DOS
DOS
El ascenso de un emperador
Sigmar condujo a los reyes desde la Colina de los Guerreros a Reikdorf. La noticia de su llegada se había extendido y los habitantes de la ciudad salieron a recibirlos. Cientos de personas se alinearon a ambos lados de las calles; portaban antorchas para disipar la oscuridad y lanzaban vítores mientras el desfile de reyes pasaba. Los guerreros salieron de la casa larga golpeando a la vez las espadas contra los escudos. Los gaiteros endalos se dirigieron rápidamente a la parte delantera del desfile y encabezaron la marcha hacia la Piedra de Juramentos, su cadenciosa música apelaba a los sentimientos y encendía la sangre.
Sigmar vio a Wolfgart y a Pendrag en medio de la multitud de guerreros y sonrió ante el júbilo de sus amigos. Haber llegado tan lejos y haber logrado tanto era algo increíble, pero sabía que no podría haberlo conseguido sin ellos. Lo que él y sus hermanos de armas simbolizaban era el Imperio en microcosmos: por separado los hombres eran fuertes, pero juntos eran poderosos.
Los reyes de la región avanzaban junto a Sigmar con las cabezas bien altas y las armas al hombro. Miembros de tribus procedentes de todo el Imperio gritaron y aclamaron al ver que honraban de tal modo a sus reyes.
Los estandartes ondeaban en el aire formando un deslumbrante despliegue de corceles encabritados, puños envueltos en malla, carros dorados y lobos que gruñían. Se gritaron juramentos y promesas de lealtad en una docena de dialectos diferentes, mientras cada uno de los guerreros reunidos le ofrecía su espada al rey de los umberógenos. Sigmar observó sus rostros, eufóricos bajo el brillo que proyectaba la luz del fuego, y sintió que el peso de las expectativas de todos ellos recaía sobre sus hombros.
Haber ganado ese territorio sólo era la primera parte de su viaje.
Ahora tenía que mantenerlo a salvo.
El desfile serpenteó a través de las calles adoquinadas de la ciudad, dejando atrás grandes salones, viviendas de piedra y establos con entramado de madera. Niños con túnicas de vivos colores corrían como locos jugando con perros que ladraban; sus risas inocentes suponían un grato contrapunto a los gritos marciales de los guerreros.
El desfile apareció en la plaza abierta situada en la orilla septentrional del río, donde la piedra sagrada que los primeros guerreros umberógenos habían traído del este en eras pasadas estaba clavada en la tierra. Ese había sido el centro del asentamiento original de Reikdorf, antaño cuando era poco más que un grupo de chozas de adobe y cañas apiñadas junto al río. El asentamiento había crecido enormemente desde aquellos días lejanos, pero su corazón siempre había sido este lugar.
Los gaiteros se hicieron a un lado y se situaron junto a la forja de Beorthyn. Sigmar sonrió. El viejo e irascible herrero había muerto hacía diez años y, sin embargo, la forja aún llevaba su nombre.
Aproximadamente mil personas llenaban la plaza, apretadas contra los edificios que la rodeaban. Había antorchas colocadas en círculo alrededor de la Piedra de Juramentos y una gigantesca figura permanecía en el interior del anillo de luz al lado de un enorme caldero de hierro negro.
La figura iba ataviada con una malla que brillaba debido a la escarcha, y el aliento le salía a bocanadas como si estuvieran en la noche más sombría del invierno en lugar de en los últimos días del verano. Sostenía un báculo de roble pulido, decorado con largos colmillos y rematado con una ancha hoja de hacha que relucía como el hielo. Una máscara hecha con un cráneo de lobo le ocultaba el rostro y una gruesa piel de lobo blanca le colgaba de los hombros.
Era más alto y ancho que ningún guerrero que Sigmar hubiera visto nunca. Se trataba de Ar-Ulric, el sumo sacerdote del dios de las batallas y el invierno, un guerrero que vagaba por el monte con la nieve y el viento. Podían transcurrir generaciones enteras sin rastro de Ar-Ulric, pues no le interesaban los asuntos de los mortales. Ulric era un dios que esperaba que sus seguidores se las arreglaran solos. Al lado del sumo sacerdote había dos lobos descomunales, uno con el pelaje negro como el carbón y el otro del blanco más puro. Tenían el pelo de punta, como si estuviera congelado, y sus ojos eran como carbones encendidos.
Los gaiteros dejaron de tocar y los guerreros que llenaban la ciudad guardaron silencio, a la vez que Sigmar entraba en el círculo de antorchas. Sus compañeros reyes se situaron alrededor del círculo mientras Sigmar se colocaba delante del enorme caldero. Estaba lleno de agua oscura y se había formado hielo en la superficie.
Los lobos avanzaron lenta y sigilosamente, y comenzaron a dar vueltas alrededor de Sigmar. Estaban enseñando los colmillos y les caían gruesos hilos de saliva de las fauces. Ar-Ulric se mantuvo inmóvil mientras los lobos gruñían y olfateaban a Sigmar, que sintió su fría mirada sobre él; sabía que lo estaba juzgando un poder más grande que el de unas simples bestias.
Frías oleadas emanaban de los lobos y su gélido roce se le metió a Sigmar en los huesos. Un invierno sin fin le recorrió el cuerpo en un momento, como si la sangre se le hubiera vuelto hielo en el acto. Una visión de una tundra vasta e interminable, por la que deambulaban eternamente manadas de lobos babeantes, apareció de forma fugaz en su mente. Sigmar dirigió la mirada hacia sus hermanos reyes reunidos junto al círculo de antorchas. Ninguno parecía estar sintiendo el espantoso frío. El aliento de Ulric sólo lo tocaba a él.
Los lobos terminaron su inspección y la visión se desvaneció de la mente de Sigmar en cuanto regresaron al lado de su amo. Los ojos color naranja no se apartaron nunca de Sigmar y éste supo que aquellas miradas siempre estarían sobre él, sin importar dónde lo llevaran las sendas del destino.
Ar-Ulric pareció quedar satisfecho con la evaluación de sus lobos y rodeó el caldero hasta situarse delante de él. Al igual que los lobos, el sumo sacerdote llevaba el frío del invierno eterno, y Sigmar vio que, en efecto, la hoja de su hacha estaba hecha de un fragmento irregular de hielo.
Sigmar se arrodilló delante del sacerdote del dios lobo, aunque mantuvo la cabeza levantada. Honraría a Ar-Ulric, pero no mostraría miedo ante él.
El poderoso sacerdote se erguía frente a él; era una presencia primaria que hablaba de devoción sin medida y de una vida de lucha en territorios más allá de la comprensión de los mortales. Mientras que Sigmar había servido a Ulric fielmente en batalla, Ar-Ulric era la mismísima personificación del dios. El poder de ese guerrero era enorme, y que hubiera abandonado el gélido páramo suponía un gran honor.
—Buscas la bendición de Ulric —dijo Ar-Ulric con voz ronca, como una ráfaga de viento invernal e igual de fría—. ¿Con qué derecho te crees digno del favor del señor del invierno?
—Por derecho de batalla —respondió Sigmar, esforzándose por evitar que le castañetearan los dientes debido al frío—. Con mi sangre y sacrificio he unido a mi gente. Por tal derecho, reclamo dominio sobre la región, de las montañas a los mares, y sobre todos los que moran aquí.
—Buena respuesta, rey Sigmar —contestó Ar-Ulric—. Ulric conoce tu nombre y te observa con interés. ¿Por qué debería importarle a Ulric el destino de un mortal como tú?
—Atravesé la Llama de Ulric y no me quemé —alegó Sigmar.
—¿Y crees que eso es suficiente?
Sigmar se encogió de hombros.
—No lo sé —contestó—, pero he librado todas las batallas con el nombre de Ulric en los labios. No podría haber hecho otra cosa.
Ar-Ulric bajó la mano y le agarró la cabeza a Sigmar. El sacerdote tenía los dedos enfundados en garras de lobo, y Sigmar comprobó que olían a sangre.
—Veo dentro de tu corazón, rey Sigmar. Tu ansia de gloria inmortal se encuentra al lado de tu devoción a Ulric. Intentas competir con sus poderosas hazañas y grabar tu nombre en las páginas de la historia.
El desafío estalló en el corazón de Sigmar.
—¿Eso está mal? —preguntó—. ¿Desear que mi nombre viva después de que mi tiempo en este mundo haya acabado? Puede ser que hombres menos importantes caigan en el olvido, pero el nombre de Sigmar se recordará en el futuro. Con la bendición de Ulric, transformaré la región en un Imperio que perdurará hasta el fin de los tiempos.
Ar-Ulric soltó una carcajada; el sonido fue quebradizo como el hielo y frío como una tumba.
—No busques la inmortalidad a través de la guerra, pues sólo te traerá dolor y muerte. Vete de aquí, engendra hijos e hijas y deja que ellos perpetúen tu nombre. No intentes igualar en fama a los dioses.
—No —aseguró Sigmar—. Mi camino está decidido. La vida hogareña no es para mí. No estoy hecho para tales cosas.
—En eso tienes razón —asintió Ar-Ulric—. No habrá una cama blanda en la que exhalar tu último aliento en la vejez, no para ti. Una vida de lucha te aguarda, Sigmar, y esto complace a Ulric.
—Entonces, ¿bendeciréis mi coronación?
—Eso aún está por ver —contestó Ar-Ulric—. Levántate y llama a tus hermanos de armas.
Sigmar se puso en pie con dificultad; tenía las extremidades frías y los músculos rígidos. Se volvió hacia el círculo de antorchas y recorrió la multitud con la mirada buscando a sus hermanos de armas. Por fin los vio justo al otro lado del anillo que proyectaba la luz del fuego.
—¡Wolfgart! ¡Pendrag! —gritó—. Venid y poneos a mi lado.
Los reyes se separaron para permitir que los dos guerreros pasaran entre ellos. Ambos iban vestidos con largas túnicas rojas y con anchos cinturones de cuero de los que colgaban dagas y talismanes de colas de lobo. El atuendo de Pendrag estaba limpio, mientras que el de Wolfgart se veía arrugado y lleno de manchas de grasa y cerveza. Los dos parecían contentos de que les pidieran que se acercasen, aunque Sigmar podía notar que les inquietaba encontrase en presencia del enorme sacerdote de Ulric.
—¡Maldita sea!, ¡ojalá estuviera borracho! —murmuró Wolfgart sin apartar la mirada de los ojos ardientes y los colmillos desnudos de los lobos de Ar-Ulric.
—Ya lo estás, ¿recuerdas? —contestó Pendrag.
—Pues más borracho entonces.
Un gruñido bajo del lobo negro los hizo callar.
—Mis hermanos de armas, Wolfgart y Pendrag —le dijo Sigmar a Ar-Ulric—. Han luchado a mi lado desde que éramos jóvenes y tenemos un vínculo de sangre.
La máscara de cráneo de lobo de Ar-Ulric se volvió hacia ellos, y Sigmar los oyó inhalar bruscamente mientras toda la fuerza de la fría mirada del sacerdote los recorría.
Ar-Ulric asintió con la cabeza y les hizo un gesto a los hermanos de armas de Sigmar para que avanzaran.
—Desvestidlo hasta que esté como llegó a este mundo —ordenó.
Sigmar le pasó Ghal-maraz a Wolfgart y, pieza a pieza, sus hermanos de armas le quitaron la ropa, hasta que estuvo desnudo delante del caldero. Su cuerpo era delgado y musculoso, y presentaba multitud de cicatrices pálidas y protuberantes que le subían por los brazos y le cruzaban el pecho y los hombros.
—Este es el Caldero de la Aflicción —dijo Ar-Ulric—. Se ha usado durante siglos para determinar la valía de aquellos que buscan la bendición de Ulric.
—¿El Caldero de la Aflicción? —preguntó Wolfgart—. ¿Por qué lo llaman así?
—Porque aquellos que no son considerados dignos no sobreviven a su evaluación —explicó Ar-Ulric.
—Tenías que preguntar —soltó Pendrag, y Wolfgart se encogió de hombros.
—¿Cómo juzgará mi valía? —preguntó a Sigmar, aunque temía que ya sabía la respuesta.
—Debes sumergirte en el agua y, si sales vivo, habrás demostrado tu valía.
—Eso no suena tan duro —comentó Wolfgart—. Parece fría, claro, pero eso es todo.
—¿Quieres intentarlo? —le preguntó Sigmar, que ya se imaginaba la gélida temperatura del agua del caldero.
—¡Oh, no! —respondió Wolfgart, levantando las manos—. Este es tu día después de todo.
Sigmar agarró el borde del caldero y sintió el intenso frío del agua a través del hierro. El hielo de la superficie era sólido, pero no tendría ayuda para romperlo. Respiró hondo y golpeó el hielo con el puño. El dolor y el frío le subieron por el brazo, pero el hielo se mantuvo firme. Dio otro puñetazo y esa vez aparecieron grietas.
Su mano era una masa de dolor, pero Sigmar golpeó el hielo una y otra vez, hasta que se hizo pedazos bajo el ataque al que lo sometió. Respiraba agitada y dolorosamente, y tenía el puño cubierto de sangre. El sudor se le congelaba en la frente, pero antes de poder pensar en lo fría que iba a estar el agua, se impulsó, pasó por encima del borde del caldero y se zambulló.
El frío golpeó a Sigmar como un martillazo y se quedó sin aliento. Intentó gritar de dolor, mientras sentía que el corazón le aporreaba el pecho, pero se le llenó la boca de agua helada. Una luz brillante, como el sol crepuscular en invierno, destelló ante sus ojos.
Sigmar se hundió en la oscuridad del caldero.
La oscuridad bajo la superficie del agua era absoluta, interminable y persistente. El frío le atacaba las extremidades; la sensación se parecía mucho a estar quemándose. Qué extraño que el agua helada le produjera esa impresión. Sigmar se hundía cada vez más, mucho más hondo de lo que el tamaño del caldero debería haber permitido. Su cuerpo giraba en las gélidas profundidades, perdido en la infinita noche invernal.
Le ardían los pulmones mientras trataba de contener la respiración y el latido de protesta de su corazón le resonaba en la cabeza como si un grupo de orcos estuviera aporreando tambores de guerra. Aparecieron imágenes fugaces en la oscuridad, escenas de su vida que volvieron a pasar ante él como se decía que ocurría ante los ojos de un hombre mientras se ahogaba. Sigmar se vio encabezando el ataque en la batalla de Astofen, embargado por el júbilo feroz de destrozar a la horda de pieles verdes y la abrumadora pena por la muerte de Trinovantes.
Vio la lucha contra las bestias del bosque, la muerte de Skaranorak, la batalla contra los turingios y las guerras que había librado contra los norses. Apareció un rostro meciéndose ante su vista; resultaba cruelmente apuesto, con brillante cabello oscuro y ojos de seductora malicia.
El odio surgió en su pecho al reconocer a Gerreon, el traidor que había asesinado a su propia hermana y al gran amor de Sigmar, la maravillosa Ravenna. Tras su traición, Gerreon había huido de las tierras de los hombres y nadie sabía qué había sido de él, aunque Sigmar no ignoraba que aún había sangre que derramar entre ellos.
El rostro de Gerreon desapareció, y Sigmar vio una gran torre nacarada en un valle de montaña, oculto durante mucho tiempo a la vista de los hombres. En lo alto de la torre, atisbo una corona de antiguo poder, y la repugnante criatura sobre cuya frente ósea descansaba. Eso también se desvaneció de su vista y fue reemplazado por una visión de una altísima roca situada en medio de un bosque creciente e interminable. Habían construido una ciudad sobre esa roca, una enorme ciudad de piedra pálida, y por encima de sus torres y chapiteles pudo ver una brillante figura de un lobo blanco gruñendo.
Sigmar reconoció la roca Fauschlag, pero no como él la recordaba. Esa ciudad estaba vieja y desgastada, y parecía a punto de estallar debido a siglos de crecimiento. Imponentes pasos elevados atravesaban la fronda; eran inmensas creaciones de piedra que desafiaban la mirada con sus enormes dimensiones. Se elevaban hacia la cima de la roca, y una gran cantidad de guerreros ataviados con extrañas túnicas con aberturas los defendían de ataques.
Una legión de monstruos cruelmente deformes —cada uno era una espantosa mezcla de hombre y bestia— luchaban por destruir la ciudad situada sobre la roca, pero el valor de sus defensores era inquebrantable. Guerreros con armaduras de hierro dorado manchadas de sangre se congregaban alrededor de la ciudad en gran cantidad y el bosque ardía debido a las piras de sacrificios ofrecidos a sus Dioses Oscuros.
La marea de bestias y guerreros se estrelló contra las defensas de la ciudad mientras un guerrero vestido con una brillante armadura blanca se adelantaba para interrumpir la carga de los horrorosos atacantes. La visera del magnífico yelmo ocultaba el rostro del guerrero; pero Sigmar supo que, fuera cual fuese la identidad de ese guerrero, su vida estaba ligada a la de la ciudad. Si él caía, la ciudad caería.
Antes de que Sigmar pudiera ver algo más, la visión de la batalla se desvaneció y él se hundió aún más en las frías profundidades del caldero. Casi no le quedaban fuerzas y sus pulmones ansiaban aire.
¿Era así como iba a terminar su sueño de un Imperio? ¿Era así como iba a morir el guerrero más grande de las tierras de los hombres, congelado dentro del Caldero de la Aflicción y considerado indigno?
La ira prendió en el corazón de Sigmar y una fuerza nueva invadió sus extremidades. Agitó los brazos con fuertes brazadas, decidido a no morir de ese modo.
Apenas había formado ese pensamiento cuando un rayo de luz atravesó la oscuridad, y Sigmar se retorció en el gélido abrazo del agua para buscar su origen. Vio un círculo de claridad por encima de él y serpenteantes espirales rojas se hundieron en su dirección.
Junto con la luz llegaron la calidez y la promesa de vida, y Sigmar pataleó hacia arriba, nadando en el agua helada hacia la claridad. La luz se volvía más brillante a cada brazada y la promesa de vida invadió sus venas. Con los pulmones a punto de estallar y un doloroso martilleo en la cabeza, Sigmar nadó a través de las espirales descendentes de líquido rojo. Se dio cuenta de que se trataba de sangre, pero no sabía quién o qué la había derramado.
La luz brillaba como el nuevo sol de la primavera y, con un último y desesperado esfuerzo, el rey de los umberógenos atravesó la superficie del agua.
Sigmar salió del caldero realizando una inspiración profunda y brusca. La vista se le volvió borrosa y se agarró al borde en busca de apoyo mientras daba una dolorosa boqueada tras otra. Un torrente de agua fría le recorrió el cuerpo al ponerse derecho, pero estaba decidido a mantenerse erguido ante todos los que habían asistido a su gélido renacimiento.
Sintió la presencia de algunos cuerpos calientes a su alrededor y parpadeó para eliminar el agua de los ojos. Los hermanos reyes de Sigmar rodeaban el caldero, todos con los brazos descubiertos, que sangraban debido a cortes profundos en la carne. Bajó la mirada y vio que el agua se había teñido de rojo a causa de la sangre. Ar-Ulric se encontraba detrás de él. Sigmar pasó las piernas por encima del borde del caldero, se plantó desnudo delante de su gente y se mantuvo erguido haciendo uso de una enorme fuerza de voluntad.
La fría figura de Ar-Ulric se acercó a Sigmar y le colocó una gruesa capa de piel de lobo sobre los hombros. La piel era cálida y suave, y el doloroso frío de la inmersión desapareció en el tiempo que llevó abrochar la correa de cuero del cuello.
—Arrodíllate —ordenó Ar-Ulric, y Sigmar obedeció sin titubear.
La Piedra de Juramentos estaba en el suelo, y Sigmar colocó la mano encima. La piedra era áspera al tacto, roja y estaba surcada de vetas doradas, lo que la diferenciaba de las demás piedras extraídas de la roca de las montañas. Estaba templada. Sigmar oyó un gemido agudo en la cabeza, como si la misma piedra estuviera gritando. Era un grito de dicha, no de dolor, y Sigmar sonrió.
Levantó la mirada para ver si alguien más podía oír aquel grito de júbilo, pero era evidente por los rostros que lo rodeaban que el sonido era para él y sólo para él.
Kurgan Barbahierro se apartó del círculo de reyes con una corona de maravilloso diseño en las manos, un aro de oro y marfil grabado con runas y con incrustaciones de piedras preciosas. Sigmar bajó la cabeza mientras el rey enano le pasaba la corona a Ar-Ulric. El poderoso sacerdote se irguió de manera imponente ante él, pero su aura helada no molestó a Sigmar; la magia de la capa de piel de lobo mantenía a raya el intenso frío.
Ar-Ulric levantó la corona por encima de la cabeza para que todos la vieran. El brillo de las antorchas se reflejó en el marfil y las piedras preciosas como la luz de las estrellas sobre la plata, y Reikdorf contuvo la respiración.
—El caldero te considera digno. Has renacido en la sangre de reyes.
—Ya nací una vez en sangre —contestó Sigmar.
—Sirve a Ulric bien, y tu nombre seguirá viviendo a través de las eras —prometió Ar-Ulric a la vez que colocaba la corona sobre la cabeza empapada de Sigmar.
Le quedaba perfecta y, mientras la corona se posaba sobre su frente, el pueblo de Reikdorf estalló en entusiasmados vítores y la música de los gaiteros comenzó de nuevo. Los tambores resonaron y los cuernos tocaron mientras hombres y mujeres de todas las tribus soltaban gritos de aprobación, bailando y cantando, y golpeando las espadas contra los escudos mientras el clima de júbilo se extendía por toda la ciudad.
Kurgan Barbahierro se inclinó hacia delante y dijo:
—Lleva esta corona bien, Sigmar, pues es obra de Alaric. —El rey enano le guiñó un ojo—. Quería entregártela él mismo, pero lo tengo muy ocupado forjando esas espadas que te prometí.
Sigmar sonrió.
—La llevaré con orgullo —aseguró.
—Buen muchacho —dijo Kurgan mientras Wolfgart se acercaba y le ofrecía el poderoso martillo de guerra.
Sigmar agarró a Ghal-maraz y sintió el inmenso poder del que la antigua habilidad del pueblo de la montaña lo había dotado. El mango del martillo se ajustaba a su mano como nunca, y Sigmar supo que ese momento viviría en los corazones de los hombres para siempre.
—¡Levántate, Sigmar Heldenhammer, emperador de todas las tierras de los hombres! —exclamó Ar-Ulric.
La casa larga estaba llena de reyes y guerreros una vez más. Wolfgart se estaba divirtiendo enormemente: había vencido a guerreros turingios, querusenos y brigundianos en pruebas de fuerza, y había dejado a un menogodo por los suelos en un concurso para ver quién podía beber más. Galin Veneva, el guerrero ostagodo que había llevado la noticia de la invasión de pieles verdes desde el este, lo retó a beber un licor destilado de leche de cabra fermentada.
—Lo llamamos koumiss —explicó Veneva—. ¡Es una buena bebida para brindis y juegos de beber!
Wolfgart admitió la derrota de buena gana y a voz en grito después de un trago de aquel líquido.
—Es como beber plomo fundido —aseguró Wolfgart mientras le daba una palmada a Veneva en la espalda; los ojos le lloraban debido a la potencia del licor—. Pero no me sorprende que a los del este os guste la bebida tan fuerte. He visto a vuestras mujeres. Hay que estar como una cuba para acostarse con ellas.
Pendrag lo apartó de los amistosos abucheos de los guerreros ostagodos y lo guió a través de la multitud de cuerpos pintados, sudorosos y con armadura. Esa noche, los reyes de los hombres festejaban con sus guerreros y el ambiente cargado de humo de la casa larga estaba lleno de alegría y de fraternidad ganada a través del combate.
Sigmar estaba sentado en su trono al final de la casa larga hablando con Kurgan Barbahierro de Karak-a-Karaz, y el oro de su corona resplandecía como si poseyera un fuego interior.
Ataviado con una armadura forjada por los enanos, un imponente obsequio del rey Barbahierro, el emperador brillaba como un dios. Alfgeir se encontraba a un lado, y Eoforth, el venerable consejero de Sigmar, al otro, sentado en un banco. El rey enano se apoyaba en su hacha mientras conversaba con Sigmar y daba grandes tragos de cerveza entre frases.
Wolfgart lo saludó con la mano, y Sigmar hizo un gesto con la cabeza en su dirección con una amplia sonrisa.
—Mira eso, ¿eh? —dijo Wolfgart—. ¡Un puñetero emperador! ¿Quién lo hubiera dicho?
—Él —contestó simplemente Pendrag.
Wolfgart miró hacia el agujero para el fuego y vio a Redwane de pie sobre una mesa, agitando la espada mientras contaba asombrosos relatos de sus hazañas en el Paso del Fuego Negro a una audiencia de muchachas sonrientes.
—Sé de uno que no va a dormir solo esta noche —comentó Wolfgart.
—Nunca lo hace —respondió Pendrag—. ¿Por qué gastar dinero en una meretriz cuando puedes seducir a una sirvienta bonita?
—Buena observación —se rio Wolfgart—. Aunque, como hombre casado, yo no necesito hacer ninguna de las dos cosas para despertarme junto a una mujer cariñosa.
—Estás casado con una asobornea —repuso Pendrag—. Maedbh te cortaría la hombría si te comportaras como Redwane.
—Esa es otra buena observación —coincidió Wolfgart, riéndose mientras divisaba un rostro conocido en medio de los festejos de la masa compuesta por los miembros de las diferentes tribus.
Wolfgart se abrió paso a través de la abarrotada casa larga a la vez que por el camino cogía dos jarras de cerveza desatendidas de una mesa. Pendrag lo siguió, y ambos se acercaron a un guerrero con armadura negra que estaba de pie cerca de una pared de piedra con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¡Laredus, viejo zorro! —exclamó Wolfgart—. En el nombre de Ulric, ¿cómo te va?
El hombre se volvió al oír su nombre. Llevaba un magnífico yelmo negro y una capa oscura sobre el peto, también negro. Laredus, que era una década más viejo que Wolfgart, era un guerrero de los Yelmos de Cuervo, los guardias de élite de los reyes endalos desde los primeros días de la tribu.
—Wolfgart —saludó Laredus con cautela.
—No te había visto desde antes del Fuego Negro —dijo Wolfgart mientras le ofrecía una jarra a Laredus.
El guerrero Yelmo de Cuervo negó con la cabeza alegando:
—No, gracias; no quiero.
—¿Qué? —exclamó Wolfgart—. ¡Toma un trago, hombre! ¡Precisamente esta noche!
—No puedo —añadió Laredus—. El rey Aldred nos ha ordenado que no tomemos bebidas fuertes.
—¡Bah!, entonces no habrá problema —dijo Wolfgart, observando el contenido de la jarra—. Creo que es cerveza merógena. He meado cosas más fuertes que esto. ¡Vamos, toma un trago!
—No —repitió Laredus con rigidez—. Mi rey ha hablado y debo obedecer sus órdenes.
—Pues siéntate con nosotros un rato —pidió Wolfgart, molesto ante la negativa del Yelmo de Cuervo a beber con él—. Cuéntanos qué está pasando por Marburgo estos días.
Laredus apretó la mandíbula y les hizo una brusca reverencia a Wolfgart y Pendrag.
—Si me disculpáis, debo ocuparme de mis hombres —dijo.
Antes de que Wolfgart pudiera responder, Laredus dio media vuelta y se alejó.
—Por las pelotas de Ranald, ¿a qué ha venido eso? —preguntó Wolfgart, volviéndose hacia Pendrag.
Pendrag no respondió, y Wolfgart observó cómo Laredus se unía a un grupo de miembros de las tribus endalas que llevaban capas y estaban reunidos alrededor de su joven rey.
—No lo entiendo —dijo Wolfgart—. Pasé el invierno en Marburgo después de Astofen y luché al lado de Laredus contra los asaltantes jutones. Éramos como hermanos, ¡y así es cómo me trata! Maldita sea, ese cabrón se mostró muy amistoso la última vez que vino a Reikdorf.
—Sí —asintió Pendrag, mirando con cautela a los endalos y a su rey de rostro adusto—, pero entonces Marbad era el rey de los endalos.
—Puede ser que hayas dado en el blanco, amigo mío —coincidió Wolfgart, al que no le gustó ni pizca el modo en que el rey Aldred entrecerraba los ojos.
De entre todos los reyes, él y sus guerreros eran los únicos que se sentaban apartados de los festejos, con ojos fríos y distantes. Wolfgart se bebió la jarra que le había ofrecido al Yelmo de Cuervo y luego la arrojó al hoyo para el fuego asegurándose de que los endalos lo vieran.
—Vamos, déjalo. No vale la pena empezar una pelea esta noche —le advirtió Pendrag mientras lo agarraba del brazo.
Wolfgart asintió con la cabeza, más herido que furioso por el hecho de que Laredus lo hubiera desairado.
No tenía sentido. La hermandad entre guerreros era algo valioso, un vínculo que aquellos que no habían arriesgado la vida enfrentándose al enemigo nunca comprenderían. Romper tal vínculo era un modo seguro de enfadar a los dioses, y Wolfgart escupió en el fuego para ahuyentar la mala suerte que tal acto atraería.
Se soltó del brazo de Pendrag.
—Estoy bien —aseguró—. No voy a hacer ninguna estupidez. Si Laredus no quiere beber con nosotros, vayamos a buscar a alguien que sí quiera.
—Te ahorraré la búsqueda —dijo una voz áspera y con acento del norte detrás de ellos.
Wolfgart soltó una carcajada, olvidando su mal humor, mientras se volvía hacia el Guerrero Eterno de la roca Fauschlag.
—¡Myrsa! Por todos los dioses, hombre, me alegro mucho de verte —exclamó Wolfgart, atrapando a su amigo en un fortísimo abrazo.
Myrsa vestía su característica armadura de placas blancas y le dio una fuerte palmada a Wolfgart en la espalda que soltó un gruñido ante la fuerza del otro. Liberó a Myrsa y éste le dio un apretón de manos a Pendrag agarrándolo por el antebrazo.
—Yo también me alegro muchísimo de veros, amigos —dijo Myrsa—. ¿Os va bien?
—Bastante bien —contestó Wolfgart—. Nada que una buena batalla no curaría.
—Así es —terció Pendrag—. Reikdorf crece cada día, nuestra gente tiene suficiente comida y la región está en paz. No podemos pedir más.
—Sí, es cierto lo que decís los dos —convino Myrsa a la vez que cogía una jarra de cerveza de la bandeja de una sirvienta que pasaba.
Los tres amigos se sentaron a una mesa cercana, y Wolfgart consiguió una fuente grande de jabalí asado y verduras cocidas.
—Pendrag se está ablandando según se hace viejo —dijo Wolfgart mientras masticaba una suculenta costilla—. Se pasa todo el tiempo con Eoforth en ese almacén de libros y documentos. Ahora es un erudito, no un guerrero.
—¿De verdad, Pendrag? —preguntó Myrsa—. ¿Has colgado esa enorme hacha tuya?
—Wolfgart exagera —explicó Pendrag, sirviéndose algunos trozos de carne—. Pero, sí, he estado pasando mucho tiempo reuniendo textos instructivos y poniendo por escrito todo lo que nos enseñaron los enanos. Después de todo, ¿de qué sirve la paz si no la utilizamos para aprender cosas nuevas? ¿Cómo les transmitiremos esos conocimientos a las futuras generaciones?
—Pendrag me ha convencido, Wolfgart —dijo Myrsa—. Quizá todos deberíamos convertirnos en eruditos.
—¡Ojalá el mundo nos lo permitiera! —deseó Pendrag mientras le daba una palmada a Myrsa en el guardabrazos—. Pero basta de bromas. Has representado bien tu papel en la coronación de Sigmar.
—Sí —coincidió Wolfgart—. Cuando Ar-Ulric te hizo un corte sobre ese caldero pensé que ibas a sangrar agua helada. Casi como un verdadero rey, ¿eh?
El rostro de Myrsa se ensombreció.
—No digas eso —respondió—. No soy rey y no deseo serlo. Se me ha encomendado guiar a los guerreros de la Fauschlag, pero me veo obligado a delegar el mando cada vez más a menudo a medida que la dirección de los asuntos de Middenheim consumen todo mi tiempo. Es una pesadilla, amigos míos, una auténtica pesadilla. ¡Soy un guerrero, no un gobernante!
—¿Middenheim? ¿Así es como llaman a esa ciudad tuya en la montaña? —preguntó a Wolfgart.
Myrsa asintió con la cabeza.
—Nuestros estudiosos decidieron que ya era hora de que tuviéramos un nombre adecuado para la ciudad y escogieron el nombre del asentamiento original construido alrededor de la Llama de Ulric. Se supone que viene de una antigua palabra enana que significa «atalaya en la zona central» o algo así.
—¡Qué poético! —gruñó Wolfgart.
—Vosotros sabréis —respondió Myrsa con una sonrisa—. Después de todo, «pueblo junto al Reik» es un nombre de gran belleza lírica.
La llegada de Redwane le ahorró a Wolfgart tener que pensar en una respuesta apropiada. Al Lobo Blanco lo acompañaba una mujer escultural, con un largo vestido verde y piel pálida donde no la tenía decorada con sinuosos tatuajes de vivos colores. Era alta, de hombros anchos y llevaba el rubio cabello recogido en una larga coleta que le llegaba a la parte baja de la espalda.
La mujer le dio un golpe a Redwane en la nuca.
—¡Maedbh, luz de mi vida y reina de la alcoba! —exclamó Wolfgart.
El guerrero rodeó a su mujer con los brazos procurando evitar el vientre, que había empezado a hinchársele.
—Esposo —contestó Maedbh—, te devuelvo a este perro lujurioso antes de que algún guerrero celoso le clave un cuchillo en el corazón. Si es que tiene uno, claro.
—¿Causando problemas otra vez, Redwane? —preguntó Myrsa.
—¿Yo? No, sólo fue un pequeño malentendido —protestó el Lobo Blanco—. Christa se estaba mareando por el calor y sólo la llevaba fuera para que tomara un poco de aire fresco. ¡Yo no tengo la culpa de que Erek pensara que mis intenciones hacia su mujer no eran honorables!
—Esa vara tuya te va a meter en un auténtico lío un día —pronosticó Wolfgart, aunque admiraba el coraje del joven al insinuársele a Christa, que tenía fama de tener la lengua afilada—. Y mi esposa no estará allí para salvarte el culo cuando eso pase.
Redwane sonrió y se encogió de hombros antes de sentarse en el borde de la mesa y servirse un poco de la comida de Pendrag.
—No os preocupéis por mí —aseguró Redwane mientras le daba una palmadita al gastado mango cubierto de cuero de su martillo—. Puedo manejar cualquier problema que se presente.
—No eres tú el que nos preocupa, idiota —dijo Pendrag—, sino cualquier pobre tonto que se atreva a retarte. No quiero que mates a un hombre en un duelo de honor sólo porque te apetecía divertirte con su mujer.
Redwane asintió con la cabeza, aunque Wolfgart vio que las palabras de Pendrag no habían hecho mella en el joven y voluble guerrero.
—¡Bah!, ¿de qué sirve? —se quejó Pendrag entre dientes—. No harás caso de nada de lo que te diga. La amarga experiencia es lo único que te enseñará la lección que tanto necesitas aprender.
—Siempre dando lecciones, ¿eh, Pendrag? —comentó Wolfgart—. ¿Lo ves, Myrsa? Ye te dije que ahora era un erudito.
Myrsa asintió con la cabeza y bebió un poco más de cerveza mientras la música de gaitas que llenaba el salón se detenía y el caótico alboroto de voces se apagaba. Wolfgart miró hacia el otro extremo de la casa larga. Sigmar se había levantado de su trono y su mirada de hierro recorría a los guerreros reunidos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Redwane.
—Cuando se corona a un nuevo rey, la tradición manda que les conceda favores a aquellos que lo apoyaron —explicó Pendrag—. Supongo que será igual en la coronación de un emperador.
—¿Favores? ¿Qué clase de favores?
—Tierras, títulos… Esa clase de cosas.
—¡Bah!, así que un montón de reyes consiguen más tierras y títulos aún más elaborados —dijo Redwane.
—Algo así —coincidió Pendrag—. No te preocupes, muchacho; no es algo que le afecte a la gente como nosotros.