8

El avión Bogotá-Lima-Valparaíso salía de Cristóbal el jueves a las ocho de la mañana. La jornada decisiva de Miguel fue, pues, la del miércoles. Continuó lloviendo todo el día como había llovido el martes y como llovería ya durante varias semanas. El calor seguía siendo tan agobiador como al final de la estación seca. Aún se veían por las calles trajes blancos que, al empaparse, parecían compresas, y salpicados de barro hasta más arriba de las rodillas.

Fue ésta una de las pocas veces de su vida en que Maudet utilizó el paraguas, pues era difícil encontrar un taxi en los alrededores del edificio de los Vuolto; todos los que pasaban y que se dirigían al Washington o venían de allí estaban ya ocupados.

Según las costumbres establecidas durante las últimas semanas, Ferchaux trabajaba un poco por la mañana, desde las nueve y media, y luego otro poco por la tarde, desde las tres. Era casi regular este horario. El resto del tiempo, Maudet estaba en la casa como un joven emancipado que ya no tiene que rendir cuentas de su tiempo. Si quería salir, se limitaba a preguntarle a Ferchaux, por pura fórmula:

—¿No quiere nada?

No hubo ningún cambio aquel día. Por la mañana temprano fue a correos, más por disciplina que porque esperara una carta, pues no era día de llegada para la correspondencia aérea. Siguió la búsqueda de Suska, que en vano había proseguido el día anterior por la noche en todos los lugares donde se le solía encontrar.

A dos pasos de correos había un pequeño bar, puesto por un italiano, en el que Miguel solía entrar un momento para beberse el primer vaso de la jornada. Estaba a punto de hacer lo mismo aquel día, cuando se inmovilizó a unos pasos de la puerta pintada de verde oliva.

No debía beber. Tenía sed. Jamás había tenido tanta sed como en aquella jornada. Lo peor de todo era que, en el momento en que menos se lo esperaba, sentía una contracción espasmódica de la garganta que le impedía tragar saliva. Acababa de ocurrirle, precisamente. Tenía la impresión de que un vaso de alcohol le aliviaría. Entró en el bar, se acodó en el mostrador, pero fue para pedir un vaso de agua.

Tenía pequeñas perlas de sudor en la frente y sobre el labio superior. Sonrió a Angelo, el patrón, que le conocía.

—¿Qué tal, Angelo? ¿Todo bien?

—Se va tirando, don Miguel.

—Me parece que mi patrón y yo nos vamos a ir de Panamá.

—Lo sentiré.

Lo había hecho bien. No dijo nada más. Y había hablado con voz natural. Angelo no había sospechado nada.

—¿No has visto al Holandés?

—Seguramente le encontrará vagando por el barrio, como de costumbre. Ese es como la miseria: se le encuentra más veces de las que uno querría.

Aquello no era verdad, precisamente. Como si lo hiciera aposta, no había quien encontrara a Suska desde el día anterior por la tarde. Miguel pasó ante el café de Jef. Prefirió no entrar, pues quizá necesitara ir en otros momentos de la jornada y no quería mostrarse por allí demasiado. De todas formas, pudo asegurarse de que Suska no estaba en el local.

Un taxi que pasaba casualmente le condujo al Washington. Estuvo a punto de pedir agua, como a Angelo. Se dio cuenta a tiempo de que hubiera parecido raro. Dejó que le sirvieran el whisky habitual, pero, cuando el barman chino hubo vuelto la espalda, vertió el alcohol en una maceta.

De igual modo, durante toda la jornada, tuvo plena conciencia de cada uno de sus actos, de cada uno de sus pensamientos. Veinte, cincuenta, cien veces quizá le dominó el espasmo, estuviera o no en presencia de Ferchaux, pero en todas las ocasiones su rostro se mantuvo impasible.

Lo que provocaba este espasmo era un pensamiento, una imagen más bien, que de pronto se fijaba en su retina: la imagen del acto.

Porque había estudiado la cuestión en todos sus aspectos. Había pasado gran parte de la noche con los ojos abiertos, teniendo casi al alcance de la mano, en la terraza, la cama plegable donde Ferchaux dormía —¿o quizá no dormía?— y el ruido continuo de la lluvia acompañó sus reflexiones.

El resultado de éstas fue que estaba obligado a realizar el acto él mismo. Pues habría que quitarle al cadáver su fortuna antes de hacerlo desaparecer. Si el Holandés le mataba, tendría que presenciarlo y se daría cuenta de la importancia de la suma. ¿Quién sabe cuánto pediría o incluso si lo pediría todo? Hasta podría ocurrírsele la idea de cometer un nuevo asesinato.

Miguel se veía obligado a realizar él mismo el acto. También sobre esto, sobre la forma en que lo llevaría a cabo, había reflexionado. Había pensado en ello, entre otros momentos, durante la cena a solas con Ferchaux. La matrona los servía. Afortunadamente estaba casada y no dormía en la casa, pues ella habría bastado para destruir todos los planes de Maudet.

Era preciso que la cosa se realizara en el apartamento. En efecto, era difícil hacer salir a Ferchaux por la noche. Quizá, dada la situación en que vivían desde que se habían reconciliado, desconfiaba un poco.

Era imposible hacer un disparo de pistola sin alarmar a los Vuolto, que dormían en el piso de abajo.

El veneno habría sido más fácil, pero Maudet no entendía nada de venenos. ¿Y si el viejo tardaba en morir horas entre sufrimientos? ¿Y dónde procurarse veneno sin despertar sospechas o sin correr el riesgo de que luego le identificaran?

No, no se podía escapar, lo sabía: era preciso matar suciamente, con sus manos, con un objeto cualquiera, con un cuchillo o un martillo.

Y era esto, el pensamiento del acto que tenía que realizar, lo que descomponía a cada momento su organismo.

Pero nadie se dio cuenta. Veinte, cincuenta veces estuvo tentado de beber, y todas las veces resistió, limitándose a tragar un poco de agua para humedecer su garganta seca.

Como por azar, el viejo dictó hasta después de las doce. A veces, mientras él cerraba los ojos para registrar en su memoria, Miguel dejaba caer sobre él una fría mirada con la que parecía medirle. Y era casi esto lo que hacía, en efecto, pues Miguel pensaba en los tres negros y en el cartucho de dinamita.

¡Qué fácil en comparación con lo que él iba a hacer! ¡Él, Maudet, tenía que esperar todavía veinticuatro horas antes de actuar! ¡Aún le quedaba pensar en los menores detalles que pudieran traicionarle!

¡Y, sin embargo, Ferchaux le despreciaba, consideraba como una debilidad, casi como una tara, el afecto que le profesaba! Le hubiera gustado gritarle a él, a Jef, y a todos los que le creían un muchacho inseguro, algo así como un cobarde, sí, le habría gustado gritarles:

—Miradme en este momento. No veis nada extraordinario, ¿verdad? Pues estoy preparando, yo solo, el acto necesario. No más tarde de esta noche, yo mataré.

Había un martillo en uno de los cajones del armario, un martillo que estaba allí por casualidad, pues se encontraba ya en el mueble cuando lo compraron de ocasión. Miguel comprobó que la matrona no lo había cambiado de sitio. También encontró un momento para echar un vistazo a los cuchillos de la cocina, que no eran gran cosa, pero que debían bastarle.

Lo que empezaba a angustiarle era la ausencia de Suska. Antes de comer, no pudo contenerse y se pasó por el café de Jef. Éste, tras unos instantes, le preguntó:

—¿Qué buscas?

Había podido responderle que no buscaba nada. Al contrario, con una voz un poco vibrante, dijo deliberadamente:

—Busco al Holandés.

Sostuvo la mirada de Jef. Era un desafío. Buscaba al Holandés, sí. ¿Y qué? ¿Acaso Jef adivinaba? ¡Mejor! Miguel no tenía miedo de él. Sabía que no se atrevería a traicionarle. Si hubiera tenido la debilidad de beber, seguramente habría hablado más.

—Si no se ha ido a Panamá, tienes que encontrarle a estas horas por los alrededores del mercado.

No subió a ver a Renata. Con ella, todo estaba terminado. Corrió al mercado y echó un vistazo en el interior de todos los pequeños cafés de los alrededores sin descubrir a Suska.

Tenía que volver para la comida. Y luego, lápiz en mano, tendría que esperar el monótono dictado de Ferchaux.

—Si no se ha ido a Panamá...

Un sudor frío. Una angustia loca, inaguantable, que le hizo pensar que algo se iba a romper en su interior. Si Suska estaba en Panamá, Miguel jamás tendría fuerzas suficientes para hacer lo que aún quedaría por hacer una vez muerto Ferchaux.

Una vez muerto Ferchaux... Pensándolo, miró al viejo tumbado en su hamaca. Una fina, finísima sonrisa se le puso en los labios.

¿Acaso el gran Ferchaux había vivido alguna vez una jornada semejante a la que vivía él, Maudet, a quien se consideraba como un vulgar jovenzuelo?

En ciertas ocasiones, cuando recordaba su vida en África, el viejo se pasaba la mano sobre la frente y suspiraba:

—He hecho tales esfuerzos, Miguel, siempre, durante toda mi vida...

La suma de todos aquellos esfuerzos parecía aplastarle todavía. Todo su ser expresaba un cansancio tan grande que se habría podido pensar que no aspiraba a otra cosa que a hundirse en un reposo aniquilador.

Ferchaux no había vivido jamás una jornada como la suya. Miguel sudaba. Su traje, que no había tenido tiempo de cambiar, estaba salpicado de barro. Sus zapatos estaban empapados.

A las cuatro, el viejo seguía dictando. Eran un poco más de las cinco cuando Maudet se precipitó de nuevo a la calle. Y, a las ocho, aún no había encontrado a Suska. Le quedaban por delante aún doce horas exactamente. Al día siguiente por la mañana, incluso si las cosas se daban bien, habría aún un serio peligro.

Por falta de dinero, y también por prudencia —habría podido pedirlo prestado, como tantas veces había hecho— no había reservado su plaza a bordo del avión. Y podía ocurrir que los aviones de las grandes líneas estuvieran completos. Lo dejaba en manos de la suerte. No lo sabría hasta el último momento.

A las ocho y media entró en el café de Jef y éste notó perfectamente que estaba cansado, inquieto; hubo en su mirada una pregunta involuntaria que pesó sobre él.

Miguel tuvo suficiente fuerza para no decir nada y atender durante largo rato una partida de cartas. Cuando el temblor se apoderaba de él, y su garganta se le cerraba, se miraba en el espejo, orgulloso de que no se leyera ninguna debilidad en su cara.

—¿Sigues buscando a Suska?

Se encogió de hombros, como si la cosa no tuviera ya importancia. Fue Jef quien insistió.

—Te voy a decir dónde lo encontrarás seguramente. Vete a la taberna del viejo Pedro, en el barrio negro. Baja a la bodega.

La información era buena. El viejo Pedro, quien, en una casa de madera, tenía una tabernucha, a la que jamás iba nadie, trató de cortarle el paso a Miguel cuando éste quiso bajar a la cueva. Pero, en aquel momento, era imposible detener a Miguel.

Abajo encontró a media docena de indígenas —creyó reconocer a un blanco en la penumbra— que bebían chicha y tenían todos la misma mirada alucinada.

—¡Suska!

Éste alzó hacia él sus ojos vacíos.

—Tienes que venir conmigo. Quiero hablarte.

Una última angustia: ¿y si Suska, borracho de chicha, no estaba en condiciones de hacer nada?

El gran cuerpo blando le siguió hasta la calle. Los dos hombres atravesaron el bulevar entre la lluvia furiosa y se detuvieron bajo un portal.

—Escucha, Suska, esta noche, dentro de una hora, quizá de dos, tienes absolutamente que...

Le apretaba con tanta fuerza el brazo que sus uñas se clavaban en la carne. Habló con una voz baja, jadeante, incisiva, echando a la cara del Holandés su respiración ardiente.

—Te daré lo que quieras.

¿Y si Jef le hubiese mentido? ¿Y si Suska...?

—Ven conmigo. Tú te quedarás escondido en la calle hasta que yo encienda luz en la terraza. ¿Has comprendido? No te marcharás, ¿verdad? ¿Qué dices?

El otro dijo que quería antes volver a la taberna de Pedro para beberse otro trago de chicha. Miguel se resistió. Suska, enorme y silencioso, se empeñó.

—¡Bueno! Iré contigo. Yo no entraré, pero te esperaré en la, puerta. Te darás prisa, ¿eh? ¿No beberás demasiado?

Más fuerte que nunca, tan imperiosa que le producía auténtico dolor, le volvió la tentación de beber. Se acercaba el momento. El acto...

—Date prisa. Yo no me muevo de aquí.

Se pegó a una casa que le protegía un poco de la lluvia; estaba ya tan calado, que un poco más no tenía importancia.

Cosa extraña: en todo el día no había pensado ni una sola vez en Gertrud Lampson. Lo que se la recordó fue un coche que se dirigía hacia el Washington. La americana había cumplido su papel. Ya casi no tenía importancia. Aunque allí, en Chile, no la encontrara, ello no cambiaría nada, pues el paso estaría ya dado.

Había que resistir aún unas horas. Esto era lo único que importaba.

Jef sabía que se había pasado la mayor parte del día buscando al Holandés. Al día siguiente comprendería, y Miguel lamentaba no estar allí para ver su mirada en ese momento.

¡No! Él estaría lejos, muy lejos de todo aquel ambiente miserable, tan lejos como en Panamá se encontraba de las calles sombrías de Valenciennes. No volvería a pensar en él. ¿Acaso pensaba ahora en su padre y su madre? ¿Acaso se acordaba todavía de Lina? ¡Tenía que hacer un esfuerzo para reconstruir su rostro, y ni aún así lo lograba con detalles!

Alguien a quien no había oído llegar se puso a su lado. Era Suska, que esperaba.

—Vamos.

Le arrastró, le colocó en un rincón, a menos de cien metros del edificio de los Vuolto, y se aseguró de que desde allí podría ver la luz de la terraza.

Abrió con su llave la puerta de la casa, que dejó entornada, y comenzó a subir la escalera.

Fue allí donde tuvo su primera debilidad. De pronto se inmovilizó en el tercero o cuarto escalón, sin soltarse de la barandilla, pues sus piernas, fofas, se negaban a avanzar. El acto tendría que realizarlo ya, sin duda, dentro de un momento. Se esforzó por pensar que, dentro de unos minutos, todo estaría terminado, recordó la pierna que Ferchaux había hecho que le cortara su hermano en la selva ecuatorial, subió como un autómata, la garganta tan cerrada, esta vez, que nadie en el mundo habría podido arrancarle una palabra.

Se veía luz por debajo de la puerta de los Vuolto. Como muchos comerciantes, hacían sus cuentas de noche, hasta bastante tarde.

Acababa de llegar un barco seguramente, pues estaban cargando la furgoneta en el patio de Dick Weller.

Miguel empujó la puerta. El apartamento estaba a oscuras, pero no giró el interruptor.

Era imposible saber, sin inclinarse sobre él, si Ferchaux dormía, pues permanecía tumbado durante horas con los ojos abiertos.

¿Por qué se acordó de la noche en que había esperado a la hora que se fijó para salir sin ruido de la casa de la duna e ir a reunirse con Lina en su posada normanda? Mientras que apenas si recordaba los rasgos de su mujer, volvió a ver con claridad a la muchacha gorda de la granja, a la que llamó a través del portal y que al fin le abrió; evocó el olor a establo en una mañana húmeda...

En la cocina, abrió el cajón donde sabía que había dejado el mejor cuchillo y el martillo.

¿Qué habría ocurrido si, en aquel momento, Ferchaux hubiese hablado? A pesar de la lluvia, había una ligera claridad lunar. Además, algunos rayos de los faroles de gas del bulevar llegaban hasta la terraza y permitían, una vez que la mirada se habituaba, distinguir el contorno de los objetos.

Ningún ruido próximo, ni siquiera el débil de una respiración.

¿Acaso Ferchaux, excepcionalmente, había salido?

No. Vio la forma del cuerpo sobre la sábana blanca, dio tres o cuatro pasos, muy rápidos, apretando la mano en torno al mango del martillo, y golpeó con todas sus fuerzas.

Vacilaba, perdía pie. Temió desmayarse. El ruido del martillo contra el hueso era el más siniestro que jamás había oído. A cambio, no hubo ni un grito, ni un suspiro.

Antes de que perdiera las fuerzas, era preciso encender inmediatamente la bombilla eléctrica que serviría de señal a Suska. ¿Por qué le parecía que el viejo no estaba muerto? Distinguía sus ojos, a pesar de la penumbra. Estaba seguro de que seguían abiertos, de que le miraban.

Entonces, para terminar de una vez, utilizó el cuchillo hundiéndoselo varias veces, al azar, en el pecho. La última vez, la hoja debió clavarse entre las costillas, pues no logró sacarla.

Acabado. Hecho el acto. Tenía sed. Buscó a su alrededor algo que beber. Cerca de la cama de Ferchaux, en el suelo, estaba la botella de leche que siempre tenía a su lado el viejo. E, igual que éste debía de haber hecho probablemente unos minutos antes, Miguel bebió a sorbos prolongados a gollete.

¿Acaso al viejo caimán, como decía Jef, le habían dado tanto trabajo sus tres negros? Él, a quien le gustaba tanto hablar de todos sus esfuerzos como de una montaña que todavía le aplastaba, ¿había desplegado en toda su vida tantas energías como Miguel acababa de desplegar en una sola jornada?

No encontraba los botones que cerraban el cinturón. Para soltarlos tuvo que volver el cuerpo; sus manos estaban ya pegajosas. Cortó la tela con su navaja. Sus dedos buscaron los billetes, que fue guardándose desordenadamente en los bolsillos.

Sólo entonces dio la luz, el espacio de unos segundos, evitando mirar hacia la cama. Fue a apostarse en el rellano y esperó allí la llegada del Holandés. Éste subió la escalera tan silenciosamente que Miguel no se sintió seguro hasta que le tocó.

—Ven —susurró.

Entre los dos llevaron la cama hasta la alcoba, cuya luz no podía verse desde fuera.

—Esto es lo que te prometí. Ahora, espera a que yo vuelva.

En su cuarto, giró el interruptor y se encontró frente a frente con su imagen en el espejo. Por milagro no había ni una mancha de sangre en su traje blanco. Se lavó las manos en la palangana y el agua se puso rosa. De nuevo sintió la necesidad de beber. ¿Qué importancia tenía ya?

Se peinó un poco, se pellizcó las mejillas para colorearlas. Tenía que seguir el programa que había elaborado minuciosamente cuando tenía toda su sangre fría. Además, estaba recuperando su sangre fría.

Bajó las escaleras, se detuvo en el primer piso y llamó en la puerta de los Vuolto.

—Pase.

Por la puerta de la alcoba, donde había un armario con espejo, entrevió a la señora Vuolto en camisón. En la cocina, su marido estaba redactando facturas.

—Perdón por molestarles a estas horas. Don Luis acaba de recibir un telegrama. Probablemente nos iremos mañana a primera hora y creo que estaremos fuera uno o dos meses.

—¿Siguen con el apartamento?

—Casi seguro que sí. Pero en el caso de que, por razones que no puedo prever, no volviéramos, yo le escribiría para rogarle que vendiera usted los muebles. El alquiler está pagado para dos meses, ¿verdad?

—Es mi mujer quien lleva lo de los alquileres. ¿Has oído, Rosita? ¿El alquiler...?

—Sí, sí —respondió desde la cama, cuyo somier rechinó.

—Si no le vuelvo a ver...

—Seguramente nos veremos mañana por la mañana. ¿Parten con el Wisconsin?

—Es probable. Sí. Todavía no sé exactamente lo que Don Luis piensa hacer.

—¿De modo que vuelven a Francia?

Era un hombrecillo afable que respetaba mucho las convenciones; fue a coger del armario una garrafa de licor y se empeñó en servir dos vasos.

—¿No bajará Don Luis para brindar con nosotros?

—Ya sabe cómo es.

—Bueno. ¡A su salud y buen viaje!

Fue el único trago de alcohol que Miguel bebió a lo largo de aquella jornada y aquella noche, y el vaso, con un reborde dorado, era minúsculo, apenas mayor que un dedal.

Esperaron todavía cerca de dos horas arriba, en la habitación de Miguel, a que Voulto se acostara. El Holandés no pronunció una palabra y mantuvo fijas en un punto cualquiera del espacio sus pupilas agrandadas por la chicha.

—¿Has comprendido, Suska?

¿Es que sólo sabía asentir batiendo los párpados?

Al fin los ruidos cesaron, la furgoneta de Dick Weller volvió vacía y se oyó cómo ponían las barras en la puerta del garaje.

—¡En marcha!

Miguel empezó por apagar todas las luces, pues no quería ver el cadáver. Le levantaron entre los dos y, por la escalera, tuvieron buen cuidado de que no tocara los muros o la barandilla.

El itinerario había sido elegido con conocimiento de causa: había que recorrer dos calles por las que, de noche, no pasaba nadie. Iban pegados a las casas. El ruido del mar empezó a llegarles.

Pasaron detrás de la estación que, de noche, parecía un montón de chatarra; pronto sus pies se hundieron en la arena de la playa y el agua salada se mezcló con el agua de la lluvia que los azotaba.

—¿Puedo contar contigo, Suska?

Prefirió alejarse. Habían llegado muy cerca de las primeras olas, pero, antes de arrastrar hasta ellas el cuerpo, el Holandés tenía que hacer en él un trabajo.

Durante cerca de media hora, Miguel permaneció con la espalda pegada al muro de la estación, sin ver otra cosa que el blanco borroso de la cima de las olas, sin oír nada más que el estruendo del océano.

Luego, una sombra pasó junto a él en silencio. Era Suska, que llevaba un paquete del tamaño de una cabeza humana.

No volvió a su casa por el mismo camino. Sabía a dónde le conducían sus pasos. Vio desde lejos la luz del café de Jef, y, unos instantes más tarde, tras haberse parado junto a un farol para asegurarse de que no llevaba encima ninguna huella de lo que había pasado, empujaba la puerta.

Una docena de franceses del Wisconsin comían salchichas o sopa de ajo. Jef, desde lejos, le contempló avanzar frunciendo el ceño, pues no esperaba su visita a aquella hora.

Miguel también se miraba andar a pasos regulares: todos los espejos le devolvían la imagen, y se sintió orgulloso de su voz cuando dijo:

—Me parece que ésta será mi despedida.

—¿Te vas?

—El viejo ha recibido noticias.

¿Le creyó Jef? No importaba.

—¿Qué bebes?

—Cerveza.

—¡Ah!

Luego, inmediatamente:

—¿Encontraste, por fin, a Suska?

—Sí, le encontré.

Jef, que tenía que brindar en todas las mesas y contar historias, no insistió. Los demás clientes habituales no estaban. Napo estaba muy atareado en el cuchitril que le servía de cocina.

—¡Ponme un par de salchichas! —le gritó Maudet.

No se sentó, no quiso ni plato ni tenedor. Se comió las salchichas de pie, junto al mostrador, untándolas con mostaza.

Había acabado. Se marchaba. Arrojó las monedas sobre el mármol de una mesa. Sin saber exactamente por qué, evitó ir a estrecharle la mano a Jef, que bebía champán en un rincón.

—¿Te vas?

—Seguramente volveré a decirle adiós mañana por la mañana.

No volvería. No los volvería a ver. Abriría la puerta y cuando se volviera a cerrar, todos se habrían hundido de golpe en el pasado, perdiendo su calidad de seres reales para conservar tan sólo la vaga consistencia de los recuerdos.

Se paseó cerca de una hora, completamente solo, en la lluvia, antes de volver al edificio de los Vuolto. Corría un último riesgo; que el propietario, preocupado o deseoso de despedirse de Ferchaux, se hubiera levantado para ir a llamar a su puerta.

Porque Miguel no lo había previsto todo, hasta el mínimo albur. Cruzó la cocina, y fue dando todas las luces para asegurarse de que no dejaba tras sí ninguna huella comprometedora. Con un trapo que luego quemó, borró algunas huellas de sangre que había en la terraza.

Se desnudó, se dio un baño frío, se puso su mejor traje y colocó los billetes de banco en una cartera que había comprado ex profeso el día anterior. (La había comprado en el bazar de Nic Vrondas, a donde había ido para saber si éste se había dado cuenta de la desaparición del mechero.)

Utilizó este mechero para encender un cigarrillo. Con el torso desnudo para no mojar su camisa de sudor, hizo su equipaje, mejor dicho, sus equipajes, pues tenía que llevarse también las cosas de Ferchaux.

Estaba tranquilo, un poco vacío. Las salchichas que había tomado en el bar de Jef le habían caído mal; uno o dos veces creyó que iba a devolverlas, por lo que buscó bicarbonato y se tomó dos cucharaditas.

A las tres de la madrugada estaba preparado. A las tres y media, trajo un simón ante la casa y cargó en él las dos maletas.

Las horas eran largas. Los minutos no acababan de sumarse a los minutos. No sabía a dónde ir hasta la salida del avión.

Cuando el simón pasaba por la calle reservada, entrevió a la bretona a la luz rosada de su saloncito y se le ocurrió la idea de parar el vehículo.

—Espéreme.

Para ella fue una sorpresa el verle.

—He venido para despedirme de usted. Nos vamos mañana a primera hora.

—Le agradezco que se haya acordado de mí. ¿Qué quiere tomar?

La bretona, que tuteaba a todo el mundo, siempre le había tratado de usted.

Se tumbó atravesado en su cama porque estaba cansado. Luego, tuvo miedo a quedarse dormido. Dentro de unas horas, habría acabado con todo aquel mundo.

—¿Puedo ofrecerle un vasito?

Ella había cerrado la puerta, como con los clientes. Enfrente, el caballo estaba reluciente de lluvia en la oscuridad, y el cochero había ido a arrimarse contra un muro para esperar.

Seguramente la mujer le contaría a Jef que había ido a verla.

Por desafío, para que Jef lo supiera, hizo el amor con ella. Después, se quedó mucho rato charlando, como si hablara solo.

—¿Sabes que tengo mujer en Europa? Es divertido, ¿eh?

—¿Es guapa?

Si hubiera tenido un retrato de Lina, se lo habría enseñado, pero hacía mucho tiempo que ya no lo tenía.

—Seguramente no volveré nunca a Colón. No sé. En todo caso, si vuelvo...

Se comprendía. Si volvía, no haría sino pasar sin detenerse por aquella calle, al volante de un gran coche que le llevaría al Washington.

Aquella noche estaba celebrando su despedida de la canalla.

—Llegó la hora.

—¿Qué barco coges?

—¡Chist!

Y se empeñó en hacerle aceptar un billete de cien dólares. También de esto se enteraría Jef probablemente. Y comprendería.

El cochero esperó que le diera una dirección.

—Vaya hasta el Relly’s.

No quiso entrar en el Atlantic, donde habría encontrado a Renata. Jamás el mundo le había parecido tan poco real como aquella noche. Se sentaba en un cabaret nocturno o en una cervecería, pedía consumiciones que se guardaba bien de tocar. Veía rostros, más o menos lejanos, narices, bocas, ojos. La gente reía. Los hombres se excitaban con chicas que les rechazaban débilmente.

Le parecía que no habría podido vivir un solo día más en aquel mundo.

Las cinco. A las cinco y media, en un bar que seguía abierto a causa de la presencia en el puerto del Wisconsin, descubrió a un tipo que llevaba el gorrito con galones de la South American Airway.

—Ven, muchacho.

—¿Señor?

—¿Sabes si el avión de esta mañana está completo?

—¿Cuál?

—Bogotá-Lima-Valparaíso.

—Creo que quedan plazas. ¿Quiere que telefonee?

Descubrió que aquella noche le recordaba su noche en Bruselas, en el Merry-Grill, en el Palace, el baño que la entrenadora, cuyo nombre no recordaba ya, se dio en su cuarto de baño y los pechos blandos que tenía.

—Hay plazas, señor. Dos, por lo menos.

—Basta con una.

Daba propinas ya como la gente del Washington: mandó al camarero que le llevara un vaso a su cochero.

No tenía remordimientos. Sentía que jamás los tendría. El espectro de Ferchaux no le perseguía. E incluso ya había olvidado casi el famoso acto, que le había resultado más fácil de lo que creyera.

¿Acaso Ferchaux había tenido alguna vez remordimientos? ¿Y Jef?

Sin embargo, algo había cambiado, y cambiado irremediablemente. Miraba con otros ojos la agitación que le rodeaba, las gentes, cuyos rostros se le aparecían en gran plano.

Poco antes, hablando con la bretona, que tenía una edad casi respetable, le había llamado «pequeña».

Se sentía viejo. Tenía la impresión de haberse metido equivocadamente en el patio de una escuela en el momento del recreo, y la vista de un bordelés gordo, que se estaba comiendo una salchicha llevando todavía puesto el gorrito de papel que le habían dado en el Moulin-Rouge o en el Atlantic no fue capaz de hacerlo sonreír ni siquiera.

—¡Al aeropuerto!

El día estaba naciendo. No había dejado de llover. Le entregaron su billete sin ninguna dificultad y fue uno de los primeros en ocupar su plaza en la carlinga.

Fue entonces cuando descubrió un bar a orillas de la pista, y se precipitó a él, pues al fin tenía derecho a ello; se bebió, uno tras otro, cuatro o cinco whiskíes dobles, y volvió a subir al avión cuando ya estaban retirando la escalera.

Miguel Maudet vivió tres meses en América del Sur en compañía de —o, mejor a costa de— Gertrud Lampson. Se les vio en Buenos Aires, en Río, en Pernambuco, en La Paz y en Quito.

En Caracas subieron a bordo del yate de una amiga yanqui de la señora Lampson para realizar un crucero por el golfo de México.

En La Habana embarcaron varias personas de la mejor sociedad, entre ellas una cubana de veintisiete años, con la que Maudet se casaba tres semanas más tarde, cuando el yate fondeó en Nueva York.

Tuvieron un hijo —una niña—, pero poco después Maudet aceptó, en condiciones ventajosas, el divorcio que sus suegros le proponían.

Cuatro años más tarde, en Singapur, bajo el nombre de capitán Philps, tenía relaciones inmejorables, según se decía, con lady Wilkie, la cual pertenecía, a su vez, a un ambiente muy próximo a la corte de Inglaterra.

Era un hombre joven y delgado, curtido por el sol, que practicaba todos los deportes, poseía una cuadra de polo, bailaba a la perfección y bebía bastante.

A pesar de su edad, tenía los cabellos ligeramente plateados junto a las sienes, en su sonrisa había una ironía indefinible y en sus ojos claros una fijeza que contrastaba con su alegría.

En tono de broma, o que por lo menos sus interlocutores interpretaban así, por lo que protestaban con vehemencia, solía decir:

—Yo, que soy tan viejo...

Y el ser el único que sabía que era verdad constituía para él un placer más.

Saint-Mesmin, 7 diciembre 1943.