TREINTA
Desde la altura del peñasco donde está Ignatov, se pueden admirar kilómetros y kilómetros del río Angará, como si uno lo tuviera en la palma de la mano. El busto verde y abundante de la margen izquierda, inflado como la masa de pan a punto en el horno, se refleja con tonos esmeralda sobre el espejo plomizo del agua. El río, como una tela pesada y ancha, se mueve lentamente hacia el horizonte azulado donde espera el Yeniséi. El mismo destino que perseguía la lancha a motor que se llevó a Kuznets.
La margen derecha, donde se han establecido los deportados, es de tierra baja, describe una suave pendiente, pero hacia el interior se encabrita formando cerros que crecen hasta constituir altas colinas erizadas de peñascos como colmillos. En uno de esos peñascos está Ignatov ahora, admirando la taiga que se extiende a sus pies. Desde donde se encuentra no es posible ver el campamento, pues está muy abajo, oculto por los pliegues del promontorio.
Aunque tampoco es que Ignatov arda en deseos de fijar la vista en algo o en alguien ahora mismo. Todavía se permite mirar la situación como un observador externo: ¿quién es ese que, vestido y con el agua hasta la cintura, se sacude los copos de nieve que le cubren los cabellos? ¿Es él, acaso? ¿Quién es ese que imparte órdenes («Encended una hoguera. Buscad ramas para levantar una cabaña. ¡Que nadie se aleje un solo paso del perímetro del campo, perros!») y se marcha de cacería a la taiga? ¿Acaso es él? ¿Quién sigue las pistas de las fieras, pisotea la hojarasca y trepa por las piedras cubiertas de musgo y hierba seca hasta lo alto del peñasco? ¿Es él, acaso?
Ahora, el ceño fruncido, se sienta sobre un canto calentado por el sol. El calor que emana de la piedra atraviesa la ropa aún húmeda y, por lo mismo, fría. Un trozo de musgo quebradizo le pincha la palma de la mano. Una pareja de mosquitos zumba junto a su oído, hasta que el viento los arrastra y el zumbido se aleja, esfumándose en la distancia. La frescura de la enorme masa de agua y el olor acre de la taiga se cuelan en su nariz: abetos, pinos, alerces, el aroma plural del bosque. No hay dudas: él, Iván Ignatov, está en Siberia. Ahogó a trescientos enemigos en las aguas del Angará. Ha quedado al mando de un puñado de elementos antisoviéticos medio muertos. Carece de provisiones y efectivos. Y ha recibido una orden: sobrevivir y esperar la llegada de la próxima barcaza.
Bueno, digamos mejor que no los ahogó él, que, de hecho, intentó socorrerlos. Intentar es palabra de flojos, le habría dicho Bakíyev. Los comunistas no intentan las cosas, sino que las hacen. ¡Pero no pude salvarlos! ¡No pude! Lo intenté, me dejé la piel en ello. Casi me ahogo yo mismo. ¡Pero no te ahogaste, ¿a que no?! Y todos ellos se ahogaron y ahora dan de comer a los peces en el fondo del río. ¿Acaso habría sido mejor que me ahogara con ellos? ¿Quiénes son, a fin de cuentas? Kulaks, explotadores, lastre para el poder soviético. ¡Enemigos! Encima, listos para reproducirse, como dijo Kuznets. ¡Ah, ahora quieres esconder la culpa tras las palabras de otro! Y de Kuznets, nada menos, ese cabrón.
Las ideas perniciosas se van clavando en su cerebro como dardos, agujereándolo. Ignatov se quita la gorra, se agarra el cabello y tira de él, como si quisiera arrancárselo del cráneo. «¡Basta!», se ordena a sí mismo. Hay que ocupar las manos en el trabajo y las piernas en la marcha. Hay que fatigar el cuerpo, mortificarlo y atormentarlo para alejar las malas ideas. O, simplemente, pensar en otra cosa.
Ignatov escruta la borrosa línea gris y azul del horizonte. De allá vendrá la próxima barcaza. ¿Cuándo vendrá? Kuznets prometió que vendría pronto. Ellos tardaron tres días en llegar. Kuznets, en su lancha a motor, apenas tardó una jornada. Pongamos que le tomará un día volver y otro más, tal vez dos, sortear los enredos burocráticos y cargar otra barcaza y otros tres días de viaje hasta llegar adonde lo espera Ignatov. Una semana, en total.
Hay que aguantar una semana.
¿Y si Kuznets se retrasa? Ese cabrón no va a darse prisa, ya lo creo que no. Puede aparecer dentro de una semana y media, o dentro de dos. A finales de agosto. Y aquí ya han caído las primeras nieves, como si no estuviéramos en pleno verano, sino en el frío otoño, ya avanzado.
¿A qué distancia de Krasnoyarsk estarán? Dos días bajando por el Yeniséi representan unos trescientos kilómetros y puede que hasta algo más también. Ya en el Angará, navegaron río arriba casi un día entero, lo que equivale a otros cien kilómetros. Cuatrocientos kilómetros en total, pues. Los separan de Kuznets cuatrocientos kilómetros de navegación fluvial. Y el infinito mar de la taiga. Cuando navegaban por el Yeniséi, Ignatov reparaba en los pueblos que iban dejando atrás de cuando en cuando, pequeños caseríos anclados a la orilla, y se preguntaba si estarían habitados o abandonados. Ya en el Angará, en cambio, no vio ninguno. Aquí no vive un alma.
Ignatov apoya el dedo índice sobre la yema del pulgar formando un círculo y lo proyecta con rabia contra el escarabajo que trepa por la piedra de color gris azulado. El insecto cae al vacío. Ignatov se endereza y se coloca bien la camisa, aún húmeda en los bajos. ¿Para qué demonios te metiste en el agua, tonto? Y, encima, se mojó por gusto. Tenía que haberlo pensado antes, en la lancha. Y haber agarrado a Kuznets por el cuello, el pellejo o por el cabello e impedirle marcharse. Impedírselo a toda costa. Y a él, a Ignatov, que lo hubieran prendido, que lo hubieran llevado a Krasnoyarsk bajo custodia, que lo hubieran obligado a responder por haber abusado de su poder: cualquier cosa habría sido mejor que haberse quedado aquí solo, como está ahora.
—Una semana —dice Ignatov en tono severo al precipicio que se abre a sus pies y lo amenaza con el dedo—. Esperaré una semana y ni un día más. ¡A ver si te enteras!
El precipicio no dice palabra.
¡Qué gordos y qué tontos son los urogallos de aquí! Fijan en Ignatov sus ojazos negros y redondos bajo los arcos rojos de sus cejas y se quedan quietos. Él se acerca unos pasos y les dispara a bocajarro. Sus cuerpos blandos estallan como surtidores de plumas negras, levantan las alas, ya tarde, y dejan caer en la hierba sus cabecitas crestadas. El estruendo atrae a sus semejantes, que asoman enseguida, curiosos, de los árboles vecinos. ¿Qué ha pasado? ¡Queremos verlo! ¡Aquí estamos! Ignatov se cobra seis piezas, tantas como balas hay en el tambor del revólver. Ata los cuellos de tres en tres con una cuerda que lleva en el bolsillo y obtiene dos pesados bultos. Regresa a la orilla.
Ha memorizado meticulosamente el camino recorrido después de abandonar el emplazamiento del campo. Si uno no penetra demasiado en el bosque, el intrincado urmán, no tiene por qué perderse, dado que el Angará queda siempre a la vista, pero puede extraviarse y verse obligado a vagar un rato. Por ello, Ignatov ha ido prestando atención a todos los accidentes del terreno y nombrándolos entre dientes, como si estuviera desenredando un hilo que ahora, en el camino de vuelta, va recogiendo en apretado ovillo. Del promontorio, descender por el sendero de piedras avanzando sobre los cantos rodados, algunos rosas y otros blancos, y verdes por el musgo suave y abundante, hasta llegar al calvero casi raso; atravesar después el ralo pinar, andando sobre piedras enormes, planas y cubiertas de escasa hierba, hasta alcanzar una suave pendiente; seguir bajando entre pinos, semejantes a cirios rojizos, y entre las negras barbas de los abetos, bajar más y más, hasta alcanzar el claro pequeño y circular donde alguna vez se alzó un abedul inmenso que ahora es apenas un palo quemado por un rayo; desde allí, continuar bajando hasta el Angará, siguiendo el curso de un arroyo de agua fría y saltarina; por último, al tropezar con un canto rodado grande como un oso, cruzar el arroyo y adentrarse de nuevo en el bosque. Muy pronto, entre los árboles, aparecerá un claro: el punto exacto, en la orilla del río, donde el puñado de deportados se ha establecido.
Ignatov avanza por la taiga. Sus pasos firmes hacen crujir la hojarasca que pisa. El agua chapotea bajo sus pies: saltando de piedra en piedra al cruzar el arroyo se le han empapado las botas. Lleva en cada mano una cuerda de la que cuelgan las aves abatidas. Será una cena de campeonato la de esta noche. Para vosotros, ciudadanos enemigos, ¡que os aproveche! Os voy a tener comiendo urogallos toda la semana. Vais a saciar el hambre acumulada durante el viaje.
Ignatov no se percata de que está cayendo la noche. La densa penumbra marrón se abate de repente, súbitamente, sobre la taiga. La temperatura baja de golpe. Los alegres pajarillos diurnos callan, cediéndoles la noche a voces graves y distantes. Todos los sonidos —el rumor del follaje, el susurro de las agujas de los pinos, el zumbido del viento sobre las ramas— se tornan de pronto presentes y cercanos, y hasta el crujido de la hojarasca bajo sus pies suena con estruendo.
Algo grande, suave y claro pasa junto a su cabeza aullando levemente. Dos alas le acarician el rostro. Una desagradable sensación de frío le asalta el estómago obligándolo a contener la respiración. Ha sido una lechuza, comprende Ignatov para su alivio, ya tardío, y apura el paso. Del fondo de la espesura salen extraños gorjeos, grititos, suspiros ahogados. Un rugido como de terciopelo se oye a lo lejos.
¡¿Dónde demonios está el campamento?! Se diría que ya tendría que haber aparecido entre los árboles. Abetos, abetos y más abetos… Y de repente se le ocurre una idea demencial: llega por fin a la orilla y no encuentra a nadie. Ni un alma. Todos muertos. ¿No será que todos ellos —Zuleijá, la de los ojos verdes, los tristes vejetes de Leningrado, el lameculos de Gorelov— fueron a parar al fondo del Angará junto a la barcaza? ¿Y que sólo lo desembarcaron a él en esta orilla desierta?
Ignatov echa a correr. El ruido de sus pasos es ensordecedor, se le meten cosas en los ojos, las ramas le golpean las mejillas. Un pie se le hunde en un hueco; otro tropieza con un palo. Está a punto de caer, pero consigue mantenerse en pie. Aprieta el paso. Proyecta los codos hacia delante para protegerse la cara. Los urogallos se han vuelto más pesados y grandes, como si se fueran inflando durante la carrera.
Y por fin oye crepitar al fuego anaranjado, abriéndose paso entre los árboles. Un par de saltos más e Ignatov irrumpe, agitado, con el corazón latiéndole deprisa por la carrera o el miedo, en el improvisado campamento. Allí están todos, nadie se ha marchado a ninguna parte. Algunos están empeñados en la construcción de una cabaña bajo las largas ramas de un frondoso abeto; otros, esperan agolpados junto a la hoguera. Ignatov aminora la marcha y deja que se le sosiegue la respiración. Se acerca a las mujeres acuclilladas en torno al fuego y arroja a sus pies descuidadamente los urogallos todavía calientes…
Mientras las mujeres se afanan con la cena, Ignatov decide ocuparse de un asunto tan desagradable como inexcusable. A saber, del asunto contenido en la gastada carpeta gris, llena de arriba abajo de cuños y sellos cuadrados de un sucio violeta. En sus delgadas entrañas está guardada la amarga historia del largo viaje. Es hora de tachar la merma.
Con la carpeta en las manos, Ignatov toma asiento junto a la fogata. Se imagina arrojándola al fuego, cómo se inflamaría rápidamente agitando las hojas, como si estuviera viva, retorciéndose, achicharrándose, revolviéndose, disolviéndose entre las lenguas amarillas de las llamas y desapareciendo en el cielo oscuro convertida en humo ligero. No quedaría huella de ella, ¡ni el olor siquiera!
Pero no. Eso no lo puede hacer. Es el comandante y su obligación es mantener el orden. Y conformar un listado concienzudo de todos los habitantes del campamento. ¿O debe llamarlos «detenidos»? ¿Pero qué clase de «detenidos» eran aquéllos si no había más guardias vigilándolos que un comandante con los pantalones húmedos y un único revólver? El comandante decide continuar llamándolos «deportados», como ha hecho hasta ahora.
Ayudándose de un palo, Ignatov aparta dos tizones de la hoguera y espera a que se enfríen. Empuña uno de ellos, alargado y recio, por el lado más ancho. Toma aire y abre la carpeta por fin. Son cuatro folios arrugados que el tiempo ha amarilleado y que muestran la huella de los dedos que los han hojeado, manchas pardas, rayones. En algunas partes, la nieve o las gotas de agua han arrugado el papel. Las esquinas están deterioradas, rotas. Hay también un quinto folio, menos deteriorado y, por alguna razón, más limpio: en él aparecen los datos de los «excedentes» de Leningrado. Ochocientos nombres anotados sin maña que bailotean díscolos por las irregulares columnas. Y como ellos, con parejo entusiasmo, corren las líneas negras trazadas con lápiz que han ido tachando nombres. Más de la mitad de ellos. En la semioscuridad, alumbrados apenas por el fuego, los folios parecen pequeñas servilletas bordadas.
Ignatov comienza por lo más fácil: los de Leningrado. De la quincena de nombres ya borró un par antes, durante el viaje. El resto no tiene por qué suprimirlos, porque todos están aquí. El «excedente» que le endilgaron al inicio del viaje ha demostrado una gran capacidad de supervivencia: ¡vaya cosa más sorprendente! Que sobrevivieran desclasados como Gorelov entraba en los cálculos. Los de su calaña se amoldan a lo que sea, se pintan del color que sea, se convierten en quien convenga, se funden con los demás y chupan la sangre de un par de gargantas si es preciso. Esos sobreviven, ya lo creo. ¡Pero que sobreviva la intelligentsia ya es harina de otro costal! Esas personas amables hasta lo empalagoso, rara vez insolentes de palabra y, en sus actos, obedientes, flojas, sumisas. En suma, penosas. Y, sin embargo, aquí han demostrado una mayor capacidad de supervivencia que muchos campesinos diezmados por las enfermedades y el hambre. ¡Vaya con los «representantes del pasado»! El propio Kuznets se dejó engañar por su palidez y los eligió para llevarlos en su lancha a motor tomándolos por los más débiles, impotentes, incapaces de darse a la fuga. Les sonrió la suerte a los de Leningrado, todo sea dicho.
Ignatov va repasando los apellidos de la lista y contrastándolos con los rostros de los presentes.
Ikónikov, Iliá Petróvich. Ahí va. Arrastra una rama de abeto, doblada, casi sin hojas. (¡¿Adónde vas con eso, idiota?! Ese ridículo palito no servirá para protegerse de la lluvia). A la vista está que es un inútil, alguien que no tiene hábito de esforzarse, incapaz de trabajar, un hombre débil y falto de voluntad. A éste no se le ocurriría darse a la fuga, o sumarse a un motín. Un tipo inofensivo. Gorelov le informó que Ikónikov fue un pintor célebre que pintó a Lenin para algunos carteles. Qué cosa tan curiosa que alguien que pintaba carteles revolucionarios acabe aquí. Por algo será, naturalmente.
Sumlinski, Konstantín Arnóldovich. Un viejecillo tranquilo, inofensivo. Está afanándose junto a una cabaña, agitando las manitas, dando lo mejor de sí. ¡Así se hace, abuelo! No sirve de nada que sea científico. Geógrafo o agrónomo, algo así. Pero por inútil que resulte, a Ignatov le complace el afán que pone. Da gusto verlo. Ése también es inofensivo.
Brzhostóvskaya-Sumlínskaya, Isabella Leopóldovna, su mujer. (¡Hay que ver el apellido y el patronímico que le regaló su papaíto!). Sentada junto a Ignatov ante la hoguera, intenta desplumar el ave: sus finos dedos de piel seca y transparente agarran sin éxito las plumas del urogallo, plumas que de repente parecen haberse tornado aún más elásticas y firmes. ¡Antes de que esa vieja bruja acabe de desplumar un pollo te habrás muerto de hambre! Una mujer altiva, de gestos pretenciosos y con la lengua muy larga. Gorelov la pilló criticando al Gobierno, pero no pudo informar del contenido preciso de sus palabras porque hablaba en francés. Es astuta e inteligente, pero aparte de la inteligencia y la lengua afilada no tiene nada más. Luego, tampoco ella es peligrosa.
Gorelov, Vasili Kuzmich. Se ha hecho con un palo largo y lo agita en todas direcciones, como si fuera un bastón de mando. Dirige la construcción de las tres cabañas, moviéndose entre ellas, agitando la vara y pegando gritos que hieren los oídos de Ignatov. El muy listo se las ha apañado para erigirse en el jefe de los deportados. Con alguien así todo está muy claro. Un tipo repugnante y mezquino al que Ignatov, de habérselo topado en la vida real, habría aplastado como a una pulga. Pero aquí se impone hacer las paces con él. Durante el viaje en tren, Ignatov solía convocar a los responsables de los vagones para que lo informaran del estado de ánimo de los pasajeros. Gorelov destacaba entre todos por sus informes encendidos y detallados. Ese perro tiene claro que el más fuerte es el amo. Y mientras te mantengas en el poder con un revólver en la cintura te lamerá la mano y te saludará agitando la cola. Pero si ve menguar tus fuerzas, te morderá de inmediato. O se te lanzará al cuello. Éste es peligroso.
Así, paso a paso, Ignatov llega al final de la lista de Leningrado. Algunos maestros o profesores universitarios; un obrero tipográfico; un empleado de banca; dos ingenieros, o tal vez mecánicos, de una fábrica; un ama de casa; dos personas sin ocupación conocida (estos parásitos son la verdadera úlcera en el cuerpo social); y hasta una modista, que se coló quién sabe cómo en esta compañía. En definitiva, vejestorios, ancianos apolillados, polvo de la historia. Descontando a Gorelov, no hay nadie peligroso allí.
Ahora toca un asunto mucho más complejo: aclararse con los kulaks. Primero, localizar a los vivos en el listado y señalarlos como tales. Después, tachar la merma. De rodillas a dos pasos de Ignatov, la pequeña tártara Zuleijá está despiezando los urogallos muertos. Localiza su nombre en la lista y traza un óvalo de carbón en torno a él. Le sale una línea espesa, gruesa y de un negro intenso. Como las cejas de la mujer. Ignatov tuvo ocasión de examinar su rostro allá en el agua. Bueno, hizo mucho más: se aprendió cada detalle de ese rostro y lo grabó en la memoria. No para de mirarla preguntándose si sigue con vida, si respira aún, si no ha agotado todas las fuerzas. No puede dejarla morir. Le parece que la vida de Zuleijá es la única remisión posible por la muerte de todos los demás, los ahogados. Cuando vio que la izaban a bordo de la lancha a motor sintió un desfallecimiento súbito: no le habría importado morir entonces. Hay una sola idea en su cabeza, repetida: la ha salvado, la ha salvado, la sacó del fondo, la arrastró, la salvó… Un malvado pensamiento se atraviesa en ese punto: ¿y crees que te lo tomarán en cuenta? ¡Menudo salvador! Mandó a trescientos al fondo del río y salvó a una sola mujer. ¡Todo un récord! «Basta ya —ordena Ignatov a su mente, con el fastidio de quien está habituado ya a apartar tales pensamientos—. Déjalo ya y vuelve al trabajo».
Está Avdei Bogar, el manco. Es impedido físico y, sin embargo, trabaja muy bien. Ahora mismo está apilando ramas en el techo de la cabaña con suma habilidad, mientras da instrucciones a los demás señalando con el dedo. ¡Ése sí que dirige de verdad las obras de construcción! Los otros lo obedecen. Asienten con la cabeza a sus órdenes. Se ve a la legua que es un tipo capaz. Sus ojos tienen una mirada que rebosa aptitud y vivacidad. Siempre los mantiene bajos en presencia de Ignatov, como si temiera que el comandante descubriera algo en ellos. Éste puede resultar peligroso. Los demás lo obedecen. No importa que sea manco.
Luka Chindikov, un chuvash de barba pelirroja, también está allí al lado. Un tipo repulsivo, contrahecho, desesperadamente feo. Perdió a toda su familia por el camino, está aterrorizado, demacrado, descolocado. Aún a estas alturas, se pasa todo el tiempo mirando estupefacto en derredor, como si no comprendiera dónde se encuentra. Es un hombre roto y no representa peligro alguno.
Un poco más allá, se agita la barba blanca de Musa-jazhi Yunusov, descarnado y liso como una caña. Cuando comenzó el viaje llevaba en la cabeza un turbante de un blanco cegador, que desapareció después, probablemente para usarlo como trapos en otro menester. Ignatov se imagina por un instante al jazhi serrando un abeto con la cabeza tocada por el turbante ostentoso y no puede evitar sonreír. El semblante de Yunusov desprende luz, renuncia: no piensa más en sí mismo, porque su mente está ocupada en la eternidad. No por gusto es un jazhi, un peregrino. Tampoco él es peligroso, pues.
Leila Gabridze, una georgiana regordeta, que siempre tiene la respiración agitada…
Escrutando sus rostros uno a uno, Ignatov recuerda los nombres de todos los deportados. Los va encontrando en las listas, rodea sus nombres con un óvalo de carbón y lleva la cuenta. Contando a los de Leningrado son veintinueve personas. Hay rusos, tártaros, un par de chuvashios, tres mordvinos, una mujer mari, un ucraniano, una georgiana y un alemán que ha perdido la cabeza y responde al caprichoso y sonoro nombre de Wolf Kárlovich Leibe. Vamos, que bien podrían entonar juntos La Internacional. Ignatov tacha el resto de los nombres. Mientras va pasando la punta de carbón sobre las viejas y ajadas hojas, intenta no leer los nombres que va tachando. Sus dedos manchados van dejando un rastro negro y como aterciopelado sobre el papel.
Concluido el trabajo con el expediente, Ignatov se pone en pie de un salto y echa a andar con ímpetu en dirección a la orilla. Quiere lavarse las manos cuanto antes. Le apetece llenar los pulmones del aire fresco del río. Y tiene muchas ganas de encender un pitillo.
A falta de un cuchillo (cuentan con dos, pero los tienen ocupados en la faena de levantar las cabañas) a Zuleijá se le ha ocurrido desplumar los urogallos con una astilla salida de una rama de abeto. Da el pego. Su madre tenía razón cuando le decía que para llevar a buen fin cualquier empresa lo principal es tener cabeza y manos. Zuleijá sujeta con fuerza el trozo de palo y va arrancando las plumas del cuerpo dócil y suave del ave con movimientos rápidos, mientras lo mantiene apretado entre su dedo índice y la astilla. Primero, va arrancando las plumas grandes, las que están mejor sujetas a la carne, y después, las más pequeñas y suaves. Las piezas cazadas todavía no se han enfriado y se dejan desplumar muy bien, obedientes.
Isabella se ha instalado a su lado. A las dos —la anciana y la embarazada—, les han encargado alimentar la fogata y preparar la comida, mientras los demás se ocupan de levantar las cabañas y disponer el campo.
—Zuleijá, querida, parece que no consigo seguirle el ritmo —le dice Isabella absorta en la contemplación de la astilla que la joven tártara mueve con tal rapidez que parece esfumarse en el aire.
—Usted mejor ocúpese de ir recogiendo las plumas —le sugiere Zuleijá—, que luego vamos a necesitarlas.
A Zuleijá le complace su aptitud para el trabajo. Ser útil la hace feliz. Le daría vergüenza estar sentada junto al fuego removiendo los leños, mientras los demás se dejan el lomo trabajando. Pero le resulta difícil ir a buscar leña al pinar y volver cargada: después de caer al río, la barriga le pesa como si se hubiera llenado de plomo y el bebé no para de moverse, de retorcerse. Las piernas le responden a duras penas y a menudo la frente se le perla de sudor. Más de una vez ha sentido dolores y tirones en la parte baja del vientre y Zuleijá, rezando entre dientes, ha creído que le llegaba el momento de parir. Pero sus temores se han demostrado prematuros.
El azúcar envenenado que le regaló Murtazá se diluyó en las aguas del Angará. Ello significa que va a parir, cualquiera que sea el resultado del parto. Si Alá le envía la muerte de una criatura más, ella sabrá soportarlo. La voluntad del Altísimo a veces resulta caprichosa e incomprensible para los hombres. La Providencia la dejó con vida: la única superviviente de todos los prisioneros que se subieron a la barcaza mortal. Y por si ello fuera poco, le envió, para salvarla, al asesino de su marido, al altivo y peligroso soldado de la Horda Roja: Ignatov. ¿Será que el destino quiere mantenerla con vida?
Zuleijá experimentó una felicidad como no había conocido jamás cuando, casi ahogada y convulsionada por el frío y la tos, escapó de las profundidades del río y, al emerger a la superficie en medio de un furioso remolino de salpicaduras y olas, el rostro contraído de Ignatov apareció junto a ella de repente. Nunca se sintió tan feliz al ver aparecer a su marido, por ejemplo, y que el difunto Murtazá le perdone esos pensamientos. Apenas tuvo tiempo de pensar que Ignatov podía pasar de largo sin percatarse de su presencia o que, habiéndola visto, no querría salvarla, cuando ya él estaba sujetándola, sosegándola. A Zuleijá no la habría sorprendido que él tirara de sus trenzas hacia abajo para ahogarla, pero Ignatov, bien al contrario, la sujetaba con fuerza, le hablaba y hasta se permitía gastarle bromas. Cuando quedó claro que ella no podría nadar sola hasta la orilla, no la cubrió de improperios ni la abandonó. Le salvó la vida.
Si su salvador fuese una buena persona, lo correcto habría sido postrarse de rodillas ante él y cubrirle las manos de besos. Si Murtazá estuviera vivo, colmaría de regalos a ese hombre. Si el venerable mulá no hubiera muerto, Zuleijá le pediría conducir una plegaria de agradecimiento en honor de su salvador. Pero ninguno de esos «si» tiene asiento en la realidad. Ahí sólo quedan ella y el adusto, el inasequible Ignatov. Ahí está él, sentado frente a la hoguera, doblado sobre los papeles con un tizón en la mano, tachando algo, frunciendo el ceño, apretando las mandíbulas de cuando en cuando. Zuleijá sólo quiere darle las gracias, pero no se atreve a interrumpir el curso de sus ideas. Pronto Ignatov resopla con rabia y con fuerza, cierra la carpeta de golpe y se marcha a la orilla.
Zuleijá ensarta las aves ya desplumadas en una larga púa que coloca sobre el fuego. Ya es noche cerrada cuando comienza a desmenuzar la carne y los deportados se van sentando uno tras otro en torno a la hoguera a esperar la cena, aspirando ansiosos el olor dulzón que desprenden las plumas calcinadas.
Han levantado tres cabañas al abrigo de unos abetos frondosos. Sobre las ramas más fuertes, usadas a modo de vigas, han colocado perpendicularmente ramas más grandes y, encima de éstas, ramas más pequeñas. El resto del follaje, también de pino, ha servido para improvisar un suelo que los aísle del frío. Alguien propuso echar ramas de abedul y musgo en el suelo para que ganara en suavidad, pero no han tenido ni fuerzas ni tiempo para ello. Han preparado la leña que se usará durante la noche: han traído una montaña de ramas secas y hojarasca. No tienen hachas, de manera que han tenido que echar mano de las sierras para cortar las ramas más gruesas. Las sierras de un sólo mango se atascaban, vibraban, se escapaban de las manos que no estaban acostumbradas a emplearlas. Trabajar con esas sierras resultaba extremadamente incómodo, pero aun así lo han conseguido y las ramas han acabado cortadas en trozos. Antes de que la noche se cerniera sobre el bosque, han arrastrado varios árboles caídos y los han colocado en torno a la hoguera. Ahora están sentados sobre ellos, muy juntos, sosteniéndose unos a otros, calentándose mutuamente y echando grandes y caprichosas nubes de vapor por la boca: ha refrescado bastante con la llegada de la noche.
En el centro de la hoguera, colocado sobre dos piedras planas, hay un panzudo cubo con agua hirviendo. Está ahí esperando la carne. Zuleijá arroja generosos trozos de carne al agua que borbotea, y el olor de la comida, un olor a hogar y a confort, sobrevuela las lenguas de fuego y sube hacia lo alto, hacia el cielo de terciopelo negro tachonado de estrellas.
—Qué luz… —dice Iliá Petróvich en voz baja mientras acerca al fuego anaranjado sus manos adoloridas que acaban de sumar nuevos arañazos—. Esto es un Rembrandt.
—No, es carne —le aclara Gorelov con un tono de voz inusitadamente amable y entorna sus ojos aceitosos, clavados en el cubo donde bulle la sopa—. Es carne.
Los demás permanecen en silencio. Sus ojos fatigados brillan en la penumbra, y sus rostros demacrados y angulosos se iluminan con las chispas que saltan de las llamas.
Zuleijá arroja medio puñado de sal a la improvisada cacerola y revuelve el guiso de cuando en cuando con un largo palo. Saldrá una sopa rica en grasa, espesa. El estómago le pega un brinco anticipando la llegada de la comida. Lleva medio año sin probar carne, de manera que está dispuesta a comerla cruda, a comérsela ahora mismo, a sacarla con las manos desnudas del caldo que bulle. Diría que todos los congregados en torno a la hoguera experimentan la misma sensación. Zuleijá tiene la boca llena de saliva y la lengua sumergida en ella. El palo golpea el interior del cubo, las ramas comidas por las llamas crepitan. A lo lejos se oye un prolongado aullido.
—¿Lobos? —pregunta alguien de ciudad.
—Están en la otra orilla —responde uno del campo.
Se oyen unos pasos que se acercan. Ignatov surge de la oscuridad. Los deportados se desplazan sobre los troncos, haciéndole sitio. Hasta hace un momento parecía que no podían estar más apretados y de repente, al sentarse el comandante, se ha hecho tal vacío en torno a él que parece que se hayan marchado cinco.
Después de tomar asiento, Ignatov se saca del bolsillo algo que suena nítidamente como trocitos de hierro en un cubilete, y se lo echa en la palma de la mano. Son balas.
—Ésta —dice como si continuara una charla ya comenzada, y sujeta entre los dedos la bala cuya punta redondeada brilla al fuego— es para el que se le ocurra darse a la fuga.
La coloca en el tambor del revólver. La bala entra mansamente y emite un sonido suave que hace pensar en un beso.
—Y ésta —dice mostrando una segunda bala— es para el que se ponga a hacer la contrarrevolución.
La segunda bala ocupa su lugar en el tambor.
—Y éstas —añade Ignatov y carga cuatro balas más en el arma— son para los que se atrevan a desobedecer mis órdenes.
Hace girar el tambor. El regular sonido metálico, aun siendo muy bajo, se oye por encima del fuego que crepita.
—¿Lo habéis entendido todos?
La sopa bulle desesperadamente y comienza a desbordarse. Convendría revolverla, pero Zuleijá no se atreve a interrumpir al comandante con los golpes bruscos que ello requeriría.
—¡Contaros de uno en uno! —ordena Ignatov.
—¡Uno! —responde enseguida y enérgicamente Gorelov, como si estuviera esperando esa precisa orden.
—¡Dos! —lo sigue otro.
—¡Tres!
—¡Cuatro! —continúa la serie.
Muchos campesinos no saben contar y los deportados de la ciudad los ayudan, contando por ellos. A veces, pierden la cuenta y tienen que comenzar de nuevo. Al final, consiguen acabar a trompicones.
—¡Ciudadano jefe! —salta Gorelov, el pecho proyectado hacia delante y la mano pegada a la sien de canto con los dedos bien juntos—. El destacamento de deportados, integrado por veintinueve…
—¡Calla! —lo interrumpe Ignatov, y Gorelov, con gesto ofendido, vuelve a sentarse en el tronco—. Así que somos veintinueve individuos… —concluye, mientras examina los rostros demacrados y surcados por arrugas leves o profundas, los pómulos protuberantes y las mejillas hundidas.
—¿Cómo que veintinueve? —se oye decir a Isabella en voz baja—. Contándolo a usted somos treinta, ciudadano jefe.
Zuleijá baja la mirada enseguida, a la espera de un rapapolvo o, cuando menos, una amonestación. Un silencio apenas roto por el crepitar de la hoguera y el zumbido de las ardientes chispas que salen volando vuelve a cernirse sobre la hoguera.
Cuando Zuleijá se atreve por fin a levantar la vista, Ignatov todavía tiene los ojos clavados en Isabella. Gracias a Alá, parece que la cosa ha quedado en nada. Zuleijá deja escapar un suspiro imperceptible, se incorpora y estira el palo con la intención de remover la sopa. Y en ese mismo instante, el bebé que lleva en el vientre despierta de golpe y comienza a destrozarle las entrañas. Zuleijá quiere gritar, pero el aire ha huido de su pecho, quién sabe adónde, y siente la garganta oprimida, con un nudo: no consigue inhalar aire, tampoco expulsarlo. Se deja caer de rodillas, primero, y se tumba de lado, después. Las estrellas le saltan a los ojos, se ponen a bailar junto a su cara.
—Éstos ya comienzan a reproducirse —se oye decir a Gorelov, desconcertado y como si hablara desde muy lejos.
—¡Que alguien ponga a calentar agua deprisa! —grita Ignatov, emocionado.
—Entiendo que los caballeros harían mejor en dejarnos solas —dice Isabella.
—Nos helaremos lejos del fuego, oiga —se lamenta alguien—. ¿Acaso no hemos visto antes a una mujer pariendo?
Y después, más voces y gritos, pero se marchan, se alejan, se funden entre ellos, se van perdiendo a lo lejos. Las estrellas, en cambio, no paran de crecer, se acercan, crepitan con estruendo. ¿O es la hoguera? ¡Ah, sí, sí! ¡Son los leños de la hoguera! El fuego se inflama, le quema los ojos a Zuleijá, que los entorna y echa a volar, replegándose sobre sí misma, de camino a una penumbra profunda que la espera en silencio.