UN DÍA
Zuleijá abre los ojos. Está oscuro, como en una bodega. Al otro lado de la fina cortina, los soñolientos gansos se lamentan. El potrillo de un mes retuerce la boca en busca de la ubre materna. Detrás de la ventanita que hay en lo alto de la cabecera de la cama, la ventisca de enero sopla su sorda queja. No obstante, el frío exterior no se cuela por las rendijas, gracias a que el previsor Murtazá selló las ventanas antes de la llegada del invierno. Un buen amo de casa, Murtazá. Y también un buen marido. Ahora ronca abundante y ruidosamente en su lado de la estancia, el lado reservado a los hombres. Duerme, duerme, Murtazá, que el sueño más profundo es el que se tiene antes del amanecer.
En marcha, pues. ¡Que Alá Todopoderoso me permita llevar a cabo lo que me he propuesto para hoy! Y que no se despierte nadie.
Cuidándose de no hacer ruido, Zuleijá coloca un pie descalzo en el suelo. Y a continuación el segundo. Se apoya en la estufa y se levanta. El calor se ha esfumado durante la noche y ahora la estufa está fría. El gélido suelo le quema las plantas de los pies. Prescinde de las botas de fieltro pues sabe que si se las calzara el suelo de madera crujiría. No importa. Se aguanta. Asida a la rugosa pared de la estufa, avanza hacia la salida de su lado de la estancia, el de la mujer. El espacio es muy justo, muy estrecho, pero Zuleijá conoce de memoria cada esquina, cada saliente, porque lleva media vida yendo y viniendo de un lado al otro, como un péndulo: de los fogones, cargada de tazones humeantes, a la parte de Murtazá, y desde allí, más tarde, de vuelta con los tazones ya vacíos y fríos.
¿Cuántos años lleva casada? Unos quince de sus treinta años de edad, ¿no? Probablemente ya sea más de la mitad de su vida. Habrá que pedirle a Murtazá un día que esté de buenas que eche las cuentas.
Debe evitar que los pies se le enreden en el tapete. Debe cuidarse de golpear con el pie desnudo el arcón guarnecido de hierro que tiene a la derecha. Sortear esa tabla que cruje donde la tarima se encuentra con el lateral curvo de la estufa. Escurrirse a través de la cortina de calicó que separa las dos partes de la estancia, la que ocupa ella y la que ocupa Murtazá… Ahora sí que tiene la puerta al alcance de la mano.
Los ronquidos de Murtazá resuenan muy cerca. Duerme, duerme, por Alá te lo ruego. No está bien que una mujer ande escondiéndose de su marido, pero qué le va a hacer, si a veces es menester pasar inadvertida.
Lo importante ahora es guardarse de despertar a los animales. En esta época del año suelen pasar la noche en el cobertizo de invierno, pero cuando el frío aprieta Murtazá manda meter en la casa principal a las aves y el potrillo. Los gansos permanecen quietos, pero el joven potro golpea el suelo con sus pequeños cascos y sacude la cabeza. ¡Se ha despertado el diablillo! Saldrá un buen caballo de este potro. Un caballo muy espabilado. Zuleijá alarga el brazo hasta el otro lado de la cortina y acaricia el hocico de terciopelo. Tranquilo, que soy yo. El potro agradece la caricia y resopla mientras frota los ollares contra la palma de la mano. La ha reconocido. Zuleijá se seca los dedos húmedos frotándolos contra el camisón y empuja suavemente la puerta con el hombro. Forrada de fieltro para el invierno, la puerta se resiste al empujón, pero acaba cediendo y una afilada y gélida nube se cuela por la rendija abierta. Zuleijá levanta bien la pierna para traspasar el umbral. ¡A ver si iba a pisarlo precisamente ahora y atraer a los malos espíritus! ¡Alá me libre de ello! Ya ha alcanzado el zaguán y, volviéndose de espaldas a la puerta, se apoya en ella y la abre.
Gracias a Alá, una parte del camino ha quedado atrás.
En el zaguán hace tanto frío como en la calle. Un frío que le hiere la piel. El camisón no alcanza a calentarla. Chorros de aire helado se cuelan por las rendijas del suelo y golpean sus pies descalzos. Pero lo terrible no es eso, no.
Lo terrible es lo que se esconde tras la puerta que tiene enfrente.
La Ubyrly karchyk. Es decir, la Vampira. Así la llama Zuleijá para sus adentros. Gracias al Altísimo la suegra no vive con ellos bajo el mismo techo. La casa de Murtazá es grande y la integran dos isbas unidas por un zaguán común. El día que Murtazá, a la sazón un hombre de cuarenta y cinco años, se trajo a Zuleijá, entonces una joven de quince años, a casa, la Vampira cargó sus baúles, hatos de toda suerte y piezas de vajilla, y se fue a la isba antes destinada a los huéspedes. Se mudó con el dolor del martirio dibujado en el rostro y cuando su hijo hizo ademán de prestarle ayuda, le espetó un rotundo: «¡Aparta esas manos!». Una vez en sus nuevas dependencias, estuvo dos meses sin dirigir la palabra a Murtazá. Ese mismo año comenzó a perder la vista deprisa e irremediablemente. Y poco después la alcanzó también la sordera. Apenas dos años más tarde, ya se había quedado completamente ciega y estaba sorda como una tapia. No obstante, se había tornado muy locuaz y no había manera de hacerla callar.
La edad exacta de la Vampira es un misterio. Ella suele decir que tiene cien años. No hace mucho Murtazá se sentó a echar cuentas y después de un buen rato concluyó que su madre tenía razón y que debía de frisar en los cien años. Él mismo, que ya es un anciano, fue un hijo tardío.
La Vampira suele despertar la primera y sacar al zaguán un tesoro que guarda con mimo. A saber, su delicado orinal de una porcelana blanca como la leche, decorado con unos bonitos acianos de color azul y cerrado con una caprichosa tapa: un regalo que Murtazá le trajo en una ocasión de Kazán. A Zuleijá le correspondía acudir a la carrera a la llamada de la suegra, vaciar la valiosa vasija y lavarla con sumo cuidado, para inmediatamente después encender la estufa, poner a cocer la masa y sacar a la vaca a pastar. ¡Y más le vale no quedarse dormida y saltarse esas primeras tareas del día! En sus quince años de matrimonio, Zuleijá se ha quedado dormida dos veces. Se tiene prohibido a sí misma recordar lo que siguió a aquellas dos faltas.
Por ahora todo está en silencio. ¡Andando, Zuleijá! ¡Date prisa, pollo mojado! La Vampira fue la primera en endilgarle ese mote: zhebeguian tavyk, pollo mojado. Y, poco a poco, sin darse cuenta de ello, Zuleijá comenzó a llamarse a sí misma de esa manera.
Ahora se hunde en la oscuridad del zaguán y busca las escaleras que conducen al desván. A ciegas, alcanza la bien pulida barandilla. Las tablas heladas de los empinados escalones acogen sus pisadas con un suave lamento. Arriba, el olor a madera fría, a polvo helado y hierbas secas acompaña el leve aroma de la carne de ganso curada. Zuleijá trepa deprisa. Pegada al tejado, la ventisca se oye con más fuerza. El viento golpea el tejado, se lo oye ulular en las esquinas.
Zuleijá decide moverse a gatas por el desván, porque si anduviera los tablones crujirían directamente sobre la cabeza de Murtazá y el ruido podría despertarlo. En cambio, avanzando a gatas puede colarse bien hasta el fondo del desván, porque es tan ligera que a Murtazá no le cuesta esfuerzo izarla con una sola mano, como a un carnero. Se sube el camisón hasta el pecho para evitar que se ensucie de polvo, hace un nudo arriba, lo sujeta con los dientes y continúa abriéndose paso a ciegas entre las cajas, los bultos, diversos enseres de madera, salvando con cuidado los travesaños. Su frente topa con la pared por fin. ¡Ya era hora!
Zuleijá se empina lentamente y se asoma al ventanuco del desván. La grisácea penumbra que precede al alba apenas deja ver los patios llenos de nieve de su natal Yulbash. Murtazá los contó una vez y dijo que había más de cien patios en total. Un pueblo bastante grande, la verdad sea dicha. El camino que lo atraviesa serpea como un río hasta perderse a lo lejos. Ya hay luz en algunas casas. ¡Date prisa, Zuleijá!
Se levanta por fin y estira los brazos hacia lo alto. Agarra algo que es a la vez pesado y suave al tacto, aunque está cubierto de granos: es una pieza de ganso curado. El estómago le da un vuelco y emite un exigente rugido. No, llevarse un ganso sería demasiado. Deja el ave en su sitio y sigue buscando. ¡Ahora sí! A la derecha del ventanuco hay colgados unos lienzos grandes y pesados, endurecidos por el frío, que despiden un ligero olor a fruta. Son láminas de manzana, hechas de fruta cocida en el horno con esmero, aplastada después con el rodillo sobre anchos paneles, secada con mimo en el tejado para incorporar el cálido sol de agosto y los frescos vientos de septiembre. Uno puede tomar un pequeño bocado y chuparlo un largo rato empujando el áspero trozo contra el paladar o llenarse la boca con un buen trozo de lámina y mascar la correosa masa, escupiendo de vez en cuando las semillas en la palma de la mano… La boca se te llena enseguida de saliva.
Zuleijá arranca dos láminas de la cuerda de la que cuelgan, las enrolla en un fino tubo y se lo guarda bajo el brazo. Después palpa las láminas que quedan. Todavía hay un buen montón. Murtazá no se percatará del hurto.
Ahora toca desandar el camino.
De rodillas, Zuleijá se arrastra de vuelta a la escalera. El rollo que lleva bajo el brazo le impide avanzar deprisa. ¡Ay, pollo mojado! ¿Cómo no se te ha ocurrido coger algún zurrón en el que llevarte lo que alcanzaras a coger? Las escaleras las baja despacio, porque a causa del frío no siente los pies, y los va apoyando en los escalones de costado. En el mismo instante en que alcanza el último escalón, la puerta de la isba de la Vampira se abre de golpe y la silueta clara e imprecisa de la suegra se dibuja sobre el vano oscuro. El pesado bastón golpea el suelo.
—¿Quién anda ahí? —pregunta por lo bajo la Vampira a la oscuridad con su voz hombruna.
Zuleijá se ha quedado de piedra. El corazón le da saltos. Un peso, como una bola de hielo, le aplasta la barriga. No ha conseguido salirse con la suya a tiempo… Y ahora la lámina de manzana ha comenzado a reblandecerse, a fundirse casi, bajo el sobaco.
La Vampira avanza un paso. Después de quince años de ceguera, se ha aprendido la casa de memoria y se mueve en ella con seguridad, sin trabas.
Zuleijá trepa dos escalones y aprieta con el codo el rollo que ha comenzado a descomponerse.
La anciana levanta el mentón y lo dirige primero a un lado y después al otro. No oye nada; tampoco ve. Pero es capaz de sentir, la vieja Vampira. No hay otra manera de llamarla. Vampira y punto. El bastón golpea el suelo de nuevo, cada vez más arriba. Y más cerca, más cerca. ¡A ver si va a acabar despertando a Murtazá!
Zuleijá sube de un salto unos escalones más, se aprieta contra la barandilla, se pasa la lengua por los labios resecos.
La silueta blanca se detiene al pie de las escaleras. Se oye claramente cómo la anciana olfatea el ambiente, inspirando con fuerza por la nariz. Zuleijá se lleva las palmas de las manos a la cara. ¡Claro que huelen a ganso curado y a manzanas! De repente, la Vampira se abalanza hacia las escaleras y golpea los escalones con el largo bastón, como si blandiera una espada y quisiera cortarlos en dos mitades. La punta del bastón produce un silbido y pega con fuerza contra el escalón a medio dedo de distancia del pie descalzo de Zuleijá. Zuleijá siente que el cuerpo apenas le responde ya, que está a punto de desplomarse sobre los escalones. Si la Vampira pega otro bastonazo… Pero en eso se echa hacia atrás, mascullando alguna cosa, y recoge el bastón. El último golpe seco que resuena en la oscuridad se lo lleva el orinal llenado durante la noche.
—¡Zuleijá! —retumba el grito de la Vampira dirigido a la isba que ocupa su hijo.
Así suelen comenzar los días en la casa.
Zuleijá traga un buche de saliva espesa que baja por la garganta reseca. ¿De veras ha conseguido salir de ésta? Baja las escaleras dando breves pasitos. Espera unos instantes.
—¡Zuleijá! —se oye de nuevo.
Ahora sí toca aparecer. Porque a la suegra no le gusta repetir tres veces las cosas. «Ya llego, ya llego, mamá», dice como si asomara de repente y coge de sus manos el pesado orinal cubierto de un sudor cálido y pegajoso, como cada mañana.
—Ahora apareces, pollo mojado —se queja la otra—. No sabes más que dormir, inútil.
Es posible que el revuelo haya despertado ya a Murtazá y se asome al zaguán en cualquier momento. Zuleijá aprieta con más fuerza las láminas de manzana que lleva bajo el brazo (¡a ver si las va a perder en la calle ahora!), mete los pies en unas botas de fieltro que no sabe si son las suyas y sale a la calle a la carrera. La ventisca la golpea en el pecho y la aprieta, como en un puño, tratando de arrojarla al suelo. El viento se cuela en el camisón y lo levanta de golpe como si fuera una campana. La nieve caída durante la noche ha inundado el portal y Zuleijá tiene que bajar los escalones adivinándolos a duras penas. Hundida en la nieve hasta la rodilla se encamina a la letrina a trompicones. Pugna con el viento para abrir la puerta. Arroja el contenido del orinal en el agujero helado. Cuando vuelve a casa, no ve a la Vampira, que ha vuelto a encerrarse en sus aposentos.
Murtazá, que acaba de levantarse de la cama, la recibe en el zaguán. Lleva una lámpara de keroseno. Sus cejas abundantes apuntan al tabique nasal, mientras las arrugas que surcan sus mejillas arrugadas por el sueño parecen cortadas a cuchillo.
—¿Estás tonta, mujer? ¡Con esta ventisca y en camisón!
—Sólo he ido un momentito a vaciar el orinal de mamá y ya estoy de vuelta…
—¿Es que buscas ponerte mala para escurrir el bulto medio invierno y echarme toda la casa sobre los hombros?
—¿Pero qué dices, Murtazá? ¡Si no he cogido nada de frío! ¡Mira! —dice Zuleijá.
Y le extiende las palmas de las manos, brillantes y rojas, mientras aprieta los codos contra las caderas. Las láminas de manzana se agitan bajo los sobacos. ¿Se verán ahora que el camisón se ha mojado con la nieve y transparenta?
Enfadado como está, Murtazá no se molesta en mirarla. Lanza un escupitajo, se acaricia el cráneo cortado a cepillo con la mano abierta y se arregla la barba revuelta.
—Dame de comer —le ordena. Y añade—: Y en cuanto acabes con el patio, prepárate para salir, que nos vamos a buscar leña.
Zuleijá asiente con una gran inclinación de cabeza y se pierde tras la cortina de calicó.
¡Lo ha conseguido! ¡Se ha salido con la suya! ¡Eres un as, Zuleijá! ¡El pollo mojado se las sabe todas! Lleva bien sujeta la presa que ha capturado: dos sabrosísimas láminas de manzana como dos lienzos, arrugadas, más enrolladas de la cuenta y ya casi fundidas entre sí. Se pregunta si conseguirá entregarlas hoy mismo. Y dónde esconder tamaño tesoro. De dejarlo en la casa ni hablar, porque la Vampira tiene por costumbre hurgar en todas partes cuando se queda sola. Tendrá que llevarlas consigo, por peligroso que resulte hacerlo. Pero parece que hoy Alá está de su parte, así que se arriesgará.
Zuleijá enrolla con más fuerza las láminas de manzana hasta convertirlas en una cuerda que se ata en torno a la cintura como un cinturón. Encima se pone la camisa, el kulmek y los zaragüelles. Después se hace la trenza y se cubre la cabeza con el pañuelo.
La pálida luz de la mañana de invierno va despejando la espesa penumbra que se extiende al otro lado del ventanuco que hay encima de la cabecera de la cama. Zuleijá aparta las menudas cortinas. Se está mejor ahora que a oscuras. La lámpara de keroseno que hay junto a la estufa arroja un poco de luz hacia su lado de la estancia, pero el ahorrativo Murtazá ha ajustado tanto la mecha del quemador que la llama apenas despunta. Aunque eso no es un problema, porque Zuleijá se las puede apañar muy bien allí hasta con los ojos vendados.
Un nuevo día comienza.
La ventisca matinal amaina antes de mediodía y el sol asoma a un cielo coloreado de un intenso azul. Murtazá y Zuleijá salen a por leña.
Zuleijá va sentada de espaldas a Murtazá en la parte trasera del trineo y mira alejarse las últimas casas de Yulbash. Casas pintadas de verde, de amarillo o de azul oscuro, que asoman entre los montones de nieve como setas fulgurantes. Altas columnas de humo, como cirios blancos, se desvanecen sobre el intenso azul del cielo. La nieve crepita con sabrosa fuerza bajo los patines del trineo. Sandugach, «el pequeño ruiseñor», resopla y sacude las crines a cada rato para librarse del frío. La piel de oveja sobre la que va sentada Zuleijá la calienta bien. Y las benditas láminas de manzana también le calientan el vientre. ¡Ay, si me diera tiempo a llevarlas hoy!
Los brazos y la espalda le duelen lo suyo. La nieve no ha parado de caer en toda la noche y Zuleijá ha tenido que afanarse con la pala para rebajar los montones acumulados en el patio, limpiar los caminos que unen el portal y los graneros —el principal y el accesorio—, los que comunican la casa con la letrina, el cobertizo de invierno y el corral posterior. Después de tanto trabajar, resulta una bendición poder estarse tirada a la bartola en el trineo que avanza rítmicamente, acomodarse a gusto, bien acurrucada en la olorosa zamarra, esconder las heladas manos en lo profundo de las mangas, clavar el mentón en el pecho y cerrar los ojos…
—Despierta, mujer, que ya hemos llegado.
Enormes árboles rodean el trineo. Blancas almohadas de nieve reposan en los brazos de los abetos y las frondosas copas de los pinos. La escarcha pende de las ramas, formando hilillos finos y largos como cabellos de mujer. Las moles de nieve se alzan por doquier. El silencio, que es absoluto, se extiende por muchas verstas a la redonda.
Murtazá ata las raquetas a las botas de fieltro, salta del trineo, se echa la escopeta al hombro y sujeta el hacha en el cinturón. Después agarra dos palos que le servirán de bastones y, sin mirar atrás, echa a andar con paso resuelto bosque adentro. Zuleijá sigue el sendero que los pasos de su marido van dibujando.
El bosque que se extiende al fondo de Yulbash es rico y ofrece dones en abundancia. En verano, regala fresones y dulces frambuesas y en otoño es pródigo en olorosas setas. Lo habita mucha fauna. Desde el fondo del bosque mana el Chishmé, que la mayor parte del año es un río de corriente calma y caudal escaso, abundante en peces veloces y pesados cangrejos, mientras que en primavera se convierte en una corriente brava y pugnaz alimentada por mucha nieve derretida y engordada por el barro. Ellos dos, el bosque y el río, fueron los genuinos salvadores de los vecinos de Yulbash durante la Gran Hambruna. Además de la caridad de Alá, naturalmente.
Hoy Murtazá se ha adentrado muy lejos en el urmán. Casi ha llegado hasta el final del sendero que se interna en la floresta. Un camino abierto muchos años atrás que penetra hasta los límites de la parte transitable del bosque, antes de acabar de golpe en un calvero rodeado por nueve pinos torcidos, al que todos llaman el Último calvero. A partir de ese punto no hay más camino que seguir. A partir de ese punto el bosque como tal se acaba y comienza una sucesión de matorrales que crecen sobre terreno pantanoso, una espesura sin orden ni concierto, hogar de múltiples fieras salvajes, espíritus del bosque y toda suerte de entes malignos. En el bosque pantanoso crecen por doquier abetos centenarios con la corteza ennegrecida y las copas acabadas en punta, como cascos. Y crecen tan juntos que difícilmente un caballo se podría internar en él. Los árboles más jóvenes y de corteza más clara, como pinos rojizos, abedules moteados o grises robles, no crecen en ese suelo.
En el pueblo dicen que si uno atraviesa esa maraña de bosque y camina durante muchos días con el sol a la espalda puede llegar hasta la tierra habitada por el pueblo mari. Pero a nadie en su sano juicio se le ocurriría emprender ese viaje. Ni siquiera en los años de la Gran Hambruna los pobladores de Yulbash se atrevieron a poner un pie más allá del Último calvero y prefirieron roer las cortezas de los árboles, moler las bellotas que crecían en los robles y cavar en las madrigueras de los ratones de campo en busca de semillas. Pero nunca se atrevieron a internarse en el bosque pantanoso. Y si alguno lo hizo, ya no se volvió a saber de él.
Zuleijá se detiene un instante y deja reposar en la nieve el cesto grande que ha traído para cargar la chamarasca. Echa un vistazo en derredor con preocupación. Hace mal Murtazá en adentrarse demasiado en el bosque.
—¿No está bien ya, Murtazá? Ni siquiera distingo a la yegua en la espesura.
El marido no responde y continúa avanzando con el cuerpo hasta la cintura en la maraña virgen, mientras se apoya con los largos bastones en los montones de nieve y va aplastando la quebradiza nieve con las grandes raquetas que lleva sujetas a las botas de fieltro. Unas nubes de vapor helado se levantan sobre su cabeza de cuando en cuando. Finalmente, se detiene junto a un abedul alto y espigado en cuyo tronco crece un exuberante hongo y lo golpea suavemente, mientras asiente. Ése es el árbol elegido.
Primero hay que apisonar la nieve en torno al árbol. Después Murtazá se quita la zamarra, agarra el mango curvo del hacha con fuerza, señala con la cabeza del hacha al claro entre los árboles donde debería caer el que se dispone a talar y comienza la tala.
El filo del hacha resplandece al sol y se clava en el costado del abedul con un sonoro chac. «Ac, ac», repite el eco. El hacha hace mella en la corteza gruesa, erizada de granos de color negro repartidos caprichosamente, y se clava después en la pulpa rosada y tierna. Las astillas salpican como lágrimas. El eco resuena en todo el bosque.
De pie a unos pasos de distancia, con la nieve hasta la cintura y abrazando el cesto, Zuleijá observa a su marido golpear el árbol. «Seguro que esos golpes se oirán en todo el urmán», piensa alarmada. Murtazá se estira cada vez, levanta el hacha, dobla el tronco, tensa la espalda, mide el golpe y lo asesta con fuerza en la blanca y astillada herida abierta en el flanco del árbol. ¡Es fuerte como un tronco, Murtazá! ¡Y alto! Encima, es de los que no se arrugan a la hora de trabajar. Tuvo suerte con el marido que le tocó. Quejarse de él sería pecado. Ella, entretanto, es una enana que no le llega ni a la altura del hombro al marido.
Muy pronto los estremecimientos y lamentos del abedul arrecian. La herida que el hacha ha abierto en el tronco parece una boca abierta que lanzara un grito mudo. Murtazá arroja el hacha a un lado, se sacude ramitas y virutas y le hace un gesto a Zuleijá. Que ayude. Juntan los hombros al rugoso tronco y empujan a una. Más. ¡Más! Por fin, un crujido estridente anuncia la caída del árbol. Un gemido postrero precede a la nube de polvo de nieve que se eleva al cielo.
Murtazá se sienta a horcajadas sobre el árbol vencido y corta a hachazos las ramas más gruesas. Zuleijá se ocupa de las más pequeñas, que va juntando en el cesto junto a la chamarasca. Trabajan largo rato en silencio. La cintura de Zuleijá sufre el esfuerzo y los hombros le pesan. Por mucho que las lleve embutidas en los guantes, las manos se le hielan.
—¿Es cierto que, de joven, tu madre permaneció unos días en el urmán que crece en el pantano y después volvió sana y salva? —pregunta Zuleijá, que se ha erguido y flexiona la cintura para aliviar el dolor—. A mí me lo dijo la abystái y a ella se lo contó su abuela.
Él permanece en silencio midiendo con el hacha una rama nudosa y torcida que brota del tronco.
—Yo me habría muerto de miedo en ese bosque. Creo que se me habrían desprendido las piernas. Me habría tumbado en el suelo con los ojos cerrados y no habría parado de rezar hasta que se me entumeciera la lengua.
Murtazá pega un hachazo y la rama se estremece como un muelle, vibrando y zumbando.
—Aunque dicen que allá adentro los rezos no sirven de nada. Que da igual cuánto reces, porque la palmas igual… ¿Tú crees que…? —Y en ese punto Zuleijá baja la voz—: ¿Tú crees que hay algún lugar en el mundo al que no llegue la mirada de Alá?
Murtazá toma impulso y clava con fuerza el hacha en el tronco. El golpe produce un silbido que se pierde en el frío. Después se quita el gorro, se seca con la palma de la mano la cabeza enrojecida y perlada de sudor y echa un copioso escupitajo.
Vuelven los dos al trabajo.
El cesto se llena muy pronto de chamarasca. De tan pesado, no hay quien lo levante. Habrá que llevarlo a rastras. Después de despojar de ramas el tronco del abedul, lo trocean. Atan las ramas largas en varios paquetes hechos con maña que descansan sobre los montones de nieve.
Ninguno de los dos se ha percatado de que comienza a oscurecer. Tan sólo cuando Zuleijá alza los ojos al cielo se da cuenta de que el sol se ha ocultado tras los jirones de nubes. Un fuerte viento corre entre los árboles y levanta la nieve del suelo entre silbidos.
—Volvamos a casa, Murtazá, que se avecina una tormenta.
Absorto en el trabajo, su marido no responde y continúa asegurando con cuerdas los gruesos paquetes de ramas. Cuando ha acabado de anudar el último, el viento ya avanza entre los árboles, y prorrumpe en aullidos largos y rabiosos.
Murtazá señala los trozos del tronco con la manga forrada de piel. Los llevarán al trineo, los primeros. Son los cuatro grandes trozos en los que ha quedado partido el tronco, con muñones donde antes crecían las ramas, cada uno de ellos más alto que Zuleijá. Murtazá suelta un graznido y levanta del suelo un extremo del más pesado. Zuleijá intenta levantar el segundo, pero no lo consigue a la primera. Tarda unos instantes en acomodarse, midiendo el tronco grueso y rugoso.
—¡Andando, mujer! —la anima, impaciente, Murtazá.
Ella consigue levantarlo por fin, abrazada al tronco erizado de astillas largas y afiladas, con el pecho pegado a la madera fresca, blancuzca y levemente rosada. Ahora los dos avanzan lentamente hacia el trineo. A Zuleijá le tiemblan las manos. ¡Que el Altísimo me libre de dejarlo caer! ¡No puedo dejarlo caer! Como te caiga en una pierna, te deja tullida de por vida. Siente calor. Chorros de sudor caliente le corren por la espalda y la barriga. La lámina de manzana que lleva escondida se ha mojado toda y ahora estará salada. Pero eso no importa, con tal de que consiga llevarla hoy…
La obediente Sandugach espera donde la dejaron, moviendo las patas con desgana. Este invierno, ¡Subjan Alá!, se han visto pocos lobos y Murtazá no teme dejar a la yegua sola un rato.
Cuando terminan de cargar los primeros troncos en el trineo, Zuleijá se deja caer junto a ellos, se quita los guantes y se afloja el pañuelo que lleva anudado al cuello. Le duele respirar, como si acabara de atravesar el pueblo de punta a punta a la carrera.
Sin decir palabra, Murtazá emprende el camino de vuelta hacia el lugar donde espera la leña. Zuleijá baja del trineo y lo sigue a rastras. Terminan de cargar los troncos. Después hacen lo mismo con los paquetes hechos con las ramas gruesas. Por último, traen los paquetes con las ramas más finas.
Cuando acomodan toda la leña en el trineo, una espesa penumbra cubre el bosque invernal. Atrás, junto al tocón del abedul recién cortado, sólo queda el cesto de Zuleijá.
—La chamarasca te la traes tú sola —le suelta Murtazá y se pone a asegurar la carga para el viaje.
El viento ha arreciado y lanza nubes de nieve de un lado a otro. Las huellas que su ir y venir había dejado en la nieve se han borrado. Zuleijá se aprieta los guantes contra el pecho y se adentra deprisa en la espesura siguiendo a tientas el sendero que han abierto antes.
En lo que tarda en llegar al tocón, la nieve ya ha cubierto el cesto, de manera que Zuleijá arranca una rama de un arbusto y la va clavando en la nieve por el pequeño claro hasta dar con él. Si la perdiera, Murtazá le echaría una bronca y se olvidaría después. Pero la Vampira, en cambio: ¡ésa la cubriría de improperios, hinchada de ponzoña, y le estaría echando en cara el desdichado extravío hasta el último de sus días!
¡Aquí está! ¡Qué alivio! Zuleijá saca el pesado cesto de debajo del montón de nieve que lo cubre y suspira aliviada. Ahora puede volver. Pero ¿por dónde? La ventisca ensaya una salvaje danza en torno a ella. Columnas de nieve suben y bajan por todos lados envolviendo a Zuleijá, ciñéndola, rodeándola. El cielo, semejante a una enorme nube de algodón gris, se ha clavado en las puntiagudas copas de los pinos. La penumbra se ha adueñado de los árboles y ahora todos se parecen entre sí, como sombras.
El camino que había seguido para llegar allí se ha borrado.
—¡Murtazá! —llama Zuleijá a su marido. Y repite enseguida estirando las sílabas—: ¡Murtazá!
La ventisca canta, silba y ruge a modo de respuesta.
Zuleijá se siente desfallecer. Las piernas se le tornan fofas, como si también ellas fueran de nieve. Se sienta en el tocón de espaldas al viento. Sujeta el cesto con una mano y, con la otra, el cuello de la zamarra. Si se marchara de allí, acabaría perdida sin remedio. Sólo le queda esperar. ¿Y si Murtazá la dejara abandonada en el bosque? ¡Le daría un buen alegrón a la Vampira! Ay, con lo que le costó conseguir la lámina de manzana esta mañana… ¿Habrá sido en vano?
—¡Murtazá!
La silueta grande y oscura rematada con el gorro con orejeras sale de repente de una nube de nieve. Asiendo a su mujer con fuerza del brazo, Murtazá la arrastra en medio de la tormenta de nieve.
No la deja tomar asiento en el trineo, porque llevan mucha leña y la yegua no aguantaría. De manera que emprenden camino con Murtazá abriendo la marcha y llevando a Sandugach tomada de las riendas y Zuleijá detrás del trineo, sujetándose de uno de los travesaños posteriores y trastabillando con los pies helados. La nieve se ha ido colando en las botas de fieltro, pero no tiene fuerzas para pararse a sacudirlas. Lo importante ahora es aguantar el paso. Mover los pies: el derecho, un paso; el izquierdo, otro; el derecho, el izquierdo… ¡Andando, Zuleijá, pollo mojado! Sabes bien que como te apartes del trineo y te quedes atrás estarás perdida, porque, allá delante, Murtazá no se percatará de ello. Y acabarás helándote en el bosque.
Con todo, es un buen hombre. Ha vuelto a por ella. Podría haberla dejado abandonada en la espesura. ¿A quién le hubiera importado Zuleijá, viva o muerta? Podría haber dicho que se había perdido en el bosque y no consiguió encontrarla. En un par de días ya nadie se habría acordado de ella…
Resulta que una puede andar con los ojos cerrados. De hecho, es mejor hacerlo así, porque los ojos descansan, mientras los pies hacen su trabajo. Lo importante es mantenerse bien sujeta al trineo, no aflojar los dedos…
La nieve le golpea con fuerza la cara y se le cuela en la nariz, en la boca. Zuleijá sacude la cabeza echándola hacia atrás. De repente, se ve tumbada sobre la nieve viendo cómo el trineo se aleja envuelto en una nube de nieve. Se levanta de un salto, corre hasta él, se sujeta con más fuerza. Decide que no volverá a cerrar los ojos hasta que haya llegado a casa.
Cuando entran en el patio, ya se ha hecho de noche. Descargan la leña, desembridan a Sandugach, ponen el trineo a cubierto.
Los cristales de las ventanas de la isba que ocupa la Vampira, cubiertos de una gruesa capa de escarcha, están oscuros, pero Zuleijá sabe que su suegra los ha oído llegar. Ahora estará de pie frente a la ventana intentando captar los crujidos de la tarima. Esperará el instante en que la madera se estremezca cuando él golpee la puerta de entrada y después las tablas empiecen a vibrar como muelles golpeados por los firmes pasos del amo de la casa. Después, Murtazá se desvestirá, se lavará y visitará a su madre. A esos encuentros les llama «echar la charla de la tarde». ¿Cómo se puede hablar con una vieja sorda? Zuleijá no tiene la menor idea. Y sin embargo, esas charlas suelen ser largas y a veces se prolongan durante horas. Murtazá vuelve de ellas sereno, apacible. A veces hasta se permite una sonrisa o una broma.
Hoy la cita nocturna le viene a Zuleijá de perillas. Y en cuanto su marido se pone la camisa y se retira con la Vampira, ella se echa la zamarra todavía húmeda sobre los hombros y sale de casa como un cohete.
Una recia y abundante nevada está barriendo Yulbash. Con el viento en contra, Zuleijá avanza lentamente por la calle. Va inclinada hacia delante, como en la posición del rezo. La cálida luz amarilla que las lámparas de keroseno proyectan en las pequeñas ventanas de las casas apenas consigue abrirse paso a través de la penumbra.
Llega por fin a la linde del pueblo. Aquí, bajo la tapia que rodea la última casa, con el hocico mirando a los campos y la cola apuntando a Yulbash, habita el basu kapka iyase, el espíritu de la linde. Zuleijá no lo ha visto nunca, pero ha oído decir que es una criatura malhumorada y gruñona. ¡Y no puede ser de otro modo! Su misión no es otra que ahuyentar a los malos espíritus e impedir que traspasen la linde del pueblo. Y cuando algún vecino tiene una petición que hacer a los espíritus del bosque, le toca ayudar, servir de mediador. Un trabajo serio donde los haya, que no deja espacio para el buen humor.
Zuleijá se abre la zamarra y se afana un buen rato en desanudar la lámina de manzana que lleva guardada bajo la camisa a modo de cinturón.
—Perdóname tantas molestias, pero necesito que me ayudes también esta vez —dice al viento—. No me escatimes tu favor.
No es nada fácil caerle en gracia a un espíritu. Hay que saber qué le gusta a cada espíritu. La bichura que habita en el zaguán, por ejemplo, no es nada caprichosa. Le pones un platillo con los restos de sopa y papilla de avena de la cena para que los lama por la noche y tan contenta. La bichura del baño es más difícil de contentar, pero lo consigues llevándole nueces o pipas. Al espíritu del establo le gustan los alimentos cocidos con harina; al de la cancela, las cáscaras de huevo trituradas. Al espíritu de la linde, en cambio, lo complacen los dulces. Todo eso Zuleijá lo aprendió de su madre.
La primera vez que Zuleijá acudió a pedir al basu kapka iyase que intercediera ante el zirat iyase, el espíritu del cementerio, para que velara por las tumbas de sus hijas, se asegurara de que la nieve las cubriera como un manto para mantenerlas en calor y ahuyentara de ellas a los malignos shuralé, le trajo unos caramelos. En las siguientes visitas ofreció al espíritu nueces en miel, kosh-telé que se deshacían en la boca y frutos del bosque secos. Ésta es la primera vez que se aparece con una lámina de manzana. ¿Quedará complacido el espíritu con esa golosina?
Zuleijá separa las láminas que se han ido fundiendo en una sola, las rasga en tiras y va arrojando los trozos, uno a uno, lejos de sí. El viento se adueña de ellos y los arrastra al campo, los agita en un ir y venir incesante y acaba llevándolos a la guarida del basu kapka iyase.
Ni un solo trozo regresa a Zuleijá, signo de que el espíritu de la linde ha aceptado su ofrenda. Eso sólo quiere decir una cosa: que hablará, a su manera, con el espíritu del cementerio, y lo convencerá de atender al ruego. Sus hijas descansarán abrigadas y en paz hasta la llegada de la primavera. Abordar directamente al espíritu del cementerio es algo que no está al alcance de Zuleijá. Como quiera que sea, ella no es más que una mujer como otra cualquiera y no una oshkeruche.
Zuleijá agradece al basu kapka iyase con una profunda inclinación y echa a correr en la oscuridad de vuelta a casa con la esperanza de llegar antes que Murtazá. Al entrar en el zaguán, comprueba que su marido sigue reunido con su madre. Da gracias al Altísimo y se lleva las palmas de las manos a la cara. No cabe duda de que hoy Alá está de su lado.
A medida que va entrando en calor, el cansancio se abate sobre ella. Sus brazos y sus piernas parecen hechos de plomo; su cabeza, de algodón. Todo su cuerpo sólo le pide una cosa: reposo. Zuleijá calienta la estufa, viste el taban para Murtazá en el siak y le pone de comer. Después corre al establo de invierno y enciende también la estufa. Echa comida a los animales. Limpia el establo. Lleva al potrillo con Sandugach para la toma vespertina. Ordeña a Kiubelek y cuela la leche. Saca las almohadas de su marido del kishte donde las guarda, las palmea para inflarlas, porque a su marido le gusta dormir con la cabeza bien alta. Ahora ya puede retirarse al espacio que le corresponde detrás de la estufa.
Es costumbre que sean los niños quienes duerman sobre los baúles, mientras que las mujeres adultas lo hacen en una parte del banco separada de la que ocupan los hombres por una gruesa chybyldyk. Pero Zuleijá era tan menuda cuando llegó a aquella casa a sus quince años que la Vampira, clavándole los ojos de un marrón amarillento que todavía entonces eran capaces de ver, dijo: «Esta enana no se caerá del baúl». Y así fue como Zuleijá acabó instalada en lo alto de un viejo y enorme baúl forrado con planchas de hojalata y erizado de brillantes tachuelas. Como no creció más, no surgió la necesidad de cambiarla de sitio. Murtazá, entonces, ocupó todo el siak.
Zuleijá extiende el colchón y la manta sobre el baúl, se saca la camisa y comienza a deshacerse las trenzas. Los dedos agotados se niegan a obedecerla; la cabeza se le descuelga sobre el pecho. Casi dormida ya, oye cómo golpea la puerta. Es Murtazá que vuelve.
—¿Estás ahí, mujer? —pregunta desde su lado de la estancia—. Vete a calentar agua, que mamá quiere tomar un baño.
Zuleijá hunde la cara en las palmas de sus manos. Preparar el baño lleva mucho tiempo. Y, encima, tendrá que quedarse a lavar a la Vampira… ¿De dónde extraer fuerzas para eso a estas horas? Ay, si pudiera estarse siquiera unos instantes más allí sentada, inmóvil. Quizá entonces le volverían las fuerzas y podría levantarse y caldear el baño…
—¿Pero es que ya quieres dormir otra vez? Te pasas el día durmiendo: en el trineo, aquí en la casa… Bien que lo dice mamá: ¡eres una vaga sin remedio!
Zuleijá se pone en pie de un salto.
De pie ante el baúl, Murtazá lleva una lámpara de keroseno en la que brilla una llama dispareja. Su ancho mentón con un profundo hoyuelo en el centro denota una airada tensión. La sombra vacilante de su marido se proyecta sobre la mitad de la estufa, escondiéndola.
—Ya voy, Murtazá, ya voy corriendo —le dice Zuleijá con voz ronca.
Y echa a correr.
Lo primero es limpiar de nieve el sendero que conduce al baño, algo que se ahorró por la mañana, porque no sabía que tendría que caldearlo. Después tocará acarrear agua del pozo, veinte baldes bien llenos, porque a la Vampira le gusta jugar con el agua y salpicar. Encender la estufa. Echar unas nueces detrás del banco para contentar al bichura y evitar así que se ponga a hacer travesuras, que apague la estufa, llene el baño de tufo e impida tomar el baño de vapor. Lavar los suelos. Humedecer las escobillas. Subir al desván en busca de algunas hierbas: el cadillo que se usa para lavar las partes íntimas de los hombres y las mujeres; la menta que hace más sabroso el baño. Preparar el cocimiento. Estirar un tapete limpio a la entrada del baño. Traer ropa interior para la Vampira, Murtazá y ella misma. No pasar por alto traer también una almohada y una jarra de agua fresca para beber.
Murtazá construyó el baño en un rincón del patio, detrás del granero y el establo. Instaló la estufa de acuerdo al método moderno: se tomó un largo tiempo examinando los planos que venían en una revista llegada de Kazán, mascullando mientras seguía con la uña los dibujos en las páginas amarillentas. Pasó varios días levantando los muros con los planos siempre a mano. Encargó un tanque de acero con las medidas precisas a la fábrica del industrial prusiano Diese en Kazán, y lo instaló en el empinado escalón destinado a sostenerlo, sujetándolo después con arcilla, que amasó con esmero. Una estufa que lo mismo te caldea el baño que te tiene el agua a punto en un momento, con tal que la calientes un poquito. ¡Una virguería de estufa! Hasta el santísimo mulá acudió a echarle un vistazo y después encargó una igual para él.
Con el ajetreo de las faenas, el cansancio se esconde en algún lugar muy recóndito de su cuerpo, se repliega, se hace un ovillo que va a enroscarse en la nuca o el espinazo. Pronto emergerá de nuevo y será como una gran ola que la golpeará, la arrastrará, la ahogará. Pero ese momento aún está por llegar. Ahora el baño se ha caldeado y es hora de llamar a la Vampira.
Murtazá no necesita llamar a la puerta de su madre y cada vez entra sin más. Zuleijá, en cambio, tiene que pasarse un buen rato golpeando con fuerza el suelo con los pies para que la anciana se percate de la visita. Cuando la Vampira está en vela, siente enseguida el temblor de las tablas de la tarima y recibe a su nuera con la severa mirada que sale de las cuencas de sus ojos. Si duerme, en cambio, Zuleijá tiene que abandonar inmediatamente la estancia y volver más tarde.
«¡Aún tendré la suerte de que se haya dormido!», se dice Zuleijá mientras golpea el suelo con afán antes de entrar a la isba de la suegra. Empuja la puerta y asoma la cabeza.
Tres grandes lámparas de keroseno, cuyas bases de metal adornan dibujos calados, iluminan la estancia. (La Vampira suele tenerlas todas encendidas cuando espera las visitas vespertinas de Murtazá). Los suelos han sido pulidos a cuchillo con esmero y frotados después con arena de río. (Zuleijá se dejó el pellejo de los dedos este verano, sacándoles brillo). En los paños de las ventanas, hay encajes blancos como la nieve y tan almidonados que uno podría hacerse un corte en la piel con sólo rozarlos. En los entrepaños, hay bonitas tastymal bordadas en rojo y verde y un espejo tan grande que la Vampira se refleja en él de cuerpo entero cuando se pone enfrente, desde la coronilla hasta los pies. El enorme reloj de salón barnizado con laca emite un brillo ambarino, mientras el péndulo de hojalata marca el paso del tiempo despacio e inexorablemente. La llama amarilla crepita suavemente en la estufa alta y vestida de azulejos. (El propio Murtazá se ha ocupado de encenderla, ya que a Zuleijá no le está permitido ni tocarla). El dibujo intrincado como una telaraña del kashaga que recorre todo el perímetro del techo enmarca la estancia como si se tratara de un cuadro caro.
En el tur, el rincón noble de la habitación, la anciana espera a Zuleijá sentada en la maciza cama de metal con el cabecero de hierro fundido adornado con dibujos, hundida entre las colinas que forman los almohadones. Sus pies, calzados con unos kota de un tono lechoso recorridos por una cinta de colores, reposan en el suelo. La cabeza, cubierta con un pañuelo que le llega hasta las pobladas cejas, como suelen llevarlo las ancianas, se sostiene firme y erecta sobre un cuello con la piel descolgada. Los pómulos altos y anchos apuntalan las grietas hundidas que son sus ojos, levemente triangulados del lado en que sobresalen las sienes marchitas.
—Con lo que tardas, una se muere antes de que hayas acabado de prepararle el baño —dice imperturbable la suegra.
Su boca hundida y arrugada recuerda la rabadilla de un ganso viejo. Aunque apenas le quedan dientes, habla con claridad y precisión.
«Ya, ya, y me voy a creer yo que te vas a morir antes de darte el gusto de dedicarme toda suerte de lindezas en mi propio funeral», se dice Zuleijá para sus adentros mientras se adentra en la habitación.
—Pero tú no te hagas ilusiones, que pienso vivir mucho más todavía —continúa la Vampira, apartando a un lado el rosario de jaspe y asiendo el bastón ennegrecido por el tiempo—. Murtazá y yo os enterraremos a todos, que nosotros salimos de una cepa recia, de una buena raíz.
«Y ahora la emprenderá con mi raíz podrida», piensa Zuleijá con resignación, mientras le alcanza la pelliza de piel de perro que la cubre toda, el gorro y las botas de fieltro.
—En cambio, tú no tienes más que agua en las venas —prosigue la anciana mientras adelanta uno de sus pies huesudos y Zuleijá le quita el kota suave, como de plumón, y le calza la rígida bota de fieltro de caña alta—. Saliste enana y feúcha. Supongo que, de joven, tenías miel entre las piernas, aunque, bien pensado, tampoco es que estuvieras muy sana de ahí, ¿no es cierto? Sólo das a luz niñas. Y, encima, se te mueren todas.
Zuleijá tira con demasiada fuerza del segundo kota y la anciana lanza un grito de dolor.
—¡Suave, chiquilla! Lo que digo es la pura verdad, y lo sabes muy bien. Tu linaje acaba contigo, por enclenque y degenerado. Ése es el orden de las cosas: la raíz podrida se pudre sin remedio, mientras la sana permanece viva.
Apoyada en el bastón, la Vampira se levanta de la cama y le saca una cabeza de altura a Zuleijá. Levanta el ancho mentón que parece una pezuña y dirige al techo sus ojos blancos.
—Hoy mismo el Altísimo me envió un sueño sobre eso.
Zuleijá echa la pelliza sobre los hombros de la Vampira, le coloca el gorro de piel y le envuelve el cuello con un chal suave.
¡Por Alá Todopoderoso! ¡Un sueño más! La suegra no suele soñar por la noche, pero los pocos sueños que tiene resultan ser proféticos: sueños extraños, en ocasiones horribles, colmados de alusiones a hechos futuros, expresados con medias palabras en las que el porvenir se reflejes de manera vaga y distorsionada como en un opaco espejo de feria. Ni siquiera ella consigue desentrañar el significado de sus sueños cada vez. Pero dos semanas o dos meses más tarde el misterio es revelado de golpe por un suceso —las más de las veces, malo; algo bueno en raras ocasiones, pero importante siempre— que evoca con perversa precisión lo visto en el sueño, ya para entonces medio caído en el olvido.
La vieja Vampira no se equivoca jamás. En 1915, poco después de las nupcias de su hijo, tuvo un sueño en el que Murtazá vagaba por un campo sembrado de flores de color carmesí. Nadie supo qué interpretación dar al sueño, pero cuando muy pronto se desató un incendio y ardieron el granero y el viejo baño hasta quedar reducidos a cenizas, todos supieron ver el anuncio que habían sido incapaces de adivinar. Dos meses más tarde, la anciana vio en un sueño una montaña de cráneos de color amarillo con grandes cuernos y predijo la llegada de una epidemia de fiebre aftosa que acabó, en efecto, segando todo el ganado de Yulbash. Los sueños de los siguientes diez años fueron tan tristes como terribles: camisitas de canastilla flotando vacías en el río, cunas partidas en dos, pollos ahogándose en sangre… Ésos fueron los años en los que Zuleijá alumbró a cuatro niñas para darles sepultura inmediatamente después. Terrible fue también la visión de la Hambruna que tuvo en un sueño de 1921: soñó con una masa de aire negra como el hollín en la que la gente nadaba mientras iba disolviéndose poco a poco y perdía los brazos, las piernas, la cabeza.
—¿Vamos a estar mucho rato más sudando aquí? —pregunta de repente la anciana, y golpeando el suelo con el bastón avanza hacia la puerta—. ¿Acaso pretendes tenerme aquí con este vapor para que me resfríe después al salir? Es eso lo que buscas, ¿no?
Zuleijá apaga deprisa las mechas de las lámparas de keroseno y sale en pos de su suegra.
La Vampira se detiene en el zaguán. No es amiga de bajar sola al patio. Zuleijá la sujeta del codo y las uñas de los dedos nudosos de su suegra se clavan dolorosamente en su antebrazo. Echan a andar hacia el baño. Avanzan moviendo lentamente los pies sobre la movediza nieve. Como la ventisca no ha amainado, la nieve ha vuelto a inundar tramos enteros del camino.
—Has limpiado tú la nieve del patio, ¿no? —pregunta la Vampira con media sonrisa dibujada en el rostro, mientras, en el saloncito que da paso al vestidor, Zuleijá le quita la pelliza a cuyos bordes se ha pegado la nieve. Y enseguida añade—: Ya se nota.
Después sacude la cabeza arrojando al suelo el gorro, que Zuleijá se apresura a recoger, y entra al vestidor sola tras encontrar la puerta a ciegas.
Adentro, el vapor está impregnado de las fragancias de las hojas de abedul, el cadillo y la madera húmeda recién cortada. La Vampira toma asiento en el banco ancho y alargado, y enmudece. Ésa es su forma de dar permiso para que la desvistan. Zuleijá comienza quitándole el pañuelo que lleva anudado a la cabeza, un pañuelo blanco al que están cosidas toda suerte de cuentas de vidrio y gruesos abalorios. Después, le quita el chaleco de terciopelo, que está sujeto al frente por un broche estampado. Seguidamente, la despoja de los collares: el de coral, el de perlas, el de cuentas de vidrio, el collar pesado que el tiempo ha cubierto de una pátina oscura. La kulmek exterior, de género grueso, y después, la camisa interior, de tela más fina. Las botas de fieltro. Los zaragüelles. El calzón. Los calcetines de plumón. Los calcetines de lana. Los calcetines de hilo. Hace ademán de quitar los pendientes en forma de medialuna que la anciana lleva sujetos a los arrugados lóbulos, pero ésta protesta a gritos: «¡Ni se te ocurra! Que después los pierdes… O te inventas que los has perdido…». Zuleijá decide ignorar las deslucidas y amarillentas sortijas de metal que la anciana lleva en sus dedos arrugados y nudosos.
La ropa de la Vampira, ordenada con esmero y extendida cuidadosamente, ocupa todo el banco, de una pared a otra. La anciana la palpa, frunce los labios molesta y va suavizando un pliegue aquí, alisando un bulto allá. Zuleijá se desviste deprisa, arroja su ropa al cesto de la ropa sucia que hay en la entrada del baño y conduce a la anciana a la estancia siguiente, donde se toman los baños de vapor.
En cuanto se entreabre la puerta, las envuelve el aire caliente, el aroma de las cortezas de tilo y las piedras candentes. Hilillos de sudor comienzan a bajar por la cara y la espalda perladas de humedad.
—Ya veo que no has calentado bien el baño, inútil… Aquí apenas hace calor —protesta la anciana rascándose los costados.
Después se encarama al leuke más alto, se tumba de espaldas y cierra los ojos. Le toca sudar.
Zuleijá toma asiento junto a los tazones ya listos y se pone a remojar los escobillones ya húmedos.
—No sabes remojarlos bien —gruñe la suegra—. Por ciega que sea, oigo cómo los llevas de un lado al otro del tazón, como si estuvieras removiendo la sopa con una cuchara, cuando lo que toca es amasarlos suavemente para que se impregnen… No entiendo qué pudo ver Murtazá en una desgraciada como tú. ¡No basta tener miel entre las piernas para mantener saciado a un hombre toda la vida!
De rodillas, Zuleijá se afana amasando los escobillones. El calor inunda su cuerpo de golpe. El agua caliente le salpica los pechos y los brazos.
—Ahora sí —se oye la voz chirriante de la vieja desde lo alto—. ¿Querías sacudirme el cuerpo con unos escobillones mal preparados, inútil? ¡Pero a mí no me la vas a jugar tú! Ni a Murtazá se la vas a jugar tampoco. Si Alá me ha regalado esta vida tan larga, ha sido para que lo proteja de ti. ¿Quién va a dar la cara por mi niño, si no estoy aquí yo? Tú ni lo amas ni lo respetas. Tú lo que haces es disimular. ¡Eres una simuladora! Una mujer fría y desalmada. Y te veo venir, ¿sabes? ¡Vaya si te veo venir!
Entretanto, ni una palabra del sueño. La cruel anciana estará atormentándola toda la noche. Sabe muy bien que Zuleijá espera con impaciencia el relato del sueño. Y la atormenta a sabiendas.
Zuleijá toma dos escobillones bien empapados del agua verdosa del tazón y trepa hasta el leuke donde espera tumbada la Vampira. En cuanto su cabeza penetra en la espesa capa de aire caliente acumulada bajo el techo, siente un zumbido que la ensordece. Los ojos le hacen chiribitas, pequeñas chispas que se suceden ola tras ola.
Delante de ella, la Vampira está tumbada en el banco, extendida de una pared a otra, como un ancho campo. Los viejos huesos tuberosos sobresalen de su cuerpo centenario, por cuya superficie se suceden caprichosas colinas y cuelgan pellejos que sugieren corrimientos de tierra congelados de repente. Entretanto, por todo ese valle de irregular orografía, cortado de repente por barrancos o inflado ostentosamente, serpentean brillantes ríos de sudor.
A la Vampira hay que darle el baño usando las dos manos y comenzando por la panza. Zuleijá desliza los escobillones por la piel, para prepararla, y después comienza a golpear con los dos escobillones alternativamente. Enseguida, aparecen grandes manchas rojas en la piel de la anciana, mientras las negras hojas de abedul salen disparadas en todas direcciones.
—Ni dar un baño a derechas sabes. ¡Y eso con la de años que llevo enseñándote! —dice la Vampira alzando la voz para que se la oiga por encima de los azotes que fustigan sus carnes—. ¡Pega más fuerte! ¡Vamos, vamos, pollo mojado! ¡Caliéntame estos huesos viejos! ¡Pon más furia, inútil! Muévete a ver si consigues espesar de una vez esa sangre licuada que tienes. No me imagino cómo le das amor a tu marido en las noches con lo flojita que estás. Murtazá acabará marchándose con otra, ya verás. Con una que tenga más fuerza para golpear y para amar. Si es que hasta yo puedo pegar con más fuerza que tú. ¡Báñame bien, si quieres librarte de un buen sopapo! ¡Te agarraré de las greñas y ya verás lo que es bueno! Conmigo no te vas a ir de rositas, que yo no soy Murtazá. ¡Muéstrame tu fuerza, pollo mojado! No te has muerto todavía, ¿no? ¿O es que estás muerta ya? —grita la Vampira levantando hacia el techo la cara deformada por la rabia.
Zuleijá toma impulso con todas sus fuerzas y golpea con los dos escobillones el cuerpo que resplandece en medio del vapor trémulo, como si pegara un hachazo. Las cerdas henden el aire con un silbido y la anciana experimenta un brutal estremecimiento, la sangre forma puntitos oscuros en las rayas de color escarlata que se dibujan en su vientre y su pecho.
—¡Por fin! —exclama la Vampira con voz ronca y reposa la cabeza de nuevo en el banco.
A Zuleijá se le nubla la vista, mientras se desliza por los escalones hasta el suelo resbaloso y fresco. Se le corta la respiración, le tiemblan las manos.
—Pon más vapor y empléate ahora con mi espalda —le ordena la Vampira con tono sereno y diligente.
Gracias a Alá que a la anciana le gusta que la bañen abajo. Se sienta en un inmenso tazón de madera lleno de agua hasta los bordes, sumerge con cuidado en el líquido las bolsas vacías de sus pechos, tan largas que le llegan al ombligo, y le tiende a Zuleijá las manos y los pies, de uno en uno, que Zuleijá frota con un estropajo embebido en cocimiento de cadillo. Los largos hilillos de mugre corren hasta el suelo.
Después le toca el turno a la cabeza. Lo primero es deshacer las dos largas trenzas que bajan hasta la cadera, enjabonar el cabello y enjuagarlo, cuidándose de que no se enrede en los enormes pendientes en forma de medialuna, ni se le llenen de agua los ojos ciegos.
Después de enjuagarse con varios cubos de agua fría, la Vampira está lista y Zuleijá la lleva de vuelta al vestidor, donde comienza a frotarla con las toallas mientras se pregunta si la anciana le revelará el contenido de su misterioso sueño. De que ya se lo ha contado a su hijo en la charla de esta noche, Zuleijá no alberga la menor duda.
De repente, la Vampira le clava en el costado uno de sus dedos torcidos. Zuleijá se queja y se aparta. Pero la Vampira se lo clava de nuevo. Y una tercera vez. Y una cuarta… Pero ¿qué mosca le ha picado? ¿Le habrá hecho daño el vapor? Zuleijá recula a la pared de un salto.
Pero la suegra recupera la calma enseguida. Con gesto acostumbrado, estira el brazo y agita los dedos con aire exigente. Zuleijá deposita en la mano abierta la jarra con agua que ya tenía preparada. La anciana bebe con avidez. El agua corre por las profundas arrugas que parten de las comisuras de los labios y conducen al mentón. Después, de repente, toma impulso y arroja la vasija contra la pared. Los añicos de arcilla tintinean y la oscura mancha de agua se extiende lentamente por el entarimado.
Zuleijá musita una breve oración sin mover apenas los labios. ¿Qué tiene hoy la Vampira, Alá Todopoderoso? Se le ha ido completamente la cabeza. ¿Será que chochea? ¡Es que con lo vieja que está…! Zuleijá espera unos instantes y después se le acerca despacio y continúa vistiéndola.
—No dices nada —le dice la vieja arrastrando las palabras en tono acusador. Y mientras se deja poner la camisa y los zaragüelles prosigue—: Siempre estás callada. Siempre muda… Si alguien me tratara así, yo lo mataría.
Zuleijá se detiene de repente.
—Pero tú eres incapaz de eso. De golpear a alguien, de matarlo, de amar. Tu rabia duerme en lo más profundo de tu ser y ya no despertará jamás. ¿Y acaso puede haber vida si no se tiene rabia? ¿Qué clase de vida es ésa? Nunca tendrás una vida que valga la pena vivir. Eres un pollo y nada más que eso…
»Y tu vida es la de un pollo —continúa su perorata la Vampira echándose hacia atrás con un suspiro de placer. Y sigue—: Yo sí he tenido una vida de verdad. Y aquí me ves ahora, ciega y sorda pero contenta de estar viva y a gusto todavía con la vida que llevo. Pero tú no tienes vida ninguna, por eso no das pena.
Zuleijá la escucha inmóvil, apretando contra su pecho las botas de fieltro de su suegra.
—Vas a morir pronto. Lo vi en sueños. Murtazá y yo nos quedaremos en casa, mientras que tres fereshté en llamas vendrán en tu busca para llevarte directamente al infierno. Pude ver con claridad cómo cargarán contigo y te subirán al carro que te conducirá al abismo. Yo observo toda la escena desde el portal. Y te veo muda como siempre, apenas relinchando por lo bajo como el potrillo y mirándome como una loca con esos ojitos verdes que tienes fuera de las órbitas. Los fereshté se carcajean y te sujetan con fuerza. Un chasquido de látigo y se abre una grieta en la tierra por la que salen humo y chispas. Otro chasquido del látigo y el carro se pierde contigo en medio del humo…
A Zuleijá se le aflojan las piernas, deja caer las botas de fieltro, se apoya en a la pared y se desliza por ella lentamente hasta quedar sentada en la fina alfombrilla que apenas es capaz de aislarla del frío suelo.
—No sé si se cumplirá pronto, pues ya sabes que algunos de mis sueños se cumplen enseguida y otros tardan tanto en hacerlo que ya he comenzado a olvidarlos —dice la Vampira, y bosteza con deleite abriendo mucho la boca.
Zuleijá se las apaña como puede para acabar de vestir a la anciana. Ésta se percata de que a su nuera las manos no le responden y se burla con malicia. Después se sienta en el banco, apoya las manos con fuerza en el bastón clavado en el suelo y le dice:
—Hoy no salgo de aquí contigo, no sea que el sueño que te he contado te haya trastornado. ¿Quién sabe lo que se te puede haber ocurrido? Y yo tengo mucha vida aún por delante, ¿sabes? Llama a Murtazá y que sea él quien me lleve y me ayude a meterme en la cama.
Zuleijá se envuelve en el abrigo y va a la casa con paso indeciso a buscar a su marido. Murtazá entra a la carrera en el vestidor sin sacarse la nieve pegajosa de las botas de fieltro. Tampoco trae el gorro.
—¿Qué pasa, eni? —pregunta Murtazá sujetando las manos de su madre entre las suyas.
—No puedo más… —dice la Vampira con una voz repentinamente débil y deja caer la cabeza sobre el pecho de su hijo—. No puedo más…
—¡¿Pero qué dices?! ¡¿Qué dices?!
Murtazá cae ante su madre de rodillas y le palpa la cabeza, el cuello, los hombros.
Con mano temblorosa, la anciana ase el cordón que sujeta la camisa y tira de él para abrirla. En el triángulo de carne que queda a la vista se puede apreciar una oscura mancha de color purpúreo salpicada de gránulos de sangre coagulada. El moretón baja por el escote y se pierde en dirección al vientre.
—¿Por qué me trata así? —La boca de la Vampira se transforma en un arco cuyos extremos tienden hacia abajo, mientras dos brillantes lagrimones se descuelgan de sus ojos y ruedan por las mejillas, perdiéndose en el fondo de las temblorosas arrugas. Sacudida por los temblores, la anciana se deja caer en los brazos de su hijo—: Si yo no le he hecho nada… —añade.
Murtazá mira a Zuleijá desde el suelo.
—¡Tú! —ruge clavándole los ojos y palpando la pared detrás de él.
Su mano encuentra mazos de hierba seca y estropajos. Murtazá tira de ellos, los va arrancando, hasta que la mano encuentra el mango del escobillón, lo sujeta con firmeza y toma impulso para golpear.
—¡Yo no la he golpeado! —protesta Zuleijá con voz ahogada, y se pega a la ventana de un salto—. ¡Jamás en la vida le he levantado la mano! Ha sido ella la que me ha pedido que…
—Murtazá, hijo, no le pegues, déjalo estar —se oye decir a la Vampira con voz temblorosa desde un rincón—. Ella no ha tenido piedad de mí, pero tenla tú de ella, te lo ruego…
Murtazá sacude el escobillón y golpea con fuerza a Zuleijá en el hombro. El abrigo cae al suelo. Zuleijá arroja las botas de fieltro y corre a refugiarse en el fondo del baño. La puerta se cierra tras ella con estruendo. Rechina el cerrojo: su marido la ha encerrado por fuera.
Con la cara apretada contra la pequeña ventana empañada de vapor, Zuleijá ve a su marido y su suegra caminando hacia la casa: dos esbeltas sombras que nadan a través de una cortina de nieve. Las luces de los aposentos de la Vampira se encienden y se apagan después. Ahora Zuleijá ve a su marido volver al baño con paso pesado.
Zuleijá coge un cucharón y lo sumerge en el cubo que hay sobre la estufa. Del agua removida se elevan exuberantes volutas de vapor.
El cerrojo rechina de nuevo. Vestido apenas con la camisa, Murtazá está de pie en el vano de la puerta. En la mano, otra vez el escobillón. Avanza un paso y cierra la puerta tras de sí.
¡Arrójale el agua hirviendo! ¡Arrójasela ahora mismo! ¡Dale!
Agitada y empuñando el cucharón con los brazos extendidos, Zuleijá recula y se apoya en a la pared. Siente en los omóplatos la roma protuberancia de los troncos.
Murtazá avanza un paso más, empuña el cucharón por el mango y lo arranca de las manos de Zuleijá. Después la arroja de un empujón sobre el banco inferior. Zuleijá se golpea dolorosamente la rodilla y se tumba sobre el banco.
—¡Estate quieta, mujer! —le ordena su marido, y comienza a golpearla.
Los golpes con el escobillón no duelen demasiado. Casi tanto como los que se dan durante el baño de vapor. Zuleijá se queda quieta, como se lo ha ordenado su marido, pero se estremece con cada golpe y araña las tablas del leuke. Murtazá se cansa muy pronto de golpearla. Como quiera que se mire, ha tenido suerte con el marido que le ha tocado.
Seguidamente, Zuleijá da un baño de vapor a su marido y lo lava. Cuando Murtazá pasa al vestidor para enfriarse, Zuleijá lava su ropa interior. A estas horas ya no tiene fuerzas para darse un baño. Le pesan los párpados, se le ha enturbiado la mente. A duras penas se frota los costados con el estropajo y se enjuaga el cabello. Ahora sólo le queda lavar el suelo del baño y podrá irse a la cama. A dormir, a dormir…
Desde muy niña Zuleijá aprendió que los suelos se lavan de rodillas. «Sólo las perezosas trabajan sentadas o en cuclillas», le enseñó su madre. Y como Zuleijá no se considera una mujer perezosa, frota la tarima pegajosa y oscura avanzando sobre ella como un lagarto, inclinados el vientre y el pecho, la cabeza que le pesa como un yunque casi tocando el suelo y el trasero levantado, meciéndose acompasadamente.
Cuando el cuarto de vapor ha quedado limpio, Zuleijá la emprende con el vestidor. Primero extiende las húmedas esterillas sobre los kishte más pegados al techo para que se sequen mejor, recoge los añicos de la jarra rota y comienza a lavar el suelo.
Murtazá sigue tumbado en el banco. Descansa desnudo, envuelto en una sábana blanca. Saberse observada por su marido hace que Zuleijá trabaje mejor, más rápido, con mayor esfuerzo. Le gusta que su marido vea que tiene una buena mujer, aunque le haya salido tan menuda. Y es lo que hace ahora, desparramada por el suelo y sacando fuerzas de flaqueza, frotando frenéticamente con el trapo el suelo ya limpio, para aquí y para allá, para aquí y para allá, los jirones del trapo moviéndose al compás, sus pechos descubiertos arrastrándose por la tarima.
—Zuleijá —la llama en voz baja Murtazá mirando el cuerpo desnudo de su mujer.
Zuleijá incorpora el tronco, aún de rodillas, con el trapo bien sujeto. Antes de que le dé tiempo a abrir sus ojos soñolientos, su marido la abraza por detrás, la arroja de un tirón, bocabajo, sobre el banco, se le encarama encima, se sofoca, jadea, la aplasta una y otra vez contra los duros tablones que le arañan la piel. Murtazá quiere hacerle el amor. Pero su cuerpo no quiere. Ha dejado de obedecer a sus deseos… Finalmente, Murtazá se aparta de ella y comienza a vestirse. «Ni siquiera mi carne te desea ya», le espeta sin molestarse en mirarla y abandona el baño.
Zuleijá se levanta despacio. Todavía lleva el trapo en la mano. Termina de limpiar el suelo. Pone a secar la toalla y la ropa interior que ha lavado. Después se viste y echa a andar hacia la casa. No tiene fuerzas para amargarse por lo que acaba de ocurrirle. La horrible profecía de la Vampira: eso sí es algo en lo que conviene pensar. Pero será ya mañana… Cuando despierte mañana…
Las luces de la casa ya están apagadas. Murtazá no se ha dormido aún. Zuleijá oye su respiración ruidosa y vigorosa, y el crujido de los tablones del siak cuando se da la vuelta.
Zuleijá avanza a tientas hasta su rincón. Su mano acaricia la superficie cálida y rugosa de la estufa. Se deja caer sobre el arcón sin desvestirse.
—¡Zuleijá! —llama su marido. En su voz se percibe contento y anhelo.
Zuleijá quiere levantarse, pero no lo consigue. Su cuerpo yace sobre el arcón, inerte como la gelatina.
—¡Zuleijá! —llama de nuevo.
Zuleijá se deja resbalar, se arrodilla frente al arcón. No consigue separar de él la cabeza.
—¡Date prisa, pollo mojado! —reclama Murtazá.
La mujer se incorpora a duras penas y acude al llamado de su marido bamboleándose. Trepa al siak.
Con gesto impaciente, Murtazá le baja los zaragüelles, mientras protesta con un graznido porque no se los haya quitado ella misma, de puro perezosa; la acuesta boca arriba y le abre la camisa. Su jadeo entrecortado se aproxima a la cara de la mujer. Zuleijá siente como la pincha la poblada barba de su marido, todavía olorosa a los vapores del baño y el frío del patio. Su espalda magullada por los golpes se resiente ahora bajo el peso de su marido. El cuerpo de Murtazá ha respondido por fin a sus deseos y él se da prisa en satisfacerlos con vigor y avidez, larga y jubilosamente.
Cada vez que le toca cumplir con su deber conyugal, Zuleijá suele verse a sí misma como uno de esos artilugios donde la grasa es prensada con fuerza mediante un mortero grueso y duro que empujan una y otra vez las fuertes manos de su dueña. Pero esa idea no consigue abrirse paso hoy a través del muro de su agotamiento. El velo de sueño que cae sobre ella cubre también los cada vez más apagados gemidos de su marido. Los sostenidos embates se van espaciando como los vaivenes de un carro llegando a destino…
Murtazá se aparta de su mujer y se seca la nuca con la palma de la mano, mientras su respiración, en la que se percibe la fatiga y la satisfacción, se aquieta poco a poco.
—Márchate a tu rincón, mujer —le dice, y empuja su cuerpo inmóvil.
No le gusta que ella duerma a su lado en el siak.
Zuleijá vuelve con los ojos cerrados y se pega un golpe contra el arcón, pero no se percata de ello, porque ya duerme profundamente.