A LA ESPERA DE RECLAMACIÓN

—¡Zuleijá Valíyeva!

—Soy yo.

En los cuatro meses que lleva presa, Zuleijá ha repetido la palabra yo más veces que en toda su existencia. Nada embellece más a una mujer que la modestia, y no es cosa de andar soltando yoes por ahí a diestro y siniestro. De hecho, la lengua tártara está construida de tal manera que una puede pasarse toda la vida sin decir yo ni una sola vez, porque, sea cual sea el tiempo verbal que use, el propio verbo se acomodará y ganará una desinencia que hará superfluo el uso de tan vanidosa palabra. En la lengua rusa no es así. En ruso todo el mundo se pasa la vida diciendo yo, mí y otra vez yo

El soldado que se ha apostado en la entrada grita los apellidos con una voz poderosa, elocuente. Zuleijá no lo ha visto antes. ¿Será nuevo?

—Wolf Le… Lei… Leibe.

—¿Cuántas veces he pedido al personal del hospital que me llame por mi nombre y patronímico? —protesta el profesor.

Todas las mañanas, durante el recuento, Wolf Kárlovich pronuncia esas palabras con idéntico énfasis. Los otros guardias ya las conocen, pero el soldado de hoy, un novato, levanta la vista sorprendido y escruta la oscuridad.

—¡Todos afuera! ¡Con sus cosas! —grita enseguida.

Zuleijá se levanta de un salto, como golpeada por una fusta. Aprieta el hatillo contra su pecho. La masa humana se agita a su alrededor. Los presos se inquietan, abren la boca, tienden las manos.

—¿Adónde? ¿Adónde los llevan? ¿Y nosotros, qué?

—¡Los demás se quedan donde están!

Wolf Kárlovich se pone en pie con dignidad, se sacude el polvo de la ropa y cede el paso a Zuleijá. Ambos avanzan hacia la salida sorteando cuerpos, cabezas, sacos, maletas, manos, paquetes, bebés envueltos en mantas… Junto con ellos, el soldado se lleva también a la mujer del mulá y a la familia del campesino sombrío con sus incontables hijos.

Después de tantos días viviendo en la penumbra, la luz de la lámpara de queroseno parece brillar como un pedazo del sol. Al salir del ambiente enrarecido de las celdas el aire frío del pasillo resulta embriagador. Tantos días de vida sedentaria han debilitado las piernas, que ahora se niegan a obedecer, por mucho que el cuerpo se alegre de ponerse nuevamente en movimiento. ¿Cuánto tiempo han pasado encerrados en esos barracones? Quienes habían contado los recuentos matinales decían que llevaban varias semanas allí.

Avanzan en fila india por el pasillo, con sendos soldados abriendo y cerrando la marcha. A veces los mandan detenerse y sacan a otros detenidos de sus celdas para unirlos a la columna. Afuera de la prisión ya se ha reunido un grupo numeroso de presos. Zuleijá no se atreve a contar cuántas personas hay. Sus rostros y sus ropas revelan su origen campesino. Algunos se ven todavía frescos: habrán llegado hace poco. Otros, como sus paisanos de Yulbash, apenas se tienen en pie. La viuda del mulá, envejecida y con el cabello más cano, carga con obstinación la jaula del gato vacía. La mujer del campesino, espectral y con la piel amarillenta, carga con sus dos últimos retoños, uno en cada brazo.

—¡Al fin van a evacuar el hospital a la retaguardia! —le susurra al oído Leibe, lleno de contento.

Zuleijá asiente. Así será, si él lo dice. Es la primera vez que ve a Leibe a la luz del día. Los rasgos de su cara son delicados como los de un joven. Sus canosos rizos son plateados. Hasta sus arrugas tienen un aire inteligente, sofisticado. La barba crecida estas semanas le cubre las mejillas dotándolo de cierta nobleza. No es tan viejo como pensó inicialmente Zuleijá. De hecho, parece más joven que Murtazá. Pero viste de forma muy estrafalaria, como un pordiosero. Con esa chaqueta de color azul que ha sido pasto de las polillas y está rota por todas partes. Y las pantuflas abiertas por el talón envueltas en trapos.

—¡Cierren filas! Y avancen al trote —ordena el soldado que encabeza la marcha y abre la puerta principal.

La luz de la mañana la golpea en el rostro como un puñetazo. Bajo los párpados que se han cerrado de golpe los ojos se le llenan de una luz roja. Zuleijá se agarra de la pared que se balancea y se apoya en ella. La pared la empuja, pero Zuleijá se deja caer y se tiende sobre ella. Los gritos del soldado la obligan a volver en sí:

—¡Levantaos! ¡Levantaos todos, cerdos! ¿O queréis que os encierre otra vez?

Zuleijá está tumbada en el suelo de piedra delante de la prisión. En el cuadro oblicuo de la puerta abierta se advierte el cielo de marzo, de un azul cegador, y el patio de la cárcel como un gran plato liso salpicado de charcos que brillan como espejos. Otros se han desplomado junto a ella y sollozan mientras se cubren los ojos con las manos. Hay quien se apoya en la pared, o se ha sentado en cuclillas, algunos están de rodillas, otros gimen de dolor…

—¡Andando! ¡Todos al trote! ¡Vamos!

De uno en uno, con los ojos entrecerrados como topos, los prisioneros van saliendo a la calle. Mareados por el aire fresco, apoyados unos en otros, forman una columna fofa y coja que a duras penas y en desigual trote avanza por la calle Tashayak de camino a la estación. Guardias robustos los rodean por todas partes. Todos llevan los fusiles en ristre y apuntando hacia delante, en perfecta concordancia con lo establecido por el parágrafo 7 de la Instrucción n.º 122 bis 4, con fecha del 17 de febrero de 1930: «Del régimen de escolta de los antiguos kulaks, criminales y demás elementos antisoviéticos».

Los ojos de Zuleijá se van acostumbrando a la luz del día y ya puede distinguir lo que tiene alrededor. A ambos lados, como serpientes gigantescas, están estacionados sendos convoyes formados por decenas de vagones cada uno. Bajo sus pies, se extienden los rieles y las traviesas del ferrocarril por las que los deportados caminan deprisa calzados con zapatos rotos, botas enfangadas o botas de fieltro que se han calado con la nieve pegajosa. Hay un fuerte olor a gasóleo. Un tren se acerca veloz. El silbato anuncia su llegada. «¡Apartaos! ¡Dejadlo pasar!», ordenan desde la cabeza de la columna.

Los guardias detienen la marcha e indican que se abandonen las vías con las bayonetas. La mole de la locomotora llega envuelta en una nube de vapor caliente. El faldón de un rojo vivo, proyectado hacia delante como una cuña, hiende el aire. Las potentes ruedas parecen piedras de molino que giran desquiciadas. El estruendo que provoca el rechinar de las ruedas es horrible. Es el primer tren que Zuleijá ve pasar en la vida. Las letras irregulares, pintadas con esmalte blanco en un costado de la locomotora —¡ADELANTE, HACIA LA FELICIDAD!— pasan volando ante ella, la manga de aire le golpea el rostro y la locomotora ya se marcha a toda velocidad tirando de la larga cadena de estruendosos vagones.

Inesperadamente, uno de los hijos del campesino, un chiquillo larguirucho de unos doce años, echa a correr, pega un salto y se aferra a una barandilla, se mece a merced del viento como un gato sobre una rama y el tren se lo lleva. Un guardia hace puntería en él y dispara. El ruido del disparo se confunde con el estruendo de la locomotora. Una nube de humo espeso, como algodón, cubre el convoy. El ruido del tren se apaga con la misma velocidad que apareció. El humo se disipa. Entre los raíles, metido en una pelliza que le queda demasiado grande, queda tendido el cuerpo inmóvil del niño.

Su madre sólo es capaz de abrir la boca, sin emitir un sonido. Deja caer los brazos que ahora cuelgan como cuerdas. Los bebés que llevaba cargados han estado a punto de caer. Zuleijá agarra a uno; el campesino, al otro. Los demás niños se aprietan contra las piernas de su padre.

—¡Andando, andando! ¡No se me paren aquí!

Las bayonetas señalan el camino como dedos de acero. Una de ellas se hinca en el hombro de la mujer: «¡Andando!». El campesino agarra del hombro a su mujer y tira de ella. La mujer no ofrece resistencia. Con la cabeza vuelta hacia atrás, como un pollo muerto, mira fijamente el cuerpo de su hijo que ha quedado tendido entre los rieles. Sin cerrar aún la boca, se aleja del lugar con los demás, caminando por las traviesas. Camina y camina…

Con todo, pega un grito de repente y se agita entre los brazos de su marido, sacude los brazos y las piernas inútilmente: quiere volver atrás. Pero ya está llegando otro convoy con estruendo, y el grito de la mujer queda ahogado por el metálico estrépito de las ruedas, los pistones, las bielas, los vagones, los rieles…

Zuleijá aprieta contra su cuerpo el capullo cálido y dulce. Es el bebé de otra madre: rosado como una muñeca, mofletudo, con una naricilla como un diminuto botón y una pelusilla suave en el lugar de las cejas. Dormido, resopla. Tendrá unos dos meses, no más. Ni una sola de las hijas de Zuleijá vivió tanto.

Un largo y ancho río de deportados corre por los rieles. A su encuentro, desde la estación, viene un riachuelo de personas transidas de frío porque no van vestidas para la estación. Mientras, en diagonal, cruzando las vías, avanza con paso resuelto una figura solitaria con un casco rematado en punta en la cabeza. Lleva una carpeta gris en la mano. Todos confluyen frente a un gran vagón hecho de tablones curvos, mal cepillados y pintados de naranja.

—¡Alto! —ordena sin levantar la voz el hombre de la carpeta.

Zuleijá lo reconoce. Es Ignatov, el soldado de la Horda Roja. El asesino de Murtazá.

El jefe de la guardia corre a su encuentro y le murmura algo al oído, mientras señala a la mujer del campesino, que continúa llorando desconsolada. Ignatov escucha el parte en silencio, asintiendo de vez en cuando con la cabeza y observando con aire severo a la multitud congregada frente a él. Su mirada se cruza con la de Zuleijá. ¿La ha reconocido? ¿O sólo se lo pareció a ella?

—¡Escuchadme bien! —dice por fin—. Yo soy vuestro comandante…

Zuleijá no sabe qué significa comandante. ¿Ha dicho «vuestro»? ¿Querrá eso decir que permanecerán juntos largo tiempo?

—Y os voy a conducir, ciudadanos deskulaquizados y representantes del pasado, a una nueva vida…

¿Qué es eso de «representantes del pasado»? Si pertenecen al pasado es que ya están muertos. Zuleijá examina al puñado de personas que se acaba de reunir con ellos. Sus rostros pálidos y cansados. La ropa de otoño que visten —livianos abrigos de paño; botines estúpidamente finos— no les sirve de mucho abrigo. Tiemblan, se juntan para entrar en calor. La montura rota de unos quevedos lanza un destello dorado; el extravagante sombrero de una dama, de cuya visera cuelga un velo, parece una mancha esmeralda sobre el fondo gris. Se ve enseguida que son de ciudad. Pero cadáveres no son, no.

—… a una vida difícil, una vida llena de privaciones y pruebas, pero también de trabajo honesto en el que ocuparse por el bien de nuestra amada patria… —continúa el militar.

—Pero ¿adónde vamos? ¿Adónde nos llevas, comandante? —lo interrumpe con insolencia un deportado.

Ignatov busca al insolente con unos ojos que despiden llamas, pero no da con él.

—Lo sabrás cuando llegues —dice con autoridad mirando por encima de las cabezas—. Y bien…

—¿Y si no llego vivo? —se oye de nuevo la voz insolente, desafiante.

Ignatov se llena de aire los pulmones. Después extrae un pequeño lápiz del bolsillo interior de la guerrera y escupe concienzudamente la punta.

—¿Cómo se llama el individuo que ha muerto en el intento de fuga? —pregunta alzando la voz.

Tras escuchar la respuesta, abre la carpeta, localiza el nombre y lo tacha de la lista.

—Ya hay uno que no va a llegar vivo a ningún lado —dice agitando la carpeta a la vista de todo el mundo—. ¿Lo habéis visto todos?

El grueso rayón en el gastado folio escrito a máquina flota sobre la multitud.

Ignatov se aclara la voz.

—Lleváis mucho tiempo bebiendo la sangre del campesinado trabajador. Ahora os ha llegado la hora de expiar vuestra culpa y ganaros el derecho a la vida en nuestro complejo presente y, sobre todo, en el futuro claro y luminoso que llegará, con toda seguridad, muy pero que muy pronto…

Son palabras largas y complejas. Zuleijá comprende muy pocas cosas más allá de la promesa de Ignatov de que todo acabará bien.

—Mi tarea consiste en llevaros sanos y salvos hasta esa nueva vida. Y vuestra tarea consiste en ayudarme en esa misión. ¿Hay preguntas?

—¡Sí! —se apresura a intervenir en tono de disculpa un hombre encorvado y de ojos tristes que forma parte de los representantes «del pasado». Luce dos bolsas debajo de los ojos que recuerdan los montones de cera que se acumula al pie de los cirios. «Un borracho», se dice Zuleijá—. ¿Tendría la amabilidad de decirme si se ha previsto darnos de comer durante el viaje? Es que, ya sabe, llevamos semanas que no…

—¿De comer, dice? —exclama Ignatov arrastrando las palabras maliciosamente y se le planta delante con aire amenazante—. ¡Debería dar las gracias al poder soviético por no haberlo fusilado! ¡Y por continuar cuidando de usted! ¡Por ocuparse de que viaje con su familia en estos vagones bien calentitos!

—Gracias —susurra intimidado el hombre a los galones verdes de la guerra de Ignatov—. Gracias.

—¡Os encamináis a una nueva libertad, a liberaros de los grilletes del viejo mundo y sólo estáis pensando en llenaros la panza! —continúa su encendida perorata Ignatov, caminando a lo largo de las filas irregulares de prisioneros que, a su paso, escondían la cabeza entre los hombros—. ¡Os vamos a servir de todo en bandejas de plata, ya lo creo! ¡Faisanes regados con champán! ¡Y frutas bañadas en chocolate!

Hace un gesto brusco al guardia que espera junto a la puerta del vagón: «¡Adelante!». Éste tira de la puerta que chirría al descorrerse. El vagón deja abierta sus fauces oscuras y cuadradas.

—¡Bienvenidos al Grand Hotel! —dice el guardia en son de burla.

—¡Con sumo gusto, ciudadano jefe! —le sigue el juego un hombre ágil de mirada viva y maneras perrunas que salta al vagón tomando impulso y metiendo una pierna primero, un gesto que deja ver el interior afelpado de sus pantalones, para desaparecer en la oscuridad.

Carne de presidio, un hombre peligroso, adivina Zuleijá. De éstos es mejor mantenerse alejada.

Empujándose unos a otros con los codos, los deportados comienzan a subir al vagón y se van acomodando como pueden. Los campesinos toman impulso, con las piernas como muelles, después de coger carrerilla. Las mujeres gimen, subiendo las botas que se les enredan en los bajos de las faldas, y se encaraman a duras penas tirando de sus hijos, que no paran de chillar.

De repente, una voz muy tranquila pregunta en medio del alboroto general:

—¿Y a los que no sepan trepar como los monos, los subiréis en brazos?

La voz pertenece a una mujer de gran estatura. El sombrero esmeralda con el velo adherido cubre su cabello cano y peinado en un moño alto. Ha abierto los brazos y mira en derredor como invitando a que la lleven en volandas. «A ésa, con lo que pesa, no hay quien la levante», piensa Zuleijá.

Ignatov mira fijamente a la mujer. Ésta no aparta la mirada, sino que enarca una ceja como preguntándole: «Bueno, ¿qué?». El viejo con los quevedos rotos le toca el hombro, visiblemente asustado, pero ella se lo sacude con gesto resuelto. Ignatov hace una señal con el mentón y el guardia apostado junto a la puerta del vagón tira de un grueso tablón y lo tiende hasta el suelo formando una rampa de acceso. La dama le da las gracias a Ignatov inclinando con elegancia el sombrero y se encamina hacia el vagón. Sus grandes pies calzados con botines acordonados avanzan con paso firme, inexorable. El tablón se comba a su paso.

Votre Grand Hôtel m’impressionne, mon ami —le dice al guardia, que la mira estupefacto al oír una lengua extranjera.

Zuleijá la sigue cautelosamente llevando sus pertenencias en una mano y al crío en la otra. ¿Quién ha visto algo semejante, Alá? Contestarle a un hombre. Y encima a un militar. Y encima, al jefe… Una mujer tan mayor y, a la vez, tan valiente. ¿Será su edad la responsable de que se comporte con ese arrojo? Lo que está claro es que es mucho más cómodo subir al vagón por la rampa.

La puerta se cierra tras ella chirriando sobre los rieles. De nuevo se ha hecho oscuro como en la celda. Corren un primer cerrojo. Y después otro. El vagón para el transporte de ganado KO-310048, del tipo conocido comúnmente como teplushka, con capacidad de carga de veinte toneladas y habilitado, según la normativa, para el transporte de cuarenta personas o diez caballos, está listo para ponerse en marcha con cincuenta y dos deportados en su interior. El exceso de doce personas sobre el número establecido puede ser considerado una nimiedad, dado que, como sabiamente ha comentado esa mañana el jefe de la red ferroviaria de Kazán, muy pronto esos mismos vagones serán cargados con noventa personas que viajarán de pie, como caballos.

Mientras Zuleijá ayuda al pobre campesino y a su mujer, muda por el dolor, a instalarse —coloca a los bebés lo más cómodos posible en las literas (¡ay, cuánto le ha costado apartar de su lado el cuerpecito caliente y oloroso a bebé!) y ubica como puede a los más grandes y revoltosos—, se terminan los sitios libres. Los deportados han llenado los dos niveles de las literas formando una masa compacta de cuerpos en la que no cabe ni uno más. Y de nuevo, Leibe acude en su ayuda. Descolgándose del nivel superior, le tiende una mano y la sube a lo más alto, junto al techo, donde reina una densa oscuridad.

—Le ruego respetar la disposición de las plazas en la sala —la abronca.

Zuleijá asiente agradecida, y se escurre como puede entre la pared fría como el hielo y el cuerpo del profesor, bajando ligeramente la cabeza para evitar golpeársela contra el techo cubierto de escarcha. Se quita el chal que le cubre la cabeza y lo coloca entre su pierna y la dura cadera del profesor: tanta proximidad con un hombre que no es su marido es pecado. Su madre le diría que tal deshonor alcanzaría hasta a la tercera generación de sus antepasados. «Lo sé, mamá, lo sé, pero sucede que tus reglas valen para la vida que llevábamos antes. Pero ahora estamos en —¿cómo lo expresó Ignatov?—, una vida nueva. Ay, ¡si tú supieras, mamá, la vida que llevamos ahora!».

El presidiario de maneras perrunas extrae una cerilla que alguien ha escondido profundamente en una grieta invisible en la pared. La enciende frotándosela contra la suela del zapato y se inclina sobre la panzuda estufa, remueve el carbón, y en unos instantes el fuego comienza a arder y brillar con su cálido y tembloroso reflejo.

Zuleijá examina el interior del vagón. Las paredes de tablones, el suelo de tablones, el techo de tablones. En el centro del vagón, un corazón caliente: una pequeña estufa abollada y cubierta de caprichosas manchas de óxido. A los lados, literas cubiertas de una pátina oscura y deslucida, y pulidas por el roce de cientos de brazos y piernas.

—¿Por qué estáis tan calladitos, paletos? —suelta de repente el presidiario mostrando sus dientes grises—. No os apuréis, que yo me hago cargo de esto y seré el responsable. No dejaré que os maltraten, ¿me oís? Soy un truhán honesto. Todo el mundo sabe quién es Gorelov.

Gorelov tiene el cabello largo y abundante, como el de una mujer. Las largas mechas grasientas le caen a veces sobre el rostro y su mirada, entonces, adquiere una apariencia salvaje y feroz. Va pasando entre las literas con andares desenvueltos, como si bailara, mientras clava los ojos en los semblantes sombríos de los deportados.

—Aquí sin un buen jefe lo tendríais crudo, angelitos. Porque el viaje será largo, os lo digo yo. —Y de repente se pone a cantar con voz fuerte, arrastrando las sílabas—:

Ey, chicos, qué caray,

bajo los vagones os metéiiis,

y el conductor os pillaaa.

—¿Y usted qué sabe? —lo interrumpe el borracho encorvado de ojos tristes («Iliá Petróvich Ikónikov, pintor», se presentará más tarde a sus vecinos de litera) que se ha acuclillado frente a la estufa y se calienta las manos heladas—. Tal vez nos lleven hasta los Urales y nos apeen del otro lado.

Gorelov se acerca a la estufa. Observa la silueta encorvada de Ikónikov: el abrigo que le cuelga como un saco; la bufanda anudada en torno al cuello como una corbata. Se quita una bota sucia, que amenaza romperse en las costuras, y se la alarga a Ikónikov: «Sujétamela». Desenvuelve lentamente el peal y saca una colilla que guardaba entre dos dedos del pie. Se la lleva a los labios, enrolla el peal con mimo y se calza la bota de nuevo. Enciende la colilla con la llama de la estufa y echa el humo a la cara de Ikónikov.

—Pues lo sé —dice como si continuara una conversación comenzada antes— porque cargo con lo mío en el lomo. Tengo dos condenas ya, chaval. Chupé una en Sajalín y me comí otra en Solovkí.

Ikónikov tose y aparta la cara evitando el humo. Gorelov se levanta y pasea su mirada fiera por todo el vagón, donde no se mueve ni una mosca. ¡A ver quién se atreve a poner en duda sus palabras!

—Aquí nadie va por libre, ¿queda claro? Aquí se obedecen las reglas —ordena en tono sentencioso—. Y yo me ocuparé de que nadie se pase de listo.

Con un movimiento brusco, Gorelov atrapa un piojo detrás de su oreja, lo aplasta con la uña y lo arroja a la estufa. Se lanza de nuevo a cantar y un diente de oro le brilla en algún lugar de la boca:

Los maderos han pillado

a todo el mundo de corridooo.

Las villas se las quedan los canallas,

y de tías, una higa.

Las villas se las quedan los canallas,

Ya no hay dónde meterseee,

que aquí no cabe uno más.

Y ahora vienen el juicio, la cárcel

y la torre de vigilanciaaa.

De pie en medio del vagón, Gorelov canta con las manos en los bolsillos y los hombros echados hacia atrás, como alas.

¿O acaso hay alguien aquí con ganas de estar preso ya?

Los deportados lo observan desde las literas con temor. Gorelov se sitúa detrás de la estufa y levanta la tapa de madera del retrete con el pie. Con aire desafiante, se abre la portañuela y deja escapar un chorro sonoro y abundante que se pierde en el hueco abierto en el suelo. A la luz de las velas, el chorro largo y resplandeciente parece un arco de cristal. Varias mujeres se escandalizan y miran a hurtadillas sin pestañear. Sus maridos tiran de ellas, que entonces apartan la mirada y cubren los ojos de los niños.

Zuleijá también aparta la mirada. El sonido de la orina que cae resuena en sus oídos y se le ruboriza el rostro. ¡Así que ése es el excusado! ¡Qué vergüenza! ¿Cómo se las van a apañar las mujeres? En la celda las necesidades se hacían en un cubo, pero estaba todo oscuro, mientras que aquí…

Gorelov exhibe una sonrisa triunfal, mientras se sacude el miembro viril sin prisas por volver a meterlo dentro del pantalón.

—Un herpes genitales, si no me equivoco —dice la tranquila voz de Leibe junto a Zuleijá. El profesor repasa con aire ausente la carne desnuda de Gorelov—. Tres partes de aceite esencial de lavanda y una parte de azufre. Frotar tres veces al día. Y nada de relaciones sexuales hasta la completa curación —concluye, y sacude la cabeza, convencido de la idoneidad del tratamiento, antes de darse la vuelta con indiferencia.

Gorelov, visiblemente molesto, se guarda el miembro arrugado en los pantalones y trepa como un mono la litera hasta llegar a Leibe.

—Mantén la boca cerrada, cabrón —susurra con los labios pegados al rostro impasible del profesor, mientras se limpia las yemas de los dedos en su chaqueta, como si fuera una servilleta—. Y da las gracias de que soy el responsable de esto, que si no te partía la cara…

De repente grita. Se ha herido el dedo con la aguja del distintivo de la universidad que el profesor lleva sujeto a la solapa de la chaqueta.

El vagón se pone en movimiento con una fuerte sacudida.

—¡Nos vamos! ¡Nos vamos! —En las literas bulle la excitación.

El presidiario lanza a Leibe una mirada feroz y regresa a su puesto.

Junto a Zuleijá, justo debajo del techo, hay un ventanuco tan pequeño como la puertecita de una estufa, cerrado por barrotes pequeños y parejos cubiertos de gris escarcha. Detrás de la reja fluye solemne el andén principal que va a parar al edificio de la estación sobre cuyo muro rojo se lee KAZÁN en bonitas letras. Hay personas corriendo en todas direcciones entre un mar de bayonetas afiladas. Dos caballos que montan sendos policías se ponen a relinchar a la vez. Al verlos, las vendedoras ambulantes se asustan.

—Vamos en dirección contraria a la de Moscú, así que nos llevan a Siberia —advierte alguien.

—¿Y usted qué esperaba? ¿Qué nos llevarían al mar Negro?

La locomotora lanza un silbido largo y estridente que hiere los oídos. Una espesa nube de vapor lo envuelve todo y se cuela en los ojos y la boca. Cuando se disipa por fin, al otro lado de la ventanita vuelan los negros esqueletos de los árboles proyectados sobre los campos blancos.

Zuleijá frota los barrotes con la yema del dedo. La escarcha se funde. También el techo comienza a gotear. El calor que despiden la estufa y la respiración de tantas personas funde también la capa de escarcha.

La vida en el vagón se organiza pronto. No es muy difícil: llevan poco equipaje y apenas hay sitio. Los campesinos se han agrupado en un extremo del vagón. Y los «representantes del pasado», los de Leningrado, en el otro. Zuleijá y el profesor han acabado en el rincón de estos últimos.

Se han presentado. La mujer alta del sombrero verde tiene un nombre de pila que le sienta muy bien: Isabella. Posee también un patronímico muy largo y un apellido compuesto tan rebuscado que Zuleijá no ha conseguido memorizarlo. Cada mañana Isabella junta sus mechas grises en un moño alto. A veces recita poemas en voz alta. Poemas inteligentes, oscuros y muy hermosos, unas veces en ruso y otras en un francés trepidante como el traqueteo de las ruedas del vagón. No se repite jamás. Y el vagón entero permanece en silencio para escucharla. Zuleijá no alcanza a comprender cómo tantos versos distintos, largos y complejos pueden caber en una cabeza tan pequeña. Además, en la cabeza de una mujer. El semblante de Isabella no pierde jamás una expresión serena y majestuosa, ni siquiera cuando descorre la cortina que protege el excusado o en los momentos en que se despioja las axilas.

Su marido, Konstantín Arnóldovich, un anciano enclenque con una barbita blanca y triangular, suele guardar silencio. Cada mañana se levanta muy pronto y se coloca frente a una hendidura de la puerta a esperar los primeros rayos de sol. A la luz de éstos lee su único libro. Algunas páginas lo hacen sonreír. Al leerlas, asiente complacido. Otras, en cambio, despiertan su ira y se ganan sus regaños en forma de amenazas con el dedo o gestos de desaprobación con la cabeza. Con algunas incluso se pone a discutir. Cuando llega a la última página, cierra el libro, se queda mirando un rato la espiga gris dibujada en la cubierta y lo abre de nuevo por el principio. A veces, él y su mujer entablan largas conversaciones en susurros, pero utilizan palabras tan complicadas que Zuleijá no alcanza a captar el sentido de una sola de las frases, aunque la conversación transcurra en ruso. Un tipo muy raro, ese Konstantín Arnóldovich; a Zuleijá le da un poco de miedo.

En cambio Ikónikov, el hombre de la joroba, le cae mal desde el primer momento. Todo en él le disgusta: las bolsas bajo los ojos, las arrugas, el ligero temblor de sus dedos largos y nerviosos, sus gestos febriles y hasta su manera ruidosa y lenta de tragar, moviendo su afilada nuez de Adán de arriba abajo. Un borracho y punto. Y su madre siempre la advertía de que un borracho es peor que una fiera salvaje.

Pero a quien Zuleijá no puede ni ver es a Gorelov. Todos lo odian. Como responsable del vagón, Gorelov los tiene a todos acogotados. El rancho lo divide personalmente: las raciones de sopa boba o de caldo de arenque las mide usando su propia taza con el borde mellado; el pan lo corta con un hilo bien tensado; golpea sin piedad con la cuchara los dedos que los hambrientos deportados extienden para alcanzar sus raciones: «¡No cojas nada hasta que te lo dé el responsable!». Hasta de la distribución del agua potable, que les dan en un cubo medio oxidado y una capa de hielo encima, tiene que pasar por él. Siempre se guarda doble ración para él: por las molestias. Los campesinos lo miran con enfado, pero guardan silencio. Gorelov es el primero en saltar de la litera cuando se abre la puerta por la mañana e Ignatov, haciendo la ronda, entra al vagón con mirada severa y gesto altivo, rodeado de soldados. Entonces se pone firme ante el comandante, lo saluda llevándose la mano, los cinco dedos bien juntos y la palma hacia abajo, a la sien, y en voz alta declara que no hay «nada que reportar». Ignatov escucha el parte con desgana, sin mirarlo de frente, y a Zuleijá le complace ver cómo las aletas de su nariz tiemblan ligeramente mientras oye hablar al presidiario. A veces, a Gorelov lo convocan al vagón del comandante. Y cada vez vuelve de allá con aire tranquilo, enigmático y hasta algo soñador. Puede que le den de comer, quién sabe.

Porque el hambre es una constante. El vientre gime, exigente. Ora se aprieta como un puño, ora se hincha, se dilata. El rancho que les dan no sacia el hambre, sino que la agudiza. Zuleijá recuerda los cuentos que su madre le refería sobre la insaciable giganta Yalmaviz, que devoraba todo lo que encontraba en su camino. Ahora Zuleijá se comporta igual. Voraz como una termita. Ávida como un pavo. Antes no podía imaginar que existiera un hambre como ésa. Un hambre que te nubla la vista, así de fuerte es. Basta que el cerrojo del vagón chirríe para que el estómago dé un vuelco y se angustie: ¿traerán de comer? La mayor parte de las veces sólo se trata de una inspección rutinaria, ya sea un recuento o la apresurada visita de un médico local que los examina con repugnancia.

Con el tren en marcha al menos tiene el alivio de asomarse al minúsculo rectángulo enrejado y ver pasar volando las vidas ajenas: bosquecillos ralos, aldeas descolgándose por las colinas, riachuelos como cintas estrujadas, estepas tendidas como mantas, las crines de los bosques. Viéndolos pasar se olvida del hambre. Pero en cuanto el tren se detiene, el hambre vuelve de nuevo a campar por sus respetos.

A veces Zuleijá descubre la atenta mirada de su vecino clavada en ella. Leibe observa larga y atentamente, sin pestañear siquiera, cómo Zuleijá lame la escudilla hasta dejarla reluciente. Y entonces le alarga un trozo de pan que ha mordisqueado o un poco de papilla que ha dejado en su propia escudilla. Al principio, Zuleijá se niega a aceptar esos ofrecimientos, pero después deja de hacerlo. Le da las gracias y escucha sus interminables peroratas, ya sean historias de su práctica de la medicina o fragmentos de diagnósticos. Muy pronto se percata de que Konstantín Arnóldovich, el taciturno lector, presta oídos a las curiosas charlas que ambos mantienen. «Pierde el tiempo —se dice, celosa, Zuleijá—, porque el profesor no va a compartir su comida con este ratón de biblioteca».

Zuleijá nunca llega a establecer si el vagón cuenta con su propio espíritu guardián, su iyase. Lo normal es pensar que sí lo tiene. ¿Cómo va a pasarse sin él? Pero, por otra parte, ¿de qué se va a alimentar? Aquí ni piojos hay (los deportados o se los comen o los arrojan a la estufa) y de migas de pan ni hablar. Algunas noches, Zuleijá aguza el oído en busca de un tintineo o un crujido debido al paso de una pata peluda. Pero nunca oye nada. Sólo el silencio. Ningún espíritu cuida del vagón. Está muerto.

El frío es intenso, porque les dan muy poco carbón. En contadísimas ocasiones les entregan velas para las dos lámparas oscuras. Entonces una opaca claridad que dura un rato se cuela en el vagón.

Las huellas dejadas por los viajeros que los han precedido —una suerte de saludos del pasado— son numerosas. Tras inspeccionar todas las grietas y orificios de la madera, en la primera media hora de viaje Gorelov alcanzó a encontrar un cigarrillo entero. En la estufa, bajo una sucia capa de óxido, descubrieron y limpiaron una inscripción escrita con la punta de un clavo que decía: «¡Que ardan las putas!». Las propias literas están llenas de inscripciones: los nombres de los seres amados, fechas, promesas de no olvidar ni perdonar, versos, dedicatorias, amenazas, oraciones, juramentos obscenos, delicadas siluetas femeninas, versículos bíblicos, garabatos en lengua árabe… Un día, mientras juegan bajo las literas, los hijos del campesino encuentran una botita de color crema con un taconcito encantador y una fina suela de piel, que debe de haber pertenecido a una niña de cinco o seis años. Gorelov quiere quedarse con el cordón de seda, pues nunca se sabe la utilidad que te puede prestar una cosa más adelante, pero no tiene tiempo de hacerlo, porque el habitualmente contenido Ikónikov arroja la bota a la estufa con gesto brusco. Un desagradable olor a cuero quemado permanece en el vagón un buen rato…

El viaje es largo. Parece interminable. Los nombres de las ciudades, los pueblos y los apeaderos se van engarzando unos tras otros como abalorios en un hilo.

Kenderi, Visókaya Gorá, Biriuli, Arsk…

A veces el convoy avanza como una exhalación a través de vientos y ventiscas. Otras, se arrastra perezosamente por ramificaciones y vías secundarias en busca de la vía muerta que le hayan señalado. A veces, tiene que esperar semanas enteras, inmóvil en la vía muerta de marras, cubriéndose de nieve, con las ruedas sujetas a los rieles por el hielo.

Chemordan, Kukmor, Kizner…

En ocasiones, en alguna estación marginal coinciden con otro convoy que aparece de repente en la hendidura que deja la puerta, aún cerrada.

—¡Laish! —se ponen a gritar los campesinos, habitualmente taciturnos—. ¡Mamadish! ¡Sviyazhsk! ¡Shupashkar!

—¡Nosotros somos de Lípetsk! —gritan los del otro tren.

—¡Vorónezh! ¡Taganrog! ¡Shajti!

—¡De por Arzamás!

—¡De Sizran!

—¡De Vólogda!

Sarkuz, Mozhgá…

Un día, después de una de las habituales paradas de varios días, el convoy emprende el camino de regreso. Mozhgá, Sarkuz… Los campesinos no caben en sí de contento y rezan sin parar: «¡Volvemos a casa! ¡Dios es grande! ¡A casa!», claman. Están todo un día desandando el camino hasta que alguien constata el error, dan la vuelta, toman la dirección del Este y otra vez pasan deprisa junto a los mismos letreros: Sarkuz, Mozhgá…

—No le importamos a nadie —reflexiona Ikónikov en voz alta—. Nos tratan como a…

—Sí, sí —retoma Isabella sus palabras—. Usted tiene toda la razón; como a la mierda en el inodoro, ¡así nos tratan!

El tren continúa su viaje.

Agriz, Butrysh, Sarápul…

Los primeros en morir son los niños. Los hijos del campesino prolífico van yéndose al otro mundo uno tras otro, como si jugaran al escondite. Primero se van los dos bebés: el mismo día. Después, los mayores. Detrás de ellos marcha también su mujer, que por entonces ya no es capaz de distinguir los límites que separan este mundo del otro. El hombre quiere quitarse la vida ese día rompiéndose el cráneo a golpes contra la pared del vagón. Lo reducen y lo mantienen atado hasta que recupera el sosiego.

Yanaúl, Rabak, Turun…

A los muertos los entierran junto a las vías, en fosas comunes. Las cavan los propios campesinos con palas de madera, mientras les apuntan los fusiles de los guardias. A veces no da tiempo a excavar las fosas o a cubrir los cuerpos con grava, porque antes de acabar suena de repente la orden de volver a los vagones. En esos casos, se dejan los cuerpos a la vista con la esperanza de que en el siguiente convoy viajen personas piadosas que les den sepultura. Ellos mismos, en caso de que el tren pare ante fosas abiertas, no dejan de ocuparse de ellas y cubrirlas debidamente.

Bisert, Chebota, Revda…

Ignatov nunca le ha cogido el gusto al podstakannik. Siempre bebe el té en su viejo jarro de lata, mientras que el podstakannik de hierro, en cuya panza brillan parejos ornamentos que parecen bordados en el hierro y se sujeta de un asa increíblemente lisa, permanece olvidado e inútil en un rincón de la mesa. El vaso de cristal tallado colocado en su interior deja saber de su existencia con el traqueteo del convoy sobre los raíles, a veces con un suave tintineo y otras dando verdaderos saltos. Pero parece una tontería y hasta da vergüenza beber de un objeto tan extravagante. En cuanto dejan atrás Sarápul, Ignatov da el podstakannik a los guardias del vagón contiguo. Que hagan con él lo que les venga en gana. Piensa darles también la colchoneta rayada, de una suavidad repugnante y forrada con esa tela tan lisa (¿será seda?), pero cambia de idea: esos brutos serían capaces de dañar la colchoneta, propiedad del Estado. Acaba enrollándola y guardándola junto al techo. Dormir sobre la litera de madera le resulta mucho más natural y agradable.

Son muchas las cosas que le disgustan del compartimento del comandante. Tampoco el suave y servil sonido que emite la puerta al descorrerse de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, o las cortinillas exageradamente elegantes, con sus pliegues finísimos, apenas visibles (vale que hay que cubrir las ventanas, pero por qué hacerlo de esa manera) y el espejo enorme e insoportablemente limpio encima del cráter voluminoso del lavamanos en el que Ignatov sólo se mira cuando le resulta imprescindible. Durante el afeitado matinal, por ejemplo. ¡El país patas arriba y él rodeado de cortinillas plisadas y podstakannik!

Comandar un convoy de deportados no es cosa de broma, como había creído. Llevan ya dos meses de camino. Bueno, en realidad la mayor parte del tiempo están parados. Sus movimientos no parecen tener ninguna lógica. Lo mismo deben salir en estampida («¿Es que se ha vuelto loco, comandante? ¿No ve que aquí está todo lleno? Deme esos documentos y lárguese, que necesito la vía cinco libre ahora mismo») que los mandan una semana a la vía muerta («Aquí no se han recibido instrucciones respecto a su convoy, camarada. La orden es esperar, así que espere. ¡Y no me venga a hacer preguntas cada hora, ¿eh?! Cuando tenga algo que decirle, ya lo buscaré yo mismo»). ¡Un disparate!

Le encanta cuando el convoy, largo como una manga marrón, sale disparado, bufando pesadamente, y vuela sobre los raíles como si temblara de impaciencia. Le dan ganas de bajar la ventanilla bruscamente y sacar la cabeza, dejar que el viento le golpee la cara. En cambio, los largos días de espera en la vía muerta de algún apeadero remoto, cuyo nombre se escribe en los mapas con letra cursiva, se le hacen insoportables.

Ahora mismo, Ignatov tamborilea con impaciencia el tablero de la mesilla, mientras observa los inmóviles campos de tierra negra salpicada aquí o allá de manchitas blancas, restos de nieve, que se extienden al otro lado de la ventana cubierta por una espesa capa de polvo.

En los ocho días que llevan parados han muerto quince personas.

Ignatov ha advertido que las muertes son más frecuentes en los días pasados en vía muerta, ya sea porque el estruendo de las ruedas anima los corazones exhaustos o porque el traqueteo de los coches los seda. Pero el hecho es incontrovertible: cada vez que se produce una parada, hay que tachar unos cuantos apellidos de la carpeta gris.

Esta vez son once ancianos y cuatro niños.

Cuando trasladas a cerca de un millar de personas, tienes que contar con la muerte. Los viejos se te mueren de viejos. Los matan las enfermedades. Y los niños mueren de debilidad. ¿Qué le vas a hacer? El camino es largo y se te van muriendo.

El coqueto intendente Polipiev llama a la puerta suavemente antes de asomar la cabeza:

—Es hora de comer, camarada comandante: ¿le traigo la comida?

El aroma de la cebada perlada y servida con un generoso trozo de tocino ya inunda el compartimento. Los cristales de sal lanzan destellos en los granos oblongos, plateados. En un lado del plato hay un trozo grueso de pan esponjoso.

Ignatov coge el plato que le alcanzan sobre una bandeja. Polipiev, resignado, se ubica a su lado con las manos tiesas junto a las costuras del pantalón: al principio, intentó servir al comandante, ponerle en la mesa una servilleta de lino bien extendida, colocar el plato bien bonito en el centro de la mesilla y los cubiertos a cada lado correctamente (la cuchara y el cuchillo a la derecha; el tenedor a la izquierda) y el salero, la pimienta… Pero éste no es un comandante al uso, sino una fiera salvaje: «Si te vuelvo a ver haciendo todas esas pijoterías, te vas a enterar…». Y nada, oye, si no le gusta comer de acuerdo con lo que manda la etiqueta, pues allá él… Que se zampe el guiso con la cuchara como le gusta.

—Una cosa, camarada Ignatov —se atreve a decir Polipiev, que se ha colocado la bandeja vacía sobre el pecho como si se tratara de un escudo—. ¿Qué hacemos, finalmente, con el cordero?

Ignatov levanta los ojos del plato, pesadamente, pero no dice palabra.

—Abril se nos está echando encima y no deberíamos dejar pasar la ocasión. El heladero está bien, sí, pero el tiempo está cambiando… —Polipiev baja la voz en tono cómplice—. ¿Qué tal si lo damos de baja de una vez? Le puedo sacar buen partido, ¿eh? Sopas campesinas, macarrones con carne, consomé para servir con profiteroles… Primeros y segundos platos, gelatina sin huesos: ¡nos dará para una semana entera! Es que si lo mira bien, no nos hemos metido más que cebada entre pecho y espalda desde que salimos de Kazán. Sus soldados me echan unas miradas que dan miedo. Ya me han dicho que me van a devorar a dentelladas como no les dé algo de carne pronto.

—No te comerán, mientras no reciban orden de hacerlo —le dice Ignatov antes de pegar un mordisco al trozo de pan y agarrar la cuchara, mientras mastica con fiereza—. Eso sí, como se estropee el cordero, la orden se la daré yo personalmente.

Polipiev hace un mohín que es mitad sonrisa, mitad sumisa aprobación.

—Usted mismo, por ejemplo —dice Ignatov golpeándole el pecho con la cuchara—, ¿acaso puede decirme cuánto nos falta para llegar a nuestro destino? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Medio año? ¿Qué les voy a dar de comer a todos, ¡y a usted mismo!, si nos lo zampamos todo ahora?

—Pues, al hielo entonces, al hielo —conviene Polipiev, entre suspiros, y desaparece detrás de la puerta.

Ignatov deja la cuchara.

¡El dichoso cordero!

La nevera de su coche está llena de provisiones: carne en conserva, leche condensada, mantequilla. Toda esta riqueza está destinada al consumo del personal: los guardias, los dos fogoneros y el maquinista. Y del propio comandante, naturalmente.

La alimentación de los deportados, en cambio, corre por cuenta de las estaciones de ferrocarril en las que para el convoy. Unas instrucciones especiales de la sección de transporte de la GPU lo establecen claramente: «Garantizar el constante suministro de agua caliente a los deportados a lo largo de todo el itinerario cubierto por el convoy y establecer puntos de aprovisionamiento de alimentos en las estaciones donde se les sirva comida caliente al menos una vez cada dos días». ¿Dónde demonios estaban esos «puntos de aprovisionamiento»?

Ya en la primera estación donde paran, Ignatov ve que aquello va a ser una calamidad. Los trenes atestados de deportados llenan las vías, bien juntos unos detrás de otros. Algunos quedan atascados días y días a la espera de instrucciones. «¿De dónde quieren que saquemos provisiones para tanta gente? —le pregunta el jefe de estación en tono afectuoso—. Agradece que al menos puedo darte el agua caliente». E Ignatov le da las gracias, porque, efectivamente, agua caliente le proporcionan en abundancia.

Pero la comida no alcanza. Ignatov se alegra cuando consigue algún tipo de papilla (generalmente, trigo, avena o cebada perlada; más raramente, gachas o centeno). Pero ya se sabe lo que tiene la papilla: que no la puedes diluir como la sopa. En ocasiones, la sopa la diluyen con agua helada multiplicando varias veces su cantidad. Ignatov protesta, pero sólo para acabar atrayéndose críticas: «¿Qué te pasa? ¿Acaso te dan pena?», le reprochan. Y él se revuelve furioso: «¡Respondo por ellos! ¿Qué voy a decir cuando lleguemos a nuestro destino?», se defiende. «¿De qué destino hablas?», le replican con desdén.

Y, en efecto, ¿adónde van? Él no lo sabe. El convoy llega a cada nueva estación y se está una semana, y a veces hasta dos, en vía muerta a la espera de instrucciones. Éstas siempre son las mismas: dirigirse al punto tal y permanecer allá a la espera de reclamación. Y eso hace. Se dirige al punto señalado. Llega. Corre a informar de su llegada al jefe de estación. Y, de nuevo, queda a la espera de reclamación.

Ignatov se tranquiliza diciéndose que no es el único que se encuentra en esta situación. En las estaciones suele coincidir con otros comandantes más experimentados e intercambia algunas palabras con ellos. Sí, le dicen, también estamos a la espera de reclamación. Sí, también se nos están muriendo los deportados en los vagones. Sí, bastantes. Lo importante es mantener el orden para que no ocurra ningún incidente de consideración. La merma natural siempre existe y nadie te pedirá cuentas por ella.

Todo iría bien de no ser por las inspecciones matinales… Un día Ignatov se percata de que empieza a distinguir los rostros de los deportados. Y desde entonces, cada vez que, solo en su compartimento, hunde la cuchara en la papilla caliente y abundante, le viene a la mente, muy a su pesar, el adolescente albino y delgado de cabellos blanquísimos, mirada confiada y ojos de intenso color rosa, que viaja en el tercer vagón, o la joven gorda y pecosa del sexto vagón, con un lunar grande y rojo en la mejilla, que le dice «¡Jefe, jefe! ¡Dame algo de comer, que me voy a morir de hambre!», o la mujer menuda del octavo vagón con sus ojazos verdes que le llenan casi todo el pálido rostro.

Ahora mismo lo asalta de nuevo esa idea. Todas esas personas hoy no se han llevado a la boca más que agua caliente. Bueno, se corrige enseguida: no son personas. Son enemigos y punto. Hoy los enemigos sólo han comido agua caliente y ello hace que a Ignatov la papilla le sepa a arena.

Se ve a sí mismo, un chaval de tres añitos, sentado en el alféizar de la ventana en un semisótano, buscando entre los pies que corren apresurados por la acera las botas de horma cuadrada que calza su madre. Su madre siempre volvía a casa ya de noche. Sin mirarlo a los ojos, le daba un poco de agua caliente a modo de cena y lo arropaba.

Un idiota. Un flojo. Un llorica. Bakíyev se habría reído de él de lo lindo. Y con razón…

Ignatov se aparta de la mesilla y lleva el plato al espacio destinado a la cocina. No ha tocado la comida. ¡Que Polipiev se atragante con su cebada perlada!

Esa noche Polipiev, presa de un mal presentimiento, entrega al ayudante del jefe de la estación donde paran toda la carne de cordero que guardaban en hielo en el coche del comandante. La carne roja y veteada de blanco desaparece en una cesta trenzada, se marcha de la vida de Polipiev para siempre, como lo han hecho antes cinco kilos de mantequilla y una docena de latas de dulcísima leche condensada. Por orden del comandante del convoy, estas entregas se producen de noche, a oscuras, sin recibos ni firmas, lo que sume al prudente intendente en un estado de cierta alarma.

Media hora después sirven papilla de trigo a los deportados. El hecho resulta tan inesperado a la vez que oportuno (llevan dos días sin probar bocado) que no puede haberse tratado de una mera coincidencia.

«Ahora lo veo todo claro —se dice Polipiev mirando desde su propio compartimento cómo reparten los pegotes de papilla en parejas porciones, una en cada cubo y un cubo por vagón—. Parecía muy fiero el comandante y al final no es más que un corrupto del montón».

Esa idea colma de una tranquila satisfacción al intendente Polipiev, tanto más cuanto que ha separado un par de espléndidos trozos de carne de cordero que, sin pedir permiso al comandante, ha decidido echar mañana a la sempiterna cebada. Ignatov no come mucho últimamente, así que difícilmente se percatará del sabor de la carne en la papilla que ya le resulta odiosa…

El último día de estancia en la vía muerta de una estación de Sverdlovsk se produce un pequeño incidente en el vagón número ocho. El convoy lleva una semana parado. Comoquiera que cuando el tren está en marcha o detenido en vía muerta se permite entreabrir la puerta, algo que está terminantemente prohibido cuando se circula por lugares habitados —entonces se cierra la puerta bajo dos cerrojos—, la hendidura del ancho de un palmo permite ver la oscura llanura, salpicada aquí o allá de nieve que se va fundiendo mientras asoman los primeros brotes de hierba, que verdean la tierra. Cada día que pasa los deportados ven aumentar el brillo del verde que va cubriendo el suelo hasta el horizonte.

Engañado por la larga inmovilidad del convoy, un pajarillo con el pecho carmesí tiene la idea de anidar bajo el techo del vagón, no muy lejos de la ventanilla de Zuleijá, y se pasa el día trayendo ramitas y briznas de hierba que va apilando concienzudamente, trinando excitado.

—Si nos quedamos aquí tantos días como los que ya llevamos, le dará tiempo a poner huevos —observa Konstantín Arnóldovich sin apartar la vista del libro.

—Pero ¿de qué huevos habla, hombre? ¡Me lo voy a zampar ahora mismo! —exclama a su vez Gorelov y comienza a trepar hacia la ventanilla agitando los dedos como garras e imaginándose ya el instante en que capturará a su presa.

—Deja que lo contemplemos un rato más —pide Ikónikov acercando sus ojos rasgados a la ventanilla.

Pero, de repente, se oye un fuerte golpe, y una lluvia de polvo, arena y astillas cae del techo. La avecilla pía asustada y echa a volar a toda prisa. El golpe lo ha pegado Zuleijá con un tablón largo y recio que yace en los raíles de la puerta y que sirve de guía cuando ésta se abre. A continuación acompaña a la avecilla con la vista, devuelve el tablón a su sitio y se frota las manos.

Al grito de «¿Qué demonios haces, tártara idiota?», Gorelov baja de las literas, decepcionado. ¡Su almuerzo acaba de salir volando! Ikónikov mira a Zuleijá con interés, probablemente por primera vez en todo el viaje.

—Si pierde el nido, no pondrá huevos, porque se pasará todo el verano buscándolo —se explica ella brevemente.

Después regresa a su puesto en lo alto de la litera. Entonces se percata de que el fuerte golpe ha levantado un tablón del techo, dejando una estrecha hendidura que permite ver una franja de cielo. Magnífico. Así no estará todo el tiempo mirando por la ventanilla.

Esta tarde el convoy se pondrá en movimiento. En la noche, cuando cruce la cordillera de los Urales, Zuleijá mirará a las estrellas que aparecerán y desaparecerán en la grieta abierta en el techo y preguntará: «¿Cuánto queda de viaje, Alá, cuánto más?». Y el traqueteo de las ruedas le responderá como un eco: «¡Más, más, más!». «¿Y adónde nos lleva?». Y las ruedas, de nuevo, dirán: «¡Allá, allá, allá!».