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Historias para reír

El niño que ve a su mamá llevarse la cuchara a la oreja en lugar de hacerlo a la boca ríe porque la mamá «se equivoca»: tan grande y no sabe usar la cuchara. Esta «risa de superioridad» (véase Il senso del cómico nel fanciullo —El sentido de lo cómico en el niño—, de Raffaele Laporta), está entre las primeras formas de la risa de que el niño es capaz. Que la mamá se haya equivocado a propósito no importa: su gesto será siempre un gesto equivocado. Si después de haberlo repetido varias veces, la mamá se lleva la cuchara a un ojo, la «risa de superioridad» será reforzada por una «risa de sorpresa». Estos mecanismos tan simples son bien conocidos por los inventores de los «gags» cinematográficos. El psicólogo nos haría notar que también la «risa de superioridad» es un instrumento de conocimiento y aprendizaje, basado como está en la diferencia entre el uso correcto y uso equivocado de la cuchara.

La más simple posibilidad de inventar historias cómicas nace del aprovechamiento del error. Las primeras historias serán más basadas en los gestos que en las palabras. El papá se pone los zapatos en las manos. Se pone los zapatos en la cabeza. Quiere comer la sopa con un martillo... Ah, si el señor Monaldo Leopardi hubiese hecho un poco el payaso para uso y consumo de su ilustre hijo Giacomo, cuando éste era un niño, tal vez habría sido recompensado, con el correr de los años, con una poesía dedicada al padre. Pero hace falta llegar a Camillo Sbarbaro, para encontrar una poesía sobre un padre de carne y hueso...

El pequeño Giacomo, en su trona, está concentrado en su papilla. Se abre la puerta, entra el conde-padre, disfrazado de campesino, tocando la flauta... y pegando saltos... Anda, anda, conde-padre, no has comprendido nada...

De gestos equivocados nacen después las historias propiamente dichas. De esos gestos nacen galerías enteras de personajes igualmente equivocados.

Un señor va al zapatero a encargarle un par de zapatos para las manos. Es un señor que camina sobre las manos. Con los pies come y toca el piano. Es un hombre al revés. Habla al revés. Al agua la llama «pan», y a la naranja la llama «limón»...

Un perro que no sabe ladrar, pide a un gato que le enseñe, y naturalmente éste le enseña a maullar. Después va a pedir ayuda a una vaca que le enseña a mugir: ¡muuh!

Un caballo desea aprender a escribir a máquina. A golpes de pezuña destroza docenas de máquinas de escribir. Le construyen una grande como una casa, y para escribir en ella debe galopar entre las teclas...

Debemos prestar atención a un aspecto importante de la «risa de superioridad». Si no se la vigila, puede asumir una función conservadora y aliarse con el conformismo más llano y torpe. Aquí está el origen de un sentido «cómico» reaccionario, que se ríe de lo nuevo, de lo insólito, del hombre que quiere volar como los pájaros, de las mujeres que quieren dedicarse a la política, de quien no piensa como los otros, que no habla como los demás, como mandan las tradiciones y los reglamentos... Para que esta risa tenga una función positiva, hace falta que su flecha dé en la diana adecuada, la de las ideas viejas y reaccionarias. En nuestras historias, los «personajes equivocados» de tipo anticonformista deben tener éxito. Su «desobediencia» a la naturaleza o a la norma, debe ser premiada. Son los «desobedientes» los que hacen que el mundo avance.

Una variedad de «personajes equivocados» la representan los nombres cómicos: «El señor Cuelgapucheros vivía en un país llamado Ollita.» En este caso es el propio nombre que suscita una historia, en el momento en que el significado banal del nombre es amplificado y proyectado en el plano más noble del nombre propio, como destaca como una jirafa en un coro de monjes cistercienses. Un personaje que se llamase Perepé, en lugar de Carlitos, tendría, de entrada, muchas más posibilidades. Después se verá.

Por medio de la sorpresa, se pueden obtener algunos efectos cómicos con la animación de metáforas del lenguaje. Ya Viktor Slokovsky notaba que algunos cuentos del Decamerón no son otra cosa que el desarrollo de algunas metáforas populares para definir hechos u objetos sexuales («el diablo en el infierno», «el ruiseñor», etc.). En el lenguaje corriente usamos de metáforas tan vulgares como zapatillas usadas. Hablamos de un reloj que «se come los minutos», y no nos sorprende la expresión porque la hemos oído miles de veces.

Para el niño el significado puede ser muy diverso, porque él sólo interpreta de una manera el verbo «comer», como quien «come» la sopa...

Érase una vez un reloj que se comía los minutos. Se comía también los segundos y las horas, y algunas manzanas... Se lo comía todo...

(Así, el disparate llega a la concreción de una palabra existente para definir a quien come con tal afición: «tragón»).

Si damos una patada a una roca «vemos las estrellas», metafóricamente hablando, no como astrónomos. Esta expresión se presta a interesantes desarrollos.

Érase una vez un rey a quien gustaba ver las estrellas. Le gustaban tanto que habría querido verlas incluso de día, ¿pero cómo? El médico de la corte le aconsejó darse con un martillo. El rey probó a darse un martillazo en un pie, y, en efecto «vio las estrellas» a pleno sol, pero el sistema dejaba mucho que desear. Prefería que fuera el astrónomo de la corte quien recibiese el golpe en un pie, y le describiese las estrellas que veía: «¡Ay!, veo un cometa verde con una cola de color violeta. ¡Ay! Veo nueve estrellas, en grupos de tres, como los Reyes Magos...» Finalmente el pobre astrónomo decide huir a un país lejano. El rey, inspirado tal vez por Máximo Bontempelli, decide seguir las estrellas en su curso: dará cada día la vuelta al mundo, para vivir siempre de noche. Traslada su corte a su jet particular.

La lengua de cada día y el vocabulario están llenos de metáforas que aguardan ser interpretadas al pie de la letra y convertidas en historias. Especialmente en el oído de los niños, algunas palabras revelan intacto su origen metafórico.

Un mecanismo muy productivo para las historias cómicas consiste en la introducción de un personaje banal, de forma violenta, en un contexto extraordinario (o, por el contrario, meter un personaje extraordinario en un contexto banal). La comicidad utiliza esta «sorpresa», esta «salida de la norma».

La introducción de un cocodrilo parlante, en un concurso de televisión es un ejemplo. Otro ejemplo muy popular es el chiste del caballo que entra en un bar para pedir una cerveza (inmediatamente, el chiste se complica con efectos de diversa índole: el camarero que se extraña porque el caballo bebe la cerveza, se come la jarra y tira el asa «que es lo más bueno», cumple un proceso hacia lo absurdo mucho más sutil. Aunque aquí no nos interesa). Pongamos en lugar del caballo una gallina, y en lugar del bar una carnicería.

Una mañana, una gallinita muy joven y coqueta entra en una carnicería y, sin esperar turno, pide que le sirvan algo de capón de Castel San Pietro. Entre la clientela se oyen voces escandalizadas: que mal educada, ya no hay vergüenza, a dónde iremos a parar... Pero el dependiente despacha en seguida a la joven gallinita, y mientras le pesa la mercancía se enamora de ella. Pide su mano a mamá-clueca, y se casan. Durante la fiesta de bodas, la joven esposa se aparta un poco de los invitados, para poner un huevo fresco para su maridito...

(No es una historia antifeminista: sino todo lo contrario, si se elabora bien).

Los niños aprenden pronto el funcionamiento de este mecanismo. A menudo lo utilizan para «desacralizar» los diferentes tipos de autoridad a que se ven sometidos: hacen caer el maestro en una tribu de caníbales; en una jaula del zoológico; en un gallinero. Si el maestro es inteligente se divierte; si no lo es y se enfada, peor para él.

También hay que considerar como un mecanismo la alteración total y violenta de la norma. Es un mecanismo fácil de usar, y que gusta a los niños. Tenemos el caso de Pierino (de quien ya he hablado, en otro contexto, desdoblándolo en Marco y Mirko), que en lugar de tener miedo a los vampiros y fantasmas, los persigue y maltrata, los tira al cubo de la basura...

En este caso el miedo es conjurado por medio de la «risa de agresividad» —pariente cercano de las batallas de pasteles del cine mudo—, es una «risa de crueldad» a la que los niños están siempre dispuestos, pero que presenta un enorme riesgo (como cuando los niños ríen de las malformaciones físicas de otras personas, atormentan a los gatos, o cortan la cabeza de una mosca).

Los expertos nos han explicado que nos reímos del hombre que cae, porque no sigue la regla de la norma humana, sino la de los bolos. De esta observación, tomada al pie de la letra, nace el mecanismo de transformar personas en objetos:

a) El tío de Roberto trabaja como colgador de abrigos en un restaurante de lujo. Cuando trabaja, mantiene los brazos elevados, para que los clientes puedan colgar abrigos, chaquetas, paraguas y sombreros...

b) El señor Dagoberto trabaja como mesa de apuntes. Cuando el director visita la fábrica, él va a su lado, y si el director necesita tomar algún apunte, el señor Dagoberto dobla la espalda, y el jefe escribe encima...

La risa, inicialmente cruel, va dejando lugar, poco a poco, a una sensación de inquietud. La situación es cómica pero injusta. Se ríe, y al mismo tiempo se está triste. Estamos entrando en la definición que Pirandello hacía del humorismo y sus facetas. Y nos detenemos, para no complicar el discurso.