VEINTIDÓS
VEINTIDÓS
La destrucción de los hombres
Myrsa gritó cuando el espadachín con armadura plateada hundió su espada en el costado de Pendrag. Un chorro de sangre brotó de la herida mientras el conde de Middenheim caía, con la espada rota todavía aferrada en las manos de su asesino. Dio la impresión de que el cielo se oscurecía, y Myrsa sintió que algo muy valioso desaparecía del mundo.
El cuadro vivo que tenía delante parecía estático e inmóvil: Otwin con el hacha preparada para clavarla en el cuello de Gerreon, y Marius con su sable curvo dirigiéndose hacia su espalda desprotegida. Pendrag yacía a sus pies, pero era la expresión de aversión y pesar grabada en el rostro de Gerreon la que expresaba mayor tristeza.
—¡Pendrag! —gritó Myrsa, y el tiempo alcanzó a aquel atroz momento.
Gerreon esquivó la estocada de Marius y se inclinó hacia atrás para evitar el hacha de Otwin, que estuvo a punto de cortarle la cabeza al conde jutón. El espadachín arrojó a un lado el instrumento con el que le había dado muerte a Pendrag como si estuviera al rojo vivo y giró apartándose de los torpes ataques de sus enemigos.
La espada le quedaba colgada sin fuerzas a su costado y Myrsa se asombró al ver que estaba llorando, como si sufriera el mayor dolor imaginable. El encarnizado combate del muro todavía se desarrollaba a su alrededor, aunque no apartó la mirada ni una vez del cuerpo de Pendrag, Gerreon bloqueaba, y esquivaba con una precisión magnífica.
—Eres mío, espadachín —aulló Myrsa, y los cientos de gargantas que se encontraban a su espalda hicieron suyo ese aullido.
Tal era la fuerza y la cólera detrás de los gritos que la intensa furia de la batalla disminuyó a medida que los guerreros que luchaban por sus vidas se volvían para buscar el origen: los guerreros de Middenheim.
Eran hombres de mirada adusta que llevaban una vida dura en el norte, poco dados a demostraciones abiertas de emoción o pesar y, sin embargo, acudieron con lágrimas en los ojos por su conde muerto. Trajeron el estandarte azul y blanco de la ciudad con ellos, y Myrsa no se había sentido nunca más orgulloso de considerar esa ciudad su hogar.
Gerreon vio a Myrsa y los guerreros de Middenheim venir a por él, y sacudió la cabeza. Arrojó la espada a un lado y volvió a saltar por encima del muro.
—¡No! —gritó Myrsa, corriendo hacia el parapeto resbaladizo por la sangre.
Miles de guerreros enemigos seguían presionando para subir por el viaducto, pero Myrsa divisó con facilidad la figura plateada del espadachín entre los norses aullantes, una figura solitaria, abriéndose paso a empujones entre la marea de atacantes.
—¡El cobarde huye! —gritó Myrsa, furioso porque le negaran la oportunidad de vengarse.
—¡Guerrero Eterno! —exclamó una voz junto a él, y Myrsa vio al conde Marius de los jutones señalando el parapeto situado a su lado.
Myrsa bajó la mirada y vio a un guerrero muerto desplomado contra el muro. Myrsa se quedó mirando al hombre, desconcertado, preguntándose qué había llamado la atención del conde jutón. Entonces, lo vio.
El arma del hombre caído: una ballesta.
Myrsa dejó caer su martillo y levantó la pesada arma de hierro y madera. No era un experto con una ballesta, pero se había adiestrado con todas las armas creadas por la raza de los hombres. Encajó una flecha en la ranura y se apretó la culata de madera contra el hombro.
Apuntó a lo largo de la ballesta y vio la forma huyendo de Gerreon en el pequeño cuadrado de hierro que servía de mira. Disparar cuesta abajo a un blanco en movimiento no era fácil, pero justo cuando Myrsa estaba a punto de disparar Gerreon se detuvo y se volvió hacia él.
El espadachín se quedó inmóvil, con los brazos extendidos, y su boca se movió mientras decía algo que se perdió en medio del estruendo de la batalla. Aunque Myrsa estaba demasiado lejos para oír sus palabras, supo exactamente qué había dicho Gerreon: «Lo siento».
—Lo vas a sentir, cabrón —respondió Myrsa entre dientes—. Lo vas a sentir.
Apretó el disparador y observó cómo la saeta de hierro salía volando de la ballesta, trazando un arco por encima de las cabezas de los norses hacia el corazón de Gerreon. Myrsa bajó el arma, seguro de que el disparo era certero, y miró a Gerreon a los ojos un instante antes de que la flecha diera en el blanco.
Pero no pudo ser.
Una ráfaga de viento casual o la voluntad de los dioses, ¿quién podía saberlo? De cualquier forma, la flecha vaciló en pleno vuelo mientras se le soltaban las plumas. En lugar de atravesar el corazón de Gerreon, la mortífera saeta se le clavó en el hombro. El espadachín se tambaleó debido al impacto; sin embargo, con una última mirada abatida de decepción, dio media vuelta y huyó por el viaducto, fuera del alcance incluso del mejor tirador.
Myrsa soltó una maldición y arrojó la ballesta a un lado. Corrió hacia donde Marius y Otwin habían llevado el cuerpo empapado de sangre de Pendrag. Pendrag yacía en brazos del rey berserker, rodeado por un círculo de Lobos Blancos. Asombrosamente, aún estaba vivo, aunque la sangre seguía bombeando sobre la mano de Otwin a pesar del puñado de trapos con que le presionaba la herida. El charco que se iba extendiendo con rapidez debajo de Pendrag le dijo a Myrsa todo lo que necesitaba saber.
Se arrodilló junto a su gobernante y amigo mientras los ojos de Pendrag se abrían con un parpadeo.
—¿Lo… has… matado? —preguntó Pendrag, jadeando con los labios salpicados de una espuma sanguinolenta.
Myrsa luchó por hablar, pues la pena amenazaba con vencerlo. Durante un breve instante, Myrsa consideró mentir, decirle a Pendrag que lo había vengado, pero el momento pasó. Era un guerrero de honor, y Pendrag merecía la verdad.
—No, mi señor —contestó—. Lo herí, pero escapó.
—Bien —susurró Pendrag.
Myrsa se esforzó por entender lo que Pendrag había querido decir, pero simplemente asintió con la cabeza mientras Marius, se arrodillaba a su lado. Llevaba el colmillo rúnico y le ofreció la empuñadura a Pendrag.
—Vuestra espada, hermano —dijo Marius y a Myrsa le asombró ver lágrimas en los ojos del hombre—. Cogedla una última vez y llevadla con vos a los Salones de Ulric.
La mano de Pendrag se cerró alrededor del mango envuelto en cuero de la magnífica espada y sus dedos dejaron manchas de sangre sobre el pomo dorado. Una máscara de paz alivió las líneas de dolor grabadas en su rostro y sonrió como si estuviera escuchando palabras de consuelo. El simple hecho de sostener la espada le dio fuerzas a Pendrag, que levantó la mirada hacia Myrsa con ojos claros y decididos.
—Guerrero Eterno —dijo, y Myrsa se inclinó hacia él.
—¿Mi señor? ¿Tienes unas últimas palabras?
—Sí —contestó Pendrag, levantando el colmillo rúnico hacia él—. La espada es tuya ahora.
—No —repuso Myrsa, sacudiendo la cabeza en señal de negación—. No soy digno de llevarla.
—Es curioso… —añadió Pendrag—. Yo dije lo mismo. Pero tienes que escucharme. Este es el colmillo rúnico de Middenheim, y ante estos testigos, te nombro conde de Middenheim. ¡La espada te necesita y debes cogerla!
Myrsa tragó saliva y miró a Marius y Otwin buscando algún indicio de lo que debería hacer.
Marius asintió con la cabeza y Otwin dijo:
—Vamos, muchacho. Cogedla.
—Haz caso de lo que te diga, amigo mío —le aconsejó Pendrag suavemente, mientras su voz se iba apagando.
—Así lo haré, mi señor —aseguró Myrsa, y agarró el colmillo rúnico, rodeando la mano de Pendrag con la suya mientras sostenían la espada juntos.
Un arte y habilidad antiguos se habían unido en la elaboración de la espada y con ellos llegaba una sabiduría más allá de la comprensión de los mortales.
Pendrag suspiró, y su mano resbaló de la espada. A Myrsa le bajaron lágrimas por el rostro y los Lobos Blancos aullaron de dolor. Su pena se alzó hasta los cielos llamando a los Lobos de Ulric para que se llevaran el espíritu de ese gran guerrero a su última morada.
Myrsa alzó la reluciente espada.
—Sé lo que tengo que hacer —dijo.
Muy abajo, de pie en el borde del bosque, Kar Odacen observó el halo oscuro que rodeaba la ciudad sobre la roca y supo que se acercaban sus últimos momentos. Podía sentir cada vida que se cobraba el señor demonio de Kharnath y el placer que obtenía de tal masacre gratuita recorría el cuerpo del chamán como el elíxir más selecto. Había necesitado de todo su poder para invocar a un campeón tan poderoso del Dios de la Sangre y se había visto obligado a unir su fuerza vital a él para sellar el pacto.
Este tipo de pactos eran peligrosos, pero por la vitalidad que fluía de la masacre del señor demonio valía la pena cualquier riesgo. La sangre ofuscaba su mente y una niebla roja cubría su vista debido a las energías siniestras del poderoso demonio. Al Dios de la Sangre no le agradaba la brujería y Kar Odacen se esforzó por contener su poder ante una matanza tan imponente. El presente era una borrosa mancha de sangre, y el futuro, un agitado caos de posibilidades, así que se concentró en el pasado para aferrarse a la conciencia de sí mismo.
Sonrió al recordar la repentina expresión de comprensión que apareció en el rostro de Cormac antes de caer en el lago de sangre que precedió a la manifestación de la criatura demoníaca. Se había dado cuenta demasiado tarde de cómo lo había manipulado y preparado para que se convirtiera en el recipiente perfecto para el destructor de los hombres. ¡Y pensar que había creído que un simple mortal sería el instrumento de la voluntad de los Dioses Oscuros! Era una idea ridícula.
Kar Odacen observó el lejano combate en el viaducto, pero sólo podía oír débiles sonidos de batalla. Si los hombres del Imperio conocieran el destino final del mundo, se cortarían el cuello con sus propias espadas. El Fin de los Tiempos se avecinaba sobre esa era, aunque la maldición de los hombres consistía en que no podían ver la soga del verdugo alrededor de sus cuellos.
Un hilo de saliva ensangrentada le goteó de la comisura de la boca y parpadeó al percibir movimiento a su alrededor. Se obligó a abrir los ojos y vio a las bestias del bosque con las cabezas levantadas olfateando el aire y reuniéndose en grupos apretados y temerosos. Kar Odacen sintió que el impulso de matarlas a todas amenazaba con invadirlo. La rabia de Kharnath se había apoderado de él, y sólo haciendo uso de su fuerza de voluntad pudo contenerla.
Una manada de bestias con cabezas de osos y lobos que gruñían se apiñó cerca de él, golpeando el suelo con las patas y arañando el aire. Con cada bramido su miedo se extendió hasta sus hermanos contrahechos alrededor de la roca Fauschlag. Kar Odacen se volvió contra la criatura situada más cerca, un animal altísimo con oscuras escamas de reptil y la cabeza de un enorme toro con cuernos.
—¿Qué pasa? —preguntó con la boca llena del sabor férreo de la sangre.
La criatura no respondió, y Kar Odacen intentó recurrir a sus poderes para destruirla, pero el peso de la presencia del señor demonio era demasiado grande y no pudo invocar ni rastro de su magia. La enorme bestia sacudió la cabeza peluda y escupió una bola sanguinolenta de alimento rumiado antes de dar media vuelta y desaparecer entre los árboles. Su manada la siguió, y por toda la imponente aguja de roca, otras estaban haciendo lo mismo.
—¿Adonde vais? —inquirió Kar Odacen, furioso, pero las bestias lo ignoraron.
—Se van a casa —dijo una voz ahogada a su espalda.
Kar Odacen se volvió y su ira desapareció al ver a Azazel ante él. Una flecha de hierro le sobresalía del guardabrazos y tenía la armadura plateada manchada de sangre.
—En nombre de todos los Dioses Oscuros, ¿qué estás haciendo aquí? —gritó Kar Odacen—. ¡Deberías estar encima de la ciudad! ¡Tomas las murallas de Middenheim y te bañas en la Llama de Ulric! ¡Lo he visto!
—Puede ser que algún día —repuso Azazel, dando media vuelta y alejándose—, pero hoy no.
La oscuridad se congregó sobre el templo; el contorno del demonio era de un negro más profundo que las crecientes sombras. Su hacha aulló con un hambre monstruosa y el látigo se le enrolló alrededor del brazo mientras los cráneos se reían con un regocijo lunático. Sigmar se apartó a gatas del monstruo descomunal con la certeza de que sólo disponía de unos momentos para sobrevivir.
El demonio silbó; su aliento era el de un osario, caliente y con el hedor a innumerables cadáveres sin cabeza. El dorado y carmesí de su armadura estaban empañados por la sangre, y su pelaje negro apestaba a carne quemada. Caminó hacia él como un cazador acechando a una presa herida, saboreando los últimos e inútiles momentos de desafío antes de caer sobre ella.
Clavó los ojos en Sigmar, y en ese breve momento, vio al hombre en el interior del monstruo, un alma destrozada y utilizada como entrada para que una criatura de locura y muerte pasara entre los mundos. En algún lugar en lo más profundo de ese demonio, Cormac Hachasangre disfrutaba de la destrucción de su cuerpo por la gloria de alumbrar a un poderoso avatar de los Dioses Oscuros.
La mano de Sigmar se cerró en el mango de Ghal-maraz, y las sombras se disiparon mientras su martillo de guerra resplandecía. Se puso en pie y el demonio rugió como si le complaciera haber encontrado carne digna por fin. Su hacha se lanzó hacia él, y Sigmar se irguió para hacerle frente.
Martillo y hacha chocaron en medio de centelleantes arcos carmesíes, dos armas forjadas por maestros de su arte. Un atronadora onda expansiva estalló hacia fuera dejando en ruinas las últimas columnas y arcos del templo. La Llama de Ulric danzó como una vela en un huracán, pero se mantuvo firme ante los poderes que intentaban apagar su luz.
El fuego frío brilló más fuerte que nunca, y Sigmar supo que Ulric estaba con él.
—Te estoy esperando —dijo Sigmar, y el demonio alzó su hacha a modo de saludo.
Hombre y demonio se encontraron frente a frente en las ruinas del templo. El cielo estaba teñido de sangre como si el sol se pusiera en el último día del mundo.
Sigmar cargó contra el demonio, cuya poderosa forma era inmensa y espantosa, y su aterradora hacha, un arma para deshacer toda forma de vida. Se agachó bajo un golpe mortífero y estrelló a Ghal-maraz contra el costado del demonio. La armadura de latón se abrió por la fuerza del golpe y salió otro chorro de la sangre negra del demonio. Mientras que antes había fundido piedra y hojas de hierro, Ghal-maraz era inmune a su acción, y el demonio soltó un bramido de furia.
El hacha descendió, y Sigmar se lanzó a un lado. La hoja hendió el aire, pero se invirtió sobre el mango con un oscuro resplandor y se clavó en el pecho de Sigmar.
Toda la maldad y la rabia que se habían empleado en la creación del hacha del demonio estaban presentes en ese golpe, que hizo pedazos la armadura de Sigmar. Las runas de protección emitieron una luz incandescente al ser destruidas por el poder puro y primario del Dios de la Sangre, y Sigmar notó que el calor le quemaba la piel, marcándolo para siempre con la escritura de los herreros rúnicos enanos. Sintió que se le partían las costillas y soltó sangre por la boca mientras chocaba contra las ruinas caídas del templo. Cayó al suelo al lado de la Llama de Ulric, aferrando aún a Ghal-maraz con fuerza, a la vez que la armadura se desprendía de su cuerpo en trozos ennegrecidos. Se puso de lado y se apoyó en un codo mientras el demonio levantaba el hacha para destruirlo.
El sonido de los lobos resonó a través del templo, y el viento del invierno aulló a su alrededor. Partículas de nieve y fragmentos de hielo llegaron flotando procedentes del fuego situado en el centro del templo y el pecho de Sigmar subió y bajó dolorosamente mientras el aire que lo rodeaba se congelaba. El demonio silbó cuando hielo y fuego se encontraron.
Sigmar supo con absoluta seguridad que ése era el aliento del mismísimo Ulric.
Con la misma certeza que supo que no era para él.
Oyó el grito de un guerrero, una exclamación de pérdida y rabia, coraje y lealtad, y la hoja plateada de una espada salió del estómago del demonio. Un fuego frío bañaba la hoja, su superficie rúnica atraía el aliento de Ulric hacia ella en medio de un cegador remolino de hielo y nieve.
El demonio rugió mientras su esencia luchaba para impedir que su carne se deshiciera ante ese nuevo poder. Sigmar se puso en pie a duras penas y vio al demonio paralizado ante un guerrero con una impoluta armadura blanca que le clavó la espada de un muerto en su carne antinatural.
Una luz blanca rodeaba al guerrero, y Sigmar vio que se trataba de Myrsa, el Guerrero Eterno de Middenheim. El aliento de Ulric no era para Sigmar, sino para el héroe que había jurado dedicar su vida a la defensa de la ciudad. La espada con la que Myrsa había atravesado al demonio ya no era un arma forjada por manos mortales, sino una deslumbrante estaca de hielo, un fragmento del poder del Dios Lobo traído a la tierra para dar muerte al avatar de sus enemigos.
Incluso aunque ver a Myrsa llenó a Sigmar de alegría, su corazón se desconsoló. Sólo podía haber una razón para que Myrsa blandiera el colmillo rúnico.
La forma del demonio empezó a temblar y parpadear poco a poco; su voluntad y poder de resistir estaban a la altura de las energías que intentaban destruirlo. Esa era la única oportunidad de Sigmar y supo lo que tenía que hacer. Sostuvo a Ghal-maraz en la Llama de Ulric, dejando que el fuego frío bañara la cabeza del poderoso martillo de guerra con el poder de su dios.
Sigmar sacó el martillo de las llamas, ondas de fuego blanco recorrían toda su longitud, y corrió hacia el demonio. Saltó de una piedra caída a otra hasta llegar a la altura del pecho del demonio y se lanzó hacia su cabeza con cuernos.
Los ojos de la criatura centellearon, pero ninguna furia demoníaca podría impedir que Sigmar asestara el golpe.
Ghal-maraz se estrelló contra el pecho del demonio y su oscuridad estalló en fragmentos de noche. Los poderes malignos chillaron, y el cielo se hizo añicos mientras el cuerpo del señor demonio era devuelto al reino maldito de donde había salido. Tormentas invernales rugieron alrededor del templo derruido y el desgarrador y cortante torbellino de hielo y aire helado levantó a Sigmar. El frío glacial le quemó el cuerpo, aunque la sensación no era desagradable; su helada mordedura le resultó familiar y divina.
Se estrelló contra el suelo y se quedó sin aliento mientras la Llama de Ulric se hinchaba llena de vida y poder. Su fuego se extendió por el suelo como si una capa invisible de aceite cubriera todas las superficies. Llamas azules recorrieron las rocas y los cuerpos de los muertos se agitaron entre ellas.
El mundo entero estaba ardiendo y las llamas se extendieron hacia la ciudad de Middenheim.
Como si se tratara de una marea empujada por una tormenta, la Llama de Ulric se extendió por la ciudad; un brillante y agitado río de fuego azul que resonaba con los aullidos de los lobos y los vientos helados. No quemaba, aunque rugía con la voracidad de un incendio mortífero y nada de lo que tocara volvería a ser lo mismo. Una altísima columna de fuego de invierno se alzó del corazón de la ciudad atravesando la parte más lejana del cielo y extendiendo su fría luz por la región hasta donde alcanzaba la vista.
Los guerreros de Middenheim aullaron cuando el poder de su dios los tocó y sus ojos brillaron con la luz del invierno. Sus espadas eran la muerte, y los norses vieron la derrota del aterrador señor de Kharnath en los ojos fríos y despiadados de sus enemigos.
Al lado de cada hombre, ya fuera un habitante de Middenland o no, un centelleante lobo de fuego azul mordía y atacaba a los norses desgarrando gargantas y arrancado carne de los huesos con garras fantasmales. Ningún arma podía cortarlos, ninguna armadura podía resistirse a ellos, y los lobos fantasma arremetieron contra los norses con todo el poder de su amo.
El terror se apoderó de los norses, que se dispersaron ante la marea de feroces lobos y guerreros del invierno. El viaducto se convirtió en un lugar de muerte segura, donde los lobos del norte y los hombres de la ciudad despedazaban sin clemencia a sus enemigos, que huían.
En medio de los aullidos de los lobos y los gemidos del viento, llegó otro sonido, un sonido que los defensores de Middenheim casi habían perdido las esperanzas de oír.
Grandes cuernos, sonando desenfrenadamente procedentes de una hueste de hombres.
Llegaron de los bosques: las espadas de diez mil hombres de todos los rincones del Imperio.
Del este vinieron los asoborneos, los querusenos y los taleutenos. Mil carros de guerra al mando de la reina Freya se estrellaron contra los norses, seguidos rápidamente por los Guadañas Rojas del conde Krugar. Grupos aullantes de salvajes querusenos cayeron sobre las bestias y hombres desperdigados; sus cuerpos pintados resplandecían a la luz del fuego que recorría la cima de la roca Fauschlag.
Del sur llegaron los endalos, los brigundianos y los menogodos; guerreros que habían marchado día y noche para alcanzar a su emperador y luchar a su lado.
Los Yelmos de Cuervo de los endalos arrollaron a los norses que huían del viaducto mientras el conde Aldred abría una senda sangrienta a través de los miembros de las tribus del norte asestando golpes amplios con Ulfihard. La princesa Marika montaba un caballo de negro azabache a su lado y disparaba flechas con un arco largo que se curvaba con elegancia.
Lanceros merógenos empujaron a los jinetes norses hacia las armas de los menogodos y los brigundianos, y Markus y Siggurd disfrutaron de la oportunidad de destruir a sus enemigos de tanto tiempo. Maestro de la espada ostagodos derribaron a los campeones norses con estocadas tan mortíferas como elegantes, mientras el arma del conde Adelhard destrozaba a cualquiera que se atreviera a acercarse.
En menos de una hora, la roca Fauschlag estaba rodeada por guerreros del Imperio y los norses estaban acabados. Para cuando anocheció, la Llama de Ulric se había retirado al templo en ruinas, y los vientos del invierno y los lobos fantasmales regresaron otra vez al reino de los dioses.
Sólo dos almas escaparon a la venganza del Imperio: un espadachín con armadura plateada que lloraba y un loco que gritaba y cuyos ojos chorreaban sangre.
Huyeron adentrándose en las sombras del bosque, donde las bestias los estaban aguardando.
Sigmar se reunió con sus condes al comienzo del viaducto.
Krugar y Aloysis permanecían juntos, volvían a ser hermanos ahora que habían visto lo que se podría perder si su amistad flaqueaba. Freya tenía un aspecto tan magnífico como siempre, con la armadura dorada salpicada de sangre de norse y el cabello pelirrojo suelto. El conde Aldred y la princesa Marika, que estaban espléndidos con sus relucientes armaduras negras, le sonrieron afectuosamente mientras se acercaba.
Los condes del sur —Siggurd, Markus y Henroth— le dedicaron solemnes reverencias al verlo aproximarse, con los rostros demacrados por la marcha larga, aunque eufóricos por haber llegado a tiempo. Adelhard de los ostagodos agitó a Ostvarath haciendo una deslumbrante floritura que finalizó envainando su antigua espada y haciéndole una reverencia a Sigmar.
Conn Carsten, a pesar de que todavía no había sido nombrado conde del Imperio, se había ganado el derecho de estar en compañía de tales héroes y su expresión normalmente malhumorada había desaparecido en favor de una leve sonrisa ante esa gran victoria. Detrás de ellos, las gaitas de los endalos y los udoses se unían en triunfal armonía.
Ensangrentados y cansados, aunque no menos espléndidos, Otwin y Marius se sostenían en pie mutuamente. Resultaban unos hermanos de armas insólitos, pero habían luchado y habían sangrado uno al lado del otro, y habían compartido mucho heroísmo y dificultades.
Sólo faltaba un conde, y Sigmar sufría por su pérdida.
Alaric, Wolfgart, Redwane y el nuevo conde de Middenheim se encontraban junto al cuerpo de Pendrag, su hermano de armas y viejo amigo muerto. Los tres estaban heridos, pero ninguno dejaría pasar ese momento sin estar presente. El rostro de Myrsa se mantenía impasible, pero Wolfgart y Redwane lloraban abiertamente. Incluso Alaric, un guerrero de una raza para la que las vidas de los hombres no eran más que un breve momento en el tiempo, había derramado lágrimas por Pendrag.
El hermano de armas de Sigmar estaba envuelto de azul y blanco, pues los guerreros de Middenheim le habían hecho una mortaja con el estandarte de su ciudad, y a Sigmar no se le ocurría un gesto más apropiado. Myrsa llevaba ahora el colmillo rúnico, pero para honrar el fallecimiento de Pendrag colocó la poderosa espada sobre el pecho de su señor caído.
Aunque el cuerpo de Sigmar estaba al borde del colapso, el emperador se mantuvo erguido delante de sus condes. Hacer otra cosa deshonraría a los hombres que habían luchado y muerto para lograr esta victoria.
Intentó pensar en palabras que pudieran expresar lo agradecido que se sentía, la suerte que suponía contar con amigos tan magníficos, pero no le salieron las palabras. Sigmar se quedó de pie en medio de sus condes y lloró por todo lo que habían perdido ese día, por amigos que nunca volverían a reír con ellos y por hermanos, padres e hijos que nunca regresaría con sus familias.
El conde Siggurd dio un paso al frente con la mano apoyada en la empuñadura de su espada.
—No sabía si acudiríais —dijo Sigmar por fin.
—Nos llamasteis y acudimos —contestó Siggurd—. Siempre acudiremos.