4
Era el tercer día o, mejor, la tercera noche de Maudet en La Guillerie. Se había despertado con sobresalto, con la angustia de que se le hubiera hecho tarde. Su mano tanteó sobre el mármol de la mesilla buscando las cerillas: la llama iluminó la esfera del despertador, el cual, apaciblemente, marcaba las tres y diez, y Miguel, por temor a volverse a dormir, encendió la vela.
No estaba acostumbrado a oír un despertador junto a su cabecera, y el tictac monótono lo mecía; quedaba vela apenas para un cuarto de hora; le pareció que la luz rojiza, que le recordaba turbios despertares de la infancia, lo entorpecía aún más: apagó y permaneció con los ojos abiertos, acostado de espaldas aposta, porque, en esta posición normalmente no conseguía dormirse.
El interior de la cama estaba caliente, pero su cara, sobre todo su nariz, que comenzaba a picarle, estaba expuesta al frío de la habitación, un frío húmedo que en lugar de mantenerse estático, venía a pequeñas oleadas, no sabía de dónde, pues la puerta y la ventana estaban cerradas. ¿Había apagado realmente la vela? ¿Por qué creía ver todavía el rectángulo de la pequeña chimenea de mármol negro, el papel amarillo con flores marrones de las paredes? Se empezaba a dormir. Si tenía la mala suerte de volverse a dormir, seguramente no se despertaría a las cinco, y ésta era la hora que se había fijado.
Tampoco se atrevía a irse más temprano. Las tres de la madrugada no es una hora para ir a tomar el aire. Si le oyeran, y si Ferchaux de pronto saliera de su alcoba en el momento en que él cruzaba el rellano del primer piso, ¿qué le diría?
«Me levantaré dentro de una hora...»
Al sentir que se hundía en el sueño, sacó un pie y una pierna de entre las sábanas para que el frío le mantuviera despierto. Aún así, su pensamiento adquiría formas de pesadilla. Creía oír la respiración sonora de la vieja Jouette, que dormía muy cerca de él, a menos de un metro, justo detrás del tabique, y que se daba la vuelta en su cama veinte veces a lo largo de la noche, dejándose caer bruscamente sobre el lado derecho o el izquierdo, al tiempo que lanzaba gemidos. Luego, durante un buen rato, no se oía ya nada. ¿Por qué aquello le hacía pensar en Lázaro en su tumba y se preguntaba cada vez si la vieja estaría muerta?
Había que evitar dormirse, a toda costa. Era preciso que fuera a ver a Lina. La víspera había venido ella y Maudet se había sentido profundamente apiadado. Fue un poco después de las tres de la tarde. Con las nubes bajas que corrían por el cielo, la oscuridad no tardaría en caer. Debía de haber una carroña en la playa, pues decenas de cuervos se mezclaban con las gaviotas blancas de tiza, en el límite entre la tierra y el agua; las aves blancas y negras se confundían en el cielo, danzaban una especie de ballet salvaje al que acompañaban con sus gritos, batiéndose a veces ferozmente sobre un lugar que, desde la casa, Miguel no podía ver.
Diosdado Ferchaux estaba enfrascado en una de sus interminables comunicaciones telefónicas con Aubin, su abogado de París, lo que le obligaba a mantenerse cerca de la pared a la que estaba fijo el aparato. La cortina estaba un poco apartada. Miguel, al mirar maquinalmente afuera, descubrió a lo lejos a Lina que avanzaba vacilante por la duna, recortándose contra el cielo o desapareciendo en parte según los accidentes del terreno.
Primero tuvo miedo, miedo a que su patrón la viera, y luego sintió compasión de ella, tan sola en la inmensidad azotada por el viento, tan sola y tímida, asustada de aquella costa desolada y, también, lo intuyó, de aquellas aves que la hacían dudar si seguir avanzando.
Sólo tenía zapatos de tacones altos, que debían hundirse en la arena, resbalar sobre los guijarros y torcerse al menor paso en falso. Su abrigo —el que él le había dejado, el que se había librado de los revendedores del barrio de los Archivos— tenía por lo menos tres años, y estaba hecho en una época en que las mujeres iban más largas, por lo que daba a su silueta un aspecto lamentable. Tenía frío. Su nariz seguramente estaba húmeda. Avanzaba tímidamente, esforzándose por parecer una mujer que se paseaba. ¡Cómo si hubiera una sola mujer paseándose a aquella hora en toda la costa de la Mancha! Si la hubiera visto, Ferchaux habría comprendido inmediatamente de qué se trataba. Y, entonces, ¿qué habría pasado?
Ella, que se cansaba tan pronto, había recorrido casi ocho kilómetros. Había tenido que preguntar el camino. Ahora, daba vueltas alrededor de la casa, describiendo a bastante distancia un semicírculo y mirando ávidamente a las ventanas.
Jouette debía verla a través de la puerta encristalada de su cocina.
Miguel sintió que el corazón se le oprimía. Y, sin embargo, a su reconocimiento se mezclaba una involuntaria sensación de molestia, casi de rencor. Le hacía sentir vergüenza y esto era algo que no le gustaba. Lina, vagando humildemente en torno a una casa aislada, las manos en los bolsillos de un mal abrigo demasiado largo, tenía el aspecto de una pobre sacrificada.
—¿Estás seguro de que podrás mantenerla? —le había insistido su madre cuando se casaron.
Porque su madre era la única que no tenía ninguna confianza en él, la única que no creía nada de lo que él aseguraba con tanta energía.
Él le había mentido como a los demás, le había jurado que ganaba lo suficiente para mantener a una mujer, y que pronto ganaría mucho más todavía.
Pero Lina lo sabía. No la había engañado. ¿No fue ella quién lo quiso? ¿No fue ella quién, dos años antes, se paseaba bajo las ventanas del periódico en el que él hacía la sección de sucesos? ¿No se las arreglaba para encontrarse con él en su camino cada vez que volvía de sus clases en la Escuela Bacula?
En aquella época llevaba faldas plisadas de tela escocesa, finos suéters que moldeaban su busto, dándole un aspecto de limpieza que la distinguía de todas las demás chicas. Estudiaba lenguas porque sus padres querían que estudiara algo. Había debido comunicar a algunas amigas el secreto de sus sentimientos, pues siempre pasaba arriba y abajo bajo sus ventanas del brazo de una de ellas.
Fue, además, por mediación de una de estas chicas, hermana de un compañero de Miguel, como conoció a Lina, y, desde entonces, se volvieron a encontrar cada noche en las calles, de las que buscaban los rincones más oscuros, escondiéndose en lo más hondo de las puertas cocheras y a veces en plena corriente de aire de un portal desierto para estrecharse uno contra otro.
Lina era rica. Su padre era el propietario del Gran Café, todo blanco y dorado, con sus espejos y sus arañas, sus cómodos bancos color granate, frecuentado casi exclusivamente por los burgueses importantes de la ciudad. Se le veía desde la mañana, con sus zapatos de cabritilla, su camisa de cuello bajo, resplandeciente de blancura, estirando su cuello apoplético, sentado a una mesa, luego a otra, un poco más colorado a medida que el día avanzaba, los ojos cada vez más abultados, la lengua más torpe, pero aunque a la noche las palabras salían dificultosamente de sus labios, jamás se le había visto borracho y cuando ya estaba cansado, subía a acostarse por sí mismo, muy digno, con paso prudente.
Ni su mujer, que era de una excelente familia, ni su hija, ponían jamás los pies en el café. Él no lo habría tolerado. La señora Bocage llevaba uno de los mejores abrigos de astracán de la ciudad y formaba parte de los comités de beneficencia más escogidos.
¿Qué dirían los industriales, los grandes comerciantes de Valenciennes, clientes del Gran Café, al que consideraban como un círculo, si vieran a la hija de Bocage vagar como una mendiga sobre la arena y los guijarros de las dunas?
No obstante, por miedo a que se quedara allí, Miguel se había apartado de la ventana antes de que Lina le descubriera, manteniéndose aposta al fondo de la habitación; cuando, más tarde, encendieron la lámpara, ya no había nadie fuera.
Encendió otra cerilla. Eran las cuatro menos diez; temiendo dormirse, se levantó; pisó descalzo el trozo de manta que servía de estera, se puso las zapatillas, se vistió con dedos, entumecidos por el frío, sobre todo después de que se hubo echado un poco de agua por las manos y la cara.
Se había afeitado antes de acostarse para ganar tiempo. Las otras noches no había tenido despertador en su cuarto. Había cogido intencionadamente el de la cocina. Pero no se había atrevido a cogerlo sin que lo supiera la vieja.
—Ya que usted lo deja por la noche en la cocina, supongo que no le molestará que me lo lleve a mi cuarto. Cada mañana lo volveré a bajar.
Temía que le descubriera, pero Jouette no pareció escuchar lo que le decía. No obstante, no se atrevió a hacer funcionar el timbre, que hubiera despertado a toda la casa.
Había dormido mal. Hasta las dos de la madrugada por lo menos había estado oyendo, en su duermevela, la pierna de palo de Ferchaux, que se paseaba de un lado para otro en su habitación, justo encima de su cabeza.
Con los zapatos en la mano, bajó prudentemente la escalera, deteniéndose cada poco para escuchar. Tenía miedo a escuchar. Tenía miedo a cruzar el rellano y le parecía que armaba un estrépito: su conciencia estaba turbada como si estuviera cometiendo un delito, cuando tenía perfecto derecho a ir a ver a su mujer.
Desde el día anterior tenía decidido salir por la cocina. Dejaban la llave en la cerradura. El cerrojo era fácil de descorrer. Se encontró fuera, donde, aunque no viera la luna, reinaba una claridad suficiente para orientarse. Lo curioso era que aquella claridad no parecía emanar de las nubes blandas, sino del mar, que cabrilleaba hasta el infinito.
Caminó de prisa, sin volverse. Sus pies se hundían en la arena. Tan sólo una vez, sobre una duna alejada, miró a la casa para asegurarse de que no aparecía ninguna luz en las ventanas.
Volvió a dominarle la exaltación. Aspiró el aire profundamente, como si comiera algo sabroso. Miró al mar, y, desdeñando la carretera lisa que se dibujaba a su derecha, prefirió caminar tropezando en los guijarros, agachándose sobre algunos restos que adquirían en la noche formas fantásticas, para tocar un enorme tronco traído por las olas, recoger un hueso de jibia o alzar en sus manos un alga viscosa.
Tenía frío. Y un poco de miedo. En cierto momento, hizo cien metros corriendo casi porque algo vivo se había removido cerca de sus pies y más adelante, al oír el mismo ruido, se dio cuenta de que eran cangrejos que se movían sobre la faja de arena mojada descubierta por la marea.
Aunque no cantaba, llevaba en su interior como una música. Al cabo de media hora, tuvo que desviarse, con cierto pesar, tierra adentro y tomar la carretera de Ver, sobre la que los árboles desnudos dejaban caer, aunque no había llovido por la noche, gotas heladas.
A lo lejos descubría tejados que parecían aplastados sobre el suelo. Caminó más de prisa. Tenía prisa de presentarse ante Lina. La víspera había interrogado hábilmente a Arsenio sobre los hoteles del pueblo, y el chófer le había informado de que todos los hoteles de Ver estaban cerrados en el invierno, salvo uno, que era más bien una pensión.
—Está donde el estanco, enfrente de la iglesia.
En vez de disiparse, la noche se iba haciendo más oscura y más fría. Llegó a la plaza, y descubrió unas hojas de cebollona sobre una puerta sin escalones, pero estaba cerrada y lo mismo todos los postigos de la casa. No había ni un rumor en el pueblo, todo el mundo dormía. El reloj del campanario no marcaba aún las cinco de la mañana.
¿Tendría que esperar? Vagó en torno a la casa, que era grande, de un solo piso. Al recibir una cálida tufarada de establo comprendió que tenían vacas, y de pronto oyó el canto de un gallo, un perro tiró de su cadena y él temió hacerle ladrar.
Un portalón de hierro pintado con minio surgía entre dos pilastras. Por una rendija descubrió un patio embarrado, un montón de estiércol en un rincón, un viejo coche sin neumáticos cerca de una carreta. Le pareció que de la derecha del patio venía un débil resplandor amarillo; aguzó el oído y al fin distinguió el ruido de unos zuecos sobre el suelo.
Seguramente había ya alguien levantado, quizá ordeñando las vacas. Entonces, débilmente al principio, llamó.
—¿No hay nadie? —gritó, impresionado por su propia voz. ¿No hay nadie en el hotel?...
Pasaron unos minutos. Tuvo que volver a llamar varias veces. Al fin, una chica de cabeza grande se asomó por la puerta del establo para averiguar quién armaba aquel escándalo.
—Es aquí, señorita... Perdóneme... Mi mujer está alojada en esta pensión...
Al fin se acercó al portalón. Poco decidida, repetía con una obstinación estúpida:
—¿Qué pasa? ¿Qué desea?
—Mi mujer... (se acordó a tiempo de que le había recomendado inscribirse con su nombre de soltera. ¡Ojalá no hubiera puesto señorita!)... mi mujer se aloja aquí... Señora Bocage...
—Bueno, ¿y qué desea?
—He venido a verla de improviso... Si fuera tan amable de abrirme...
—Yo no sé. Los amos todavía no están levantados a esta hora.
—Ya le digo que mi mujer...
Se decidió por fin, pero no encontró la llave e hizo a Maudet dar la vuelta a toda la casa y esperar ante la puerta con las hojas de cebollona. Tardó tanto, que empezó a preguntarse si no le dejaba plantado.
—¿Dónde está su cuarto?
—En el primero, al fondo del corredor de la derecha.
Un calor agradable reinaba en la pensión, que olía al fuego de leña de la víspera y a cocina, con una mezcla de olor a establo y a frutos maduros. La escalera de roble estaba encerada y Miguel estuvo a punto de caer de un resbalón. Tanteó en la oscuridad del corredor, y sólo entonces pensó en la luz eléctrica: encendió una cerilla y encontró el interruptor. Al pasar ante la primera puerta, oyó a una mujer que se despertaba y que, sin duda, cuchicheaba algunas palabras al oído de su marido. Apresuró el paso, llegó a la puerta del fondo y giró el picaporte.
La puerta no estaba cerrada con llave. No se veía cerradura en ella. El corazón de Miguel latía con fuerza. Empujó la hoja y encontró una ligera resistencia; inmediatamente comprendió por qué: Lina, asustada de dormir tras una puerta abierta, había puesto una silla detrás.
A pesar del arrastrar de la silla, no se despertó, y él tuvo tiempo de meterse junto a ella, estrecharla entre sus brazos, toda caliente, toda sudorosa, toda impregnada del olor de la cama.
—Querida...
—¿Eres tú?... ¿Cómo?...
No quiso encender en seguida.
—Chist... No digas nada...
Se desnudó rápidamente, se metió entre las sábanas y se apretó, helado, contra ella.
—Chist... No tengo mucho tiempo...
Se sentía feliz de volver a encontrar su cuerpo, un poco lleno, muy suave, muy liso, y Lina iba saliendo poco a poco del sueño; le hizo una pregunta que a Miguel ni siquiera le extrañó :
—¿Cómo te las has arreglado?
¡Como si estuviera prisionero en la casa de la duna!
—Enciende ya...
Y mientras él, desnudo, daba tres pasos hacia el conmutador :
—Ayer fui yo allí.
—Te vi.
—La gente me ha dicho que era una especie de loco y yo tenía miedo...
—No, pequeña, no es un loco, te lo juro. Es un tipo extraordinario, el tipo más extraordinario que he conocido en mi vida...
Estaba hundido en la cama de grueso colchón de pluma, en aquella habitación de techo bajo, encalada, donde había un armario de caoba, marcos negros con imágenes de santos, una pequeña virgen en escayola sobre la chimenea.
—No he podido venir antes porque me tenía ocupado de la mañana a la noche...
—¿No te deja salir?
¿Por qué Lina le parecía de pronto tan lejana? A su pesar, le irritaba su voz neutra de mujer todavía adormilada, sus preguntas, que se correspondían tan poco con la realidad, la forma en que ella le miraba, como si buscara en él algún cambio. Creía leer una especie de desconfianza en sus ojos. Seguramente no le habría mirado de otra forma si hubiera sospechado que acababa de salir de los brazos de otra mujer.
—Supongo que no te hará trabajar noche y día, ¿no?
—No, no, claro... Es difícil explicártelo...
—¿Por qué vive en una casa aislada que nadie querría? ¿Es cierto que se oculta?
—Te aseguro, Lina, que no se oculta.
Sentía ganas de reír. ¡Era tan estúpida aquella idea que la gente se hacía de Ferchaux!
—Entonces, ¿por qué vive bajo un nombre falso? Aquí la gente lo sabe. No ignoran quién es. El dueño del hotel dice que los gendarmes irán a detenerle un día u otro.
—No le vencerán.
—¡Le defiendes mucho tú!
¿Por qué este reproche? ¿No tenía derecho a defender a un hombre que...?
¿Que qué, en realidad? Buscó las palabras. Se preguntaba cómo hacer que Lina compartiera su entusiasmo por Diosdado Ferchaux.
—Ha matado a dos negros, es cierto, exactamente a tres negros, pero tuvo que hacerlo: no sólo era un derecho, sino un deber suyo. Si tuviera un mapa, te explicaría. Fue él quien comenzó a explotar, casi quien descubrió, la región más salvaje de África. Me lo ha explicado él mismo. Es una vasta depresión tan grande como media Francia, en la confluencia del Congo con el Ubangui. Allí no hay más que pantanos, ríos que se hunden en la oscuridad casi completa de la selva virgen...
Ella murmuró:
—¿Para qué sirve eso?
Él estaba desalentado, pero se obstinó, tanto más cuanto que él lograba pensar en Ferchaux fríamente, casi despreciativamente.
—Al principio, no se podía circular más que en piragua, con riesgo de que un hipopótamo le hiciera a uno zozobrar y le devoraran los cocodrilos, que abundan. Hay, además, moscas tsetsé que provocan la enfermedad del sueño...
—No hables tan alto. Estoy segura de que has despertado a la patrona. ¡Ahora que empezaba a acostumbrarse un poco a mí!
Pero él todavía no se ocupaba de ella. Estaba absorbido por el tema del que hablaba. Continuó.
—Ferchaux y su hermano Emilio fueron allí sin un céntimo en los bolsillos. Ahora son ricos, tienen centenares de millones. Han establecido factorías por todas partes. Tienen barcos de quinientas toneladas para transportar sus mercancías desde el Congo; agentes en todos los centros del Gabón, grandes depósitos en Brazzaville. Si Diosdado Ferchaux no hubiera matado a los tres negros...
Escuchaba mirando al techo, donde había pegada una mosca del último verano.
—Eran porteadores. Diosdado Ferchaux había reunido unos cincuenta porteadores para ir al encuentro de la caravana de su hermano, que se encontraba en dificultades a cuatrocientos o quinientos kilómetros de distancia. Todas las noches desertaba algún porteador. ¿Lo comprendes ahora? A la primera ocasión, habrían huido todos llevándose víveres y municiones...
—¡Pero ellos estaban en su tierra!
—Como quieras. Parece que te has propuesto no comprender. Según tú, no valía la pena colonizar África. Él los sorprendió cuando se arrastraban hacia las cajas de las armas. Era el único blanco en medio de los pahuinos...
Se dio perfecta cuenta de que a ella le extrañaba oírle hablar con tanta familiaridad de cosas que unos días antes no conocía.
—Prendió un cartucho de dinamita y se lo tiró. Todos los exploradores han hecho cosas así. Pero, ¿sabes por culpa de quien empezaron a molestarle hace más de treinta años? ¡Adivina!
—¿Cómo quieres que lo adivine?
—¿Te acuerdas de Arondel?
—¿Gastón?
Ahora le tocó a Miguel tomarle el pelo a ella por la familiaridad con que pronunciaba aquel nombre. Gastón Arondel era uno de sus compañeros de Valenciennes, un muchacho guapo, siempre vestido de punta en blanco, que estudiaba medicina.
—¿Qué tiene que ver Gastón...?
—No es él, sino su padre, que es administrador en el Gabón. Es un cretino, un tipo con ideas atrasadas, un orgulloso encima, como su hijo, que no sabría llegar hasta la esquina de la calle sin sus guantes. Comprenderás que allí, un tipo así, con sus cinco mil francos al mes, no es nadie al lado de Ferchaux. Arondel se ha sentido humillado por su papel insignificante. Y ha iniciado una pequeña guerra. Se ha armado de los reglamentos que unos tipos que no saben nada promulgan en París. Con toda su testarudez, el administrador empezó a atacar día a día a Ferchaux y a todos sus negocios. Fue él quien hizo desenterrar la vieja historia de los tres negros, que todo el mundo conocía, pero que a nadie causaba indignación. Puso en marcha la máquina judicial. Buscó con lupa testigos y los llevó a Brazzaville por cuenta del Estado. Emprendió contra la compañía Ferchaux una verdadera persecución administrativa, examinando minuciosamente sus cuentas, sus balances, sus declaraciones de impuestos...
—¿Estafaba Ferchaux?
—Está visto que no quieres entenderlo. Sería mejor que me callara. El caso es que es cierto que el día menos pensado este hombre, que se ha pasado cuarenta años en la selva ecuatorial y que ha creado con sus manos uno de los mayores negocios coloniales, puede ser metido en la cárcel, arruinado y sus negocios reducidos a la nada, y todo por culpa de un imbécil cuyo celo tratan de frenar sus propios jefes. Por eso ha venido aquí.
—¿A La Guillerie?
—A La Guillerie o a otro sitio. Da lo mismo que esté en un sitio que en otro. Podría ir al mejor palacio. (Miguel, a decir verdad, no comprendía todavía por qué no lo había hecho.) Podría comprarse, como su hermano, un hotel particular en los Campos Elíseos. Podría vivir en uno de los castillos que Emilio posee en Francia, o en su villa de Cannes, o en la de Deauville. ¿Qué más le da a él? ¿Sabes quién parte la leña casi siempre en el sótano? Pues él en persona. ¿Y sabes dónde comía antes de que yo llegara? Pues en la cocina, con el chófer y una vieja criada que tiene. Por la noche jugamos los tres a las cartas.
—¿Qué tres?
—Ferchaux, el chófer y yo. Ha jurado que no le vencerán. Es un hombre muy sencillo. Le da lo mismo vestir de una forma que de otra. Y no se preocupa de lo que piensan de él los imbéciles. Ayer, sin ir más lejos, fíjate, mientras tú te paseabas por las dunas, le oí hacer una llamada telefónica que va a hacer saltar a un gobernador. Si él quisiera, seguramente sería el ministerio en pleno lo que saltaría. ¿Vas comprendiendo ya que vale la pena vivir durante algún tiempo en una vieja casa sobre una duna?
Ella suspiró. No estaba convencida, pero no se atrevía a discutir.
—Si tú lo crees...
Luego, casi inmediatamente:
—¿Me has traído dinero?
Enrojeció.
—Hoy no. A pesar de todo no puedo pedirle dinero cuando acabo de empezar a trabajar con él. Ten paciencia dos o tres días. En la primera ocasión...
—Si al menos vieran que tengo algo, aunque sólo fuera una maleta...
—Te traeré la mía.
—Ya no será lo mismo. La gente que ve llegar a una mujer joven con un pequeño paquete envuelto en papel gris bajo el brazo... En esta época no hay nunca nadie... Estuvieron dudando si aceptarme...
«—Usted comprenda —me dijo la patrona—, es nuestra época de descanso... Una persona sólo es una persona, desde luego, pero siempre habrá que prepararle de comer... Siempre es una preocupación, ¿comprende? Yo preferiría que fuera usted a buscar a otro sitio...»
—¿Y por qué te aceptó a pesar de todo?
—Porque no me di por aludida. Al final, creo que les di lástima. Cuando se enteren de que tú estás en La Guillerie...
—No se enterarán.
—Te verán salir. María te ha abierto la puerta y, con su aspecto simplón, es la más peligrosa, porque todo el trabajo lo hace ella y me mira con malos ojos. Sólo su forma de poner los platos en la mesa delante de mí...
—Pequeña, ¿no crees que podrías tener un poco de paciencia, que vale la pena? Una suerte inesperada, increíble, me ha permitido conocer a un hombre que...
¡No, no! No quería hablarle más de Ferchaux, pues, cada vez que hablaba de él, ella le miraba con igual desconfianza.
—He tenido la suerte de entrar en un mundo que yo no conocía, un mundo que poca gente conoce, donde se manejan los millones por decenas, desde el que se mueven los hilos de miles y miles de marionetas como tu Arondel...
—¿Por qué «mi»?
—Perdóname. Pero es que, en lugar de estar contenta, de felicitarme por la suerte que tenemos...
—¡Ponte en mi lugar!
—Ya lo sé... No es muy agradable... Pero esto no puede durar... Más tarde o más temprano, Ferchaux volverá a Caen... Parece que es allí donde vive la mayor parte del tiempo... Entonces nos veremos todos los días...
—A escondidas, huyendo...
Esto le hizo mirar la hora y, en efecto, pensó en huir. Eran casi las siete. Se precipitó sobre sus ropas, como presa de pánico.
—¿Lo ves?
—¿Qué es lo que tengo que ver?
—¡Mira cómo te pones en cuanto piensas que vas a llegar con retraso! Si por ochocientos francos al mes tienes que estar a disposición de ese señor noche y día como un esclavo...
—Eres tonta.
—Gracias.
—En vez de ayudarme...
Estaba furioso, más que furioso humillado por su fracaso, y también porque no encontraba ninguna respuesta. Estuvo a punto de marcharse sin darle un beso, pero volvió hasta la cama, se inclinó sobre Lina y, con más dulzura, le dijo:
—No te preocupes, pequeña. Estoy tan seguro de que tengo razón, ¿sabes?, de que es una suerte para nosotros, de que...
—No te entretengas.
—Sonríe...
—No.
—Sonríe en seguida.
—Bueno.
Escapó, y ella, con voz enojada, le lanzó:
—¡No estés tanto tiempo sin venir!
Arsenio le había dicho que había un camino que atravesaba el pantano, y tenía tanta prisa por estar de vuelta en La Guillerie, que tomó por él alocadamente, al no encontrar a nadie a quien preguntar el camino. La elección no fue buena, pues, cuando llevaba recorrido la mitad, el camino desapareció, empezó a chapotear en el agua oculta bajo la hierba, y tuvo que ir y venir en todas direcciones buscando un terreno más firme, mientras que sobre su cabeza las nubes blancas mostraban grandes bolsas grises llenas de lluvia.
Cuando al fin pisó la carretera, tenía barro hasta en las rodillas y el sudor le pegaba la camisa al cuerpo. Buscó la luz del primer piso, pero no había. Rodeó la planta baja y encontró a Arsenio que estaba poniendo el coche en marcha, pues, como todas las mañanas a primera hora, se disponía a ir a Caen para recoger el correo.
Arsenio, como de costumbre, le dirigió un buenos días burlón, y le miró de pies a cabeza, y al fin hizo un gesto que debía significar que el amo estaba de mal humor.
Miguel atravesó la cocina.
—No creí que fuera tan tarde —dijo, a modo de saludo a Jouette, que estaba mojando pan en su café con leche y no le respondió.
No se atrevió a subir a su habitación inmediatamente. Entró en el comedor, que hacía también de oficina y de salón. Chisporroteaba una llamita clara. De espaldas al fuego, Ferchaux comía unos huevos pasados por agua.
—Me he retrasado, ¿verdad? Le ruego me perdone. Desde que vine tenía ganas de darme un paseo matinal a orillas del mar...
La mirada de Ferchaux se posó en los bajos embarrados y secos del pantalón. Nada más. ¿Se mancha uno de tanto barro a orillas del mar?
Maudet no tenía ropas para cambiarse. Se sentó. La vieja le trajo sus huevos en un plato.
El patrón seguía comiendo en silencio, con aire de pensar en otra cosa. Miguel evitaba mirarle. Pero de vez en cuando recibía una mirada breve, furtiva, como avergonzada. Ferchaux pensaba en él. ¿Qué era lo que pensaba? ¿Por qué se le escapó aquel suspiro al secarse los labios con su servilleta, mientras se levantaba para ir a colocarse ante el fuego?
No estaba sólo preocupado. Se hubiera dicho que estaba un poco triste, un poco inquieto. Cuando el coche arrancó llevándose a Arsenio a la ciudad, se incorporó murmurando:
—¡Al fin!...
Esto podía significar: «Vamos a ver qué hay...» O: «¿Para qué sirve?...» O también: «No importa nada.» O incluso: «Soy un idiota preocupándome por eso...»
Después miró a su alrededor como un hombre que disipa las brumas de la mañana y decide empezar su jornada.