3

Apenas se puso en ruta el coche, Arsenio soltó el volante, como si lo tirara, con ese desdén soberbio de los adolescentes que pasan con los brazos colgantes sin tocar el manillar de su bicicleta, como si hubieran domado a la mecánica o, más bien, como si la hubieran estudiado en una escuela superior. Era un muchacho bien parecido, de esos a los que se ve en los cafés, con su pequeño mostacho húmedo y la mirada brillante, metiéndose con las criadas. Tranquilamente, sin preocuparse de los cuatro neumáticos que se deslizaban sobre el suelo mojado con un ruido crepitante, sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos y se puso uno entre los labios; de otro bolsillo extrajo un mechero de cobre, encendió despacio, prolongando su acto con voluptuosidad, y al fin lanzó una bocanada de humo contra el parabrisas empañado; sólo entonces se decidió a poner en marcha el limpiaparabrisas.

Miguel Maudet, que iba sentado junto a él, comprendió que toda aquella desenvoltura la exhibía por él. Durante algunos instantes, con el ceño fruncido, el conductor de pequeños mostachos pardos, con el mentón de hermosa línea, fingió hacer un esfuerzo para ver la carretera cubierta por la misma niebla que el cielo. Luego reprimió una sonrisa, lanzó a su compañero una mirada burlona y, como Miguel no parecía comprender, bromeó al tiempo que aceleraba:

—¿Cree que vale la pena que le vuelva a traer?

—¿Por qué?

—Yo no lo sé. Es usted quien tiene que decidirlo, ¿no le parece?

Tenía el aire de estarse contando a sí mismo un buen chiste, de contener su hilaridad por educación, mientras mordisqueaba las briznas de tabaco de su cigarrillo.

—¿Qué le ha parecido el gran hombre?

—¿Hace mucho que está usted a su servicio?

—¡Poco a poco, amiguito!... No hay que confundir... Arsenio no está al servicio del señor...

¿Seguía lloviendo? ¿Era la niebla cayendo o la bruma del mar a las dos cosas a la vez? La pintura, toda la carrocería del coche estaba viscosa y helada. El limpiaparabrisas hacía un ruido enervante y monótono.

—Yo estoy al servicio de don Emilio... No parece usted muy al corriente... ¿No le han hablado de don Emilio?... ¿Es que no lee los periódicos?... Emilio Ferchaux es el hermano menor, y le puedo jurar que no se parece a Diosdado... Cuando éste desembarcó en Burdeos, debe hacer unos seis meses, don Emilio me dijo:

»—Arsenio, tienes que hacerme un favor...

»No crea que trata a todo el mundo con tanta familiaridad... Es todo un señor... Pero yo soy el encargado de sus coches... Tiene cinco... También estoy encargado de su canoa de carreras, de sus fuera-bordas, y juntos hemos ganado premios en Herblay... Bueno, pues me dijo:

»—Arsenio, como yo conozco a mi hermano, sería prudente que hubiera alguien como tú a su lado...

»¿Comprendes?

Guiñó un ojo, expulsó el humo por la nariz.

—Por eso a mí no me importa nada... Si mañana le da por andar de cabeza o por beberse la sopa con un biberón, me divertirá y nada más...

Miguel se sentía a disgusto, molesto tanto por la vulgar familiaridad de Arsenio como por la imagen falsa que éste trazaba de Ferchaux.

—¿Quiere usted decir que está...? ‘

—¡Bueno!... Quizá todavía no está maduro para el manicomio, pero el sol le ha atacado mucho la cabeza... Parece que desde hace cuarenta años vive allí, en el Ubangui... Se fueron los dos, su hermano y él... Don Emilio lo comprendió en seguida... Cuando los negocios empezaron a marchar, se vino a dirigirlos desde París... Un hotel particular, castillos, caza en Sologne, villa en Cannes y en Deauville... ¡Entiende la vida, sí señor!... Pero su hermano, me han jurado que allí ni siquiera vivía en una casa como los blancos, sino que se pasaba la mayor parte del año en su barco, una embarcación de doce metros de largo, con dos negros por toda tripulación, remontando o descendiendo los ríos.

Acababan de atravesar Courseulles y el coche se detuvo bruscamente, como por una avería, ante una casa baja. Maudet comprendió al leer en la muestra la palabra café seguida, en pequeñas letras, del nombre: «Viuda de Dieumégard».

—Tenemos tiempo de tomarnos un calvados... Invito yo...

Y Arsenio entró como si fuera su casa a un local en el que no había más que un mostrador, algunas botellas, dos mesas y varios bancos, un viejo calendario y la ley sobre la venta de bebidas.

—¡No te molestes! —gritó.

Fue a coger una botella que terminaba en un tapón de estaño, y llenó dos vasos de fondo grueso.

—¡A su salud!... Hágame caso a mí...

Por la rendija de una puerta, Maudet vio a una mujer gorda, de edad mediana, a medio vestir, la cual, con un libro en la mano, se alzaba de un sillón de mimbre y permanecía ahora de pie, sin avanzar, vacilante, como entontecida, acaso todavía metida en su novela popular de cubierta brillante.

—Perdóneme un momento.

Arsenio entró en la cocina dejando la puerta entreabierta. Transcurrieron unos minutos. No hablaban. No se oía ningún ruido. Al fin, la voz de Arsenio, quizá no del todo natural, gritó:

—¿No se aburre demasiado esperando?

Miguel sintió como si le tendiera una trampa. Pero ya era demasiado tarde. Maquinalmente se había vuelto hacia la cocina. Esto era lo que quería el otro, al que vio de pie, haciendo groseramente el amor, mientras la viuda, acodada en una cómoda, los pelos sobre la cara, volvía precisamente en ese momento la página de su libro.

Una palmada sobre una nalga enorme y blanca terminó sus retozos.

—Si le apetece... ¿No?... Como quiera... Es una buena chica... Es tonta pero tiene un buen...

Una palabrota. Había vuelto al cafetín y se servía un segundo vaso; sirvió a Miguel también.

—¿Nos largamos?...

El coche era una bella y espaciosa berlina negra, uno de los coches de Emilio Ferchaux, como Arsenio le explicó un poco más tarde.

—Tenga en cuenta que el más rico de los dos es Diosdado... No se podría decir la fortuna que tiene, pero tampoco se sabe si la podrá conservar... Dentro de poco, por mucho que se defienda, probablemente estará en la cárcel...

Los cruzó un coche proyectando haces de agua sucia; Arsenio se llevó respetuosamente la mano a su gorra.

—¡El señor Morel!... Se van a encerrar para dos horas el patrón y él, y pondrán el teléfono al rojo vivo... ¡Se defiende, el tipo!... Por el asunto de los negros ha conseguido ya la libertad provisional...

Miguel había oído hablar vagamente del asunto, pero no se había interesado por él.

—¿Fue él quien mató a los negros?

—A tres o cuatro... Un cartucho de dinamita que les lanzó a la cara... Ya hace casi treinta años... No se había sabido nunca nada... O los que lo sabían se callaban... Luego, de pronto, lo sacaron a relucir... Por no sé qué complicados líos financieros... Parece que los Ferchaux han llegado a ser molestos, que tienen los dientes demasiado largos... El caso es que todo el mundo los ataca a la vez y la política anda por medio...

Estaban ya cerca de Caen. En la ciudad, el día estaba tan oscuro que la mayoría de las tiendas habían encendido sus escaparates. A lo largo de las aceras brillaban los paraguas. Al pasar el coche, que los salpicaba de barro viscoso, la gente daba un salto de lado, pegándose contra los muros.

—¿Dónde está su hotel?

—Enfrente de la estación.

—¿Tardará mucho?

Maudet dudó un segundo si confiar en Arsenio hablándole de Lina y pidiéndole que le dejara durante una hora con ella. Pero sentía ya hacia el chófer una hostilidad que no se esforzaba por comprender.

—Un minuto nada más.

También había pensado pedirle prestado un billete de cien o doscientos francos. No lo hizo.

—Lo justo para recoger mi maleta...

Reconoció el hotel y se precipitó por el corredor, por la escalera; quiso abrir la puerta, que se resistió. Golpeó, volvió a llamar. No respondían. Bajó de nuevo corriendo y encontró a la patrona en la cocina.

—¿No ha visto usted a mi mujer?

—No hace ni media hora que cogió su llave y subió.

—¿Está usted segura de que no ha vuelto a salir?

Una rápida mirada maquinal al tablero.

—¡Félix!... ¿Ha vuelto a bajar el 22?

—No lo he visto.

—Debe estar arriba.

Volvió a subir, inquieto, lleno de remordimientos. Golpeó más fuerte, llamando a media voz:

—¡Soy yo, Lina!... ¡Abre!

Se había abierto una puerta vecina y un hombre gordo, con los tirantes colgando, observaba su impaciencia mientras se afeitaba.

—¡Lina!... ¡Contesta!...

Pasó aún mucho tiempo, varios minutos sin duda, y al fin se oyó un movimiento por la parte de la cama, luego un suspiro y después una voz pastosa que preguntaba:

—¿Qué pasa?

Pasos. Ella abrió la puerta una rendija. Llevaba el sombrero torcido en la cabeza, el abrigo arrugado sobre el cuerpo, los zapatos todavía mojados en los pies. Se frotaba los ojos.

—¿Qué ha pasado? —murmuró—. ¿De dónde vienes?

—Oye, Lina... Tengo prisa... ¿Estás despierta del todo? ¿Me oyes?

—Sí, sí... ¿Por qué hablas tan alto?... ¿Qué me ha pasado?... ¡Ah, sí!... Fui a buscarte hasta la calle de las Chanoinesses... Una mujer de enfrente, al verme pasear arriba y abajo, me informó de que no había nadie... Tenía hambre... Te has vuelto a olvidar de dejarme dinero... Me volví aquí... Me senté en la cama, creyendo que vendrías en seguida... ¿Qué hora es?

—Las dos y media...

Y, como si sólo entonces se diera cuenta:

—Me he dormido...

—Sí... Oye... Me ha aceptado... Tengo el puesto. ¿Me escuchas?... ¿Y sabes quién es mi jefe?... Ferchaux... El de Africa... Te lo explicaré en otra ocasión... Es magnífico, pero ahora está en su villa a orillas del mar... No está lejos...

—¡Qué excitado estás!...

—Mira... El coche está abajo...

—¿Qué coche?

—El suyo, con el chófer... No tiene que saber que tú estás aquí, ni que estoy casado... Más tarde lo comprenderás.

—Estate tranquilo un momento... Me fatigas...

—Escucha lo que vas a hacer... Cogerás el primer tren comarcal para Ver... ¿Te acordarás?... Te lo voy a escribir... Está muy cerca de la villa... No sé exactamente... unos cuatro kilómetros... Seguramente encontrarás una pensión... Das tu nombre de soltera y me esperas...

—Pero, Miguel...

Se iba despertando con esfuerzo de un sueño demasiado pesado y él la atontaba, la aturdía con su continuo ir y venir.

—¿Me has comprendido?... Hoy sólo puedo darte cien francos. .. En la pensión no necesitarás pagar... Tienes bastante para esta habitación y para el tren...

—Tengo hambre...

—Cómete unos croissants antes de partir... ¡Escúchame, por amor de Dios!... ¡Te digo que me están esperando!... Arsenio podría impacientarse y subir...

Le entregó los cien francos, la besó distraídamente y se precipitó fuera. Tuvo que volver sobre sus paso, abrir la maleta que se llevaba y arrojar sobre la cama las pocas cosas de su mujer.

—Envuélvelas en un papel... Sobre todo, no te preocupes... Volveré a verte, no sé todavía cuándo...

Encontró a Arsenio de pie junto al coche; por su forma de secarse los bigotes se veía que había ido a beberse otro vasito.

—¡Por fin! Vamos a la calle Chanoinesses...

Le desagradaban profundamente los hombres del tipo del conductor, su vulgaridad, su seguridad, sus aires maliciosos. Detestaba sobre todo esas miradas burlonas que el otro iba adquiriendo la costumbre de lanzarle.

—Oiga, ha estado un buen rato. ¿No habrá hecho lo mismo que yo hace poco con la viuda?

Miguel no pudo evitar sonrojarse. ¿Lo había adivinado Arsenio? ¿Le había preguntado a la patrona del hotel? El negó, y habló de la máquina de escribir que tenía que alquilar.

—Iremos en seguida. Sé a dónde hay que ir. Con el patrón, siempre hay que ir a las peores tiendas, a donde nadie iría.

Se detuvieron ante la puerta cochera de la casa de la calle de las Chanoinesses, y Miguel se sintió satisfecho de ver que la mujer de enfrente, la que le había hablado por la mañana, le miraba bajar del coche. Arsenio sacó una gran llave de su bolsillo y abrió una puertecita practicada en una de las grandes hojas.

—No vale la pena encerrar el cacharro.

Un patio de pequeños guijarros redondos, rodeado en tres de sus lados por construcciones de piedra gris. Las persianas estaban bajadas en todas las ventanas. En lugar de entrar por la gran puerta, Arsenio se dirigió hacia una puerta de servicio de la que también tenía la llave. Giró un conmutador eléctrico.

El chófer había vuelto a adoptar su aire burlón.

—Esto es distinto de La Guillerie, pero ya verá que no es mucho más alegre... ¿Se ha fijado en los escudos encima de la entrada?... Eran de unos condes que vivían aquí desde no sé cuantos siglos... Al final sólo quedaba ya una vieja condesa de noventa años... No tenía suficiente dinero ni para pagar a una criada y don Diosdado se aprovechó de ello para comprarle el hotel, con los muebles, las vajillas, las ropas, los retratos... Esto permitió a la vieja retirarse a un convento donde sólo aceptan a nobles...

Abría puertas, giraba conmutadores, pues la luz no penetraba en la casa con los postigos cerrados.

—Este es el gran salón... Escuche...

Avanzó pesadamente e hizo tintinear con su paso una inmensa araña de cristal. Unas frágiles sillas doradas estaban alineadas a lo largo de las paredes y, en el centro del parquet, tan vasto como una sala de baile, se veía unas alfombras enrolladas.

—Nunca se abren las habitaciones del entresuelo. Hay una cocina tan grande como la de un restaurante, pero la vieja Jouette no quiere poner los pies en ella... Subamos...

Subieron por la gran escalera de barandilla esculpida. Arsenio no sintió ningún embarazo de aplastar su cigarrillo contra un escalón y encender otro, lo que chocó a Maudet,

—Sólo hace un mes que tienen La Guillerie... Antes vivían aquí siempre.,. Por aquí es por donde han desfilado los secretarios...

Empujó una puerta, la de un gabinete de trabajo bastante ancho, en el que había un camastro instalado cerca de la chimenea con blasones.

—La alcoba del patrón... Aquí lo hacía todo: comer, beber, trabajar, dormir... Estaba acostumbrado a su barco de allí, ¿comprende?...

Atravesó la habitación y abrió otra puerta.

—La alcoba del secretario... Era la del segundo, porque el primero, que era de Caen, dormía en casa de sus padres... Un hombrecillo, rubio como usted, pero con aspecto de primera comunión... Había que oírle decir bajando los ojos: «Sí, señor... No, señor... Gracias, señor...». Y, cuando el patrón le obligaba a comer con él, no sabía cómo comportarse... Don Diosdado no podía verlo, le insultaba de la mañana a la noche... El pobre chico se llamaba Gillet... Albert Gillet, si no recuerdo mal... Don Diosdado lo trataba siempre de señor con mucha ceremonia...

»—Dígame, señor Gillet...

»Y el otro no sabía dónde meterse... Su padre es empleado en un banco... Viven en una casita que ya le enseñaré, reluciente como un aparador... A Gillet lo dejaban todo el día sin hacer nada, consumiéndose de impaciencia... Luego, cuando ya se disponía a marcharse, el patrón le llamaba y, aposta, para hacerle rabiar, le dictaba durante horas...

»O bien, cuando ya había vuelto a su casa y se disponía a meterse en la cama, estando sus padres acostados también, me mandaba a buscarle...

Miguel, que sospechaba que Arsenio quería someterle a prueba, se esforzaba por mostrar un rostro indiferente.

—Usted se acostará aquí también. Pues continuamente estamos yendo y viniendo. Cuando menos se lo espera uno, se viene a Caen... Y nos quedamos aquí dos o tres días, una semana, unas horas, depende. Nos despierta en medio de la noche.

»—¡El coche, Arsenio!... Nos vamos a La Guillerie...

»El viejo no se encuentra bien en ningún sitio. Todavía no teníamos La Guillerie y Gillet ya estaba como loco... Un día llegó todo de punta en blanco... ¡Se paraba de vez en cuando en la escalera para limpiarse los zapatos con un trapo que se había traído en un bolsillo...!

»—Mi padre me ha encargado...

»Y empieza a hablar, el pobre, explicando que su padre le ha aconsejado pedir un aumento porque... porque...

»El patrón le dejó hablar, y luego le acompañó cortésmente hasta la puerta, sin una palabra...

Y Arsenio, con las manos en los bolsillos y la colilla pegada al labio inferior, añadió:

—Si quiere usted coger sus sábanas y la funda de la almohada... Le conviene llevar también un jarro y una palangana, porque no sé si quedarán en La Guillerie...

—¿Y los otros secretarios? —preguntó Miguel, a su pesar, cuando cruzaban la alcoba de Diosdado.

—Uno vino de París, se llamaba Clasquin, y éste era un tipo fuerte, con el pelo negro que le nacía muy abajo en la frente, un tipo que jugaba al rugby en no sé qué equipo y que había salido de la Escuela Politécnica... Dormía en la casa... Me hablaba como si yo fuera su criado, pero el patrón le apreciaba porque jugaban juntos a las cartas todas las noches... ¿Sabe usted jugar a las cartas?... Sería una suerte para usted, se lo digo entre compañeros... Reñían como el perro y el gato, pero al día siguiente volvían a jugar...

»Un día, don Diosdado, que le gusta sorprender a la gente y que, a pesar de su pata de palo sabe andar sin hacer ruido cuando le conviene, encontró a Clasquin registrando sus papeles...

»¡Me hubiera gustado que hubiese visto la que se armó!... Yo estaba en el garaje, en el patio, pero el escándalo me alarmó y acudí en seguida creyendo que era un accidente. Rodaban por el suelo los dos... Le juro que se estaban pegando de verdad. El patrón no es muy corpulento, pero cuando lo vea desnudo, ya lo comprenderá... No le aconsejo que se enfrente con él... Fue él quien ganó en su pelea con el jugador de rugby... Le destrozó la mandíbula, le dejó aplastada la nariz... Le habría perseguido hasta la calle, de furioso que estaba, si yo no le hubiera retenido... Al día siguiente se presenta un alguacil del juzgado... Clasquin quería entablar un proceso... Bueno, pues, puede creerme, el alguacil se llevó también lo suyo... En cuanto al tercero... Max de Lannoy... Un noble, ¿sabe?... Un joven alto, flaco y triste... ¿Pues no se puso el segundo día ya a gritar en plena noche?... Era sonámbulo... Yo mismo le llevé hasta el tren... El imbécil lloraba... Venga por aquí, vamos a beber cualquier cosa...

La casa debía de haber quedado tal como la vieja condesa la dejara, abarrotada de muebles antiguos, de terciopelos, de sedas ajadas, con fundas sobre los asientos, frágiles figurillas, minúsculos costureros, escritorios y mesitas de marquetería. Ante la chimenea de una salita, había también un folgo adornado con borlas doradas. Se filtraba una luz escasa y gris por las rendijas de las persianas y las lámparas, que Arsenio había encendido, daban una claridad polvorienta.

—Sígame... Es mi alcoba...

Una alcoba de señor, cama con dosel y sillas Renacimiento con respaldo esculpido. De un arca blasonada, Arsenio sacó una botella y unos vasos.

—Es el borgoña de la condesa. Quedan algunas botellas y el amo no bebe...

Encima de la cama, un chaleco, unos zapatos usados, y unas zapatillas sobre la alfombra rojiza. Sobre la chimenea, entre un par de esbeltos candelabros, varios frascos de medicamentos.

—¡A su salud!... Como ve, me he franqueado con usted abiertamente... Para mí es lo mismo que sea usted u otro... Pero, por ejemplo, le aconsejo que desconfíe de la vieja Jouette...

—¿Es una criada?

—¿Ha notado que se tutean? Es una antigua conocida del amo, una amiguita, dicen... Parece que fueron juntos a la escuela... Cuando él estaba en el Ubangui y empezó a hacer fortuna, le mandó dinero, pues ella no se había casado... No mucho dinero, seguramente... Lo suficiente para que viviera una mujer sola... El llegó a venir a Francia sin que intentara verla... Es así... Cuando empezaron las complicaciones para él, porque le atacaban de todas partes, y él vino a Francia, al desembarcar en Burdeos, ella estaba en el muelle... Esta es la historia... No hay que pensar que se quieran... Hace días que él la está amenazando con ponerla en la calle... Ella no se inmuta, le paga en la misma moneda... Para echarla harían falta no sé cuántos gendarmes y aún volvería a entrar por el tragaluz... ¡A su salud!... ¡Sí, sí! Hay que vaciar la botella...

Arsenio, mientras recorrían las habitaciones para apagar las lámparas, preguntó:

—¿Cuánto le da?... Conmigo no necesita andar con disimulos... ¡Le conozco bien!...

¿Por qué Maudet sintió la necesidad de mentir?

—Mil francos...

—Habrá que pensar que ha cambiado mucho...

—¿Por qué?

—Los otros no tuvieron nunca más de seiscientos u ochocientos... Bueno, eso es cosa suya... Sobre todo, no intente quitarle sellos o engañarle en los pequeños gastos... Se da cuenta de todo... Lo lleva hasta el último céntimo...

Secamente, Miguel le dijo:

—Se lo agradezco.

El otro se encogió de hombros.

Era ya de noche cuando iniciaron el regreso, y Miguel sentado junto al conductor, la mirada fija en los débiles pinceles de los faros, tenía los pies helados, las manos entumecidas, pero sentía la cabeza ardiendo, demasiado ardiendo, pues una vez más se había dejado arrastrar a beber. Iba lleno del ambiente de las callejuelas de Caen, ante sus ojos danzaban imágenes, pavimentos negros, aceras resbaladizas, los escaparates que se destacaban de la oscuridad de las fachadas, las persianas débilmente iluminadas en los pisos, y siluetas oscuras que se asomaban, paraguas que se inclinaban para evitarse unos a otros...

Fragmentos de muros blancos emergían un instante de la oscuridad; una vaca surgió en cierto momento en medio de la carretera y luego, cuando se aproximaban al mar, se oyó el silbido desgarrador del pequeño tren, que dejaron atrás, estirándose como si fuera de juguete, con cabezas minúsculas detrás de los cristales y hombres de pie en las plataformas.

Miguel se había agachado intentando ver a Linda, que debía ir en él, pero pasaron demasiado de prisa, y no la reconoció entre tantas cabezas; atravesaron el penacho de humo que el tiempo abatía sobre el suelo y llegaron a la carretera de las dunas.

Entonces bajó el cristal y volvió a sentir en sus labios el gusto de la sal que le había encantado por la mañana y que ya se le había quitado. Muy lejos, en la oscuridad del mar, se balanceaba una luz. Sus dedos se crisparon. Miraba ávidamente los menores entrantes en la duna de creta y sentía hincharse su pecho. Tenía una extraña sensación de poder o, más bien, de apetito. Le parecía que todo aquello lo iba a coger, se lo iba a apropiar, incorporándolo a su ser.

Cruzaron un pueblo, unas casas bajas como chabolas, agazapadas a ambos lados de la carretera.

¿Era el hecho de pasar en coche junto a aquellas vidas estancadas lo que le producía la impresión de fuerza?

Le parecía volver a ver una calle, en Valenciennes, una de esas tristes calles mitad ciudad mitad arrabal y, apenas iluminado, el escaparate de una tienda cuyo timbre de entrada resonaba sordamente, y a su padre, con los cabellos encaneciendo, siempre angustiado por sus vencimientos, y a su madre soportando trágicamente su cáncer de estómago.

Durante años había odiado aquel ambiente y todo lo que implicaba a sus ojos mezquindad, todo lo que había de asfixiante en él.

El viento del mar penetraba por la ventanilla, azotándole la cara. Sintió deseos de cantar, de gritar, y luego, de repente, se acordó de Lina, a la que el pequeño tren iba a depositar dentro de poco en un pueblo desconocido. No tenía maleta, sino sólo un escaso equipaje envuelto en un papel gris que había debido de pedirle a la patrona del hotel.

—¿Hay una bicicleta en La Guillerie?

La punta incandescente del cigarrillo del chófer se volvió hacia él, pero era imposible ver los ojos de Arsenio.

—¿Ya tiene ganas de irse por ahí?

—Pienso que una bicicleta me sería muy útil.

—Me extraña.

—¿Qué quiere decir?

—Que al amo no le gusta eso... En mi caso, es diferente... Yo trabajo para su hermano... Y aún así ya gruñe cuando se imagina que tardo cinco minutos de más en volver...

Maudet se esforzó por sonreír.

—Supongo que podré salir de todas formas, ¿no?

—Pruebe... Todo depende... Es celoso, ¿sabe?

—¿Celoso de qué?

—Es difícil de explicar... Celoso como un enfermo... Mire, yo tenía una vieja tía impedida que no se movía de su cuarto, en el primer piso... La casa no era grande... Dos piezas abajo y otras dos arriba... Bueno, pues ella se pasaba el día entero acechando los ruidos y las voces... Se le había dado un bastón para que golpeara en el suelo cuando necesitase algo... Sólo con cuchichear, se podía estar seguro de oír el golpe del bastón...

»—¿Qué quiere, tía?

»—¿De qué habláis ahí abajo?

Si alguien entraba o salía, ella le recibía a uno con una mirada de recelo... Siempre tenía el aspecto de que le estábamos robando algo...

—Aquellas luces que se ven a la izquierda son Ver, ¿no?

—Es Ver, sí.

—¿Cuántos kilómetros quedan hasta La Guillerie?

—Seis... Hay un camino más corto a través del pantano, pero en invierno no se puede pasar...

Sin embargo, Maudet no estaba decepcionado. No dudaba. Al contrario, tenía prisa por volver a ver la casa sobre la duna, prisa, sobre todo, por volver a ver al mayor de los Ferchaux. Se reprochaba no haberle examinado mejor, no haberse fijado en ciertos detalles.

Lo que más le molestaba en Arsenio no era quizá su vulgaridad teñida de arrogancia, sino la forma demasiado desenvuelta en que hablaba de Ferchaux.

«¡Él no puede comprender!», se dijo.

Los tres secretarios que le habían precedido tampoco habían comprendido, y Miguel estaba seguro de que él comprendería.

Desde luego, sentía un poco de vergüenza al pensar en Lina. La quería. A veces la quería apasionadamente. Pero, desde la mañana, no hacía más que traicionarla. Tenía conciencia de ello. Era una verdadera traición. No pensaba más que en Ferchaux y en su misterio.

La prueba es que se agachaba, con el corazón agitado, para descubrir a lo lejos las luces de la casa. No pudo distinguir más que un halo por la parte de la cocina; luego, cuando el coche se paró, descubrió otro coche detenido en la oscuridad.

El señor Morel, seguramente estaba todavía allí, y Maudet se sintió contrariado por ello. Sólo Ferchaux le interesaba, le atraía, y su mal humor o su despecho al saber la presencia del agente de negocios se parecía a los celos.

Arsenio le ayudó a sacar las sábanas, la máquina de escribir y algunos objetos menudos del coche. Los dos hombres entraron por la cocina, y la vieja Jouette, que estaba pelando patatas, no alzó la cabeza hacia ellos.

—¿No habrás olvidado la carne? —se limitó a preguntarle a Arsenio, quien, en efecto, se había parado en una carnicería.

La tiró sobre la mesa, derribando un tazón de café frío.

Miguel no sabía qué hacer ni dónde meterse. Permanecía de pie ante el fuego, sin pensar en quitarse el impermeable. Arsenio salió para guardar el coche.

—Voy a subir con usted para arreglar su habitación —dijo la vieja dejando caer una última patata en un cubo de porcelana y echando en un cesto las mondaduras que habían quedado en su regazo.

La mujer se levantó resoplando, miró las sábanas, la almohada, suspiró como descontenta, y encendió una lámpara de petróleo.

—Coja la lámpara y vaya delante.

Al pasar ante la habitación ocupada por los dos hombres, se oyó un murmullo de voces, y luego el timbre del teléfono. La puerta no se abrió. Ferchaux no se preocupaba de su nuevo secretario.

—Mantenga derecha la lámpara por lo menos. Va a hacer que estalle el cristal.

Cruzaron la alcoba de Ferchaux, donde habían encendido fuego en una estufa que no era la de la mañana. En efecto, ésta no humeaba. Era una estufa baja, de hierro fundido, como las de los lavaderos. Ferchaux había debido de instalarla él mismo a primera hora de la tarde. Había una cama de hierro, a un lado, y cinco o seis fiambreras pintadas de verde oscuro y muy abolladas.

—Deje la lámpara en la ventana.

Hizo la cama de Maudet con movimientos ágiles.

—¿Se ha traído un jarro y una palangana? Habrá de ir a buscar una mesa a la buhardilla.

Luego, cuando todo estuvo preparado, lanzó una última mirada a su alrededor, se encogió de hombros ante la perfecta estupidez de las cosas y, dejando solo al joven, salió sin una palabra.

La lámpara de petróleo envolvía a Miguel con una luz amarilla y densa. Al principio permaneció un largo rato sentado al borde de su cama y, luego, se levantó, fue hasta la ventana, apartó los visillos de encaje y pegó su frente al cristal. En la oscuridad, no había más luz que la del enorme haz del faro, que caía con un ritmo regular sobre los guijarros de la playa y, de vez en cuando, como un relámpago, sobre el vuelo de una gaviota que se abatía con un gran grito.

Los dos hombres seguían abajo, y sus voces llegaban a Maudet en un murmullo regular.