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La palabra «adiós»
En las escuelas de Reggio Emilia nació, hace algunos años, el «juego del canta-historias». Los niños, por turno, suben a una tarima parecida a una tribuna y explican a sus compañeros, sentados en el suelo, una historia que van inventando. La maestra la transcribe, y el niño vigila que lo haga sin olvidar ni cambiar nada. Después el niño ilustra su propia historia con una gran pintura. Más adelante analizaré una de estas historias espontáneas. Ahora el «juego del canta-historias» me sirve de premisa para lo que sigue.
Después que yo hablase del modo de inventar una historia partiendo de una palabra dada, la enseñante Giulia Notari, del colegio Diana, preguntó si algún niño se sentía capaz de inventar una historia con este nuevo sistema y sugirió la palabra «adiós». Un niño de cinco años nos explicó esta historia:
«Un niño había perdido todas las palabras buenas y le quedaban sólo las sucias: mierda, caca, cagarro, etcétera.
Entonces su mamá lo llevó a un médico, que tenía los bigotes largos así, y le dice: —Abre la boca, fuera la lengua, mira arriba, mira adentro, hincha los mofletes.
El doctor dice que debe ir por todas partes para buscar una palabra buena. Primero encuentra una palabra así (el niño indica una longitud de cerca de veinte centímetros) que era “buf”, que es mala. Después encuentra una así de larga (cerca de cincuenta centímetros) que era “arréglatelas”, que es mala. Después encuentra una palabrita rosa, que era “adiós”, se la mete en el bolsillo, se la lleva a casa y aprende a decir las palabras amables y se vuelve bueno.»
Durante la narración, en dos ocasiones los oyentes interrumpieron para recoger y desarrollar puntos que aparecían en la historia: Primero, sobre el tema de las palabras «sucias», improvisaron alegremente una letanía de las llamadas «palabrotas», recitando toda la serie de las que conocían y que les había evocado la primera. Lo hacían, obviamente, como un desafío, en un juego liberador, de comicidad escrementicia, que conoce bien quien tenga que ver con los niños. Técnicamente, el juego de las asociaciones se desarrollaba en el plano que los lingüistas llaman «tablero de selección» (Jakobson), como una búsqueda de palabras similares en una cadena de significados. Pero estas nuevas palabras no representaban una distracción o abandono del tema central de la historia, por el contrario aclaraban y determinaban su desarrollo. En el trabajo del poeta, dice Jakobson, el «tablero de selección» se proyecta sobre el «tablero de combinación»: puede ser un sonido (una rima) el que evoque un significado, una analogía verbal la que suscite la metáfora. Cuando un niño inventa una historia sucede lo mismo. Se trata de una operación creativa que tiene también un aspecto estético: aquí nos interesa la creatividad, no el arte.
En una segunda ocasión, los oyentes interrumpían al narrador para desarrollar el «juego médico», buscando variaciones al tradicional «saca la lengua». Aquí la diversión tenía un doble significado: psicológico, en cuanto servía para desdramatizar, dotándola de comicidad, la figura siempre un poco temida del médico; y de competición, para ver quien encontraba la variación más sorprendente e inesperada («mira adentro»). Un juego así es el principio del teatro, constituye la unidad mínima de la dramatización.
Pero volvamos a la estructura de la historia. En realidad ésta no se basaba exclusivamente en la palabra «adiós», ni en su significado ni en su sonido. El niño que explicó la historia había tomado como tema «la palabra adiós», en su conjunto. De aquí que en su imaginación no prevaleció —aunque se produjo en algún otro momento— la búsqueda de palabras aproximadas o similares, ni la de situaciones en que la palabra fuera usada de uno o tal modo: incluso el uso más habitual de la palabra «adiós» fue sustancialmente rechazado. En cambio la expresión «la palabra adiós» dio lugar inmediatamente, sobre el «tablero de selección», a la construcción de dos clases de palabras: las «palabras buenas» y las «palabras sucias», y sucesivamente, por medio del gesto, a otras dos clases, la de las «palabras cortas» y la de las «palabras largas».
Este último gesto no constituía una improvisación sino una apropiación. Con toda seguridad, el niño había visto un anuncio de la televisión en que dos manos aparecen aplaudiendo para separarse mientras entre las dos surge alargándose el nombre de una marca de caramelos. El niño repescó este gesto en su memoria, para utilizarlo de forma original y personal. Curiosamente rechazó el mensaje publicitario para recoger el implícito, aunque no pretendido ni programado por el anunciante: el gesto que mide la longitud de las palabras. Lo cierto es que nunca podemos estar seguros de lo que los niños aprenden viendo la televisión; ni debemos menospreciar su capacidad de reacción creativa ante aquello que ven.
En la historia intervenía, en el momento justo, la censura ejercitada por el modelo cultural. El niño definía como «sucias» las palabras que en casa le han enseñado a considerar como inconvenientes. Aquellas palabras que los padres le han enseñado que no debe decir. Pero él se encontraba en un ambiente educativo adecuado para superar ciertos condicionamientos; una escuela no represiva donde nadie le riñe ni le grita si usa «aquellas palabras». Desde este punto de vista el resultado más extraordinario de la historia fue el abandono final de las dos clases de palabras establecidas en un principio.
Las palabras «sucias» que el niño de la historia encontraba en su búsqueda —«buf», «arréglatelas»— no son sucias o feas en relación a un modelo represivo: son, en cambio, las palabras que alejan, que ofenden a los otros, que no ayudan a hacer amigos, a estar juntos, a jugar juntos. Así no son simplemente lo opuesto a las palabras «buenas», sino a las palabras «justas y gentiles».
Aquí vemos el nacimiento de un tipo de palabras nuevas, que revelan los valores que el niño aprende en la escuela. Su mente llega a este resultado por medio de las imágenes absorbidas por el niño que gobiernan el proceso de sus asociaciones, poniendo en acción toda su pequeña personalidad.
Queda claro por qué «adiós» debe ser una «palabrita rosa»: el rosa es un color delicado, amable, en ningún modo agresivo. El color es una indicación de valor. Es una lástima no haber preguntado al niño: «¿por qué rosa?» Su respuesta nos habría dicho algo que ahora no sabemos y que ya no podemos reconstruir.