CATORCE

CATORCE

La justicia de Sigmar

Normalmente, el pantano del Brackenwalsch era un lugar sombrío, lleno de niebla, pero ese día era maravilloso y el sol brillaba sobre el agua como centelleantes fragmentos de cristal. Una brisa fresca mantenía la temperatura agradable y el aroma de las flores tardías y los fragantes juncos perfumaba el aire con una miríada de olores agradables.

La hechicera estaba sentada en un tronco caído, cuya corteza mohosa estaba plagada de insectos y llena de musgo. Mientras que otros rehuirían tales cosas o las considerarían repugnantes, ella disfrutaba del rico ciclo de la muerte y el renacimiento. Cuando algo moría, se convertía en un hogar para ciertas criaturas, un criadero para otras y comida para otras más.

—Todas las cosas tienen su momento —le dijo a nadie en particular mientras observaba cómo un cuervo se posaba en la rama baja de un árbol cercano.

El ave graznó y el sonido resonó sobre las profundas charcas y los senderos ocultos de los pantanos.

—¿Qué tienes que decir en esta magnífica mañana, ave de profecía? —preguntó con una sonrisa.

El ave la contempló con sus ojos color ónice y saltó de una pata a otra mientras graznaba de nuevo.

—¿Cómo se supone que debo interpretar eso? —preguntó—. Ya no puedo ver el futuro, así que esperaba que tal vez pudieras concederme un poco de tu sabiduría.

El ave graznó una vez más antes de emprender el vuelo. La hechicera lo observó hasta que ya no pudo distinguir su forma en el cielo. Se encogió de hombros y se puso en pie con la ayuda de su bastón de serbal. Tenía las articulaciones agarrotadas y produjeron un crujido parecido al sonido de unas ramitas al partirse. Hizo un gesto de dolor, pues sabía que su ligereza forzada ocultaba el miedo que la había estado atormentando desde que sus poderes habían empezado a desvanecerse.

El despertar del nigromante en las Montañas Centrales había anunciado el declive de su poder. Había huido de una terrible pesadilla sobre un mal inmenso y monstruoso que surgía del desierto, y había sentido la propagación de la magia oscura en el norte como un creciente cáncer.

La maldad del aterrador hechicero se filtraba en la tierra como un veneno, corrompiendo las energías que fluían por sus ríos y saturando el mismísimo aire. Desde esa noche, su espíritu cada vez tardaba más en desprenderse de su cuerpo y flotar en los vientos de magia que surgían como humo de oráculos de la tierra. Cuando era joven, simplemente tenía que recostarse y cerrar los ojos, pero ahora su espíritu no podía volar en absoluto, por mucho que lo intentara.

Sin esa libertad, sentía los estragos del tiempo sobre su forma física más que nunca.

Lo peor aún estaba por llegar, pues apenas su espíritu quedó confinado en su cuerpo cuando las rebosantes vistas de posibles futuros que abarrotaban sus pensamientos se dispersaron como los invitados de un banquete, hasta que se quedó completamente sola. A pesar de llevar una existencia solitaria en el Brackenwalsch, había presenciado los grandes dramas del mundo y había ayudado a determinar su curso.

Hasta ahora, eso había sido suficiente.

Antes de que sus poderes desaparecieran, había seguido el progreso del joven Sigmar a medida que el Imperio crecía y prosperaba. Lo vio rescatar a la princesa Marika, y sonrió ante la ingenuidad de los hombres. A pesar de cómo llamaban a las criaturas del pantano a las que se enfrentaron, ella sabía bien que no eran demonios: los siervos inmortales de los Dioses Oscuros eran mucho más aterradores.

Observó el sitio de Jutonsryk y su corazón se desesperó al ver a Sigmar levantar su martillo para matar al insurrecto rey Marius. De no ser por la intervención del rey berserker, el señor de los jutones habría muerto y la ruina del Imperio habría comenzado.

Aunque no pudo verlo, sintió la muerte del nigromante. No obstante, un miasma oscuro de antiguo mal todavía contaminaba las energías curativas del mundo, como si su poder aún perdurase. Ese poder ensombrecía el mundo, y la promesa de su muerte se cernía cada día. Por eso valoraba ese día, un hermoso momento de oro, azul y verde intenso.

Desprovista de sus poderes e incapaz de percibir el mundo más allá de lo que sus ojos cansados podían ver, la hechicera se sentía sola por primera vez en su vida. Aquí fuera, con sólo las aves y las criaturas del pantano para hacerle compañía, se sentía separada de la raza de los hombres, como si ya no formara parte de ella.

La hechicera madre le había confesado sentimientos similares en los días previos a su muerte a manos de los pieles verdes. ¿Ese era entonces su momento de dejar este mundo? ¿Ese día era un último obsequio antes de completar su viaje por la vida? Había vivido muchos años, y la muerte no la asustaba, pero no era la muerte lo que la hizo acelerar el paso mientras regresaba a su cueva por sendas que sólo ella conocía.

Rodeó una rizada charca de agua cristalina y vio una planta alta que crecía al borde y tenía los tallos salpicados de flores blancas en ramillete con la parte superior plana. Un olor empalagoso surgía de la planta y la anciana frunció el entrecejo al ver la cicuta de agua. No había visto esa planta en años y verla despertó recuerdos incómodos.

Los pasos de la hechicera vacilaron. Levantó la mirada cuando una sombra cruzó sus ojos y sintió un escalofrío de terror. El cielo estaba despejado, brillante y vacío. El sol colgaba bajo y gordo sobre el horizonte, y un ave de plumas negras daba vueltas por encima de ella. Apuró el paso, pues aún no estaba preparada para ser alimento de un ave carroñera esperanzada.

Que la edad acabara con ella en lugar de las artimañas de sus enemigos no era un mal modo de terminar una vida que se había vivido por el bien de otros. Sus pasos la habían llevado por algunos caminos oscuros y había hecho muchas cosas de las que no estaba orgullosa, pero la raza del hombre perduraba y no cuestionaría a posteriori las elecciones que había tomado por el bien mayor.

La imagen de una joven de cabello oscuro apareció de pronto en su mente, pero sofocó ese pensamiento antes de que pudiera formarse del todo. Ese había sido un sacrificio necesario, una muerte requerida para poner a Sigmar en la senda del nacimiento del Imperio. Si Ravenna hubiera vivido, los pieles verdes habrían dominado ahora esa tierra de hombres, y todo lo que había intentado salvar habría acabado en ruinas.

«¿Así duermes por la noche?».

El pensamiento la cogió desprevenida, pues había aceptado la muerte de Ravenna hacía mucho tiempo. Cada vez con más frecuencia, descubría que sus pensamientos saltaban al azar por su mente, volviendo a visitar recuerdos y pesares pasados, aunque largo tiempo enterrados.

«Era una inocente y la mataste».

«No», pensó la hechicera, mientras se apartaba del sendero y se dirigía hacia una roca negra e irregular que sobresalía del pantano como una montaña hundida que sólo dejaba el pico más alto visible. El suelo que llevaba hacia una grieta negra en la roca estaba empapado bajo los pies, y un paso equivocado en cualquier dirección haría que se hundiera bajo la ciénaga.

Llegó a la entrada de su cueva e hizo una pausa mientras le echaba un último vistazo a este magnífico día.

Este mundo era duro e implacable, aunque también hermoso y milagroso. Si se sabía dónde mirar, se podían encontrar maravillas en cada rincón, y lo echaría de menos cuando se hubiera ido.

La hechicera agachó la cabeza y entró en la cueva. Sus ojos tardaron un momento en adaptarse al interior sombrío. Se adentró más en la cueva, permitiendo que la memoria sensorial la guiara en la tenue luz. Le llegó el olor a hierbas y calor, tan familiar que resultaba tranquilizador, y justo después, el olor a hierro frío y al sudor y polvo del viaje.

La hechicera se detuvo al darse cuenta de que no estaba sola. Una luz naranja brilló en la oscuridad y un fuego crepitante apareció en el círculo de piedras que le servía de chimenea. Un anciano arrugado estaba sentado con las piernas cruzadas delante del fuego, con la cabeza inclinada y las manos unidas delante de él, como si estuviera orando. La mujer entrecerró los ojos, pues no necesitaba el don de la clarividencia para saber que ese hombre era más de lo que parecía. El aliento de los Dioses Oscuros lo llenaba y su poder era palpable.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Un viajero que sigue una senda similar a la tuya, Gráinne —contestó el anciano.

La hechicera se sobresaltó cuando utilizó su nombre de pila.

—Hace muchos años que nadie me llama así. ¿Cómo lo sabes?

—Los Dioses Oscuros conocen tu nombre y han hablado de tu muerte —dijo el anciano, mientras levantaba la cabeza y la miraba con unos ojos fríos que habían visto el paso de los siglos y la muerte de miles.

La hechicera tragó saliva y buscó en el fondo de su ser cualquier ápice de poder que pudiera quedarle, ya que sabía que sólo dispondría de una oportunidad de luchar contra él. Sintió un movimiento a su espalda, pero antes de que pudiera moverse unas manos la agarraron y la sujetaron con fuerza.

—¿Me recuerdas? —dijo una voz seductora y aterciopelada sobre su hombro.

La hechicera se retorció para deshacerse de la presa de su captor, pero sus forcejeos disminuyeron al ver al hombre que la sujetaba. Era extraordinariamente apuesto, con una sonrisa hermosamente cruel que resultaba cautivadora y, sin embargo, curiosamente repelente.

Aunque había poca luz, el joven que había venido a su cueva muchos años atrás en busca de venganza era inconfundible. La inocencia perdida se escondía detrás de sus ojos de asesino; pero, más allá, un rostro oculto brillaba con deseos atroces y una monstruosa arrogancia. Acongojada, supo que ésa era su auténtica personalidad y la asombró no haberlo visto antes.

Esos no eran los ojos de un hombre; eran los ojos de un demonio.

Se volvió, y el anciano se rio diciendo:

—Te recuerda, Azazel.

—Ese no es tu nombre, Gerreon —susurró, aunque sabía que no ayudaría.

—Ahora sí —repuso Azazel entre dientes, mientras desenvainaba el puñal y se lo colocaba en el cuello—. Y será el último nombre que oigas mientras mueres.

Wolfgart estaba sentado delante del fuego y observaba cómo Ulrike se resistía a que la venciera el sueño acurrucada en el regazo de Maedbh. Sonrió mientras contemplaba a su familia y se maravillaba ante la suerte de haber sido bendecido con dos mujeres tan magníficas en su vida. Maedbh le sonrió y acarició el cabello dorado de su hija, tan parecido al de ella. Ulrike tenía cinco años y medio, y era tan hermosa como su madre, y Wolfgart ya podía ver que en el futuro iba a tener que arrojar a los pretendientes de su puerta. Recordó su propia juventud alocada, yendo de juerga e intentando llevarse a la cama a todas las chicas del poblado que podía. La idea de que Ulrike se tropezara con alguien como él cuando tenía esa edad era más aterradora que ningún enemigo al que se hubiera enfrentado en batalla. Hizo a un lado la idea. Ese era un problema para otro día, y aún le quedaban unos cuantos años antes de ser reemplazado en los sentimientos de su hija por algún joven petimetre ansioso por desvirgarla.

La habitación estaba caliente e iluminada por la luz dorada que surgía de la chimenea. El faldón estaba tallado en madera salvaje asobornea y había sido un obsequio de la reina Freya en su última visita a Reikdorf. La factura era exquisita y representaba una multitud de árboles entrelazados con innumerables raíces que se hundían en la tierra antes de unirse. Maedbh le dijo que describía la creencia asobornea de que todos los seres vivos estaban conectados. Wolfgart simplemente pensaba que era bonito.

La casa hecha de piedra mantenía el calor, y unos leños cortados clavados contra la pared septentrional impedían que el viento le arrebatara su calidez. Se trataba de una construcción magnífica. Wolfgart se la había encargado a Ornath el cantero, un hombre cuyos precios resultaban exorbitantes, pero cuyo talento con un martillo y un cincel era tal que se rumoreaba que los enanos le habían enseñado en sus salones de las montañas. Wolfgart sabía que eso no era cierto, pero de todas formas la destreza de aquel hombre era prodigiosa.

Hacía menos de una generación, un hombre se habría construido su propia casa; pero en los dos años que habían transcurrido desde que el sitio de Jutonsryk había terminado, el oro había llegado en un río interminable desde el oeste y el Imperio había prosperado como nunca antes. Comerciantes de tierras tan lejanas que eran casi míticas recorrían los caminos que conectaban las ciudades, trayendo artículos exóticos y aumentando las arcas de los condes de Sigmar.

Con el comercio acarreando paz y prosperidad a sus tierras, los caciques tribales que antaño habían librado sangrientas guerras unos con otros ahora eran grandes amigos. El enemigo común que suponían los pieles verdes los había unido, pero la riqueza era el pegamento que los sujetaba. Bueno, con excepción de los taleutenos y los querusenos, que, desafiando las amenazas de Sigmar, seguían insistiendo en atacar las tierras del otro y pelear por algún antiguo agravio.

Wolfgart recibió una parte de las riquezas de Jutonsryk por su papel en la toma de la ciudad y también ganaba un generoso pago mensual como capitán de armas de Sigmar en Reikdorf. Junto con sus granjas de cría de caballos y los mercaderes en los que Maedbh le había convencido para que invirtiera, Wolfgart era uno de los hombres más adinerados de Reikdorf, y su casa tenía un acabado tan lujoso como el de cualquier conde del Imperio. Gruesas alfombras de pelo de oso de las Montañas Grises se extendían por todas las habitaciones del piso de abajo, y las mesas y sillas de roble y fresno elegantemente trabajadas tenían incrustadones de láminas de delicada cerámica llegada desde una tierra situada lejos, al este.

De las paredes colgaban tapices endalos, aunque el lugar de honor lo ocupaba un peto de plata con relieves dorados en forma de un lobo gruñendo y bordes ondulados de bronce. Pendrag había forjado el peto como obsequio para él y le había servido bien en las campañas que había librado en nombre de Sigmar. Su mirada se desvió hacia la imponente espada que estaba colgada en la pared, encima de la chimenea. La hoja medía ciento ochenta centímetros de largo y seguía afiladísima.

Habían pasado varios años desde la última vez que Wolfgart había blandido su espada con ira. Recordó el último golpe que había asestado, un movimiento ascendente que había destrozado el escudo de un lancero jutón antes de que le clavara la espada en el pecho. Con el nombramiento de Alfgeir como regente de Reikdorf mientras Sigmar luchaba contra los roppsmenn en el norte, Wolfgart se había hecho cargo del adiestramiento de los jóvenes umberógenos en las artes de la guerra. Se trataba de una labor digna, pero no era lo mismo que un combate real.

—¿Lo echas de menos? —preguntó Ulrike, sacándolo de golpe de su ensimismamiento.

—¿Qué pasa, cariño?

La niña señaló encima de la chimenea.

—Pelear —dijo—. No dejas de mirar tu espada.

Negó con la cabeza.

—No, preciosa, mis días de guerra han terminado —aseguró—. Todos los reyes le han jurado lealtad a Sigmar y el Imperio está en paz. Bueno, en su mayor parte.

—¿Estás seguro? —preguntó Maedbh con una expresión traviesa—. Creo que Ulrike podría haber dado con algo.

—¿Ahora os confabuláis contra mí? —dijo Wolfgart, sonriendo—. Que los dioses me protejan de tener dos mujeres en la casa.

—Ese es nuestro derecho como mujeres, esposo mío —contestó Maedbh—. Te superamos en número, así que será mejor que te rindas y respondas a la pregunta de tu hija.

Wolfgart se levantó y cogió a Ulrike del regazo de su mujer. Caminó trazando un círculo lento alrededor de la habitación, deteniéndose en cada uno de los magníficos objetos que llenaban su casa.

—Hoy en día, un hombre se hace un nombre con el comercio —dijo—, no por lo bien que pueda blandir una espada.

—Eso no es una respuesta —insistió Ulrike.

Wolfgart estaba a punto de dar otra respuesta frívola, pero vio auténtico miedo en los ojos de su hija. Era lista y sabía que no todos los hombres que iban a la guerra regresaban.

—¿Sinceramente? Sí, lo echo de menos —admitió—. Me gustaría que no fuera así, pero lo es.

—Eso es una tontería —dijo Ulrike—. ¿Por qué alguien querría pelear? Podrían herirte o… matarte. La guerra es estúpida.

—No puedo discutir contigo en eso, pequeña, pero a veces tenemos que ir a la guerra.

—¿Por qué?

Wolfgart miró a Maedbh en busca de ayuda, pero su mujer negó con la cabeza y una sonrisa irónica en el rostro.

Estaba solo en eso.

—El Imperio está más seguro que nunca, pero todavía hay enemigos a los que enfrentarse.

—¿Quién? Dijiste que todos los reyes son ahora nuestros amigos.

—Sí, es verdad, pero hay otros enemigos a los que tenemos que enfrentarnos, como los pieles verdes o los monstruos del bosque. No son amigos nuestros y nunca lo serán.

—¿Por qué no? —preguntó Ulrike.

—Porque, bueno, porque nos odian —contestó Wolfgart.

—¿Por qué? ¿Qué les hemos hecho?

—No es nada que les hayamos hecho —continuó Wolfgart, agotado por las interminables preguntas de su hija—. Son monstruos y sólo quieren matar y destruir. No quieren vivir en paz, porque no está en su naturaleza. No pueden hacer otra cosa, salvo luchar.

—Pero tú quieres luchar —dijo Ulrike—. ¿Eso hace que seas como ellos?

—No, amor mío. Porque yo sólo lucho para protegerte a ti y a tu madre, y a nuestros amigos. Yo lucho cuando nuestros enemigos quieren arrebatarnos lo que es nuestro. Soy un guerrero y, sí, no puedo negar que la llamada de un cuerno de guerra umberógeno hace que la sangre me lata con fuerza en las venas. Pero no les hago la guerra a otros a menos que ellos me la hagan a mí primero.

—¿Por eso el tío Sigmar está luchando contra los roppsmenn?

Wolfgart sintió un nudo de tensión en las tripas e intercambió una mirada de inquietud con Maedbh. Se evitó la respuesta porque alguien llamó a la pesada puerta de madera de su casa. Regresó junto a Maedbh y le pasó a Ulrike.

—Llévala a la cama —dijo Wolfgart—. Necesita dormir.

—No estoy cansada —protestó Ulrike, incluso mientras rodeaba a su madre con los brazos, adormilada.

Maedbh llevó su hija al piso de arriba y Wolfgart abrió la puerta.

Alfgeir y Eoforth estaban en el umbral, vestidos con largas capas con capucha.

—Llegáis tarde —dijo Wolfgart.

Se sentaron alrededor de una mesa de roble tallada por un artesano endalo mientras Wolfgart servía un generoso vino tinto en copas de plata. Alfgeir tomó un largo trago, mientras Eoforth sorbía el suyo con más delicadeza. Se sirvió una copa y ocupó su lugar en la cabecera de la mesa, mientras Maedbh bajaba y se sentaba al lado de Eoforth.

—Tileano —comentó Eoforth, tomando otro sorbo—. Muy bueno.

—Pendrag me convenció de que lo probara y le tomé el gusto en Marburgo —dijo Wolfgart—, pero no estamos aquí para hablar de mi bien surtida bodega.

—No —coincidió Eoforth.

—¿Has tenido noticias de Pendrag o de Myrsa? —preguntó Alfgeir.

—Sí —respondió Wolfgart—, y resulta una lectura desagradable.

Wolfgart se levantó y sacó una caja de hierro de debajo de una piedra suelta en el suelo, al lado de la chimenea. Regresó a la mesa, abrió la caja y sacó varios pergaminos doblados.

—Está empeorando —anunció—. El ejército de Sigmar suma más de ocho mil guerreros, sobre todo ostagodos y udoses, pero también hay algunos asoborneos con él.

Alfgeir miró a Maedbh y preguntó:

—¿Asoborneos?

—Los bosques se vuelven menos densos al este —explicó—. Es un buen terreno de muerte para los carros.

Wolfgart se pasó una mano por el cabello, todavía oscuro, aunque se le estaban empezando a encanecer en las sienes y la barba.

—Las noticias que llegan del norte son sangrientas —empezó—. Myrsa avisa de que los norses están atacando toda la costa en mayor número que nunca. Opina que nos están poniendo a prueba para ver si estamos preparados para rechazar una invasión.

—¿Un invasión? —repitió Alfgeir entre dientes—. Maldita sea, necesitamos que Sigmar regrese.

—Espera sentado —dijo Wolfgart—. No creo que Sigmar se detenga hasta que haya exterminado a los roppsmenn del Imperio. Ha librado tres grandes batallas bajo el estandarte del dragón.

—¡Bendita sea Shallya! —exclamó Eoforth—. ¿Se izó el estandarte del dragón todas las veces?

—Sí —contestó Wolfgart con tono grave—. Pendrag calcula unos diez mil roppsmenn muertos por el momento. Sus ciudades y aldeas están ardiendo, y su gente huye hacia el este. Pendrag dice que atrapan y matan a todo el que no se mueve lo bastante deprisa.

—Ningún guerrero umberógeno de honor tomaría parte en semejante masacre, ¿verdad? —preguntó Alfgeir.

—Son guerreros luchando bajo del estandarte del dragón —dijo Maedbh—. El estandarte no distingue entre guerreros y gente normal. Los guerreros umberógenos también lo saben.

—Por suerte hay pocos umberógenos en el ejército de Sigmar —añadió Wolfgart—. Los peores excesos los están perpetrando los udoses. Después de todo, fueron sus tierras las que fueron saqueadas y a su conde al que mataron en su castillo.

—Estos actos nos traen la deshonra —apuntó Eoforth, sacudiendo la cabeza como si no pudiera creer lo que estaba oyendo—. Y pensar que Sigmar es responsable de tal masacre.

—Los roppsmenn se lo buscaron —soltó Wolfgart—. Atacaron al Imperio y mataron al conde Wolfila y a su familia. ¿Qué esperaban?

—Represalias, sí —dijo Eoforth—. Pero ¿semejante masacre? Nadie podría haber esperado eso.

—La noticia se está extendiendo —terció Alfgeir—. He recibido cartas de Otwin, Aldred y Siggurd; todos exigen saber qué estar ocurriendo en el norte. Están hablando de la «Justicia de Sigmar» y lo que significa realmente.

—Temen por sus tierras y su gente si alguna vez expresan una opinión contraria —dijo Eoforth—. Temen correr la misma suerte.

—Eso no ocurrirá —aseguró Maedbh—. Los roppsmenn sufren porque traicionaron a Sigmar y mataron a su amigo. Se lo merecen.

—Eres una mujer dura, Maedbh —le dijo Eoforth—. Tienes razón en que merecían sentir la ira de Sigmar, pero esto va demasiado lejos. ¿Pueblos reducidos a cenizas, prisioneros ejecutados y familias enteras masacradas? Es demasiado y me avergüenza que nuestro emperador lo permita.

—La cuestión es: ¿qué hacemos al respecto? —inquirió Wolfgart.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Alfgeir—. Es el emperador.

—Ante todo, es nuestro amigo —sentenció Eoforth—. La pérdida de Wolfila debe haberlo trastornado y desahoga su rabia y su dolor con los roppsmenn.

—¿Eso disculpa tal masacre? —planteó Alfgeir.

—Claro está que no, pero el saber por qué ocurre una cosa hace que sea más fácil de entender —dijo Eoforth—. Cuando Sigmar traiga a sus guerreros a casa, hablaremos de esto con él. Saber qué lo condujo a tal exceso nos ayudará a aplacar los temores de los otros condes.

—¿Dónde estaba Sigmar la última vez que tuviste noticias de Pendrag? —preguntó Alfgeir.

—Lo último que supe es que los roppsmenn que quedaban se estaban replegando hacia el gran río divisorio —contestó Wolfgart—. Es la última línea en el mapa antes de adentrarse en lo desconocido.

—¿Alguien sabe siquiera qué hay más allá de ese río? —preguntó Alfgeir.

—Sólo Ulric sabe lo que hay al otro lado —dijo Wolfgart, encogiéndose de hombros con cansancio—. Pero sabemos lo que es seguro en este lado.

—¿Qué?

—Sigmar y la muerte.

Ya había oscurecido cuando el anciano decidió que se habían alejado lo suficiente. Aunque tenía las manos atadas, Gerreon —no podía pensar en él como Azazel— la sujetó con fuerza todo el camino, susurrándole las cosas terribles que el anciano iba a hacerle. La hechicera había pensado que la muerte no la asustaría, pero eso había sido una estupidez por su parte.

No quería morir de ese modo.

El cielo nocturno estaba despejado, las estrellas eran brillantes agujeritos en la oscuridad de terciopelo. Vio que habían llegado casi al mismo borde del pantano. De algún modo, el anciano conocía las rutas secretas a través de las mortíferas ciénagas. El reflejo de la luna titilaba en la superficie del agua y su cara indiferente bañaba el silencioso paisaje con un brillo pálido y muerto.

—¿Cómo conseguiste atravesar los pantanos? —preguntó—. La mayoría de los hombres desconoce las sendas.

—Yo no soy «la mayoría de los hombres», Gráinne —repuso el anciano—. Puede ser que tus poderes hayan desaparecido, pero todavía puedes notarlo, ¿no?

—Sigues a los Dioses Oscuros —dijo.

—Sigo a los verdaderos dioses, los dioses que gobiernan en el reino más allá de esta existencia cenicienta y cuyo aliento me llena de vida. Ellos son el verdadero poder en este mundo, no los débiles avatares ideados por las mentes de los hombres. Existían antes que este mundo y existirán mucho después de que sea polvo en el vacío.

—Si vas a matarme, entonces dime cómo te llamas —pidió—. Dime eso al menos.

—Muy bien —concedió el anciano, encogiéndose de hombros—. Soy Kar Odacen de los Lobos de Hierro, chamán de Cormac Hacha Roja de los norses.

—Estás muy lejos de casa, Kar Odacen de los Lobos de Hierro. ¿Qué te hace pensar que vivirás lo suficiente para regresar? Te has adentrado en tierras umberógenas y los cazadores de Sigmar son muy hábiles.

—Igual que yo, mujer —dijo Gerreon entre dientes—. Conozco esta tierra lo bastante bien como para haber escapado una vez de esos cazadores y lo haré otra vez. Nadie puede competir con mi habilidad y astucia.

La hechicera soltó una carcajada y se retorció en sus manos. Vio el intenso deseo de matarla en los ojos de Gerreon.

Y la oportunidad de escapar del destino que Kar Odacen había planeado para ella.

—¿Crees que los eludiste? —preguntó—. Sigmar no envió a nadie tras de ti. Te dejó ir para honrar el recuerdo de Ravenna.

—¡Mientes! —dijo Gerreon y la hechicera saboreó el estremecimiento que vio ante la mención del nombre de su hermana: la hermana a la que él había matado. La hermana a la que ella había sacrificado para atenuar la ambición de Sigmar con determinación.

La hechicera se combó en sus manos.

—Te compadezco, Gerreon —dijo—. Perdiste a Trinovantes y luego a Ravenna. Debe haber sido duro. Fuiste un peón en un plan más importante, pero no preví a qué te empujarían esas pérdidas. Ni vi que yo pagaría por tu caída con mi muerte.

—No quiero tu compasión, mujer —dijo entre dientes mientras la empujaba haciéndola caer de rodillas—. Y si me vuelves a llamar Gerreon, te saco las tripas ahora mismo.

La hechicera escupió a Gerreon en la cara.

—Debería haberte estrangulado con el cordón de tu madre cuando naciste —soltó—. Le dije que uno de sus hijos crecería para conocer el mayor de los placeres y el mayor de los dolores. Si hubiera sabido que asesinarías a su única hija, me habría suplicado que te matara mientras dormías en su vientre.

Gerreon la golpeó con el puño en la cara y unas luces brillantes estallaron ante sus ojos. Se le rompieron la nariz y el pómulo, y le bajaron lágrimas por la cara. Cayó de costado y sintió la fría humedad del suelo pantanoso en la piel.

Escupió un coágulo de sangre y agua del pantano mientras Gerreon la levantaba.

—Tu hermana sabía que tu alma estaba enferma, pero aun así intentó ayudarte —continuó la hechicera pese al dolor—. Correspondiste a su bondad clavándole una espada en el estómago y poniéndole fin a su vida antes de tiempo. Habría tenido niños fuertes y habría sido una madre amable y fuerte.

Gerreon sacó su puñal y la hoja se detuvo a dos centímetros de su globo ocular.

—¡No vuelvas a mencionar su nombre! —gritó.

—¿Por qué? ¿Porque no puedes enfrentarte al horror de lo que hiciste?

—¡Mi hermana era una ramera! —gritó Gerreon mientras la sed asesina del demonio presente detrás de sus ojos estallaba de rabia—. Se abrió de piernas para Sigmar y merecía morir por eso. ¡Yo era el mejor, debería haberme querido a mí! Yo la quería con todo mi corazón y me desdeñó.

—Ella conocía tu verdadera cara, Gerreon —dijo la hechicera—. Por eso te rechazó.

—¡No! —exclamó Gerreon entre dientes mientras sus hombros se sacudían por el esfuerzo de controlarse—. Me quería, y sé lo que estás intentando hacer. No funcionará.

Gerreon levantó la mirada, y Kar Odacen la arrastró hasta el borde del pantano. Su fuerza resultaba sorprendente para un hombre tan marchito.

—No tienes escapatoria —dijo el chamán—. El Príncipe Oscuro ha reclamado al que conocías como Gerreon. Sé que lo ves y me complace que sepas que tú lo alumbraste. ¿Qué se siente al saber que cada alma que Azazel ha enviado gritando al otro mundo y cada alma que matará durante su vida inmortal son gracias a ti? Tú creaste a Azazel y, por ello, te lo agradezco.

La hechicera quiso escupirle palabras de desafío a Kar Odacen, pero sabía que tenía razón. Sus planes habían transformado a Gerreon en un recipiente en que el chamán de los Lobos de Hierro había vertido maldad venenosa y corrupción, convirtiéndolo en presa fácil para una criatura del otro lado del velo. Ella había hecho eso y ahora pagaría el precio por toda la eternidad.

—Hazlo —dijo.

—No hay últimas palabras de odio —comentó Kar Odacen con una sonrisa.

—¿Para qué?

—Una oportunidad para alimentar las pretensiones de superioridad moral que te llevan a entrometerte en asuntos que no te incumben —sugirió Kar Odacen.

—No eres diferente de mí, chamán —dijo la hechicera—. Te entrometes en el destino del mundo y tu final no será mejor que el mío.

—Ya sé cómo moriré —respondió Kar Odacen—. No me da miedo.

Derrotada, la hechicera se combó en las manos de Gerreon.

—Hice todo lo que pude para guiar a la humanidad —dijo—. Hice lo que me pareció mejor en ese momento y volvería hacer lo mismo.

—¡Qué arrogante! —comentó Kar Odacen—. Así que te gusta excusar tus actos.

—No —repuso la hechicera—. No pongo excusas.

—Muy bien —dijo Kar Odacen, inclinándose para coger una piedra del tamaño de un puño—. Hagámoslo entonces.

La hechicera vio un destello de hierro a la luz de la luna y abrió mucho los ojos cuando la sangre caliente le manó por el pecho. Gerreon la mantuvo derecha mientras su cuerpo empezaba a sufrir convulsiones. A la vez que sentía el dolor del corte, Kar Odacen le estrelló la piedra contra la sien. El hueso se partió y se le hundió en el cerebro. Le corrió más sangre por el rostro.

Su boca se movió en silencio mientras la vida se le escapaba del cuerpo, pero antes de que ninguna de las dos heridas pudiera enviarla a la muerte, Gerreon hizo que se volviera y hundió su cuerpo en el Brackenwalsch.

Se le metió agua negra en la boca a la vez que la sangre le salía a borbotones para mezclarse con el agua del pantano. El dolor que sentía en la cabeza era increíble y la hechicera se sacudió y forcejeó en manos de su asesino. Todo estaba oscuro debajo del agua, pero podía ver la temblorosa imagen de las estrellas y la luna a través del agua agitada.

Se reían mientras la triple muerte se la llevaba.