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Mientras estaban los dos en la plataforma trasera del correo, la nariz húmeda, las manos en los bolsillos, golpeando el suelo para calentarse los pies, el revisor le dijo:

—¿En qué día estamos? ¿Viernes? Hoy hay mercado en Luc. Lo más probable es que en Langrune tengamos que esperar un cuarto de hora la correspondencia de Ouistreham.

Es cierto que añadió:

—A menos que se haya adelantado. Con él no se sabe nunca. O muy pronto o muy tarde.

Maudet se había prometido aprovechar esta parada en Langrune para intentar telefonear a Lina. Estaba seguro de que estaría dormida. Le parecía estar viéndola, con un brazo doblado bajo su cabeza. El no había echado las cortinas. La luz intensa que venía del patio y se reflejaba en el cinc mojado de una azotea debía molestar su sueño. No tardaría en despertarse, en palpar maquinalmente el hueco vacío y ya frío que había a su lado.

Los cercados mojados a ambos lados del pequeño tren negro y los campos se extendían hasta perderse de vista bajo un cielo cargado de agua, y Miguel se esforzaba por imaginar la alcoba, a su mujer de pie, con los ojos turbios de sueño, buscando una cerilla para encender el infiernillo de alcohol para calentar la plancha. Le divertía evocar los detalles: los pies descalzos sobre la alfombra deslucida; el rectángulo de linóleo rojizo ante el lavabo. Se concentraba intentando recordar el color del empapelado, la plaza de la estación, los carteles de gruesas letras blancas: ¿Era el Hotel de la Estación? ¿El Hotel de Viajeros?...

En cuanto el pequeño tren comarcal se detuviera, se lo había prometido, correría hacia la cabina telefónica del primer café que viera. Pero, ya un poco antes de llegar a Langrune, respiró en el aire una humedad que no era la de la lluvia, sino la de las partículas de agua que el viento oeste traía del mar. Se pasó la lengua por los labios y comprobó que tenían un sabor a sal. Con las narices dilatadas, se esforzó por distinguir el olor a algas marinas.

El tren se detuvo en una placita a la que, en unos raíles vecinos, tendría que llegar el esperado comarcal de Ouistreham. Al principio no le llamó nada la atención: un pueblo vulgar; luego se bajó, y entonces, al final de una calle, descubrió un montón de arena y de grava, un espacio solitario que se parecía a unas obras de demolición. El color dominante era un blanco de creta. Grandes aves de un blanco todavía más intenso se destacaban contra el cielo oscuro, y Maudet comprendió que allí estaba el mar. Avanzó precipitadamente y descubrió un gran frente de olas que llegaba, incansable, de alta mar y caía con majestad sobre la playa.

Era la primera vez que veía el mar. Lo conocía en una mañana de un gris tan plomizo que el cielo resultaba claro. Entre el desorden de una playa que parecía abandonada, se veían algunas casetas medio arrancadas; al volverse descubrió dos horribles hoteles con todos los postigos cerrados.

Pero no sufrió ninguna desilusión.

A pesar de su temor al ridículo, sintió ganas de caminar hasta que el borde de las olas le mojó levemente los pies, y no pudo por menos de agacharse, mojarse las dos manos, recoger un largo yerbajo viscoso que olió, e inclinarse aún más para coger una concha rota que se guardó en el bolsillo.

El pitido del tren de Ouistreham le hizo volver a la realidad. Corrió, pero comprendió que aún le quedaba tiempo y le entraron ganas de beber algo.

No sentía ningún remordimiento al pensar en Lina y en el teléfono. Además, su hotel probablemente no se llamaba ni Hotel de la Estación, ni Hotel de los Ferrocarriles, ni Hotel de Viajeros.

El calvados le ardía en la garganta. En el suelo había cestos con pescado fresco y, ante una mesa, unos hombres con prendas de pescador.

—Repita, patrón... Pero de prisa...

Y, a partir de entonces, apenas si dejó de ver el mar, de ver, al menos, las dunas que se sucedían; a veces el pequeño tren negro y grasiento parecía querer atravesarlas. Su exaltación crecía. Sentía deseos de correr, de ir más de prisa. Sentía ansias por saber. Y miedo.

El revisor le había prometido avisarle cuando se acercaran a La Guillerie.

—Normalmente no para, pero yo avisaré al maquinista.

¿Por qué no volvía el revisor, sin duda entretenido charlando en el vagón de cabeza? ¿Se le había olvidado? Maudet había visto a campesinas esperando al borde de la vía, en pleno campo, con sus cestas, y el pequeño tren se detuvo ante ellas. El no conocía La Guillerie. No podría reconocer la villa de don Diosdado.

A la izquierda, más allá de la carretera resplandeciente, se veía hasta donde alcanzaba la vista una especie de pantano cubierto por densas hierbas secas y extrañas, y, a la derecha, seguían las dunas, a veces sembradas de guijarros lívidos.

El tren se detuvo al fin. Se disponía a bajar a toda prisa, cuando el revisor apareció.

—No es su parada todavía.

Un kilómetro o dos más adelante, al fin, el hombre le indicó una casa que surgía solitaria en la duna.

—¿Es La Guillerie?

Asintió con la cabeza mientras Miguel, sin esperar a que el tren hubiera parado, saltaba al suelo arenoso.

De pronto sintió toda la sangre en las mejillas. Había cometido un error al beber. En tres o cuatro ocasiones se había bajado en pueblos para correr al primer cafetín. Tenía la boca llena del sabor del calvados. ¿Notaría don Diosdado por su aliento que había bebido? Cuando lo había hecho, sus gestos eran enérgicos, su mirada demasiado viva, casi maliciosa.

Permaneció de pie, inmóvil, contemplando al pequeño tren que se alejaba, la extraña casa que se parecía tan poco a lo que él esperaba encontrar, y tuvo que hacer un esfuerzo para no sentirse decepcionado. En la inmensidad del decorado, no se veía más que aquella construcción, a veinte metros de la carretera, que se alzaba como algo inacabado y, sin embargo, ya viejo, sin una valla siquiera en torno suyo. No parecía haber surgido allí y formar parte del paisaje, sino que daba la sensación de haber sido traída por error desde algún suburbio o alguna pequeña ciudad.

Era una gran construcción de ladrillos ennegrecidos, con dos pisos, demasiado alta para su anchura. Con sus dos frontones triangulares sin adornos, estaba hecha para ocupar un sitio entre otras casas semejantes. Una camioneta, cuya capota mal atada golpeaba agitada por el viento, se encontraba estacionada ante la puerta cerrada, y Maudet se acercó describiendo un arco de círculo, como si quisiera inspeccionar prudentemente los alrededores.

Se iba enfriando, perdiendo confianza en sí mismo. ¿Qué había ido a hacer allí? ¿Por qué se había lanzado con esperanzas tan locas tras la pista de aquel don Diosdado, del que no sabía nada? Se sentía hueco y helado en aquel viento que pegaba a su cuerpo magro el impermeable mojado y de nuevo pensó en Lina, que estaría ante el lavabo de la alcoba miserable de Caen.

Al fin alzó el brazo hacia el cordón de una campanilla, e inmediatamente se dio cuenta de que no había campanilla. De no haber estado allí la camioneta, habría creído que la casa estaba vacía, que aquellos muros absurdos no habían sido jamás habitados. Llamó golpeando. Volvió a llamar más fuerte, dominado por un pánico que quería superar. Luego empezó a andar de prisa, dio la vuelta a la casa y descubrió, por la parte del mar, una segunda puerta enarenada; pegó su cara al cristal.

En la penumbra de una habitación en la que reinaba una calma inhumana, acabó por distinguir una gruesa silueta de mujer inmóvil, con el rostro vuelto hacia él, y después de una espera que le pareció muy larga, la mujer, que era vieja y con mechones de cabellos blancos saliéndole de un gorrito, se acercó por fin a la puerta, descorrió un cerrojo y abrió.

¿Por qué le miraba sin preguntarle nada?

—¿Vive aquí don Diosdado? —preguntó.

Y ella, plácida:

—¿Qué desea de él?

—Vengo de parte del notario Curtius, de París.

¿Se quedó convencida? ¿Seguía dudando? Hubo aún una pausa antes de que ella dijera:

—Dé la vuelta a la casa. Le abriré.

Una vez ante la puerta principal, la oyó llegar con pasos acolchados por un corredor y girar una llave en la cerradura.

El pasillo era estrecho, con mosaicos amarillos y rojos como en las casas burguesas; una vidriera difundía una luz rojiza. A la derecha había una percha, un paragüero; dos puertas oscuras, pintadas imitando roble, a la izquierda, y luego, una escalera que conducía al primer piso, del que llegaban ruidos.

—Pase ahí.

Creyó que iba a dejarle solo, pero entró tras él y cerró la puerta. Se encontraban en una habitación que había debido ser un salón. Un zócalo negro cubría las paredes hasta la altura de un metro. Más arriba, un entapizado de tejido pardo despegado por ciertos sitios y desgarrado en los puntos en los que había habido clavos para colgar cuadros.

Maquinalmente, Maudet, intentó, sin conseguirlo, definir el olor que reinaba en aquel ambiente.

—¿Está aquí Don Diosdado? —preguntó con voz insegura.

En un rincón había muebles amontonados: una librería vacía, sillones apilados unos sobre otros, una mesa Enrique II con cabezas de león esculpidas en las esquinas.

—¿Conoce usted a don Diosdado? —preguntó la vieja.

Estuvo a punto de mentir.

—Bueno... le conozco de nombre. El notario Curtius me ha dicho que estaba buscando un secretario y que yo podría valerle.

No le gustaba la forma tranquila y recelosa con que le observaba de los pies a la cabeza. Se hubiera dicho que estaba dudando si ponerle a la puerta, que le costaba mucho trabajo darle paso a la casa. Lo que más destacaba de ella era su capacidad de inmovilidad y de silencio.

—Está bien —suspiró al fin—. Cuando baje, le avisaré que está usted aquí.

Se retiró arrastrando sus zapatillas de fieltro. Tuvo la impresión de que se quedaba un momento detrás de la puerta escuchando. Ella no le había invitado a sentarse. Había sillas descabaladas, pero estaban ya llenas de papeles viejos, de cuadernos de música, de objetos diversos.

«Seguramente va a cambiar de casa», pensó para tranquilizarse.

Sobre su cabeza, pasos sordos, idas y venidas, ruidos más sordos, como si arrastraran muebles, lo que le hizo confirmar su idea de la mudanza. Un murmullo de voces.

No tenía reloj, pero creyó que debían ser cerca de las once. Tenía frío. La habitación carecía de calefacción y reinaba una intensa humedad. De nuevo pensó en Lina, y tuvo remordimientos por no haberla telefoneado: tembló ante la idea de reunirse con ella para anunciarle que se había lanzado con tanto ardor por un camino sin salida.

¿No se habría engañado el compañero al que se encontró en el bar de la plaza Clichy? No conseguía recordar su nombre. No obstante, el notario Curtius le había confirmado por teléfono que don Diosdado buscaba un secretario.

La puerta que comunicaba con la habitación de al lado estaba entreabierta. Avanzó de puntillas, echó un vistazo y descubrió un gran fuego de leña en la chimenea, una mesa, sillas, una ventana sin cortinas por la que se veía, más allá de las dunas, la franja color gris oscuro del mar. Lo que más contribuyó a tranquilizarlo, acaso, fue el teléfono que había en la pared.

De pronto, algo le extrañó en los ruidos que le llegaban del primer piso. Aguzó el oído. Oía los pasos de varias personas y, entre ellos, había unos irregulares, como si fueran los pasos de un cojo.

¿Qué podían estar haciendo arriba? Había transcurrido por lo menos un cuarto de hora. Bajaba un hombre ya. Quizá fuera él...

Pero no. La voz, al fondo del pasillo, decía:

—Dígame, señora Jouette, ¿ha hecho...?

El resto se perdió. El hombre debía haber entrado en la cocina. Poco después volvía a subir. Llevaba algo que hacía el mismo ruido que un cubo lleno. ¡Vaya! Ruidos más familiares: echaban carbón en una estufa.

Cinco minutos de silencio. Una voz furiosa. Olor a betún. Humo colándose por las rendijas de la puerta. El fuego, arriba, no empezaba a tirar. Los hombres discutían; descendieron y llenaron la casa de escándalo.

—Le repito que con eso basta.

Otros, dos sin duda, tartamudeaban.

—Escuche, don Diosdado...

—Basta.

Los echaba. La puerta se cerró con estrépito. Unos pasos fuera, y alguien intentando poner en marcha la camioneta.

Y en el corredor:

—¡Jouette! ¡Jouette!... ¿Dónde está Arsenio?... ¡Mándame en seguida a Arsenio!... ¡Esos cerdos!...

Debieron interrumpirle. ¿Era la vieja a la que llamaban Jouette? Ella hablaba en voz baja. No se percibía más que un cuchicheo. Luego, otra vez, un silencio y, de pronto, mientras los pasos acolchados se alejaban hacia la cocina, el pomo de la puerta giró sin ruido.

Maudet se puso de pie instintivamente e hizo frente como si se tratara de un peligro. La puerta se estaba abriendo. El hombre se mantuvo en el mismo sitio, con aire de mal humor, mirándole sin hablar.

Lo más desconcertante era su vulgaridad. ¿Por qué Miguel había esperado una aparición extraordinaria? El hombre era más bien bajo y delgado, con un rostro sin edad; le calculó entre cincuenta y sesenta años. Vestía sin un cuidado especial un traje gris bastante mal cortado. Inmediatamente, la mirada de Maudet descendió hasta los pies y descubrió el palo que salía de la pernera vacía del pantalón.

—Perdóneme que le moleste —empezó, sintiendo la sangre en sus orejas—. El notario Curtius me ha dicho...

Como sin prestarle atención, el hombre se dirigió hacia la segunda puerta y la abrió.

—Pase.

Luego fue hacia el fuego de la chimenea y se colocó de espaldas a él.

—Si hubiera sabido que tenía usted teléfono... El notario Curtius me dijo que...

—¿Cuándo le ha visto?

—Ayer por la mañana... Es decir, no es que le haya visto personalmente... Un amigo mío...

Tranquilamente, el hombre se dirigió hasta el teléfono mural y giró la manivela.

—¡Oiga!... Póngame con París, Odeón 27-37 ... Sí... Es urgente.

Era el número del notario de la calle del Eperon. Entonces, Maudet, casi a la desesperada, como si aquella plaza de la que no sabía nada fuera su única oportunidad para el porvenir, su única tabla de salvación, se lanzó a una explicación febril.

—Debo confesarle que he cometido una equivocación y le pido excusas... Me enteré por pura casualidad de que usted buscaba un secretario...

—De que buscaba un secretario, ¿quién?

—Pues... Don Diosdado... Supongo que es usted don Diosdado... Según me aconsejaron, telefoneé al señor Curtius... Este me dio a entender que la plaza no estaba aún ocupada, pero no estaba seguro y...

¿Por qué aquel hombre tan vulgar, salvo por su pierna de madera, causaba tanta impresión? Acercándose otra vez al fuego, añadió dos leños que colocó con cuidado, se incorporó e hizo un ademán para indicar que seguía escuchando.

—...Para serle franco, él me aconsejó que le enviara una solicitud por escrito adjuntando mi curriculum vitae... Habría debido hacerlo así... Pero tuve miedo de que la plaza fuera ocupada mientras tanto y por eso he venido...

Sonó el timbre del teléfono. Don Diosdado descolgó.

—¿Diga?... ¿Curtius?... Nada importante... ¿Le ha llamado por teléfono un tal...?

Una mirada interrogadora a su visitante.

—Maudet... Miguel Maudet... Sí... No tiene importancia que haya olvidado el nombre... ¿Cómo?... sí, sí, claro... Gracias...

Colgó. De nuevo se creó el silencio. Maudet buscó algo que decir. En aquella habitación a la que pasaba un poco de humo hacía mucho calor. En el primer piso habían debido intentar encender una estufa que no tiraba.

—¿Hace mucho tiempo que se muere de hambre?

—De vez en cuando publico artículos en los periódicos. Los comienzos son duros... Hay que hacerse un nombre... Aún no hace un año que estoy en París... hasta ahora había vivido en Valenciennes, en casa de mis padres...

—¿A qué se dedican sus padres?

—Mi padre ha abierto una tienda de discos.

—¿Le va bien?

—No creo que le vaya muy bien. Antes representaba a una marca americana de máquinas de escribir.

¿Por qué tenía tanta necesidad de seducir, de convencer a aquel hombre que le miraba con indiferencia? Sonrió y murmuró:

—A mi padre no le han salido nunca muy bien sus iniciativas... Está lleno de ideas, incluso tiene demasiadas y siempre nuevas, pero...

—¿Escribe usted a máquina?

—Sí.

—¿Sabe taquigrafía?

Mintió.

—Sí... Un poco... Creo que lo suficiente para...

—¿Ha hecho el servicio militar?

—He ido voluntario para...

Estuvo a punto de decir para casarme. ¿Qué instinto le advirtió que era mejor no hablar de ello?

—...para ir a probar fortuna antes a París... Tengo veinte años y medio...

Seguía de pie. No obstante, había sillas, unas buenas sillas antiguas con asiento de cuero. La habitación estaba amueblada de una forma casi normal: una gran mesa en el centro, un sillón junto al fuego, dos amplios armarios y, no lejos del teléfono, un escritorio americano de persiana abarrotado de papelotes.

—¿Le han advertido que no me duran mucho los secretarios?

—Si

—¿Cuánto dinero tiene en el bolsillo?

Un poco desorientado al principio, Miguel sonrió.

—Me parece que no tengo bastante para volver a París.

—¿Y su equipaje?

—He dejado mi maleta en Caen... Ni siquiera me acuerdo del nombre del hotel... Ya le he dicho que temía encontrar la plaza ocupada... Me presenté a primera hora de la mañana en la calle de las Chanoinesses... Me anunciaron...

—¿Quién?

—El cartero... Me dijo que usted debía estar en su villa... tuve la suerte de llegar a tiempo para coger el tren comarcal... Soy bachiller...

Soy bachiller...

Sintió que esta palabra era inútil.

—¿Está usted seguro de que no conoce mi nombre?

—Sólo me dijeron don Diosdado, se lo juro.

Entonces se produjo un curioso fenómeno. La casa sobre la duna, desagradable, apenas si correspondía a la idea que Miguel se había hecho. Las habitaciones destartaladas no resultaban en absoluto atractivas, y lo mismo la vieja que le había recibido con una sorda desconfianza. Al fin surgió aquel hombre mal vestido, descuidado, vulgar en apariencia, pero al que Maudet, cada vez más, sentía una necesidad loca de agradar.

—Sólo le pido que me tome a prueba. Si yo no le valgo...

Lo que resultaba más difícil de explicarse era los pensamientos de su interlocutor. Tenía la certeza de no haberse encontrado jamás en contacto con un ser de aquella clase. Don Diosdado casi no le miraba y, sin embargo, ya lo sabía todo de él, lo juzgaba a su medida. ¿Por qué vacilaba? Porque vacilaba, parecía descontento de él más que de Maudet.

—Me llamo Ferchaux —dijo a quemarropa.

Y como su visitante no reaccionara inmediatamente:

—Diosdado Ferchaux, el mayor de los hermanos Ferchaux... ¿No lee usted los periódicos?...

—Perdóneme... Yo no había...

No había podido creer de un modo inmediato que su interlocutor fuera el Ferchaux del que se venía hablando desde hacía semanas. Ahora temblaba de emoción ante la idea de que se encontraba frente al hombre que poseía la mayor parte del Ubangui, frente al hombre que poseía centenares de millones y luchaba contra el Estado de igual a igual.

Le seguía observando, y Miguel balbució:

—Perdóneme... No esperaba... Ahora comprendo...

—;.Qué es lo que comprende?

—Me advirtieron que, si llegaba a ser su secretario, viajaría mucho.

—Hace meses que todos mis viajes consisten en ir de aquí a Caen y volver... Imagino que no está casado, ¿no?

Había estado inspirado un momento antes. El tono de Ferchaux decía claramente que no quería un secretario casado.

—Desde luego... —murmuró esforzándose por sonreir.

—¿Cuánto quiere usted ganar?

—No sé... Lo que usted juzgue conveniente darme...

—Aquí tendrá usted alojamiento y comida... Por lo tanto no necesita mucho dinero... Le daré ochocientos francos al mes para empezar... Para sus gastos...

Era una cantidad ridicula, apenas lo que ganaba en París una buena cocinera, y Lina no podría en absoluto vivir con aquella suma, de la que él tendría que quedarse con una parte. Sin embargo, contestó:

—Como usted quiera...

Entonces, Ferchaux fue hacia la puerta y la entreabrió.

—¡Jouette!... Pon dos cubiertos...

Regresó.

—Puede quitarse su impermeable. Hay una percha en el vestíbulo.

—La he visto.

—No deje nunca las puertas entreabiertas: tengo horror a las corrientes de aire. El defecto más grave de esta casa es que resulta imposible calentarla. Esta mañana, cuando usted llegó...

Y Ferchaux, que tenía un pleito con el gobierno, con los bancos, con todas las potencias financieras, Ferchaux, que podía verse arruinado, si no algo peor, de la noche a la mañana, contó, lleno de rencor:

—...había mandado traer una nueva estufa de Arromanches... El fumista me había garantizado que funcionaría... Es la tercera estufa que pruebo en ocho días y no hay medio de encontrar una a la que no se le salga el humo... Los fumistas son idiotas... Mañana voy a hacer demoler la chimenea y mandaré construir otra... Vaya a quitarse su impermeable...

Cuando Miguel volvió:

—Estoy pensando dónde lo voy a alojar. Sé que hay una alcoba junto a la de Arsenio. Arsenio es el chófer. Pero no sé si tiene cama.

—Yo me adapto a cualquier cosa.

—Pero necesitará una cama de todas formas, ¿no? Entonces no diga tonterías... ¡Jouette!... ¡Jouette!...

Ante el estupor de Maudet, la vieja en zapatillas, apareciendo en el marco de la puerta, dijo:

—¿Qué quieres?

—¿Hay una cama disponible en la casa?

—¿Le admites?

Ella indicó a Miguel con la mirada.

—Sí. Se acostará en la habitación del segundo piso, junto a la de Arsenio. ¿Ha vuelto Arsenio? ¿Dónde se mete?

—Le he mandado a Caen.

—¿Sin decirme nada a mí? Como va a tener que volver dentro de poco, el gasto de gasolina será doble... ¿Está preparado el almuerzo?

—¿Comes aquí?

A Maudet le pareció que Ferchaux manifestaba cierta molestia. ¿Dónde comía de ordinario? ¿En la cocina, con la vieja que le tuteaba?

—Sírvenos aquí... Date prisa... A las dos espero a Morel...

Colocó los leños en el hogar. Tampoco ahora se sentó. De vez en cuando lanzaba a Maudet una breve mirada penetrante, y en seguida desviaba la cabeza cuando la mirada del joven se encontraba con la suya.

El silencio, ahora, debía molestarle a él también, porque sintió la necesidad de explicar:

—Morel es mi agente de negocios... Vive en Caen... Incluso es un poco por él por quien estoy aquí... Es un bribón... Quizá sea el mayor bribón de Francia... Le han expulsado del Colegio de procuradores... Le da lo mismo... Ya le verá... Tiene un magnífico aspecto de hombre honrado...

Luego, tras un vistazo al pelo de Maudet, demasiado largo:

—¿Le gusta tener aspecto de artista?

—Siempre lo he llevado así. Si no le gusta, me lo cortaré.

—Mejor. Pásese esta tarde por la peluquería. Y se compra también una corbata normal.

Maudet llevaba todavía una pajarita

—Arsenio le llevará a Caen para recoger su maleta. Quizá tenga que ir a buscar ropa de cama a la calle de las Chanoinesses. En esta barraca no hay nada. La alquilé completamente amueblada y creo que hace más de diez años que no la habitan. Sería conveniente que le instalara un escritorio, pero todavía no sé dónde... Venga, vamos a ver un poco por ahí...

Entreabrió la puerta del salón helado y la volvió a cerrar en seguida; luego llegaron al corredor a cuyo fondo se encontraba la cocina.

—Quizás sea más práctico que esté usted en el primero, que es donde siempre estoy yo... Al menos, es donde estaré siempre cuando se haya arreglado lo de la maldita chimenea... Suba delante... ¡Le digo que suba usted delante!...

El le siguió, golpeando cada escalón con su palo. Se notaba que hablaba por hablar. Las paredes, pintadas imitando mármol, habían tomado el color pardo de una vieja pipa de espuma. En aquella escalera había habido en tiempos alfombras, pues quedaban algunas argollas destinadas a sostener las barras de cobre.

—¡Hombre, no había pensado en el entresuelo!...

A media altura del primer piso había un rellano, dos escalones, y una habitación pequeña junto a los servicios. Esta habitación estaba por completo vacía. Tenía un cristal roto que dejaba pasar el viento húmedo.

—Acuérdese de traer de Caen un poco de masilla. En el sótano he visto unos trozos de cristal que valdrán para aquí.

—Sí, señor.

—Busquemos una mesa y una silla. Y también necesitará una estufa...

Llegaron al primer piso, constituido por tres habitaciones bastante amplias, dos de las cuales estaban abarrotadas de viejos muebles.

—Aquí hay una mesa que le servirá... Cójala...

Ferchaux la cogió por el otro extremo. Maudet protestó, lleno de turbación...

—La puedo llevar yo solo...

—Haga lo que le digo... Cuidado con la puerta...

Volvieron a subir, y eligieron dos sillas de comedor.

—Hay una máquina de escribir en la casa de la calle de las Chanoinesses. Pero no se la puede traer cada vez que haga falta. Arrégleselas para alquilar una en Caen. Con una vieja le bastará: hay poca cosa que escribir...

—Sí, señor.

—Acuérdese de comprar también lápices y blocs para taquigrafía. Arsenio le indicará la tienda. Pídame dinero.

—Sí, señor.

La tercera habitación, a la que no entraron, y de la que salía olor a humo, debía ser la alcoba de Ferchaux. El hombre se movía con toda naturalidad por aquella casa apenas habitada. No parecía ver ni los muros comidos por la humedad, ni los revestimientos de madera grasientos y sucios, ni el amontonamiento siniestro de muebles dispares que hacían pensar en una subasta y en el martillo de los rematadores.

—Aún hay que buscarle una lámpara... Es Jouette quien se encarga de las lámparas...

Por lo tanto, en la villa no había siquiera electricidad.

—¡La mesa está servida! —llegó el grito de abajo.

—Vamos a comer.

Habían puesto un mantel sobre la mesa, una jarra de agua y una jarra de vino tinto común. Los cubiertos hacían pensar en los de una modestísima pensión familiar y la servilleta de Ferchaux estaba enrollada dentro de un aro de boj.

—Dale otro aro a él, Jouette.

—¡Ya he pensando yo en ello, no te preocupes!... Tú come...

La sopa humeaba en la sopera, como en los pueblos. No había entremeses. Les sirvieron arenques asados con patatas cocidas, y luego queso y manzanas. Ferchaux sólo comió arenques, pero cinco.

La vieja iba y venía, gruñona. Era evidente que consideraba al nuevo secretario como un intruso y que le reprochaba a Ferchaux haberle cogido.

—Te voy a dar una lista de lo que hay que traer de Caen —dijo al dueño de la casa.

Este comía con apetito, acodado sobre la mesa, bebiendo sólo agua. Maudet no se atrevió a servirse vino.

—¿No bebe vino?

—Si me lo permite...

Se encogió de hombros y empujó la jarra de vino tinto hacia él.

—No sea tonto. ¿Le ha dicho a alguien que venía aquí?

—No... Bueno, le telefoneé al señor Curtius...

—Coja más queso...

Un coche se detuvo ante la casa, las ruedas medio hundidas en la arena. Un chófer de uniforme y con gorra extendió una lona sobre el motor y penetró en la cocina.

—¡Arsenio!... —llamó Ferchaux sin moverse de su sitio.

El chófer entró, se extrañó de encontrarse con un invitado, y se llevó los dedos a la sien a guisa de saludo.

—Es mi nuevo secretario... A todo esto, ¿cómo se llama usted?

—Miguel Maudet.

—En cuanto comas, Arsenio, llevas a Maudet a Caen... Hay que recoger una maleta del hotel... Luego vais los dos a la calle de las Chanoinesses... Pídele la llave a Jouette... Hacen falta sábanas, una almohada, una lámpara... Luego le llevas también a la tienda de Trochu para alquilar una máquina de escribir. No te dejes engañar... No puede costar más de treinta francos al mes... ¿Has visto a Morel?

—Vendrá a las dos, como usted le dijo.

—Vete a comer.

Fuera, una lluvia fina y persistente seguía cayendo de las grandes nubes blancas y grises que venían del mar con la marea.

Detrás de Ferchaux, los leños crepitaban de vez en cuando, y lanzaban algunas llamas más altas que no conseguían sin embargo caldear aquella casa, en la que Maudet sentía una angustiosa sensación de vacío.

Ferchaux no había vuelto a hablar. Permanecía en su sitio, los codos sobre la mesa, escarbándose entre los dientes, y de cuando en cuando su mirada soñadora se posaba en el joven, a quien el calor y la comida empezaban a hacer que se sintiera embotado.

También en aquella mirada había vacío, como en la casa, como en el vasto paisaje que la rodeaba y en el que algunas gaviotas aisladas picaban a veces hacia el mar lanzando gritos agudos.

Era preciso un gran esfuerzo para escapar a aquella nada, para tocar el mantel, en un intento de comprobar la realidad del mundo, y fue un alivio oír a la vieja Jouette revolviendo en la estufa de la cocina.