TRES
TRES
Ajustes de cuentas
Sigmar cerró la puerta de su alcoba, situada en la parte trasera de la casa larga, y suspiró, agotado. Dos de sus Lobos Blancos montaban guardia al otro lado de la puerta, pero si vieron algún indicio de lo fatigado que estaba, no lo demostraron. Alfgeir los había adiestrado bien. Sus tres perros estaban acostados en la cama, en un lecho de pieles de oso, disfrutando del intenso calor del fuego, que ardía lentamente. Levantaron rápidamente la cabeza cuando él entró. Ortulf, el más viejo de los tres, mostró los colmillos, pero saltó de la cama al captar el olor de Sigmar. Lex y Kai lo siguieron enseguida, los tres tremendamente contentos de ver a su amo otra vez.
Los perros habían sido un obsequio del rey Wolfila de los udoses tras el Paso del Fuego Negro. Los perros de guerra udoses eran animales fieros, difíciles de adiestrar y temperamentales; pero en cuanto uno se ganaba su lealtad, eran fieles a su amo hasta la muerte. «Algo muy parecido a lo que ocurre con los mismos udoses», reflexionó Sigmar.
Se arrodilló, les alborotó el pelo y les lanzó unas tiras de jabalí asado que había cogido del salón de banquetes. Los perros se pelearon por la comida, aunque Lex y Kai procuraron dejarle los trozos más sabrosos a Ortulf. Mientras los sabuesos devoraban la carne de jabalí, Sigmar se restregó los ojos y bostezó. Había sido un día largo y lo que más deseaba era una buena noche de descanso.
Sigmar se sacó la capa de piel de lobo que le rodeaba el cuello y comenzó a trabajar en los cierres que sujetaban su magnífica armadura de plata. Kurgan Barbahierro le había hecho entrega de la armadura como regalo de coronación y, a medida que Sigmar desabrochaba cada pieza, le parecía que la había llevado toda la vida. Cada placa estaba trabajada con una habilidad y una destreza que sólo conocían los enanos; el metal bruñido estaba grabado con caracteres rúnicos e impecablemente pulido, hasta brillar como un espejo.
El peto era más ligero incluso que los protectores pectorales de cuero lacado que los arqueros de caballería taleutenos llevaban moldeados al cuerpo, y tenía grabado en relieve en el centro un cometa de oro con dos colas.
Ningún mortal había llevado nunca una armadura tan magnífica.
Se quitó la armadura rápidamente y colgó cada pieza en un perchero que había en un rincón de la habitación. Vestido únicamente con la túnica y la corona, se sacó el regalo de Alaric de la frente. Al igual que la armadura, la corona era un objeto de gran belleza, y Sigmar sintió el antiguo poder ligado a ella a través de las runas de oro grabadas sobre el metal.
Sigmar colocó la corona en un cofre forrado de terciopelo situado junto a la cama y cerró la tapa. Dejó a Ghal-maraz en un armero de hierro al lado de su espada en forma de hoja, una lanza de caza asobornea y su daga querusena favorita. Se sentó en el borde de la cama, escuchó los escandalosos festejos que llegaban desde el gran salón de la casa larga y supo que continuarían hasta altas horas de la madrugada.
Aunque había cientos de guerreros cerca, Sigmar se sentía extrañamente solo, como si su ascenso a emperador lo hubiera aislado de sus compañeros de algún modo. Sabía que seguía siendo el mismo hombre que siempre había sido, pero algo fundamental había cambiado, aunque aún no podía comprender qué era.
Recordó sus declaraciones en la casa larga y las ensordecedoras ovaciones con que fue recibida cada una de ellas. En las semanas previas a su coronación, Sigmar había pensado largo y tendido en qué favores concederles a aquellos que le habían jurado lealtad. Sus aliados eran hombres y mujeres orgullosos, y pedirían recompensas por la sangre que su gente había derramado para convertirlo en emperador.
El primer acto de Sigmar también había sido el más grandioso.
Suprimió el título de rey, declarando que nadie que se llamara a sí mismo rey debería estar sujeto a la autoridad de otro. En su lugar, cada uno de los reyes tribales tendría el título de conde y conservarían todas sus tierras y derechos como gobernantes de sus gentes. Sus juramentos de espada todavía los unían a Sigmar, así como el suyo a ellos.
A cada uno de los condes se le encomendó su territorio para siempre, y Sigmar juró sobre Ghal-maraz que ellos y sus descendientes seguirían siendo sus honrados hermanos mientras defendieran los ideales por los que se habían ganado y salvaguardado sus reinos.
Una nación, un pueblo, unidos bajo un único soberano y, sin embargo, todavía capaces de conservar sus identidades.
Una vez hecha y aceptada la mayor proclamación, Sigmar había pasado entonces a los honores individuales. Nombró a Alfgeir gran caballero del Imperio y le confió la protección de Reikdorf y su gente. Sigmar obsequió al atónito Alfgeir con un maravilloso estandarte tejido con seda blanca, que había sido adquirida por una suma de dinero exorbitante a los comerciantes de tez aceitunada del sur. El estandarte representaba una cruz negra y un cráneo con una corona de laurel en el centro, y Sigmar anunció que lo portarían por siempre aquellos que lucharan en defensa de Reikdorf.
En medio de vítores de entusiasmo, Sigmar había declarado que Reikdorf sería la ciudad más importante del Imperio, su capital y sede de poder. Se convertiría en un faro de esperanza y aprendizaje para su gente, un lugar en el que guerreros y eruditos se reunirían para fomentar los conocimientos del hombre acerca del mundo en el que vivía.
Con este fin, Sigmar anunció la construcción de una gran biblioteca y nombró al venerable Eoforth su primer conservador. El astuto Eoforth había sido el consejero de Björn durante más de cuarenta años y, junto con Pendrag, había acumulado una enorme colección de pergaminos escritos por algunos de los hombres más sabios del Imperio.
A Eoforth se le encomendaría la tarea de reunir todo el saber de un extremo a otro de las tierras de los hombres y juntarlo bajo un mismo techo, para que todo el que buscara sabiduría pudiera encontrarla dentro de las paredes de la biblioteca. Sigmar le colocó a Eoforth el manto gris de un erudito y vio la expectación de Pendrag mientras aguardaba un puesto similar dentro de esa nueva institución.
Pero Sigmar tenía en mente un destino más importante para Pendrag.
Sonrió mientras recordaba la cara de Pendrag cuando lo nombró conde de Middenheim y le confió el gobierno de las marcas septentrionales del Imperio. La sorpresa que apareció en el rostro de Pendrag fue un reflejo del alivio que mostró el de Myrsa, y Sigmar supo que la decisión había sido correcta.
Honró a guerreros de todas las tribus por su valor en el Paso del Fuego Negro: Maedbh de los asoborneos, Ulfdar de los turingios, Wenyld de los umberógenos, Vash de los ostagodos, y otra veintena más. La casa larga tembló debido al sonido de espadas y hachas golpeando escudos, y una vez cumplido su deber para con sus guerreros, Sigmar los había dejado con sus celebraciones.
Inmensamente cansado, Sigmar se deslizó bajo las mantas de piel de oso de su cama mientras los tres perros se acurrucaban juntos sobre la alfombra brigundiana situada en el centro de la habitación.
Anhelaba dormir, pero, a medida que transcurrían las horas, el sueño no acudía.
El fuego de la chimenea se había ido consumiendo y proyectaba un pálido brillo rojo en la alcoba. Aunque la habitación estaba caliente y las mantas eran gruesas, Sigmar sintió de pronto el persistente escalofrío en el alma que había experimentado cuando casi se había ahogado en el Caldero de la Aflicción.
Tembló mientras imágenes fugaces de las cosas que había visto bajo el agua helada volvían a él. ¿Qué significaban y cómo debería interpretarlas? ¿Ulric le había concedido visiones del futuro o se trataba de simples fantasías creadas por su mente privada de aire para facilitarle el paso a la muerte? Sigmar decidió que, cuando los días de las celebraciones hubieran terminado y los condes hubieran regresado a sus tierras, le encargaría a Eoforth que investigara el significado de sus visiones.
Ortulf y Lex levantaron la cabeza de la alfombra y soltaron un gruñido bajo ante alguna amenaza sin identificar, y Sigmar se puso alerta al instante. Sin que pareciera que se movía, deslizó la mano por debajo de las mantas buscando la daga de puño oculta en un bolsillo secreto en el interior de la piel de oso.
Sigmar abrió ligeramente los ojos y recorrió la habitación con la mirada en busca de algo que estuviera fuera de lugar. Los tres perros gruñían, aunque podía notar que estaban confusos. Algo los había alertado, pero no podían identificar qué.
Una sombra se separó de un rincón de la habitación, y Sigmar cerró la mano alrededor del mango de bronce de la daga de puño.
—Deja el arma, Hijo del Trueno —dijo una voz repugnante que Sigmar había esperado no volver a oír nunca—. No pretendo hacerte daño.
—Me preguntaba cuándo aparecerías —contestó Sigmar mientras se incorporaba y mantenía aferrado el mango de la daga.
—¿Sentiste mi presencia? —preguntó la hechicera a la vez que atravesaba la habitación renqueando—. Estoy impresionada. Las mentes de la mayoría de los hombres están demasiado ocupadas con sus deseos para notar la verdad del mundo que los rodea.
—Sentí que el aire se había viciado, pero no sabía a qué se debía —explicó Sigmar—. Ahora lo sé.
La hechicera se rio con amargura y se dirigió hacia la cama usando un bastón de madera oscura para sostenerse.
—Así que ése va a ser el tono de nuestra conversación —dijo—. Muy bien, no pronunciaré palabras de amistad ni enhorabuena.
Los perros de Sigmar enseñaron los colmillos, con los músculos tensos y el pelo erizado. La hechicera soltó una maldición hacia ellos, y los perros gimotearon, asustados, y se escabulleron hasta la esquina más lejana de la habitación.
—Los animales me temen, incluso aunque los hombres no lo hagan —comentó con nostalgia—. Eso es algo al menos.
Se sentó al final de la cama de Sigmar, y éste pudo ver el peso de los años sobre la mujer. Tenía la piel arrugada de un modo repugnante, como cuero curado, y el poco cabello cano que le quedaba era lacio y fino. Por un instante, Sigmar sintió lástima. Entonces recordó el sufrimiento que la anciana había permitido que entrara en su vida y se le endureció el corazón.
—¿De verdad sabías que estaba en Reikdorf? —quiso saber.
—Sí —aseguró Sigmar—. Y ahora quiero que te vayas. Estoy cansado y no estoy de humor para palabras agoreras.
La hechicera se rio; el sonido fue como ramitas secas rompiéndose bajo los pies.
—La corona de Alaric agudiza tu percepción —dijo—. Cuídate de no intentar reemplazarla.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Es un consejo, nada más —contestó la hechicera—. Pero ése no es el motivo de que esté aquí. Vengo con una advertencia y una petición.
—¿Una petición? —repitió Sigmar—. ¿Por qué debería concederte nada? Lo único que has hecho es ocasionarme sufrimiento.
Una sombra de ira cruzó el rostro de la hechicera y Sigmar, retrocedió ante la fría furia de la mujer.
—Me odias, pero si supieras todo lo que he sacrificado para guiarte, hacerte fuerte y prepararte para lo que está por venir, caerías de rodillas y me concederías todos mis deseos.
—¿Por qué debería creerte? —preguntó Sigmar—. Tus palabras sólo traen muerte.
—Y, sin embargo, tienes tu Imperio.
—Ganado gracias al valor de los guerreros —dijo Sigmar—, no a tus tejemanejes.
—Ganado gracias a tus ansias de muerte y gloria —repuso bruscamente la hechicera—. Los deseos de la mayoría de los hombres son simples y banales: comida en la tripa, una casa para guarecerse del frío y una mujer que les dé hijos. Pero tú no… No, Sigmar Heldenhammer es un asesino cuyo corazón sólo canta cuando está a un paso de la muerte y su martillo manchado de sangre aplasta los cráneos de sus enemigos. Como todos los guerreros, tienes una oscuridad en el corazón que anhela violencia. Es lo que origina el impulso de matar y destruir en los hombres, pero en tu caso te consumirá sin equilibrio en el corazón. Atenúa tu oscuridad con compasión, misericordia y amor. Sólo entonces serás el emperador que esta tierra necesita para sobrevivir. Esta es mi advertencia, Hijo del Trueno.
Las palabras de la hechicera lo hirieron como cuchillos, pero Sigmar no pudo negar que había verdad en ellas. En medio del clamor de la contienda era cuando se sentía realmente vivo, cuando vencía a sus enemigos y los expulsaba del campo de batalla entre una marea de sangre.
—Tú lo llamas oscuridad, pero me ha permitido derrotar a mis enemigos —alegó Sigmar—. La necesito para defender mis tierras.
—El que no se me valore siempre ha sido mi maldición —suspiró la hechicera—, pero mi tiempo en este mundo es breve y sólo cuento con esta oportunidad para transmitir lo que sé de lo que está por venir.
—¿Has visto el futuro? —preguntó Sigmar mientras hacía el símbolo de los cuernos.
—No hay futuro —contestó la hechicera—. Ni hay pasado. Todas las cosas existen ahora y siempre. Es una bendición para la humanidad el no poder percibir la totalidad de la infinita estructura de este mundo. La existencia es un complicado rompecabezas del que sólo ves una pieza. Mi maldición consiste en ver muchas de esas piezas.
—¿No las ves todas? —inquirió Sigmar, que no pudo evitar sentirse intrigado.
—No, y agradezco esa pequeña bendición. Los dioses son los únicos que osan saberlo todo, pues conocer toda la verdad de su destino conduciría a los hombres a la locura.
—Ya has realizado tu advertencia —dijo Sigmar—. Ahora haz tu petición y lárgate.
—Muy bien, aunque te complacerá saber que esta vez hablo de vida, no de muerte.
—¿Vida? ¿La de quién?
—El hombre llamado Myrsa —contestó la hechicera—. Vosotros lo llamáis el Guerrero Eterno, y es un título muy apropiado. La gente de la roca Fauschlag cuenta una antigua profecía que advierte de la caída de su ciudad sin este guerrero para guiar sus ejércitos en tiempos de guerra.
La hechicera soltó una carcajada.
—Una profecía falsa pronunciada por un adivino maquinador para promover las aspiraciones del idiota de su hijo, aunque ahora parece que hay algo de verdad en ella. Supongo que más por casualidad que a propósito. En cualquier caso, no debes permitir que el Guerrero Eterno muera antes de que le llegue la hora.
—¿Antes de que le llegue la hora? —inquirió Sigmar—. ¿Qué clase de petición es esa? ¿Cómo puede alguien saber cuándo le ha llegado la hora de abandonar este mundo?
—Algunas personas lo saben, Hijo del Trueno —fue la respuesta de la hechicera—. Tú lo sabrás.
Sigmar hizo el símbolo de los cuernos una vez más.
—¡Maldita seas, mujer! —exclamó—. ¡No hables de mi muerte! Ahora márchate o, por la sangre de Ulric, te mataré aquí mismo.
—Tranquilízate —dijo la hechicera—. No hablo de tu muerte.
—Entonces, ¿qué quieres decir?
—No —repuso la anciana con un guiño de complicidad—. Eso prefiero no decírtelo, pues la incertidumbre de la vida es lo que la hace interesante, ¿no te parece?
La cólera prendió en el corazón de Sigmar, que salió de la cama con el arma tendida hacia delante.
—Me atormentas con tus misterios, mujer —protestó—. ¡Bien, nunca más! Si te vuelvo a ver, te cortaré el cuello antes de que esa vil lengua pueda echarme otra maldición.
—No temas, Hijo del Trueno, ya que ésta será la última vez que hablemos —prometió la hechicera con tristeza—. Aunque volveremos a vernos y recordarás mis palabras.
—Más acertijos —soltó Sigmar.
—La vida es un acertijo —añadió la hechicera mientras se levantaba de la cama con una sonrisa y dirigía la mirada hacia el fuego que ardía lentamente—. Ahora duerme y no olvides lo que te he dicho, o todo que has construido será destruido.
La chimenea soltó una llamarada y la daga cayó de la mano de Sigmar a la vez que éste se desplomaba sobre la cama. Un gran cansancio le sobrevino, y el sueño que antes no había podido conciliar lo arrastró en un cálido abrazo.
Sigmar se despertó al amanecer, caliente y descansado debajo de la piel de oso. No había ni rastro de la hechicera y sus perros no parecían afectados por el encuentro, aunque no se podría decir lo mismo de Sigmar. Las palabras de la anciana eran como cadenas alrededor de su cuello y, a lo largo del resto de la semana de festejos y celebraciones, descubrió que su mirada se dirigía rauda hacia las sombras por si su forma oscura salía de ellas.
Durante los seis días siguientes, los guerreros del Imperio se atiborraron de los frutos de su victoria: montañas de comida y lagos de cerveza. Condes procedentes de los confines del Imperio trajeron vinos y fuertes licores de más allá de las montañas al sur, y las mujeres de las distintas regiones prepararon platos típicos de cada tribu. Se consumieron barriles de cerveza umberógena, una potente bebida sazonada con mirto, y se descargó cajón tras cajón de vino asoborneo del puerto y se llevaron hasta la casa larga.
Se sirvió carne de vaca querusena con cerdo menogodo y todos los antiguos reyes disfrutaron de nuevos y exóticos platos provenientes de todo el Imperio. Realmente fue un banquete que nadie de cuantos se reunieron en Reikdorf olvidaría nunca. Pero los guerreros no fueron los únicos a los que se honró con tal generosidad: Sigmar ordenó que se abrieran sus graneros y, mientras duró la coronación, se les repartió pan gratis a todas las familias de Reikdorf y más allá.
Eoforth protestó por el gasto, pero no hubo manera de disuadir a Sigmar, y su nombre fue alabado de un extremo a otro de la región.
La costumbre dictaba que el emperador se comportara el día de su coronación como un soberano distante y autoritario, pero durante el resto de la semana decidió ser sólo Sigmar, el hombre. Wolfgart y Pendrag lo habían abordado casi de inmediato durante la segunda mañana, y Sigmar supo exactamente lo que su portaestandarte iba a decir.
—No puedo hacerlo, Sigmar —aseguró Pendrag—. ¿Gobernante de una ciudad entera? Es un honor, pero debe haber otros más adecuados para la tarea.
Wolfgart negó con la cabeza y se quejó:
—Lleva así toda la noche, Sigmar. Hazlo entrar en razón.
Sigmar agarró a su viejo amigo por los hombros y dijo:
—Mira lo que has hecho con Reikdorf: murallas de piedra, nuevas escuelas, forjas y mercados permanentes. La has convertido en la joya de mi corona y harás lo mismo con Middenheim, estoy seguro.
—Pero Myrsa… Es su ciudad —protestó Pendrag, aunque Sigmar vio que le atraía la posibilidad de aplicar sus ideas a una nueva ciudad—. El honor debe ser suyo. Se sentirá desairado.
Sigmar se estremeció al recordar las palabras de la hechicera mientras Wolfgart decía:
—Me parece que Myrsa estará encantado de dejar que te hagas cargo. ¿Qué fue lo que dijo anoche? «¡Soy un guerrero, no un gobernante!». No creo que debas preocuparte de haber herido los sentimientos de Myrsa, amigo mío.
—Para alguien que se ha pasado toda la noche bebiendo, Wolfgart tiene razón —añadió Sigmar—. Pero mantén a Myrsa cerca, ya que conoce la ciudad y su gente. Será un aliado incondicional durante tu gobierno.
—No estoy seguro…
—Confía en mí, amigo mío; serás un magnífico conde de Middenheim. ¡Ahora id a divertiros y emborrachaos! —ordenó Sigmar.
—Es la primera cosa sensata que he oído esta mañana —comentó Wolfgart mientras se llevaba a Pendrag.
Durante los días siguientes, Sigmar se mezcló con sus súbditos y conversó con sus condes sobre lo que se debía hacer para garantizar la paz que habían ganado. Se renovaron juramentos de espada y se trazaron planes para defender el este y el norte, a la vez que se planeaban expediciones para aprender más acerca de las tierras situadas lejos, al sur.
Muchos pidieron que se declarara la guerra a los jutones, y esta idea encontró mucho apoyo entre los condes. El rey Marius, a salvo en su ciudad costera de Jutonsryk, había aguantado únicamente gracias a la gran victoria que habían obtenido otros. Todos estuvieron de acuerdo en que había que ajustar cuentas y hacer entrar en vereda a Marius o destruirlo.
La reina Freya de los asoborneos fue la sombra constante de Sigmar a lo largo de todos los festejos, y éste tuvo que aguantar incontables relatos sobre sus gemelos, Fridleifr y Sigulf, que eran dioses entre los hombres si se creían las historias de su madre. El deseo que Freya sentía hacia él no había disminuido y la decepción de la reina fue patente cuando rechazó con delicadeza sus ofertas de placer carnal.
Tanto Krugar de los taleutenos como Aloysis de los querusenos trataron de sacar el tema de su frontera compartida; cada uno aseguraba que el otro estaba enviando asaltantes para penetrar en sus territorios. Sigmar pospuso tales disputas hasta la primavera; éste era un tiempo para la unidad, no para la división. A ninguno de los dos condes le gustó su decisión, pero ambos hicieron una reverencia y se retiraron.
De todos los condes que se habían reunido, con quien disfrutaba más Sigmar era con Wolfila. El conde udose era un invitado parlanchín y parecía contar con una reserva ilimitada de energía con la que festejar y participar en juegos de fuerza y destreza. Ninguno de los que se enfrentaron a él en un duelo simulado pudo vencerlo, hasta que Sigmar lo tumbó de un puñetazo.
No bien recobró el conocimiento, Wolfila arrastró a Sigmar hasta la casa larga para abrir una botella de su mejor licor de cereales, una botella que se decía que se había guardo en la bodega en tiempos de su abuelo. Los dos hombres bebieron hasta muy entrada la noche y, durante ese tiempo, se cortaron las palmas de las manos y se convirtieron en hermanos de sangre mientras ideaban medios aún más elaborados para solucionar los males del mundo.
La mañana del cuarto día de festejos, Wolfila le presentó a Sigmar a su mujer. Petra, que iba envuelta en un vestido hecho de retazos de muchos colores, era una mujer menuda y delgada, si bien había luchado en combate desde que se había convertido en la esposa de Wolfila. Por su vientre hinchado, era evidente que estaba encinta —su primogénito—, aunque esto no le había impedido comer y beber en abundancia de las fuentes del banquete.
—Será un muchacho hermoso —dijo Wolfila mientras le daba una palmadita al vientre de su mujer—. Un camorrista y un guerrero sin ninguna duda. Igualito que su padre.
—Chitón —lo reprendió Petra—. Ni hablar. Es una niña, tan seguro como que dos y dos son cuatro.
—No seas tonta, mujer —exclamó Wolfila—. Un niño. ¿No es lo que dijo el viejo Rouven?
—¿Rouven? —soltó Petra—. ¡Bah, ese hombre no podría predecir lluvia en medio de una tormenta!
Los udoses tenían fama de ser una tribu discutidora, cuyos cerrados grupos familiares peleaban entre ellos con tanta frecuencia como contra sus enemigos. Aunque Wolfila y Petra se querían mucho, Sigmar descubrió pronto que discutían por todo, y que era mejor dejar que se las arreglaran solos. Lo más extraño era que parecía gustarles.
Además de con los gobernantes de cada tribu, Sigmar pasó mucho tiempo con los guerreros, escuchando sus relatos de coraje y sufrimiento sobre el campo de batalla del Paso del Fuego Negro. Un guerrero turingio rompió una mesa al recrear cómo había matado a un gigantesco trol, dos lanceros asoborneos corrieron en círculos alrededor de quienes los escuchaban mientras explicaban las tácticas de una carga de carros de guerra y jinetes taleutenos con la cabeza rapada entonaron cantos sobre cómo habían arrollado a los pieles verdes que huían al final de la batalla.
Con cada historia, el respeto de Sigmar por esos hombres y mujeres crecía más, y su gratitud se volvía más profunda. Las palabras más conmovedoras fueron las de un guerrero menogodo llamado Toralf, que le suplicó a Sigmar con lágrimas en los ojos que lo perdonara por su cobardía al haber salido huyendo.
—Lo intentamos —dijo Toralf entre sollozos a la vez que mostraba una cicatriz gigantesca que tenía en el costado donde una gran punta lo había atravesado—. Matamos a los lobos y avanzamos a pesar de los lanceros. No lo sabíamos… No lo sabíamos… Cientos de lanzas se nos vinieron encima, gruesas como un árbol talado, y cada una mató a una docena de hombres, ensartados como cerdos en hilera. Perdí a mi padre y a mis dos hermanos en el tiempo que lleva colocar una flecha en el arco, pero seguimos avanzando… Continuamos avanzando hasta que ya no pudimos seguir más… Y entonces salimos corriendo. ¡Que Ulric me perdone, pero salimos corriendo!
Sigmar recordó el miedo atroz que había sentido al observar cómo las filas de los menogodos cedían ante la espantosa arremetida de los lanceros orcos. Una avalancha de pieles verdes había penetrado en la brecha y había atacado salvajemente los flancos de los merógenos del rey Henroth antes de que Sigmar condujera a sus guerreros umberógenos hacia delante para hacer retroceder a los orcos.
—No hay nada que perdonar —le aseguró a Toralf—. Ningún guerrero podría haber resistido ante un ataque así. No hay nada de vergonzoso en huir de una masacre tan espantosa. Lo más importante es que regresasteis. En toda batalla, hay quienes huyen para salvar la vida. Son menos los que encuentran el coraje y regresan a la lucha. Sin la fuerza de los menogodos, la batalla se habría perdido.
Toralf levantó la mirada con los ojos llenos de lágrimas y cayó de rodillas delante de Sigmar, que colocó la mano sobre la cabeza del otro hombre. Todas las miradas estaban puestas en él mientras Toralf recibía la bendición de Sigmar, y una palpable sensación de asombro llenó la casa larga a la vez que los corazones de los menogodos sanaban.
Aunque no trataba con favoritismo a ningún conde, Sigmar descubrió que no había pasado casi nada de tiempo con Aldred. Eso no se había debido a falta de esfuerzo por parte de Sigmar, pues parecía que el conde endalo se mantenía apartado a propósito del nuevo emperador. El rey Marbad, el padre de Aldred, había sido uno de los aliados más incondicionales de Sigmar, y le apenaba sentir crecer la distancia entre él y el conde de los endalos.
En cuanto los festejos concluyeron el séptimo día, los endalos montaron en sus corceles negros y atravesaron la Puerta de Morr, la entrada situada en el extremo oeste de Reikdorf. Sigmar los vio partir; los Yelmos de Cuervo rodeaban a su señor mientras seguían el curso del río hacia Marburgo.
Uno a uno, los condes del Imperio regresaron a su tierra natal, y fue un momento de gran dicha y melancolía. Después de que terminaran las celebraciones y los guerreros partieran, Reikdorf se quedó extrañamente vacía. El otoño estaba acabando y los vientos fríos aullaban sobre las montañas septentrionales anunciando la llegada del invierno.
Pronto la oscuridad se apoderaría de la región.
Las estaciones posteriores al Paso del Fuego Negro habían sido benignas, pero el invierno que se abatió sobre el Imperio tras la coronación de Sigmar fue uno de los más duros que se recordaban. La región se cubrió de blanco y sólo los más insensatos se atrevían a alejarse del calor del hogar.
De la nada surgieron rugientes tormentas que se dirigieron hacia el sur, donde enterraron pueblos enteros bajo la nieve y los borraron del mapa. Muchos de estos asentamientos sólo serían redescubiertos cuando la nieve desapareciera; para entonces haría tiempo que sus habitantes estarían congelados, tras haberse apiñado en sus últimos momentos de vida.
Los días eran cortos y las noches largas, y lo único que la gente del Imperio pudo hacer fue arrimarse al fuego y rezarles a los dioses para que los librasen del frío. A pesar de lo riguroso del invierno, los umberógenos lo superaron con relativa facilidad, pues los graneros estaban llenos, incluso después de la generosidad de Sigmar durante su coronación.
El suelo era como hierro y el trabajo se interrumpió en los desmontes del bosque así como en los anchos caminos que se extendían entre Middenheim, al norte, y Siggurdheim, al sur. Los trabajadores agradecieron el respiro, ya que las hambrientas bestias del bosque hacían que fuera demasiado peligroso pasar mucho tiempo al otro lado de los muros de un asentamiento. El trabajo se reanudaría en primavera y las grandes ciudades del Imperio quedarían unidas mediante magníficos caminos de piedra.
El peligro que suponían las bestias del bosque quedó perfectamente demostrado cuando una manada de monstruos contrahechos atacó el pueblo de Verburgo, lo redujo a cenizas y capturó a los habitantes. Aunque los fuertes vientos aullaban alrededor de Reikdorf, Sigmar había reunido una partida de caza para rastrear a las bestias y rescatar a las personas capturadas. Su explorador jefe, Cuthwin, encontró el rastro de las bestias a una milla al este de Astofen, y los jinetes umberógenos cayeron sobre las criaturas mientras éstas acampaban en un lago congelado.
La matanza había sido rápida, pues las bestias estaban famélicas y débiles. Ni un solo jinete cayó en la pelea, pero los cautivos ya estaban muertos, masacrados para alimentar a la hambrienta manada. Abatidos por su fracaso a la hora de rescatar a los aldeanos, los umberógenos regresaron a Reikdorf sin la intensa sensación de orgullo que normalmente los habría acompañado tras haber dado muerte a tantos enemigos.
Dos días después, Sigmar aún le daba vueltas a las muertes de sus súbditos, y de este humor lo encontraron sus amigos cuando vinieron a hablar de la asamblea de tropas de primavera.
El fuego situado en el centro de la casa larga ardía lentamente; sin embargo, la habilidad de los enanos a la hora de construir el salón había sido tan meticulosa que no se filtraba nada de frío a través de puertas y ventanas. Sigmar estaba sentado en su trono, con Ghal-maraz en el regazo y sus fieles perros acurrucados a sus pies.
Detrás se encontraba Redwane, con una mano en el mango del martillo y la otra en el pulido mástil de tejo de un estandarte. Con Pendrag en Middenheim, el honor de portar el estandarte carmesí de Sigmar había recaído en el guerrero más fuerte de los Lobos Blancos. Alfgeir le había aconsejado a Sigmar que escogiera a un guerrero más maduro, pero él había visto un gran coraje en Redwane y no cambió de opinión.
Las puertas de la casa larga se abrieron y una dañina ráfaga de viento dispersó la paja seca esparcida por el suelo. Eoforth entró cojeando, envuelto en gruesas pieles y flanqueado por Alfgeir y Wolfgart. Los guerreros con capas ayudaron a Eoforth a tomar asiento junto al fuego, y Sigmar descendió de su trono para sentarse con sus amigos más íntimos.
—¿Cómo va el trabajo en la biblioteca? —preguntó Sigmar.
—Bastante bien —contestó Eoforth, asintiendo con la cabeza—, ya que muchos de los condes trajeron consigo copias de las obras de sus eruditos más importantes en otoño. El invierno me ha ofrecido la oportunidad de leer muchos manuscritos, pero la tarea de organizarlos es interminable, mi señor.
Sigmar hizo un gesto afirmativo con la cabeza, aunque en realidad no le interesaban los libros de Eoforth. Los primeros indicios de que el invierno estaba retrocediendo se notaban en el aire, y Sigmar estaba ansioso por entrar en guerra una vez más.
Como prometió en su coronación, había cuentas que saldar.
Tras hablar con Eoforth, se dirigió a Alfgeir:
—¿De cuántos hombres disponemos para la asamblea de primavera? —inquirió.
Alfgeir miró a Eoforth.
—Tal vez de unos cinco mil en el primer llamamiento —contestó—. Si es necesario, otro seis mil cuando cambie el tiempo.
—¿Cuánto se tardaría en reunidos?
—Puedo enviar algunos jinetes en cuanto se despliegue el estandarte de guerra, y la mayor parte de los primeros cinco mil estarán aquí en menos de diez días —aseguró Alfgeir—. Pero necesitaremos tiempo para preparar comida y pertrechos antes de ordenar semejante reunión. Sería mejor esperar hasta que la nieve se haya derretido.
Sigmar hizo caso omiso del último comentario de Alfgeir y dijo:
—Eoforth, haz una lista de todo lo que necesitará el ejército: espadas, hachas, lanzas, armaduras, carros, maquinaria bélica, caballos, comida… Todo. La quiero disponible antes de mañana por la tarde y debemos estar preparados para izar el estandarte de guerra en cuanto los caminos estén transitables.
—Haré lo que ordenáis —dijo Eoforth—, aunque se debería disponer de más de un día para planear una asamblea tan grande.
—No tenemos más tiempo —alegó Sigmar—. Tú simplemente hazlo.
Wolfgart tosió y escupió en el fuego, y Sigmar sintió la confusión de su amigo.
—¿Te preocupa algo, Wolfgart? —quiso saber.
Wolfgart levantó la mirada y se encogió de hombros.
—Sólo me estaba preguntando a quién deseas enfrentarte con tanta prisa —respondió—. Lo que quiero decir es que matamos a las bestias y quemamos sus cadáveres, ¿no? Las demás captarán el mensaje.
—No vamos a matar bestias —explicó Sigmar—. Marchamos hacia Jutonsryk. Debemos pedirle cuentas a ese cobarde de Marius por abandonarnos en el Fuego Negro.
—¡Ah!, Marius —repitió Wolfgart mientras asentía con la cabeza—. Sí, hay que ocuparse de él, eso es cierto, pero ¿por qué tan pronto? ¿Por qué no esperar hasta que la nieve se derrita bien antes de ordenarles a los hombres que abandonen sus hogares y a sus seres queridos? Marius no va a ir a ningún sitio.
—Pensaba que tú más que nadie estarías deseando hacer esto —repuso Sigmar bruscamente—. ¿No te quejabas de que ese espadón tuyo se estaba oxidando?
—Tengo tantas ganas de entrar en combate como el que más —respondió Wolfgart—, pero seamos civilizados y luchemos en primavera, ¿eh? A mis viejos huesos no les gusta marchar por la nieve ni dormir a la intemperie en medio del frío. La guerra ya es lo bastante dura; no hay ninguna necesidad de empeorarla más.
Sigmar se puso en pie y rodeó el fuego sosteniendo a Ghal-maraz suavemente sobre el hombro mientras le respondía a Wolfgart:
—Cada día transcurrido desde que expulsé a su embajador de Reikdorf, Marius ha estado fortificando Jutonsryk, elevando sus murallas y torres de piedra. Sus embarcaciones traen cereales, armas y mercenarios del sur, y cada día que nos quedamos sentados como viejas alrededor del fuego, su ciudad se vuelve más fuerte. Cuanto más esperemos para atacar a Marius, más hombres morirán cuando lo hagamos.
Sigmar y Wolfgart se miraron y fue su hermano de armas el que apartó la mirada.
—Tú eres el emperador —dijo Wolfgart—. Siempre has visto las cosas con más perspectiva que yo, pero en este caso no me iría corriendo a Jutonsryk sin asegurarme primero de tener cubiertas las espaldas.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Sigmar, a la vez que se detenía delante de Wolfgart.
—Aldred de los endalos —contestó Alfgeir.
—¿Aldred? —repitió Sigmar—. Los endalos son nuestros hermanos, hemos estados unidos por juramentos de espada durante generaciones. ¿Por qué queréis deshonrar a un hombre que ha hecho un juramento de espada conmigo?
—Precisamente ahí está el problema —dijo Wolfgart—. Su padre lo hizo, pero él no.
—¿Y piensas que Aldred deshonraría la memoria de su padre atacándonos? —quiso saber Sigmar, enfadado por el hecho de que su hermano de armas sugiriera tal cosa.
—Tal vez. No sabes qué piensa Aldred en su fuero interno.
—Creo que lo que Wolfgart quiere decir es que los endalos son toda una incógnita —añadió Eoforth rápidamente—. El rey Marbad era el mejor amigo de vuestro padre y un orgulloso aliado de los umberógenos, pero Aldred…
—Lloré su pérdida con Aldred cuando llevamos a Marbad a la pira —repuso Sigmar—. Él sabe que honraba a su padre.
—Todos lloramos la muerte de Marbad —dijo Alfgeir—, pero estoy de acuerdo con Wolfgart. No tiene sentido enfrentarse a un enemigo con otro enemigo potencial detrás de nosotros.
Wolfgart se levantó de su asiento y se situó delante de Sigmar.
—Observé a los endalos todo el tiempo que estuvieron aquí y no me gustó nada la actitud de ese Aldred. La manera en que te miraba, bueno, era como si tú mismo le hubieras clavado esa lanza en el pecho a su padre.
—¿Estás diciendo que me culpa de la muerte de su padre?
—Tendrías que estar ciego para no verlo —aseguró Wolfgart—. Incluso Laredus se comportó como un desconocido, y no me sorprendería que fuéramos viendo cada vez menos a los endalos según pase el tiempo.
—¿Tú estás de acuerdo? —le preguntó Sigmar a Eoforth.
—Creo que vale la pena tenerlo en cuenta —contestó Eoforth—. Como dice Alfgeir, es sensato corroborar la lealtad de los guerreros situados a vuestra espalda antes de sitiar Jutonsryk. Aseguraos de poder confiar en Aldred, ganáoslo, y luego desatad vuestra ira contra los jutones.
Sigmar quería protestar furiosamente contra las palabras de sus amigos, pero había visto la amargura en los ojos de Aldred y la había reconocido. Sigmar había apreciado mucho a Marbad, pero éste también era el padre de Aldred. Nada podría convencer a Aldred de que, si su padre no se hubiera visto obligado a lanzarle la espada Ulfihard a Sigmar en plena batalla, tal vez habría sobrevivido.
Sigmar respiró hondo.
—Tenéis razón —admitió—. Mi furia contra Marius y mi frustración por la muerte de mi gente me impiden ver la sabiduría de mis amigos. Percibí el dolor en los ojos de Aldred, pero decidí ignorarlo. Fue una estupidez.
—Todos cometemos errores —dijo Wolfgart—. No te preocupes.
—No —repuso Sigmar—. Soy el emperador y no puedo permitirme actuar de modo tan irreflexivo, o morirá gente. De ahora en adelante, no tomaré decisiones importantes sin hablar con vosotros, pues os aprecio mucho a todos y esta corona me pesa en la frente. Voy a necesitar vuestros sinceros consejos si quiero tomar decisiones sabias.
—Puedes contar conmigo para avisarte cuando te comportes como un idiota —le aseguró Wolfgart—. Siempre has podido.
Sigmar sonrió y estrechó la mano de Wolfgart.
—Bueno, ¿aún queréis ordenar la asamblea de primavera? —preguntó Alfgeir.
—No, todavía no —contestó Sigmar—. Nuestro ajuste de cuentas con Marius tendrá que esperar.
—Entonces, ¿cuáles son vuestras órdenes, señor?
—Cuando la nieve se funda, reúne un centenar de Lobos Blancos —dijo Sigmar—. Le haremos una visita al conde Aldred en Marburgo y veremos qué sentimientos abriga realmente en su corazón.