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Historias para jugar
Explico a un grupo de niños (para el programa radiofónico «Muchas historias para jugar») una historia de fantasmas. Viven en Marte. O, mejor dicho, intentan sobrevivir en Marte, ya que allí nadie les toma en serio, y grandes y chicos se burlan de ellos... Nadie se asusta al oír arrastrar viejas cadenas de hierro. Así, finalmente, deciden emigrar a la Tierra donde, según les han dicho, mucha gente teme aún a los fantasmas.
Los niños que me escuchan se ríen y aseguran que ninguno de ellos tiene miedo a los fantasmas.
—La historia —les digo— se interrumpe aquí. Hace falta continuarla y acabarla. ¿Vosotros qué me sugerís?
Aquí están las respuestas:
—Mientras viajan hacia la Tierra, alguien cambia los carteles indicadores del espacio, y los fantasmas van a parar a una estrella lejana.
—No hace falta que se equivoquen con los carteles indicadores. Los fantasmas no los ven porque llevan la sábana tapándoles los ojos, así que se pierden y van a parar a la Luna.
—Algunos llegan a la Tierra, pero son demasiado pocos para asustar a la gente.
Cinco niños, entre seis y nueve años, que hace un momento afirmaban unánimemente que no les asustan los fantasmas, están ahora igualmente de acuerdo en evitar que éstos invadan la Tierra. Como oyentes se sentían bastante seguros a la hora de reír: como narradores, en cambio, atienden a una voz interna que les recomienda prudencia. Su imaginación es gobernada, ahora, sin que lo sepan, por todos sus miedos (a los fantasmas y, obviamente, a cualquier otra entidad invisible o identificable con ellos).
Es así que en la matemática de la imaginación influyen los movimientos del sentimiento. La historia puede avanzar sólo a través de múltiples filtros. Incluso habiendo sido presentada como una historia grotesca, los niños la han sentido como una posible amenaza. El «código del destinatario» ha hecho sonar el timbre de alarma donde el «código del transmisor» había querido provocar una carcajada.
Llegado a este punto, el narrador puede escoger entre un final tranquilizante («los fantasmas van a parar al fondo de la Vía Láctea») o un final provocador («desembarcan en la Tierra y arman la marimorena»). Personalmente, en aquella ocasión escogí la vía de la sorpresa: en algún lugar de la Luna, los fantasmas huidos de Marte se encuentran con los fantasmas huidos de la Tierra por idénticas razones y juntos se pierden en los confines del espacio. Es decir que he intentado compensar el miedo con «una carcajada de superioridad». Si hice mal, cumpliré mi penitencia.
Siguiendo con el mismo ciclo de transmisiones, a otro grupo de niños les propongo el caso de un hombre que no consigue dormir, porque cada noche oye voces lamentándose, y no descansa si antes no ha socorrido al prójimo, esté éste muy cerca o muy lejos. En mi historia, su protagonista puede trasladarse al instante a cualquier rincón de la Tierra. En definitiva, lo que propongo a los niños es una simple parábola de solidaridad. Pero, llegado el momento de consultar su parecer a mis oyentes, el primer niño al que pregunto me responde sin dudarlo: «Yo en lugar de ese hombre me pondría tapones en las orejas.»
Deducir de esta respuesta que nos encontramos ante un niño egoísta y antisocial sería demasiado fácil y fuera de lugar. Todos los niños son por naturaleza egocéntricos, pero éste no es el punto. Este niño, en realidad, había «decodificado» la situación, destacando su lado cómico sobre el patético: no prestaba atención a los lamentos de cada noche, y en cambio se ponía en el lugar del pobre hombre que por las noches no consigue descansar, sin importar las razones que le impiden hacerlo.
No he dicho antes que todo esto sucedía en Roma, y que los romanos, incluso de niños, hacen de todo un chiste. Además, los niños que se encontraban en aquel momento conmigo no se sentían cohibidos por el ambiente (no era la primera vez que se encontraban en aquel estudio de radio) y estaban habituados a decir lo primero que les pasase por la cabeza. En esas circunstancias hay que tener siempre en cuenta el exhibicionismo infantil.
Debo decir, asimismo, que en el curso de la discusión que siguió a la narración de esta última historia, ese mismo niño fue el primero en reconocer que el mundo está lleno de sufrimientos de todas clases, que las cosas no son como deberían de ser, y si todos sintiéramos el deber de acudir a socorrer a todos los que sufren no nos quedaría ningún tiempo para dormir. De cualquier modo, la primera reacción del niño fue preciosa y me sugirió que la historia del pobre señor de buena voluntad debería tener un final feliz y no uno triste. Tendría que ponerlo en la posición de quien triunfa de sus enemigos, mejor que en el papel de una eterna víctima: por esa vez la historia podía acabar con nuestro altruista amigo siendo confundido con un ladrón, ya que actuaba de noche, y encerrado en prisión, de donde es liberado por las personas a las que ha ayudado, que acuden en su favor de todas partes del planeta.
La reacción de mi joven oyente, destacando el lado cómico de la historia, reafirma la teoría de que no se puede predecir nunca qué parte de la narración pondrá en movimiento el sistema de decodificación de quien nos escucha.
En otra ocasión, quiero recordar como me encontré explicando a unos niños una versión diferente de «Pinocho». Este nuevo «Pinocho» acaba por hacerse rico vendiendo la madera que consigue contando mentiras que le hacen crecer la nariz. En el debate que siguió al final de mi historia, que quedaba abierto a las sugerencias de los niños, la mayoría de ellos me pedían un final punitivo. La ecuación «mentira-mal» no se discute nunca. Además, «Pinocho» era identificado claramente con la figura del «mentiroso por antonomasia», y la justicia quiere que el mentiroso sea siempre castigado al final. Los niños se habían divertido muchísimo con «el listo de Pinocho», pero al final le castigaban, porque sentían que ése era su deber. Evidentemente ninguno de mis oyentes tenía la suficiente experiencia de la vida para saber que cierto tipo de ladrones, lejos de acabar sus días en prisión, acaban por convertirse en ciudadanos de primera categoría y llegan a ser considerados como puntales de nuestra sociedad: un final en que «el listo de Pinocho» llega a ser el hombre más rico y famoso del mundo, y hasta le dedican un monumento en vida, no se les puede ocurrir a los niños...
El debate sobre el posible tipo de punición fue en esta ocasión de lo más vivaz y creativo. Entró en función la obligada pareja «mentira-verdad». Los niños decidieron que todas las riquezas amasadas por «Pinocho» con sus continuas mentiras se convirtiesen en humo en el momento en que de su boca saliese una verdad. ¡Ah!, pero «Pinocho» era muy listo y se guardaba muy mucho de decir la verdad. De modo que hacía falta engañarlo con algún truco para que la dijera. La búsqueda de este truco fue la parte más divertida. La «verdad», que si bien se acepta como un valor no es en sí «divertida», lo llega a ser cuando viene sazonada con un truco.
En este punto, los niños ya no se identificaban con el papel del justiciero que debe vengar la «verdad ofendida», sino con el del «listo» que debe burlar a otro «listo». La moralidad convencional ya no era más que una excusa para su diversión, realmente «amoral». Para que llegue a ser una ley: «No hay creación auténtica sin una cierta ambigüedad.»
Las historias «abiertas» —incompletas, o con un final a elegir— tienen la forma del problema fantástico: se dispone de ciertos datos, es necesario entonces decidir sobre su combinación resolutiva. En esta decisión final entran argumentos de diversa procedencia: fantásticos, basados en el puro movimiento de las imágenes; morales, en referencia al contenido; sentimentales, en referencia a la experiencia; ideológicos, si se nos presenta un «mensaje» a descifrar. Sucede a veces que se empieza por discutir el posible final de la historia y, sin darse cuenta, se acaba por discutir de temas que nada tienen que ver con la historia primitiva. En este caso, creo que es necesario sentirse libres para abandonar la historia a su destino y aceptar la conclusión que nos sugiera la casualidad.