KAZÁN
La bestia con la jeta peluda enseña los dientes amarillos y berrea agitando los belfos vueltos del revés. Zuleijá aguanta con más fuerza las riendas. Alá Todopoderoso, ¿qué monstruo infernal es éste?
—¡Un camello! —grita alguien detrás de ella—. ¡Un camello de verdad!
La extraña bestia pasa por su lado, mientras el jinete acomodado entre las gibas y vestido con un traje de colores se balancea de un lado a otro. A su paso, deja un fuerte aroma a especias.
Los trineos avanzan por la calle principal. La caravana se ha reagrupado y disciplinado. Los carros van muy juntos, uno detrás de otro. Las casas de piedra —azules, rosadas, blancas— parecen figuritas talladas. En lo más alto de ellas hay torres y torrecillas, banderitas de latón y tejas que brillan como escamas multicolores cuando asoman entre la nieve que cubre los tejados. Caprichosos arabescos bajan por las fachadas y acarician las plantas de los pies a hombres y mujeres semidesnudas (¡qué vergüenza, ay, Alá!) que sostienen sobre sus hombros el peso de las cornisas. Las cercas abrazan los patios dibujando bordados de hierro fundido.
Es Kazán.
Damas encaramadas en zapatos de altos tacones (¡¿cómo se las arreglan para mantenerse en pie ahí arriba?!), militares que llevan guerreras de color ratón (exactamente iguales que las de Ignatov, el de la Horda Roja), empleados ateridos de frío en sus raídos abrigos, mujeres calzadas con enormes botas de fieltro vendiendo bollos (¡qué aroma el de esos bollos!), niñeras corpulentas que llevan a sus pupilos envueltos en mantas en trineos de madera… Los transeúntes llevan en las manos carpetas, portafolios, tubos con documentos, retículas, ramos de flores, tartas…
El viento arranca un mazo de notas de las manos de un joven debilucho y miope y las arroja a la cara triste de una vaca que pasa a su lado guiada por un campesino consumido.
En medio del estruendo generado por el ruido del motor y las ruedas dentadas, avanza un inmenso tractor de propaganda arrastrando una campana rota a la que han atado una banderola que el viento enrosca como una serpiente, donde se lee una fórmula propagandística: ¡FUNDIREMOS LAS CAMPANAS PARA CONVERTIRLAS EN TRACTORES!
A todo lo largo de la calle, levantada por los cascos de los caballos de la policía montada o los neumáticos de los rutilantes automóviles negros que corren en dirección contraria, la nieve sucia salta como si saliera de mil surtidores.
Un tranvía de un rojo flamígero con bonitas molduras y bruñidas manijas avanza haciendo un ruido ensordecedor. Decenas de caras asoman a las ventanillas sin vidrios. Una panda de niños de la calle persiguen el coche, trepando a su barandilla trasera y saltando mientras vociferan. El furioso conductor los amenaza con el puño; ya un policía atraviesa la calle corriendo y tocando el silbato.
Zuleijá aguza la vista. Tantas casas, tanta gente. Todo es ruido, brillo, prisas, aromas. Por algo es la capital, claro. Kazán vuelca generosamente sus tesoros ante los estupefactos deportados sin darles tiempo a recuperar el aliento.
La aguja roja y blanca de la iglesia de Santa Bárbara se alza majestuosa; una ventana del campanario deja ver su interior vacío, huérfano. Un letrero escrito con pintura amarilla sobre la puerta de entrada reza: ¡BIENVENIDOS LOS TRABAJADORES DEL PARQUE DE TRANVÍAS N.º 1! La antigua residencia del gobernador general, adornada como una tarta, alberga ahora la Casa de Tuberculosos. De la pista de patinaje del lago Negro llega un mar de risas infantiles. Las columnas de la Universidad de Kazán, gruesas como robles seculares, son de un blanco enternecedor.
Las espigadas torres del kremlin parecen piruletas. No es la enorme esfera del reloj la que mira a Zuleijá desde la torre del Salvador, sino un rostro severo de ojos entornados con aire sagaz bajo cejas pobladas y unos bigotes que se abren en una amplia cascada. ¿Quién será ése? No se parece al dios de los cristianos cuya imagen le enseñó una vez el venerable mulá.
De pronto se oye un grito: «¡Hemos llegado!». ¿Cómo que hemos llegado? ¿Adónde? Zuleijá, desolada, mira en derredor. Delante de ella se alza un edificio panzudo pintado de un color blanco sucio, con pequeñas ventanas cuadradas, cadenas a lo largo de las paredes y rodeado por un muro de piedra tan alto como tres veces ella.
—¡Apéate, ojitos verdes! —le dice el moreno, a quien la sonrisa le siembra de arrugas las mejillas, le hace un guiño y acaricia con la mirada los sacos bajo los que escondió el corderillo. «¿Estará vivo aún?», se pregunta.
Zuleijá aprieta el hatillo donde guarda sus pertenencias y salta a tierra. Ya la apunta un sinfín de bayonetas. Los jóvenes soldados montan un pasillo que conduce a la puerta de hierro ya abierta. Ése es el camino, pues.
El moreno tira de las riendas de Sandugach y la yegua relincha, molesta de que la sujeten manos extrañas. Zuleijá deja caer el hatillo y corre hacia ella. Pega la cara al hocico que tan bien conoce.
—¡No puede hacer esto! —grita alguien alarmado detrás de ella.
Un objeto puntiagudo se apoya en su espalda: es la afilada punta de una bayoneta.
—Déjala —protesta el moreno sonriendo—. Sólo quiere despedirse. ¿A ti qué más te da?
—¡Contaré hasta tres! —dice la voz en tono severo—. ¡Uno!
Sandugach huele a sudor abundante, a heno, a establo, a leche. Huele a casa. Aprieta el hocico contra su ama y resopla satisfecha. La humedad que sale de sus narinas nerviosas se deposita sobre la mejilla de Zuleijá. En el fondo del bolsillo espera el azúcar envenenado. El trozo, grande y pesado, gravita en su mano como una piedra, pero lo extrae. Murtazá supo preverlo todo. Ha ido a reunirse con sus ancestros, pero su pensamiento sigue guiando la mano de su fiel esposa.
—¡Dos!
Zuleijá abre la palma sudada y la acerca a la boca de la yegua. Ésta cabecea agradecida, satisfecha de antemano. De un salto, el potrillo asoma entre las patas de su madre, a la que empuja para hacerse con la apetitosa golosina. Estira el cuello y adelanta los belfos.
La punta de la bayoneta se le clava dolorosamente entre los omóplatos.
—¡Tres!
Zuleijá aprieta el puño y devuelve el terrón de azúcar al bolsillo. Del otro saca un trocito de pan que reparte entre las ansiosas y confiadas bocas de la yegua y el potro.
Perdona que no haya cumplido tu orden, Murtazá. No he podido hacerlo. Es la primera vez en toda mi vida que te desobedezco.
Y ya se oye detrás de ella la voz impaciente de Ignatov:
—¿Qué está pasando aquí? ¿A qué viene esta demora?
Zuleijá recoge como puede el hatillo que ha dejado caer al suelo y se hunde en las fauces de la puerta abierta.
Trota un buen trecho por el patio yermo y helado, y después por un pasillo estrecho, siguiendo la silueta del soldadito que abre la marcha llevando una lámpara de queroseno llena de tizne con la que alumbra como puede los muros de piedras rugosas que rezuman humedad. Otro soldado viene detrás martilleando el suelo con sus botas herradas. Zuleijá junta los hombros, aterida. Hasta el frío es aquí distinto: plomizo, húmedo, pegajoso. Desde el otro lado de las pesadas puertas en las que se abren minúsculas ventanitas enrejadas llegan voces en la lengua de los rusos, los tártaros, los mari, los chuvashes; canciones, reniegos, llantos de niños…
—¡Un poco de agua, jefe! Tenemos sed…
—¡Tráiganme a un abogado! ¡Exijo ver a un abogado ahora mismo! Los tribunales soviéticos deben…
—Quiero una mujer, comandante. Esa misma que llevas me vale…
—Se lo ruego, oiga, haga sólo una llamadita al número dos treinta y cinco y diga que es de parte de Pavlusha Semiónich… ¡Sólo eso!
—¡Ya lo he recordado! ¡Ya me acuerdo de todo! ¡Llame al inspector Ivasov y dígale que Sidorchuk le va a firmar una confesión ahora mismo…!
—Arderéis en el fuego de la gehena hasta el fin de los tiempos…
—¡Una aspirina, por favor! El niño tiene fiebre muy alta…
—En Deribásovskaya abrieron una leoneraaa, donde se reúne la gente fieraaa…
—¡Dejadme salir, hijos de perra! ¡Cerdos! ¡Cabrones!
La puerta chirría al deslizarse hacia un lado. Con un gesto de la cabeza, el soldadito le ordena entrar. Zuleijá se sumerge en la oscuridad, como en un tarro de tinta china. Hay olor a cuerpos que llevan mucho tiempo sin lavarse. El frío hierro de la puerta le golpea la espalda al cerrarse. Del otro lado, corren el cerrojo. Zuleijá espera a que sus ojos se acostumbren a la oscuridad, mientras sus oídos perciben la respiración de muchas bocas. Una luz mortecina se cuela por la ventanita enrejada de la puerta. Poco a poco, Zuleijá comienza a distinguir algunas siluetas.
Las literas están atestadas de gente. También hay personas sentadas en una suerte de cajas, encima de montones de trapos o, simplemente, en el suelo. Hay tantas que Zuleijá no halla dónde poner los pies. Alguien se sacude la nariz con fuerza, otro ronca, alguno murmura no se sabe qué. Una madre le cuenta un cuento a su hijo en susurros. De un rincón llega una plegaria: «Perdona, oh, Jesús, nuestros pecados». De otra llega la letanía: «Auzu biliaji min ashaitani arradyim».
Nadie presta la menor atención a Zuleijá, que intenta avanzar hacia el fondo de la habitación sin pisar los pies y manos extendidos por doquier. Al llegar a las literas, se detiene, sin saber dónde hacerse un hueco: hay espaldas, barrigas y cabezas tan apretadas sobre ellas que los cuerpos parecen formar varias capas. De repente alguien (no hay manera de percatarse inmediatamente de si es hombre o mujer) se corre en la oscuridad haciéndole un sitio del ancho de un palmo. Zuleijá se sienta y musita «gracias» a la oscuridad. El hombre se da la vuelta y la mira. Unos rizos rubios orlan su frente alta; tiene una nariz pequeña y puntiaguda.
—Dispondré que se le entregue ropa de cama limpia y calzado adecuado —le dice con aire protector.
Zuleijá asiente con la cabeza, mostrando su contento. La voz permite descubrir que se trata de un hombre de cierta edad, respetable. Vaya una a saber cómo funcionan las cosas aquí…
—¿Sabe usted, por casualidad, adónde nos llevan? —le pregunta respetuosamente.
—Venga mañana a la consulta para hacerle un primer examen —continúa él—. En ayunas.
Zuleijá no sabe qué es un primer examen, pero asiente otra vez, por si acaso. Siente un malestar en el estómago: no ha comido nada desde ayer. Se saca del bolsillo el trozo de pan que le queda. Su peculiar vecino aspira el aire ruidosamente, se da la vuelta y clava los ojos en el mendrugo. Zuleijá lo parte en dos y le extiende un trozo. El hombre se mete su porción en la boca inmediatamente y se la traga sin masticarla apenas.
—¡En ayunas! ¡No se olvide! —muge amenazador, mientras recoge con los dedos las migas que amenazan con caérsele de los labios.
Es así como un mendrugo de pan sienta el inicio de una amistad fuera de lo común. A partir de ese momento, Zuleijá y Wolf Kárlovich Leibe entablan un diálogo peculiar. En los raros momentos en que su conciencia es asaltada por una chispa que le aclara la mente, Leibe la emprende con un galimatías de términos médicos, recuerda y precisa viejos diagnósticos y le formula preguntas retóricas sobre cuestiones profesionales. Ella lo escucha agradecida, aunque sea incapaz de entender palabra de esa sucesión de términos en ruso y latín, pero pensando que en esa cascada verbal se esconde un sentido elevado y se siente feliz de saberse junto a un hombre tan sabio. La mayor parte del tiempo, no obstante, Wolf Kárlovich y Zuleijá permanecen en silencio, un silencio que jamás incomoda a ninguno de los dos.
Otros vecinos de Yulbash van a parar muy pronto a la celda que ocupa Zuleijá: la mujer del mulá con su inseparable jaula para el gato, el hosco campesino de barba negra con su abundante prole… El gato no dura mucho: una semana más tarde los presos comunes que han ingresado en las mismas celdas que los deportados lo capturan y se lo comen. Tampoco le dura mucho el abrigo de astracán, pues el jefe de uno de los turnos de guardia se lo queda para su propio uso, no sin hacerle firmar antes un documento por el que acepta su requisa de buena voluntad. Con todo, la mujer no tiene la ocasión de lamentar la pérdida, pues se pasa el día llorando a mares, ora por su marido, ora por el gato.
La muerte es una presencia constante. Zuleijá ha tenido esa certeza desde que no era más que una niña. Todas las criaturas llevan desde el primer instante de vida la marca de su futura defunción. La llevan los pollitos tiernos y palpitantes, todavía cubiertos de plumón amarillo, los corderillos de cabello rizado, olorosos a heno y leche, los primeros insectos que asoman con la llegada de la primavera y las manzanas cubiertas de rubor y llenas de dulce jugo. Todas. Basta que suceda algo, a veces algo evidente, pero otras veces algo invisible, fortuito, fugaz, para que se apague la vida que late en un organismo vivo y la decadencia y la putrefacción se abran paso en él. Los pollos, asaltados por la gripe aviar, se convierten en trocitos de carne exangüe tirados entre la hierba verde del patio; a los corderos destinados a la matanza en las fiestas del Kurbán les brotan de repente las rojas vísceras; las mariposas de vida efímera bajan del cielo como nieve, cubriendo con sus alas tibias las manzanas caídas a tierra con manchas violáceas en torno a las heridas abiertas en la piel.
La suerte que corrieron sus propias hijas fue una confirmación de esa certeza. Cuatro criaturas que nacieron con el único propósito de acabar muriendo. Cada una de las veces en que, después del parto, se llevaba a los labios la diminuta carita arrugada de su hija para besarla, Zuleijá estudiaba esperanzada los ojos ciegos que apenas asomaban entre los párpados hinchados, los agujerillos de la nariz, la línea de los labios de muñeca, los poros apenas visibles en la piel enrojecida y delicada, la pelusa escasa que cubría la cabecita. Le parecía descubrir un rastro de vida en ellos. Pero enseguida descubría que, en realidad, lo que veía era muerte.
Y se acostumbró a esa idea, como el buey se habitúa al yugo y el caballo a la voz de su amo. A algunos apenas les toca un pellizquito de vida, como a sus hijas; a otros, un puñado; y a algunos, como a su suegra, la vida les es dada en abundancia: sacas llenas y hasta con un excedente de premio. Pero la muerte los espera a todos, ya sea porque la llevan dentro o porque les camina al lado, enredándoseles entre las piernas como una gata, depositándoseles en la ropa como el polvo, llenándoles los pulmones como el aire. La muerte es ubicua; más hábil, más lista, más poderosa que la vida, esa tonta criatura que siempre pierde el duelo que entabla con ella.
La muerte vino a buscar al corpulento Murtazá, que parecía nacido para vivir cien años. Por lo visto, también se llevó antes de tiempo a la orgullosa Vampira. Y el grano que ella y su marido escondieron entre las tumbas de sus hijas con la esperanza de asegurarse la próxima cosecha se pudrirá antes de la llegada de la primavera en la caja de madera en que está guardado, también él presa de la muerte.
Ahora parece haberle llegado el turno a Zuleijá. La noche memorable que pasó tendida en el siak junto al cadáver de Murtazá, Zuleijá se preparó para recibir la muerte y se asombró de llegar con vida al día siguiente. Cuando la Horda Roja irrumpió en la casa, la puso patas arriba y la saqueó, Zuleijá esperó la muerte. Y también la esperó cuando la conducían por la llanura helada de su patria chica. Y cuando pernoctaron en la mezquita profanada, oyendo toda la noche los soñolientos balidos de las ovejas y los horrendos gemidos de la mujer desvergonzada de cabello rubio, la esperó igualmente. Y la espera ahora, tumbada en la piedra húmeda y fría, entretenida por primera vez en su vida en esas largas reflexiones que la ayudan a ignorar el lento paso del tiempo.
¿Tomará su muerte la forma de un joven soldado armado con una bayoneta larga y afilada? ¿O acaso la de algún ladrón con el que comparta celda, un tipo de sonrisa prudente y feroz, armado de un punzón rudimentario que lleve escondido en la bota, que le haya echado el ojo a su abrigada pelliza de piel de oveja? ¿O acaso la muerte crecerá dentro de ella en forma de una enfermedad que le hiele los pulmones, le haga arder la frente, le llene la garganta de flemas verdosas y acabe apretándole el corazón con su puño de hielo, prohibiéndole latir más? Eso Zuleijá no puede saberlo.
Tal ignorancia le pesa como una losa; la larga espera se le hace insoportable. A veces tiene la impresión de que ya está muerta. ¿Acaso todos esos que la rodeaban, exhaustos, pálidos, que se pasan el día entre susurros y lloros, pueden estar vivos? ¿Y este lugar repugnante, estrecho, con muros que rezuman humedad, hundido bajo la tierra, al que no llega ni un solo rayo de sol, puede ser otra cosa que una tumba? Y tan sólo cuando Zuleijá se acerca a las letrinas improvisadas en un extremo de la celda —apenas una enorme tina de hojalata que suena ruidosamente cuando caen en ella las deposiciones—, nota cómo se le encienden de vergüenza las mejillas y cobra conciencia de que aún está viva. Porque los muertos no conocen la vergüenza.
La prisión de tránsito de Kazán es un lugar legendario por cuyos muros ha pasado una gran cantidad de mentes preclaras y almas tenebrosas. No es por gusto que esté ubicada junto al kremlin de la ciudad y, en cierto modo, adosado a él (los prisioneros más afortunados han podido gozar de la vista de los bulbos azules salpicados de estrellas doradas de la catedral de la Anunciación y de la aguja verde oscuro de la torre de la guardia, que se alza dentro del recinto amurallado). Como un corazón con una salud de hierro y ajeno a la fatiga, la prisión de tránsito de Kazán lleva más de un siglo y medio trabajando sin interrupción: sus latidos bombean la sangre del inmenso país desde el Oeste hacia el Este.
En la misma celda donde Zuleijá escucha ahora el deshilvanado monólogo del profesor Leibe, mientras atrapa disimuladamente el primer piojo alojado en su sobaco, estuvo preso hace exactamente cuarenta y tres años un joven estudiante de la Universidad Imperial de Kazán. Tenía entonces la cabeza llena de los proverbiales pájaros, indóciles y bullangueros, y la mirada seria y sombría. Lo encarcelaron acusado de organizar una revuelta estudiantil contra el Gobierno. Al principio, cuando se vio encerrado en la celda, se dio a aporrear la puerta cubierta de escarcha con sus pequeños y furiosos puños, mientras gritaba toda suerte de encendidas burradas. Con labios desobedientes y azulados por el frío cantó La Marsellesa. Para entrar en calor, se empeñó en hacer toda suerte de ejercicios de gimnasia. Por último, se sentó en el suelo sobre la chaqueta de uniforme que enrolló, ya estropeada para siempre por la suciedad grasienta de la cárcel, y sujetándose las rodillas con los brazos ateridos de frío lloró amargas lágrimas de cólera. Aquel universitario se llamaba Vladímir Uliánov.
Y nada ha cambiado desde que él pasó por aquí. Le siguieron los emperadores, primero, y después los líderes revolucionarios, pero la prisión de tránsito sirvió siempre a sus amos con la imperturbable fidelidad que se le supone a una buena cárcel entrada en años. Por aquí pasaron los deportados de camino a Siberia y al Extremo Oriente y más tarde la conocieron también quienes iban de camino a Kazajistán. Por regla general, los presos comunes y los presos políticos eran encerrados por separado, a fin de evitar el contagio de las ideas criminales de una y otra índole. Pero últimamente el orden amasado durante siglos ha comenzado a resquebrajarse.
A finales de 1928 un riachuelo de deskulaquizados comenzó a fluir hacia la capital desde todos los confines de la aún entonces llamada provincia de Kazán. Había que congregar a los deportados, subirlos a vagones de tren y enviarlos a los lugares a los que habían sido destinados. Se eligió la prisión de tránsito de Kazán para mantener encerrado a todo aquel contingente de personas que, aunque no eran delincuentes en sentido estricto, debían ser vigiladas. Por si ello fuera poco, los caminos que seguirían los deskulaquizados coincidían con las rutas habituales de los presos comunes —Kolimá, Yeniséi, la región del Baikal, la isla de Sajalín— y solían hacer el viaje en los mismos convoyes, aunque en vagones separados.
Con el paso de las semanas, el riachuelo fue engordando, creciendo, fortaleciéndose. Y en el invierno de 1930 ya se ha convertido en un potente río que ha conseguido inundar la prisión y, rebasándola, también los sótanos alrededor de la estación de ferrocarriles, los edificios administrativos y cualquier otra construcción deshabitada: por todas partes hay ahora campesinos enfurecidos y hambrientos, ignorantes del destino que les aguarda, ansiosos, y a la vez temerosos, de emprender viaje hacia lo desconocido. Ese río arrasa con todo a su paso: abole los principios seculares que regían la vida en la prisión (los deskulaquizados son encerrados con los delincuentes comunes, primero, y, después, también con los presos políticos); confunde o pierde cajas enteras de documentos con expedientes de aldeas y hasta cantones enteros, impidiendo así el control del contingente de presos y, en el futuro, determinar su identidad; hace volar por los aires las carreras de toda suerte de funcionarios de las oficinas locales y de transporte de la GPU.
Zuleijá y sus compañeros pasan todo un mes en la prisión de tránsito. Concretamente, permanecen allí hasta el primer día de la primavera de 1930. Para entonces, las celdas están tan llenas de deskulaquizados que el director de la prisión se gana un infarto cerebral mientras trata de sacarse a aquellos campesinos de encima, de manera tan desesperada como infructuosa. Por una feliz casualidad, Zuleijá y sus compañeros se ponen en marcha muy poco antes de que la prisión sea invadida por una epidemia de tifus que se lleva a más de la mitad de la población penal, liberando así espacio de forma natural y para enorme consuelo del pobre director, que se recupera en el hospital de Chamov.
La cosecha del mes de febrero de 1930 es abundante: Ignatov se trae cuatro partidas enteras de kulaks. Cada vez que ve a un grupo de enemigos del pueblo desaparecer tras las recias puertas de la prisión de tránsito, Ignatov suspira aliviado y satisfecho: otra tarea útil realizada, otro grano en el platillo de la balanza de la historia. Y así, granito a granito, se irá creando el futuro del país. Un futuro que sin falta acabará convirtiéndose en una victoria a escala mundial, el inexorable triunfo de la Revolución que conocerán tanto él mismo, Ignatov, como el infatigable trabajador de choque Denisov y el fino y cultivado agente Bakíyev.
Los constantes desplazamientos han librado a Ignatov de la obligación de aclarar las cosas con Ilona. Un día pasa a verla un rato («El trabajo, el trabajo…»), suficiente para que le dé las gracias. No se queda a pasar la noche. Que saque ella solita las conclusiones. ¡¿Quién puede hablar de vida privada cuando el país está patas arriba?!
Cientos, miles de familias navegan por el río que atraviesa la Tartaria Roja en infinitas caravanas de trineos. A todas les espera un largo viaje. Y ni ellas ni los soldados que las acompañan conocen el destino de ese viaje. Lo único que saben todos es que van lejos, muy lejos.
Ignatov no piensa nunca en el destino que aguarda a los prisioneros que tiene a su cargo. Su tarea consiste en llevarlos a Kazán. Cuando Ilona se atreve a preguntar por el destino de aquellos pobres campesinos barbudos que atraviesan sin cesar las calles de Kazán, la cortó en seco: «Irán allá donde esas sanguijuelas que han explotado tanto a los trabajadores honestos que sudan la gota gorda en el tajo puedan de una vez redimir su negro pasado y se ganen (¡se ganen, ¿me oyes?!) el derecho a vivir en el futuro luminoso que nos aguarda. Y punto».
Nastasia nunca haría esa pregunta. ¡De ninguna manera! Nastasia… Esa muchacha es un fruto maduro y jugoso. Ignatov se ha pasado todo el mes de febrero ardiendo como en mayo. Sólo de pensar en ella ya se enciende. Y quiere pensar que las expediciones a las aldeas «a por kulaks» con sus largos trayectos a través de bosques cubiertos de nieve, las encendidas charlas nocturnas con los miembros del Partido y el sóviet en las aldeas al son de los leños crepitando en la fogata y acompañados de un buen vaso de aguardiente, y las noches pasadas en mezquitas o establos con el ardiente cuerpo de Nastasia entre los brazos, no acabarán jamás.
Y, de repente, llega la noticia, como un bastonazo en la cabeza: el próximo convoy lo conducirás tú. ¿Cómo que yo? ¿Por qué yo? ¿A quién se le ocurre? Por supuesto que obedeceré las órdenes, camarada, pero Bakíyev, caray, somos amigos, explícame a qué viene esto después del tiempo que llevo aquí luchando con los kulaks sin apearme de la silla. Los enemigos no saben que vivimos en tiempos de paz y nos reciben empuñando horcas, hachas y escopetas. ¡Es un frente de guerra en toda regla! ¡Hago mucha falta aquí! Y tú me mandas a acompañar un convoy, a subirme en una carreta, por así decirlo…
La mirada desusadamente dura de Bakíyev atraviesa los anillos dorados de sus quevedos.
—Necesito a personas de confianza para este trabajo, Ignatov. Personas como tú. Y no sé de dónde sacas que hay menos lío encima de las carretas. Además, ¿de qué carretas hablas? Te llevas un convoy de veinte vagones cargados a rebosar de vidas humanas. Y cada uno de tus pasajeros es un kulak de tomo y lomo que le guarda una inquina al Estado tan grande como el cerdo que le hemos quitado. Si es que no tenía una vaca. Prueba a llevarlos a través de todo el país y entregarlos en su destino final sin que se maten entre ellos por el camino. O se fuguen. Ahora soy yo el que pregunta: ¿te crees capaz de hacerlo?
—Pero ¿qué pregunta es ésa, Bakíyev? ¿Es que no me conoces? Tampoco es cosa del otro mundo: se ponen guardias más feroces a custodiarlos y candados más grandes en las puertas de los vagones. Y al que mueva una ceja, se le hinca la bayoneta en el ojo.
—¿En serio? —Bakíyev arruga la frente. En los últimos meses ha envejecido mucho.
—¡Pues sí que les hace daño a los camaradas de armas estar en un despacho calentito con mesa de roble y bebiendo té dulce en podstakannik de metal repujado! Y eso que Bakíyev tiene ahora treinta añitos en las costillas, los mismos que Ignatov.
—¡Claro que llegarán! ¿Dónde se iban a meter? Puedes creerme, fíjate cuántas de estas sanguijuelas he visto este año. Pero piénsatelo una vez más, Bakíyev, amigo mío. Y dime si de verdad no hay nadie más a quien mandar. Es que me da vergüenza esto de ir de niñera de un tren…
—¡¿De niñera?! ¿Es que para ti ser el comandante de todo un tren es equiparable al trabajo de una niñera? Y las mil personas que llevas, ¿qué son? ¿Juguetes de madera? ¡No sé cuándo vas a madurar, Iván! Tú lo único que quieres es pasarte la vida encima de un caballo con la espada desenvainada. ¡Y el viento silbándote con fuerza en los oídos! ¿Es que te da igual adónde galopas? ¿Con qué propósito lo haces? —Y en ese punto el ecuánime Bakíyev pega un puñetazo en la mesa: ¡pum!
Ignatov no se arredra y responde con otro: ¡pum!
—¿Qué me dices? ¿Cómo que me da igual? ¡Yo galopo adonde me manda el Partido!
—Pues lo que el Partido te ordena ahora es que dejes a un lado la demagogia. Y que te hagas cargo hoy mismo del convoy K-2437. ¡Partiréis mañana!
—¡A la orden!
Se calman. Están un rato en silencio. Fuman un cigarrillo.
—Tienes que entender, Bakíyev, amigo mío, que a mí el corazón no es que me duela… ¡Es que arde por el Partido! Que es lo que tendría que pasarnos a todos. Porque si en lugar de un corazón ardiente sólo tuviéramos cenizas y la mirada apagada, ¿qué falta le haríamos a nuestro país entonces?
—Pero si yo te entiendo, Vania. Trata de entenderme tú a mí. Va, y después me darás las gracias… ¡Pero si lo estoy haciendo por ti, idiota! Para que no te veas involucrado en… —Bakíyev calla de repente y frota con fuerza los cristales de los quevedos, como si quisiera sacarlos de sus marcos. Los cristales crujen. Sí que está raro hoy Bakíyev.
—¿Y adónde tengo que llevar ese convoy que me das? —Ignatov expulsa una columna de humo contra el suelo.
—Por ahora, lo llevarás a Sverdlovsk. Allá lo meterás en vía muerta a la espera de instrucciones. Es lo que estamos haciendo ahora con todos. Dejarlos a la espera de reclamación.
A la orden, pues. Ignatov se pregunta si podrá despedirse de las dos antes de la partida. Primero, sin falta, pasará a ver a Nastasia. Y después, si el tiempo le alcanza, se dará un salto a casa de Ilona para romper definitivamente con ella, poner punto final a la relación.
Se despiden con un apretón de manos. Pero, inesperadamente, Bakíyev le da un abrazo a Ignatov, apretándolo contra su pecho. ¡Este hombre está muy raro hoy! ¡Ya lo creo!
—Mañana pasaré a saludarte antes de partir.
—No hace falta, Vania. Tú hazte a la idea de que ya nos hemos despedido.
Bakíyev encaja los quevedos en la nariz y vuelve a hundir la cara entre sus papeles. Tiene toda una montaña de expedientes sobre la mesa.
Ignatov se dispone a marchar, pero aún se da la vuelta al llegar a la puerta: Bakíyev está sentado inmóvil en medio de la montaña de folios. Sus ojos, agrandados por los cristales de los quevedos, están cerrados.
Como era de esperar, Ignatov no tiene tiempo de pasar a despedirse de Ilona. ¡Al diablo con ella! Ya se imaginará que ha tenido que marcharse por un asunto urgente. Antes Ignatov ya ha desaparecido una o dos semanas sin previo aviso. Ahora faltará un mes o un mes y medio. O lo que le lleve andar rodando por las líneas del ferrocarril. Lo han nombrado comandante del convoy. ¡Pues ejercerá de comandante! Comerá el rancho que le asigne el Estado y dormirá de lo lindo, que el camino es largo. Y llevará el maldito convoy hasta su destino, ya que Bakíyev le ha pedido con tanto énfasis que lo haga. Y cuando vuelva lo irá a ver y le dirá: «Ya está, amigo, así que ahora mándame de vuelta al trabajo de verdad, que el alma me lo pide a gritos…».
El primer día de la primavera de 1930, Ignatov corre a la estación de ferrocarriles llenándose los pulmones del frío y punzante aire de la mañana. A esa hora los tranvías aún no circulan y no le apetece gastar cinco kopeks en un coche de caballos. El camino a la estación desde el albergue de mujeres donde se aloja Nastasia es largo, de manera que ha tenido que saltar de la cama muy pronto, antes de que sonaran las sirenas de las fábricas.
Una taza golpea las paredes de la maleta de contrachapado que carga Ignatov. Sus botas hacen crujir la nieve que pisan sobre el lago Búlak, extendido como una flecha alargada sobre la ciudad dormida, que enciende sus primeras luces y arroja a la calle a escasos transeúntes soñolientos. Algunos perros aún medio dormidos disparan sus roncos ladridos; el primer tranvía traquetea allá a lo lejos.
Difuminados por la azulosa bruma matinal, asoman como barcas los minaretes de las mezquitas Yunusov, Apanaev y Galeyev. Qué buena idea tuvo Denisov, qué idea tan revolucionaria ésa de izar la bandera roja en la punta del minarete de la aldea. ¿Cómo es que aquí, en la capital, a nadie se le ha ocurrido hacer lo mismo? Ahí están esos minaretes blancos e inútiles que parecen clavados en el cielo de Kazán.
Ignatov gira para tomar el camino del bazar. La dentuda silueta del kremlin, blanca como el papel, asoma en la colina. Desde lo alto de las torres triangulares, las estrellas de cinco puntas despiden rayos dorados. He ahí la belleza genuina, la justa belleza, nuestra belleza…
El edificio de la estación de ferrocarriles parece un castillo de bizcocho: es de un rojo achocolatado; sus torrecillas y ventanitas adornadas con escudos y floreros se ven apetitosas; su tejado está cubierto de tejas brillantes sobre las que se alzan agujas y gallardetes de latón. Ignatov frunce el ceño. La estación de Kazán es la puerta de Siberia para toda Rusia y, sin embargo, quien la contempla cree estar ante un museo o una casa de cultura cualquiera. En una palabra: ¡puaj!
A pesar de la hora, en la plaza de la estación ya todo es agitación, carros que se atropellan, porteadores soltando tacos. Ignatov pasa del trote al paso y sosiega la respiración: el comandante de un convoy no puede andar bufando por ahí como una locomotora. Mientras avanza va echando miradas de reproche a los cocheros que se pelean. Ante la guerrera gris con los rombos rojos en la manga izquierda enseguida se sosiegan. ¡A ver quién manda aquí!
Ignatov empuja la puerta de la estación, alta y pesada como un armario. Lo asalta el olor a sudor, pan, armas recién limpiadas, pólvora, ganado, cabellos sucios, aceite de motor, botas de soldado, perros callejeros, trementina, madera y medicamentos. El aire es tan espeso que se lo podría cortar con un cuchillo. Se oyen gritos, ladridos, carcajadas, tintineos, estruendos. El estridente bufido de una locomotora que llega desde las vías acalla un momento todos los demás sonidos. Aquí no es de mañana. Aquí no rige el tiempo ordinario. Aquí reina siempre el caos. Abriéndose paso a codazos y estirando el cuello en busca de la oficina a la que debe acudir, Ignatov se sumerge en la multitud.
«¡Seguidme! ¡No os disperséis! ¡Manteneos en el grupo! ¡Avanzad en grupo, coño!». Un grupo de reclutas aún vestidos de civil, con cintas de color rojo atadas a los brazos sobre la camisa y los fusiles al hombro, conduce a una docena de campesinos de ojos rasgados y vestidos con chybas y tiubeteikas de colores vivos, como si fuera verano. El jefe del pelotón se deja la garganta en los gritos que pega y después masculla entre dientes: «Hay que joderse con estos palurdos uzbecos».
—¡Quietas! ¡Todas quietas! A la que quiera fugarse le pego un tiro aquí mismo —chilla desde otra esquina un soldadito, agitando un revólver, mientras intenta sujetar él solo a un grupo de mujeres que habían permanecido sentadas obedientemente sobre los hatos de ropa que llevaban, hasta que vieron entrar a sus maridos y se pusieron a dar botes y gritos y a parlotear en lengua mari y chuvash.
—¡Paso! —piden los porteadores abriéndose camino entre la multitud para avanzar con sus enormes carros llenos de naranjas y cajas de carne de ternera frita, que se balancean peligrosamente, amenazando caer—. ¡Van las provisiones del expreso n.º 2! ¡Paaaso!
Gracias a su elevada estatura, que le permite ver por encima del mar de gorros de piel, pañuelos, tiubeteikas, gorros orejeros, sombreros y capotas, Ignatov encuentra por fin el despacho del jefe del nudo ferroviario «Kazán». La puerta no para de girar sobre sus goznes. Por ella entra y sale gente incesantemente: el corazón de la estación bombea el flujo de viajeros. Soltando imprecaciones y disculpas, pisando pies y saltando sobre maletas, Ignatov logra llegar hasta la puerta de la destartalada oficina de madera y agarrarse a ella con las dos manos. A un lado y otro de la puerta hay peticionarios que han acudido, como él, en busca de algo.
Ignatov saca los documentos que lleva en la maleta: una carpeta gris todavía reluciente, que cruje con alegría cuando la abre o cierra, y lleva impresa la austera palabra EXPEDIENTE, a la que han añadido, escrito pulcramente a mano, un número: K-2437. Dentro, unas hojas muy finas en las que, en letra minúscula, aparecen mecanografiados los nombres de los deskulaquizados: algo más de ochocientas personas. Ignatov las extiende al hombrecito de ojos eternamente cansados que ocupa la oficina. Éste ignora el gesto. En la pequeña oficina no cesan los gritos, interrumpidos a veces por el sonido trepidante del timbre del teléfono.
—¡Sí, sí! —grita el tipo al aparato con voz ronca—. ¡Que salga el que va a Taishet! ¡Ya tienes un atasco que no veas en la diecisiete! ¡Y el de Chitá que se vaya también al diablo de una vez!
—¿Qué se sabe del diez, el de Oremburgo? —pregunta alguien a gritos desde afuera.
—¡¿Todavía estáis aquí?! ¿Qué Oremburgo ni qué demonios? ¡Tirad para Tashkent, carajo! —le responde el jefe.
Ignatov atraviesa el despacho de una zancada y le clava la carpeta en la guerrera al hombre como si fuera una espada. Éste apenas le echa un vistazo y coge del montón de documentos que hay sobre la mesa un papelito arrugado con una leyenda escrita en tinta de color violeta: LENINGRADO, EXCEDENTE. Se lo alarga a Ignatov:
—A éstos se los lleva también. Firme aquí el conforme.
—Pero ¿cómo quiere que…?
Ignatov no puede acabar la frase. El teléfono vuelve a sonar con su timbre retumbante. El jefe agarra el auricular como si lo fuera a morder.
—¿Qué es eso de que mis vagones no son elásticos? —grita al micrófono cubriéndolo de saliva—. ¡Te he dicho que cargues sesenta y los cargas! Las literas son largas. ¡Se acomodarán!
Ignatov agarra al jefe por la solapa.
—¿Dónde quiere que meta a toda esa gente? ¿Cómo me sale ahora con Leningrado? Si ya tengo el tren lleno a rebosar…
—¡¿A rebosar, dice?! —estalla el jefe y su voz suena sorprendentemente parecida al timbre del teléfono—. Cincuenta personas por vagón y me dice que va a rebosar. ¿Y qué le parecen las sesenta que van en el tren a Samarcanda? ¿O las setenta del tren a Chitá? ¡Y pronto saldrán de aquí los trenes con noventa personas en cada vagón! ¡Los tendremos que mandar de pie, como a caballos! ¡Ésos son trenes llenos a rebosar! —exclama, y agarra de la mesa un montón de gruesos expedientes de los que se caen las páginas y los arroja a ella de nuevo—. ¡Sólo los deskulaquizados ya suman ochenta mil! ¡Y tengo que sacarlos de aquí a todos en una semana! ¿Qué le parece? ¡Y cada día me llegan más y más! Pronto los voy a tener que bajar a las vías. Y usted aquí poniéndole reparos a una docena de nada… ¡No me venga con ésas, hombre!
—De acuerdo —cede Ignatov, sombrío, y golpea la carpeta con el lapicero—. Déjeme esos sobrantes de Leningrado…
—Y no padezcas tanto, oye —le dice el jefe bajando la voz, antes de echar el aliento sobre el sello que planta con fuerza en el papel, dejando, con trazo grueso, la inscripción RED FERROVIARIA - KAZÁN—. En un par de semanas se te habrá consumido el contingente y viajarás más ligero, ¿qué demonios?
Y añade a mano la fecha: «1.º de marzo de 1930».
Ignatov ha decidido pasar a despedirse de Bakíyev antes de marchar. Es entrar al edificio de la calle Vozdvizhénskaya y experimentar cierta alarma. En principio, todo parece estar como siempre: un soldadito desganado mira el pase en la entrada; las puertas de los despachos suenan como siempre cuando las abren o cierran; los tacones de las secretarias golpean los peldaños de las escaleras en su ir y venir. Pero hay algo en el aire.
¿Qué, exactamente?
Ignatov aminora el paso. ¡Fíjate! La joven de la tercera sección que se cruza ahora con él tiene los ojos asustados y rojos como los de un conejo bajo la espesa capa de rímel. ¡Vaya! Unos soldados desconocidos pasan cargando pesadas cajas llenas de documentos. ¡Qué curioso! Acaba de descubrir unos ojos que lo miran de soslayo desde detrás de una columna.
¿Qué puede haber sucedido? Bueno, Bakíyev lo sabrá.
Pasando de largo junto a su propio despacho, Ignatov se encamina deprisa a la tercera planta, donde tiene el suyo Bakíyev. Un pasillo largo como un intestino lleva hasta él. A lo largo del pasillo se suceden los estrechos rectángulos de las puertas. Los pomos asoman de ellas con su brillo apagado. Por lo general, este pasillo está lleno de gente y del humo de los cigarrillos. Pero ahora todas las puertas están cerradas, pareciera que con llave.
Sí, aquí ha pasado algo.
Ignatov avanza por el suelo de parquet, cuyos tablones gris oscuro, rugosos de viejos, crujen bajo sus botas. Se percata de que el pomo de una puerta gira suavemente, antes de quedar quieto de repente y volver a su posición inicial. Tiene la impresión de que alguien se disponía a salir al pasillo pero ha cambiado de idea.
¡¿Qué demonios?!
La puerta del despacho de Bakíyev está abierta de par en par. Dos soldados desconocidos la guardan. Ambos llevan fusiles colgados al hombro. Miran a Ignatov fijamente, sin pestañear.
¿Le habrá pasado algo a Bakíyev?
Imposible.
Bueno, será todo lo imposible que quiera, pero algo ha sucedido.
Ignatov baja la mirada. Seguir andando. Los pies lo llevan lejos del despacho de su amigo. Los soldados se hacen a un lado de mala gana para dejarlo pasar. Con el rabillo del ojo, Ignatov alcanza a ver en el interior del despacho, al fondo, varias sillas vueltas del revés sobre el suelo lleno de papeles, la caja fuerte abierta y una silueta que lee unos papeles de pie junto a la ventana.
No mirar. No apretar el paso. Al final del pasillo hay una puerta que conduce a la escalera de servicio. Bajará por ella a toda prisa y saldrá del edificio. ¡Correrá a la estación de ferrocarriles! Ignatov avanza por el pasillo.
—¡Eh, oiga! —se oye una voz detrás de él.
Ignatov se detiene. Se da la vuelta. La silueta oscura ha salido del despacho y observa a Ignatov.
—¿Ha venido a ver a Bakíyev? —le pregunta.
—¿Yo? No.
—¿A qué sección pertenece?
—A la quinta —miente Ignatov, sin saber por qué lo hace.
Si la cosa se complicara, ¿qué debería hacer? ¿Huir? ¿Huir de los suyos? Lo matarían como a un perro, lo sabe… ¿Por qué habría de huir si no es culpable de nada? Seguro que investigarían y lo dejarían marchar. ¿Y si lo retuvieran? Sí, escapar sería lo mejor. ¿O no?
La silueta se hunde de vuelta en el interior del despacho. Los soldados le dan la espalda. Ignatov abre la puerta de la escalera de servicio y baja a la carrera hasta la primera planta. Sale del edificio sin cruzar la mirada con nadie. Hace todo el trayecto hasta la estación con la cabeza descubierta, sin sentir el frío.
La vergüenza, como una ola caliente, trepa por su cuerpo. Le arden las orejas. ¿De qué te has asustado, chaval? Pero si son tus propios camaradas, que están haciendo su trabajo honestamente. Lo de Bakíyev será un malentendido. Un malentendido monstruoso, increíble, ridículo. Es probable que lo haya originado alguna calumnia vertida sobre él. También puede que alguien se equivocara de nombre, un simple malentendido. A veces sucede que se confunden de hombre y detienen a otro por error. Por una negligencia.
¿Y tú por qué huyes como un cobarde, como la última de las ratas? ¿Cómo es que no vuelves ahora mismo sobre tus pasos? ¿Por qué no irrumpes ahora mismo en el despacho que han puesto patas arriba y le dices a ese tipo en la cara que Bakíyev no es culpable de nada? ¿Por qué no le espetas que tú pones la mano en el fuego por él?
Ignatov se detiene. Estruja la budionovka entre las manos. ¿Acaso va a permitir que el convoy se quede sin su comandante? Apenas falta una hora para la partida. Le podría caer una acusación de desertor como no se presente a tiempo. Una falta que conlleva la inmediata ejecución por fusilamiento. Lo sabe bien, porque él mismo ha ejecutado órdenes como ésa. Se cubre la cabeza con la gorra y continúa la marcha. Tiene que darse prisa para llegar a tiempo a la estación.
Todo el mundo sabe que Mishka Bakíyev es un hombre inteligente, un hombre del Partido, un revolucionario. Uno de los nuestros hasta la médula, hasta el último aliento. Seguro que todo se aclarará y lo pondrán en libertad. No puede ser que lo encierren. Lo dejarán marchar y, encima, le pedirán disculpas delante de todo el colectivo. Y castigarán a los culpables.
Seguro que sí.