CINCO

CINCO

La luna demonio

Treinta guerreros de Sigmar atravesaron las puertas de Marburgo con paso resuelto; sus rostros mostraban una expresión adusta y decidida. La luz de la luna hacía brillar sus capas de piel de lobo y se reflejaba en las pocas piezas de armadura que habían podido ponerse cuando Sigmar los había sacado de la cama. Wolfgart y Redwane siguieron a Sigmar mientras éste salía de la calzada y avanzaba chapoteando por el terreno cenagoso situado a un lado. Se detuvo y sintió el agua fría que se filtraba a través del cuero gastado de sus botas. Al otro lado del camino, una niebla fantasmal envolvía el pantano. Sigmar se estremeció al recordar la última vez que había visto un paisaje tan desolado y sin alma. Había sido diez años atrás, cuando yacía al borde de la muerte y su alma vagaba por los yermos páramos de las Bóvedas Grises.

Las almas de los condenados erraban por el averno entre la vida y la muerte, y en aquellos pantanos ocurriría lo mismo. La niebla giraba y se retorcía sobre sí misma, formando una opaca pared gris, con lejanas luces parpadeantes agitándose en su interior.

—Por el amor de Shallya, ¿qué está pasando? —preguntó Redwane—. ¿Por qué estamos aquí?

—Sí —asintió Wolfgart, que todavía llevaba la túnica manchada—. Trae mala suerte luchar bajo la luna del terror, sobre todo cuando está llena. A nada bueno puede conducir esto.

—Estamos aquí para salvar una vida inocente —explicó Sigmar, levantando a Ghal-maraz con ambas manos.

Las runas grabadas en el mango del martillo brillaban a la luz de la luna como si la idea de causar estragos una vez más entre las criaturas de la oscuridad las llenara de energía.

—¿De qué hablas?

—¿Te acuerdas de que me hablaste de la Antigua Fe y sus sacrificios de vírgenes? —preguntó Sigmar.

—Vagamente —contestó Wolfgart.

—Resulta que no son sólo cuentos, después de todo. Vi a Aldred conducir a los Yelmos de Cuervo hacia el pantano y llevaban prisionera a Marika. Idris Gwylt pretende ofrecérsela a los demonios de la niebla.

—¡Cabrón! —gruñó Redwane—. ¡Le abriré el cráneo con mi martillo y le arrancaré su maldito corazón!

A Sigmar le sorprendió la fuerza de la ira de Redwane, pero le alegró ver expresiones de indignación en los rostros de sus guerreros a medida que la noticia de lo que estaba ocurriendo se extendía entre ellos. Se volvió hacia los Lobos Blancos con la certeza de que quizá algunos no sobreviviesen a aquella noche. Wolfgart tenía razón, traía mala suerte entrar en combate bajo la luz espectral de la luna del terror, pero no tenían elección si querían salvarle la vida a Marika.

—¡Un viejo iluso pretende matar a una joven inocente! —exclamó Sigmar, aunque la niebla parecía tragarse sus palabras y le devolvía ecos extraños, como si se burlara de él—. No permitiré que ocurra y necesito vuestra fuerza para detenerlo. ¿Estáis conmigo?

Como un solo hombre, los Lobos Blancos levantaron sus martillos y soltaron un rugido a modo de afirmación, como Sigmar sabía que harían. Aunque la idea de entrar en ese espantoso pantano resultaba una perspectiva aterradora, a los Lobos nunca se les ocurriría dejar que su emperador entrara en combate sin ellos.

Sigmar asintió con la cabeza y se adentró en la niebla, chapoteando a través del cieno y los gélidos charcos de agua estancada del color de la brea. No tenía modo de saber adonde habían ido los endalos exactamente, pues el agua salobre inundaba las huellas y las borraba en segundos. Sigmar deseó haber pensado en traer a Cuthwin a Marburgo, pero los deseos eran para los tontos y los niños, y tendrían que encontrar a los endalos sin su mejor rastreador.

La niebla envolvió a los umberógenos mientras se abrían paso despacio y a trompicones por el pantano. El horrible brillo de los rayos de luna carentes de vida iluminaba su marcha, y de la ciénaga surgían extraños sonidos de borboteo. Un viento susurrante hizo descender la temperatura, pero no agitó la densa niebla.

Las lombrices de tierra se retorcían en los juncos y las moscas volaban a poca altura sobre el suelo. Sigmar vio una libélula enorme zumbando suavemente mientras cazaba bajo el hambriento brillo de la luna. Se le erizó la piel y le picaron los pelos de la nuca como si una mano con garras se preparara para golpearlo. Ese pantano no se parecía al Brackenwalsch, que mostraba sus peligros abiertamente. Era un lugar embrujado, en el que la muerte se acercaba de manera sigilosa a un hombre y lo cogía por sorpresa.

—¡Mirad! —gritó Redwane—. ¡Allí!

Sigmar se volvió hacia donde señalaba Redwane y entrecerró los ojos al ver unas luces agitándose a los lejos, como si unos viajeros cansados llevaran faroles. Intentó recordar si los endalos utilizaban ese tipo de iluminación. Le parecía que sí, pero no podía estar seguro.

Sin embargo, recelaba. Los ancianos de Reikdorf hablaban de luces como ésas en el Brackenwalsch. Las llamaban faroles de muerte, pues se decía que la traicionera iluminación que proporcionaban atraía a los hombres a su muerte con la promesa de la seguridad. Pendrag le había dicho que esas luces no eran más que gases del pantano que se inflamaban, o el reflejo de la luz de la luna en las plumas de las aves nocturnas; pero ninguna de las dos explicaciones reconfortaba mucho a Sigmar.

Si aquellas luces eran efectivamente las de los endalos, entonces tenían que seguirlas.

—Por aquí —ordenó Sigmar mientras iba tras las luces—. ¡Vigilad dónde pisáis!

Los umberógenos se adentraron una vez más en el pantano mientras el suelo se iba volviendo cada vez más blando y húmedo. Las moscas zumbaban alrededor de la cabeza de Sigmar, que vio más luces que parpadeaban como teas danzarinas. Las burbujas reventaban en torno a sus pies con un sonido parecido a la risa amarga de algo muerto.

El tiempo dejó de tener significado, pues la densa niebla hacía que fuera imposible calcular el avance de la luna por el cielo nocturno. Sigmar miró hacia arriba y se estremeció al comprobar que la maliciosa cara de la luna del terror parecía devolverle la mirada. El infortunio seguía a los que volvían el rostro demasiado tiempo hacia aquella esfera maligna, y Sigmar hizo rápidamente el símbolo de los cuernos.

Se sobresaltó cuando sintió que algo le rozaba las piernas y saltó hacia atrás al ver una forma pálida, como una veloz anguila, bajo la superficie del agua. Sigmar levantó la bota del cieno; el cuero, de gran calidad, estaba manchado y estropeado. Un fino residuo de maloliente icor, parecido a sirope pálido, goteaba de las hebillas. Una vez que salieran del pantano, nunca volvería a llevar esas botas.

Sigmar oyó un grito espantoso seguido de un fuerte chapoteo a su espalda. Se volvió rápidamente y vio un grupo de hombres que le tendían sus martillos a un guerrero caído que sacudía los brazos en un charco oculto de agua turbia. Sigmar lo reconoció: se trataba de Volko, un hombre que había luchado a su lado en la carga para rescatar el flanco merógeno en el Fuego Negro.

Volko estaba hundido hasta la cintura en el lodo, pero la armadura lo iba arrastrando hacia el fondo con rapidez. Trató de agarrar las armas que le tendían, pero el pantano no iba a soltar a su víctima. La cabeza de Volko desapareció bajo la superficie del agua mientras tomaba aire para gritar, y únicamente quedó una espuma burbujeante.

—Que Ulric nos proteja —dijo Wolfgart a la vez que se apartaba del agua—. Sabía que esto traería mala suerte.

Sigmar se abrió paso por el barro y el agua hasta llegar al cenagal en el que había muerto Volko. Zarcillos de niebla rodeaban las piernas de los guerreros y resultaba casi imposible distinguir el terreno firme del mortífero lodo.

—Moveos —ordenó Sigmar—. Comprobad cada paso y manteneos cerca de vuestros compañeros.

—¿Y Volko? —inquirió Redwane—. Ningún guerrero merece morir sin escuchar el sonido de los lobos.

Sigmar se arriesgó a echarle un vistazo al cielo oscurecido.

—Tienes razón, muchacho, pero esta noche los lobos guardan silencio y la luna es la única que aúlla.

—¿Así que sencillamente vamos a abandonarlo?

—Lloraremos su muerte después —contestó Sigmar mientras se ponía en marcha una vez más.

No tenía manera de saber en qué dirección ir, pero sintió un leve tirón hacia el nordeste, como si Ghal-maraz supiera mejor que él el rumbo que habían seguido los hombres de Aldred. Sigmar depositó su confianza en la obra de los enanos y se avino a la muda petición.

Wolfgart se situó a su lado, moviendo los ojos rápidamente de izquierda a derecha.

—Ninguno de nosotros va a salir de aquí con vida —dijo.

Sigmar sintió su miedo, pero respondió:

—Que ninguno de los hombres te oiga decir eso.

—Pero es la verdad, ¿no?

—No, si yo puedo evitarlo —aseguró Sigmar—. Somos umberógenos y no hay nada que no podamos hacer.

Wolfgart asintió con la cabeza, controlándose.

—Sabes que tal vez tengamos que luchar con los Yelmos de Cuervo para salvar a la muchacha —añadió.

—Sí, lo sé —asintió Sigmar mientras vigilaba atentamente el suelo—. Y si eso es lo que hace falta, que así sea. Expulsé a los norses del Imperio por este tipo de barbarie y haré lo mismo con los endalos si es necesario.

—Sí —coincidió Wolfgart—. Eso está mal; completamente mal.

Sigmar se detuvo y levantó la mano. Sus guerreros se pararon con una serie de chapoteos y maldiciones. Por delante, más faroles de muerte se movían a través de la oscuridad, pero esa vez parecía que las luces eran llevadas por formas vagas y poco definidas.

—¡Umberógenos! ¡Preparados! —gritó Sigmar.

Los Lobos Blancos se echaron los martillos al hombro y formaron una línea de batalla irregular lo mejor que pudieron.

Las luces se acercaron y la niebla se abrió mientras aparecían las figuras fantasmales.

Idris Gwylt, con los ojos muy abiertos por la sorpresa, se detuvo al ver a Sigmar. Laredus se encontraba al lado del sacerdote de la Antigua Fe y sostenía la figura llorosa del conde Aldred. El rostro del Yelmo de Cuervo mostraba una expresión adusta y cargada de pesar. De los veinte guerreros a los que había guiado al pantano, Sigmar sólo contó una docena, los que aún seguían con vida.

No había ni rastro de la hermana del conde Aldred.

Redwane se lanzó hacia delante y levantó a Gwylt por el cuello.

—¿Dónde está Marika? —bramó—. ¿Qué habéis hecho con ella?

Sigmar vio que los Yelmos de Cuervo dirigían las manos hacia las espadas y supo que ese desolado tramo de pantano podría convertirse en un campo de batalla en cuestión de momentos. Era una locura y no iba a permitir que un solo instante acabara con los largos años de sacrificio que había pasado construyendo el Imperio.

Los Yelmos de Cuervo miraron a su gobernante, esperando órdenes, y Sigmar se dirigió hacia él con paso firme. La tensión aumentó, pero en lugar de palabras de reprimenda Sigmar dijo:

—Conde Aldred, ¿dónde está vuestra hermana?

Ulfihard se escapó de la mano de Aldred, aterrizó con la punta hacia bajo en el agua y produjo un suave chapoteo; mientras, el señor de los endalos se acuclilló. Ocultó la cabeza entre las manos y sollozó a causa del dolor que sentía.

—La hemos abandonado —dijo, llorando—. Que Ulric me perdone; la hemos abandonado allí.

—¿Dónde? —preguntó Sigmar, arrodillándose junto a Aldred—. Decidme dónde, y la traeremos de vuelta. Vos y yo juntos. Esto está mal, Aldred, lo sabéis.

—¡Había que hacerlo! —exclamó Aldred—. ¡Una peste causa estragos entre mi gente y mi hermano ha muerto!

Sigmar se asombró.

—¿Egil ha muerto? —preguntó.

Aldred asintió con la cabeza. Las lágrimas trazaban líneas limpias por el barro que le cubría las mejillas.

—Hace unas horas, y ahora mi hermana se reunirá con él en el reino de Morr. Es la única forma de salvar a mi gente.

—Estáis equivocado —repuso Sigmar.

Aldred se pasó la manga por la cara.

—¿Qué alternativa tenía? —inquirió—. Nos lo estaban arrebatando todo, y sólo el sacrificio de una doncella pura y de noble cuna puede salvarnos.

Sigmar agarró a Aldred por los hombros y le obligó a mirarlo a los ojos.

—Os han engañado —dijo, mirando por encima del hombro hacia Redwane, que permanecía con el martillo preparado para hacer añicos el cráneo de Idris Gwylt—. ¿Os dijo él eso?

—¡Los demonios exigían un sacrificio! —gritó Gwylt, forcejeando en vano para liberarse de las fuertes manos de Redwane—. ¡Y la princesa ha ido voluntariamente! Ella sabía que había que alimentar la tierra con la sangre de una virgen, como se hacía en la antigüedad. ¡Aldred, sabéis que no digo más que la verdad!

—Cerrad la boca, perro —gruñó Redwane, apretando el cuello de Gwylt.

Sigmar se levantó y le arrebató el báculo a Gwylt. Lo partió con la rodilla y lanzó los fragmentos al pantano. Los Yelmos de Cuervo seguían agarrando sus espadas y los Lobos Blancos estaban preparados para enfrentarse a su ataque. Con una palabra equivocada, Sigmar podía provocar una guerra civil.

—¡Escuchadme todos! —exclamó—. Y escuchad bien, porque vuestras vidas dependen de ello. Este es un día aciago para los endalos, pues habéis hecho caso a las palabras de un loco. Sois guerreros de honor, y este acto os avergüenza. Conducir a una joven a la muerte en este lugar maligno es una vileza, y si se muere, maldeciré vuestros nombres para toda la eternidad. Esta maldición, si es que es una maldición, sólo desaparecerá si localizamos a esos demonios de la niebla y los destruimos. Voy a buscar a Marika, y voy a llevarla de nuevo a Marburgo. Podéis venir conmigo y recuperar vuestro honor, o regresar avergonzados a vuestras casas y que se os conozca el resto de vuestra vida como unos cobardes y unos don nadie, expulsados y rechazados por todos los hombres.

Sigmar se apartó de los guerreros a la vez que Aldred se ponía en pie. El conde de los endalos se pasó la palma de las manos por la cara, como si despertara de una espantosa pesadilla, y Sigmar vio la fuerza que había visto en el padre de Aldred.

—Sí —añadió Sigmar mientras agarraba la mano de Aldred—. Coged vuestra espada, hermano. Juro que la traeremos de vuelta.

Aldred sacó a Ulfihard del agua y el brillo fantasmal del arma desterró la oscuridad con su resplandor. Ningún rastro de la repugnante agua del pantano manchaba la hoja.

—Cuando mi padre murió, la luz despareció de nuestras vidas —dijo Aldred con la voz entrecortada por la emoción—. Desde entonces he vivido en la oscuridad. Ha pasado tanto tiempo que ya no recuerdo la luz.

—Ayudadme a rescatar a vuestra hermana y la luz regresará —le aseguró Sigmar.

Aldred asintió con la cabeza y una feroz determinación brilló en sus ojos. Posó la mirada en Idris Gwylt y dijo:

—Sí, y este viejo estúpido nos llevará de nuevo a sus dominios o le cortaré el cuello.

La guarida de los demonios estaba situada en lo alto de una gran montaña que se alzaba en el centro del oscuro pantano. Bancos de niebla se acumulaban al pie de la elevación mientras los guerreros umberógenos y endalos subían sigilosamente por las rocosas laderas. Altísimos menhires grabados con espirales, círculos y monstruos de un solo ojo perforaban la empapada aulaga que crecía en el terreno, como si fueran dientes irregulares que surgieran del interior del cuerpo de la montaña.

Casi cincuenta guerreros se movían rápidamente entre los grotescos monumentos mientras se acercaban a la cima, manteniéndose lo más agachados y silenciosos posible. La naturaleza aislante de la niebla jugaba a su favor y el repiqueteo de las placas y la malla quedó amortiguado.

Sigmar no apartó la mirada del risco situado en la cumbre de la montaña, a la vez que Ghal-maraz le producía un hormigueo en las manos. La antigua arma sabía que había criaturas malignas cerca y el impulso de partirles los cráneos corrió por las venas de Sigmar. El conde Aldred escalaba a su lado, mientras que Wolfgart y Redwane los seguían a poca distancia. El joven Lobo Blanco agarraba con fuerza a Idris Gwylt.

Ya casi habían llegado a la cima. Sigmar se detuvo y se adelantó, arrastrándose sobre el vientre, hasta un risco irregular y coronado de rocas desde el que se dominaba la guarida de los demonios. Mirando a través de una rendija en las rocas, vio que la parte superior de la montaña era, en realidad, un enorme cráter, y se le cortó la respiración al ver lo que había dentro.

Unos descomunales bloques de piedra pálida, iluminada por la luna, y diseminados por todo el cráter eran lo único que quedaba de una ciudad levantada, en una era olvidada, por manos desconocidas. Cubría un área, como mínimo, igual que Reikdorf y Marburgo juntas, si el tamaño de las calles era un indicio y Sigmar podía imaginarse las dimensiones de los seres que habían vivido allí.

—¡Por los huesos de Ulric! —murmuró Wolfgart cuando llegó al risco y vio la ciudad—. ¿Qué lugar es este? ¿Quién vivía aquí?

—No lo sé —admitió Sigmar—. ¿Aldred?

—Gwylt llevó a Marika a través de la niebla hasta la cima de la montaña. No sé nada de este lugar.

—Parece como si lo hubieran construido gigantes —comentó Redwane.

—En ese caso, esperemos que estén tan muertos como este sitio —añadió Wolfgart.

Todo pensamiento sobre los constructores de la ciudad desapareció de la mente de Sigmar al ver un destello de cabello dorado debajo de ellos, en lo que parecía una arena de combate rudimentaria. Marika estaba atada a uno de los altísimos menhires, y Aldred gritó cuando él también la vio.

—¡Por la sangre de mis padres! —maldijo Redwane—. ¡Demonios!

Sigmar sintió que se le helaba la sangre cuando empezaron a salir monstruos de la oscuridad. Una multitud de viles criaturas había abandonado sus guaridas excavadas bajo la arena; incluso desde lejos resultaban repugnantes.

Había aproximadamente un centenar de demonios de piel pálida, encorvados y sin pelo en el cuerpo. Unos escudos de bronce atados al torso protegían sus atrofiados cuerpos y unas colas con púas se balanceaban bajo faldellines de malla hecha jirones. Todos los demonios llevaban un arma oxidada —o bien un hacha o un garrote con pinchos—, y tenían un hocico parecido a un pico lleno de despiadados dientes afilados que mordían y rechinaban mientras se acercaban a Marika.

Los demonios veían el mundo a través de un solo ojo, y una aberración de forma tan horrorosa no le dejó ninguna duda a Sigmar acerca de su naturaleza diabólica. Más espantosa incluso que el peor de los demonios era la repugnante criatura que avanzaba tambaleándose y arrastrando los pies en el centro del grupo. Aunque tenía la misma forma que sus hermanos menores, ese monstruoso cíclope era mucho más grande, del tamaño de tres hombres altos. Tenía las extremidades abotagadas, y el vientre hinchado era como el de una mujer a punto de dar a luz. Del cráneo de esa criatura colgaba un cabello lacio como cuerdas alquitranadas, y dos mamas informes de carne marchita pendían del pecho.

¿Se trataba de algún tipo de abominable reina-demonio?

La enorme criatura avanzó hacia Marika, y a Sigmar se le revolvió el estómago al ver una vil expresión de lujuria en sus facciones ciclópeas.

No había tiempo para sutilezas, sólo para la acción.

Sigmar gritó:

—¡A por ellos!

A continuación, sobrepasó el risco levantando a Ghal-maraz por encima del hombro. Las runas del martillo titilaron bajo la débil luz, y los demonios soltaron un gorgoteante chillido de advertencia al verlo.

La masa de guerreros umberógenos y endalos cargó detrás de Sigmar, y los agudos gritos de guerra hendieron el aire inmóvil con su ferocidad. Wolfgart y Aldred atacaron al lado de Sigmar, y el enjuto conde de los endalos tomó la delantera; la apremiante necesidad de redimirse y salvar a su hermana le proporcionó nuevas fuerzas a sus cansadas extremidades. Una expresión de odio retorcía las jóvenes facciones de Redwane mientras corría. Los demonios salieron de la arena arrastrando los pies y se dirigieron hacia ellos, blandiendo sus armas oxidadas y respondiendo a los gritos de guerra de sus enemigos con roncos rugidos.

Sigmar corrió ladera abajo hacia la arena; saltó por encima de un monolito caído y bramó el nombre de Ulric. No había ningún modo de que pudiera alcanzar a Marika antes de que la reina-demonio la hiciera pedazos, pero por lo menos la vengaría.

Los guerreros que avanzaban a la carrera chocaron contra los demonios con un estruendo de hierro y bronce. A pesar de lo horrorosas que eran las criaturas, morían como cualquiera que fuese de carne y hueso. La enorme espada de Wolfgart atravesó tres monstruos de un solo golpe, mientras Aldred giraba entre los demonios con los elegantes movimientos de un experto espadachín.

Redwane mataba con golpes de martillo brutalmente precisos; la pesada cabeza en forma de lobo se balanceaba alrededor de su cuerpo trazando arcos devastadores.

Sigmar luchó por seguir a Aldred mientras derribaba a un demonio con un potente golpe de Ghal-maraz. La bestia aulló de dolor en tanto las runas del arma enana le quemaban la carne y le aplastaban los huesos. Otro monstruo se abalanzó sobre él, pero Sigmar esquivó un aplastante golpe de hacha y estrelló la cabeza de su martillo contra el estómago de la criatura. Se le abrió el vientre y una burbujeante masa de fluidos fétidos se derramó por la ladera. Una niebla fría y húmeda comenzó a formarse en la hondonada de la arena de combate y el repugnante olor a carne podrida aumentó con cada viciado soplo de brisa.

Sigmar siguió avanzando, matando un demonio con cada golpe, pero había demasiadas bestias entre Marika y él. El estruendo de la batalla lo rodeaba y el coraje de sus guerreros, tanto umberógenos como endalos, era algo magnífico y poco frecuente.

Los Lobos Blancos luchaban con una determinación brutal, empujando siempre hacia delante con duros golpes de sus martillos. Esas armas habían sido diseñadas para blandirías desde el lomo de un corcel a la carga, pero la habilidad de los guerreros umberógenos era tal que no influía en el número de víctimas.

Los Yelmos de Cuervo luchaban para borrar la vergüenza de conducir a su princesa al pantano, y todos los hombres se abalanzaron sobre los demonios sin tener en cuenta su propia defensa y mancharon las espadas con la sangre de sus enemigos. Los meses de miseria y sufrimiento que habían causado esos demonios les fueron devueltos por completo a medida que los endalos daban rienda suelta a su odio y dolor con cada golpe.

Los demonios peleaban con igual ferocidad; sus hachas y garrotes golpeaban con una fuerza tan espantosa que partían en dos las armaduras de placas y atravesaban la malla como si estuviera hecha de tela. Tenían extremidades enjutas, aunque eran fuertes y brutales, y muchos guerreros se habían dirigido a ese combate sin armadura.

Densos bancos de niebla surgieron del enorme demonio que se encontraba en el centro de la horda y subieron por la montaña formando una marea antinatural. Apestaba como un estercolero en pleno verano y recorría la batalla como un montón de húmedas serpientes grises. Pronto toda la ladera estuvo envuelta en niebla y cada guerrero tuvo que librar su propia batalla en medio de la asfixiante bruma, incapaz de distinguir a amigo de enemigo.

La sangre tiñó la ladera a medida que hombres y demonios se atacaban unos a otros. Los endalos y los umberógenos seguían avanzando, pero la superioridad numérica de sus enemigos inhumanos estaba comenzando a notarse. Su valerosa carga fue perdiendo velocidad y al final se detuvo.

Sigmar alcanzó a Aldred, la brillante hoja de la espada del conde endalo era como un faro en medio de la bruma cada vez más oscura. La niebla parecía reacia a envolver a Sigmar y a Aldred, como si la magia de sus armas la mantuviera a raya.

Redwane luchó en su dirección.

—¡La muchacha! —gritó—. ¡Llegad hasta la muchacha!

Sigmar vio como la horrible bestia se erguía sobre la princesa endala. La criatura alargó las manos hacia la muchacha, que forcejeaba, y soltó un estridente y gorgoteante grito de triunfo. Aldred, gritó desesperado. Pero apenas la reina-demonio tocó a Marika, retrocedió como si se hubiera quemado. La bestia dejó escapar un espantoso chillido y retorció los monstruosos rasgos con asco, como si le repugnase la joven que tenía delante.

Aldred luchaba al lado de Sigmar. Juntos abrieron una senda a través de los demonios, separando la niebla con sus armas encantadas. Uno al lado del otro, el emperador y el conde daban muerte a los enemigos, protegiéndose mutuamente y peleando como si se hubieran adiestrado juntos desde niños. Sus armas trazaban arcos mortales, y Sigmar sintió una similitud entre esos maravillosos objetos, como si al unísono hubieran acabado con criaturas de la oscuridad juntos en eras pasadas. Aunque los habían forjado artesanos de razas muy diferentes, los pactos jurados en la antigüedad aún unían los destinos de las armas.

El momento pasó, y Sigmar notó la piedra bajo las botas al pisar el suelo de losas de mármol de la arena. Mató a otro monstruo mientras Aldred acababa con el último de los protectores de la reina-demonio y corría hasta su hermana. Atada al menhir, Marika seguía gritando y llorando aterrorizada.

—Conque voluntariamente, ¿eh? —dijo Redwane mientras se situaba al lado de Sigmar.

La reina-demonio retrocedió ante ellos, aunque siguió silbando y escupiendo hacia Marika. El estruendo de la encarnizada batalla aún se oía arriba, en la ladera, pero Sigmar sabía que sólo podría ponerse fin a la maldición de los demonios con la muerte de ese monstruo.

—Acabemos con esto —propuso Sigmar.

—Con mucho gusto —convino Redwane.

Los dos guerreros cargaron hacia la reina-demonio, pero no habían recorrido más que unos pocos metros cuando el terreno de mármol se transformó en lodo. Redwane tropezó, y Sigmar se hundió hasta las pantorrillas.

—¡Brujería! —exclamó Redwane mientras se libraba del barro y seguía avanzando.

Sigmar consiguió avanzar por el terreno cenagoso detrás de Redwane. Columnas de niebla amarilla surgieron de pronto y al emperador lo asaltó un potente hedor como a huevos podridos. La bruma acre le provocó náuseas y sintió que sus tripas se rebelaban ante aquella fetidez. En cuestión de segundos, se quedó prácticamente ciego.

Una sombra se movió en la niebla, y Sigmar se lanzó a un lado, a la vez que un enorme brazo con garras intentaba golpearlo. Cayó con un chapoteo en la apestosa agua mientras unas garras con una costra de mugre pasaban rápidamente por encima de su cabeza, a un palmo de decapitarlo. Probó la repugnante agua de pantano que la reina-demonio había hecho aparecer.

Sigmar tosió y escupió el fluido negro, rodando por el barro, mientras un enorme pie con garras chocaba contra el suelo. Balanceó su martillo, y la criatura soltó un chillido cuando la antigua arma golpeó su carne húmeda y esponjosa.

El martillo de Redwane se estrelló contra el costado de la criatura, y un espumarajo de sangre y materia grumosa surgió de la herida. Esa materia se sacudió y se retorció como si estuviera viva, pero por suerte se hundió en el pantano antes de que Sigmar pudiera comprobar su auténtica naturaleza. El martillo del Lobo Blanco era una mancha borrosa de hierro oscuro que golpeaba una y otra vez la carne de la reina-demonio.

Sigmar se puso en pie con dificultad en medio del barro, sintiendo el deseo del terreno pantanoso de succionarlo y llevarlo a la muerte. La bestia se acercó tambaleándose a Redwane, más deprisa de lo que su corpulencia habría indicado, y sus brazos con garras lo levantaron del suelo. La niebla envolvió el combate, y Sigmar oyó el rugido de dolor de Redwane, antes de que sus gritos se silenciaran de pronto. Se oyó un fuerte chapoteo, y el emperador se echó a Ghal-maraz al hombro.

Una forma abotagada se movió en la niebla y la reina-demonio se irguió sobre él; el pelo lacio se sacudía alrededor de su cabeza mientras intentaba morderlo. Sigmar levantó el martillo, sosteniéndolo por encima de la cabeza con ambas manos, y las fauces en forma de pico de la criatura se cerraron sobre el mango.

La fuerza del mordisco arrojó a Sigmar al suelo, y el agua del pantano succionó su cuerpo con avidez, hundiéndolo aún más en el lodo. El fétido aliento del monstruo lo envolvió y un grumo de hiriente baba lo salpicó mientras la criatura intentaba partir a Ghal-maraz. El barro le llegaba por encima de la cintura y las burbujas estallaban a su alrededor a medida que se hundía más y más.

Un movimiento fugaz llamó la atención de Sigmar cuando una sombra oscura atacó.

El corazón le dio un brinco a Sigmar al ver a Redwane. La cota de malla del joven guerrero estaba hecha jirones y los eslabones partidos caían de su cuerpo como gotitas de plata. Tenía el costado donde la reina-demonio le había desgarrado la carne empapado de sangre, pero la furia de la batalla se había apoderado de él y ninguna fuerza en el mundo iba a detenerlo.

Redwane gritó:

—¡Que Ulric me dé fuerzas!

A continuación, hizo descender el martillo.

El arma se estrelló contra un lado de la cabeza de la reina demonio y la mandíbula inferior de la criatura se desprendió del cráneo. Sangre marrón verdosa salpicó a Sigmar y la presión a que estaban sometidos sus brazos desapareció. Liberó a Ghal-maraz y lo blandió con una mano sobre los restos destrozados del pico quitinoso del monstruo. Volcó toda su fuerza en aquel golpe, y la cabeza del martillo rúnico se hundió en el ojo de la reina-demonio.

El ojo se reventó como una vejiga desgarrada y cubrió a Sigmar y a Redwane de malolientes fluidos gelatinosos. La reina-demonio soltó un aullido de dolor.

La enorme bestia se desplomó mientras sacudía los brazos y se agarraba la cuenca destrozada. De la herida surgió un chorro de sangre, y las brumas que la envolvían comenzaron a disiparse a medida que se le escapaba la vida. Ya agonizando, el monstruo vomitó una gran cantidad de cosas que se retorcían dando coletazos y sacudiéndose como peces en tierra.

Sigmar forcejeó para liberarse del pantano mientras notaba cómo el suelo comenzaba a solidificarse a su alrededor. No quería quedar atrapado cuando la magia que había transformado la piedra en una ciénaga se agotara.

—¿Os echo una mano? —preguntó Redwane.

Su rostro mostraba una palidez cadavérica, y Sigmar vio lo profundo que era el corte que le había hecho la reina-demonio. La sangre brillante le manaba por el costado y le empapaba las calzas.

—Si puedes —contestó Sigmar.

—Creo que me las arreglaré —dijo Redwane, agarrando la muñeca de Sigmar y tirando.

Aunque se le contrajo el rostro a causa del dolor, Redwane sacó a Sigmar del barro sin quejarse. El emperador se puso en pie mientras notaba que el suelo era de nuevo sólido bajo sus pies.

—Vale —susurró Redwane—, creo que ahora me echaré un rato.

Sigmar cogió al joven mientras caía y lo tendió con cuidado antes del levantarle la malla destrozada del cuerpo. La piel tenía un tono ceniciento y estaba resbaladiza por la sangre; y tres marcas paralelas iban de las costillas de Redwane a la pelvis.

—¡Necesito agua! —gritó Sigmar.

—Maldita sea, esto arde —dijo Redwane entre dientes—. Esa zorra era más rápida de lo que parecía.

—¿Esto? —preguntó Sigmar—. ¡Bah!, no es nada, muchacho. Tengo marcas más grandes de las picaduras de las pulgas de Ortulf.

—Ese chucho debe tener unas pulgas enormes —comentó Redwane, apretando los dientes a causa del dolor—. Quizá Wolfgart debería ensillarlas e iríamos volando a la batalla.

Sigmar sonrió y miró cuesta arriba, hacia donde Wolfgart y los Lobos Blancos se erguían, triunfantes, con Laredus y los Yelmos de Cuervo en medio de un campo lleno de cadáveres. Demonios y hombres yacían desperdigados por la ladera, pues la batalla se había ganado con la sangre de los héroes. Llorarían la muerte de los caídos con el tiempo, pero por ahora la victoria era de los vivos.

—Tomad —dijo una voz al lado de Sigmar—. Agua.

Sigmar levantó la mirada y vio el rostro de Aldred agotado por la batalla. El conde de los endalos y su hermana se encontraban junto a Sigmar. Aldred le ofreció una cantimplora de cuero. Sigmar la cogió y vertió el líquido transparente sobre las heridas de Redwane.

—¿Vivirá? —preguntó Marika mientras caía de rodillas al lado de Redwane.

—Las heridas son grandes, pero poco profundas —contestó Sigmar, intentando no pensar en la costra de mugre que la reina-demonio tenía en las garras—. Mientras las heridas no se enconen, creo que vivirá.

—Es bueno saberlo —susurró Redwane.

—Recibirá los mejores cuidados en Marburgo, emperador —le aseguró Aldred.

—Lo cuidaré yo misma —prometió Marika.

Aldred le ofreció la mano a Sigmar y dijo:

—He sido un idiota, amigo mío. Dudé de vuestra visión, y la muerte de mi padre me impidió ver su verdad. Idris Gwylt avivó las llamas de esa duda y su fe oscura casi me cuesta la vida de mi hermana.

—Prometió que mi sacrificio salvaría a nuestra gente —explicó Marika.

A Sigmar le impresionó lo rápidamente que Marika había recobrado la compostura después de ver la muerte tan de cerca. Era evidente que las mujeres endalas eran tan fuertes como las de los umberógenos.

—Sus mentiras nos convencieron de que sólo yo podía salvarnos, de que debía entrar en el pantano y dejar que esa… cosa me devorase.

—Sí, y por ello pagará con su vida —dijo Aldred—. Maldeciré su alma a un tormento eterno con una triple muerte en las aguas del pantano.

—Es lo que se merece —asintió Sigmar.

Marika se levantó del lado de Redwane, y Aldred le tomó la mano y la sostuvo como si no pensara soltarla nunca.

—Las brumas se están disipando —dijo Aldred—. Creo que el viaje de salida de los pantanos será más feliz que el de entrada.

—Así es —coincidió Sigmar—, pero deberíamos darnos prisa. Oscurecerá pronto.

Aldred asintió con la cabeza y se llevó a Marika mientras Wolfgart se acercaba para ayudar a Sigmar con Redwane.

—Bueno, muchacho —comentó Wolfgart—, ya has luchado contra demonios. ¿Era lo que esperabas?

—¡Oh, sí! —respondió Redwane bruscamente—. Siempre he querido que una zorra demonio gorda me vapuleara.

Wolfgart sonrió mientras rasgaba tiras del forro de su capa para usarlas como vendas.

Mientras Wolfgart vendaba las heridas de Redwane, Sigmar examinó el cuerpo en descomposición de la reina-demonio y recordó cómo la criatura había retrocedido ante su ansiada víctima.

—No entiendo una cosa —dijo Sigmar—: ¿por qué la bestia no mató a Marika? Pensaba que los demonios tenían sed de sangre de vírgenes.

—Confiad en mí —respondió Redwane con una mueca picara—. Esa muchacha no es virgen.