraño que la ayudante sanitaria se quede a vivir en el hospital? Ha encontrado un buen acomodo y para de contar. ¡Pues que disfrute su buena suerte! Isabella, con quien Zuleijá compartió sus tormentos, incapaz de guardárselos para ella sola, se echó a reír antes de responderle: «Pero ¿qué dices, hija mía? Aquí los pecados con los que cargamos son otros muy distintos».

Zuleijá avanza bosque a través. Los cantos de los pájaros resuenan entre los árboles, el sol penetra a través de las ramas, la hojarasca desprende un polvo dorado. Los mocasines de piel se deslizan deprisa sobre las piedras del Chishmé y corren por el estrecho sendero que bordea los pinos rojizos, atraviesan el Calvero redondo, pasan junto al abedul calcinado y continúan internándose en las profundidades del urmán, donde habitan las bestias más carnosas, las más sabrosas.

Aquí, rodeada de abetos verdes y azules, no hay que pisar el suelo, sino resbalar por él en silencio, rozando apenas la tierra. No hay que aplastar la hierba, ni romper las ramas delgadas, ni arrancar los piñones. No hay que dejar rastro. No hay que dejar olores. Hay que saber diluirse en el aire fresco, en las nubes de mosquitos, en los rayos de sol. Zuleijá es diestra haciendo todo eso: su cuerpo es ligero y obediente; sus movimientos rápidos y precisos. Ella misma es una fierecilla del bosque y como un ave, como el viento, se cuela entre las ramas de los abetos, se interna entre los arbustos de enebro y las ramas secas.

Va vestida con una chaqueta cruzada de color claro y con grandes hombreras a cuadros, heredada de uno de los nuevos que enseguida pasó a mejor vida. La pieza de abrigo la calienta en los días fríos y la protege del sol en los tórridos. En los botones brillantes azul oscuro que el antiguo propietario cosió afanosamente con hilo fuerte, unas pequeñas letras casi ilegibles están dispuestas en círculo: «Lucien Lelong, Paris». En el forro que alguna vez fue azul turquesa se distingue apenas el dibujo de una flor de lis. Una buena chaqueta, sin duda, que le recuerda a Zuleijá los caftanes que llevaban unos hombres del lejano Kazán que visitaron a su padre en una ocasión.

La escopeta fría y pesada se le pega a la espalda. Y si hace falta, saltará a las manos, buscará el blanco y no lo fallará. «¿Bajo qué conjuro opera esa escopeta?», le preguntan, medio en broma, medio envidiosos los otros cazadores. Zuleijá les da la callada por respuesta. Cómo puede explicarles que no se trata de una escopeta en sentido estricto, sino de una extensión de su brazo, de una extensión de su ojo. Cuando Zuleijá echa hacia delante el largo cañón, se apoya la culata en el hombro, aguza la vista y apunta con el ojo fijo en la mirilla, se funde con la escopeta de caza, se hace una con ella. Siente cómo la escopeta contiene el aliento a la espera del disparo, cómo los pesados proyectiles se quedan de piedra, listos para salir raudos por el cañón, como pequeños asesinos de plomo. Y sin prisa, suavemente, con cariño, Zuleijá aprieta el gatillo.

Hace mucho tiempo que comprendió que si no es su escopeta la que abate a esa ardilla o a ese urogallo a los que apunta, lo harán otros depredadores, una marta o un zorro, que otros animales les cortarán el paso para siempre un día después. Y un mes o un año más tarde ese mismo depredador acabará cayendo también, víctima de la enfermedad o la vejez, y será pasto de los gusanos, se disolverá en la tierra, sus jugos alimentarán los árboles, brotarán agujas y piñones nuevos alimentados por ellos, que serán alimento para los hijos de la ardilla muerta o el urogallo despanzurrado. Eso Zuleijá no lo aprendió por sí sola: todo eso se lo enseñó el urmán.

Allí la muerte es una presencia constante, pero una muerte simple, comprensible, una muerte en cierto modo sabia y justa. Las hojas y las agujas caen de los árboles y los pinos y se pudren en la tierra, los arbustos se rompen bajo el peso de las enormes patas de los osos y se quedan secos, la hierba es pasto de los ciervos tanto como éstos lo son de las manadas de lobos. La muerte es firme, estrechamente ligada a la vida, y por eso no infunde temor. Más aún: en el urmán la vida siempre gana. Por muy terribles que sean los incendios de turba los veranos, por muy fríos y severos que sean los inviernos, por mucho que los depredadores se coman todo lo que encuentran a su paso, Zuleijá sabe que la primavera acabará llegando y los árboles se vestirán de verdes y jóvenes brotes, la hierba sedosa cubrirá la tierra árida y hasta hace poco negra y las fieras darán a luz cachorros alegres y juguetones. Por eso no siente que actúa con crueldad cuando dispara su escopeta. Por el contrario, disparando se sabe parte de todo aquel mundo enorme y poderoso, una gota en aquel verde mar de agujas de pino.

No hace mucho le vino a la mente el trigo que dejó escondido entre las tumbas de sus hijas en el cementerio de Yulbash. Y pensó que, como quiera que fuese, no se habría perdido todo. Con la llegada de la primavera, algunos granos, por pocos que fueran, habrían germinado y salido a la luz, colándose entre las rendijas del ataúd de madera. Y el resto, aun habiéndose podrido, habrían servido de alimento a esos nuevos brotes. Se imaginó los tiernos retoños de trigo abriéndose paso entre las lápidas ladeadas, superándolas, rodeándolas, envolviéndolas. Y sintió un agradable calorcillo en el alma. Quién sabe si el espíritu del cementerio seguirá haciéndose cargo de las tumbas de sus hijas…

Zuleijá nunca ha conseguido averiguar si hay espíritus en el urmán. En los siete años que lleva allí recorriendo colinas, superando barrancos, salvando arroyos, nunca se ha tropezado con ninguno. A veces, por un instante, se le ocurre que ella misma es un espíritu que camina por el bosque…

Empieza la jornada revisando los lazos y los cepos que ha dejado instalados en el sendero que utilizan los animales para bajar al Chishmé; en torno al gran pino medio podrido, donde se aprecia la hierba ligeramente aplastada (por lo visto las bestias más pequeñas no son capaces de saltar por encima del tronco y lo bordean a la carrera); en el acceso al lago de agua helada, ocultos en un bosquecillo de pinos estrecho como una rendija… Zuleijá tiene por costumbre acercarse a todas las trampas dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde, para retirar las liebres antes de que caigan en las garras de algún depredador. Después sube por el curso del Chishmé en dirección a los bancales pantanosos donde solían anidar los patos. No es un camino corto y tiene que andar hasta el mediodía. Avanzar mirando con atención hacia los lados, porque cada animal con el que se tope en el sendero, entre los arbustos o en las ramas de los árboles, puede resultar una buena presa. Mirar, pues, pero también pensar. En una sola jornada de caza, Zuleijá piensa más que en toda su vida pasada en Yulbash. Así, en los años que lleva en el equipo de cazadores ha tenido tiempo de rememorar toda su vida, examinarla minuto a minuto, detalle a detalle. Y no hace mucho de repente llegó a la conclusión de que tuvo suerte de que el destino la hubiera arrojado en ese lugar. Vive a expensas del Estado en la estrechez de un cuartucho de hospital, habita entre personas que no pertenecen a su familia, habla en una lengua que no es la suya, caza como un hombre y trabaja por tres y, sin embargo, se encuentra a gusto. No se puede decir que sea feliz, eso no. Pero está a gusto.

Cuando la mañana se acerca al mediodía y apenas le queda una media hora para alcanzar el refugio de los patos, el curso de sus pensamientos se dirige, como viene siendo habitual, hacia un tema peligroso. Ya está harta de prohibirse pensar en eso. Aunque también es verdad que si no se pusiera freno, podría llegar a imaginarse cosas muy tremendas. Se cambia de hombro la escopeta. Los pensamientos no son como un arroyo y no hay dique que los contenga. Que fluyan cuanto quieran, pues. Aquel encuentro en el Calvero redondo de hace siete años suele visitarla de cuando en cuando. Las botas negras que aparecieron de repente entre los arándanos, Ignatov sentándose delante de ella sobre la hierba, estirando la mano hasta su pañuelo… No fue de él de quien sintió miedo entonces, no. Sintió miedo de sí misma. Le dio miedo constatar que con sólo que él la mirara, ella se había convertido en miel, toda ella, su cuerpo entero se volvió dulce y untuoso. Y fluyó hacia él, ciega, sorda, olvidada de todo, incluso de su hijo, que jugaba no lejos de ella. Y no fue a él a quien apuntó con el fusil. Apuntó a su propio miedo, al miedo de cometer un pecado con el asesino de su marido. Y si al final no lo cometió, fue porque el oso acudió en su auxilio.

Después de aquello, Zuleijá abandonó el comedor muy pronto y el nuevo ayudante de Ashkenazi fue el encargado de subir la comida a la comandancia. Desde entonces, Ignatov no ha vuelto a buscarla. El tiempo se tragó aquella historia, hundiéndola en el pasado, como si nunca hubiera ocurrido. ¿Será que, de veras, nunca ocurrió? ¿Se la habrá imaginado? Pero día tras día, Zuleijá ve, en los ojos clavados en el suelo de Ignatov, que sí, que sí ocurrió. Y ve dentro de ella misma, cuando su corazón y sus entrañas se derriten, se licúan, cada vez que alza la mirada hacia la comandancia, que ocurrió. Y en el incontrovertible hecho de que piense cada día en aquel encuentro, también ve que sí, que sí ocurrió.

Ignatov comenzó a beber muy pronto. Y a beber mucho. Zuleijá detesta a los borrachos. Y, al principio, se dijo que aquélla sería una buena medicina: ver al comandante borracho, embrutecido, dominado por la rabia, apartaría de golpe todos los pensamientos pecaminosos de su mente. Pero no fue así. La visión del rostro hinchado de Ignatov con los ojos enrojecidos por el alcohol no le produce repugnancia, sino pena.

Cuando, con la llegada de una nueva partida de «sangre fresca», Ignatov puso el ojo en una fulana de cabello corto, pelirroja, con pechos puntiagudos y el trasero firme ajustado por un vestido muy estrecho y ésta, Aglaya, que es como se llama, comenzó a subir hasta la comandancia cada vez que la convocaba el pitillo encendido de Ignatov, Zuleijá se dijo que ahora sí se había acabado todo. Pero ¿ha acabado? ¿Ha acabado de veras?

Zuleijá empuña la escopeta y apunta al espacio vacío entre dos frondosas ramas de pino. Un grévol de pelaje pinto salta a tierra batiendo, ya demasiado tarde, las alas.

La jornada transcurre deprisa y resulta de provecho. Zuleijá vuelve con el grévol y dos patos colgados del cinturón (el bancal de los patos no le ha fallado tampoco esta vez, regalándole un macho de cabeza color esmeralda y alas blancas y una hembra negra y de peso generoso). En el zurrón que lleva a la espalda viaja una liebre caída en una de las trampas. En el camino de vuelta a casa da grandes zancadas, haciendo crujir las ramas y la hojarasca a su paso, sin molestarse en esconder su presencia. La cacería ha terminado. Cuando cruza el Chishmé saltando sobre los cantos rodados, se abren de pronto las ramas de un arbusto que crece en la orilla y sale de ellos una figura pequeña y veloz. ¿Será una fiera? ¡Es Yuzuf!

Zuleijá abre los brazos. El niño le salta al cuello, las largas piernas salen de los pantalones cortos remendados, la abraza y hunde la cabeza en el pecho de su madre. Ella baja la cabeza y aprieta la cara contra el cabello de su hijo, aspirando el olor que le resulta tan familiar.

—¿No te tengo prohibido esperarme aquí, ulym? La taiga es peligrosa.

Yuzuf responde al regaño pegándose todavía con más fuerza a su pecho, dejando a la vista apenas la nuca y una oreja rosada. Lo habría regañado todavía con más fuerza por haber vuelto a saltarse su prohibición expresa, pero no es capaz de hacerlo, porque, en realidad, está feliz de que haya venido a buscarla y ahora tengan un ratito para caminar juntos por el sendero, sin prisa, tropezando, escuchando el canto de los pájaros, charlando o, simplemente, callados. Hoy ya no tendrán más minutos como ésos, porque en cuanto lleguen, Zuleijá deberá lavar el hospital y Yuzuf ayudarla trayendo agua desde el Angará y quemando la basura en el patio…

—¿Has comido?

—El doctor me ha dado de comer.

Yuzuf llama «el doctor» a Leibe, como la propia Zuleijá.

El niño descruza los brazos, liberando a su madre del abrazo. Pronto cumplirá ocho años ¡y qué alto es! Ya le llega a su madre por el hombro (si continúa creciendo a este ritmo, pronto habrá que alargar las mangas de la chaqueta y soltar el dobladillo a los pantalones). Lleva el cabello rizado (Zuleijá no le corta el pelo a cepillo, como se estila en Yulbash, porque así el cabello le calienta la cabeza en invierno, haciendo las veces de un segundo gorro). Tiene la nariz respingona y los ojos grandísimos. El tamaño y la constitución no dejan dudas de que es hijo de su padre. El rostro, en cambio, salta a la vista que lo heredó de su madre.

Yuzuf se hace con el zurrón con gesto responsable, se lo echa a la espalda, lo rodea con los brazos (le habría encantado llevar también la escopeta, pero la madre no se la da). Las uñas mordidas presentan manchas de pintura amarilla y azul.

—¿Has estado jugando con las pinturas otra vez?

Últimamente, el niño suele ir al club, a dibujar con Ikónikov. Y trae a casa trozos de madera contrachapada con trazos en carboncillo o papeles cubiertos de gruesas líneas hechas a lápiz. Entretanto, la ropa de Yuzuf se va cubriendo inexorablemente de manchas y salpicaduras de colores brillantes. La pintura que Ikónikov utiliza para sus cuadros propagandísticos es de buena calidad y no se lava con el agua del Angará, de modo que las manchas permanecen en la camisa y los pantalones hechos con retazos de viejos vestidos de mujer y las botas heredadas de otro deportado. A Zuleijá no le entusiasma la afición que su hijo le ha tomado a la pintura, pero no le prohíbe alimentarla, pensando que es mejor que pase el rato manchándose la ropa de pintura que vagabundeando por la taiga. Yuzuf percibe el estado de ánimo de su madre y se abstiene de hablarle de sus actividades en el club.

—Cuéntame la historia de Semrug, mamá —le ruega.

—¡Pero si ya te la he contado mil veces!

—Pues que sean mil y una.

Zuleijá narra a su hijo los cuentos y leyendas que escuchó en su infancia de boca de sus padres. Le habla de los shuralé de pelaje revuelto y piernas largas que persiguen sin descanso a los caminantes que se extravían en el bosque hasta darles muerte; de los su-anasy igualmente peludos que viven en los estanques y que tardan más de cien años en desenredar sus greñas con un peine de oro; de las yuja, criaturas que de día se transforman en jóvenes hermosas que seducen a los jóvenes y, en las noches, los vacían de todos sus jugos vitales; de los dragones azhdaja, que escupen fuego y se esconden en el fondo de los pozos para dar caza a las mujeres que acuden en busca de agua; de los dev, tontos y ávidos, que secuestran a las novias; del poderoso Gengis Kan, de ojos rasgados, que conquistó una mitad del mundo y mantuvo a la otra paralizada por el miedo y la congoja; de su discípulo y sucesor Timur el Cojo, Tamerlán, que redujo a cenizas un largo centenar de ciudades y que, a cambio, construyó una sola: la espléndida Samarcanda sobre la que siempre, haga el tiempo que haga, pende un firmamento azul tachonado de enormes estrellas doradas… La historia del pájaro encantado Semrug era la preferida de Yuzuf.

—Pues, ahí va —se rinde Zuleijá—. Había una vez un pájaro que no era como los demás, porque era un pájaro encantado. Los persas y los uzbecos lo llamaban Simurg, los kazajos, Samuryk, y los tártaros Semrug.

—¿Entonces se llamaba como nuestro pueblo?

Yuzuf le hace esta pregunta siempre, aunque obtenga cada vez la misma respuesta.

—No, ulym, sólo es un nombre parecido. Ese pájaro vivía en lo alto de la montaña más alta del mundo.

—¿Más alta aún que nuestro peñasco?

—Mucho más alta, Yuzuf. Tan alta que ni los caminantes ni los jinetes podían alcanzar su cumbre nunca, por mucho que subieran por su ladera. Nadie alcanzó a ver al Semrug jamás, ni las fieras, ni las aves, ni los hombres. Sólo se sabía que su plumaje era más hermoso que todos los amaneceres y los crepúsculos de la tierra juntos. Un día, sobrevolando la lejana China, el Semrug dejó caer una de sus plumas y ello hizo que toda la China brillara de repente y sus habitantes se convirtieran en magníficos pintores. Semrug no era sólo hermoso en grado sumo, sino que también era dueño de una sabiduría más amplia que el océano.

—¿El océano es tan ancho como el Angará?

—Es aún más ancho, ulym… Un día todos los pájaros de la tierra se reunieron en una gran tuy para celebrar la alegría de estar vivos. Pero la fiesta salió mal: los papagayos se pelearon con las cotorras, los pavos reales con los cuervos, los ruiseñores con las águilas…

—¿Y los grévoles? —pregunta Yuzuf acariciando la cabeza de la ganga, redonda como un huevo pinto, que se balancea colgada de la cintura de su madre.

—Los grévoles se pelearon con los patos —responde enseguida Zuleijá, y gira la cabeza del pato muerto, negra con una raya verde, poniéndola frente a frente con la del grévol y haciendo entrechocar los picos, como si se estuvieran peleando a picotazos.

Yuzuf suelta una sonora carcajada.

—La pelea fue tan grande que el estruendo que se hizo sobre el mundo entero provocó que cayeran todas las hojas de los árboles y las fieras se escondieran en sus madrigueras. Una sabia abubilla estuvo tres días batiendo las alas hasta conseguir calmar a los pájaros enardecidos. Finalmente, hicieron silencio y la dejaron hablar. «No perdamos nuestro tiempo y energía en peleas y discordias», les dijo. «Lo que tenemos que hacer es elegir a un rey que gobierne sobre todos nosotros y resuelva las disputas con su voz autorizada». Los pájaros se mostraron de acuerdo. Pero se preguntaron a quién podían elegir como rey. Y a punto estuvieron de enzarzarse en otra discusión, cuando la abubilla les ofreció la solución. «Volemos a buscar al Semrug y ofrezcámosle el trono de nuestro reino», les propuso. Y añadió: «¿Quién si no él, el pájaro más hermoso y sabio de la tierra, nos gobernará mejor?». Esas últimas palabras agradaron tanto el oído de los pájaros, que enseguida se formó un nutrido pelotón de aves dispuestas a emprender el viaje. Y una bandada levantó el vuelo y echó a volar hacia la montaña más alta del mundo, al encuentro del resplandeciente Semrug.

—Una bandada, grande y oscura como una nube… —interrumpe Yuzuf.

El niño vigila con celo que su madre no omita ni un solo detalle de su historia preferida y Zuleijá se ve obligada a contarla cada vez con las mismas palabras con que la aprendió de labios de su padre cuando era niña.

—Así es: una bandada, grande y enorme como una nube, levantó el vuelo y echó a volar hacia la montaña más alta del mundo, en busca del resplandeciente Semrug. Los pájaros volaron un día y una noche, sin parar para comer o dormir, hasta que, al borde ya de sus fuerzas, alcanzaron por fin la base de la montaña que tan ardientemente anhelaban escalar. A partir de ese punto debían renunciar a sus alas y seguir el viaje a pie, porque esa cumbre sólo podía ser alcanzada por medio de sufrimientos.

»Al principio, el sendero de montaña los condujo hasta el valle de las Pesquisas, donde perecieron los pájaros cuyo anhelo de alcanzar la meta no era lo bastante grande. Después atravesaron el valle del Amor, donde quedaron tendidos los pájaros que sufrían por culpa de un amor no correspondido. En el valle del Conocimiento quedaron aquellos cuya mente no era especialmente curiosa y su corazón estaba cerrado a lo nuevo por venir.

Yuzuf marcha al lado de su madre en silencio y respirando con esfuerzo (la liebre que lleva en el zurrón se ha pasado el verano alimentándose y pesa lo suyo). «¿Cómo se puede abrir el corazón a los conocimientos, si el corazón es la casa de las pasiones y no el hogar de la razón?», se pregunta Zuleijá para sus adentros. Calla unos instantes y Yuzuf la apremia con impaciencia:

—En el pérfido valle de la Indiferencia…

—En el pérfido valle de la Indiferencia —continúa Zuleijá— cayó el mayor número de pájaros, todos los que no consiguieron encontrar en sus corazones un equilibrio entre el dolor y la alegría, el amor y el odio, los enemigos y los amigos, los vivos y los muertos.

Este momento de la leyenda es el que más le cuesta comprender a Zuleijá. ¿Cómo es posible tratar por igual lo que es bueno y lo que es malo? Y más aún, ¿cómo puede alguien considerar que obrar de ese modo es correcto y hasta imprescindible? Yuzuf mece suavemente la cabeza al ritmo de sus propios pasos, como si, comprendiéndolo, diera su conformidad.

—Los supervivientes se reencontraron en el valle de la Unidad, donde cada uno se sintió parte de todos y todos sintieron que eran parte de cada uno. Y los exhaustos pájaros se alegraron, al probar el dulce fruto de la unidad. ¡Pero era muy pronto!

—¡Muy pronto! —confirma Yuzuf en un susurro.

—En el valle de la Confusión, asolado por las tormentas, se confundían la realidad y los sueños. Todo lo que los pájaros habían aprendido con tanto esfuerzo en su largo viaje fue barrido de golpe por un huracán y en sus almas se instalaron el vacío y la desesperanza. El camino hecho les pareció inútil y las vidas que habían vivido, estériles. Muchos cayeron aquí, vencidos por la decepción. Sólo treinta, los treinta más firmes, resistieron. Y ya desplumados, con los cuerpos ensangrentados y mortalmente cansados, se arrastraron hasta el último valle. Y allí, en el valle de la Renuncia, tan sólo los esperaba una masa de agua infinita sobre la que se alzaba el silencio eterno. Más allá comenzaba el País de la Eternidad, un territorio al que los vivos tienen vedado el acceso.

Yuzuf y Zuleijá avanzan por el sendero cubierto de agujas de pino y piñones que crujen bajo sus pies. Delante de ellos, entre los árboles, ya se adivina el claro azulado: Semruk.

A medida que se acercan a casa, Yuzuf va aflojando el paso para darle tiempo a acabar la historia. A la vista de las paredes del club, se detiene en seco para escuchar en silencio el final de la leyenda.

—Y los pájaros entendieron que estaban llegando por fin al palacio de Semrug y sintieron crecer en sus corazones la alegría que les producía su proximidad. Sus ojos se cerraron, heridos por una luz intensa que llenó el mundo de repente, y al abrirlos no se vieron más que a sí mismos. Y en ese mismo instante entendieron la esencia del mundo: ellos, todos ellos eran Semrug. Cada uno de ellos por separado y todos ellos juntos también.

—Cada uno de ellos por separado y todos ellos juntos también —repite Yuzuf, antes de dar un respingo y echar a andar hacia las casas.

Cuando su madre marche al hospital a fregar los suelos, Yuzuf lleva a la cocina los pájaros cazados ese día para entregárselos a Ashkenazi. Sin saberlo, el grévol y los patos hacen en sus manos un largo viaje, que en modo alguno se reduce al trayecto que separa, en un remoto poblado de Siberia, el ya algo maltrecho hospital de campaña y la cocina olorosa a pescado y trigo. Vuelan sobre rojos desiertos y azules océanos, sobre bosques oscuros y campos bañados de trigo dorado hasta alcanzar el pie de una cadena montañosa en los confines del mundo y aún más allá; habiendo renunciado a las plumas que les son tan caras, echan a andar (con rápidos pasitos de sus patitas peludas el grévol y haciendo un gran esfuerzo los patos, graznando agitadamente mientras caminaban sobre sus patas palmeadas) y cruzan los siete valles anchos y malévolos hasta llegar al maravilloso palacio del rey de los pájaros. No obstante, el tiempo no les alcanza para reconocer en sí mismos y en los otros el semblante resplandeciente de Semrug, porque en ese instante Ashkenazi, que advierte desde la ventana al niño que se entretiene jugando, le arranca los pájaros de las manos y le pega una cariñosa colleja. La puerta se cierra tras él con un portazo y una pluma con reflejos esmeraldas queda meciéndose solitaria en el aire de la cocina.