LA TIENDA NEGRA
Un tronco enorme, como mínimo de metro cúbico y medio, con el corte amarillo bien a la vista, gira sobre sí mismo por el lugar señalado en la ribera del río y cae al agua. Corren a recibirlo, lo sujetan con los brazos, lo apartan de la orilla. Lo llevan hacia el centro del río, hasta que el agua les llega al cuello y lo dejan ir. El Angará se hará cargo de él y lo conducirá a su destino. Los madereros, de pie en las barcas y armados con largas varas, van modulando el curso de los troncos, juntándolos y empujándolos al centro del río. Los troncos que se apartan del rebaño son capturados con los ganchos fijados al extremo de las varas y devueltos al redil. La larga caravana de troncos seguirá río abajo en dirección a la desembocadura del Angará, hacia la rada. Y los madereros irán tras ellos. Allí los esperan en barcas para capturarlos y conducirlos por el río Yeniséi hasta el aserradero de Maklakovo.
Los vecinos de Semruk transportan los troncos por el agua durante el estiaje, cuando las aguas del río bajan (es peligroso hacerlo en las aguas altas, porque los troncos pueden romperse). Unos se ocupan de hacerlos rodar por la tierra hasta el lugar señalado en la orilla. Otros los agarran ya en el agua y los conducen durante los primeros metros. Y otros, los más fiables, los más aptos, los conducen hasta Maklakovo acompañando a los madereros.
Hoy el trabajo ha empezado antes de que aparezcan las primeras luces del alba y la superficie del Angará ya está cubierta por los oscuros lomos de los troncos, como si una bandada de gigantescos peces avanzara a trompicones por un arroyo. Cuando el sol alcanza su cenit, los rodadores en tierra están tan bañados en sudor como mojados los receptores dentro del río, y el primer destacamento de madereros ha desaparecido tras un recodo del río, de camino al Yeniséi.
—¡Atención todos! ¡Pausa para la comida!
Todos se dejan caer al suelo, exhaustos. Unos miran los montones de troncos restantes; otros, los troncos que se alejan llevados por la corriente; algunos contemplan el despejado cielo de julio. Las cucharas tintinean. El adulterado tabaco de liar apesta. Desde la altura donde están, se divisa perfectamente el muelle de Semruk, donde está amarrada la lancha marrón brillante de Kuznets, y se ve al hombre que, castigado por la resaca, apenas se tiene en pie mientras se dispone a embarcar. A su lado, un Ignatov a medio vestir e igualmente borracho se agarra a él, le grita, hace aspavientos con los brazos, como si le exigiera o le implorara algo. Gorelov, entretanto, sujeta al comandante, ayudando así a Kuznets a escurrir el bulto y saltar a la embarcación. «¡No aguanto más! ¡Déjame marchar! ¡No puedo continuar aquí!», se oyen a lo lejos los gritos implorantes de Ignatov.
—Qué par de hijos de perra —murmura uno de los rodadores con una voz cargada de odio.
La bacanal que tuvo lugar la noche anterior en Semruk en la que los jefes borrachos abrieron fuego sobre algunos de los vecinos ya es conocida como Noche de Walpurgis. Por suerte, no se saldó con ningún muerto, aunque sí con varios heridos.
Por fin, la lancha se aparta del muelle y va ganando velocidad, entre las toses del motor, y, rodeando con cuidado los troncos que flotan en el agua, toma el camino del recodo. Gorelov suelta al comandante y se lleva las manos al pecho, en señal de disculpa. Ignatov, sordo, salta a un botecito que cabecea en el agua y comienza a remar en la estela de la lancha. El bote es minúsculo, una simple cáscara de nuez, y vuela deprisa sobre las crestas de las olas. La corriente acaba arrastrándolo hasta el centro del río y lo coloca en la cola del rebaño de troncos.
—Chocará con los troncos y lo harán papilla —dicen algunas voces con indiferencia.
Los espectadores levantan la vista de las escudillas. Algunos aguzan la mirada y se cambian de sitio para ver mejor; otros siguen comiendo, ajenos al ajetreo. Los troncos crujen de forma ruidosa y amenazadora al chocar unos contra otros en la caravana flotante.
Ignatov tarda demasiado en percatarse del peligro que corre. Rema con todas sus fuerzas, pero ya es imposible alejarse de los troncos y el bote se clava en la masa brillante que flota en medio del río. Intenta apartar los troncos con el remo, pero éste se quiebra enseguida. Durante unos instantes, parece que Ignatov se está hundiendo en el bote, que su estatura se reduce, pero de repente ya no se le ve, ni a él ni al bote. Su cabeza rubia asoma un momento entre la espuma y los troncos, pero eso es todo.
—Muérete, cabrón —pronuncia con claridad un tipo delgado y bajito vestido con una ropa que no podría ser más harapienta y que responde al nombre de Zaseka.
Pero de repente alguien sale de detrás de uno de los montones de troncos, se tira al río de cabeza, empuja una de las barcas de los madereros, se sube a ella y sale disparado en dirección al remolino que forman los troncos y la espuma. Es Luka. Los demás observan desde la ribera alta cómo el agua lo empuja de un lado a otro. Plantado sobre sus piernas arqueadas, clava la vara una y otra vez en el Angará, revolviendo el agua. Parece que se hunde, pero él se inclina hacia un lado y otro y va avanzando tenazmente entre los troncos, se mete entre ellos, buscando el punto donde se vio asomar por última vez la cabeza de Ignatov. De repente, suelta la vara y se inclina sobre el agua.
—¡¿Lo tienes?! —gritan algunos.
Y ahí los hombres dejan las escudillas, las cucharas y los pitillos que no han acabado de fumar y corren al río donde se empujan y se pegan codazos con el agua por la cintura. Varias barcas surcan el Angará, corren junto a la orilla llevadas por la corriente, cargadas de gente lista para echar una mano, para ayudarlos a salir del abrazo de los troncos. Arrojan cuerdas, alargan varas, gritan…
—¡Vamos, vamos! —grita Gorelov desgañitándose, mientras sus botas chapotean en la orilla y agita los brazos buscando llamar la atención de la cabecita pelirroja que aparece y desaparece en mitad del Angará.
Luka consigue atrapar una de las cuerdas que le han lanzado y la barca es remolcada a duras penas hasta la orilla. Por fin, arrugada como un barquito de papel y casi inundada de agua, la suben al muelle de Semruk. Es un agua espesa y de color rojizo y en el fondo de la barca, con las piernas dobladas caprichosamente, como las de una marioneta y echando espuma mezclada con sangre por la boca, está tumbado Ignatov…
Recupera la conciencia ya de noche, como si le hubieran pegado un puñetazo. Se sienta en el camastro. ¿Dónde estoy?
Un gorro hecho de vendajes apretados le cubre la cabeza. Tiene la mano derecha inmovilizada contra el hombro. La pierna izquierda le pesa como si la llevara enyesada. La luz blanquecina de la luna lo cubre todo alrededor, las almohadas, los cuerpos de los que roncan. Ah, claro, está en el hospital. Tiene la impresión de que ya lleva días aquí; semanas, tal vez. Se despierta cada noche, recupera la conciencia, atormentado, y recuerda el pasado. Al rato, ya sin fuerzas, se deja caer y se queda dormido otra vez. Los rostros de Leibe, Gorelov y algunos enfermos aparecen y desaparecen. A veces siente que le han metido una cuchara en la boca y él, obediente, bebe el agua fresca que le ofrecen o el bodrio caliente, que baja enseguida por su garganta. Su mente, entretanto, está ocupada por pensamientos vagos, líquidos, viscosos…
Pero esta noche todo parece diferente. Su mente se ha aclarado y las ideas en ella son firmes, precisas y veloces. Su cuerpo, a la vez, se siente sorprendentemente fuerte. Con la mano sana, Ignatov busca el nudo cerrado bajo su mentón, tira de una punta y lo desata, rasga las vendas que le cubren la cabeza y se libera del gorro. Aún tiene que arrancar en la oscuridad dos trozos de algodón adheridos a la cabeza.
Un suave vientecillo que se cuela por la ventana roza su cráneo rapado, acariciándole dulcemente la piel. ¡Al fin libre!
Ignatov se apoya en el borde de la cama para bajar los pies al suelo. La pierna derecha obedece mal que bien y sale de debajo de la manta, pero la izquierda, inmóvil, le pega latigazos de dolor. Aparta la manta de golpe y ve que la tiene envuelta en un vendaje apretado, como si fuera un recién nacido envuelto en un pañal. Le falta la mitad del pie.
Respirando rápida y pesadamente, Ignatov observa la pierna vendada. Después se da la vuelta y descubre una muleta recién cepillada que espera apoyada a su cama. Nunca había visto muletas en Semruk, así que la habrán fabricado especialmente. ¿Para él, tal vez? Se incorpora y se impulsa con todas sus fuerzas en la oscuridad. Se oye el ruido de algo que cae y el tintineo de los frascos. Uno de los enfermos se incorpora, maldice y deja caer la cabeza sobre la almohada. Se hace de nuevo el silencio.
Ignatov se queda un instante sentado escuchando su propia respiración. Después se impulsa y consigue levantarse sobre una pierna con la que avanza dando saltitos hacia el lugar donde ha oído caer la muleta. Sí, ahí está. Junto a la pared. Se inclina y la agarra. Es una muleta fuerte y desprende un intenso olor a resina de pino. Por suerte no se ha roto. Han enrollado trapos alrededor de los travesaños donde reposarán las axilas para suavizarlos. Y en la base han clavado el tacón de un zapato para que no haga demasiado ruido. Está muy bien hecha la muleta, la verdad. Se han afanado y eso es de agradecer. Ignatov se la acomoda bajo la axila y avanza hacia la salida cojeando. Se oyen unos pasos detrás de él: desde la parte del hospital destinada a vivienda aparece el doctor. Se ve que acaba de saltar de la cama. Se frota los ojos.
—¡¿Pero adónde cree que va?! —le grita—. ¿Y el trauma craneal? ¿Y los puntos de sutura? ¿Y las fracturas? ¿Y la pierna?
Ignatov golpea la puerta del hospital con el tacón de la muleta. La puerta se abre con estruendo y el comandante sale a la noche.
Desde esa noche el comandante se quedó en su casa. Leibe subía una vez al día hasta la comandancia a examinarlo. Y Zuleijá acudía por la noche a cambiar los vendajes. Llegaba con los ojos bajos, dejaba en el suelo la palangana de agua caliente y al lado de ésta ordenaba las vendas que había lavado y hervido la víspera. Ignatov la miraba sentado en la cama. ¿La esperaba?
Ella comenzaba por la cabeza. El doctor le había prohibido enfáticamente al comandante quitarse las vendas de la cabeza. Y éste protestó acaloradamente al principio, pero acabó transigiendo. Eso sí, ya no le confeccionaban un turbante con las vendas, sino que se limitaban a rodearle la cabeza con un sencillo vendaje. Zuleijá imponía las palmas de las manos sobre la nuca caliente que comenzaba a cubrir una pelusa espesa y rubia, salpicada aquí o allá por las canas, y desenrollaba la larga venda. Con un trapo humedecido en agua caliente avanzaba por la piel suave, siguiendo el curso zigzagueante de los todavía frescos puntos de sutura cosidos con hilo color rojo Burdeos, y después la secaba. Lavaba las cicatrices con un aguardiente de olor amargo y volvía a vendarlas con gasas limpias.
Seguidamente, les llegaba el turno a los brazos. Ahogándose por el esfuerzo, Zuleijá sacaba la indócil camisa que apretaba el torso corpulento y ardiente de Ignatov, una tarea en la que él no ayudaba, ni siquiera con su mano sana. Y veía cómo los inmensos cardenales iban cambiando de color, decolorándose, y desaparecían. Observaba cómo se abría paso de nuevo la piel limpia, la piel clara. Zuleijá recordaba los hombros peludos de Murtazá, el pelo rizado que cubría su vientre, su tronco poderoso como el de un árbol, su torso igual de ancho a la altura de los hombros que en la cintura. Ignatov lo tenía todo distinto: los hombros angulosos y desequilibrados; el torso largo y el talle fino. Zuleijá le quitaba la venda y lavaba su brazo pesado y dócil, con dos heridas cosidas con puntos de sutura (él fruncía el ceño, pero aguantaba el dolor), y también los hematomas y los arañazos en el pecho, las costillas, la espalda. Debajo del omóplato brillaba la profunda cicatriz de una vieja herida. Zuleijá apartaba siempre la vista para no verla, como si la avergonzara mirar un secreto cuya contemplación no le estaba destinada. El trapo seco. El aguardiente. La venda nueva. La camisa por encima de todo el vendaje.
Dejaba la pierna para lo último. Primero colocaba una palangana junto a la cama y se ponía de rodillas. Después, descubría el muñón y lo lavaba, mientras sentía la pesada mirada de Ignatov clavada en su cráneo. Él aguantaba la respiración, gimiendo quedamente. No lo atormentaba tanto el dolor como la rabia. Zuleijá recordaba la época en que le lavaba los pies a Murtazá. Lo que tenía su marido no eran pies, sino unas patazas enormes, anchas y gruesas. Los dedos de sus pies eran largos y estaban separados unos de otros. De tanto andar por la tierra, la piel de las plantas, ennegrecida, se despegaba en capas que se deshacían en las manos como la corteza de un árbol. Ignatov, en cambio, tenía el pie largo y estrecho y la piel de la planta seca, lisa, fuerte. Seguramente, también tendría unos dedos muy bonitos. Pero eso Zuleijá no lo sabía con certeza, porque no había tenido ocasión de verle el pie sano.
El resto de su cuerpo lo conocía muy bien, porque se lo había aprendido de memoria.
Lavar, secar, frotar con aguardiente, vendar.
Ignatov siempre permanecía en silencio, mirándola. Ella tenía la impresión de que él aspiraba su olor. Y le parecía también que allí reinaba un insoportable olor a miel. El agua caliente olía a miel. Las vendas y hasta el aguardiente, lo mismo. Y el cuerpo de Ignatov. Y su cabello. Todo olía allí a miel.
La clave estaba en no levantar los ojos del suelo. En no tocar demasiado su piel. En no girar la cabeza. En barrer las gasas sucias, fregar el suelo que había ensuciado y salir de allí, escapar a toda prisa para bajar al Angará a lavar en el agua helada los vendajes y refrescarse las manos, las mejillas y la frente. Apretar las mandíbulas, entornar los ojos, convocar mentalmente una tienda negra con la que cubrir la comandancia, como con una gran alfombra, y echar a correr con todas sus fuerzas, como lo haría un veloz argamak. Y al día siguiente volver a calentar agua y tomar el sendero que subía hasta la comandancia, donde ya la estaría esperando Ignatov sentado sobre la cama hecha.
Así transcurre el resto del verano, hasta que llega el otoño.
En septiembre, el doctor autoriza a retirarle los vendajes. Ya para entonces las cicatrices se han curado y aclarado. Ese día Zuleijá debe visitar al comandante por última vez para quitarle las vendas que tiene en la cabeza y los brazos. Dejarán el vendaje del muñón un tiempo más, pero ahora, ya con las dos manos libres, Ignatov podrá ocuparse de cambiarlo sin ayuda.
Zuleijá llega con la caída del sol, como siempre. Apretando contra el vientre la palangana de agua caliente, golpea suavemente con el pie la puerta; ésta cede y se abre. Zuleijá entra y deja sobre la mesa la palangana envuelta en una espesa nube de vapor. Ignatov no la espera sentado en la cama. Está de pie junto al alféizar, con la espalda recostada a la pared, y la mira fijamente desde su altura de cíclope.
—He venido a quitar las vendas —dice Zuleijá a la palangana.
—Quítelas, si a eso ha venido.
Zuleijá se aproxima a Ignatov. ¡Mira que es alto! Más alto que Murtazá, eso seguro. La venda blanca que le cubre la cabeza como un turbante está pegada al techo.
—No llego —dice.
—Claro que sí —le asegura él.
Zuleijá se pone de puntillas y echa la cabeza hacia atrás. Palpa con los dedos la nuca erizada de pelos que bien conoce y comienza a desenredar el vendaje. Hace calor en la comandancia, como si la calentara una estufa.
—Tienes los dedos helados —observa Ignatov.
Su cara está muy cerca. Va desenrollando la venda en silencio. Lo consigue por fin. Baja los brazos y se acerca a la mesa. Respira de nuevo. Coge un trozo de gasa limpio y lo sumerge en el agua hirviendo. Regresa a la ventana llevando en la mano el trapo que chorrea y despide vapor.
—Pero si no veo nada —se queja.
—Usa las manos.
Zuleijá alza el trapo y cubre con él el cráneo desnudo y la recia nuca. Las gotas de agua caliente corren por su antebrazo, mojan las mangas del kulmek. Sí que tiene las manos heladas, por mucho que las meta en agua caliente.
Ignatov lleva la camisa por encima del brazo vendado. Tan sólo el brazo sano está metido en la manga. Por lo general, se quita el cinturón antes de que llegue Zuleijá, pero hoy se lo ha dejado puesto. A ella le cuesta soltar la apretada hebilla de cobre. Se atormenta un buen rato trajinando con ella hasta que al final lo consigue y el cinturón cae al suelo tintineando. Enfadada, Zuleijá tira de la apretada camisa hacia arriba con todas sus fuerzas, desnudando el cuerpo grande e inmóvil.
—A ver si me vas a lastimar el brazo sano —le dice Ignatov sin sonreír. Y añade enseguida—: Quédate conmigo.
Zuleijá desenreda deprisa y con rabia las vendas largas, interminables. La ira hace que sus manos se templen, ardan, se fundan, y siente el fuerte olor a miel que la rodea, que la calienta. El brazo de Ignatov ha quedado libre del vendaje. Él mueve los dedos con cautela. Después levanta la mano y ciñe con ella el cuello de la mujer.
—Quédate conmigo —repite.
Ella se libera bruscamente, recoge los trapos desperdigados por el suelo, agarra la palangana y, tropezando y salpicando agua, corre hacia la puerta.
—¡¿Y quién me va a lavar las cicatrices?! —le grita él.
A modo de respuesta, Zuleijá se da la vuelta un instante y arroja el agua caliente de la palangana contra su pecho blanco y lampiño.
Esa noche Zuleijá no consigue conciliar el sueño. Tumbada en el camastro, escucha los sonidos que salen de las tinieblas: la respiración regular de Yuzuf, que duerme recostado en su hombro, los suaves ronquidos del doctor que duerme en su rincón, el aullido del viento en la estufa. Hace calor. Un calor sofocante.
Zuleijá se levanta y bebe agua del cucharón con avidez. Después se echa la chaqueta sobre los hombros y sale de la isba. La noche es clara, estrellada. La luna alumbra como una farola. De su boca sale un vaho de un blanco lechoso.
Baja a la ribera del Angará y allí se queda un rato mirando la cinta amarilla que la luz de la luna traza sobre la corriente; el avance del agua la rompe en añicos que despiden destellos. Escucha el golpear de la espuma contra las piedras de la orilla y el chapoteo de algún animal en el margen opuesto. Se aprieta las trenzas y se las echa sobre la espalda. Se lava la cara con agua fría. Es hora de volver a casa.
Mientras regresa por el camino, Zuleijá repara en un punto brillante de luz roja en lo alto de la colina, junto al edificio de la comandancia. Es Ignatov, que está fumando. Cada dos por tres el punto se hace más grande y brilla más, y acto seguido se empequeñece y se apaga. Centellea como un faro: la está llamando. Y Zuleijá obedece a la llamada.
Ignatov la ve desde lejos. Deja de fumar y la luz se va apagando lentamente entre sus dedos. Zuleijá se detiene ante el portal y lo mira a la cara; Ignatov está sentado en la escalera. Las trenzas de Zuleijá le cuelgan sobre el pecho. Primero suelta una. Y después la otra. Ignatov sacude un brazo: es el pitillo que ha ardido hasta el final quemándole los dedos. Se incorpora y echa a andar hacia el interior de la isba apoyado en la muleta.
La puerta abierta chirría, vacilando sobre sus goznes. Zuleijá sube los escalones, pero aún se detiene un momento. Estira el brazo, aparta la cortina pesada y suave al tacto que despide un fuerte olor a piel de cordero, y ahora sí avanza hacia el interior de la tienda negra.
Dentro de la tienda negra el tiempo se daba la vuelta como un calcetín y dejaba de transcurrir en línea recta para hacerlo de forma oblicua y transversal. En ese tiempo Zuleijá nadaba como un pez que surcaba las olas: ora parecía desaparecer, completamente disuelta; ora emergía de nuevo para colmar las fronteras de su cuerpo. A veces, cuando cerraba a sus espaldas la crujiente puerta de la comandancia, tardaba unos instantes en percatarse de que ya había amanecido. En otras ocasiones, con la mano descansando en las anchas espaldas de Ignatov y la cara hundida en la base de su cuello, Zuleijá percibía el lento, interminable flujo de los minutos, marcados por el ruido de las escasas gotas que caían en el cubo desde la boca de cobre del lavamanos. Entre una gota y la siguiente, transcurría la eternidad.
Dentro de la tienda negra no había sitio para el miedo o los recuerdos: las gruesas pieles que la conformaban defendían muy bien a Zuleijá tanto del pasado como del futuro. Allí dentro sólo existían el hoy y el ahora. Y ese ahora que estaba viviendo era tan intenso y tangible, que a Zuleijá se le humedecían los ojos.
—Dime algo, no estés tan callada —le exigía Ignatov acercando su cara a la de ella.
Ella lo observaba con sus ojos verdes, recorría con la yema del dedo su frente perfecta, donde las arrugas eran finas líneas que cruzaban de lado a lado, sus pómulos abultados y lisos, su mejilla, su mentón.
—Eres tan bello —le decía.
Y él:
—Pero ¿acaso se le puede decir algo así a un hombre?
Zuleijá tenía la sensación de que no había dormido ni una sola vez en todo ese otoño. Esperaba a que su hijo se quedara dormido, le plantaba un beso en la cabecita caliente, salía como un bólido del hospital y subía por el sendero que la conducía hasta la lucecita roja que todas las noches la llamaba con fervor, la convocaba. No pegaban ojo en toda la noche. Las noches, de hecho, siempre les parecieron cortas. Y en cuanto amanecía, Zuleijá bajaba a cuidar de su hijo, que todavía dormía, y de ahí se iba al bosque, a cazar. De noche, al volver de la cacería, la esperaba la limpieza del hospital… No tenía tiempo para dormir. Ni falta que le hacía. No le flaqueaban las fuerzas, sino que, por el contrario, cada vez se sentía más plena de energía, más llena de ánimo. No andaba, sino que volaba. No cazaba, sino que recogía lo que la taiga le ofrecía. Y se pasaba los días enteros esperando la llegada de la noche.
Y no sentía ninguna vergüenza. Todo lo que le habían enseñado e inculcado desde niña había pasado a un segundo plano o, directamente, se había esfumado. Y lo nuevo que vino a sustituirlo barrió todos los miedos, de la misma manera que las crecidas arrastran las hojas muertas y las ramas arrancadas.
«La esposa es el campo en el que el marido siembra las semillas de su descendencia —le enseñó su madre antes de mandarla a la casa de Murtazá. Y añadió—: El campesino ara la tierra cuando le apetece hacerlo y la ara hasta que se le acaban las fuerzas. El campo jamás puede contradecir al arado». Ella jamás había contradicho a su marido. Cada vez que su marido la poseía, ella apretaba los dientes y aguantaba la respiración. Zuleijá vivió muchos años sin saber que aquello podía ser de otra manera. Ahora lo había descubierto.
Su hijo sabía que algo estaba ocurriendo. La miraba a los ojos en busca de respuestas. Se tornó taciturno, introvertido. Tardaba en quedarse dormido, dando vueltas en la cama, reteniendo a su madre. Y, mientras tanto, crecía y maduraba deprisa.
Ese otoño a Yuzuf le tocó ir a la escuela. Reunieron a los dieciocho niños que había en Semruk en una misma clase con dos filas, la de los mayores y la de los menores. Les impartían las lecciones a todos a la vez. Y contaban con apenas cinco manuales (de aritmética) para toda la clase. ¡Menudos manuales, eso sí! Acababan de salir de la imprenta, las páginas crujían al pasarlas, olían deliciosamente a tinta tipográfica. Un tal Kislitsin, que había llegado en la última remesa de «nuevos», hacía las veces de maestro. Unos decían que era académico; otros, que había sido un pez gordo del Comisariado de Educación. Cuando Yuzuf, que ya había aprendido a leer con Isabella, leyó el nombre del autor que constaba en la portada del manual —Ya. Z. Kislitsin— se acercó sorprendido a Yakov Zavialich: «Compartís el mismo apellido», le dijo. «Así es», le respondió el maestro sonriendo con tristeza: «Somos tocayos perfectos, absolutos». A Zuleijá la complacía que su hijo se pasara el día en la escuela, donde lo vigilaban y alimentaban. Por las noches, cuando él la ayudaba en la limpieza del hospital, solía preguntarle si le gustaba. Y el niño le respondía que sí, que mucho. Y estaba bien que así fuera: aprender las letras y los números le sería de provecho.
La atormentaba pensar que su hijo había dejado de ser el destinatario de todo su cariño, que los besos que daba por la noche eran más ardientes y abundantes que los que su hijo recibía durante la tarde, que Yuzuf podía asustarse si se despertaba en plena noche, que ella le ocultaba un secreto. Por eso ahora lo abrazaba más fuerte y más rato. Por eso lo cubría de besos y de mimos. A veces, Yuzuf, agobiado por las caricias maternas, se zafaba con brusquedad, y después la miraba de reojo, temeroso de haberla ofendido. Pero siempre encontraba la sonrisa amplia y feliz que le dedicaba Zuleijá.
Mientras tanto, en Semruk ya empezaban a darse cuenta de algo. A Zuleijá la traía sin cuidado lo que dijeran. Lo cierto era que se relacionaba con muy pocas personas, y todas del grupo de los «viejos», y se pasaba el santo día cazando en el bosque. De hecho, de no haber sido por Gorelov, Zuleijá no se habría dado cuenta de que su relación con Ignatov comenzaba a llamar la atención.
Gorelov la abordó un día, de buena mañana, cuando Zuleijá marchaba a la taiga. Para entonces el hombre tenía casa propia, una pequeña aunque sólida isba (Gorelov fue el primero en levantarse una isba en el «sector privado», que en apenas dos años, rodeada por una tapia y con cristales en las ventanas, transmitía cierto aire de prosperidad). Junto a la isba, había levantado una suerte de cenador en el que le gustaba pasar el rato observando a los vecinos que caminaban por allí.
Una gris mañana de otoño en que Zuleijá avanzaba por las calles todavía desiertas de Semruk, Gorelov ya fumaba en el cenador. Resultaba evidente que si se había levantado tan pronto para apostarse allí era precisamente para propiciar aquel encuentro a solas. Nada más verla la abordó:
—¡Buenos días, cazadora! ¿A la taiga a por la cuota del plan?
—Allá voy.
—Siéntate un ratito aquí, que tengo una cosa que hablar contigo.
—No tengo tiempo para eso: me esperan las fieras. Pero di lo que tengas que decir.
Gorelov se levantó del banco (por debajo de la túnica que llevaba sobre los hombros destacaban una camiseta sucia y las piernas como dos cerillas embutidas en un calzón y calzadas con unas botas torcidas), rodeó lentamente a Zuleijá con sus andares obsequiosos, la examinó como si la viera por primera vez.
—Pues sí que se ha buscado una buena mujercita este Ignatov —dijo como si hablara para sí mismo—, una mujercita de muy buen ver. ¡Buena pesca! Ay de mí, que no supe darme cuenta antes de lo que valía…
Zuleijá sintió cómo la sangre le hervía en las venas.
—¿Se te ofrece algo?
—Concretamente de ti no quiero nada, muchachita, así que puedes seguir con tus amoríos cuanto te plazca. Pero tendrás que pasar a verme de vez en cuando para hablar de nuestro comandante. Ya sabes que a veces pierde la cabeza y los jefes me han encargado que lo vigile. Y tú, cazadora, no querrás malquistarte con los jefes, ¿no es cierto? Digo, si es que quieres seguir formando parte del equipo de caza en lugar de malograrte talando árboles.
Gorelov clavó en ella sus ojitos achinados y Zuleijá vio por primera vez de qué color eran exactamente: negros como un tizón.
Aglaya salió de la isba a la carrera. Llevaba una vieja pelliza sobre un traje beis, unos zapatos toscos, las greñas pelirrojas formando tirabuzones que señalaban en todas direcciones. Traía la chaqueta enguatada de Gorelov. Se la arrojó sobre los hombros y le dio unas palmaditas en el pecho, mientras le decía en tono familiar: «¡A ver si te me vas a resfriar!». Después les lanzó una mirada celosa a los dos antes de darles la espalda y correr de vuelta a la casa. Aglaya llevaba un año conviviendo con Gorelov, sin preocuparse por disimularlo. Por el contrario, más bien se esforzaba por que todo el mundo supiera la naturaleza de la relación que los unía.
Zuleijá enderezó el fusil que le colgaba del hombro y siguió su camino.
—Bueno, ¿qué? ¿Pasarás a verme? —le gritó Gorelov.
—¡No! —respondió ella apretando el paso.
—¡Espero que no tengas que lamentarlo! Y no olvides que tienes un hijo. ¿Lo recuerdas, verdad?
Zuleijá se volvió y miró a Gorelov fijamente un buen rato. Después le dio la espalda bruscamente y se perdió entre los árboles.
Unos días después, Gorelov daba un paseo por el bosque. Le gustaba pasear durante las horas de trabajo, cuando ya había dado todas las instrucciones, todos trabajaban sudando la gota gorda, los metros cúbicos de madera olorosa a resina caían a tierra uno tras otro con estruendo y los troncos iban siendo apilados en montones. Entonces era un buen momento para alejarse, tomar el fresco y, sobre todo, apartarse del ruido de las sierras, que le embotaba la cabeza.
Gorelov caminaba lentamente por la taiga otoñal. Iba golpeando con el bastón las ramas de los escaramujos para hacer caer las bayas color rubí. Se mirase como se mirase, la idea de encargarle el trabajo de reclutar agentes era muy buena. Kuznets había demostrado ser un tipo muy inteligente al descubrir el talento que se estaba desaprovechando allí. No había pasado un mes desde la memorable charla en los baños y Ikónikov ya redactaba sus notas breves y llenas de palabras rebuscadas, la contable de la oficina escribía detallados informes con su caligrafía escolar, el ayudante de cocina, sudando de miedo, le repetía las frases dejadas caer por Ashkenazi mientras preparaba la comida y muchos otros, en su mayoría analfabetos, acudían a verlo por las noches para hacerle confidencias y hablar, sin más, de la vida. Tenía todos los frentes bien cubiertos: los taladores, los oficinistas, el comedor y el club. El único objetivo que se le resistía era el comandante.
Gorelov atizó un bastonazo a la afilada cúspide de un hormiguero. Las hormigas se alborotaron. Como es natural, nadie le había encargado vigilar a Ignatov, pero a él se le ocurrió comprobar si podía hacerlo. La sola idea de que una mujer que apenas una hora antes había estado tumbada debajo del comandante acudiera a él, todavía caliente y oliendo a hombre, precisamente a él, un bandido de poca monta, y le repitiera las palabras precisas que éste le había dicho le provocaba un grato bienestar en el estómago. Era el mismo placer que le producía acostarse con Aglaya: se imaginaba a Ignatov acariciando los bucles gruesos y rojizos, la espalda llena con un lunarcito en el omóplato, y hundía la cara en el cuello blanco y suave de la mujer mientras lo inundaba un intenso calor al constatar que todo aquello ahora era suyo y sólo suyo.
Si Zuleijá le contara al comandante la conversación que habían mantenido, Gorelov podía tener problemas. Pero estaba seguro de que sabría callársela. Temería por su hijo.
Gorelov arrojó lejos el bastón y se sentó bajo un pino torcido. Una brisa ligera le sopló en la cara. Le llegó el sonido de las sierras y los gritos apagados de los trabajadores desde la distancia. Muy bien. Que trabajaran.
De repente, percibió un pequeño estremecimiento delante de él. Una ardilla negra, pero que ya vestía el erizado forro gris que la protegería del frío en invierno, correteaba por el suelo con las afiladas orejas levantadas en punta. Gorelov se metió suavemente la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el pitillo que se había guardado por la mañana, se lo colocó entre el pulgar, el corazón y el índice y chasqueó la lengua: «Ven a por tu regalito». El animalito adelantó el aguzado hocico, se acercó a saltitos, agitando su brillante naricilla. Gorelov se llevó la otra mano a la espalda y, buscando a tientas, encontró una piedra pesada entre las raíces del pino y se la acomodó en el puño.
La ardilla ya estaba a un palmo de distancia. Sus ojillos marrones brillaban, adelantó sus deditos negros y arrugados hacia la mano rugosa de Gorelov. Él apretó con más fuerza la piedra que escondía y aguantó la respiración: «Un poco más, bonita, venga…». En eso retumbó un disparo: ¡pum! Ahora la ardilla tenía una mancha de un rojo parduzco donde antes tenía los ojos y estaba tumbada, muerta, sobre la hojarasca oscura.
Gorelov se quedó sin aliento y por un instante pensó que el disparo le había dado a él. Con la garganta oprimida, como sujeta con tenazas, aspiró el aire con dificultad, tragó con esfuerzo. Continuaba percibiendo el suave pitillo en una mano y la pesada piedra en la otra. ¿Estaba sano y salvo?
Unas ramas crujieron en un extremo del calvero y una figura menuda asomó entre los serbales. Se acercaba deprisa. Gorelov sintió una gran gota de sudor frío que le bajaba por la nuca y corría por debajo de la camisa siguiendo la línea de la columna vertebral.
Zuleijá se echó el fusil a la espalda, sin detenerse. Llegó hasta la ardilla, se acuclilló con las piernas muy abiertas, como lo habría hecho un hombre, y levantó del suelo el guiñapo sin vida antes de ensartarlo en una cuerda que llevaba sujeta a la cintura. A Gorelov lo miró de arriba abajo, a quemarropa. Después se dio la vuelta y se perdió de nuevo en el bosque.
Cuando el sonido de sus pasos se perdió en la espesura, Gorelov se llevó a la boca el pitillo que todavía sujetaba entre los dedos y con mano temblorosa rebuscó una cerilla en los bolsillos. La encontró por fin y la frotó contra la suela del zapato. La cerilla se partió y él la arrojó lejos. Después, escupió el pitillo.
¡Menuda víbora! ¿Quién lo habría pensado? ¡Con lo poca cosa que parecía! Gorelov se recostó en el tronco rugoso del pino, entornó los ojos y expiró profundamente. Al diablo el comandante…
Aquel año la nieve llegó tarde, a finales de octubre, pero cayó deprisa y de golpe, transformando en un solo día el otoño en invierno. Las fieras ya habían echado su abundante pelaje invernal marcando así el comienzo de la temporada de caza. Por primera vez, Zuleijá no se alegraba de ello. Le costaba horrores apartarse del pecho ardiente de Ignatov, renunciar al peso de su brazo y correr a la fría mañana que azuleaba fuera. Abandonar la comandancia en carne viva. Y ya no encontraba el contento de antes cuando se deslizaba veloz sobre la nieve con los esquís, el viento helado le golpeaba la cara o la fierecilla peluda aparecía de repente en la copa de un pino. Los fríos días de invierno se le hacían largos como años. Tenía que hacer un gran esfuerzo para soportar el paso del tiempo, sufría en la larga espera. Por eso en cuanto el sol enrojecía anunciando el ocaso, el aire se espesaba, y las nubes se coloreaban de lila, corría de vuelta a casa. Aunque pasaba primero por el hospital, sus ojos ya estaban puestos en lo alto de la colina, en el alto portal donde la lucecita ardiente y minúscula se encendía una y otra vez, dominada por la impaciencia.
Esa noche Ignatov le dijo:
—Vente a vivir conmigo.
Ella alzó la vista y encontró sus ojos en la penumbra.
—Coge al chiquillo y venid los dos.
Zuleijá volvió a reposar la cabeza sobre su hombro, sin decir palabra.
Esa mañana nevó copiosamente. La tempestad fue tan fuerte y la nieve tan abundante que atascó la puerta y cegó las ventanas con una impenetrable capa blanca. Al pasar por la chimenea, el aire aullaba como una manada de lobos. Con ese tiempo los taladores no saldrían al bosque, ni los cazadores a la taiga. El vendaval los arrastraría.
Zuleijá colocó su dedo en la sien de Ignatov.
—Por fin voy a poder contemplarte a la luz del día.
Y decía la verdad: era capaz de pasarse el día entero mirándolo.
—¡Como si hubiera algo que ver! —se burló él y pegó su rostro al de ella—: ¡A ver si vas a acabar viendo más de la cuenta!
Cuando se apagaron todos los sonidos del exterior —las voces, los golpes de las hachas, el gong del comedor—, Zuleijá apartó la cabeza de la almohada. El silencio era tan absoluto que parecía que la comandancia estuviera instalada en medio del desierto. A través de las ventanas parcialmente cubiertas de nieve, apenas conseguía colarse la luz amarillenta y opaca. Ignatov dormía tumbado sobre la espalda. Zuleijá tiró de la manta que se había ido escurriendo y le cubrió el pecho.
La nieve crujió suavemente bajo los pasos de alguien que merodeaba en torno a la isba. ¿Gorelov, acaso? ¿Estaría ese perro husmeando otra vez? Una silueta oscura apareció de repente en la ventana para desaparecer enseguida. Zuleijá salió de la cama sin hacer ruido, se echó una chaqueta sobre los hombros desnudos y salió al exterior. Ahí estaban las huellas, azules, profundas, como hechas con un cucharón, sucediéndose en torno al edificio de la comandancia.
—Perro inmundo —dijo Zuleijá en voz alta y echó a andar hacia la esquina.
Había alguien en la última ventana. Una silueta alta, cargada de espaldas que cubría un vestido largo pegaba la nariz al cristal helado. Llevaba levantado el cuello del abrigo, hecho de peluda piel de perro, y el gorro puntiagudo se alzaba sobre su cabeza como un minarete.
Era la Vampira.
Zuleijá se aproximó a su suegra tanto, que podría haberla tocado.
—¿Has venido a beber mi sangre otra vez, vieja bruja? —preguntó.
Como si la hubiera oído, la anciana apartó la pálida cara de la ventana y se volvió hacia Zuleijá. Su frente, las órbitas de sus ojos y sus mejillas estaban cubiertas de una espesa capa de nieve que no se fundía, pintándole la cara como de tiza. Tan sólo las narinas, dos agujeros oscuros que aspiraban el aire, parecían vivas en aquella máscara blanca. Y los labios violáceos que se estremecían.
—¡Márchate! —le ordenó Zuleijá con voz clara y cargada de cólera—. ¡Desaparece de una vez!
La máscara abrió la boca tanto como pudo. La Vampira exhaló un vapor espeso. Su respiración era un jadeo sibilante.
—Te castigará… —le avisó señalando al cielo con el dedo marrón acabado en una uña curva—. Por todo esto te castigará…
—¡Fuera de aquí! —le gritó Zuleijá, que sintió cómo una rabia sorda inundaba su cuerpo, cómo le ardían las raíces del cabello, cómo su corazón golpeaba en el pecho contra las costillas—. ¡No te atrevas a volver a aparecer por aquí nunca más! ¡Ésta es mi vida y tú ya no me das órdenes! ¡Fuera! ¡Fuera!
La vieja le dio la espalda y echó a andar con paso renqueante hacia el bosque ayudándose de la caña nudosa que hacía las veces de bastón. La nieve crujía bajo las enormes botas de fieltro. Las trenzas, finas como cuerdas, golpeaban la espalda al compás de sus pasos.
—¡Bruja! —le gritó Zuleijá arrojándole un puñado de nieve a la figura, que se alejó—. ¡Ya hace mucho que estás muerta! ¡Y tu hijo también!
Sin detenerse o darse la vuelta, la anciana volvió a levantar el dedo huesudo para señalar al cielo y lo agitó con aire amenazante. Su silueta fue menguando a medida que se alejaba, hasta que sus pasos se perdieron entre los troncos rugosos de los pinos. Zuleijá levantó la vista. Una luna de cobre, perfectamente redonda como una moneda acabada de acuñar, brillaba con aire triunfal sobre el fondo azul oscuro del firmamento. ¿Se había hecho de noche? ¿Tan pronto? Ah, por eso hacía rato que Semruk estaba en silencio.
¡Yuzuf! ¿Se habría ido ya a la cama? ¿Se habría quedado dormido ya? Zuleijá echó a correr hacia el hospital, tropezando a cada paso y llenándose de nieve las botas de fieltro. El lecho de Yuzuf estaba vacío. Y faltaban sus botas, su abrigo, sus esquís. Desafiando la prohibición, Yuzuf había vuelto a salir a esperar a su madre. Y no había regresado aún.
Zuleijá agarró sus propios esquís y subió hasta la comandancia. Cuidándose de que la puerta no chirriara al abrirla, se coló dentro y descolgó la pesada escopeta de Ignatov. De la mesilla de noche sacó un cargador y se lo guardó en un bolsillo. Tras pensárselo un instante, cogió otro más. Miró a Ignatov, plácidamente dormido, y salió a toda prisa.
Dos finas líneas ondulaban sobre la nieve azulada: eran las huellas de los esquís de Yuzuf. Zuleijá se apresuró a seguirlas, repitiendo una ruta que conocía muy bien: Yuzuf había tomado la cuesta que conducía al Chishmé desde el club hasta la linde de Semruk. Después había enfilado la ribera del arroyo helado hasta cruzarlo a la altura de la roca del Oso, donde solía esperarla escondido entre los arbustos de serbal. Las huellas dejadas en ese punto —huellas numerosas, en todos los sentidos, unas sobre otras— testimoniaban que había pasado un buen rato esperándola allí. Todo indicaba que su hijo había pasado un frío de muerte esperándola junto al arroyo helado, mientras ella se entregaba a su amante entre las sábanas revueltas, sudadas y ardientes.
Las huellas proseguían más allá, al urmán: por lo visto, Yuzuf se había desesperado y marchado a su encuentro. Zuleijá las siguió a la carrera. Los árboles vestidos de blanco se alzaban por todas partes, cerrándole el camino. Las sombras negras y las azulosas y amarillentas líneas trazadas en la nieve bailaban ante sus ojos. Ella seguía y seguía. Se adentraba cada vez más lejos en el urmán.
—¡Yuzuf! —gritó al bosque, y una porción de nieve cayó de una rama y fue a estamparse contra el suelo—. Ulym! ¡Hijo mío!
El viento rasante había ido borrando las huellas de los esquís de Yuzuf. Cada vez era más difícil seguirlas. Durante un largo tramo iban apareciendo y desapareciendo a ratos hasta que desaparecieron. ¿Qué camino tomaría ahora?
—¡Yuzuf!
Zuleijá avanzaba a toda velocidad. Los impetuosos movimientos levantaban nubes de nieve al paso de los esquís.
—¡Yuzuf!
Las copas de los pinos, negras como la tinta, bailoteaban sobre el fondo azul del cielo. Las estrellas arrojaban destellos como chispas entre ellas.
—¡Yuzuf!
El urmán callaba.
Era el castigo, sí. El castigo por su vida impía fuera del matrimonio, su vida con un infiel, el asesino de su marido. El castigo por haberlo preferido a su fe, a su marido, a su hijo. La Vampira tenía razón: el cielo había castigado a Zuleijá.
Hundiéndose en la nieve, Zuleijá se abrió camino entre las aguzadas y frágiles ramas de los enebros; avanzó a rastras sobre troncos de abedules caídos y recubiertos de resbalosa escarcha; vagó, alejada de todo sendero discernible, entre las ramas de pino erizadas de punzantes agujas. De repente, el pie se le atascó en una raíz y Zuleijá rodó sobre sí misma dando volteretas por una cuesta empinada; arrastró nieve consigo y se le partieron los esquís. El gélido frío le hirió la cara, los ojos, las orejas, se le coló en la boca. Zuleijá apartó la nieve agitando los brazos y emergió a duras penas del montón de nieve donde se había hundido. Había un trozo de esquí roto delante de ella. Y no era suyo. Era un esquí de su hijo.
—¡Yuuuzuuuf! —aulló, más que gritó.
Otro aullido le respondió. Con la nieve por la cintura y avanzando a duras penas entre los arbustos con los muñones de sus esquís todavía sujetos a los pies, Zuleijá llegó a un pequeño calvero rodeado de árboles por todas partes.
Allí, en un círculo desigual pero apretado, una manada de bestias grises de hocicos puntiagudos se habían acercado a un viejo pino con la copa inclinada, y alzaron la vista. Los lobos, con sus invernales siluetas erizadas de huesos, con las costillas a la vista, las vértebras como una cordillera, repararon en la presencia de la recién llegada, volvieron la cabeza para mirarla de reojo y enseñaron los colmillos, pero no rompieron la formación. Como si le hubieran arrojado algo desde lo alto, uno de ellos pegó un salto de repente y cerró con fuerza las mandíbulas que apuntaban a la copa del árbol en la que se adivinaba una figurita pequeña e inmóvil.
Zuleijá avanzó hacia los lobos con paso regular, mecánico, cargando el fusil sobre la marcha. Algunas bestias se pusieron en pie y trotaron a su encuentro lentamente. Separaban los belfos, enseñaban los colmillos, agitaban la cola, y la rodearon. Un lobo de ojos traslúcidos y amarillos y una oreja escindida en dos se apartó de la manada y saltó el primero.
Zuleijá disparó una vez. Y otra. Y una vez más. Cargó el fusil deprisa, tan deprisa como respiraba. Encajó el segundo cargador. Y tiró y tiró.
Los lobos gruñían, pataleaban, gemían, roncaban de dolor. Uno de ellos intentó escapar, huir al bosque, pero la tiradora no se lo permitió. Otro, con el espinazo roto, sacudió las patas. Zuleijá lo remató de un disparo a bocajarro. Gastó todas las balas, hasta la última. En torno al árbol, tumbados en la nieve salpicada de sangre oscura, había media docena de lobos muertos. Olía a pólvora, a carne quemada, a piel chamuscada. Las vísceras descubiertas humeaban en los vientres despanzurrados. El silencio era total. Zuleijá avanzó hacia el pino de copa curvada pasando por encima de los cadáveres.
—¡Yuzuf! Ulym! —clamó con voz ronca.
El cuerpecito de un niño se dejó caer desde lo alto. Su carita de muñeco era una máscara inmóvil, sus cejas y sus pestañas estaban cubiertas de escarcha, sus ojos estaban cerrados. Fue a caer sobre los brazos extendidos de su madre con matemática precisión…
Yuzuf estuvo cuatro días ardiendo de fiebre y delirando. Zuleijá no se apartó ni un momento de su lado, de rodillas al pie de la cama con la manita ardiente entre las suyas. Allí mismo dormía, recostando la cabeza sobre el hombro del niño.
Leibe intentó arrastrarla hasta el camastro contiguo, pero ella se resistió. Él acabó dándose por vencido, pero descorrió la cortinilla que separaba el lugar donde había instalado a Yuzuf del resto de la sala (había tomado la decisión de tener al niño en el hospital, de manera que pudiera mantenerlo bajo observación todo el día).
Ashkenazi acudía personalmente a traerle la comida. Observaba a Zuleijá, siempre inmóvil junto al camastro que ocupaba su hijo, dejaba la escudilla con la comida caliente en el alféizar y retiraba la anterior, que Zuleijá no había tocado.
Isabella también solía visitarlos en el hospital. Acariciaba a Zuleijá en la espalda durante largo rato y con fuerza, pero ella no se enteraba. Konstantín Arnóldovich acudió un par de veces. Cada vez intentó trabar conversación con ella. Le habló de unas semillas de sandía que le habían enviado por fin. De cierta herramienta que estaba a punto de llegar y ayudaría en los trabajos agrícolas. De los bueyes y las vacas que le habían prometido. («Aprenderé a arar con ellos. Imagínese lo guapo que estaré detrás de un arado, Zuleijá»). Pero la conversación no prosperaba.
Ikónikov sólo acudió una vez. Se arrodilló a su lado y estiró la mano temblorosa y manchada de pintura hacia el hombro de Yuzuf. Zuleijá le apartó la mano, se arrojó sobre su hijo, lo cubrió con su cuerpo: «¡No os lo daré! —rugió—. ¡No os lo entregaré nunca!». Leibe se llevó a Ikónikov y ya no le permitió volver a entrar en el hospital.
Ignatov venía todos los días. Zuleijá no se daba por enterada, como si no lo viera. Él le hablaba, pero ella hacía oídos sordos a sus palabras. Se pasaba largo rato de pie detrás de ella y después se marchaba. El cuarto día, cuando el cuerpo amoratado del niño se empezó a enfriar de repente y a sudar abundantemente, y sus labios adquirieron un tono violáceo, Ignatov no se marchó, sino que se sentó en el camastro contiguo, dejó el bastón a un lado, hundió la cara en las palmas de las manos y se quedó quieto, como si dormitara o se hallara inmerso en sus pensamientos. Permaneció mucho tiempo así.
—Márchate, Iván —le dijo de repente Zuleijá con voz queda, sin apartar la vista de su hijo—. Ya no volveré a subir contigo.
—Entonces vendré yo a verte —le respondió él levantando los ojos.
—He sido castigada, ¿no lo ves? —le dijo mientras acariciaba los pómulos afilados de su hijo, sus párpados cerrados.
—¿Quién te ha castigado?
Zuleijá se aproximó a Ignatov, lo obligó a agarrar el bastón y tiró de él hacia arriba, levantándolo del camastro. Él la dejó hacer. Se puso en pie. Zuleijá ya era una mujer menuda antes y le llegaba por debajo del hombro, pero ahora aún parecía más pequeña, como si se hubiera encogido.
—No importa quién me castigó, sino que he recibido mi castigo —le dijo y lo fue empujando suavemente hacia la salida—. Y no hay más que hablar. Nada más.
Ignatov se inclinó hacia ella, la sujetó de los hombros, la sacudió, le buscó los ojos. Los encontró por fin: dos ojos apagados, sin vida. La dejó ir suavemente, se apoyó en el bastón y cojeó lentamente hacia la puerta.
Cuando hubo desaparecido detrás de la puerta, Zuleijá se dio la vuelta. Yuzuf estaba sentado en el camastro, pálido, el rostro huesudo, los ojos inmensos clavados en sendos redondeles de color violeta.
—Mamá —dijo el niño con un hilo de voz—, he tenido muchos sueños, muchos. He soñado con todas las ciudades que pintó Iliá Petróvich. He soñado con Leningrado y con París. ¿Tú crees que yo podré viajar a Leningrado y a París alguna vez?
Zuleijá apoyó la espalda en la pared, sin apartar la vista de su hijo. Él miró a la ventana, a la nieve abundante que caía sin parar.