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¿Qué pasaría si...?

«Las hipótesis —ha escrito Novalis— son redes: tú tiras la red y alguna cosa consigues tarde o temprano.»

Aquí tenemos un ejemplo ilustre: ¿Qué pasaría si un hombre se despertase transformado en un inmundo escarabajo? A esta pregunta dio respuesta Franz Kafka en su Metamorfosis. No quiero decir con esto que la obra naciera como respuesta deliberada a esta pregunta, pero su forma es la del desarrollo de la hipótesis hasta sus últimas consecuencias. Dentro de esta hipótesis todo se vuelve lógico y humano, se carga de significados abiertos a toda clase de interpretaciones, el símbolo vive una vida autónoma y son muchas las realidades a las que se adapta.

Esta técnica de las «hipótesis fantásticas» es simplísima. Su fórmula es la de la pregunta: «¿Qué pasaría si...?»

Para formular la pregunta se escogen al azar un sujeto y un predicado. Su unión nos dará la hipótesis sobre la que trabajar.

Tomemos el sujeto «Reggio Emilia» y el predicado «volar»: «¿Qué pasaría si la ciudad de Reggio Emilia volase?»

Tomemos el sujeto «Milán» y el predicado «rodeada por el mar»; «Qué pasaría si de repente Milán se encontrase rodeada por el mar?»

He aquí dos situaciones en las cuales los acontecimientos narrativos se multiplican hasta el infinito. Podemos, para acumular material extra, imaginar las reacciones de personas diversas ante la extraordinaria novedad, los accidentes de todo género que provocarían, las discusiones que surgen. Una historia coral, a la manera del último Palazzeschi. Podemos elegir un protagonista, por ejemplo un niño, y hacer girar los acontecimientos en torno a él, como un tiovivo de hechos imprevistos.

He notado que los niños que viven en el campo, ante una propuesta como ésta, atribuyen el descubrimiento de la novedad al panadero del pueblo: porque es el primero en levantarse, incluso antes que el campanero que debe anunciar la Misa. En la ciudad es el vigilante nocturno (un vigilante nocturno cualquiera) el que descubre el incidente y, según que los niños estén por el civismo o los afectos familiares, lo informa al alcalde o a su mujer (la del vigilante, ¡claro está!).

Los niños de la ciudad se ven casi obligados a hacer intervenir personajes desconocidos. Más afortunados, los niños del campo, no se ven obligados a referirse a un «panadero» cualquiera, sino que piensan inmediatamente en el panadero «Giuseppe» —este es un nombre obligado para mí: mi padre era panadero, y se llamaba Giuseppe— y esto les ayuda inmediatamente a introducir en la historia a las personas que conocen, los parientes, los amigos. El juego se vuelve, súbitamente, más divertido.

En los artículos publicados en «Paese Sera», ya citados, formulaba las siguientes preguntas:

—¿Qué pasaría si Sicilia perdiese los botones?

—¿Qué pasaría si un cocodrilo llamase a vuestra puerta para pediros un poquito de romero?

—¿Qué pasaría si vuestro ascensor descendiese hasta el centro de la Tierra o subiese hasta la Luna?

Sólo este tercer tema, en mi caso, ha llegado a ser una historia completa, teniendo como protagonista al camarero de un bar.

Con los niños sucede que la diversión mayor consiste en formular las preguntas más ridículas y sorprendentes: justo porque el trabajo que sigue, el desarrollo del tema, no es otra cosa que la aplicación y desarrollo de un descubrimiento ya conocido, a menos que éste se preste —complicando la experiencia personal del niño, su ambiente, su comunidad— a una intervención directa, a una aproximación insólita a una realidad ya cargada, para él, de significado.

Recientemente, en una escuela media, los niños y yo hemos formulado juntos, esta pregunta: ¿Qué pasaría si un cocodrilo se presentase a un concurso de televisión?

No es necesario decir que el tema fue muy productivo. Fue como descubrir una nueva manera de mirar la televisión. Las sugerencias fueron de todo tipo, comenzando por el diálogo entre el cocodrilo que quiere concursar como experto en ictiología y los asombrados funcionarios del estudio. Una vez en el concurso, el cocodrilo resultaba invencible, y cada vez que derrotaba a un nuevo contrincante, se lo comía, sin acordarse de llorar después. Acababa comiéndose al presentador Mike Buongiorno (popular locutor italiano), pero era a su vez devorado por Sabina (su ayudante no menos popular), a quien todos los chicos admiraban y querían que saliera victoriosa a toda costa.

Posteriormente reelaboré la historia, para incluirla en mi libro Novelas escritas a máquina, con notables variantes. En mi cuento, el cocodrilo es un experto en «mierda de gato»: materia fecal, si desean considerarla así, pero eficaz para conferir a la historia un aspecto desmitificador. Al final, Sabina no se come al cocodrilo, sino que le obliga a regurgitar sus víctimas, en sentido inverso al que fueron comidas.

Me parece que ya hemos abandonado el disparate. Hemos llegado, del modo más evidente, al uso de la fantasía para establecer una relación activa con lo real.

El mundo se puede observar desde la altura de un hombre, pero también desde arriba de una nube (con los aviones es fácil). En la «realidad» podemos entrar por la puerta principal o —es más divertido— a través de una ventana.