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Todo comenzó hacia las tres de la tarde, y de una forma muy curiosa, pues bastó una simple mirada. El apartamento, en un segundo piso encima de la cafetería Vuolto, donde, según algunos, vendían los mejores helados de Colón, formaba ángulo, dando a la vez a una calle y al bulevar. La casa era nueva, de ladrillos y cemento. Ferchaux había alquilado tres habitaciones que podía decirse que no pisaban, pues vivían todo el día y dormían en la terraza que las abarcaba.

Era la hora en que el sol daba de lleno en ésta por la parte del bulevar. Las persianas estaban bajadas entre las guías de hierro y creaban por todas partes finas rayas de sombra y luz, de suerte que las paredes, de un blanco de tiza, resultaban menos desnudas.

Ferchaux estaba tumbado, con la boca entreabierta, los ojos cerados, sobre una hamaca de transatlántico, y su pijama entreabierto dejaba ver un pecho esquelético cubierto de largos pelos grises.

Miguel Maudet escribía sin ganas en una máquina portátil cuya letra «e» se enganchaba a cada instante, rompiendo la cadencia a intervalos casi regulares, lo que hacía pensar en el paso de un cojo, de Ferchaux, por ejemplo.

Un extraño habría podido creer que éste dormía. Las moscas, que acudían de cuando en cuando a posarse sobre su rostro, cometían el mismo error. Pero Miguel le conocía demasiado bien, desde hacía tres años que vivían juntos de la mañana a la noche y de la noche a la mañana; le conocía hasta sentir asco de él.

Se había oído ya la sirena de un barco, muy lejos en la bahía. En realidad, el sonido fue débil, se confundió con el rumor de la ciudad y, sobre todo, con los ruidos metálicos del puerto; no todo el mundo estaba, como Maudet, al acecho de esta sirena.

Lo que no pudo escapar a Ferchaux fue el estruendo que armaba el Ford de Dick Weller cada vez que lo ponía en marcha. Lo guardaba en el patio de la casa vecina, pero los muros eran tan sonoros que parecía que trepidaba justo debajo del suelo.

Ferchaux se daba tanta cuenta como Miguel. Vivían ya a la entrada del Canal de Panamá el tiempo suficiente como para traducir inconscientemente los ruidos de esta clase: llegaba un barco que había pedido el práctico, y pronto estaría en el muelle, puesto que Dick Weller estaba poniendo en marcha su furgoneta para trasladarse al pier.

Dentro de unos minutos, el enorme barco negro y blanco se deslizaría sin ruido sobre el agua sedosa de la dársena, con todas las cabezas de los pasajeros alineadas como en un juego de pim-pam-púm sobre la barandilla. Maudet se precipitaba a él en pensamiento, adelantándose a Dick Weller, atropellando a policías y aduaneros, aspirando el polvo rojizo de los muelles, el olor a especias y a petróleo, viéndolo todo, gozando con todo: los racimos de negros e indios lanzados al asalto de las sentinas, los vendedores de recuerdos y de guías tomando posesión del puente de primera clase, el pasajero grave, con casco colonial, que intenta fotografiar a los pelícanos, las jóvenes señoritas vestidas de blanco, saliendo una tras otra, como si estuvieran en un pensionado, por la escalera del portalón...

Se abría ya un escotillón en el costado del navío, y Dick Weller, jovial y poderoso, saltaba a bordo, con las manos tendidas, y penetraba en las cocinas.

Normalmente, la siesta de Ferchaux habría debido terminar hacía ya un cuarto de hora largo. Hablando propiamente, no era una siesta. El viejo decía que él no dormía nunca. Se tumbaba en su hamaca, las manos cruzadas sobre el vientre, y unas veces mantenía los ojos abiertos y otras los cerraba. De cuando en cuando, incorporaba el busto para escupir, para gruñir, para tomarse alguna de las medicinas cuyos tubos y cajas estaban sobre una silla a su lado.

Sabía que Miguel estaba esperando, que escribía para hacer tiempo, que en cualquier otro momento habría podido sacar un rato para pasar a limpio —por enésima vez— las primeras páginas del manuscrito.

¿Por qué no se movía y fingía estar durmiendo? Sencillamente porque sabía que el barco esperado era un Santa, de la Grace Line. Sabía que era el Santa Clara, en ruta hacia Nueva York o Chile, y que el comisario de a bordo de este barco era un joven casi de la misma edad de Miguel, que ambos se habían conocido durante anteriores escalas, y que se habían hecho amigos.

Esto era suficiente. ¿Cuánto tiempo dictaba Ferchaux por la tarde normalmente? Unas dos horas. Si es que a aquello se podía llamar dictar: se levantaba, se sentaba, apoyaba la espalda en la pared, hablaba solo, por fragmentos de frases, se acercaba para inclinarse sobre la máquina y releer las primeras líneas. ¿Era lo bastante ingenuo, él, que se creía tan vivo, como para pensar que el inmenso trabajo que había emprendido serviría para algo, que habría alguien un día que editara su libro y público que lo leyera?

Día tras día, desde hacía un. año, escribía sus memorias, esforzándose tercamente en incluir todo en ellas, desde los incidentes de su juventud hasta los más mínimos pensamientos filosóficos que se le habían ocurrido en medio de su lucha, desde las observaciones, quizá interesantes, sobre la vida de los animales de la selva o sobre las costumbres indígenas hasta los detalles de sus altercados con su enemigo Arondel.

Nunca consideraba que había dicho bastante. Apenas terminado un pasaje, se daba cuenta con mal humor de que había omitido cosas esenciales, se torturaba literalmente para conseguir recogerlo todo, y precisamente desde que había emprendido esta tarea tenía tanto miedo a morir.

¿Por qué no empezaba a dictar, puesto que ya eran más de las tres? Esta vez no podía dejar de oír a Dick Weller entrar en su patio y a sus empleados afanarse en torno a la furgoneta para cargar en ella los víveres frescos destinados al navío: carne, leche, quesos, frutas, legumbres y pescados. Normalmente, el Santa Clara no permanecía más de tres horas en el puerto antes de penetrar en las esclusas.

La verdad es que Ferchaux lo hacía aposta. Y, de pronto, Maudet pudo encontrar la prueba de ello en sus ojos, pues, en un momento en que no se creía observado, el viejo entreabrió los párpados y dejó pasar una mirada de un gris frío, una mirada a la vez dura y triunfante.

¡El viejo se sentía contento! Estaba allí, feo y sucio, tumbado bajo las rayas de luz, flaco y enfermo, con montones de medicinas a su alcance, y su única preocupación, quizá desde que se había acostado y fingía dormir, era impedir que Miguel se encontrara con su amigo Bill Ligget.

No eran imaginaciones de Maudet, sino la pura y simple verdad, la sórdida verdad.

Ferchaux había llegado a sufrir en cuanto su compañero se permitía cualquier placer, y era capaz de torturarse mentalmente durante horas para impedir solapadamente que Maudet saliese.

En el espacio de unos segundos, las miradas de los dos hombres se cruzaron. La de Miguel estaba cargada de rencor y de desprecio. Los párpados del viejo se abatieron como el obturador de una máquina fotográfica, pero no se movió, y continuó obstinándose en su sucia y mezquina estratagema.

Era feo. Nunca había sido tan feo. En cierto momento de su vida, en los tiempos de Lina, cuando se dejaba la barba, casi era guapo.

Ahora era más dejado todavía que en la casa de las dunas. A veces se pasaba días enteros con su pijama sucio, al que siempre le faltaban botones, y si a Miguel le hubieran preguntado qué era lo que le parecía más feo en el mundo, habría respondido que el pecho de un viejo, flaco y pálido, cubierto de pelos blancos.

Ferchaux se había puesto flaco hasta un punto excesivo, su mandíbula estaba más saliente, y su pierna, cuando estaba de pie, no parecía ya más gruesa dentro del pantalón de tela que el palo que había adoptado de nuevo en la otra. Habrían podido vivir al otro extremo del canal, en Panamá, donde la vida era casi la de una capital europea, y donde, en el barrio de las legaciones, se podían alquilar confortables chalets.

Incluso en Colón había un cierto número de edificios modernos.

Ferchaux había elegido el extremo límite entre el barrio de los blancos y el de los negros: dentro de un momento, cuando el sol hubiera descendido un poco más y alzaran las persianas, verían ante sus ojos, al otro lado del bulevar, las casas de madera donde se hacinaba el populacho de color.

¿Lo hacía aposta? Habrían podido tener una criada más o menos blanca, que se encargara de la casa y la cocina. Pero tenían un negro, Elias, que ni siquiera dormía en la casa y al que jamás se le encontraba cuando hacía falta.

Cierto que Ferchaux no comía. Se le había metido en la cabeza —ya que se negaba a consultar a los médicos— que tenía un cáncer en el estómago, y se alimentaba exclusivamente de leche; se encontraban botellas por todo el apartamento.

Al menos, esta manía permitía a Miguel salir dos veces al día para ir a hacer sus comidas en un restaurante vecino.

A Maudet se le ocurrió hacer un experimento. Dejó de escribir a máquina, guardó las hojas en las carpetas, se levantó con el aire decidido de quien sabe a donde va y se dirigió hacia su alcoba.

Inmediatamente, como un autómata, Ferchaux surgió de su sillón-hamaca.

—¿A dónde va?

Por consiguiente, le estaba espiando.

—A ningún sitio. Estoy esperando a que me dicte la continuación.

—¿Qué hora es?

—Ya lo sabe: las tres y media.

—Me parece que me he dormido.

—No.

Con mucha frecuencia se enfrentaban así, como enemigos, y se hablaban como si quisieran morderse, como si uno y otro se creyeran a dos pasos de la escena definitiva. Luego, por costumbre, Miguel se ponía a su trabajo. Ferchaux se dulcificaba, le rodeaba tímidamente de atenciones e incluso de cariño, y no vacilaba en humillarse ante su compañero.

—Creo que ya es hora de que me ponga a trabajar en serio, Miguel.

—¿Por qué?

Sabía lo que le iba a decir el viejo. Era un truco también: el truco de la compasión.

—Porque yo no duraré mucho tiempo. Este corazón empieza a fallarme. Hay momentos en que se embala, en que parece de pronto dentro de mi pecho como un despertador que empieza a sonar en plena noche y que le hace a uno despertarse de un salto.

Con el lápiz en la mano, Maudet le contemplaba con una frialdad absoluta. No, no sentía compasión. Al contrario, se sentía un poco asqueado. Durante años y años, Ferchaux había vivido solo en la selva sin temor a la muerte. Ahora tenía manías y miedos de viejo senil. ¿Era completamente sincero? ¿No se daba en él el deseo de que Miguel le compadeciera para retenerle a su lado?

—¿Me va a dictar?

—¿Por dónde íbamos?

—Por lo del mangle...

—¿Qué?

—Lo del mangle. Ha amarrado su canoa a un mangle y ha comenzado unas reflexiones sobre...

—Me gustaría que me hablara en otro tono, Miguel.

—Le hablo como sé.

—¿No cree que en su actitud hay a veces algo bastante mezquino? Se aprovecha demasiado del afecto que siento por usted.

—Afecto que, si usted pudiera, consistiría en atarme al extremo de una cadena en un rincón de la terraza.

—¿Por qué me habla así?

—Porque es la verdad, y usted lo sabe.

En efecto, ambos conocían la verdadera causa de aquella escena. ¡Y era tan poca cosa! Miguel, por su parte, ardía en deseos de precipitarse hacia el Santa Clara. La presencia de su amigo Bill Ligget no era, en el fondo, sino una excusa. Todos los barcos que hacían escala en Cristóbal le atraían de igual modo. Y, aún en el supuesto de que no hubiera habido barcos, le habría atraído otra cosa, lo que fuera, la vida que fluye en cualquier calle de cualquier ciudad del mundo.

Le habría bastado ser paciente y dominar su impaciencia; probablemente Ferchaux se habría cansado pronto de dictar y Miguel habría podido salir antes de que partiera el Santa Clara.

Él sabía todo esto, pero era incapaz de resistir su mal humor.

También el viejo sabía que cometía un error. Y, por añadidura, se sentía avergonzado de ello; no obstante, durante dos horas, estuvo dictando trabajosamente páginas que al día siguiente habría que romper.

Sólo se detuvo cuando realmente se sintió agotado; y todavía, en la vana esperanza de retener a Miguel, representó la comedia, se llevó la mano al pecho, se tomó unas píldoras y balbució:

—Estoy pálido, ¿verdad?

—Está como siempre.

—Tómeme el pulso, Miguel.

—¿Ve? Su corazón late como el mío, un poco menos fuerte, pero eso es normal.

—Estoy seguro de que esta noche me dará un ataque.

—Supongo que, de todas formas, me permitirá ir a cenar.

Fue a su cuarto. No había más que una cama, un lavabo y un perchero sujeto a la pared. Ni estaba empapelado, ni tenía visillos.

Se lavó cuidadosamente, se perfumó, se peinó estirando bien sus cabellos y se puso un traje blanco muy fresco, todavía crujiente de almidón. En el momento en que se precipitaba hacia la escalera, una voz le llamó:

—¡Miguel!

Y respondió como un niño, aunque con la esperanza de no ser oído:

—¡Bah!

El azar quiso que el Santa Clara tuviera que esperar hasta las tres de la madrugada para que le llegara su turno de entrar en el canal. Los pasajeros lo aprovecharon para permanecer en tierra y aquella noche todos los cabarets estuvieron abarrotados: el Atlantic, con sus luces malva; el Moulin Rouge, el Tropic, hasta las más insignificantes salas de fiestas; los taxistas cogían viajeros pasando junto a las aceras y los dos grandes almacenes permanecieron abiertos hasta la medianoche.

En realidad, Miguel no había visto a Bill Ligget, quien, retenido por su servicio sin duda, se había quedado a bordo. Tuvo la intención de ir a visitarle, pero de camino le retuvieron otras cosas.

Al final se puso a acompañar a una mujer todavía joven, una pelirroja llenita, vestida de blanco, que salía del Bazar Parisiense.

A la una de la madrugada estaba sentado a una mesa con ella en un rincón, al fondo del Atlantic, lo más lejos posible de la orquesta y la pista.

Era viuda. Y americana. Debía ser rica, pues llevaba valiosas joyas encima. Bajo la mesa había tres o cuatro botellas de champán vacías.

Renata estaba sentada, dos mesas más allá de Miguel, entre un hombrecillo calvo que se reía continuamente y otro que parecía melancólico. De vez en cuando, ella y él se sonreían ligeramente, como dos personas que se comprenden.

Fue Renata quien indicó a Miguel con la mirada la puerta que comunicaba el cabaret con el bar.

Allí estaba Ferchaux, junto a la cortina roja, discutiendo con el ordenanza.

Se vieron de lejos. El viejo hizo un leve gesto de llamada y Miguel volvió la cabeza hacia la americana.

Así fue como empezó todo. Pero el verdadero comienzo, lo que desencadenó todo lo demás, fue la mirada que Ferchaux había dejado escapar bajo sus párpados semicerrados mientras, en la terraza rayada de luz y sombra, Miguel escribía desganadamente en su máquina portátil rumiando amargos pensamientos.

Ferchaux cerró los ojos en seguida y fingió dormir, pero era demasiado tarde: aquella mirada, con todo lo que contenía, había sido registrada para siempre.