2

El canto en el estanque

Si tiramos una piedra, un guijarro, un «canto», en un estanque, produciremos una serie de ondas concéntricas en su superficie que, alargándose, irán afectando los diferentes obstáculos que se encuentren a su paso: una hierba que flota, un barquito de papel, la boya del sedal de un pescador... Objetos que existían, cada uno por su lado, que estaban tranquilos y aislados, pero que ahora se ven unidos por un efecto de oscilación que afecta a todos ellos. Un efecto que, de alguna manera, los ha puesto en contacto, los ha emparentado.

Otros movimientos invisibles se propagan hacia la profundidad, en todas direcciones, mientras que el canto o guijarro continúa descendiendo, apartando algas, asustando peces, siempre causando nuevas agitaciones moleculares. Cuando finalmente toca fondo, remueve el limo, golpea objetos caídos anteriormente y que reposaban olvidados, altera la arenilla tapando alguno de esos objetos y descubriendo otro. Innumerables eventos o microeventos se suceden en un brevísimo espacio de tiempo. Incluso si tuviéramos suficiente voluntad y tiempo, es posible que no fuéramos capaces de registrarlos todos.

De forma no muy diferente, una palabra dicha impensadamente, lanzada en la mente de quien nos escucha, produce ondas de superficie y de profundidad, provoca una serie infinita de reacciones en cadena, involucrando en su caída sonidos e imágenes, analogías y recuerdos, significados y sueños, en un movimiento que afecta a la experiencia y a la memoria, a la fantasía y al inconsciente, y que se complica por el hecho que la misma mente no asiste impasiva a la representación. Por el contrario interviene continuamente, para aceptar o rechazar, emparejar o censurar, construir o destruir.

Tomo por ejemplo la palabra «canto», porque sugiere un objeto arrojadizo... Cayendo en la mente, arrastra, golpea, evita, en suma: se pone en contacto —

con todas las palabras que empiezan con «C», aunque no continúen con la «a», como «ceniza», «cien», «conejo»;

con todas las palabras que comienzan con «ca», como «casa», «cabeza», «cabina», «calle», «catedral», «camino»;

con todas las palabras que riman con «anto», como «santo», «manto», «cuanto», «tanto», «otranto»;

con todas las palabras que ideológicamente se les aproximan, por vía de su significado: «piedra», «guijarro», «roca», «peña», «peñasco», «adoquín», «mojón», «ladrillo»;

etc.

Éstas son las asociaciones más fáciles. Una palabra golpea a otra por inercia. Es difícil que esto baste para provocar la «chispa» (pero nunca se sabe).

Pero la palabra continúa cayendo en otras direcciones, profundiza en el mundo del pasado, pone a flote presencias sumergidas. «Canto», en este caso, es para mi «Santa Caterina del Sasso» (Santa Catalina de la Peña), un santuario emplazado sobre un gran peñasco, a la orilla del lago Mayor... Íbamos en bicicleta, íbamos juntos, Amedeo y yo. Nos sentábamos bajo un fresco pórtico, a beber vino blanco y a hablar de Kant. A veces coincidíamos en el tren, ambos éramos estudiantes de música. Amedeo llevaba un gran abrigo azul. Algunos días, bajo el abrigo, se adivinaba el bulto del estuche de su violín. El asa de mi estuche estaba rota y tenía que llevarlo bajo el brazo... Amedeo se alistó en los Alpinos y murió en Rusia.

En otra ocasión, la figura de Amedeo me vino a la mente por una «evolución» de la palabra «ladrillo», que me recordó ciertos hornos o ladrillares, en la llanura lombarda, y largas caminatas en la niebla, o en los bosques... A menudo, Amedeo y yo pasábamos tardes enteras, en esos bosques, hablando de Kant, de Dostoyevski, de Montale, de Alfonso Gatto. Las amistades de los dieciséis años son las que dejan las señales más profundas. Pero esto, aquí no interesa. Lo que interesa es la forma en que una palabra, escogida al azar, funciona como una «palabra mágica» para desenterrar campos de la memoria que yacían sepultados por el polvo del tiempo.

De manera no muy diferente actuaba el sabor de las magdalenas en la memoria Proust. Y, después de él, todos los «escritores de la memoria» han aprendido, y hasta han abusado, de los ecos escondidos en las palabras, los olores, los sonidos. Pero nosotros queremos escribir historias para niños y no narraciones que nos ayuden a recuperar el tiempo perdido. Si acaso, de cuando en cuando, será útil y hasta divertido jugar con los niños al juego de la memoria. Cualquier palabra podrá ayudarlos a recordar «aquella vez que...», a identificarse con el tiempo que pasa, a medir la distancia entre ayer y hoy, aunque sus «ayeres» sean todavía, por suerte, pocos y no muy complicados.

El «tema fantástico», en este tipo de evoluciones a partir de una sola palabra, nace cuando se crean «aproximaciones extrañas», cuando en el complejo movimiento de las imágenes y sus interferencias caprichosas, surgen parentescos imprevisibles entre palabras que pertenecen a cadenas diferentes. «Ladrillo» trae consigo (en una sucesión de imágenes y rimas): «piedra», «mojón», «canto», «canción»...

Ladrillo y canción se me presentan como una pareja interesante, aunque no tan «bella como el fortuito encuentro entre una sombrilla y una máquina de coser sobre una mesa anatómica» (Lautréamont, Los cantos de Maldoror). En el confuso conjunto de las palabras hasta aquí evocadas, «ladrillo» es a «canción», lo que «canto» o «guijarro» (por su rima) es a «guitarro». Aquí, el violín de Amedeo añade probablemente el elemento afectivo y favorece el nacimiento de una imagen musical.

He aquí una casa musical. Construida con ladrillos musicales, con piedras musicales. Sus paredes, tocadas con unos palillos, nos brindan todas las notas posibles. Sé que hay un do sostenido encima del sofá, el fa más agudo está debajo de la ventana, el pavimento suena en si bemol mayor, una tonalidad excitante. Hay una estupenda puerta atonal, serial, electrónica: basta insinuar un ligero toque con los dedos para obtener una escala a la Nono-Berio-Maderna, que haría delirar a Stockhausen (alguien que entra en esta historia con más derecho que nadie por el «haus», «casa», de su apellido).

Pero no se trata sólo de una casa. Hay todo un pueblo musical con una casa-piano, una casa-harpa, una casa-flauta... Es un pueblo-orquesta. Al caer la tarde, sus habitantes, tocando sus casas, ofrecen un maravilloso concierto antes de ir a dormir... De noche, mientras todos duermen, un prisionero toca las barras de su celda... etc. La narración, a partir de aquí, vuela con sus propias alas.

Creo que el prisionero ha hecho su entrada en el cuento gracias a la rima entre «canción» y «prisión», que en un principio me había pasado por alto, y ha acabado por manifestarse por sí misma. Las barras aparecen como una consecuencia lógica. Pero, pensándolo mejor, podría ser que me las haya sugerido el título de una vieja película, que de improviso me ha venido a la mente: Prisión sin barrotes.

La imaginación puede tomar ahora otro camino:

Desaparecen las barras de todas las prisiones del mundo. Escapan todos. ¿También los ladrones? Sí, también los ladrones. Es la prisión la que produce los ladrones. Desaparecida la prisión, acabados los ladrones...

Y aquí noto cómo en el proceso aparentemente mecánico de la creación de la historia, mi ideología va haciendo su aparición, va tomando forma como si se ajustase a un molde, al tiempo que lo modifica. Siento el eco de lecturas antiguas y recientes. Desde sus distintos mundos, los silenciados piden ser nombrados: los orfanatos, los reformatorios, los asilos de ancianos, los manicomios, las aulas docentes. La realidad irrumpe en el ejercicio surrealístico. Al final, si este pueblo-musical llega a convertirse en una historia, puede ser que no se trate tan sólo de una fantasía, sino de un sistema de redescubrir y representar con formas nuevas la realidad.

Pero la exploración de la palabra «canto» no ha acabado. Aún me queda rechazarla en su significado y en su sonido. Tengo que descomponerla en sus letras. Debo descubrir las palabras que he rechazado sucesivamente para llegar a su pronunciación:

Escribo las letras una debajo de la otra:

—C

—A

—N

—T

—O

Ahora junto a cada letra puedo escribir la primera palabra que se me ocurra, obteniendo una nueva serie (por ejemplo: «casa-abogado-nariz-tonto-oso»). O puedo —y será más divertido— escribir junto a las cinco letras cinco palabras que formen una frase completa, así:

C — Cada

A — año

N — nacen

T — treinta

O — ovejas

No sabría qué hacer, en este momento, con treinta ovejas anuales, excepto usarlas para construir un «disparate en verso»:

Treinta ovejas anuales

son mis rentas actuales... etc.

No hay por qué esperar un resultado positivo a la primera. Hago un nuevo intento, con la misma serie de letras:

C — Coloco

A — a

N — nuestros

T — trescientos

O — oboes

«Trescientos» es una prolongación automática de la palabra «treinta» de la serie anterior. Los «oboes» se relacionan directamente con la historia musical antes narrada. Y, de cualquier manera, una agencia musical que disponga de trescientos oboes y sea capaz de colocarlos, es una imagen que por su optimismo vale la pena.

Personalmente he inventado muchas historias partiendo de una palabra escogida al azar. Una vez, por ejemplo, partiendo de la palabra «cuchara», obtuve la siguiente cadena: «cuchara-Cocchiara» (pido perdón, ante todo, por el uso arbitrario, aunque no malintencionado, de un nombre ilustre, que lo es también en el campo de la fábula...) — «clara / clara de huevo / oval / órbita / huevo en órbita». Aquí me detuve y escribí una historia titulada: El mundo en un huevo, que está a medio camino entre la ciencia-ficción y la tomadura de pelo.

Podemos dejar ahora la palabra «canto» a su suerte. A pesar de no haber agotado todas sus posibilidades. Paul Valéry ha dicho: «Ninguna palabra resulta comprensible si se la estudia a fondo». Y Wittgenstein: «Las palabras son como la película superficial de las aguas profundas.» Las historias se consiguen, justamente, nadando bajo el agua.

Por lo que se refiere a la palabra «ladrillo», recordaré el test americano de creatividad de que habla Marta Fattori en su libro Creatividad y educación. Con este test, se invita a los niños a dar una lista de todos los usos posibles de un «ladrillo». Tal vez, la palabra «ladrillo» se ha fijado tan insistentemente en mi imaginación por haber leído recientemente sobre este test, en el libro de la Fattori. De cualquier modo, tests como éste no tienen como finalidad el estimular la creatividad infantil, sino el medirla para «seleccionar los niños con más imaginación», como otros tests se realizan para seleccionar a «los mejores en matemáticas». Tendrán su utilidad, no cabe duda, pues sus fines pasan por encima de los intereses de los mismos niños.

El ejemplo del «canto en el estanque», que acabo de ilustrar, se mueve, en cambio, en sentido contrario: debe servir a los niños, no servirse de ellos.