7

Lo que sacó a Miguel de un sueño profundo, hormigueante de vida angustiada, fue, en seguida se dio cuenta, el ruido de un fogón que estaban encendiendo. Como en su infancia, el ruido venía de arriba. Alguien arrastraba unas chanclas, no sobre un suelo entarimado, sino sobre baldosas, lo que daba la sensación de una mujer cansada, a medio despertar; golpes del atizador para hacer caer las últimas cenizas de la víspera a través de la reja, y luego el arrugar de papeles, la leña apilándose... Habría podido jurar que veía el humo colarse por las rendijas del fogón, y el olor característico llegaba hasta él. Mientras —¿no hacen lo mismo todas las mujeres?— molía café y sólo se interrumpía para echar ruidosamente carbón al fuego, que empezaba a gruñir.

¿Dónde estaba? No salió de golpe del sueño. Sentía contra el suyo un muslo cálido, el de Lina, y escuchaba, notaba latir su propio corazón sin llegar a percibir la respiración de su mujer. Balbució:

—¿Duermes?

No se dio cuenta de lo que había de absurdo en su pregunta.

—No. ¿Y tú?

Debían de haberles sacado del sueño los mismos ruidos y, sin duda, ahora los dos empezaban a despegar al fin sus párpados, mirando fijamente, en el techo de su habitación, una pincelada de luz pálida que brotaba y desaparecía a una cadencia regular.

Iban tomando conciencia de que Ferchaux estaba muy cerca de ellos, acostado en una cama arrimada a la misma pared, al otro lado. Muy posiblemente también a él le habrían despertado las idas y venidas de la señora Snoek.

—¿Has dormido?—susurró Lina, tan bajo que Miguel, más que comprender, lo adivinó.

—Mal.

—Yo no sé si he llegado a dormir.

Los ruidos del puerto, muy cercano, habían resonado en sus pesadillas. Un barco que levaba anclas en plena noche había lanzado toques de sirena desgarradores, como una inmensa queja arrancada por un dolor sobrehumano. Luego, mucho más cerca de ellos, junto al muelle, durante casi una hora, estuvieron intentando poner en marcha un gran motor Diesel. Sentían una aspiración; permanecían en suspenso, esperando al fin un jadeo regular del motor, pero el rumor se paraba como una garganta que se estrangula, unos hombres juraban, de nuevo manejaban los mandos helados, hacían girar las manivelas, al resplandor de un débil farol, mientras crecía el rumor de la marea.

—¿Crees que nos quedaremos aquí?

—Eso ha dicho él.

Durante los silencios, ninguno de los dos sabía los pensamientos del otro. ¿Tenía Lina también los ojos abiertos? ¿Se estaba esforzando por volver a dormirse? Debía ser muy temprano, quizá las cuatro, las cinco de la madrugada como máximo, a juzgar por su cansancio y porque, si el puerto no estaba dormido de noche, la ciudad, detrás de las casas del muelle, estaba todavía muerta.

Se encontraban en Dunkerque desde la víspera a las tres de la tarde. Hacía dos días que habían abandonado Caen, en plena noche, y Miguel apenas si podía recordar, ordenadamente, todo lo que habían hecho desde entonces.

De los acontecimientos de Caen conservaba un recuerdo tan preciso que era como un grabado al buril, uno de esos grabados del siglo pasado que ilustraban las novelas de su infancia. Lo más sorprendente era la presencia de Ferchaux en el ambiente brillante y cálido de la cervecería Chandivert; y los aires conocidos que la orquesta tocaba, tras haber colgado el número de orden de la pieza en un soporte ante la tarima, parecían la música de fondo de una escena de cine.

Maudet temía sobre todo un juicio demasiado precipitado de Lina respecto a Diosdado Ferchaux. Le parecía que aquel ambiente banal no era el más ventajoso para él. Veía los ojos aterciopelados de su mujer fijos, llenos de curiosidad, en Ferchaux, y él habría querido ayudarla a comprender, explicarle lo que había de extraordinario, de exaltador en su compañero.

Pero Lina, a pesar de su temor a que se mostrara rebelde, incluso agresiva, se mostró bastante dócil.

—Perdóneme, señora, por haber entretenido a su marido... Tenemos que marcharnos, Maudet... Dentro de unas horas, sería demasiado tarde... Arsenio está en casa del doctor Pinelli... He telefoneado a París y el señor Aubin cree que la orden de detención será firmada durante el día de hoy... La policía quizá esté a estas horas rodeando la casa...

Todavía tenía en los pómulos dos rosetas de fiebre, sus ojos estaban brillantes y la piel de las sienes fina y tensa; pero estaba tranquilo, hablaba con una voz tan normal como las decenas de parroquianos que llenaban el café.

—¿No tiene usted miedo de acompañarme?

Miguel respondió con energía, poniendo todo el ardor posible en su respuesta:

—En absoluto, señor.

—¿Y usted, señora?

—Yo estoy dispuesta a ir con Miguel hasta dónde sea. Ya le he seguido hasta aquí y hasta allí.

«Allí» era Ver, la casa de la duna, de la que ella no podía hablar sin rencor.

Ferchaux suspiró como para sí mismo:

—Sí... Quizá sea mejor que seamos tres... Escuche, Miguel...

Era la primera vez que le llamaba por su nombre.

—Es más prudente que no vuelva a la casa...

¿No era extraordinario que ahora, en su habitación de Dunkerque, en aquel instante preciso, en medio de la oscuridad, en el silencio, como si sus pensamientos hubieran hecho el mismo recorrido que los de su marido, Lina murmurara?:

—¿Tú crees que tiene miedo?

—Creo que no. Quiere defenderse hasta el final.

Era cierto que desde aquella conversación en Caen, en la cervecería Chandivert, Ferchaux no había perdido un sólo momento su calma. Pero en su conducta había habido un cierto desorden.

—Me gustaría saber si...

No necesitó continuar: a Lina le gustaría saber si, como Arsenio pretendía, su compañero no estaría un poco loco.

Lo primero que hicieron fue marcharse de la cervecería y, deambulando por las calles, discutieron como conspiradores que temen que entre la gente haya un espía.

—Escuche, Maudet... Vuelva usted a la calle de las Chanoinesses... Intente averiguar si Arsenio ha regresado... Si ha regresado, estará sin duda en su cuarto... He tenido buen cuidado de poner la llave en la puerta por fuera... Le será fácil encerrarle... Mi fiel Jouette querrá saber si me ha visto, a dónde va, qué es lo que hace... Quizá sea más desagradable, pero también habrá que encerrarla a ella... Coja todas sus cosas... Pero reserve algún espacio en su maleta... Tenga esta llave... Es la del escritorio que hay en mi alcoba, entre las dos ventanas... En el cajón de la izquierda, encontrará aproximadamente cinco millones, entre billetes franceses y billetes ingleses y americanos... Hay también una bolsita de piel de gamuza que contiene varios diamantes en bruto y un gran rubí... Su mujer y yo le esperaremos en ese café que hay en la esquina de la calle... En cuanto termine, entre en él a beberse un vaso en el mostrador, sin dirigirnos la palabra, y nosotros saldremos antes que usted... Yo habré tenido tiempo de coger un taxi... Desconfío de las estaciones...

¿Era posible que la huida llegara tan bruscamente, como la crisis de una enfermedad que se tiene oculta desde hace mucho tiempo? En las miradas que se intercambiaban, Miguel y Lina se preguntaban ya el uno al otro:

—¿No tendrá miedo?

En caso afirmativo, no era el pánico que se habría apoderado de Maudet si corriera los mismos riesgos. Se mantenía lúcido, más frío cada vez, su voz era cortante.

Ellos vivían fuera de la realidad, se dejaban impresionar, empezaban a mirar con desconfianza las siluetas de la gente que pasaba.

—Tengo que ir a mi habitación a buscar mis cosas —objetó Lina.

—La esperaré en la calle —dijo Ferchaux.

Miguel recordaba este incidente, pues había enrojecido en la sombra. ¿Servía Lina de rehén, para impedir al joven que partiera con los millones? No le gustaba. Luego se convenció de que, si Ferchaux no abandonaba a Lina, era por miedo a la soledad. Impaciente por la escena que iba a tener con Arsenio, Maudet dejó a sus compañeros y camino de prisa; abrió la pequeña puerta en el portalón de la calle de las Chanoinesses y se tranquilizó al no ver luz en el segundo piso.

Jouette se asomó desde lo alto de la escalera y reconoció su silueta.

—¿Ha visto usted a Diosdado?

¿Debía contestar que sí o que no? Si decía que no, ella le tomaría por un ladrón al verle u oírle registrar en los cajones.

—Me ha encargado de una misión...

—¿No va a venir?

—Mañana por la mañana...

Desconfiada, inquieta como una gata en un día de mudanza, le seguía a todas partes. ¿Dónde se iba a desembarazar de ella?

—¿No tendría algo caliente para beber?

—He dejado apagar el fuego, pero, si es necesario, puedo hervir agua en el hornillo.

—Hágalo, por favor.

Notó que ella vacilaba, mirándole de reojo.

—¿Dónde le ha visto? ¿Por qué no ha venido con usted?

—Me fue a buscar a la cervecería Chandivert.

—¿Y qué está haciendo allí él solo? Apostaría a que...

Debió entrever la verdad, y seguramente estuvo a punto de no entrar en la cocina. Dio, sin embargo, unos pasos, y Miguel, temblando de pies a cabeza, cerró bruscamente la puerta, buscó la llave y le hizo dar dos vueltas en la cerradura.

Aquella noche tuvo sensaciones de ladrón. No cesaba de oír los golpes que la vieja daba contra la puerta. Esperaba que, de un momento a otro, ella abriera la ventana y empezara a pedir socorro. Al final, empezó a hurgar en la cerradura con algún alambre. ¿Lograría abrirla?

Abrió la maleta y arrojó en su interior desordenadamente la ropa interior sucia, luego los sobres amarillos del escritorio, que contenían billetes y estaban cerrados por unas simples gomas. Jamás había visto junta una suma tan importante. Arsenio podía regresar o encontrarse en la ciudad con Ferchaux y Lina.

Miguel bajó los escalones de cuatro en cuatro, olvidando apagar la luz. Sólo se dio cuenta de ello cuando ya estaba en el patio y no se atrevió a volver a subir. Saltó a la acera y... ¡Así era, sin duda, cómo los ladrones se hacen coger! La maleta, mal cerrada, se abrió, y sus prendas y los sobres se esparcieron sobre los adoquines. Por suerte, no pasaba nadie. Se agachó y recogió vivamente su fortuna; estuvo a punto de olvidar la bolsita de piel de gamuza que parecía contener un rosario y, al levantarse, vio a la vecina de enfrente detrás de los visillos. Estaba en camisón, con el pelo lleno de bigudíes, y le miraba. Detrás de ella había una luz escasa. ¿Habría podido reconocer, desde donde estaba, algunos billetes amarillentos de uno de los sobres que se había roto? La saludó torpemente y se alejó; al fin se encontró en la calle Saint-Jean y empezó a buscar el café-bar donde estaban citados.

Sabía que Lina se lo reprocharía, pero no pudo contenerse :

—Un calvados —pidió.

La veía en el espejo junto a Ferchaux, sentados los dos a un velador.

—¡Grande! —añadió, al ver que el camarero le servía un vaso minúsculo.

Se bebió dos. Se miraba a sí mismo. Había algo enérgico —que le gustaba— en su fisonomía animada y, no obstante, pálida.

Para mostrar a Ferchaux que también él era astuto, preguntó :

—¿A qué hora hay tren para París?

—Tiene usted tiempo. No pasa hasta las doce y diez de la noche.

Eran las once y pocos minutos. Pagó, salió y se reunió con sus compañeros, y, en la primera esquina, se instalaron los tres en un taxi que esperaba. El conductor debía estar ya al corriente, pues partió sin esperar y se dirigió hacia una de las salidas de la ciudad.

Ferchaux y Lina se habían instalado en el asiento y Miguel, enfrente de ellos, en el traspontín. Lamentó no haberse colocado en el asiento delantero, desde donde habría podido gozar plenamente de aquel viaje en la noche.

—Arsenio no había regresado. A la señora Jouette la he encerrado en la cocina.

—¡Pobre Jouette!

Lina, en absoluto intimidada, preguntó:

—¿Por qué no la ha traído con usted?

—Es demasiado fácilmente reconocible.

Miguel, por su parte, no se atrevía a preguntar a dónde iban. Acaso Ferchaux, al que ya no se distinguía en la oscuridad, dormitaba. Atravesaron Ruán. El conductor se detuvo un momento en las afueras de la ciudad para llenar el depósito de gasolina. So pretexto de una pequeña necesidad, Miguel se bajó del coche y, en el momento en que volvía a subir, le pidió permiso a su jefe para quedarse en el asiento de delante.

A poco, el conductor, para romper el silencio, le preguntó:

—¿Es su suegro?

Sus pensamientos, en aquel momento, eran caóticos. ¿Por qué la frase del conductor le recordó la historia que le había contado a Lina esa misma noche, aquella en la que Ferchaux se acostaba cínicamente, por maldad, con la mujer de uno de sus empleados? A disgusto, sintió ganas de volverse; pero no vería nada en el interior. Se equivocaba, era una idiotez: la situación no era en absoluto la misma. Si Ferchaux, en el Ubangui, obró como obró, fue por desprecio hacia un hombre débil y cobarde, al que sabía dispuesto a todo con tal de obtener alguna ventaja.

Para cambiar de pensamientos, necesitó preguntarle al conductor a dónde iban, pero se dio cuenta a tiempo de que semejante pregunta parecería poco natural.

A las dos de la madrugada llegaban a Amiens, donde se bajaron enfrente de la estación, cuyas salas aún estaban abiertas. Entraron, y se vieron envueltos por un calor animal maloliente. Ferchaux no habló hasta que el chófer se hubo alejado.

—Todavía tiene que llegar un tren —dijo entonces. He visto dos coches ante la estación. Probablemente son taxis. Salga usted y dígale a uno de los taxistas que está esperando la llegada en el tren de su mujer y su suegro, y que esta noche tiene que ir a Abbéville con ellos...

De cuando en cuando, se ponía en la lengua un comprimido de quinina. Una vez, le preguntó a Lina, con la voz de un hombre normal que se dirige a una mujer joven:

—¿No está demasiado cansada?

Ella dijo que no, pero al volver su marido la encontró sobre el banco grasiento. Lina podía dormir en cualquier sitio; y, durmiendo, le salían unos colores infantiles.

¿En qué pensaba Ferchaux durante aquellas horas vacías? Vieron abrirse la puerta que daba acceso a los andenes. Los hombres emergían de sus montones de mantas o ropas como resucitados. Un estrépito invadió el hall, todo el mundo se atropellaba; Ferchaux, Lina y Miguel se dirigieron hacia la salida y encontraron en la acera al nuevo taxista que les estaba esperando.

Maudet se instaló en el asiento delantero sin vacilar. De no haberlo hecho, habría sido, ante sí mismo, como si diera cuerpo al pensamiento estúpido que le había pasado por la cabeza en el coche anterior.

¿A dónde fueron luego? Les había quedado en los labios un sabor a tren, a gasolina quemada, a alcohol, que Miguel, sobre todo, bebía a cada momento, para mantenerse despierto, le decía a Lina, a quien también hacía beber. Sólo Ferchaux se contentaba con grandes vasos de agua mineral.

En Abbéville, tomaron el tren separadamente, Maudet y su mujer en segunda, y Ferchaux en tercera. Fue él quien lo quiso. Les había citado en un café de Lille, tras aconsejarles que durmieran unas horas cuando llegasen.

Lina estaba demasiado cansada para discutir. Sufría la situación sin mal humor, sin recriminaciones, sin hablar mal de Ferchaux.

—¿Crees que son necesarias todas estas precauciones? —se limitó a preguntar bostezando.

—No lo sé. Hasta ahora, no nos siguen. Pero, si de verdad quieren detenerle, es probable que sigan sus huellas y pregunten a los taxistas, a los empleados de estaciones y hoteles.

—No comprendo lo que ese Arsenio ha ido a hacer a casa del médico.

—Pues yo pienso que si detienen a Ferchaux, su hermano intentará hacerle pasar por loco.

—¿Haría eso? ¿Su propio hermano?

Lina se durmió, los labios hinchados, la cabeza balanceándose de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Cuando llegaron a Lille ya era de día. No estaban citados hasta el mediodía y fueron a tumbarse un poco al primer hotel que vieron. No tenían equipaje, pues Ferchaux se había hecho cargo de la maleta. Les tomaron por novios y se sorprendieron al verles pedir una habitación a aquella hora lívida, cuando el mercado vecino estaba en plena actividad.

Miguel se empeñó a toda costa en hacer el amor. Fue sin duda la mirada equívoca de la criada y su forma de abrir la cama lo que le dio la idea. Le picaban los párpados, sus miembros estaban sensibles como heridas cicatrizándose.

Al llegar a la cita casi no reconocieron a Ferchaux. Por debajo de la mesa, Miguel había visto dos pies calzados con zapatos nuevos, unos borceguíes negros con cordones, cuidadosamente embetunados. El hombre llevaba un traje de confección de lana azul marino; en su cabeza, uno de esos casquetes con ribete negro que suelen usar casi todos los que viven del mar, marineros y jubilados, armadores y la gente humilde de los puertos.

Se alzó con cierta precipitación para saludar a Lina, y esta cortesía respecto a una mujer resultaba bastante inesperada por su parte. Sobre el velador, junto a un vaso de agua mineral, había un periódico, ya manchado.

—¿No han leído?

Señaló un titular, en caracteres de mediana importancia.

«El caso Ferchaux

»El fiscal general, señor Duranruel, ha firmado ayer una orden de detención contra Diosdado Ferchaux, el asesino de tres negros del Ubangui, medida que nosotros habíamos hecho prever desde hace mucho tiempo a nuestros lectores.

»La orden de detención ha sido transmitida telegráficamente al Juzgado de Caen, donde Diosdado Ferchaux eligió su domicilio desde su llegada a Francia.

»Esta noticia ha provocado cierto revuelo en la Bolsa y los títulos de varias sociedades coloniales controladas por los hermanos Ferchaux han quedado seriamente dañados.»

Con un movimiento del mentón, indicó su pierna.

—¿No lo han notado?

—Sí.

—Buscarán a un hombre con pierna de palo. He ido a comprarme una pierna de caucho. No me ajusta bien, me cuesta trabajo andar. Pero es más prudente.

Estaba encantado con su traje nuevo y, sobre todo, con su casquete, pues se miraba frecuentemente en el espejo. Tenía el aspecto, no de un armador, sino, más bien, de un viejo empleado de armador, o, incluso, de un pequeño funcionario que vive a orillas del mar y se da aires de capitán de altura.

—Tomamos el tren a las dos. Tenemos que ir a comer antes.

Eligió un restaurante modesto, con manteles de papel estampado, en el que la mayoría de los clientes habituales tenían su servilleta enrollada en un casillero.

—Creerán que he escapado a Bélgica.

También Miguel había pensado que era hacia Bélgica hacia donde se dirigían, pero, tras haber tomado otros trenes, haberse detenido en estaciones, separándose para luego volverse a reunir, tras haber pasado otra noche en blanco, poblada de nombres de estaciones entrevistas a través de los cristales sucios de los compartimentos, fue en Dunkerque, por fin, donde se habían detenido definitivamente.

Ferchaux, desde su partida de Caen, no se había acostado y, sin embargo, su fiebre había bajado, el temblor de sus dedos había cesado y su frente ya no sudaba. Estaba pálido, con surcos grises que subrayaban la delgadez de sus rasgos. La barba había crecido, grisácea, y, en lugar de endurecer su aspecto o hacerlo más miserable, hacia a su rostro más vulgar.

—Le voy a encargar todavía de una misión, Maudet. Esta vez puede usted ir con su mujer. No quiero instalarme en un hotel, porque todos los hoteles serán visitados por la policía. Es necesario que encuentre dos habitaciones para alquilar, a ser posible en la misma casa. Habitaciones modestas preferentemente, por la parte del puerto.

Lina y Miguel, al alejarse, tuvieron la misma idea.: «¿No aprovecharía la ocasión para marcharse solo?»

Apenas habían recorrido diez metros cuando Ferchaux, como si hubiera adivinado su pensamiento, los llamaba y tendía su maleta a Maudet.

—Es mejor que se presenten con equipaje.

—Pero...

Miguel estaba confundido. Ferchaux, al obrar así, se ponía en sus manos. ¿Les conocía tanto como para eso? Los ojos se le llenaron de lágrimas y, de camino, le dijo a Lina:

—Ya ves qué clase de hombre es... Te juro que, cuando le conozcas, pensarás lo mismo que yo...

Ella no protestó, lo cual ya era extraordinario. Caminaron largo tiempo, buscando carteles en las ventanas de las casas bajas que formaban un barrio hormigueante al extremo del puerto. De cuando en cuando, Miguel entraba en un cafetín, y al tiempo que se informaba aprovechaba para beber un vaso de alcohol.

Aquel caminar fatigoso, que parecía no ir a acabar nunca, terminó por encontrar la meta buscada, y ahora estaban ya hundidos en una cama de olor indefinible —Lina pretendía que era el olor de las algas con que habían llenado el colchón—, esperando a que llegara el día o el dueño.

Los rumores se iban orquestando poco a poco: se ponían en movimiento vagones y entrechocaban no lejos de la casa, las fábricas llamaban a sus obreros con pitidos o sirenas, y una grúa, en fin, justo delante de la ventana, comenzó a funcionar.

—¿No duermes?

—No.

—¿Crees que estaremos mucho tiempo aquí?

—No lo sé. Me parece que sí.

—¿Qué es lo que espera?

También esto lo ignoraba Miguel, pero lo adivinaba confusamente. Comenzaba a compartir ciertas reacciones de aquel hombre extraordinario con el que vivía desde hacía varias semanas y en el que, al principio, le habían chocado hasta los menores gestos. Pero habría sido incapaz de comunicarle a Lina sus impresiones, pues eran demasiado complejas, demasiado vagas todavía.

Por ejemplo, en la base del desprecio de Ferchaux por tantas personas y cosas, él adivinaba el aburrimiento. No el aburrimiento tal como él, Maudet, habría podido sentirlo, sino un aburrimiento inmenso, helado, el aburrimiento de un hombre que lo ha visto todo, que todo lo ha conocido, que está de vuelta de todo y que, en fin, conoce el infinito de la soledad humana. Ese aburrimiento habría sido el mismo en un palacio parisiense que en la casa de las dunas o en el viejo hotel aristocrático de la calle de las Chanoinesses, y sin duda Ferchaux lo sentía ya en su petrolera cuando surcaba incansablemente los afluentes del Ubangui.

Todo el esfuerzo que un hombre puede hacer, él lo había hecho. No era posible ir más lejos. Le pertenecía un vasto país, del que él era el verdadero dueño, y quizá había sido él quien, para distraerse, había entablado aquella lucha solapada y algo infantil contra el administrador Arondel.

Quizá incluso —aunque Miguel lo pensaba sintiéndose ya en la linde de la verosimilitud— había sido él mismo quien, casi a sabiendas, por aburrimiento, por juego, por desafío, había quebrantado su poder.

¿No habría sido para él un consuelo verse obligado a hacer frente, de nuevo, a un adversario, y a embarcarse, al cabo de tantos años, hacia una Francia que ya no conocía, donde carecía de casa y donde el primer refugio, una casa sobre la duna, le pareció bueno?

¡Luchar! ¡Pero no dejarse coger en una trampa como un animal salvaje, no dejarse encerrar entre los cuatro muros de una prisión o de una casa de salud!

El peligro inminente le había sacudido hasta tal punto que, estando en pleno ataque de paludismo, se había levantado, había recorrido carreteras y vías durante dos días con sus noches sin dar muestras de cansancio.

¿Estaría durmiendo, al otro lado del muro que los separaba?

Aquellos dos días y aquellas dos noches, las noches sobre todo, habían creado entre ellos una intimidad nueva, en la que Lina tenía su papel con toda naturalidad.

La pareja se había inscrito en casa de la viuda Snoek bajo el nombre de señor y señora Manier. Más exactamente, no se habían inscrito, pues no les tendieron ningún registro; lo único que habían hecho fue dar aquel nombre, que fue aceptado. Miguel explicó que el padre de su mujer, señor Dentu, antiguo marinero, estaba neurasténico y que el médico le había recomendado aires de mar.

La casa no era una posada, ni una pensión familiar. Muy baja, con un tejado puntiagudo, era una de las últimas del muelle. Se bajaba un escalón y se entraba a una habitación muy limpia, con más aspecto de comedor que de cafetín, en la que había una mesa redonda cubierta por un hule de flores y, en la pared, el retrato del difunto Snoek, con sus medallas prendidas en el marco. Porque el señor Snoek, en vida, fue patrón de remolcador y había realizado una docena larga de salvamentos.

Una puerta encristalada con pequeños cuadros de vidrio separaba esta estancia de la cocina. A veces entraban hombres, marineros y marinos, todos con el mismo aspecto burgués. Eran gente de cierta edad, sobre todo flamencos y holandeses, que no buscaban ni el desorden, ni la bebida; lo más frecuente era que, si estaban solos, se sentaran en la cocina y degustaran lentamente un vasito mientras charlaban con la señora Snoek, que continuaba sus tareas.

Las habitaciones eran pequeñas, de una limpieza meticulosa. Había tres, y la tercera estaba ocupada por un piloto que acababa de obtener el título y que esperaba encontrar un alojamiento para hacer venir de Boloña a su mujer y a sus hijos.

Los cristales estaban grisáceos; luego, algunos rayos luminosos, de un bello color naranja, atravesaron las nubes. Miguel se decidió por fin a saltar de la cama y se dirigió hacia la mesa de madera blanca, lavada con estropajo, y sobre la cual había un jarrón de porcelana y una jarra con agua fría.

Como a una señal, Ferchaux, en la habitación vecina, se levantó a su vez y comenzó a ir y venir.

Ni uno ni otro sabían todavía nada de la nueva vida que les esperaba. Tan sólo sabían que la preludiaba una calma tranquilizadora; incluso la animación del puerto tenía algo de apacible dentro de su potencia, y el ambiente de la casa los envolvía ya con su quietud dulzona.

—¿Me subirás un café y un croissant, Miguel?

Se afeitó, se lavoteó un poco y se vistió, ansioso por salir de la habitación, por explorar, primero abajo, y luego aquellos muelles que le atraían.

Cuando se disponía a bajar, besó a su mujer y le susurró al oído:

—¡Quién sabe si algún día nosotros partiremos a bordo de uno de esos barcos!

—¿Son barcos de pasajeros?

—Mercantes. Será más apasionante todavía.

¿Por qué uno de aquellos mercantes no podía llevarlos a los tres? Porque ahora su suerte estaba ya unida. Miguel no pensaba nunca en su porvenir, sino en función de Ferchaux.

Apenas había empezado a bajar por la escalera sombría que olía a cera cuando se abrió una puerta y unos pasos de cojo resonaron detrás de él sobre los escalones.

Se reunieron los dos en la cocina, a donde daba la escalera. Ferchaux no se había afeitado y aquella barba corta y gris parecía ya familiar. Lo que resultaba más nuevo era su voz, casi alegre, cuando dijo:

—Buenos días, señora Snoek. Me ha despertado el buen olor de su café.

—Si quiere usted pasar ahí al lado, le serviré el desayuno. Todavía no le he preguntado qué es lo que tiene por costumbre tomar por la mañana.

Sobre el fuego había una sartén que había servido para freír pescado, y el olor de éste persistía en el aire azulado.

—Pues si le quedan una o dos caballas...

—Ya veo que usted come como las gentes de por aquí. ¿Y la señora?

—Si me lo permite —intervino Miguel— le subiré una taza de café con leche y pan.

No se atrevió a pedirle croissants y se felicitó por ello, pues la señora Snoek cortó dos gruesas rebanadas de pan y se dispuso a untarlas de mantequilla con la punta de un largo y ancho cuchillo de cocina.

—¿Cuántas rebanadas?

—Basta una. Mi mujer está hoy un poco cansada.

Cuando se sentaron frente a frente en la habitación de delante, bajo el retrato del difunto patrón de remolcador, había en el aire un cosquilleante polvo de sol, al que veían por primera vez desde hacía largos días. El viento debía ser frío, pues de vez en cuando uno de los obreros de la grúa se golpeaba los costados para calentarse.

Maudet no se perdía una migaja ni del desayuno ni del espectáculo, ni de los olores que hacían palpitar sus narices, y se turbó al ver que Ferchaux le observaba.

¿Qué pensaba Ferchaux de él? Él no podía evitar el sentir aquella impaciencia de vivir, aquella avidez que le empujaba hacia delante. ¿No sentiría por ello, él, que tenía ya más de sesenta años, una especie de celos?

—¿Se atrevería a viajar hoy más aún?

—¿Por qué? ¿A dónde vamos?

—No es eso. Hable bajo... Tengo una misión que confiarle. En seguida hablaremos de ello.

Miguel fue a llevar el desayuno a Lina.

—Creo que me marcho —le anunció.

—¿Solo?

—Todavía no lo sé.

Creyó que iba a protestar, que sentiría un poco de miedo de Ferchaux, pero no dijo nada. Estaba tranquila. Lo que temía era que la arrancaran tan pronto al descanso al fin conquistado.

—¿Tengo que levantarme?

—Ahora mismo no. Creo que no. Tu padre y yo vamos a salir para charlar.

—¡Es cierto! ¡Se me olvidaba que tengo que llamarle papá!

Unos minutos más tarde, Miguel y Ferchaux caminaban a pasos breves sobre las grandes losas del borde extremo del muelle, entre los cables tensos y las bitas para las amarras.

—Mire, Miguel...

Se interrumpió:

—Tendré que acostumbrarme a llamarle así y a llamar a su mujer Lina, ya que aquí paso por su padre. Mire, le decía que es indispensable que entremos en contacto con el señor Aubin. Es peligroso telefonearle desde aquí. Ni siquiera el propio Aubin debe saber dónde estamos. Sería preferible que fuera usted a Bélgica, a Brujas o a Gante, y que entrara en comunicación con París. Eso tendría la ventaja de tranquilizar a mi hermano, quien se quedará convencido de que yo he cruzado la frontera.

A veces, mientras hablaba, hacía una mueca. Era por su nueva pierna que, como todavía no estaba acostumbrado a ella, le hacía daño.

Una ventana acababa de abrirse en el primer piso de la casa de la señora Snoek, y Lina respiró un instante el aire de fuera; lo encontró sin duda demasiado frío, pues inmediatamente volvió a cerrarla y ya no se vio sino una mancha blanca que iba y venía detrás de los visillos.