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El tren recibió una sacudida brutal y Maudet, interrumpido en su camino, permaneció pegado durante un segundo contra la pared del pasillo, cerca del acordeón negro de un fuelle. En ese momento la viscosidad de aquella pared, que parecía sudar grasa fría en la noche lluviosa de octubre, le penetró en los dedos, en la piel, en la memoria; quedaría asociada para siempre en él a la noción de un tren nocturno.
Era consciente de ello, y el serlo hacía que aquel minuto causara en él una exaltación. Llegó hasta a prever que un día, convertido en un personaje importante, al verse forzado a pasar por los vagones de tercera clase para ir desde su coche cama hasta el restaurante, pasaría furtivamente las palmas de sus manos cuidadas por las paredes en la esperanza de volver a tener la misma sensación.
Bultos y maletas, en las que una cuerda suplía a los cierres estropeados, entorpecían el paso; se sentía de pronto el aire frío al pasar ante una ventanilla que había quedado abierta; fuera, luces duras iban pasando, una caseta de guardaagujas, una bombilla deslumbradora sobre un trecho de vía en reparación, los relámpagos violeta de un soldador; más arriba, sobre una zanja por la que el tren pasaba, ventanas débilmente iluminadas en los costados de las casas a pico; un autobús verde y blanco que subía por una cuesta. El tren se hundió en un túnel, y Maudet aspiró plenamente el olor a carbonilla y a subsuelo. Un vagón, dos vagones todavía por atravesar, en zig-zag como un borracho, rostros entrevistos tras los cristales, todos pálidos, enfermizos a la luz polvorienta, una humanidad a la que la noche, el tren, aquella huida hacia algún sitio volvían patética, con los ojos taciturnos o fijos o resignados.
Caminaba de prisa. Al fin cogió el picaporte de cobre, y sus ojos buscaron a Lina, que estaba mirando hacia adelante, pero que sintió su presencia antes de verle, sobresaltándose; volvió vivamente su cabeza sonriéndole ya.
—Ven...
Ella no necesitaba preguntarle. Leía la alegría y el orgullo en sus ojos. Veía sus dedos temblar de impaciencia mientras cogía la maleta de fibra que ella tenía encima.
Había ironía, piedad, una sombra de desprecio en la mirada que concedió todavía a los que habrían debido ser sus compañeros de viaje: tres marineros de Cherburgo, extenuados por cuarenta y ocho horas de permiso en París, uno de ellos tan pálido que parecía estar a punto de vomitar; una campesina vestida de negro, con sus cincuenta años duros y tranquilos, inmóvil durante toda la noche, con las dos manos puestas sobre un capacho de mimbre negro que apretaba contra su regazo; una joven madre, por último, sin sombrero, los ojos blandos, que entreabría su corpiño sobre un seno al que aproximaba la cabeza de un bebé minúsculo.
Delante de ellos, Lina no se atrevió a preguntar. Miguel no le había dicho a dónde iba. Al llegar a la estación Saint-Lazare, habían corrido los dos a lo largo del tren. El convoy era largo. Las terceras estaban en cabeza. Maudet se volvía maquinalmente, sin aflojar su carrera, para mirar las manecillas del gran reloj colgado en el aire.
—Sube...
La alzó hasta el estribo resbaladizo. La barra de cobre estaba cubierta de agua y de polvo de carbón.
Los otros ya estaban allí, instalados para toda la noche. Lina se sentó, pero Miguel, de pie, los miró, sus pupilas se empequeñecieron, y todo su rostro se hizo más fino, sus rasgos más móviles. Ella comprendió al ver la agitación imperceptible de las aletas de su nariz.
¿A dónde había ido? ¿De dónde volvía con aire triunfante?
—Ven...
Estaban atravesando los suburbios: un café iluminado, en la esquina de una calle, una hilera de casas bajas, y luego, de pronto, un edificio muy alto que parecía mantenerse en pie por milagro y, en una calle desierta, un taxi extraviado.
—Miguel, ¿tú crees...?
El la arrastró. Ahora eran dos, uno detrás del otro, quienes chocaban contra las paredes, cruzándose con fantasmas zigzagueantes que buscaban ya los retretes. Al fin, después de un último fuelle cuya lona se movía, una luz extraordinariamente tranquila, cálida y distinguida, un pasillo con alfombra roja y paredes de caoba barnizada.
Lina entrevio el perfil de Miguel. ¿No era en aquel instante como un animal joven que, a fuerza de astucia y de voluntad, encontraba al fin su elemento?
—Entra...
Había un compartimento vacío, todo gris perla y madera barnizada, con almohadillas de reps sobre el respaldo de los asientos y fotografías en las paredes.
—Si el revisor...
El se encogió de hombros, cerró la puerta y corrió sobre el globo eléctrico unas cortinillas de tela azul que se unían como párpados.
—¡Ya está!
Se acomodó y se hundió en la blandura de los asientos, estirándose. ¡Al fin podía relajarse! Se sentían ya como en su casa. Se habían buscado un rincón para los dos. Podían estrecharse uno contra otro: los cortos cabellos de Lina que se le escapaban de su boina de terciopelo, estaban perlados de lluvia todavía fría.
Ella seguía pensando en el revisor.
—¿Qué le dirás?
Se encogió de hombros. ¿Para qué pensar en ello? Se sentían a gusto. Habían partido. ¿No era ya magnífico esto? El tren, que había cogido velocidad y que saludaba a los primeros campos con un largo pitido, los llevaba a los dos en un mullido vagón de primera clase.
—¡Ya ves que todo tiene arreglo!
¿Qué era lo que tenía arreglo? Todo y nada. No sabían. No podían prever lo que les esperaba, pero habían dado un paso adelante, avanzaban y, para Maudet, esto era suficiente.
—¿Cuál es la primera estación?
—Mantes-Gassiecourt. Falta media hora.
Ella estuvo a punto de preguntar: ¿Y si subiera alguien?... ¿Para qué? Le miraba, de pie nuevamente, quitándose su impermeable amarillo que le daba un aspecto famélico. Era delgado. Su traje demasiado estrecho le hacía parecer extenuado. Bajo sus cabellos largos, siempre en desorden, de un rubio ceniza que las chicas le envidiaban, los ojos estaban febriles, unas sombras azuladas de anemia modelaban los pómulos.
Se inclinó para mirar las fotografías: el Monte Saint-Michel, la Abadía de Jumiéges, un transatlántico saliendo del puerto del Havre... Sus narices palpitaban, sus labios se estiraban como los de un lobo joven.
—¿Tienes miedo? —se burló él.
—¿De qué?
¿No sabía ella que él necesitaba verla tranquila y confiada, plácida, con aquella sonrisa un poco vaga que abultaba con tanta naturalidad sus labios carnosos?
¿No era él quien tenía miedo, un miedo vago como un malestar, que le impulsaba, por desafío, a seguir siempre adelante y portarse como un insensato?
—Tú me esperarás en un hotel cerca de la estación.
Apenas habían partido cuando ya quería que hubieran llegado.
La víspera, a medianoche, no sabían nada de este viaje. Estaban derrumbados en un rincón del estudio de su amigo Lourtie, en la parte más alta de Montmartre, al pie del Sacré-Coeur. Era el refugio para las tardes sin dinero. El estudio estaba al fondo de un patio, sobre una cochera. A cualquier hora se podía estar seguro de encontrar allí a tres o cuatro amigos. Entre todos se reunía dinero para ir a comprar embutidos y vino.
No había electricidad. De cuando en cuando, se encendía la mecha de una lámpara de petróleo. Lina dormitaba sobre un diván hecho de viejas cajas y de un jergón. Los hombres discutían, bebían, y en seguida encontraban en el fondo de sus bolsillos algunas monedas para ir a comprar más vino.
Eran las dos de la madrugada cuando salieron. Lina apoyaba una mano sin fuerzas en el brazo de su marido. ¿Qué le estaba diciendo? Le oía hablar, exaltarse incluso, pero estaba demasiado entontecida para seguir el hilo de sus palabras.
No le gustaban los tipos de los que se acababan de separar. Los despreciaba.
—Son fracasados, ya lo verás. No comprenden más que...
¿El qué? Los pies de Lina tropezaban. Miguel tenía la manía de acostarse lo más tarde posible y ella terminaba por dejarse conducir como una sonámbula.
Las luces de la plaza Blanche. Notó que él se estremecía. Todo lo que participaba de una vida inasequible le hacía estremecer, le producía impaciencias casi dolorosas: un portero de cabaret con uniforme rojo y azul, el hall y la puerta giratoria de un palacio, una berlina que se deslizaba sin ruido sobre el asfalto o la silueta entrevista de una mujer envuelta en pieles...
—Algún día... ¡ya verás!
—Claro que sí.
Para ella, su sueño más inmediato era la cama. Le daba lo mismo que estuviera en la habitación pequeña de un hotel amueblado de la calle de las Damas. Caminó más de prisa. Tenía prisa por salir de la zona peligrosa. Sentía que Miguel era atraído desde todas partes por hilos invisibles.
¡Hombre, Buchet!
Ya casi estaban a salvo. Habían llegado a la parte menos iluminada del bulevar de Clichy, y de pronto Maudet descubrió una silueta que se deslizaba a lo largo de los árboles, una vasta capa negra, un sombrero de artista, una barba rojiza.
—Hola, viejo... ¿Te retiras ya?
—¿Y tu?
Buchet, que había estado a punto de ser premio de Roma y que componía sonatas, tocaba todas las noches el piano en una sala de fiestas del bulevar Rochechouart, un falso cabaret cuya muestra, imitada de los cabarets famosos de comienzos de siglo, no atraía sino a raros burgueses de provincias.
Regresaba a su casa, que no se sabía dónde estaba. Nunca se sabía lo que hacía. Una noche se le veía aparecer en el estudio de la calle del Mont-Cenis, bien peinado, bien lavado, con un rollo de música en el bolsillo. Otras veces, se le encontraba pálido y sucio como un vagabundo y pasaba al lado de uno fingiendo no reconocerle.
—¿Tomamos un vaso?
—Como quieras.
Lina, con su mano apoyada en el brazo de Miguel, apenas si se atrevió a hacer una presión tímida a modo de ruego. Sabía que no le retendría nada. Mientras hubiera vida en la calle, algo que ver, que oír, que olfatear, a él le costaba trabajo ir a encerrarse entre cuatro paredes, a hundirse estúpidamente en un sueño aniquilador.
Empujaron la puerta de una pequeña taberna de la plaza Clichy, donde no había más que una vendedora de flores y un taxista, y se acodaron en el mostrador, ante los huevos duros y los bocadillos secos.
—Dos calvados, patrón. ¿Qué tomas tú, Lina?
—Yo nada, gracias.
A Miguel no le gustaba Buchet más que los otros. Acaso sólo le estimaba, tenía por él un respeto inconsciente, a causa del valor que demostraba al hundirse más abajo que nadie. Había quien afirmaba que había visto al músico rebuscando furtivamente en las basuras.
No tenían nada que decirse. Pero carecía de importancia. Había luz, reflejos en las botellas, y estaban también las mejillas lavadas por la lluvia de la vendedora de flores y el rostro terroso del taxista que se estaba comiendo un huevo.
Pero fue entonces cuando la aventura, por el más inesperado de los azares, comenzaría. La puerta se abrió. Maudet vio, primero por el espejo, a un joven con pelliza, tocado con un sombrero flexible, guantes claros, que avanzaba hacia el mostrador afectando la seguridad de un trasnochador.
—Póngame un café.
Inmediatamente se interrumpió.
—¡Hombre, Buchet!... ¡Y Maudet!... ¿Qué hacéis aquí?
También él, a pesar de su pelliza y su flexible, formaba parte de la banda del Mont-Cenis. Miguel no se acordaba de su nombre. Era uno de los que iban sólo de vez en cuando. Se dedicaba a los negocios o, más exactamente, estaba siempre a la caza del gran negocio. Veía a gente, a mucha gente. Se pasaba la vida corriendo tras las personas influyentes.
—¿Te tomas un calvados con nosotros?
Una inquietud en su mirada. No debía tener para pagar la ronda. Maudet le tranquilizó sacando su último billete de cincuenta francos del bolsillo.
—A propósito... ¿No conocerás a alguien que esté buscando un puesto de secretario?
—¿Secretario de quién?
—Espera...
El joven de la pelliza llevaba siempre la cartera atestada de tarjetas de visita y de pedazos de papel.
—Es un tipo que me ha hablado de esto hace poco... Parece que el puesto es bueno, que se viaja mucho, quizá haya que ir a Africa...
Lina, que estaba adormilada mirándose vagamente en el espejo, se sobresaltó en el instante preciso en que los rasgos de Miguel se endurecían.
—¡Habla!
—Espera... No, no es éste... Ah, sí, lo escribí en este sobre... Un tal Diosdado, rue des Chanoinesses, en Caen...
—¿A qué se dedica?
—No tengo ni idea. Por lo que me han dicho es un tipo raro. En poco tiempo ha tenido ya dos o tres secretarios... Pero el puesto debe estar bien pagado...
—¿Cuánto?
—No me lo han dicho... El tipo tiene varios castillos, barcos y no sé cuántas cosas más...
—¿Estás seguro de que no han cogido ya el puesto?
—Me lo han dicho esta tarde a las dos... Hay que dirigirse a un notario de París, Curtius... No tengo su dirección, pero le encontrarás en la guía de teléfonos...
—¿Tiene usted la guía de teléfonos, patrón?
—En la cabina está.
Lo encontró. Curtius, notario, rue de l’Eperon.
A las cuatro de la madrugada, Lina, acostada junto a Miguel, se daba cuenta de que éste continuaba hablándole, pero en seguida se hundió en un sueño total.
A las once se despertó la primera y se estaba arreglando cuando él saltó de la cama.
—Deja que me vista, voy a telefonear ahora mismo al notario. Ya casi son las doce, y dentro de poco no me contestarían.
El tiempo estaba húmedo. Las manchas de la lluvia no acababan de secarse en los tejados y las aceras. Telefoneó desde la taberna vecina.
—¿El señor Curtius?... Sí, con él personalmente... ¿Está al aparato el señor Curtius?... Le telefoneo a propósito de don Diosdado... Sí... ¿Cómo?
Su frente se ensombreció. Con una voz insoportablemente tranquila, el notario, detrás del cual se oía crepitar una máquina de escribir, explicó que era difícil dar una respuesta segura, que era cierto que había sido encargado por don Diosdado de buscarle un secretario, pero que, luego, éste quizá podría haber encontrado uno por su cuenta... Que Maudet diera su nombre y sus datos... O, mejor, que lo escribiera todo, con todas las referencias que pudiera... El notario se encargaba de hacerlo llegar todo y, en una semana como máximo, muy probablemente, recibiría una respuesta...
Antes de salir de la taberna, Miguel se bebió dos pernods seguidos, y de su frente se borraron las arrugas. Entró en la tienda de enfrente para comprar unos bollos, y volvió a presentarse, con aire de triunfo, ante Lina, a la que le había dado tiempo a vestirse y estaba hirviendo ahora el agua para el café sobre un infiernillo de alcohol. A pesar del frío, la ventana estaba abierta a causa del olor, pues la encargada prohibía cocinar en las habitaciones.
—¿Qué tal?
—Me parece que está hecho. Salimos para Caen.
—¿Qué te ha dicho el notario?
—Cree que el puesto no está cogido.
—¿Cree?
—Bueno, está casi seguro.
Ella sabía que mentía. Sabía también que no serviría de nada contradecirle.
—¿Con qué dinero piensas partir?
¿No les quedaban sólo veinte francos y medio de lo que tenían la víspera? Ella reconoció en seguida la mirada que él lanzó en torno suyo: buscaba algo que vender o que empeñar.
Apenas hacía cinco meses que estaban casados y ya no les quedaba casi nada que tuviera algún valor. El reloj de oro de Lina había sido empeñado dos semanas después de su llegada a París. Luego habían revendido por un precio ridículo el smoking que Miguel se había hecho para casarse.
El abrigo de Lina, un confortable abrigo de paño que sus padres le habían encargado al mejor sastre de Valenciennes, también había sido sacrificado.
«—Da demasiado calor para París. Además, resulta provinciano, Es demasiado serio para ti...»
—Escucha, Lina, tenemos que ir por encima de todo... Es una ocasión única... Hazme caso... Ante todo, voy a ver a René...
Era un amigo de Valenciennes que vivía en casa de una tía en la calle Caulaincourt y que estaba empleado en una compañía de seguros de la calle Pillet-Will.
Durante sus comienzos en París, cuando fue él solo para buscarse una colocación antes de casarse con Lina, Maudet había ya recurrido a él. E, incluso, en una época en la que no tenía un céntimo en el bolsillo, durmió en su casa, sin que lo supiera la tía, escondiéndose debajo de la cama de su amigo cuando ésta irrumpía en la habitación.
—Cómete por lo menos tu bollo.
Regresó a las dos, los nervios tensos, los ojos más febriles que nunca, pero no había logrado más que cuarenta francos que René, con un pretexto humillante, había conseguido como anticipo de su sueldo de cajero de la compañía.
—Compréndelo, Lina, cueste lo que cueste...
Se esperaba la escena. Preveía todas sus fases. Los dientes ferozmente apretados, los puños en tensión, luego las lágrimas brotando al fin, lágrimas de rabia.
—Presiento que lo conseguiré, ¿no me crees?... ¡Yo estoy seguro!... ¡Lo sé!... Y sólo por una estúpida cuestión de dinero...
Había logrado convencer a todos así, incluso a Raúl Bocage, el padre de Lina, quien siempre había jurado que no daría su hija más que a un muchacho serio con una situación segura.
Pues bien: ¡se la había dado a Maudet! Un muchacho de veinte años, que se había ido a París unos meses antes y que, según él, vivía desahogadamente.
El señor Bocage, que se creía astuto, aunque siempre estaba medio borracho, había cedido ante una hoja de papel con el membrete de un gran periódico en la que se aseguraba que Miguel Maudet trabajaba como reportero para dicho periódico, con un sueldo de dos mil francos mensuales, más las pagas.
—No es mucho, pero es una carrera que...
Aquel día, en la calle de las Damas, Miguel sabía ya lo que quería conseguir. Lina, por su parte, no lo sospechaba todavía. Se limitaba a esperar, intentando comprender.
—Dentro de seis meses, de un año como máximo, ganaré lo suficiente para volver a comprar todo lo que hemos vendido y diez veces más.
Al fin lo explicó. Lina tenía aún su ropa interior, el ajuar que su madre le había regalado.
—¿Comprendes? No es ropa interior para ti, es de una pequeña burguesa provinciana. Cuando yo salga adelante...
Ella apenas se resistió, pues, si no, la escena se habría prolongado y él habría empezado a dar puñetazos contra las paredes, como solía hacer cuando llegaba al paroxismo de la rabia. Hacia las cuatro, se dirigieron los dos a la calle de los Blancs-Manteaux.
Fue una decepción. El Crédito Municipal acababa de cerrar. Miguel no renunció por tan poca cosa. Entraron en extrañas tiendas donde viejos judíos palparon con sus dedos sucios la ropa de Lina, que sacaban pieza a pieza de la maleta.
A las seis, tenían trescientos veinte francos y estaban cenando en una cervecería de los Grandes Bulevares.
—¡Camarero! Tráigame la guía de ferrocarriles.
Quería partir inmediatamente. El tren de la noche los dejaba en Caen a las 2 horas y 8 minutos de la madrugada.
—¿Qué quieres hacer a las dos de la madrugada en una ciudad que no conoces? Tomemos el primer tren de la mañana.
¿Es que ella no comprendía que el tren nocturno era necesario para la aventura, y también la llegada a una estación desconocida, la sala de espera sórdida, los cuerpos tumbados sobre los bancos, las huellas mojadas en el suelo?
—Quiero estar a primera hora en casa del tal Diosdado.
—¿No dices que el puesto no lo han cogido, que no hay nadie esperándolo?
—Nunca se sabe.
¡Tenía miedo! ¡Temblaba de angustia! Era mejor no pensar en ello, lanzarse a la aventura lo más pronto posible.
Corrieron hacia la calle de las Damas. Cerraron la maleta, en la que llevaban lo justo para cada uno, una camisa y un par de medias para cambiarse, el infiernillo de alcohol, dos servilletas, tazas y cubiertos.
—Fíjate, yo siento que es nuestro porvenir lo que está en juego.
Y cuando él sentía algo así no admitía que surgiera ningún obstáculo en su camino.
—Vamos a tener que pagar la habitación —objetó Lina.
—Si pagamos la habitación, no nos quedará ni siquiera bastante para el viaje.
La hizo bajar la primera para que se asegurara de que no había nadie en el pasillo. Esperó su señal en la escalera con la maleta en la mano. Al fin bajó precipitadamente, saltó a la calle y corrió sin volverse hasta el bulevar de las Batignolles, mientras Lina bordeaba más despacio las casas.
—¿Ves? Ya se lo pagaremos más adelante.
Todo esto era la parte sórdida de la aventura. Con olvidarla, arreglado. El no volvería a pensar en ello. Cuando cerraba los ojos, a veces le ocurría...
¡Pero no! El tren estaba ya en marcha. Se habían abrazado estrechamente en un rincón, como dos gatos jóvenes ante el fuego. La mano de Maudet acariciaba la zona de carne en el escote de su mujer.
—Ten cuidado, Miguel... Si viniera alguien...
—Todo el mundo está dormido.
—Tengo miedo.
¿Le iba a estropear su placer impidiéndole hacer el amor aquella noche en la blanda intimidad de su compartimento de primera clase?
Después, ella se durmió, sobresaltándose cada vez que creía oír los pasos del revisor en el pasillo. El se levantaba, pegaba su frente al cristal empañado y estriado en el exterior por largas diagonales de lluvia. Lo captaba todo, hasta las menores luces a la entrada de los pueblos, las estaciones oscuras que desfilaban, las barreras blancuzcas de los pasos a nivel. Todo le parecía bien, todo le divertía, le hacía estremecerse, y cuando el tren se detuvo por diez minutos en la estación de Evreux, no pudo resistir al deseo de ir a la fonda, beberse un vaso de alcohol y comprar una manzana para Lina, a pesar del peligro de llamar la atención del revisor.
—¿Dónde estamos?
—En Evreux.
—¿Qué hora es?
—Las doce.
El olor de la manzana que ella mordisqueaba, las portezuelas que se cerraban ruidosamente...
Y el regusto a tren que conservaba en la garganta y en todo su ser mientras atravesaban una plaza desierta, llamaban a la puerta de un hotel para viajeros, seguían al vigilante nocturno en zapatillas hacia una alcoba sin agua corriente y una cama cubierta por una colcha.
—Y por favor no olvide despertarme a las ocho.
Se despertó él solo a las siete. No era completamente de día aún. Se afeitó con agua fría, se vistió y vagó por las calles resbaladizas de agua, cruzando dos veces el mismo canal y dirigiéndose al fin a un barrendero para preguntarle por el centro de la ciudad.
A las ocho, estaba en la estrecha calle de las Chanoinesses, con el pavimento desigual, casi sin aceras, bordeada por hoteles rodeados por vallas de piedra.
El número que le habían indicado, el 7, no era sino una monumental puerta-cochera pintada de verde entre dos muros sin ningún hueco. Ni siquiera se podía retroceder lo suficiente para ver lo que había detrás. Tan sólo se descubría un tejado de pizarra.
¿Iba a presentarse tan temprano? Se paseó a lo largo de la calle, las manos hundidas en los bolsillos del impermeable, el sombrero reblandecido por la lluvia. Su estómago le molestaba un poco. Fue a tomarse unos croissants y un café.
«¡A las nueve, llamo!».
Llamó a las ocho y media. Al tirar del llamador de cobre, hizo funcionar, en el silencio del patio, al que el fino rumor de la lluvia hacía más sensible, una campana conventual de sonido grave que no produjo ningún eco.
Esperó, retrocedió en la esperanza de ver alguna ventana por encima del muro, y volvió a llamar.
Fue de detrás de él, en la casa de enfrente, donde una ventana adornada con un geranio se abrió en el piso bajo. Una mujer con bigudíes le preguntó:
—¿Qué desea?
—Es ésta la casa de don Diosdado, ¿verdad?
—No hay nadie.
—¿No sabe usted dónde podría encontrarle? Es para una cosa urgente.
—Ayer estaban aquí, pero se marcharon por la noche. Iban en coche. Puede que los encuentre en su finca.
¿Iba a confesar que él no sabía nada de don Diosdado y que ignoraba dónde estaba aquella finca? La mujer se disponía a cerrar su ventana. Se distinguía, en la penumbra de la alcoba, a una niña en camisón que esperaba a que su madre la vistiera.
—Perdón, señora. ¿Quiere usted darme su dirección?
—Exactamente, no la sé. Sólo se que está junto a Arromanches...
¿No tenía razón Miguel en creer en los milagros? ¿Acaso no era un milagro lo que se produjo? Precisamente en aquel momento, se oyeron unos pasos en la esquina de la calle Saint-Jean con la de las Chanoinesses. La mujer no necesitó mirar hacia allí. Dijo:
—Ese debe ser el cartero. Seguramente le podrá informar.
En efecto, el cartero le informó. Don Diosdado vivía en la villa «La Guillerie», entre Courseulles y Arromanches.
—Si se da prisa, todavía llega a tiempo de coger el correo en la plaza del Mercado.
Maudet había dejado a Lina en el hotel; debía estar durmiendo, y no tenía tiempo de pasarse por allí.
Por miedo a perder el correo, echó a correr por entre las casas.
—Ya encontraré un momento para telefonearla. Además, como seguramente no estará arreglada, no podría acompañarme de todas formas.
Un olor a berzas húmedas, sobre todo a coliflores. Llegó al mercado de legumbres. Dos correos negros como la tinta estaban estacionados en el centro de la plaza, entre las banastas.
—Para Arromanches, por favor?
—Primero... Dése prisa...
No obstante, aún tuvo tiempo de beberse un vaso de vino blanco en una de las tabernuchas del mercado. Habría sido una pena no conocer el ambiente pintoresco de aquellos pequeños cafés. Se sentía empapado bajo su impermeable a causa de la carrera. Saltó al estribo del último coche y se quedó en la plataforma, en la que caían largas gotas de agua en torno suyo, como flechas de cristal.
Había pasado ya el primer pueblo y al surgir el revisor del interior en penumbra, enrojeció, sintiendo como un pequeño choque: se le había olvidado dejarle dinero a su mujer, que no tenía ni un céntimo en su bolso
¡Bah! Estaba en el hotel y, mientras le esperaba, podía pedir todo lo que necesitara. La llamaría en cuanto llegara. La telefonearía... ¿Cómo?... La noche antes no había mirado el nombre del hotel. Lo ignoraba. Estaba delante de la estación. Había, allí, uno junto al otro, cuatro o cinco hoteles para viajeros.
Más valía no pensar en ello. Encendió un cigarrillo. Una gruesa gota de agua cayó justo en el centro de éste y dibujó sobre su papel una mancha gris. El humo permanecía largo rato, como vacilante, en la plataforma, hasta que era arrastrado por la corriente de aire y se disipaba bajo la lluvia.