EL POBLADO

Zinovi Kuznets salta de la lancha. Sus botas fuertes y minuciosamente embetunadas repelen las gotas gruesas y frías, que vuelven a reunirse con el agua del Angará. Una vez ha desembarcado, observa con ojo de amo la playa pedregosa y el peñasco que se alza sobre ella, mientras avanza sin prisa por la orilla. Detrás de él asoman las proas de otras barcas, cuyas quillas se clavan en la orilla con un silbido. Los remos golpean, las cadenas chirrían, se oyen los gritos de los guardias mezclados con las voces temerosas de los prisioneros.

—¿Adónde vas? ¿Dónde te vas a meter? Déjalos en el agua y que espabilen.

—¡Quietos, perros! ¡Todos juntos ahí, coño! ¡Venga, a formar! ¡Formen filaaas!

—No llores, Vano, que ya llegamos, ¿lo ves?

—¡Eh, camarada Kuznets! ¿Los ponemos en formación o los dejamos así, en un montón?

—Yo pensaba que nos traerían a un poblado, a un pueblo habitado, pero esto…

—¿Dónde tenéis las listas? ¡Las listas, carajo, ¿dónde están las listas?!

—¡Cuéntalos de uno en uno y punto, Artiújin! ¡Menudo matemático estás hecho!

Pero las voces se interrumpen bruscamente. Y Kuznets vuelve su orondo perfil al silencio que se ha hecho detrás de él.

Una silueta sombría está bajando a la playa. Viene renqueando, doblando las piernas que no la sostienen, como si ejecutara un extraño baile sobre unas extremidades endebles. Es un hombre. Los harapos que viste están sucios, ajados a más no poder y descoloridos; calza unas botas informes que lleva sujetas quién sabe cómo; sobre el pecho, en cruz, un viejo chal de mujer atado de mala manera. Tiene el cabello erizado y la barba hirsuta. Avanza lentamente, con esfuerzo. Muy pronto se le ve el rostro manchado de barro, los ojos delirantes y fuera de las órbitas, el revólver que empuña con una mano agarrotada por el esfuerzo.

Kuznets fija en él sus ojos oscuros. ¿Es posible que sea quien le ha parecido que es? O más bien es que…

—¿Eres tú, Ignatov? ¡Madre mía! ¡Y estás vivo! Jamás se me hubiera ocurrido…

Ignatov avanza con paso inseguro. Delante de él sólo ve una diana: la jeta de Kuznets, clara y redonda, como enmarcada en el dibujo trazado por un compás, y con ojos en los que se advierte una mezcla de bondad y apetito bien saciado, que lo miran sin dar crédito a lo que ven. El cielo puñetero se ha puesto a dar vueltas de nuevo y busca arrastrarlo en su carrera furiosa, pero Ignatov no se rinde y avanza paso a paso. La jeta se acerca lentamente, balbuceando palabras incomprensibles. La voz de Kuznets le llega desde muy lejos, tal vez desde el bosque o, incluso, desde debajo del agua.

—¿Qué me cuentas, amigo mío? ¿Y los pobretones que traías? ¿Sobrevivieron? ¡Caray! Es increíble… Y nosotros, ¡si supieras el circo que nos montaron allá! Nos empezaron a llegar trenes y trenes llenos de kulaks… Y, oye, no eras nuestra prioridad, lo siento…

Al fin la jeta está tan cerca que casi la puede tocar. Quiere decirle alguna frase de despedida, pero las palabras parecen haber escapado en tropel de su memoria. Ignatov gime y apoya el revólver tembloroso en el ancho pecho de Kuznets. El gatillo se resiste: está tan duro, como si se hubiera soldado. Aprieta los dientes y concentra toda su voluntad, todas las fuerzas que le quedan, en su dedo índice. Aprieta el seguro: se oye un chasquido seco.

La jeta de Kuznets sonríe, sus ojos se achinan:

—¿No dice el refrán que el rencor no es un buen consejero?

Ignatov traga saliva con la garganta reseca y aprieta el seguro otra vez. Otro chasquido.

—¡Basta ya de payasadas, Ignatov! —le riñe Kuznets y echa a reír—. Hoy es el primer día de tu nueva vida. ¡Mira qué contingente te he traído: todos fuertes como mulos!

Una mano arranca suavemente el revólver de los dedos agarrotados de Ignatov. La sonrisa en el rostro de Kuznets se desdibuja, se disuelve bajo la luz insoportablemente brillante del sol. El cielo hace otro giro, el último, y cubre a Ignatov como una sábana…

Cuando vuelve en sí lo primero que ve es la cara redonda y satisfecha de Kuznets. Ignatov gime, como si lo aquejara un dolor, y Kuznets le palmea el brazo: «No pasa nada, hermano, pronto te recuperarás —le dice—. Llevas dos días durmiendo. Ayer te despertaste un rato y devoraste toda la cuota de chocolate que me corresponde como oficial, antes de dormirte otra vez. ¿En serio no lo recuerdas?». Ignatov niega con la cabeza y se incorpora apoyándose en los codos. Lo han acostado sobre los sacos de víveres bajo un toldo que han sujetado al pino alto. Le han echado un abrigo por encima. Todo alrededor es un alboroto de sierras, hachazos, martillazos y tacos de toda laya.

—¿Dónde estoy? —pregunta Ignatov.

—¡Pues en el mismo sitio donde estabas! —se burla Kuznets (este bigotudo siempre está a punto para echarse unas risas). Está sentado en un tocón junto a Ignatov y anota algo sobre un mapa.

—¿Y mi gente dónde está?

—Están vivos todos tus muertos, no sufras. Toditos vivos. ¡Vaya resistencia, oye! Nunca había visto a gente tan delgada. Los hemos dejado en el refugio por ahora, no sea que se los lleve el viento.

Ignatov se recuesta otra vez. Ojalá pudiera quedarse así tumbado para siempre observando las copas de los pinos mecidas suavemente por el viento, sintiendo el olor de la resina de pino, escuchando las voces de la gente ajetreada. Acaricia los inflados sacos sobre los que está tumbado.

—¿Qué es esto?

—Las provisiones —responde Kuznets sin ninguna emoción, como si hablara del agua o el viento.

Ignatov se vuelve de lado bruscamente y cae a tierra. Con sus débiles manos busca un nudo, tira de él, lo desata. Ha abierto uno de los sacos. Contiene una constelación de pequeños granos largos y puntiagudos de un gris sucio, mezclados con las cáscaras plateadas que se han desprendido por el roce. Ignatov introduce la mano en el vientre gélido y polvoriento del saco y saca un puñado. El olor harinoso, ligeramente acre, llena su nariz. Es avena.

—¡¿Y tú que te creías?! —le dice Kuznets en tono paternal, como quien habla a un niño pequeño que no acaba de creerse que es suyo el juguete que le muestran—. Echa un vistazo alrededor y verás la que tenemos montada aquí.

Sacando fuerzas de flaqueza, Ignatov se sienta junto a los sacos (le parece un escándalo permanecer sentado sobre los víveres), se apoya en el untuoso tronco de un pino, y mira en derredor. El campamento se ha transfigurado en los últimos días. El refugio sigue ahí y de la chimenea sale una delgada y prieta cinta de humo («Al menos han alimentado la estufa —piensa aliviado—. Eso está bien»). La vida bulle por todas partes. Una partida de desconocidos —¿un centenar?, ¿más?— se afana, corre, agita hachas, martillea o arrastra troncos cuyos precisos cortes de sierra exhiben un brillante color amarillento. La tierra está cubierta generosamente de ramas, serrín, trozos de corteza y de madera, y el olor a resina es tan intenso que parecería que uno podía tomar el aire a cucharadas. Una docena de soldados vestidos de gris y armados vigilan al resto, sin parar de acosarlos a gritos. En medio del territorio del campamento crecen tres construcciones anchas y largas: los futuros barracones.

Dos campesinas se afanan en torno a una hoguera. Sobre ella hay dos cubos en los que borbotea un guiso que despide un olor apetitoso.

Bajo el abeto donde se han acomodado Kuznets e Ignatov hay una montaña de cajas, cajones, sacos, paquetes de palas y horquillas protegidos con esteras, grandes cestos, cubos, peroles. ¡Todo un inventario de recursos materiales!

—Excelente —se admira Ignatov—. Te lo has montado muy bien tú…

—¡Ya lo creo! —se ufana Kuznets, elevando su mentón romano, escindido en dos por un pliegue, dándose aires de importancia—. A ver, tú piensa, ¿quién era yo antes? El encargado de la vigilancia, ¿no es cierto? ¿Y tú? El acompañante del contingente. Pues ahora tú y yo somos los responsables de toda esta gente y de todo lo que ocurra aquí. Ahora todos estos kulaks son cosa nuestra.

Así se entera Ignatov de que desde 1931 todas las colonias de trabajo creadas con el fin de proveer alojamiento y reeducación a los elementos deskulaquizados se han puesto bajo el mando de la OGPU y forman parte del sistema del GULAG, nacido apenas seis meses atrás, pero de eficacia ya contrastada. A esa joven y exitosa dirección se le ha encargado ahora la supervisión, la instalación, la prestación de servicios de alojamiento e intendencia y el aprovechamiento de la mano de obra de los deportados.

—Y en lo que a ti y a mí respecta, Ignatov, los dos daremos la cara aquí y saldremos airosos de ésta. Enseñaremos a estos explotadores el genuino trabajo proletario, les daremos a conocer la auténtica realidad soviética. Mira, ¿ves allá?, en la linde del bosque alzaremos un hospital de campaña. Al lado de los barracones, el comedor. Y allá arriba, en la pendiente, estará la comandancia.

Kuznets se queda mirando a Ignatov fijamente durante unos instantes.

—¿Y a casa, cuándo nos vamos? —Ignatov escruta el río.

Junto a la orilla sólo se ve la lancha, mecida por las aguas y sujeta al ancla. Por lo visto, la barcaza se marchó en cuanto desembarcó a los pasajeros.

—Yo me marcho esta tarde —responde Kuznets, y guarda el lápiz en la carpeta de piel afianzada por una tira de cuero—. Ya llevo demasiado tiempo dándote la lata.

Ignatov aprieta las mandíbulas con tal fuerza que el dolor le sube hasta las sienes, que parecen a punto de quebrarse.

—Nosotros… —dice por fin, entre dientes—, nosotros nos marchamos esta tarde.

—¿Y adónde te dispones a viajar tú? —pregunta Kuznets con voz serena y amistosa, como si la charla que mantienen no tuviera más propósito que decidir si van a recoger fresas juntos.

—A casa —responde Ignatov, la voz silbándole de rabia—. Me voy a casa, cara de rata sonriente.

—Ah, pues, anda, vete. No te vas a aburrir allá en Kazán, porque tienen una buena montada. No pasa día sin que descubran otra organización contrarrevolucionaria clandestina. Encuentran de todo: saboteadores, mencheviques, espías alemanes, ingleses y hasta de la Conchinchina. Desde que comenzó ese circo la primavera pasada no ha hecho más que crecer… Ya hay más de treinta miembros del Comité Central de Tartaristán entre rejas. Y en la propia Dirección también han encontrado unos cuantos Judas, no creas. Todos los miembros de la GPU están arrestados, Ignatov. ¡Ya ni sé a quién tienen trabajando ahora allá! Hasta salió un artículo en el Pravda contándolo. «La hidra tártara», se titulaba.

—¡Te lo estás inventando todo, cabrón!

—Pues te traeré el periódico, si quieres —se ofrece imperturbable, y hasta amable, Kuznets—. Me tiraré toda una noche en la biblioteca hasta encontrártelo: tú mismo podrás leerlo todo.

«Miente, miente, miente», se repite Ignatov. Pero ante sus ojos desfilan las viejas imágenes: el despacho de Bakíyev patas arriba, los dos soldados montando guardia ante la puerta, la figura gris revolviendo los papeles que había sobre la mesa. ¿Será posible que no hayan puesto en libertad inmediatamente a Bakíyev? ¿Será él esa hidra de la que hablan? Tonterías. Bobadas. Delirios.

—Y a ti no te dejarían llegar a Kazán, que lo sepas —apunta Kuznets—. Le eché una ojeada a tu expediente. ¡Hay de todo! Parece una noche de Las mil y una noches: la merma brutal en el convoy, la fuga de cincuenta detenidos, la protección ofrecida a una sospechosa para hurtarla a la investigación (¡y no se trataba de un testigo cualquiera, sino de una kulak de tomo y lomo!), el soborno ofrecido a un funcionario, concretamente al jefe de una estación ferroviaria… ¡Caray, Ignatov! ¡La has hecho buena! ¡No tienes rival, chico!

Ignatov pega un puñetazo en el suelo. Cierra los ojos. Kuznets tiene razón, tiene toda la razón.

—Así que yo de ti no me daría tanta prisa, muchacho. Lo mejor es que te pongamos en nómina aquí, que te demos de alta en nuestros registros. Te escondes detrás de mis anchas espaldas y expías todos tus pecados. Y cuando se acuerden de ti dentro de un par de años, lo que verán será un comandante respetable, un pez gordo, con unos resultados que jamás habrían imaginado. ¡Un trabajador de choque en el corazón de Siberia! ¿Quién te podrá poner un dedo encima entonces? —Kuznets se levanta, se endereza el cinturón. Lleva la carpeta de piel sujeta a un costado—. Ven, acompáñame. Te daré la documentación y te presentaré al personal. Pero primero lávate y ponte una muda limpia, que vas a asustarlas con esas pintas. ¡Te van a tomar por un fantasma salido del bosque!

—¿Por qué yo? —pregunta con voz queda Ignatov mirando desde el suelo la figura imponente de Kuznets.

—Porque me falta gente. Ya tengo casi un centenar de poblados como éste en la taiga. ¿A quién le puedes confiar la dirección de algo así? Piensa que, al final, soy yo quien tendrá que responder por todos. Tú eres un hombre de convicciones firmes, Ignatov. Eso se ve a la legua. Por eso sé que puedo dejar doscientos hombres a tu cargo y quedarme tranquilo. Si te las apañaste para dar de comer en invierno a tus muertos de hambre, también me alimentarás a éstos.

—¿Cómo lo sabes? —pregunta Ignatov mientras se pone en pie lentamente apoyándose en el tronco untuoso, manchado de resina blanca—. ¿Y si yo fuera una hidra?

—¡Qué ignorante eres, Ignatov! Las hidras tienen muchas cabezas, tantas que no las alcanzas a contar. Y uno puede ser una culebrita en su cabeza, pero nunca la hidra entera. Esas cosas hay que saberlas, hombre.

Kuznets cumple su palabra y le trae el periódico de marras. Vuelve un mes más tarde, ya a comienzos del verano. Ignatov ve por la ventana la lancha larga y oscura, con las antenas enhiestas como bigotes y los faros protuberantes como ojos saltones, dibujándose sobre el espejo oscuro del agua. La comandancia se alza en la parte más prominente del asentamiento y desde ella se divisan muy bien el propio asentamiento, un largo tramo de la orilla y el río.

«No bajaré a recibirlo», se dice Ignatov y, para simular que almuerza, extiende deprisa unos bizcochos, un poco de pescado salado y una cacerola en cuyas paredes todavía quedan los restos de la cena de la noche anterior sobre la mesa que ha improvisado con una caja vuelta del revés. Oculto detrás de la abertura de la ventana (todavía falta poner el marco y el cristal, que le han prometido traer a mediados del verano) observa la destreza, la familiaridad con que la nave echa el ancla junto a la orilla y escupe al agua un pequeño bote de madera.

Una silueta echa a correr por la orilla, como alma que lleva el diablo, de camino al punto donde el bote va a tocar tierra: es Gorelov. En las prisas por dejarse ver por el jefe y congraciarse con él, ha descuidado la obra que se le encargó vigilar (el hospital de campaña, ya a punto de ser inaugurado). Estaría bien meter a ese lameculos un par de días en una celda, para que se entere. Pero el asentamiento todavía no cuenta con ninguna cárcel.

Gorelov se mete en el agua sin descalzarse. Caza la afilada proa del bote y tira de él hasta la orilla. Algo va diciendo deprisa, mientras asiente con su cabeza perruna erizada de pelos y se castiga la columna inclinándose ora a un lado ora al otro en actitud servil. Sin prestarle atención, el jefe salta a tierra, le arroja la cuerda y echa a andar hacia el edificio de la comandancia.

Ignatov se sienta a la mesa y coloca un trozo de pescado duro y salado sobre el bizcocho húmedo. Pero antes de que tenga tiempo de pegarle un bocado, Kuznets abre la puerta de par en par, sin llamar. Irrumpe como un bólido, como el dueño de la casa. Mira el trozo de pan en la mano paralizada de Ignatov y arroja un periódico doblado en cuatro sobre la mesa. «Te dejo leer tranquilo mientras inspecciono todo esto», dice, y acto seguido sale.

El papel del periódico está gastado por los bordes, amarilleado por el tiempo y roto en los pliegues. Ignatov lo coge con cuidado, como si fuera una víbora, y lo despliega. Arriba, en la esquina derecha, aparece el sello lila de la biblioteca metropolitana de Krasnoyarsk. En un lado hay dos agujeros que sugieren que el periódico ha sido arrancado de un soporte. El corazón de Ignatov late suave, fríamente. Kuznets no lo engañó cuando prometió ir a la biblioteca.

En la primera plana, a guisa de editorial, un discurso de Kalinin sobre los héroes de la industrialización. Debajo, una carta conjunta de las tejedoras de París a las obreras de la Unión Soviética instándolas a «cubrir de afecto y cuidado» a los soldados del Ejército Rojo. Los desempleados alemanes exigen que se fusile a los saboteadores que retrasan la construcción del socialismo en la Siberia soviética… Las páginas del periódico son ásperas, huelen a polvo y crujen bajo la presión de los dedos de Ignatov. «¡Cumplamos el Plan Quinquenal en cuatro años!». «¡Más acero!». «¡Mimemos la remolacha azucarera!». En los faldones, notas firmadas por corresponsales obreros y campesinos, una oda al tranvía…

Y, de repente, con letras enormes que cubren la doble página destaca el titular: «Una hidra bien alimentada». Toda una galería de fotografías ilustra la información. Ignatov ve rostros desconocidos y también otros que le resultan vagamente familiares (¿se los habría cruzado alguna vez en los pasillos de la GPU de Kazán?). Bakíyev no brillaba por su ausencia: ahí está su rostro severo y solemne. Aparecía sin las gafas y eso hacía que su rostro adquiriera cierto aire soñador, infantil. En la pechera, la plateada orden de la Bandera Roja. Es la fotografía que Bakíyev se tomó para el carné del Partido. Es un largo artículo, fundamentado, que con su pequeña letra de imprenta prosigue en la página siguiente. Esquinada junto al texto, hay una viñeta: un puño recio agarra del cuello a una anciana con ojos desorbitados de cuya cabeza, en lugar de cabellos, sale una docena de culebras. El cuello de la anciana es fino, quebradizo, parece que estuviera a punto de romperse. Las culebras, por su parte, están furiosas como arpías, y apuntan a la mano que se cierra en el cuello, intentando morderla.

Ignatov se aclara la voz. De repente, tiene la garganta seca e irritada.

Ahora sabe por qué Bakíyev le encargó esta misión. No lo mandó por gusto, no. ¿Qué le dijo para convencerlo? «¡Pero si lo estoy haciendo por ti, idiota!». ¿Qué estaba haciendo, exactamente? Pues salvarle la vida. Librarlo del golpe que estaba a punto de caer sobre todos, enviándolo al fin del mundo. Se lo veía tan raro aquellos últimos tiempos, como si no fuera él. Porque sabía lo que se le venía encima. Y aun sabiéndolo, no escapó. Se quedó tranquilamente en su despacho, ojeando expedientes como si tal cosa. Esperando.

Ignatov baja la cabeza y la sujeta entre las manos. «Ay, Mishka, Mishka. ¿Qué será de ti?».

La hidra medio sofocada se agita sobre la mesa.

La puerta de madera recién cepillada se abre de repente. Kuznets asoma con una sonrisa de oreja a oreja dibujada en la cara.

—¿Qué quieres que te diga, camarada comandante? ¡Te felicito! Ese comedor que has montado ahí parece un palacio. Y el hospital de campaña, lo mismo. ¡Los puedes ingresar a todos juntos! Estás organizándoles muy bien la vida a estos explotadores. Ahora ya toca que empiecen a producir algo, ¿no crees? Para merecer un comedor como ése tendrían que trabajar el doble.

Ignatov alisa el periódico con la mano y coloca dos pescados encima.

—Toma asiento, jefe.

—Pensaba que no me ibas a invitar —se burla Kuznets, tomando asiento.

De la voluminosa carpeta de piel que lleva colgada del hombro saca una botella larga, estrecha, transparente.

—Aún no tenemos vasos —explica Ignatov, mientras parte el pescado, seco y duro como un trozo de madera—. Así que beberemos de la botella.

Kuznets hace un gesto displicente con la mano —«¡A mí ya no me gusta beber así!»— y abre la botella. El olor que sale por el estrecho cuello de la botella le produce un enorme placer. Ignatov está clavando en el pescado el cuchillo que improvisaron a partir de una sierra, desgarrando la carne y las espinas encima de la cara de la asustada hidra. El filo se clava en el periódico, corta en tiras la hidra, la hace trizas.

En junio de 1931 el número de habitantes del poblado, que aún no tenía nombre, era de ciento cincuenta y seis personas, un número que incluía a los «viejos» que habían sobrevivido el primer invierno. A ese número había que añadir a diez guardias y el comandante.

Vivían repartidos en tres barracones, que, después de la estrechez del refugio, les parecían amplios y luminosos en grado superlativo. Las paredes estaban hechas de troncos largos y bien cepillados. Tenían las puertas bien sujetas a los goznes. Les habían prometido traer estufas de hierro de la ciudad. Cada deportado utilizaba su propia litera. ¡Cada uno la suya! Todavía las vestían con follaje y se cubrían con la ropa, eso sí. En una de las casas instalaron a las mujeres y los niños. Los hombres ocuparon las otras dos. Los guardias vivían en una pequeña construcción adosada en perpendicular a uno de los barracones. Por último, el comandante se instaló en la propia comandancia, como es debido.

Las cenas las hacían en el comedor (o en «el refectorio», como lo llamaba Konstantín Arnóldovich). Seguían cocinando en la hoguera, pero comían civilizadamente, sentados en ordenadas filas a las mesas de un festivo color amarillo y de madera de pino que todavía olía a resina. Y bajo techo, claro. Tomaban sopa de pescado (habían creado una pequeña brigada de tres pescadores a las órdenes de Luka), en algunas ocasiones caza (muy de cuando en cuando, Ignatov daba permiso a los chicos de la guardia para que se internaran en el bosque a estirar las piernas) y en ocasiones aún más infrecuentes tomaban menestras, bizcochos y macarrones traídos de la ciudad (la ración diaria era escasa, como si la hubieran calculado para alimentar a niños, pero al menos se la daban). A veces tenían la suerte de comer algo de azúcar y en una ocasión les trajeron unas galletas que eran todo un lujo, a pesar de que cuando llegaron estaban duras como piedras. Les daban de comer dos veces al día: la comida se la llevaban al bosque en cubos; la cena sí la tomaban en el comedor. Todavía comían con las cucharas hechas con conchas sacadas del río. Les habían traído platos y jarros de hojalata, pero se habían olvidado de las cucharas. Bueno, ¡no iba a ser por falta de cucharas!

Levantaron un hospital de campaña grande, para diez camas. En la parte anterior estaban la sala de espera y las camillas para los enfermos (Leibe insistió en que fueran camillas y no literas de dos niveles). En la parte posterior había un pequeño local. Wolf Kárlovich se estableció en él desde el primer momento. Inmediatamente después, hizo entrega a Ignatov de una lista de doscientos artículos entre medicamentos e instrumental para el equipamiento del hospital. Éste lo recibió con una sonrisa burlona y al poco tiempo apareció con un maletín semivacío y muy gastado con una cruz roja medio borrada en un costado en cuyo interior saltaban y rodaban algunos objetos. Ciertamente, no sumaban los doscientos artículos, pero algo había…

Según el acuerdo comercial firmado por la OGPU y el Comisariado del Pueblo para la Industria Forestal (el Narkomles), el asentamiento se ponía al servicio del segundo para ser utilizado según los intereses de esa dependencia y, concretamente, en la explotación forestal. Cada mañana, espoleados por los gritos entusiastas de los guardias, los deportados se presentaban al recuento antes de encaminarse a la taiga.

Trabajaban con sierras de doble mango que llamaban boyanas y con hachas (las odiosas sierras de un solo mango habían pasado a la historia) en equipos de tres. Dos echaban abajo los árboles y el tercero podaba las ramas y las ataba en montones. Talaban los árboles para hacer troncos de seis metros de largo, destinados a la construcción, y de dos metros, para cimientos. Los acarreaban en carretas; ellos mismos, los tres trabajadores, tiraban de ellas hasta una suerte de almacén a poca distancia del poblado, donde etiquetaban y aseguraban los troncos.

Volvían ya de noche. La norma diaria que se les exigía (cuatro metros cúbicos de madera por persona) la cumplían muy pocos y las mujeres, nunca, por lo que con frecuencia les reducían las raciones de alimentos. Los «nuevos» se quejaban, mientras que los «viejos» preferían callarse (es lo que hacía Ikónikov) o, como Konstantín Arnóldovich, se lo tomaban a broma. El hambre era desesperante y, después de la cena, eran muchos los que se internaban en la taiga en busca de setas (junto al poblado crecían boletos y champiñones en abundancia y a veces encontraban también níscalos y robellones), bayas (mirtos de bayas negras, en verano, y arándanos, en otoño) o piñones. Tampoco hacían ascos a la atocha (cocían los brotes jóvenes, cuyo sabor recordaba al de las patatas, y el oloroso polen lo disolvían en agua para beberlo) y desenterraban los bulbos carnosos de los lirios.

La administración no ponía reparos a tales afanes. Los guardias que les habían tocado eran muchachos joviales y llenos de entusiasmo. Lo mismo atrapaban un arrendajo para espesar la sopa de la cena que se llevaban a alguna de las mujeres a los arbustos para retozar un rato. Eran muchachos humildes, gente llana. Pegaban a quien les desobedeciera e, incluso, llegaron a matar a uno de un tiro (por estar preparando una fuga o alguna otra cosa). Temían a su comandante (demasiado severo) y cuando se iban al bosque se sentían liberados y podían bajar la guardia.

En el centro del asentamiento habían instalado una valla de propaganda en la que se sucedían carteles de colores vivos que olían poderosamente a pintura. La propaganda servía al propósito de acelerar el proceso de reeducación de la clase explotadora.

En resumen, las cosas seguían su curso en el poblado.

A Zuleijá y Yuzuf les habían cedido literas bajas y lejos de la entrada del barracón, adonde no llegaba la corriente de aire creada por el constante abrir y cerrar de la puerta. Allí mismo tenía su litera Isabella y un poco más allá estaba la de la vieja Yanipa y otros del grupo de Leningrado (los «viejos» intentaban mantenerse juntos siempre que podían). La georgiana Leila, a pesar de su edad y su peso, eligió una litera en el nivel superior y fue necesario asegurar un par de traviesas a modo de escalera para que se encaramara al segundo piso.

A la habilidosa Zuleijá la mantuvieron en la cocina, pero ahora a las órdenes de uno de los nuevos, un hombre todavía joven, pero reseco como la corteza de un árbol, tan cargado de hombros como un jorobado y en cuyo cráneo, que parecía muy frágil y estuvo rapado en el pasado, crecían ahora mechones negros y escasos. Respondía por el nombre de Ashkenazi. Era un hombre taciturno, de ojos apáticos, asustados y entornados, con el mentón doblado sobre el pecho como si ofreciera su nuca rapada a cualquiera que quisiera izarlo tomándolo del cuello. Ashkenazi había sido cocinero en el pasado y por lo que decían un cocinero notable. Nunca sazonaba, sino que aderezaba, no pinchaba, cincelaba, no servía, emplataba, no cocinaba a fuego lento, estofaba, no cortaba, fileteaba. A la sopa la llamaba consomé, a las tostadas, picatostes, al pescado, poisson. Apenas hablaba con Zuleijá, sino que se limitaba a darle órdenes breves, a veces con meros gestos. Y ella le tenía un poco de miedo: Ashkenazi era de los pocos que habían ido a parar al poblado por habérsele conmutado una pena mayor, es decir, que en ese momento debería haber estado cumpliendo condena en la cárcel o en la colonia penitenciaria rodeado de criminales y ladrones. Zuleijá desconocía la naturaleza de sus crímenes, pero, por si acaso, se afanaba en cumplir sus órdenes con presteza y al pie de la letra para no irritarlo. Aun así, trabajar con él resultaba agradable, porque conocía su oficio y trataba a Zuleijá con corrección, sin enojosos cambios de humor.

En un primer momento, Ashkenazi miró con ojo crítico la mano herida de su asistente: ¿no le estorbaría para trabajar? Las yemas de los cinco dedos de la mano izquierda de Zuleijá estaban deformadas, y mostraban unas cicatrices pequeñas y curvas, que parecían comas. «Me lo hice con el molinillo», se adelantó a aclarar Zuleijá antes de que su jefe le preguntara nada. Y después, al ver la habilidad con que se manejaba con las aves y el pescado, Ashkenazi se olvidó.

Entre los dos, se ocupaban de toda la faena que requería la cocina del poblado. Ashkenazi era el maître, como decía Konstantín Arnóldovich, y Zuleijá, su asistente para todo: lavaba, pelaba, desplumaba, evisceraba, despiezaba, cortaba, rallaba, raspaba y volvía a lavar. Y, además, cada día llevaba el almuerzo a los trabajadores de la taiga. Sendos cubos: en una mano uno lleno de comida y, en la segunda, otro con agua potable. Y andando. Iba al primer emplazamiento y volvía al poblado; luego al segundo campo, al tercero… Mientras daba de comer a todo el mundo yendo de un lado a otro, caía la tarde y llegaba la hora de preparar la cena. Cada noche llegaba a la litera a rastras y se desplomaba muerta de cansancio. Y pensaba en la suerte que tenía de que la hubieran asignado a la cocina.

Durante la hambruna que habían sufrido en el invierno, que a Zuleijá no le gustaba recordar, Yuzuf había crecido poco, si es que había crecido algo. Su hijo tenía el pelo débil; la piel azulada y pálida; las uñas quebradizas y translúcidas, como alas de abejas, y no le había salido ningún diente. Se movía poco, y siempre a disgusto, como quien ahorra fuerzas. Miraba con ojos soñolientos y antojadizos. Y no aprendía a mantenerse sentado como es debido. ¡Al menos había sobrevivido! Pero con la llegada del verano, en cuanto apareció el sol y hubo comida, se recuperó y comenzó a crecer. Comía mucho, como un adulto (Ashkenazi se percataba de que Zuleijá le daba de comer demasiado, pero no decía nada, haciendo como que no lo veía). Más adelante comenzó a sonreír, mostrando los dientes anchos y sólidos que al fin le habían salido, y a balbucear las primeras sílabas. Aprendió a permanecer sentado y a gatear deprisa, como una cucaracha. Ahora tenía los cabellos negros y ensortijados, y los pies y las manos se le pusieron ligeramente regordetes. A lo que se resistía con tenacidad era a ponerse de pie y andar. Pronto cumpliría su primer año.

Su apego a la madre era exagerado, enfermizo. Cuando trabajaba en la cocina, Zuleijá sentía constantemente cómo sus manitas vigorosas le tiraban de los bajos del vestido. Yuzuf emergía de debajo de la mesa, acariciaba a su madre y se escondía de nuevo. Cada vez que salía al patio a hacer alguna tarea o bajaba al río por agua, Zuleijá sabía que su hijo la estaría buscando. Y volvía a toda prisa para encontrárselo sentado en el umbral, desgañitándose y pasándose las sucias manitas por la cara llena de lágrimas.

Al principio, Zuleijá probó de llevárselo a la taiga cuando iba a repartir el almuerzo. Pero era un martirio. Cargar de un lado para otro con los dos cubos llenos más el pesado niño de un año resultó una prueba muy difícil, casi imposible. Por si ello fuera poco, cada vez que se internaban en el bosque los mosquitos se cebaban con Yuzuf, y por la noche, atormentado por las picaduras que cubrían su tierna piel, le costaba mucho conciliar el sueño.

Así que un día Zuleijá, haciendo de tripas corazón, se resignó a dejarlo en la cocina. Cuando regresó varias horas después, habiendo dado ya de comer a todo el mundo, abrió la puerta con el corazón en un puño y todo estaba en silencio. Recorrió la cocina buscándolo y lo encontró debajo la mesa, dormido, con la carita inflamada y surcada de lágrimas, hundida en el trapo que ella utilizaba para secar la mesa. Desde entonces, Zuleijá le dejaba su pañuelo para que se envolviera con él, aun cuando ello la obligara a ir con la cabeza descubierta.

Últimamente, Zuleijá hacía muchas cosas que en otro tiempo le habrían parecido vergonzosas, imposibles.

Rezaba poco y siempre deprisa. Durante los días en que sufrieron de hambre se había convencido de que Alá ni los veía ni los escuchaba: si el Altísimo hubiera escuchado siquiera una sola de las miles de plegarias que Zuleijá le elevó entre lágrimas durante aquel terrible invierno, no los habría dejado a ella y a Yuzuf desprovistos de su misericordiosa ayuda. Por lo tanto, era lógico pensar que la mirada de Alá no llegaba hasta aquellos salvajes confines. Vivir sin la permanente atención y la severa vigilancia del ojo que todo lo ve al principio le infundió miedo, como si hubiera quedado huérfana de repente. Pero después se fue habituando y acabó aceptándolo. A veces, por costumbre, enviaba a las alturas celestiales alguna breve plegaria pronunciada atropelladamente, como quien envía una breve carta desde algún lugar remoto, sin esperanzas de que llegue al destinatario.

En el bosque, el urmán, se adentraba sola y durante largo rato para llevar la comida a los leñadores. Desde el primer día en que se internó en él, avanzando a la carrera por un sendero apenas abierto y con el estómago paralizado por el miedo, Zuleijá comprendió que se trataba de un auténtico urmán: sombrío, denso, caótico. Sabía que las plegarias no surten efecto en los bosques, de manera que corría entre los árboles como una sombra, ignorando las ramas que le golpeaban en la cara, apretando con fuerza los dientes, los ojos entornados, muerta de miedo, y con una idea fija en la mente: su hijo la esperaba en el poblado, así que estaba obligada a regresar. Y cada vez regresaba con vida. El urmán no le hizo daño. Pronto se sintió más segura y dejó de correr. Y entonces lo mismo un día veía a una marta que pasaba como una saeta negra sobre las rosadas agujas de los pinos, que otro día vislumbraba las plumas amarillas de un piquituerto que corría a algún lado sobre una rama o, más raramente, la gigantesca cornamenta de un alce navegando hierática entre los troncos rojizos de los pinos. Al final Zuleijá acabó comprendiendo que el urmán era comprensivo con ella y toleraba bien su intrusión. El día que encontró unos arándanos en un tocón recubierto de peludo musgo (arándanos que se guardó enseguida en el bolsillo para llevárselos a Yuzuf) se tranquilizó del todo, porque fue consciente de que el urmán la había aceptado.

Zuleijá no conocía a los espíritus del lugar y, al desconocer la manera de honrarlos, se limitaba a saludarlos cuando entraba en el bosque o bajaba al río. Tal vez también vagara por allí toda suerte de espíritus del bosque y de las aguas: los traviesos shuralé con sus dedos largos, que patrullan los bosques en busca de viajeros perdidos; los odiosos albasty, que salen de debajo de la tierra en cuanto perciben el olor de los humanos; los su-anasy, habitantes de las aguas, peludos y permanentemente húmedos, siempre anhelando arrastrar a alguien hasta las profundidades de los ríos. Zuleijá no se tropezó nunca con ninguno en el urmán, ya fuera porque ninguno de ellos viviera en tales confines del universo o porque fueran más sigilosos y obedientes que sus congéneres de los bosques de Yulbash. Habría podido dejarles algo de comer para ver si así se manifestaban y, tal vez, la tomaban bajo su protección. Pero Zuleijá no quería ni pensar en la idea de privar a su hijo de una porción de alimento —fueran los restos de una menestra, una piel de pescado hervido o los suaves cartílagos de un urogallo— para darlo a un espíritu maligno.

Zuleijá había dejado de recordar a su marido, a su suegra y a sus hijas a diario. No le alcanzaban las fuerzas para un ejercicio de esa índole y las que tenía se las ofrecía todas a Yuzuf. Parecía tonto e irracional emplear los preciosos minutos de su vida en recordar personas ya muertas: mucho mejor era regalarlos a la pequeña criatura que, bien viva, pasaba todo el día esperando los mimos y la sonrisa de su madre.

Ahora Zuleijá trabajaba todo el día junto a un hombre, Ashkenazi, que no pertenecía a su familia (y con ese hombre se rozaba constantemente los hombros y hasta las manos, porque el espacio del que disponían en la cocina de la cantina era muy estrecho).

Todo lo que su madre le enseñó, todo lo que antes, en la vida ya casi olvidada junto a su marido, consideraba justo y necesario, todo lo que constituía la esencia de Zuleijá, el fundamento y el contenido de su existencia, se había disuelto, desvanecido, hecho añicos. Ahora las normas habían saltado por los aires, las leyes estaban patas arriba. Y en sustitución de ellas, habían aparecido nuevas normas y se habían establecido nuevas leyes.

Y, sin embargo, ningún abismo se abría bajo sus pies, ningún rayo le caía desde los cielos a modo de castigo, los demonios del urmán no la atrapaban en su fatal telaraña. Tampoco nadie se percataba de sus pecados: seguramente todos tenían otras cosas de las que ocuparse.

Zuleijá tenía, además, la tarea de llevar la cena a la comandancia cada noche.

Los deportados y los guardias cenaban juntos en el comedor. Lo hacían separados, cada uno en su mesa. Los guardias en las mesas de los guardias. Los deportados en las mesas que les estaban asignadas. Ignatov, en cambio, cenaba siempre en la comandancia, a solas. Almorzar, almorzaba pocas veces y con frugalidad (mascaba unos bizcochos o un trozo de pan), pero quería la cena abundante y caliente.

Después de recalentar los restos del almuerzo en una marmita y enriquecerlos en una escudilla grande con los trozos más apetitosos y grasos de pescado o del guiso del día, Zuleijá lo colocaba todo en una bandeja y lo llevaba del comedor a la comandancia, cuesta arriba, hasta la única construcción en todo el poblado que tenía cristales en las ventanas. El sendero era largo y se tardaba un buen rato en llegar. Zuleijá lo recorría sin prisa, andando despacio, infundiéndose ánimos. A veces se decía que no sabía lo que le sucedía exactamente. Pero, ¡bah! ¡Claro que lo sabía! ¿Qué sentido tenía hurtar el cuerpo a la verdad que tan bien conocía?

Al principio, daba la impresión de que Ignatov ni siquiera reparaba en su presencia. Ella entraba a la comandancia después de llamar a la puerta tímidamente y sin oír ninguna invitación a entrar; a continuación colocaba la comida sobre la mesa, sintiendo que el aire allí era tan espeso y denso como el agua. Después se escurría hasta la puerta y echaba a correr por el sendero, aliviada y llenándose los pulmones de aire, consciente de que algo la hacía retener la respiración allá arriba, como si de veras se encontrara bajo el agua. Durante todo ese tiempo el comandante la recibía de espaldas, frente a la ventana, la vista perdida en el paisaje exterior, o tumbado en la cama con los ojos cerrados. No es que no la mirara: es que ni siquiera movía una ceja.

Hasta que un día la miró. Le dedicó una mirada pesada, punzante. Zuleijá lo advirtió, aun sin levantar los ojos. «¿Está todo bien? —preguntó—. ¿No le gusta el punto de sal?». Ignatov no dijo palabra, ni apartó la vista de ella. Zuleijá salió deprisa y echó a correr cuesta abajo. Cuando recuperó el aliento, seguía sintiendo la mirada clavada en el cuello, en el punto exacto donde le crecía el cabello. A partir de ese día, le llevó la comida con la cabeza cubierta. Él no paraba de mirarla. El aire, más que de agua, parecía estar compuesto de miel. Para atravesarlo, Zuleijá se veía obligada a poner en tensión todos sus músculos y tendones. Y aun así se movía lentamente, como en un sueño. Aunque se hubiera desatado un incendio, Zuleijá no habría conseguido imprimir velocidad a sus movimientos. Siempre abandonaba la estancia cansada, como si volviera de talar árboles y con una sed insaciable.

Pero ella sabía muy bien lo que pasaba. Así la había mirado Murtazá muchos años atrás, cuando, tras convertirse en su mujer, la joven Zuleijá se trasladó a vivir a su casa. El asesino de su marido la miraba ahora con los ojos de su marido.

Lo mejor habría sido no volver a la comandancia, no exponerse más a la mirada de Ignatov. Pero ¿acaso podía evitarlo? ¡No iba a ser Ashkenazi quien le subiera los platos al comandante! Esa tarea era de Zuleijá y de nadie más. Y la siguió realizando. Subía lentamente por el sendero, abría la pesada puerta, se llenaba de aire los pulmones y buceaba entre la miel pegajosa y espesa. Sentía cómo ella misma se iba transformando en miel poco a poco: sus manos, que colocaban la cacerola sobre la mesa y parecían resbalar por ella; sus pies, que avanzaban por el suelo, fundiéndose con él; su cabeza, que ansiaba sacarla de allí, pero se reblandecía, se derretía, se fundía bajo el pañuelo atado con fuerza a su mentón.

El asesino de su marido la miraba con los ojos de su marido y ella se transformaba en miel. Ser consciente de eso le provocaba una vergüenza martirizante, insoportable, monstruosa. Era como si toda la vergüenza pasada y presente se hubiera fundido en una sola, incorporando todos los momentos vergonzosos que había tenido que experimentar en aquel año loco: las muchas noches pasadas junto a cuerpos extraños, junto a hombres extraños, ya fuera en la oscuridad de los barracones o en el vagón de ferrocarril; por el embarazo que vivió a la vista de todos, desde el primer momento hasta el último; por el parto ocurrido en público. Con el fin de sustraerse a tanta vergüenza y superar esos pensamientos enojosos, Zuleijá solía imaginar una enorme tienda negra hecha de pieles de cordero mal curadas y superpuestas, como las yurtas bashkirias. En su ensoñación, tanto la comandancia como el propio Ignatov quedaban dentro de esa tienda cerrada a cal y canto, y con ellos todo lo que era carnal, vergonzoso y feo. Y Zuleijá saltaba a la grupa de un enorme argamak y cabalgaba lejos de allí, sin volver la vista atrás.

Konstantín Arnóldovich llega a la comandancia cuando ha caído la noche y los vecinos del poblado ya han cenado y duermen. Está largo rato arañando la puerta. Al no recibir respuesta, da unas vueltas a la construcción, golpeando el suelo con los pies, hasta que se atreve a asomarse a la ventana. Entonces se encuentra con el rostro severo del comandante, la robusta llama de un pitillo entre los labios. Sentado en el alféizar, fuma.

—¿Y bien?

—Ciudadano comandante —Sumlinski arrastra la c, como reteniéndola en el paladar: «cccciudadano comandante»—: los deportados tenemos un asunto que tratar con usted.

—¿Y bien? —repite Ignatov.

Konstantín Arnóldovich se acerca discretamente, tirando de las solapas manchadas de su chaqueta, a la que no le queda un solo botón.

—Nuestro poblado no tiene nombre.

—¿Qué es lo que no tiene?

—Nombre. Es anónimo, por decirlo así. El poblado existe, pero nombre no tiene. Vivimos en un pueblo habitado que no consta en los mapas ni tiene nombre. Puede que mañana desaparezca, vale, pero hoy, ¡hoy existe! Y nosotros también existimos y estamos aquí. Por eso queremos que nuestra casa tenga un nombre.

—Y agua corriente, fría y caliente, ¿también queréis?

—No, no queremos agua corriente. —Sumlinski suspira con aire serio—. Un nombre no exige ningún gasto material. Como quiera que sea, piense que algún día acabarán asignándole un nombre a este poblado. Y a nosotros… A nosotros, que somos sus primeros habitantes, nos gustaría ejercer el derecho de nombrarlo.

Ignatov da una calada al pitillo. La luz en la punta alumbra como un faro durante un instante los pómulos angulosos de Konstantín Arnóldovich, que enseguida vuelven a ser tragados por la penumbra. Sólo sus ojos siguen brillando en la oscuridad (Sumlinski perdió los quevedos en el bosque en otoño y desde entonces, desprovistos sus ojos del marco dorado que antes los disimulaba, su mirada parece aún más penetrante, incluso podría decirse que ha ganado un aire insolente).

—¿Y qué nombre queréis darle a esto?

Konstantín Arnóldovich sonríe e inclina la cabeza hacia un lado.

—Wila —dice por fin en tono solemne.

—¿Cómo dices?

—Déjeme explicarle —le dice Sumlinski, que ahora imprime velocidad a sus palabras—. Se trata de un acrónimo, de una palabra formada con las iniciales de cuatro nombres. Hemos tomado cuatro nombres: Wolf, Iván, Luka y Avdei. Es decir, la v doble, la i, la ele y la a. Y nos salió Wila. ¡Es así de simple!

Ignatov conoce a tres, pero a ningún Iván. No hay ningún Iván entre los «viejos», de eso no cabe duda. Echa el humo a la oscuridad en la que se oye la respiración algo agitada de Konstantín Arnóldovich.

—Las cuatro personas que nos salvaron la vida este invierno merecen que el asentamiento lleve, de alguna manera, sus nombres, ¿no cree?

Un pez grande da un salto y golpea con fuerza la superficie del Angará.

—Ah, y una cosa más… —Konstantín Arnóldovich avanza un paso hacia la ventana y cruza las manos sobre el pecho—. Ellos no saben que queremos… inmortalizarlos. Ni Wolf Kárlovich, ni Avdei, ni Luka lo saben. Bueno, usted ahora sí lo sabe, claro.

¿Cómo han sabido que se llama Iván? Ninguno lo ha llamado nunca de otra manera que con la expresión «camarada comandante», salvo Gorelov, que alguna vez se ha permitido llamarle «camarada Ignatov». ¿Qué locura es ésta? Ponerle su nombre a una colonia de trabajo. ¡Que antes lo parta un rayo! Ignatov aplasta el pitillo contra una piedra colocada a esos efectos en el alféizar y clava el pitillo en la penumbra.

—No —dice.

—¡Eso sí! Oficialmente, propondremos otra explicación para el nombre —dice Sumlinski y apoya las manos resecas en el marco de la ventana—. Comprendemos la situación, no se vaya a creer usted que no… Declararemos que hemos nombrado el asentamiento en honor de Vladímir Ilich Lenin: ¡Vi-la!

Y esconde una risita, cubriéndose la boca con la palma de la mano.

—No —repite Ignatov—. Con Lenin o sin Lenin, aquí no quiero villas principescas.

—¡Estupendo! —se alegra Konstantín Arnóldovich, entusiasmado como si acabara de recibir una felicitación—. ¡De hecho, ya contábamos con que usted no aceptaría ese nombre! Y preparamos otro plan… Una propuesta, a ver cómo lo digo, más… clandestina.

—Váyase a dormir, Sumlinski —lo invita Ignatov sujetando la hoja de la ventana abierta.

—¡Siem Ruk, Siete Brazos! —grita con entusiasmo Konstantín Arnóldovich a la ventana que se cierra—. Porque entre los cuatro tenéis siete brazos, precisamente. Llamémosle así al poblado y nadie descubrirá jamás el origen del nombre. ¿Me entiende? Y, encima, se trata de un nombre eufónico y quién sabe si único…

La ventana se cierra con un chasquido. A través del cristal, se puede ver la silueta magra y de hombros caídos bajando por el sendero a la carrera.

Sumlinski no puede hablar más a tiempo. Dos semanas más tarde, durante una de sus habituales inspecciones a sus dominios, Kuznets se deja caer por el poblado y le suelta a Ignatov:

—Le vamos a dar un nombre a tu pueblo, comandante. A partir de ahora se llamará Angará-12. Y así constará en los mapas…

—Ya tenemos nombre —le replica Ignatov sorprendido de sus propias palabras—. En invierno, de puro aburrimiento, le buscamos uno.

—¡Caray! ¡Haberlo dicho antes!

—¿Ahora me vienes con ésas? ¡Tampoco me lo preguntaste!

—Bueno, tú ilústrame: ¿cómo hay que llamaros ahora? —pregunta Kuznets, clavándole una mirada atenta, inquisitiva.

Siem Ruk, Siete Brazos —responde Ignatov, tras unos instantes de silencio.

—Suena muy rebuscado eso, ¿no? ¿No vendrá por casualidad de un pope ese nombre?

—¡Anda ya, hombre!

—¡Lo que oyes! Ese nombre vuestro me huele a superstición religiosa, que lo sepas. A serafines de seis alas y demás bichos de ésos.

—¡Tú eres un idiota, Kuznets, por muy jefe que seas! —exclama Ignatov. Hace un tiempo han pasado a llamarse por los nombres de pila, pero cuando discuten echan mano de los apellidos—. Mi contingente lo integran puros tártaros y mordovinos y chuvasios. Éstos puede que no hayan visto un pope en toda su vida y menos aún oído hablar de tus serafines…

—¡Qué demonios! —dice Kuznets agitando el brazo con desdén—. ¡Que se llame Siem Ruk y punto!

Y así el nombre que inventó Sumlinski toma vida y va pasando de documento en documento, de instancia en instancia. Aparece en la lista extraordinariamente larga de localidades recién fundadas (para entonces ya hay un centenar de ellas en la Siberia oriental) que llega a la mesa del presidente del Comité Regional del Partido en Irkutsk para su aprobación. La distraída mecanógrafa del Departamento de Impresión, enormemente contrariada porque la víspera no pudo comprar unas medias de hilo de Persia al precio de tres rublos que ofrecían en el mercado negro y anhela poseer, comete un error al teclear el nombre y omite la e en la palabra Siem. Las listas son aprobadas y, más tarde, el linotipista encargado de componer el texto en la imprenta corrige lo que creyó una errata. Así, de ahí en adelante, en todos los indicadores y mapas el poblado queda registrado con un nombre ligeramente distinto, pero igualmente eufónico: Semruk.

La primera vez ocurrió a finales de julio. Zuleijá se quedó estupefacta. Acababa de entrar a la cocina cargada con sendos cubos de agua y los llevó hasta la mesa de despiece, donde Ashkenazi, doblada la cerviz, ejercía su magia sobre los pescados abiertos en abanico ante él.

Yuzuf, que esperaba a su madre junto a la puerta, avanzó hacia ella a gatas, como una fierecilla, y se desplomó de repente; se quedó muy quieto, como si le hubieran pegado un tiro. Su madre corrió, lo agarró, lo sacudió. El niño tenía pálido el semblante, los labios grises y algo azulados, no respiraba. Ashkenazi le gritó: «¡Corre al hospital de campaña!». Y ella enseguida levantó el cuerpecito frío e inerte y echó a correr como un bólido.

Leibe estaba examinando a un anciano al que se le caía la piel a tiras por culpa del hambre, como la corteza de un abedul. Zuleijá colocó al niño sobre la mesa, entre el anciano y el propio Leibe, tratando de explicar algo, pero incapaz de pronunciar palabra. El doctor examinó al niño, lo auscultó, frunció el ceño y le inyectó un líquido de olor acre con una larga jeringa, delgada como un dedo.

—Ha sido una suerte que nos trajeran los medicamentos y las jeringas el mes pasado —dijo.

Apenas un minuto después Yuzuf volvía en sí, aunque los ojos se le cerraban de sueño. Zuleijá no paraba de aullar, incapaz de recuperar la calma.

—Bueno, bueno, que ya está… —dijo Wolf Kárlovich sosegándose; se abrió un poco la camisa y bebió una taza de agua—. Si vuelve a ocurrir, me lo trae enseguida…

Zuleijá volvió a la cocina con Yuzuf a cuestas. Todo se mecía a su alrededor, mientras ella abrazaba a su hijo, no se cansaba de abrazarlo. Se puso a limpiar pescado, pero cada dos por tres miraba debajo de la mesa, adonde se había arrastrado el soñoliento Yuzuf. ¿Estaría bien? ¿No se habría vuelto a desmayar? El niño dormía hecho un ovillo. Zuleijá acercaba a él la cabeza y prestaba oídos a su respiración. ¿Respiraba? «Yo le daría el día libre, Zuleijá, pero eso podría incomodar a la administración», se disculpó Ashkenazi. Ésa fue la frase más larga que le dijo a Zuleijá jamás.

Unas semanas más tarde volvió a ocurrir. Fue de noche, cuando madre e hijo se estaban acomodando para dormir. Lo llevó al médico a la carrera. Leibe le puso otra inyección.

A partir de entonces, Zuleijá dejó de dormir por las noches. ¿Cómo iba a dormir sabiendo que aquello podía repetirse en cualquier momento? Pasaba la noche tumbada al lado de su hijo, escuchando el sonido de su respiración, velándolo.

Las salidas a la taiga para llevar la comida a las brigadas se convirtieron en un suplicio para ella. Corría cargada con los dos pesados cubos sin poder apartar de su mente las enojosas preguntas: «¿Y si le está pasando ahora? ¿Y si le pasa dentro de un minuto? ¿O de dos?». Ashkenazi no se enteraría de nada. ¿Cómo se iba a enterar si nunca levantaba la vista de la mesa de trinchar? Y Yuzuf se pasaba el día escondido debajo de la mesa. Cada vez volvía bañada en sudor, con el corazón en un puño y se tiraba de cabeza bajo la mesa: ¿estaba vivo? Ya no atendía como antes la faena de la cocina. Temía que Ashkenazi se quejara al comandante y acabaran mandándola a trabajar junto a los demás. Pero su jefe resultó ser un hombre de buen corazón y no dijo nada.

Y, en efecto, una noche de agosto sucedió de nuevo. Con los ojos bien abiertos, Zuleijá miraba a su hijo en la oscuridad y escuchaba su respiración, semejante al cabeceo de una barca mecida por las olas: inspira, expira, inspira, expira, sube, baja, sube, baja. El cansancio acumulado durante las últimas semanas tiraba de ella hacia las profundidades de un sueño oscuro. Bastó que cediera al peso de los párpados y los cerrara un instante para que todo se volviera dulzura y confort, para que se zambullera de cabeza en el abismo. El agua la mecía suavemente, acariciándola, y de repente, el rostro de Ignatov, sereno y cariñoso, apareció junto a ella. «Dame la mano —le decía—, ¿no ves que te ahogarías en este mar de miel?». Y sí, todo alrededor se había coloreado de ámbar, de oro. Sacó la punta de la lengua y probó: ¡era miel! Y ese sabor fue lo que la despertó. En la boca, el sabor dulzón y la saliva espesa. Y todos los sonidos —la respiración de los vecinos, los ronquidos y los estremecimientos de quienes dormían— venían de lejos. A su lado, todo era silencio, quietud.

Yuzuf había dejado de respirar.

Se puso a sacudirlo. No, no respiraba. Echó a correr hacia el hospital de campaña llevándolo en brazos. Iba descalza, con las greñas revueltas. En el firmamento, el enorme círculo de la luna parecía una tenké, el aire soplaba con fuerza desde el Angará, sus pies pisaban piñones, palos, piedras, tierra. No sentía nada. Llamó primero a la ventana delantera, golpeándola con tal fuerza que casi hizo saltar el cristal (en esa época las ventanas del hospital de campaña ya tenían cristales). Nadie respondió. Ahí se dio cuenta de su error y echó a correr, rodeando el edificio, hacia la parte posterior, la habilitada para vivienda.

Leibe saltó de la cama con el pelo revuelto y cubierto sólo con unos calzoncillos que el uso había vuelto transparentes. Encendió la lámpara de queroseno y colocó a Yuzuf en su cama. El niño ya tenía heladas la punta de la nariz, la frente y las manos. Después de recibir la inyección comenzó a respirar, a toser y a llorar. Acunado en los brazos de su madre, se calmó por fin y se quedó dormido. Los brazos de Zuleijá temblaban de mala manera, tanto que estuvo a punto de dejar caer al niño.

—Déjelo aquí —le dijo Leibe en un susurro—. Y cálmese, se lo ruego.

Zuleijá colocó a Yuzuf sobre la almohada del doctor (un gorro de piel vuelto al revés). Las piernas se le doblaban, incapaces de aguantar su peso. Se sentó, las rodillas apoyadas en el suelo de tablas recién cepilladas, el cuerpo reposando sobre la cama, el rostro vuelto hacia los deditos de su hijo, calientes otra vez.

—Esta vez hemos vuelto a superarlo —le dijo Leibe y le tendió una taza de agua—. Es una suerte que lo haya advertido usted a tiempo, porque unos minutos más y…

Zuleijá agarró de pronto la mano arrugada y salpicada de manchas negras del doctor y la acercó a sus labios. El agua de la taza se derramó en el suelo.

—¡Pare inmediatamente! —protestó Leibe airado, apartando la mano—. ¡Bébase el agua!

Zuleijá cogió la taza. Sus dientes rechinaron al golpear la hojalata. El ruido fuerte, insistente, podría despertar a Yuzuf. Dejó el agua. «Ya me la beberé después», pensó.

—Doctor —le dijo en un susurro, aún de rodillas, y sorprendida de que esas palabras estuvieran saliendo de sus labios—, permita que Yuzuf y yo nos quedemos a vivir aquí en el hospital. Yo no podría soportar que a mi hijo le pasase algo. No nos eche, por favor. Deje que nos quedemos. Sálvenos. Yo se lo haré todo aquí: lavaré, lo tendré todo limpio, iré a por bayas. Y le ayudaré también con los enfermos, lo que sea. Todo con tal de que Yuzuf pase las noches aquí, cerca de usted.

—Puede quedarse, si quiere —aceptó Leibe, encogiéndose de hombros—. Siempre que el comandante no se oponga, claro.

Media hora más tarde Zuleijá había trasladado sus escasos bártulos al hospital de campaña. Yuzuf no había tenido tiempo de despertarse y ella ya estaba de vuelta. De hecho, el niño durmió plácidamente hasta el amanecer acomodado en la almohada de piel del doctor.

Leibe fue a hablar con el comandante, antes de que éste le preguntara nada. Le dio parte de la situación, le aseguró que el paciente requería ingreso. Sostuvo que esa situación no tenía por qué afectar en lo más mínimo la productividad de Zuleijá Valíyeva. Ignatov no mostró ningún contento, pero tampoco se opuso.

A Zuleijá y Yuzuf les fue asignada una litera, que fue separada del resto por medio de una cortina. Viniendo del ambiente enrarecido del barracón, el aire del hospital, que olía a fenol, alcohol, enebro, hojas de airela, hierba de San Juan y romero, les pareció limpio, fresco. En las mañanas Zuleijá corría a la cocina con Yuzuf a cuestas. Ya de noche volvía al hospital y, renunciando a sus antiguas excursiones en busca de níscalos y boletos, hacía la limpieza. Fregaba los suelos, las paredes, las mesas, los bancos, las ventanas y las literas (incluyendo las que estaban desocupadas): libraba una denodada batalla por la higiene. Después, pasaba a la parte que ocupaba Leibe, donde sacaba brillo al suelo de tarima y a la enorme estufa de ladrillos y barría el portal. Lavaba la ropa del doctor en el Angará. Aprendió a esterilizar los vendajes y el rudimentario instrumental médico de Leibe, hirviéndolos en una marmita.

—¡No se esfuerce usted tanto, oiga! —protestaba Leibe alzando los brazos—. ¡Váyase a descansar de una vez!

Se turnaban para velar el sueño de Yuzuf. Leibe aseguraba que, siendo de dormir poco, como todos los viejos, se le daba bien hacer guardia por la noche. Zuleijá no habría podido conciliar el sueño si se tratara de otra persona, pero confiaba ciegamente en el doctor y se hundía en la espesa penumbra de la noche con la mente en blanco, sin sueños que recordar después.

Un día el doctor le propuso que dejara a Yuzuf en el hospital cuando fuera a repartir la comida a las brigadas que faenaban en el bosque, un ofrecimiento que Zuleijá aceptó agradecida.

El día que hospitalizaron a un hombre con la piel de un amarillo verdoso, asaltado por constantes episodios de tos convulsa y unas manchas oscuras bajo los ojos, Wolf Kárlovich le ordenó que se trasladara a la parte que ocupaba él. Zuleijá se sintió confusa —¿qué diría la gente?—, pero cuando sus ojos se encontraron con la mirada severa del doctor, corrió a llevar sus cosas a la parte posterior del hospital de campaña, detrás de una puerta recia.

Eso sucedió a finales del verano. Comenzaba el segundo año de vida en Semruk.

Zuleijá coloca la marmita llena de vendas en la estufa caliente. Las enjuaga y las lava en las aguas del Angará, siempre en un agua helada que le deja las manos agarrotadas, adoloridas. Por eso le resulta tan agradable pegarlas después al lado caliente de la estufa, volver a notar el latido de la sangre en las palmas de las manos y sentir la piel en las yemas de los dedos. El fuego devora con apetito el último leño, crepita en el fondo de la estufa manchada de hollín. Mientras el agua alcanza el punto de ebullición, le da tiempo a correr al patio por más leña. No es que sea necesario hervir demasiado los vendajes, pero a Zuleijá le gusta cocerlos bien para dejarlos blancos como la nieve.

Yuzuf está jugando en el suelo con unas figuritas de arcilla esculpidas por Ikónikov. Hay un muñeco barrigón como un huso exageradamente gordo y con los labios tan gruesos que parecen vueltos del revés, un pomposo pájaro con cresta, patas hirsutas y unas alas ridículas nada aptas para volar y un pez grande y pesado con ojos enormes e insolentes y una mandíbula inferior muy pronunciada. Son juguetes magníficos, pues al no ser ni muy grandes ni muy pequeños, se acoplan a las manos de Yuzuf. Tampoco pesan y, lo más importante, parecen vivos. Por si fuera poco, gozan de una gran ventaja: las piernas, las alas y las aletas que el niño, en sus juegos, arranca, tienen la costumbre de crecer de nuevo cada vez que Ikónikov pasa por el hospital a hacer algún recado.

Zuleijá se dispone a salir al patio, aprovechando que su hijo, entretenido en hacer chocar las frágiles frentes de arcilla del ave y el pez, los eternos contrincantes, no se percatará de su ausencia. Pero la puerta se abre sola un instante antes de que ella la empuje. Una silueta alta y oscura, enmarcada por los rayos de sol que golpean el rostro de Zuleijá, se dibuja en el hueco de la puerta. El viento agita el vestido amplio que le llega a los pies. El bastón nudoso golpea el umbral con rabia.

Es la Vampira.

Entra en la isba. Elevando la nariz, aspira el aire de la habitación con sus grandes narinas.

—Aquí huele a algo —dice.

Zuleijá recula de golpe, esconde con su cuerpo a Yuzuf, que juega sentado en el suelo. El niño, en apariencia ajeno a la llegada de la Vampira, gatea, farfulla alguna cosa, ataca con el pez que aprieta con fuerza en su manecita al ave que retrocede ante la dura ofensiva enemiga. La recién llegada avanza, olfateando ruidosamente y golpeando con el bastón todos los objetos que se interponen en su camino, como si los viera. Una silla rueda por los suelos con gran estrépito, un cubo vacío cae del banco, caen también las vasijas de arcilla que esperaban alineadas sobre la mesa.

—¡Sí, aquí huele a algo! —repite la vieja con voz fuerte, insistente.

En la isba flota un fuerte olor a estufa, a las piedras ardientes y a las vendas que hierven. También huele un poco a humo, a leños secos y a madera recién cortada. Hay además un ligero aroma a fenol y alcohol y los mazos de hierba colgados del techo despiden un olor a especias y flores.

La vieja se aproxima. Zuleijá ve las cuencas vacías y blancas de sus ojos, cubiertas de un velo azulado y fino como la piel de un pescado, y atravesadas por una tupida red de finísimos capilares rojos, los cabellos lacios y ralos del color del polvo, partidos por una raya perfecta que arranca en la misma frente, y recogidos en sendas trenzas, delgadas como cuerdas.

La Vampira continúa inspirando el aire con la nariz alzada, las narinas vibrando como aletas. Con la punta del bastón alcanza los bajos del vestido de Zuleijá y los levanta, dejando al descubierto sus piernas; las tiene tan blancas que en la penumbra que reina en la isba parecen lámparas encendidas (desde el pasado otoño no lleva pantalones, porque los convirtió en pañales para Yuzuf). La vieja sonríe. Al alzarse, las comisuras de sus labios se pierden entre las profundas arrugas de su rostro.

—Ya sé a qué huele —dice—. Aquí huele a fejishé, a puta.

A Zuleijá jamás la llamó así. Un calor asfixiante, desagradable, brota de su pecho y trepa por su cuello, sus mejillas y su frente, hasta alcanzar la coronilla.

—¡Sí! —repite la Vampira alzando la voz—. Aquí huele a la puta que sueña por las noches con el ruso Iván, el asesino de mi Murtazá…

Zuleijá niega con la cabeza, frunce el ceño. ¿Qué puede replicar a eso?

—¡La misma puta que, encima, vive amancebada con un alemán, un infiel llamado Wolf!

—Tengo un hijo que criar —musita Zuleijá con la garganta seca—, un hijo que precisa cuidados. Ya está en el segundo año de vida y aún no camina, ni siquiera se tiene en pie. ¡Y es tu nieto!

Zuleijá da un paso al lado, dejando al descubierto a su hijo, como si la Vampira pudiera verlo. El niño continúa jugando como si tal cosa: ahora el pez y el ave, apretados en sus manitas, han unido fuerzas y combaten hombro con hombro contra el muñeco, en minoría y con un brazo de menos.

La Vampira aparta el bastón del vestido de Zuleijá con repugnancia, como si los pecados de su nuera pudieran mancharlo.

—Has olvidado las leyes de la sharía y las leyes de los hombres. Siempre se lo dije a Murtazá, que no valías para nada, que eras sucia de cuerpo y mente…

—Murtazá está muerto. ¡Tengo derecho a tomar otro marido!

—Pasas la noche bajo un mismo techo con otro hombre a la vista de todos. ¿Cómo se llama la mujer que se comporta así? ¡Puta y nada más que puta! —concluye y lanza un pesado escupitajo al suelo.

—¡Me convertiré en la esposa legítima del doctor!

—¡Fejishé! ¡Puta! ¡Puta! —repite la Vampira, y mece la cabeza. Los pesados pendientes que le cuelgan de las orejas tintinean dulcemente.

—¡Juro que lo haré! —Zuleijá se lleva el brazo a la cabeza, cubriéndose los ojos para protegerlos.

Cuando baja el brazo, ya no tiene a nadie delante. Yuzuf continúa entretenido con sus juguetes de arcilla. Los leños crepitan en la estufa, terminando de arder. El agua bulle con fuerza, desborda el cubo y cae con estrépito sobre las piedras ardientes. Zuleijá se sienta en el suelo, junto a su hijo. Hunde la cara en las manos y gime dulcemente, como un cachorrillo.

El último día del verano las nubes son blancas y fugaces, como las flores del manzano, y el Angará se muestra sombrío, coloreado de ese azul oscuro casi negro que asoma a través de la masa de agua en los días especialmente cálidos y soleados. Hay un calor suave, seco, otoñal.

Zuleijá camina por un sendero del bosque. Lleva a Yuzuf sujeto a la espalda, un cesto en una mano y una vara en la otra. Las agujas de los pinos forman un tapiz rojizo que cruje bajo sus pies. Crujen también las primeras hojas caídas, frágiles y amarillentas. Ha sido una suerte que hoy la hayan dejado ir a la taiga en busca de bayas con las que preparar una compota. Ahora la noche cae cada vez más pronto y después de cenar no va a internarse en el bosque. El cocinero había tomado una decisión valiente, porque podían pasarse muy bien sin compota el día siguiente: ni era festivo, ni se esperaba visita de la jefatura. Simplemente, sintió pena por ella y le dio el día de fiesta. Es consciente de que estos últimos tiempos la mujer anda como loca, duerme poco, trabaja por tres.

Zuleijá teme alejarse demasiado del poblado (nunca se sabe cuándo Yuzuf volverá a darle un susto), de manera que dirige sus pasos al pinar donde crece un arándano que conoce muy bien. Avanza por los grandes cantos rodados, cruza el arroyo de aguas cantarinas (ella lo llama, para sus adentros, Chishmé), sigue su cauce hasta llegar al pie de un gran peñón donde se ha abierto un amplio claro (el Calvero redondo, para sus adentros). Aquí, al abrigo de un espigado abedul atacado por un rayo y flanqueado por un destacamento de pinos de tronco rojizo, se esconde un lugar rico en bayas. Hay arándanos en abundancia, con tantos frutos como estrellas en el cielo de una noche clara. Basta sentarse a cogerlos. Los frutos son pesados y de color lila. Parecen recubiertos por una capa de terciopelo rojo. Cuando los toca, queda una mancha oscura en su cuerpo redondo. Son jugosos, dulces, melosos. Zuleijá se harta de comerlos y Yuzuf, lo mismo. El niño sonríe y sus dientecitos manchados de tinta brillan. Están sabrosos los arándanos, pero lo que más le alegra es que su madre pase tanto rato ocupándose de él, en lugar de marcharse enseguida.

—Bueno, ya está, ulym —dice Zuleijá limpiándole el mentón bañado en el zumo rojo de la fruta—. Ya hemos jugado bastante y ahora me toca trabajar.

Zuleijá extiende el chal a la sombra de los pinos y sienta a Yuzuf sobre él. Después, se cubre el cabello con un pañuelo para protegerse del sol. Y empieza a andar con paso de caracol, recogiendo los frutos. Ha llevado consigo un cesto grande, hondo, pero si se afana lo podrá llenar hasta arriba.

Yuzuf farfulla alguna cosa, contándole algo a las florecillas (todavía no ha aprendido a hablar, no ha dicho una sola palabra, sólo balbucea). Le gusta hablar a las flores, observarlas. Al principio, Zuleijá tuvo miedo de que le hubiera salido idiota. Pero los ojitos de su hijo miran con inteligencia, con criterio. Y decidió que ya hablaría algún día, cuando le diera por hacerlo. Y si resulta que es mudo, pues lo querrá igual, y le dará de comer y lo criará lo mismo. Ay, si consiguiera tenerse en pie y comenzara a andar…

Apartando con los dedos las ramas negras y las redondas hojas verdes, Zuleijá recoge las pesadas bayas, engordadas por el sol. De repente, en medio del follaje de un verde intenso asoman dos botas: negras, nuevas, relucientes de betún. Están tan cerca que si estirara la mano podría tocarlas. Zuleijá levanta la vista lentamente. Al término de las cañas altas de las botas, se alzan las perneras de los pantalones de montar, anchas y grises. Sigue una camisa parda bien sujeta por un cinturón de cuero rojizo. Dos manos. En una, una escopeta de caza de cañón largo y pulido. Más arriba, dos bolsillos en el pecho para la munición. Entre ellos pasa una fina cinta de cuero que sujeta la funda del arma. Más alto aún, brillan al sol los botones que cierran el cuello de la camisa, impecablemente ajustado. En el cuello de la camisa hay cosidos sendos galones de color frambuesa. Los hombros son anchos. Y ya en lo alto de todo, justo debajo de la cúpula celeste, un rostro enmarcado por el nimbo de la gorra: la copa es azul y la cinta que lleva en la base de un rojo intenso.

Y la está mirando fijamente. Es Ignatov.

Las agujas del pino que se alzan sobre la cabeza de Zuleijá vibran al unísono, empujadas por la suave brisa. En la hierba, los saltamontes cantan de un modo ruidoso, estridente, ensordecedor. Las abejas zumban volando sobre el claro, pesados abejorros silban volando de flor en flor. Ignatov apoya el fusil en un tronco de un rojo intenso, como inflamado por la luz del sol, se quita la gorra y la deja caer al suelo. Se desabrocha el primer botón de la camisa. Y también el segundo y el tercero. Se libera del cinturón y de la correa que lleva cruzada sobre el pecho y sujeta a la cintura. Se quita la camisa por encima de la cabeza.

Zuleijá, sin abandonar la posición en cuclillas, recula.

La hierba seca del otoño cruje bajo sus piernas. Las semillas maduras producen un singular tintineo.

Ignatov avanza un paso y se sienta en la hierba. Su rostro se separa de la bóveda celeste y se va aproximando hasta quedar junto a ella. Estira el brazo: la palma de su mano realiza un viaje largo, infinito, hasta posarse en la mejilla de la mujer. Sus dedos tiran de las puntas del nudo que sujeta el pañuelo. La tela cede fácilmente, el nudo se deshace y el pañuelo se suelta, se descuelga por sus mejillas, dejando el cabello al descubierto. Ignatov la toma por las trenzas y tira de ellas. Zuleijá las sujeta con las manos y tira a su vez, resistiéndose. El hombre hunde los dedos en su pelo y las tiras de cabello se aflojan, se destrenzan.

—Sabes bien que te espero, que te espero todas las noches —le dice.

Su cuerpo despide un olor seco a calor y a tabaco.

—Pues no me esperes más.

Si pudiera soltar el cabello atrapado entre sus dedos… Pero son tan fuertes. Y ardientes, como aquella vez en el bosque de Yulbash.

—Eres una mujer, ¿no? Necesitas tener a un hombre.

La piel de su cara es lisa; las arrugas finísimas, como pelillos. En la frente ha quedado la huella de la gorra: una tenue línea roja.

—Yo ya encontré a un hombre.

Sus ojos son de un gris claro, con un tono verdoso en el fondo y las pupilas grandes y negrísimas.

—¿Qué hombre es ése?

Y su respiración es limpia, como la de un niño.

—Mi marido legítimo. Ayer me casé con él. Con el doctor.

—Mientes.

Su cara se coloca a un palmo de la de ella. Zuleijá frunce el ceño, apoya los talones y se impulsa, rueda por la tierra. Después se pone en pie de un salto y agarra la escopeta, apoyada contra un árbol. Apunta a Ignatov.

—Es mi marido ante los demás y ante el cielo —le dice, y hace un gesto con el cañón indicándole que se aparte—. Y yo soy su esposa.

—Baja el arma, tonta —le dice él desde el suelo—. Se te va a escapar un tiro.

—¡Su esposa fiel!

—¡Baja el arma de una vez!

—¡Y tú deja ya de perseguirme por el bosque!

Zuleijá entorna los ojos y prueba a fijar a Ignatov en la mirilla. El fino extremo del cañón tiembla, paseándose de un lado a otro. Ignatov suspira y se deja caer de espaldas en la hierba alta.

—¡Serás tonta, mujer!

Finalmente, Zuleijá consigue atrapar la escurridiza mirilla y afina la puntería. Mueve despacio el cañón, fijando la mirada en el objetivo que cae dentro de la mirilla: el mundo, visto de esa manera, parece más nítido, más brillante, más profundo. La hierba sobre la que se ha tumbado Ignatov parece más verde y jugosa; las mariposas que revolotean por el claro, más grandes y bonitas. De los saltamontes sujetos a los tallos de hierba, Zuleijá distingue hasta los dibujos a modo de telarañas en las alas translúcidas y las esferas irisadas de sus ojos pequeños y protuberantes. Después viene la nuca de Yuzuf, sus orejas como dos pétalos rosados, donde los capilares crean una trama marmórea, la gota de sudor que se descuelga de los cabellos negros y se dispone a caer sobre la blanca nuca. Y, por último, un triángulo peludo y pardo: la jeta de un oso.

El oso está en la linde del claro. Un oso enorme con el pelaje brillante. Mira a Yuzuf con desgana. La nariz, un círculo húmedo, le tiembla. Los dos colmillos inferiores asoman por sus belfos, como dedos abiertos.

—Iván, ¿cómo se dispara esto? —pregunta Zuleijá.

Tiene la garganta seca, como llena de arena.

—¿En serio me quieres dejar aquí seco? —pregunta Ignatov malhumorado, incorporándose apenas. Al darse la vuelta, ve al oso.

—Descorre el seguro antes —le dice en un susurro.

Las manos húmedas de Zuleijá resbalan sobre la superficie fría y pegajosa del arma. ¿Dónde está el seguro? El oso gruñe suavemente y mira, alternativamente, al niño que tiene delante y a Zuleijá e Ignatov, paralizados a lo lejos. Yuzuf tiene los ojos clavados en la fiera.

Zuleijá tira del seguro. Se oye un clic. El oso gruñe más fuerte y se levanta sobre las patas traseras. Ahora es una poderosa mole peluda. Levantado, deja ver su vientre de un tono más claro y atravesado por rayas más oscuras, el pecho echado hacia delante, las garras como hoces curvas en las que acaban las largas patas delanteras, tan largas que casi llegan al suelo. La bestia enseña los dientes: la lengua rosa y negra asoma entre los colmillos amarillos. Yuzuf chilla de contento y también se pone de pie.

Zuleijá aprieta el gatillo y el disparo retumba. La culata le pega un doloroso golpe en el hombro que la tira hacia atrás. Un intenso olor a pólvora le inunda la nariz. El gritito de susto de su hijo ha sonado como la piada de un pajarillo.

El oso da un paso en dirección a Yuzuf. Y otro. Y aún otro más… Cuando cae desplomado, la hierba se aparta hacia los lados en amplias olas sucesivas. Todavía durante unos instantes la mole peluda se agita como una inmensa porción de gelatina, hasta quedar inmóvil para siempre. Yuzuf mira a su madre perplejo, antes de volver la vista a la fiera abatida.

—Chsss… —Ignatov va separando uno a uno los dedos de Zuleijá, petrificados sobre la culata—: Ya está, ya está…

Cuando libera la escopeta por fin, la deja a un lado. Zuleijá no se percata de ello: sólo tiene ojos para ver cómo Yuzuf, vacilando sobre sus piernecitas arqueadas, avanza hacia el oso muerto. Un paso, otro, otro más…

Una película opaca ha recubierto el brillante ojo del oso. De los colmillos amarillos se descuelga una espuma espesa y gris. Yuzuf se coloca frente al animal y palmea su abrupta frente. Después, agarra una oreja peluda y tira de ella, antes de volverse hacia su madre y echarse a reír con alegría, firmemente plantado sobre sus dos piernas.