6
Terminada la comida, Ferchaux le preguntó simplemente:
—¿No desea salir?
Miguel respondió que no. Trabajaron algo más de dos horas. Después, Ferchaux manifestó su intención de descansar. Cuando Maudet se dirigía hacia la puerta, él, tras un instante de vacilación, preguntó:
—¿Qué les va a decir?
Y Miguel le respondió con un gesto, que podía significar que no sabía o que no tenía importancia o que todo le era indiferente.
Había gente en el bar de Jef: el jefe de cocineros y unos stewards del Ville-de-Verdun, que estaba en ruta hacia Tahiti y Nueva Caledonia. Estaban todos familiarmente sentados en círculo en el rincón próximo al mostrador, como parientes que se encuentran después de mucho tiempo. Renata estaba con ellos, y también la bretona del barrio reservado, a la que uno de los hombres tenía sujeta por la cintura, y que enrojeció al ver entrar a Miguel.
Bebían champán. Varias botellas vacías se alineaban sobre el mármol de la mesa y se sentía que pensaban continuar bebiendo.
El cuadro no tenía nada de extraordinario ni de imprevisto y, sin embargo, chocó a Miguel por su vulgaridad. ¿Era porque lo sabía o bien se notaba realmente que aquellos hombres, que llevaban el mismo traje blanco que todo el mundo, eran servidores y que, una vez a bordo, se precipitarían al primer timbrazo de los pasajeros?
Estaban de juerga. Hoy se mostraban iguales a cualquiera y, con sus rostros colorados, la mirada brillante, había algo agresivo en su actitud.
A Miguel no le había irritado nunca ver a Renata en compañía de clientes del Atlantic. A decir verdad, jamás había pensado en sentir celos de ella.
Pero ahora se ensombreció de verla tan a gusto en aquella compañía. Estaban todos relajados, como campesinos en un día de boda. Se reían groseramente. Por lo menos en el momento en que Miguel empujó la puerta se estaban riendo a carcajadas, pues su llegada los enfrió de pronto.
—¡Hombre, tú! —gruñó Jef, no muy divertido.
Luego, aceptando la fatalidad:
—Ven a beber un vaso con nosotros. Es mi ronda. ¿Conoces a estos señores?
Jef debía haber bebido más que de costumbre. No estaba borracho. O, más bien, se le notaba por un leve brillo feroz en los ojos. Presentó a sus invitados, y luego a Maudet.
—Un francés que está aquí de secretario de un extraño caimán, y esperando a que estire la pata.
Miguel se sobresaltó, pues estas palabras tuvieron en él una profunda resonancia.
—Algún día le verán volver a Francia en camarote de lujo, a menos que tenga algún tropiezo.
¿Qué significaba aquello? ¿Por qué miraban al joven con tanta insistencia? ¿Por qué Renata, que no había visto a Miguel desde la mañana y que no debía saber nada, por consiguiente, no le hacía ninguna pregunta, no mostraba ninguna extrañeza de que no hubiera ido a comer con ella como de costumbre?
Era un poco como si, desde su partida, hacia las diez de la mañana, le hubieran suprimido ya del pequeño círculo. Maudet habría querido hablar con Renata, pero ella no pareció comprender que le estaba haciendo señas para que subieran. Escuchaba las historias que contaban aquellos hombres. Uno de ellos, de rostro astuto, pelirrojo y con pecas, tenía esa desvergüenza que se apodera normalmente de la gente muy humilde cuando está borracha. En aquel momento, todo el mundo era igual que él.
—Entonces yo le dije... Os lo juro... Pasó así... Víctor, que tiene la crujía de babor, os lo puede decir... Yo le dije: «¡Un momento, princesa!... Procuremos no confundirnos. Hacer lo que me impone el servicio, de acuerdo, puesto que estoy para eso, a pesar de que la Compañía no sea muy generosa... Pero, en cuestiones de placer, Ménesse tiene también sus ideas y sus costumbres... Puede volver a vestirse, a no ser que quiera que le mande al gigolo de tercera clase...»
»Como os lo estoy diciendo... ¿verdad, Víctor?
»Además, también lo intentó con Víctor...
Todo aquello era falso, claramente falso. Nadie se lo creía, ni siquiera el que hablaba. Lo que no impidió que todo el mundo le escuchara encantado.
—¡Imaginaos! ¡Un callo del calibre cuarenta y cinco, que pesaba doscientas libras, como un cerdo!... Entonces, me ofreció cien francos... ¿Os dais cuenta? Cien billetes...
A la bretona del barrio reservado se le saltaban las lágrimas de tanto reírse con la historia.
—Y todas las noches era lo mismo. Bebía sola en el bar, hasta que cerraban, y luego se paseaba por el barco tropezando con las paredes y rodando por las escaleras en busca de un alma comprensiva. Conozco dos que fueron por los cien francos. Parece que, para colmo, en el momento cumbre, había que llamarla «Mi muñeca». ¡Imaginaos!
Miguel encontró la mirada de Renata y se sintió molesto con ella, pues se dio cuenta de que los dos habían tenido la misma idea. Porque aquella historia de una pasajera madura le había hecho pensar también en la señora Lampson. Jef también lo pensó, puesto que rezongó:
—Ya he observado que por lo menos hay una de este tipo en cada barco.
Miguel sintió ganas de marcharse, pero no lo hizo. Permaneció en su rincón, ceñudo, vaciando su vaso y brindando cada vez que servían una nueva ronda. La gente del Ville-de-Verdun no se marchaba. Ferchaux le había pedido a Miguel que volviera a cenar, y Miguel le había contestado que volvería. Pasaba el tiempo. Habían encendido la luz.
Cuando al fin se levantó, hacia las siete y media, mientras Napo empezaba a poner los manteles y cubiertos, Renata le preguntó:
—¿Cenas allí?
—Mañana te explicaré.
—Claro, claro —dijo Jef, como si aquello no interesara a nadie, o como si todos estuvieran ya al corriente.
Fue al día siguiente cuando Jef habló más. Miguel había salido temprano del apartamento en casa de los Vuolto para ir a lista de correos, según la costumbre diaria que había adquirido, incluso cuando no esperaba ninguna carta. Al principio se había prometido no pasar por el bar de Jef. Luego, como un borracho que no puede resistir la atracción de su bar habitual, empujó la puerta en el momento en que Jef estaba solo haciendo la limpieza.
—¿Está arriba Renata?
—Duerme. Anoche hubo dos barcos, y regresó muy tarde.
Aquello significaba que sería mejor no despertarla. Por otra parte, Miguel no sentía ningún deseo de hacerlo. Era a Jef a quien necesitaba ver, sin saber exactamente por qué. Quizá fuera porque se sentía preocupado por las palabras equívocas que el belga había pronunciado la víspera. ¿No era una debilidad por su parte estar siempre ansioso por la opinión de los demás?
Habían debido quedarse hasta tarde. El café estaba en desorden. Sobre las mesas había botellas y vasos, colillas de puros, platos en los que, avanzada la noche, habían servido salchichas calientes. Jef tenía bajo los ojos bolsas mayores que de costumbre, pero le brillaban con una ironía cruel en cuanto se posaban sobre Miguel.
Como si tuviera que rendir cuentas de su conducta, éste murmuró:
—Me suplicó tanto que no tuve más remedio. A cambio me ha prometido dejarme en paz y no estar siempre detrás de mí.
—Oye, dime...
—¿Qué?
—No, nada. Se me había ocurrido una idea. Tu Ferchaux... Me has dicho que le queda más de un millón, ¿verdad?
Maudet dijo que sí con la cabeza.
—Como aquí vive con nombre falso, supongo que no tendrá cuenta en ningún banco. No sería prudente.
Miguel comenzaba a comprender, y los ojos de Jef se hacían más insistentes, tan insistentes que obligaron a su interlocutor a bajar la cabeza.
—En ese caso, a la fuerza tiene su dinero encima, bien escondido. ¿Comprendes lo que quiero decir? Por eso, sencillamente, sin pensar en nada más, me preguntaba antes si él te ha dejado ver dónde lo esconde.
Aquello podía no significar más que lo que las palabras querían decir, pero Miguel sabía que Jef no era tan simple como para ello, y que las frases de este tipo que él lanzaba siempre apuntaban más lejos.
Automáticamente, una imagen se impuso a su mente: la de Ferchaux por la noche, cuando se desnudaba, un Ferchaux flaco y desnudo, con la piel pálida y velluda, y, en torno a los riñones, un cinturón de tela que no se quitaba nunca.
Era en este cinturón donde escondía el dinero. En Dunkerque tenía los billetes en la cartera, la cual estaba simplemente guardada en un armario, pues a nadie se le habría ocurrido desconfiar de la honrada señora Snoek.
Desde que le habían robado la bolsita de diamantes, Ferchaux se mostraba más prudente. Fue en Montevideo donde encargó que le hicieran el cinturón. La mayor parte del dinero la había cambiado en billetes de mil dólares, y así no ocupaba mucho espacio. Cuando hacía falta, cambiaban uno de estos billetes. Y este dinero, destinado a los gastos corrientes, quedaba depositado en una caja de puros.
Miguel temió ponerse colorado una vez más. Cuando perdía al poker o, en un cabaret nocturno, medio borracho, se dejaba arrastrar e invitaba a rondas de champán, que dejaba a deber, hacía furtivas visitas al cajón para sacar pequeñas cantidades.
Nunca había podido averiguar si Ferchaux se había dado cuenta. Avaro como era, debía contar sus billetes y, sin embargo, jamás le había hecho un reproche a Maudet en este sentido.
¿Por qué Jef acababa de plantear la cuestión y, sobre todo, por qué tenía ahora aquel aire de contento?
—Yo sé dónde está el dinero, naturalmente. ¿Por qué lo dice?
—No lo digo por nada, muchacho. Eso es todo. A veces, aunque no quieras piensas cosas así. ¿No quieres que le diga nada a Renata?
—Dígale que vendré seguramente a cenar con ella.
—Como quieras.
¿Qué había querido insinuar Jef? Lo pensó por la calle. Lo pensó más, todavía, cuando, de vuelta en el apartamento, se encontró en presencia de Ferchaux, quien estaba ordenando sus notas.
¿Acaso Jef había querido hacer comprender a Maudet que adivinaba por qué, en lugar de conservar su libertad, había vuelto a su patrón?
¿Acaso...? Jef era capaz de eso. ¿Acaso se había permitido el perverso placer de sembrar mala simiente en el ánimo del joven? Pues éste no podía dejar de pensar en ello ya. Cuando miraba a Ferchaux, aunque fuera por casualidad, sus ojos se detenían, sin proponérselo, a la altura de la cintura.
El mayor cambio, en el apartamento, era la presencia de una mujer, de aquella buena cuarterona gorda que cantaba de la mañana a la noche. A veces entraban ganas de ordenarle que se callara, pero lo hacía con tanto placer, y cuando se la llamaba enseñaba una sonrisa tan desarmante, que no se tenía el valor de hacerlo.
Por lo demás, entre los dos hombres ocurría lo que ya había ocurrido en Dunkerque, después de la disputa por las cartas. Ferchaux se mostraba más atento, y Miguel más solícito.
Como los dos comprendían que la paz estaba pendiente de un hilo, vivían con precaución, de una forma por así decirlo, afelpada, por temor a provocar el más ligero estallido.
La diferencia con Dunkerque era que, ahora, ya no podían alimentar la menor ilusión uno respecto al otro. Se habían dicho todo lo que pensaban. Se conocían a fondo.
De todo esto no se hablaba ya, no se volvería a hablar. Estaba borrado. En apariencia, seguían igual que antes.
Ferchaux, dominado por una verdadera fiebre por el trabajo, dictaba durante horas. De cuando en cuando, se interrumpía para beber un trago de leche, aunque hubiera decidido comer más o menos como todo el mundo.
—No puedo evitar el pensar que lo que estoy haciendo no es inútil, Miguel.
Había debido prometerse no volver a hablar así, no rastrear más la admiración de su secretario, puesto que sabía decididamente que éste no le admiraba.
Pero era superior a él. Revivía sus años en el Ubangui, ponía una minuciosidad de coleccionista o de maniático en reconstruir la cadena de los menores acontecimientos y torturaba su memoria por un detalle insignificante.
Un poco era como si hubiera sentido la necesidad, para sentirse menos miserable, de contemplar a cada instante un retrato del hombre que había sido.
Una de las historias era la de las ratas y los cólicos. En aquella época había enviado un barco para que lo repararan a más de trescientos kilómetros. Se había quedado solo con dos negros, en una inmunda cabaña de madera construida sobre unas estacas, pues apenas si había diez metros cuadrados de tierra firme en toda la región.
Fue entonces cuando le empezaron a dar los cólicos, que le hacían estar doblado durante horas. Las ratas habían invadido la cabaña y eran tan numerosas que cada noche se veía obligado a levantarse, a pesar de la fiebre que tenía, y emprender contra ellas verdaderas batallas.
Ferchaux añadió, pensativamente:
—Esto duró siete semanas. No comprendía por qué no regresaba el barco. Más tarde supe que había encallado en un banco de arena y uno de los dos mecánicos indígenas había sido cogido por un cocodrilo. Lo más trágico de mi situación eran las ratas. De la mañana a la noche llenaban mi pensamiento. Cada día llegaban más. Se iban haciendo cada vez más audaces y, cuando me acostaba, las sentía correr sobre mi cuerpo. Al principio, me quedaba luz para asustarlas, pero luego me faltó la luz. Entonces, en la oscuridad, iba y venía, chocando contra los tabiques, manoteando a ciegas, tan agotado que al final caía en cualquier sitio y me hundía en un sueño de pesadilla para, a la mañana siguiente, encontrarme en medio de las ratas que había matado...
¿Le quedaba aún alguna esperanza de arrancar de Miguel una palabra, una mirada de admiración?
Allí, en la casa de la duna, y más tarde, en la calle de las Chanoinesses, Miguel le había admirado. Lo que había admirado en él era el hombre que había sabido amasar decenas de millones.
Luego, Miguel le había despreciado, sin saberlo en los primeros momentos; le había despreciado, precisamente, por no ser capaz de aprovechar aquellos millones, por vivir como vivía, sin ninguna grandeza visible.
Ahora no era ya más que un hombre casi pobre al que hasta sus enemigos habían olvidado, un viejo maniático que tenía miedo a la soledad y que se agarraba miserablemente a su auditorio.
Todo esto lo sabían los dos. Sabían que su vida en común sólo existía gracias a un tratado. Habían llegado a ello de una manera tan descarada casi como en la historia del steward y la vieja loca que le había ofrecido cien francos para calmar su deseo de borracha ya madura.
—Quédese conmigo unos meses más, dos o tres años como máximo, y los cientos de miles de francos que me quedan serán para usted.
Ya no se hablaba de ello, pero seguía presente como una mancha que destaca sobre una pintura nueva, y, para que el vacío no se les hiciera insoportable, necesitaban la presencia y las canciones de la matrona que les servía.
Ferchaux no protestaba ya cuando Miguel tardaba en volver. Era demasiado evidente que la reconciliación no resistiría una nueva escena.
Todos los días, y algunos dos veces, Maudet iba a ver a Renata, subía a su cuarto, se sentaba en su cama y fumaba cigarrillos mientras la acariciaba o contemplaba cómo se vestía.
¿Por qué había empezado a mentir a Renata, con quien siempre había sido tan franco? A veces, ella la preguntaba:
—¿No tienes noticias de tu americana?
Habría sido más halagador para él decir la verdad. Pero respondía que no, fingiendo que ya no pensaba en ella.
Sin embargo, ahora que las escalas del Santa Clara se sucedían más próximas entre sí, las cartas llegaban a un ritmo precipitado.
Miguel encontraba en lista de correos gruesos sobres azules, de los que, instalado en su rincón del Washington, sacaba numerosas hojas siempre llenas de la letra grande en forma de bayonetas.
Los sellos cambiaban. Después de sellos colombianos de Buenaventura, dos días más tarde exactamente, eran los sellos ecuatorianos de Guayaquil.
«Querido muchacho»
Daba la impresión de que siempre tenía miedo a parecer tonta. ¿O acaso temía parecerse a la mujer del Ville-de-Ver-dun? Bajo su tono alegre se adivinaban reticencias. Apenas se enternecía, cuando se apresuraba a burlarse de él y de ella misma.
«¿Cómo puede escribirme las cosas que me escribe? Si eso fuera verdad, si estuviera tan torturado por los celos, sería usted un pobre muchacho desgraciado y yo me reprocharía toda la vida haberle hecho sufrir tanto...»
No por eso dejaba de tragarse las páginas y páginas apasionadas que él le enviaba en cada correo aéreo. A él le costaba cada vez más trabajo escribirle. Era ya incapaz, ni siquiera cerrando los ojos, de reconstruir su fisonomía. Se veía obligado a trabajar en frío. Primero se bebía un whisky o dos. También le ayudaba el ambiente del Washington, pues la americana era aquel lujo lo que representaba precisamente.
En las cartas de la señora Lampson siempre se hablaba de la señora Rivero, quien se había convertido en su gran amiga. La señora Rivero estaba casada y tenía dos hijos, uno de ellos, ya mayorcito, en el Colegio Stanislas de París.
Pues bien, según las cartas, se hubiera dicho que eran dos pensionistas en vacaciones. Se divertían con todo, como dos locuelas. En Guayaquil, se habían tomado tantos helados en una terraza de la calle principal que las dos se pusieron enfermas.
«Han subido a bordo tres damas ecuatorianas tan cursis como paraguas. Se sobresaltaban cada vez que nosotras, en la mesa, nos echábamos a reír. Es muy divertido. Hemos suplicado al comisario de a bordo, que es un joven absolutamente encantador, que organice un baile de disfraces, porque yo no subo jamás a un barco sin llevar un disfraz. Es un traje de Carmencita. ¿Cómo me ve de Carmencita, querido?
Todas las palabras le producían efecto. Ciertas frases las leía con auténticos celos. Se sentía celoso, por ejemplo, de su amigo Bill Ligget, que era aquel comisario de a bordo tan encantador del que ella hablaba.
Le asustaba las escalas. Temía otros encuentros del tipo del de Cristóbal.
«Mi amiga Rivero —imagínese: se llama Anita, un nombre que me hubiera gustado llevar en lugar de este horrible de Gertrud—, Anita, pues, se ha empeñado en que vaya a pasar quince días a su finca. Parece que allí es ahora la mejor estación del año. Aquí hace mucho calor. Han instalado una pequeña piscina en cubierta y permanecemos horas en el agua. Es muy divertido...»
Tampoco la piscina le gustaba a Miguel. Ni cierto pasajero al que ella llamaba Sir Edwards:
«Es el hombre más extraordinario que he conocido. Según dice, desde hace doce años, no ha dormido ni una sola vez en tierra. Parece que no se siente a gusto en ningún sitio. Va todo lo lejos que puede con un barco y al llegar se las arregla para encontrar inmediatamente otro barco. Le da igual a dónde vaya. Ha dado varias veces la vuelta al mundo. En las escalas, no baja nunca a tierra.
«Juega muy bien al bridge. Y toca el violín además. Siempre lleva dos o tres violines en sus maletas.»
¿Por qué no le decía la edad de Sir Edwards?
El Santa Clara tocaba en Payta, y las cartas llegaban ya con sellos peruanos. Luego vendría Pacasmagu, última etapa antes de Callao, donde, según lo previsto, la señora Lampson habría debido terminar su viaje.
¿Qué asuntos iba a resolver allí? Un viaje de varias semanas para pasar unas horas en Lima, donde, según ella, su marido había comprado tiempo atrás, por casualidad, terrenos que jamás había visto y de los que no tenía noticias. De pronto ella había pensado en construir en ellos una villa.
Los nombres de la costa sur del Pacífico se iban haciendo para Maudet tan familiares como lo eran para todos los hombres del Canal. Desde su llegada, le había maravillado oír hablar de Colombia, de Chile, y luego, en otro sentido, de las Bahamas, de Venezuela, de Buenos Aires o de Río, como, en París, se citan las estaciones del metro.
Sobre todo había envidiado a Nic Vrondas, no tanto por su bazar como porque, de cuando en cuando, por el menor motivo, a causa de una mujer o de un negocio, tomaba pasaje a bordo de un barco, tocaba en una decena de puertos y regresaba un mes o dos más tarde con la mayor naturalidad.
En el Washington también se oía a cada momento citar los puertos del Sur o de otras partes; unos partían, otros venían de ellos, y todos tenían en sus maletas numerosas etiquetas. Unos jóvenes hacían una travesía de diez días para una partida de polo o un campeonato de golf. Algunos llevaban sus caballos o su coche consigo.
«Estoy muy contrariada, querido, porque no querría causarle pena a Anita, que es tan amable, pero no quiero tampoco que usted me diga que va a llorar. Por otra parte, esto no debe ser completamente sincero y estoy segura de que tiene usted en Colón amigas guapas que le consuelen...»
Se había celebrado ya el baile de disfraces y había sido Anita Rivero, que poseía un antiguo traje panameño todo adornado con monedas de oro de la época española, quien había ganado el primer premio. También habían organizado a bordo «búsquedas del tesoro».
«¡Si supiera lo apasionante que es! Ayer había que buscar, entre otras cosas, a un señor que pesara ciento tres kilos y un camisón de hombre. En cuanto veíamos a un hombre gordo nos precipitábamos sobre él y le llevábamos a la báscula. Como es lógico, todos encontramos al mismo. Lo del camisón fue más difícil, pues todos los pasajeros respondían que usaban pijama. En esto gané yo.
«Anita estaba asustada de mis mañas. Debo decirle que, desde Guayaquil, tenemos a bordo a un alemán con su mujer. Estaban ya acostados cuando se organizó la «búsqueda del tesoro».
«Pensé que seguramente él usaba camisón. Y fui a llamar a la puerta de su camarote. Era un atrevimiento, ¿no le parece? Sobre todo teniendo en cuenta, como luego supe, que es diplomático. Al principio no entendía nada. Su mujer, desde la cama, repetía continuamente:
«Was ist das?
«El caso es que al final acabó por prestarme uno de sus camisones, que tenía bordados rojos en torno al cuello y a los puños.
«¡Habría sido mucho más emocionante si hubiera estado usted aquí! Pero seguramente se habría usted molestado también por lo del camisón...»
Miguel había visto otras dos veces al Holandés en los alrededores del Washington. Las dos veces había sentido el mismo malestar. Era normal que Suska fuera allí, del mismo modo que iba a bordo de los barcos, para vender sus cabezas; y, sin embargo, su presencia silenciosa impresionaba. A Miguel le daba que pensar, pues siempre le parecía que iba por él. Le parecía que el Holandés con elefantiasis le miraba de una forma especial, insistente y —era ridículo pero no podía librarse de esta idea— con aire de echarle un maleficio.
Aunque a disgusto, se arriesgó a hablar de ello a Jef, pues también éste tenía ahora una actitud equívoca. Cada vez que Miguel llegaba a su bar, él le miraba como si esperara algo. No había ninguna simpatía en su mirada. En lugar de estrecharle la mano, apenas si le rozaba con la punta de los dedos.
—¿Qué tiene Jef contra mí? —le había preguntado a Renata.
—¿Por qué va a tener algo contra ti? Ya conoces a Jef. Depende de cómo le dé.
—No, no es eso.
Sentía que ella no le era sincera, que intentaba desviar la conversación.
—¿No te ha dicho nunca nada de mí?
—¿Y qué iba a decirme?
Renata enrojeció ligeramente. Por lo tanto, Jef le había hablado, pero no quería confesárselo.
—Sé que no me aprecia.
—No sois del mismo medio. A lo mejor desconfía.
—¿Que desconfía? ¿De qué?
A pesar de todo, en cuanto tenía un momento libre, volvía al bar de Jef. Y fue a Jef a quien se abrió respecto a la presencia del Holandés en el Washington.
—¿Qué hace allí?
—Muy vivo hay que ser para decir lo que hace allí o en cualquier otro sitito —se limitó a gruñir Jef.
—¿Vende sus cabezas?
—Seguramente. También hace eso.
¿Qué significaba aquel también? ¿Por qué a Jef no le gustaba hablar de aquello? Porque era visible que no le gustaba.
No obstante, Miguel prosiguió:
—Hay momentos en que me pregunto si no me seguirá.
El otro no dijo ni que sí ni que no.
—Usted que sabe todo lo que pasa aquí podría informarme. Un día, el día en que me escribió Ferchaux y yo volví a su casa, me pareció ver salir a Suska del portal.
El interés de Jef se despertó, aunque no abrió la boca.
—Lo que querría saber es si Ferchaux no le habrá encargado seguirme. Quizá ya no, pero sí entonces, cuando yo le dejé. ¿Es Suska un hombre capaz de aceptar una misión semejante?
Una sonrisa indefinible flotó sobre los labios de Jef, quien, con una prodigiosa ironía, repitió:
—¡Suska!
Luego debió ocurrírsele una idea. Frunció el ceño y miró con más atención a Maudet.
—¿Qué piensa usted?
—Nada... Mira, Suska es sin duda capaz de eso, como es capaz de cualquier otra cosa... De lo que sea... Ahora ya no se habla de ello... Pero hace dos o tres años, antes de que tú llegaras con tu patrón, hubo aquí una extraña epidemia...
Las frases no las pronunciaba a la ligera. Miguel estaba seguro de ello. Cada una tenía su peso, su razón de ser. Jef parecía golpear con ellas sobre su cabeza.
—En los días en que el viento del este es muy fuerte, el mar empezó a arrojar a la playa cuerpos... No muchos... Tres... Sí, tres exactamente en dos meses... No eran de europeos... sino de gente del país, aunque de piel clara... Uno de los tres era mulato, pero sólo uno... Lo que los tres tenían en común era el ser viejos y no tener cabeza...
Miguel se esforzaba por comprender.
—Ante todo, las cabezas de negros valen menos que las otras... —dejó caer Jef como si esta explicación bastara—. Además, los viejos son más buscados, pues sus cabezas tienen más expresión... Parece ser que se curten además con más facilidad...
—¿Fue Suska?
—Yo no he dicho eso. Seis meses antes, había habido la misma epidemia al otro lado del canal, en Panamá. Y algunos dicen que en aquella época Suska vivía en Panamá...
—No veo bien a dónde quiere llegar...
—A ningún sitio... Te cuento historias, historias verdaderas... Para decirte que no se puede nunca afirmar que Suska es capaz de tal cosa o que no es capaz... En la época de la que hablo, la época de las tres cabezas de Colón, él vivía en una chabola de maderas viejas y lata ondulada al final de la playa, un poco más allá del poblado de pescadores, donde se arrojan las basuras y los desechos de los animales descuartizados... Nadie podía presumir de haber entrado en su cabaña... Pues bien, un buen día a la policía le entraron ganas de echar un vistazo por allí...
—¿Y qué?
Jef se volvió para coger una botella, llenó dos vasos, y puso una sonrisa bonachona.
—Nada... ¿Qué querías saber?... Cuando la policía llegó, la cabaña ardía... Ardió tanto —debía haber dentro petróleo o gasolina— que no quedó nada... ¡Nada de nada! Y sin duda los que pretendieron que se encontraron dientes humanos mentían, pues, si no, lo más probable es que la policía hubiera detenido al Holandés, ¿no te parece?... Y la verdad es que sigue libre... Tan libre que nunca se sabe dónde está, ni lo que hace, y hay gente que se cambia de acera cuando le ve...
Todo aquello tenía un sentido, esto era indudable. Pero, ¿cuál? ¿Y qué relación había entre las historias de Jef y lo que Miguel le había dicho del Holandés?
—En resumen, usted no sabe si Ferchaux le ha encargado de una misión, pero usted cree que Suska es capaz de ...
—¡De callarse! Esto es lo más raro que hay en el mundo: un hombre capaz de callar. Yo le he hecho hablar algunas veces, incluso sin forzarle (esto iba por Miguel, sin duda, pues lo dijo con un tono desdeñoso), pero Suska no me dirigió jamás la palabra más que para pedirme de beber... ¿Cómo va tu caimán?
—Como de costumbre.
—Entonces, todo sigue, ¿eh?
Y Jef se puso a dar blanco de España a los espejos del fondo, después de haber alineado las botellas sobre el mostrador y quitado las banderitas.
Al día siguiente, al encontrar Miguel a Renata cuando iba a la peluquería, ella le preguntó:
—¿Qué le has hecho a Jef?
—¿Por qué?
—¿Le has dicho algo?
—Nada. No le he visto. ¿Qué es lo que te hace pensar...?
—Seguramente me he equivocado.
—Explícate.
—Bueno, al fin y al cabo, no sé por qué no te lo voy a decir. Acababa de bajar y él estaba solo en el café. Noté que estaba rondándome.
»—Escucha, Renata —me dijo—. Tú eres una buena chica. Hasta ahora siempre nos hemos entendido bien los dos. No dije nada cuando te pusiste con Miguel y hasta creo que quizá yo te alenté un poco a ello, porque necesitabas distraerte. Ahora te voy a dar un buen consejo...
—¿Qué consejo te dio?
—¿No te molestarás? ¿Me prometes no ir a buscarle?
—Habla.
—Comprende que es mejor no armar líos. Además, si yo me pongo mal con Jef, eso querría decir que podía ir buscando fortuna en otro sitio.
—¿Qué té dijo? —insistió, golpeando el suelo con el pie, impaciente.
—Nada de particular. Me miró a los ojos, como hace cuando quiere darle importancia a sus palabras. Me puso las manos sobre los hombros y, moviendo la cabeza, gruñó: «¡Déjale!»
Las mejillas de Miguel enrojecieron como ante un insulto o una grave acusación. Sin saber qué decir, miró con fijeza al suelo. Renata se arrepentía ya de su confidencia, e intentó quitarle importancia a la cosa.
—Comprende que yo no le concedo ninguna importancia, sólo que me pregunté si había habido algunas palabras entre vosotros.
Aún cuando le cogiese del brazo y afectase alegría, él se dio cuenta de que Renata estaba impresionada y que lo hacía sin espontaneidad.