7

El viejo, flaco y semidesnudo en su sillón-hamaca, cerró los ojos y, con la frente arrugada, se lanzó en busca de su pasado; luego dictó unas frases, minuciosamente, repitiendo las palabras como si temiera que por descuido se fuera a perder un poco de aquella preciosa sustancia; terminada su breve improvisación, volvía a empezar y, a veces, permanecía tanto tiempo como ausente que su cuerpo, cuyas dos manos descarnadas se mantenían agarradas a los brazos del sillón, parecía definitivamente abandonado.

Miguel, entonces, con el lápiz levantado, esperaba un momento antes de alzar la cabeza. El calor, desde hacía dos o tres días, era agobiador. La estación de las lluvias se había retrasado. Todo el mundo sentía —incluso los mismos animales— que había algo anormal en aquel cielo inmóvil que ya no dejaba filtrar sino un sol mortecino. A cada minuto se esperaba que el agua empezara al fin a caer a cataratas. Los insectos, enloquecidos, chocaban contra las paredes y picaban con furia. De cuando en cuando, había como un falso comienzo: un soplo de aire venía de alguna parte y, deslizándose a ras del suelo, levantaba de pronto una columna de polvo en forma de ciclón. Desgraciadamente, apenas había alcanzado el primer cruce de calles cuando caía sin fuerzas. Y el mar, aunque sin una ola, estaba blanco de espuma.

En un rincón de la terraza, Marta, la matrona, había puesto a secar cuidadosamente las dos camisas que Miguel había mojado por la mañana y cuyas mangas se mantenían extendidas gracias a las pinzas de madera.

Escribía maquinalmente, sin intentar comprender las palabras que le dictaban. Apenas si eran como un velo sobre sus pensamientos, como un efecto especial en una emisión radiofónica, después del cual volvía a escuchar más distintamente sus voces interiores.

Arica... Iquique... Caldera... La Serena... Estaba decidido ya. La simpática Doña Ana Rivero había ganado la partida. Ya estaban las dos allí, en una vasta mansión de los alrededores de Valparaíso, donde jugaban a las damas mientras desfilaba ante la rica americana toda la buena sociedad de Chile.

¿Cómo lo explicaba Gertrud Lampson? Miguel tenía la carta en el bolsillo, pero se la sabía de memoria.

«Es una fiesta de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Y muchas veces, para nosotras, el día es la noche y la noche es el día ¡Qué lástima, mi querido y alegre muchacho, que no esté aquí usted, a quien tanto le gustan las fiestas...!

¿Cómo sabía que a él le gustaban las fiestas? Pero su carta importaba poco. No eran las palabras las que contaban. O, más bien, las palabras no necesitaban ya tener sentido y ocupar un puesto en una frase. Se parecían a las gotitas que una fuente lanza hacia el sol y que saltan, suben, muy altas, chocan entre sí a veces y se pulverizan, formando arco iris, convirtiéndose en perlas y diamantes. ¿No son las mismas gotitas que vuelven a caer y de nuevo saltan con idéntica facilidad, ya sin la gravidez de la materia, jugando en la luz un juego divino?

Buenos Aires... Río de Janeiro.., Pernambuco... Georgetown...

Las fiestas apenas habían comenzado; y las dos mujeres no habían tenido aún tiempo de cansarse de ellas y ya hacían nuevos proyectos, con la misma inconsciencia infantil, lanzándose con su fantasía por encima de un continente que no parecía existir sino para prestarse a sus juegos.

«Un primo de Anita, que es teniente aviador...»

Detestaba al teniente aviador, detestaba a todos los aviadores de la tierra y del cielo. Ella no decía si era joven, pero le llamaba José.

«Sobre todo, no esté celoso, mi querido Baby...»

Debía ser una noche, una noche estrellada, en una terraza, con orquestas escondidas detrás de los macizos de flores... Él debía de haberle hablado con ardor de sus vuelos y de la Cordillera de los Andes vista desde las alturas del cielo.

«...No será tan largo, pero sí mucho más excitante que el viaje por mar...»

Excitante, sí. ¿No debía cada día traerle otros juegos y nuevas excitaciones? El mundo entero, estaba hecho para servir sus caprichos: los transatlánticos donde los Bill Ligget solícitos y respetuosos organizaban bailes de disfraces o concursos de «búsqueda de tesoros» y donde se encontraba, como por encargo, pasajeros tan simpáticos; toda la buena sociedad de Valparaíso que acudía a la casa de Doña Anita Rivero; hasta el cielo, ahora, que la llamaba, hasta las líneas aéreas, con sus ágiles aparatos, que se ofrecían a su elección.

«...Todavía no sé si pasaré por Brasil o por Bogotá...»

Había millares de mujeres como ella en el mundo, cada día llegaban nuevas hornadas al Washington, y también de hombres, hombres para los que los días tenían la misma ligereza que en los cuentos de hadas.

El día anterior por la mañana, en el bar del hotel angloamericano, dos de estos hombres se habían encontrado y, aunque no se conocían, se habían reconocido por signos invisibles, como los ángeles, cuando toman envoltura humana, deben reconocerse entre sí.

A nadie, por ejemplo, en aquel hotel de ventiladores silenciosos, se le había ocurrido jamás dirigirle la palabra a Miguel. Aquellos dos, que quizá venían de los rincones más opuestos del mundo, no necesitaron sino un santo y seña: «Akmed III». Un nombre de caballo. Esto les bastó para reconocerse hermanos y, a partir de aquel momento, todas las palabras pronunciadas fueron palabras totems, bien se tratara del nombre de un restaurante en Singapur, de un mayor del ejército de las Indias o de una pequeña vahiné de Tahití.

Ferchaux salió de su limbo, indiferente a los ojos ávidos de su secretario, dictó algunas frases, que repitió con insistencia antes de volver a desaparecer en su memoria. Y, de pronto, sin motivo, las manos de Miguel, sus dedos crispados sobre el lápiz, fueron presas de un temblor convulsivo.

Fue como un impulso que le empujaba hacia delante y que su cuerpo, pegado a aquella silla, a aquella mesa, a aquella terraza que le producía repugnancia, no podía seguir.

Gertrud Lampson se le iba a escapar. Lo sentía, estaba seguro de ello. Había aceptado la invitación de la bella chilena, y aceptaría otras; no tenía ninguna razón para volver; hoy la tentaba el avión, y mañana sería otra aventura.

¿Cómo decía ella exactamente? No iba a sacar la carta del bolsillo. Quería encontrar en su memoria las palabras de trazos largos y llenas de energía y de preocupación a un tiempo.

«¡Qué lástima que el pobre viejo le necesite...»

El pobre viejo estaba allí, con su pijama sucio abierto sobre el pecho, sobre su vientre plano como un tambor, los ojos cerrados o semicerrados.

Más adelante, ella escribía:

«Si pudiera conseguir de su tío...»

¿Qué le dijo exactamente sobre esto? No se acordaba. Debía estar medio borracho cuando le contó su vida, pues también él, aquella noche, jugaba con las realidades como un niño con las pompas de jabón.

Había debido explicarle que estaba en Colón con un viejo tío muy rico y maniático, sin duda...

«¡Qué lástima que el pobre viejo le necesite...!»

¿Acaso había vacilado un sólo instante, en el pequeño bar de la plaza de Clichy, cuando un compañero, del que no sabía ni el nombre, le habló de cierto Don Diosdado que buscaba un secretario? A costa de vender la poca ropa que le quedaba a su mujer, había logrado el dinero necesario para el viaje, sin saber si aquel viaje le llevaría a alguna parte.

¿Acaso había vacilado, cierta noche húmeda en Dunkerque, en pasar ante Lina sin una palabra, sin un gesto, sabiendo sin embargo que la abandonaba para siempre y se lanzaba a la aventura?

«¡Qué lástima que el pobre viejo...!»

A veces, pasaba un coche que iba al Washington o que venía de allí, rodando silencioso sobre sus ruedas de goma, y el paso del caballo formaba como una música ligera.

«...el pobre viejo...»

El pobre viejo debía de haberse dormido, como a veces le pasaba, pues su boca de dientes amarillentos aparecía entreabierta, y sus manos, sobre los brazos del sillón, habían perdido su rigidez.

Miguel le miraba sin verle. Pensaba. Estaba muy lejos, no en el espacio, sino en el interior de la vida, y tenía la impresión de que descubría con claridad contornos que siempre se le habían escapado o que sólo había adivinado.

Las mujeres como la señora Lampson, como su amiga Rivero, como tantas otras, y los hombres del Washington, esos que se reconocían al citar el nombre de un caballo...

¿No era hacia ellos hacia lo que siempre había aspirado desde su infancia, desde que había mirado en tomo suyo los muros sombríos y las calles tristes de Valenciennes?

Aquellos hombres no hablaban de dinero, no lo ganaban, no lo contaban, no lo guardaban celosamente como un Ferchaux.

Sonrientes y desdeñosos, pasaban, sin verla, entre la multitud de espaldas curvadas, prosiguiendo sus juegos maravillosos.

El gran Ferchaux, desde este punto de vista, resultaba pequeño y miserable, con su pobre vida, que no había sido sino una lucha sin grandeza; allí, en su sillón-hamaca, entre tres muros de hormigón y una barandilla de madera, él era el símbolo de una forma de vida.

Los millones, las decenas de millones, los mil millones, quizás, se habían traducido en semanas de cólicos y de batallas contra las ratas, en líos, en mezquinas disputas con un tipo como Arondel, en llamadas telefónicas al abogado Aubin o a otros hombres no menos turbios.

Inmóvil, Miguel esperaba, y su mirada, lentamente, sin darse él cuenta, se deslizó por el pecho lívido cuya vista siempre le había causado malestar, llegó al vientre, donde del pantalón sostenido por un cordón, sobresalía un trozo de gruesa tela gris.

« ..el pobre viejo...»

De pronto, sin transición, pero no bruscamente, lo comprendió todo. No se movió, no se estremeció. Tan sólo debió ponerse más pálido, pues tuvo la impresión de que la sangre se le retiraba de las venas.

No estaba asustado, ni indignado. El sentimiento que le dominaba era el asombro. A veces, tras haber sufrido largamente un vago malestar, un pequeño absceso se revienta como una pompa de aire y nos invade un maravilloso bienestar.

¿Cómo no había adivinado antes a dónde iba? Desde hacía tiempo se sentía febril, inquieto. Se debatía contra fantasmas.

Y de pronto, sus ojos se abrían. Comprendía lo que otros habían comprendido antes que él.

Porque ahora se sentía con una lucidez sobrehumana. Ya no le impresionaba Jef, y ni siquiera Suska.

¡Y pensar que durante días y días había ido al café de Jef, a desgana, empujado por una fuerza desconocida, intentando en vano comprender sus palabras, sus miradas!

Era muy sencillo todo. Jef había adivinado cómo terminaría aquello. Más aún: Jef había sido un instrumento.

—¿Que qué reprocho? Pues que no te sientas seguro...

Y Jef había espiado sus progresos, día tras día. Jef había sentido que Miguel maduraba. La prueba era lo que le había aconsejado a Renata:

—¡Déjale!

—No lo había detenido, sino al contrario. Casi lo había empujado. Le había hablado del Holandés y de los hombres sin cabeza que el mar arrojó a la playa.

Había cien indicios parecidos que Maudet iba recordando ahora. Cuando, por ejemplo, el presidiario le preguntó dónde escondía Ferchaux su dinero...

El dinero estaba ahí, en aquel sillón, sobre el vientre del «pobre viejo» momentáneamente hundido en un sueño senil.

Miguel no luchaba, del mismo modo que no tuvo necesidad de luchar para abandonar a Lina. Aceptaba la cosa como un hecho, como una necesidad, como si estuviera escrito desde siempre que se produciría.

Tomaría el avión para Valparaíso y entraría en la vasta y maravillosa mansión de Anita Rivero, sencillamente, para ocupar su puesto en ella.

—¿Ve cómo he venido?

Dentro de un momento, antes de comer, saldría y se informaría de las horas de salida del avión. Esto era lo que necesitaba saber ante todo.

En cuanto a los detalles, comenzaba a pensar en ellos, pero sin fiebre, sin forzarse. Estaba todavía bajo los efectos de la revelación que acababa de tener, como los antiguos cristianos para los que el cielo se entreabría milagrosamente un instante.

Se respondía a ciertas preguntas. ¿No había sido el propio Ferchaux quien le había hablado de necesidad para explicar el cartucho de dinamita que lanzó contra los tres negros.

¿Acaso Ferchaux había sentido compasión por Lina? Por el contrario, ¿no había mirado aquella noche a su secretario con una cierta admiración?

Era aún más extraordinario: Miguel estaba convencido, ahora, no sólo de que Jef y el Holandés habían comprendido, sino de que hasta Ferchaux lo sabía. Y lo sabía desde el primer día, desde que se habían encontrado por primera vez y examinó a quien entonces sólo parecía un jovenzuelo vulgar.

¿Por qué se habría unido a él si no le hubiera sentido capaz de un acto que él, personalmente, consideraba tan sencillo y tan legítimo?

Todo se aclaraba, todo se hacía luminoso. Maudet se sentía maravillado por aquella luz cegadora en la que se agrupaban los detalles que acudían de todas partes.

Las miradas más insignificantes, las palabras que habían cambiado... En Dunkerque... Volvía allí, pues tenía la convicción de que fue entonces cuando su suerte se decidió... Miguel le pidió a Ferchaux que le dijera francamente lo que pensaba de él, si le consideraba un hombre fuerte... Ferchaux vaciló... Pareció triste... Estuvo a punto de hablar, pero se contuvo...

¡Porque no se atrevió a definir la clase de fuerza que sentía en su secretario!

¡Todo apuntaba a lo mismo! Según las cartas que había recibido, debía haber un avión cada dos días. Como le había llegado una carta aquella misma mañana, no habría avión al día siguiente sino al otro.

Era mejor. Así tendría tiempo de preparar bien todos los detalles.

Comenzó a estudiarlos, la mirada siempre fija en el viejo, cuya piel apergaminada se plegaba cada vez que una mosca se posaba en su rostro.

Ferchaux abrió los ojos. Miguel desvió inmediatamente la cabeza, pero no pudo hacerlo con toda la rapidez necesaria, pues en la expresión del viejo apareció una inquietud.

—¿Qué pasa? —preguntó saliendo de su relajamiento.

—Nada. Se ha dormido.

—¡Ah!

Tardó varios segundos en tranquilizarse y se pasó la mano por la frente para borrar un mal sueño. Sin duda, en el espacio de un relámpago, había visto los ojos de Maudet fijos en él.

—Esta mañana no trabajaremos más —anunció.

—Entonces, si no le importa, voy a salir.

Necesitaba salir para ir de prisa al café de Jef. Era más fuerte que él. Desde que había hecho el descubrimiento, sentía la necesidad de encontrarse en presencia del hombre que lo había adivinado antes que nadie.

No le diría nada. ¡Al contrario! Era preciso ser muy prudente.

Bajó a la calle. No llovía ya. La ciudad, normalmente tan luminosa, tenía un color plomizo y las calles parecían vacías. A lo lejos se oían las sirenas de los barcos, los pitidos de las grúas de vapor, el entrechocar de objetos metálicos.

Había un signo por el que Miguel comprendía que lo que debía realizarse se realizaría: se sentía ya extraño al ambiente en el que se movía como si fuera un decorado de sueño.

Decidido. Se iría. Ya casi se había ido. Cierto que, todavía, tenia que hacer algunas cosas. Era complicado, peligroso, pero no se asustaba, se mantenía en calma, mucho más dueño de si que en los días anteriores. Tenía una sangre fría tan perfecta que se preguntó si Jef no se daría cuenta, y se prometió vigilar sus miradas.

El belga no estaba solo. Nic Vrondas y los dos chulos, Fred y Julián, más tontos que todos los burgueses de la tierra, estaban sentados a una mesa del rincón, junto al mostrador, jugando a las cartas, en mangas de camisa, el cuello desabrochado por el calor.

No interrumpieron la partida para saludarle y se limitaron a hacerle gestos vagos; Jef le dirigió sólo un gruñido.

—Ponme un pernod, Napo.

El negro salió de su exigua cocina y pasó detrás del mostrador, mientras Miguel se prometía no beber demasiado. No era ya el momento. Se dominaría. Ahora, lo que necesitaba, no era excitarse, sino tener lucidez.

¿Fue así como Jef, tiempo atrás, mató a su hombre? Porque también él había matado a uno. Y le cogieron. Seguramente el caso fue muy distinto. Bastaba ver la masa grosera del flamenco. Debió de golpear en un momento de celos o de cólera.

¿Qué habrían dicho todos ellos, alrededor de su odioso tapete sobre el que caían las cartas mugrientas, si Miguel se lo hubiera declarado tranquilamente? Pues seguía estando tranquilo, los espejos que rodeaban el café se lo confirmaban.

«¡Mañana mataré al viejo caimán!»

La frase le gustó. Le volvía sin cesar a la mente como una música. Las palabras «viejo caimán» encajaban a maravilla. ¡Un viejo caimán endurecido y desdentado, del que nadie tendría compasión!

«Dentro de diez, de quince días, de un mes...»

Aún no sabía si la señora Lampson se casaría con él. Esto no tenía más importancia que cuando, al abandonar París, ignoraba en absoluto si don Diosdado le necesitaba y si le gustaría.

Lo que contaba era marcharse, subir un escalón, y aquel le parecía el escalón definitivo.

Dentro de un rato iría al Washington. Iba rara vez por la tarde, pero necesitaba ir a ver el hotel con su nueva mirada, con su mirada de hombre que ya iba a vivir en ambientes semejantes.

«Mañana...»

En voz alta, preguntó:

—¿Han visto al Holandés?

Esta vez habló con un tono perfectamente desenvuelto. Hasta tal punto que Jef se volvió y le examinó antes de gruñir:

—¿Le necesitas?

—A lo mejor...

—Si quieres cabezas, por ahora no tiene. Ayer le han hecho un pedido y...

No podía evitar mirarse a los espejos, alisarse el pelo con una mano que no temblaba (¡Hombre! Al fin se compraría una gran sortija de oro, con escudo de armas, como la que había soñado durante toda su vida llevar en el dedo.)

Uno de los chulos indicó:

—Esta mañana le vi por la parte del puerto.

Miguel no sabía exactamente para qué necesitaba al Holandés, pero estaba seguro de que le necesitaba. ¿No se había cruzado él mismo en su camino? ¿Y no le había dado Jef la idea de...?

Dejó caer el agua gota a gota sobre el terrón de azúcar en equilibrio sobre el vaso. El humo de su cigarrillo le picaba un poco en los ojos. En aquel preciso momento, la lluvia empezó a caer fuera, con tanta fuerza y con gotas tan grandes que rebotaban contra la acera como granizo.

La gente que pasaba echó a correr. La puerta del café se abrió y personas a las que nunca se había visto en el local de Jef entraron para refugiarse sin atreverse a avanzar, no obstante, hasta el mostrador.

—¡Vaya!... —suspiró Nic—. Tendré que llamar a casa para que me vengan a buscar en coche... ¿Cuál es el triunfo?

—Trébol... Acaba de cortar Fred...

Miguel habría preferido que la lluvia no empezara hasta dos días después, una vez que hubiera partido él, pues preveía algunas idas y venidas y se vería obligado a chapotear bajo el diluvio.

—Creo —articuló sentándose a medias en el ángulo de un velador— que no nos haremos viejos en Panamá...

Fue Jef, de nuevo, quien se volvió hacia él y quien frunció el ceño, como si hiciera esfuerzos por comprender.

—Al viejo le asusta la estación de las lluvias...

¡Hasta la lluvia le venía bien!

—Todavía no sabe a dónde irá, pero ya lo está pensando y, cuando piensa una cosa, no tarda en realizarla.

De este modo, su partida quedaba anunciada y no se extrañarían cuando no le volvieran a ver. Había que pensar en todo. Pensaría en todo.

—¿Está arriba Renata?

Le dijo que sí con un gesto.

—¿Sola?

Subió. Estaba dormida y tuvo que despertarla.

—Me parece que nos vamos a ir —le dijo encendiendo un nuevo cigarrillo.

—¿A dónde?

—No lo sé todavía. Al viejo se le ha metido en la cabeza que las lluvias no le sientan bien y es probable que dentro de unos días...

—Parece como si te alegraras.

—¡Para lo que hago aquí!

Jamás se habían dicho que estuvieran enamorados el uno del otro. Por consiguiente, no tenían que representar ninguna comedia. Sin embargo, Renata se sentía un poco triste y como inquieta.

—No sé por qué tenía ya el presentimiento.

—¿Tú también?

Se reprochó estas palabras como una imprudencia.

—¿Por qué lo dices? ¿Lo ha tenido alguien también?

Pensó en Jef, pero respondió:

—Nadie. Era yo mismo que sentía que se iba a producir un cambio en mi vida.

No había que hablar demasiado. Se estaba pasando. Y, puesto que tenía tiempo por delante, ¿por que no aprovechar por última vez el cuerpo dócil y suave de Renata?

—¿Te desnudas?

—Sí.

Se sentía contento de hacer el amor, de hacerlo sin fiebre, como lo hacía normalmente con Renata, pues esto le probaba una vez más su tranquilidad de ánimo. Mientras la estrechaba, no cesó ni un instante de pensar en su proyecto, o, más bien, en la decisión que había tomado.

«... el pobre viejo...»

Era como para pensar que Gertrud, en su palacio de Valparaíso, tenía antenas. Jamás, en sus cartas anteriores, había hecho alusión al famoso tío.

—¿No echarás nada de menos?

—¿Quién? ¿Yo?

Un cuarto de hora más tarde, se hacía el nudo de la corbata ante el espejo.

—Por lo menos, espero que no te vayas sin venir a despedirte de mí.

Lo prometió, claro, pero sabía que no iría. Aquello había terminado. Con Renata, no habría más despedidas. Sólo le quedaba salir por la puerta. Se volvería un instante hacia la cama donde ella permanecía tumbada, con una pierna colgando, los cabellos esparcidos sobre la almohada.

¡Adiós!

Abajo, esto no era tan seguro. Quizá necesitara todavía a Jef. La partida de cartas había terminado. Todo el mundo estaba de pie. Vrondas había telefoneado y su coche estaba ante la puerta, con el conductor indígena esperando en el asiento delantero.

—¿Alguien quiere que le lleve? —preguntó Nic en el momento en que salía.

—¡Yo! —dijo Miguel, tras lanzar una mirada a Jef, que estaba recogiendo los vasos.

Y se precipitó, con la cabeza agachada, en el interior del lujoso coche del levantino. Flotaba en él un intenso perfume, pues Nic se perfumaba como una mujer. En una especie de estuche de madera preciosa, fijo al respaldo del asiento, Miguel vio un pequeño mechero de oro que le pareció como la prefiguración de la vida que le esperaba. Le recordó también la pitillera de Gertrud Lampson.

De pronto, se sintió tan impaciente por que llegara el día siguiente que le pareció que poseyendo aquel mechero sería ya un poco hombre nuevo. Vrondas hablaba. ¿Qué estaba contando? No tenía importancia. El coche, además, se detenía ya ante la casa de los Vuolto.

—¿Viene esta noche a jugar al póker?

—No lo sé todavía. A lo mejor. A no ser que por nuestra próxima partida...

Un momento antes, en el café de Jef, esta partida era todavía lejana. Cada vez se iba precisando más. Había estado a punto de anunciarla ya para el día siguiente.

Al tiempo que hablaba, Miguel, con habilidad, se apoderó del mechero del estuche y salió del coche.

Nic, que no había notado nada, se echó para atrás, golpeó la puerta y el coche se alejó entre dos haces de agua sucia.

Mientras subía la escalera del edificio de los Vuolto, Maudet apretaba en su mano el valioso mechero. En el primer descansillo, se detuvo, tiró su cigarrillo empezado a fumar, cogió otro y lo encendió en la llama dorada.

Al entrar en la terraza, Ferchaux le pareció más pequeño, más flaco, más insignificante que de costumbre y se preguntó cómo aquel hombre había podido impresionarle tanto cuando le vio por primera vez en la casa de la duna.

La negra, que ya había servido la mesa, anunció con su amplia sonrisa que crispaba los nervios que los señores estaban servidos y que había perdiz.