3

Eran las seis y media del día siguiente, ya caída la noche, cuando Miguel, de regreso de Panamá, se bajó del tren en Colón. Comparada con la víspera, la ciudad estaba oscura y desierta. Los grandes edificios de los bazares no estaban iluminados y ningún anuncio luminoso marcaba la calle de los cabarets nocturnos.

En el andén de la pequeña estación, Maudet lanzó en torno suyo una mirada maquinal y quizá se sintió un poco despechado de que Ferchaux, a pesar de la escena del Atlantic, no hubiera ido a esperarle. A decir verdad, no pensó en ello mucho tiempo. Mientras se dirigía hacia el café de Jef, se mantenía alerta respecto a un fenómeno que estaba produciéndose en él, que reconocía por haberlo observado ya antaño, pero cuya exacta naturaleza todavía no lograba aclararse.

Su paso era más despreocupado que de costumbre; caminaba sin interesarse por el ambiente ni por la gente que surgía de la sombra a su lado. Fue en el momento en que entraba en el local de Jef cuando el fenómeno adquirió su máxima intensidad y Miguel tuvo plena conciencia de él.

Por primera vez, aquella noche veía la cervecería de una cierta forma, la veía como alguien que no forma parte ya de ella.

No era más que un presentimiento, pues no tenía ningún motivo para pensar que iba a dejar Colón o a dejar de hacer sus comidas en el bar del flamenco. Ahora bien, presentimientos de esta clase los había tenido tiempo atrás, en Dunkerque, por ejemplo, una cierta mañana gris en que, al levantarse, habría podido predecir que era su último despertar en aquella ciudad. En la tarde de aquel mismo día, cuando se despedía distraídamente de Lina, sentía en sí la certeza de que no la volvería a ver jamás.

¿Se entristeció? ¿Se enterneció, al menos? No, puesto que no había tenido conciencia de su culpabilidad. No era él quien se iba, quien abandonaba a su mujer o un lugar familiar; eran las cosas las que se separaban bruscamente de él. Se separaban de él adquiriendo, en el momento en que menos se lo esperaba, un aspecto de pronto indiferente.

Poco antes, al bajarse del tren, había sentido un vacío en torno suyo. Al volver a ver las calles de Colón, que conocía tanto al cabo de los dos años que llevaba viviendo allí, no tenía la sensación tranquilizadora de un retorno; no acechaba los ruidos; no se preguntaba qué barco sería esperado en el puerto.

La portada del bar de Jef, por ejemplo, le era tan familiar como los faroles de su calle natal en Valenciennes, que seguían exactamente en su puesto en su memoria, con su color y su intensidad.

Pero, al entrar en la sala, oyendo a su espalda el rumor producido por la cortina de bambú, lo único que sintió fue extrañeza.

Ferchaux no se había equivocado al burlarse de Miguel o, mejor, había cometido un error, puesto que burlarse de los jóvenes no sirve para nada. Durante meses, Miguel lo descubría sólo ahora, su ideal había estado casi por completo en aquel café un poco confidencial que había encarnado a sus ojos el misterio y la poesía de un gran puerto.

¿Qué misterio había allí, en aquella sala escasamente iluminada donde no había nunca más de cinco o seis personas a la vez y donde, al principio, cuando él era todavía un desconocido, habría considerado como un favor la menor familiaridad del patrón?

Sabía, como todo el mundo, que Jef era un ex presidiario. Inmenso y adiposo, el pantalón cayéndosele siempre sobre su gruesa tripa, le veía recibir a ciertos clientes como se acoge a los iniciados, inclinándose sobre el mostrador para hablarles en voz baja, como un jefe de banda que da órdenes.

Jef trataba indiferentemente de tú o de usted a cualquiera, y Miguel, las primeras noches, fue tan cándido como para acechar los tú, y contarlos.

—Empieza a conocerme.

No servían comidas a la gente de paso. Propiamente hablando, no era un restaurante. Como personal, no había más que un negro mugriento al que se veía siempre en una cocina no más grande que un retrete, a la que Jef se asomaba de vez en cuando para olisquear las cacerolas. Pero para los asiduos, era, no obstante, la mejor cocina de Colón.

Nic Vrondas, que era rico y que tenía a diario puesto el cubierto para él en casa de su tío, comía la mayor parte de las veces en el bar de Jef. Allí estaba, precisamente, jugando a las cartas con el belga, con Julien Couturier y Alfred Gendre. Sin interrumpirse, todos dirigieron a Maudet un vago saludo.

—¿Ya de vuelta?

—¿No has visto al viejo?

Miguel buscó con la mirada a Renata, que no estaba en la sala. Sólo estaba, en un rincón, el Holandés comiendo spaghettis en silencio.

—¿Le sirvo la cena? —preguntó el negro desde su cocina.

—Dentro de un rato, Napo.

Tenía tiempo. Después de la disputa de anoche, no era cosa de presentarse ante Ferchaux. Puesto que Jef no le había dicho nada, ello significaba que el viejo todavía no había ido a preguntar por él.

Iría, Miguel estaba seguro. El no se sentía preocupado por su porvenir, en todo caso por su porvenir inmediato. ¡Ahora que las cosas empezaban a despegarse de él, lo mejor era que se despegaran cuanto antes!

Era un poco como cuando corría, a las ocho de la mañana, por las calles de Caen, en busca de un improbable Diosdado Ferchaux. No sabía nada de lo que le esperaba —ni siquiera si le esperaba algo— y, sin embargo, estaba decidido a no volver a la calle de las Damas. De cuando en cuando, un sudor frío le subía a las sienes, sentía un leve espasmo, pero no por eso dejó de avanzar.

No se sentó. Con el cigarrillo en los labios, permaneció de pie detrás de los jugadores, siguiendo vagamente su partida de poker, tropezando con su imagen en el espejo cada vez que alzaba los ojos.

Ya no era el joven que había llamado a la puerta de la calle de las Chanoinesses. Aunque seguía siendo delgado, su silueta se había hecho más maciza. Sus rasgos, en lugar de endurecerse, se habían hecho más blandos. Tiempo atrás daba la impresión de que era un poco arisco, como si estuviera mal alimentado. Ya no tenía granitos en la piel, que se había vuelto lisa, coloreada por un moreno de sol uniforme. Se le notaba que se cuidaba mucho, pero no tanto como un Nic Vrondas, por ejemplo, que siempre parecía que acababa de salir de un baño de vapor y de las manos del peluquero, lo que revelaba al levantino, probablemente al judío, aunque él lo negara.

En suma, si Maudet no formaba completamente parte del círculo del bar de Jef, era porque él no había querido. Resultaba paradójico pensarlo ahora, cuando él había hecho todo lo posible por forzar su intimidad y su confianza. Sin embargo, tenía razón: él no lo había querido en realidad, no era de la misma pasta que ellos; algo, en él, se había negado a una intimidad completa, a una confusión.

Desde este punto de vista, había que admitir que Ferchaux era lúcido. Había comprendido inmediatamente que Miguel no estaba en su puesto. Al viejo, para conducirse como un hombre superior, sólo le faltó evitar los sarcasmos, que no habían hecho sino aguijonear a Miguel, y que ahora le hacían sentir rencor contra su antiguo patrón.

¿Por qué Ferchaux se había unido a Miguel? Porque desde los primeros días había sentido en él una fuerza casi igual a la que le animaba en tiempos de su juventud.

Esto era la base. La casa de la duna. El viejo hotel particular de Caen.

Luego se empezaron a mezclar otros sentimientos más turbios. Por ejemplo, cuando Ferchaux fue a buscar a Miguel a su cuarto, en casa de la señora Snoek, tenía miedo, miedo a perder aquella intimidad a la que se había acostumbrado, miedo a volver a su soledad, miedo a ser, en el exilio, el viejo sin compañero.

Tan cierto era esto que, cuando sus miradas se cruzaron, los dos se comprendieron, y Ferchaux enrojeció, ya humillado, aceptando su humillación, ofreciéndosela como un homenaje a su compañero.

Si Miguel había partido con él... Ni Jef, ni Vrondas, ni los dos chulos que jugaban a las cartas con ellos le habrían comprendido si les hubiese dicho la verdad: había partido porque sintió que, a partir de aquel momento, el dueño sería él y, también, por compasión hacia Diosdado Ferchaux.

Su admiración del comienzo había muerto. No veía ya al Hombre del Ubangui, ni al financiero que había poseído cerca de mil millones, que había hecho temblar a bancos y gobiernos. El sólo veía, día a día, de la mañana a la noche, a un viejo cargado de pequeñas manías.

¡Qué preocupación tenía Ferchaux, él, que se burlaba de la opinión de la gente, qué preocupación tenía por aparentar a pesar de todo a los ojos de un jovenzuelo como Maudet! Para él, para él solo, eran los aires que se daba. Sólo por él amenazaba todavía al mundo y hablaba de desquite.

Luego, poco a poco, trataba de iniciar al joven en su filosofía, de explicarle su desprecio.

—Podría...

Todavía era fuerte. Nadie le había vencido. Si él quisiera, aún podría...

—Pero yo prefiero...

¿No lo había conocido todo? ¿No lo había vivido todo? Prefería su soledad, y no añadía, aunque se sobreentendía, su soledad de dos.

—Más tarde lo comprenderá, Miguel...

Miguel estaba convencido de que ya comprendía, y era por eso por lo que no tenía ningún respeto por el viejo. ¿No son iguales todos los viejos? Este necesitaba un auditorio joven ante el que presumir y, al no atreverse a hablar de sí mismo a lo largo de toda la jornada, se había inventado aquellas memorias que escribía con tanta seriedad como Napoleón, en Santa Elena, dictaba su Memorial.

Aquella noche, quizá al día siguiente, iría a suplicar a Miguel que volviera a su puesto. Y, como a ciertos amantes, su humillación aceptada le produciría alegría y orgullo.

Pues también era esto; él, Ferchaux, no vacilaba en correr todas las calles, como un mendigo, persiguiendo a un jovenzuelo sin ninguna importancia.

—¿Está arriba Renata? —preguntó Miguel.

¿Le había notado Jef que no se encontraba en su estado habitual? ¿Había algo anormal en su voz? El caso es que alzó la cabeza sobre sus cartas y miró con curiosidad al joven.

—Ha regresado a las once de la mañana. Debe estar agotada.

Aquello significaba que había pasado el final de la noche con un hombre. ¿Qué le importaba a él? ¿Se sentía acaso celoso de Renata?

¿Quería tentarle Jef al decirle aquello? Pues en la casa había como una especie de conspiración en tomo a Renata y a él.

—Que tú no vas a quedarte mucho tiempo con tu viejo caimán, no hay ni que preguntarlo, ¿verdad? —le decían a menudo.

Sólo ahora empezaba a creerlo él. Pero este pensamiento iba acompañado en él de un malestar.

No por eso dejaba de ser cierto el hecho: con su actitud, había roto con Ferchaux y se encontraba sin un céntimo en el bolsillo.

Porque, poco antes, cuando desembarcó en Panamá, se encontraba literalmente sin un céntimo en el bolsillo. Era como una tara de la que no pudiera librarse. Durante toda su vida había estado perseguido por aquella humillante falta de dinero.

Habría podido reclamarle a la señora Lampson el precio de la cabeza de indio que le había proporcionado: doscientos dólares era el precio que le había dicho. Ella no se había vuelto a acordar y él quiso mantenerse con dignidad hasta el final.

En resumen, para Jef y para los otros, su porvenir era llegar a ser como Julien Couturier y Alfred Gendre, a los que corrientemente llamaban Fred y Julien, pues casi nunca se separaban. Pero en mejor, desde luego. Fred y Julián eran un poco en su ambiente lo que un modesto empleado es a la gran banca. Alguien no advertido los habría tomado por algo distinto de lo que eran. De edad mediana los dos. Fred ya tripudo. Julien con algunos cabellos grises en las sienes, lo que daba un aire distinguido.

Cada uno tenía su mujer en el barrio reservado. No alzaban jamás la voz, hacían inversiones de dinero y se las arreglaban para emprender cada dos o tres años un viaje a Francia, donde ya habían comprado terreno para edificar a orillas del Marne.

Renata estaba libre. Miguel le gustaba.

—¿No subes a darle los buenos días? —le preguntó Fred.

Claro que sí. Incluso era para eso para lo que había ido. Necesitaba dinero inmediatamente. Ya le había pedido prestados diez dólares a Bill Ligget cuando se despedía de él.

—Imagínate... He olvidado la cartera en Colón... La próxima vez que pases...

Se lo pedía para pagarse el tren. ¿Y ahora?

Sólo ocho días atrás aquella situación le habría asustado, y sin duda se habría presentado ante Ferchaux para pedirle excusas. No sólo ocho días atrás, sino la víspera.

—Subo —anunció—. Ponnos dos cubiertos en la misma mesa, Napo.

Como hotel era igual que como restaurante: sólo dormían, bien regularmente o de paso, los asiduos, los iniciados, podría decirse, franceses en su mayor parte, de Colón o de Panamá, que formaban parte del mismo círculo.

Miguel llegó a la galería sobre el patio y buscó en vano el interruptor eléctrico, tanteando a lo largo del muro, hasta que empujó una puerta.

—¿Quién es?

—Soy yo —dijo.

—¿Ya has vuelto?

Debía estar medio despierta a su llegada, pues en seguida se espabiló. Como Lina, solía permanecer acostada en la oscuridad sin dormir, casi siempre con una mano sobre el vientre.

Lo pensó. Al tiempo que daba la luz, se aseguró de que aquella mano... No se había equivocado. Ella alzó el brazo izquierdo ante sus ojos para protegerlos de la luz eléctrica, pero la otra mano permaneció puesta en el hueco tibio de la ingle. Dormía desnuda. La sábana estaba retirada sobre sus piernas. La miró sin deseo, como a una compañera. Estaba contento de volverla a ver, y también de aquella especie de complicidad que existía entre ellos.

—¿Qué hora es? Puesto que has venido, deben ser más de las seis.

—Son las siete.

—¿Te ha ido bien?

—Muy bien.

—Supongo que no has ido a ver al viejo.

—No he ido y es probable que no vaya nunca.

—Y luego dicen que las mujeres somos malas. ¡Te has portado duramente!

—Ya verás como vendrá detrás de mí a pesar de todo.

—¿Qué harás?

Entonces, sentándose en el borde de la cama, dijo:

—No lo sé todavía.

Esto fue todo, y fue bastante. Con Renata se podía expresar pensamientos de esta clase sin correr el riesgo de que fueran mal interpretados. La forma en que se había sentado en el borde de la cama, y la forma en que le acariciaba suavemente el muslo había dado a sus palabras su verdadero sentido: «No lo sé todavía».

Es decir, dependía en parte de ella. Sólo en parte. No se comprometía. Sencillamente, volvía a Colón sin una idea precisa del porvenir —del porvenir inmediato— y, mientras, se refugiaba en Renata.

—¿Has dicho que cenamos abajo?

—Sí.

—¿Tienes hambre?

—No mucha.

Ella necesitaba quedarse un poco en la cama, charlar con él en la intimidad de la alcoba.

—Bueno, cuéntame...

No resistió al placer de hacerse de rogar.

—Que te cuente, ¿el qué?

—¿Quién era?

—Una tal señora Lampson, una americana, claro, eso se veía, ¿no?

—No empieces por hablar mal de ella. ¿Y luego?

—¿Qué te pareció?

—Lo que sé es cómo le parecías tú a ella.

—¿Qué quieres decir?

—Lo sabes tan bien como yo. Te miraba más o menos como un niño pobre mira el escaparate de un pastelero. ¿Casada?

—Viuda. Su marido era un gran industrial de Detroit. Según lo que me ha explicado, fabricaba cerraduras de seguridad y candados. Ella tiene todavía la mayoría de las acciones del negocio.

—¿Cuántos años le echas?

—Treinta y cinco.

—¿Y qué tal?

—¿Que tal qué?

—No quieres contármelo, ¿no?

—Me llevó a bordo. Me molestaba un poco por Bill Ligget.

—Idiota.

—¿Por qué?

—Eres idiota mintiendo. Para ti era un placer mostrarte con ella ante Ligget. Apuesto algo a que ocupaba el camarote de lujo.

—Sí. Pero se empeñó en llevarme antes al bar, que estaba cerrado y lo hizo abrir aposta.

—Para exhibirte ante sus compañeros de viaje, claro.

Era cierto, él lo sabía. Aquello, por otra parte, le había desconcertado, pero él no quería decir nada. ¿Acaso Renata había adivinado? La señora Lampson se había conducido con él exactamente igual que un hombre suele conducirse con una conquista. Era ella quien tenía las iniciativas, ella quien le llevaba a Panamá, ella quien pedía champán y cuyas miradas decían a los demás: «Es guapo, ¿eh?».

Las preguntas que le había hecho durante la noche eran en general las preguntas que un hombre hace a una mujer que acaba de conocer, y ante ciertas respuestas ella tenía el mismo enternecimiento que un hombre maduro tiene ante las respuestas de una jovencita.

—¡Pobre! ¿De verdad ha estado usted casado?

Todo la divertía, todo la excitaba. Sin embargo, a pesar del champán, tenía momentos extrañamente lúcidos: no dejaba de observarle, parecía tener aún respecto a él sospechas que quería comprobar.

En el Atlántic, por ejemplo, ella le pasó su bolso para que pagara las botellas de champán. Cuando el camarero le dio la vuelta, ella estaba ya de pie. No parecía verle, pero él notó que le estaba observando a través de un espejo.

Estaba seguro de que, en los diversos sitios a los que habían ido, en los bazares donde había hecho sus compras, ella había intentado saber si le daban una comisión.

—Es usted un baby muy simpático...

También Lina, que tenía su edad, que incluso era más joven que él, se mostraba a menudo maternal, excesivamente cariñosa. ¿Y Renata? Si pensaba en vivir con él, ¿era por tener un protector, como en el caso del amigo anterior, el que murió? ¿No cedía ella más bien a la necesidad de una compañía y, sobre todo, a una necesidad de cariño? Para ella era como un bello objeto, un animal encantador que desarmaba a cualquiera con las caras que ponía y a quien todo se le perdonaba.

Y, sin embargo, tanto una como otra debían sentir que el encantador animal tenía garras y que la crueldad afilaba sus miradas. La americana lo había sentido. En cierto momento, incluso, había tenido la impresión de que le tenía un poco de miedo.

—Lo que no es divertido es la prohibición de cerrar la puerta —dijo a Renata.

—¿No lo sabías?

También ella había ido con pasajeros a bordo de barcos americanos. Cuando fueron al camarote, se sorprendió al ver que la señora Lampson dejaba la puerta abierta.

—¿No cierra?

—Está prohibido, querido... A bordo de los barcos, lo mismo que en los hoteles de América... A menos que el señor y la señora estén casados...

Una simple cortina, que se hinchaba al menor soplo de aire, los separaba de la crujía. Su compañera había llamado al steward para pedirle una botella de whisky, hielo y seltz.

El barco debería estar deslizándose silenciosamente por la primera esclusa. La mujer lanzó una rápida mirada en tomo suyo, luego quitó una llave que había en la cerradura de una maleta, y entró en el cuarto de baño.

—Sólo cinco minutos, querido...

Estaba seguro de que ella se volvió a asegurar aún otra vez de que no dejaba nada olvidado al salir. Debía estar acostumbrada a aquella clase de aventuras.

—Ropa interior elegante, ¿eh? Sólo con ver las joyas...

Todo, hasta el más pequeño detalle, era rico: los baúles enormes marcados con sus iniciales, la ropa interior y los trajes esparcidos, todos los objetos, una simple boquilla adornada con pedrería, un marco de plata maciza para una fotografía...

Cuando salió del baño, en deshabillé de animadora, le dijo:

—Ahora le toca a usted, baby.

Y él se quedó deslumbrado todavía por el estuche de tocador. Renata parecía verlo todo, aunque no había estado.

—¿Y quedó satisfecha?

De esto, él no sabía nada aún. No podía hablarle de ello a Renata. Ni a nadie.

Desde luego, el champán, y luego el whisky, le habían exaltado. En cierto momento, entre los brazos de aquella mujer a la que no conocía y que conservaba toda su sangre fría, se había sentido terriblemente desgraciado.

Se había sentido, sobre todo, pobre, de una pobreza que le humillaba. Todo, en torno suyo, le hablaba de un mundo que no conocía más que a distancia. Se le entreabría la puerta de este mundo por una noche, un poco como un gran señor entreabre la suya, el tiempo que dura un capricho, a una pobre prostituta.

Se sentía presa de una verdadera desesperación, y a ello contribuía la borrachera: su disputa con Ferchaux le parecía una irremediable catástrofe.

¿Qué iba a ser de él? Había perdido su puesto. No le quedaba más que el recurso de incorporarse a la banda de Jef, que había perdido ya todo prestigio a sus ojos. Sólo sería uno de esos miserables caballeros que se lanzan al asalto de los barcos para rebañar las migajas de la fortuna de los pasajeros.

¿Lloró? No quería acordarse de ello. En todo caso, había hablado con voz unas veces ronca y otras jadeante.

Poco importaba que no hubiera dicho la verdad. Había creado otra, una verdad más en armonía con el momento que vivía y sus aspiraciones.

Pues había dicho que pertenecía a una vieja familia noble y que su padre se había arruinado jugando en Montecarlo. (Pocos días antes había leído una novela que se desarrollaba en la Riviera). Había hablado de su madre, de su hermana. Fue por esta última por quien se expatrió, por quien aceptó convertirse en secretario de un viejo tío del que le estaba prohibido decir nada.

No sólo no podía contar estas cosas a Renata, sino que no quería pensar en ellas, pues, visto bajo una cierta luz, el papel que había representado resultaba odioso o grotesco.

Por la noche, en el camarote iluminado sólo por una lamparilla, con el whisky que corría tan abundantemente como las lágrimas, los cuerpos enervados por los asaltos demasiado feroces y repetidos, Miguel no debía haber resultado ridículo, puesto que la señora Lampson también se había enternecido.

Incluso llegó a querer entregarle una carterita de seda, que él rechazó. Y, tras una escena violenta, melodramática, ella le pidió perdón por su gesto.

Cierto que estaban borrachos. Pero todo había sido real, y ella debía recordarlo. Lo había recordado por la mañana, cuando, en la rada de Panamá, él abandonó su camarote. Como una promesa, le murmuró:

—Creo que volveré en el mismo barco.

Así pues, renunciaba por él al viaje por la América del Sur del que le hablara al principio.

Esperaba cartas suyas en las siguientes escalas. Al día siguiente, él tenía que enviarle una por avión a Guayaquil. Todo esto no le interesaba a Renata, aunque debía imaginárselo, pues, al levantarse, le dijo:

—Apuesto algo a que volverá a pasar por aquí.

—Eso ha dicho.

La habitación estaba desnuda, como el apartamento de Ferchaux. Paredes blancas, mosquiteros, algunas fotografías en torno al marco del espejo.

—Alcánzame las zapatillas, por favor. ¿No te molesta que me arregle delante de ti?

Al contrario. Aquello tenía un carácter un tanto sórdido, y a él no le molestaba manchar todo lo que había existido hasta entonces, todo lo que, sin duda, existiría todavía durante un cierto tiempo.

Seguramente, éste era el mejor medio de separarse de ello. Terminaba una nueva etapa de su vida, como había terminado la etapa de Valenciennes la noche en que, con unos amigos, había celebrado su partida hacia París emborrachándose; como había terminado también la etapa de París, cuando se vio obligado a vender los vestidos y la ropa de Lina para coger el tren hasta Caen.

Jamás le había detenido ningún obstáculo. ¿Acaso había vacilado en dejar a Lina plantada en Dunkerque? No lo lamentaba y, sin embargo, la quería, a menudo pensaba en ella con cierta ternura, se habría sentido feliz, si la gente fuera menos complicada, recibiendo noticias de ella.

¿Por qué no, al fin y al cabo? Habían hecho una parte del camino juntos. Lina no estaba hecha para seguirle más. Del mismo modo que Renata, aunque era una buena chica, no podía durar con él mucho tiempo.

No las abandonaba por maldad. Al contrario. Guardaba de ellas un recuerdo emocionado.

Había un detalle inconfesable: poco antes, en el tren, cuando pensaba en su vuelta a Colón, se había visto obligado a considerar también la posibilidad, muy poco probable, de que Renata no le quisiera o, incluso, de que se hubiera marchado repentinamente de viaje. Quizá era una idiotez, pero él quería preverlo todo. Pensó también en la solución desesperada, y esta solución era la bretona del barrio reservado, que siempre le miraría con ojos tiernos.

Prefería a Renata. Era exactamente su sueño de hacía un año lo que se realizaba, pero en el momento en que aquello ya no representaba un ideal, en el que ya no era sino un recurso provisional.

Renata se hizo sus lavados más íntimos ante él, con toda naturalidad, sin dejar de charlar.

—Encontrarás mi bolso en el armario. Debe haber un billete de cien dólares en el monedero.

Registró el bolso, tranquilamente, sin sentir curiosidad por leer dos cartas que había en él, pasó a su cartera el billete, se refrescó luego sobre la palangana y se pasó un peine mojado por el pelo.

—¿Bajamos?

¿No sería lo mismo la señora Lampson? ¿No sería también ella una etapa? ¿Menos aún: una simple aventura? Lo cierto es que ella le había hecho entrever otro mundo, cuya entrada, costara lo que costara, él tenía que forzar.

Entonces, él pensaría en el hotel de Jef como ahora pensaba en su piso amueblado de la calle de las Damas, del que huyeron sin pagar, o incluso de la posada normanda donde, sólo al cabo de tres días, pudo reunirse con Lina de madrugada.

—Baja tú.

—Te espero.

Fue por azar, sin duda: en el momento de empezar a descender la escalera, Renata tuvo que atarse bien los zapatos; para ello, le tendió a Miguel su bolso, que llevaba en la mano; él bajó unos escalones, y ella le siguió, pero Miguel no pensó en devolverle el bolso y fue él quien lo llevaba cuando los dos entraron en el local.

Jef estaba cenando en la misma mesa que Fred y Julián. El Holandés, que había terminado de comer hacía mucho más tiempo, permanecía inmóvil en su sitio, la mirada vaga y asustada.

—¡Napo!

—Díganme, señores. ¿Qué toman después de los spaghettis? Hay bacalao al gratín...

Miguel miró a su compañera, con toda naturalidad, interrogante, como si formaran ya una pareja desde hacía mucho tiempo. Con toda naturalidad también, ella respondió:

—Es demasiado fuerte para mí. Prepárame dos huevos cocidos, Napo.

—De acuerdo, señorita Renata.

También los otros habían comprendido. Jef se mostraba a la vez satisfecho y preocupado. Satisfecho porque sabía que todo aquello era una alegría para Renata. Preocupado porque a pesar de todo, no conseguía considerar a Miguel como uno de ellos. Maudet seguía siendo un aficionado, un pobre chulo.

—Esta noche sólo hay un barco —anunció a Renata—. Uno portugués. Y además se hace a la mar a las doce.

Miguel no podía evitar pensar en Ferchaux, completamente solo en su apartamento, con su botella de leche al alcance de la mano. ¿Cuánto tiempo resistiría sin ir a buscarle?

¿Aceptaría Maudet irse con él? Quizá. Todavía no lo sabía. La cosa no lograba interesarle. El miraba más allá. En resumen, todo aquello no tenía ya importancia, y le entraron ganas de encogerse de hombros al verse en el espejo, representando su nuevo papel, en el que ya no creía.

Aquella noche invitaría a una ronda y jugaría a las cartas mientras esperaba a que regresara Renata.