DIECIOCHO

DIECIOCHO

El Imperio en peligro

El ejército de Cormac Hacha Roja comenzó el ataque a Middenheim al alba del siguiente día, después de una noche de estruendosos aullidos, resonantes cuernos de guerra, piras de sacrificios y ofrendas de sangre. Sus cánticos y canciones de guerra llegaron hasta los defensores; prometían muerte y cargas guiadas por los impulsos primitivos de las tribus de norses reunidas.

Mientras que los hombres del Imperio ansiaban la paz y la calidez del hogar, los norses ansiaban la batalla y la conquista. Mientras que el progreso y el desarrollo eran los lemas del Imperio, la masacre y la sed de dominación impulsaban a las tribus del norte. Los dioses del sur velaban por su gente a cambio de adoración, pero los siniestros dioses del Caos exigían adoración y sólo les ofrecían batalla y muerte a aquellos que los veneraban.

Ocho mil guerreros del Imperio estaban preparados para defender la ciudad, aproximadamente la mitad de los que se oponían a ellos. Había algo más que sólo hombres listos para atacar: monstruos con cabeza de toro y criaturas-murciélago con alas y abominaciones contrahechas tan alejadas de toda bestia conocida que sus orígenes no se podrían descubrir nunca. Bramaban al lado de manadas de babeantes lobos de pelo negro y enormes trols que avanzaban pesadamente a través de la hueste con garrotes que eran simplemente árboles arrancados de la tierra.

Sigmar había planeado hacía mucho tiempo la defensa de Middenheim, pues sabía que la Llama de Ulric atraería a los seguidores de los Dioses Oscuros como las polillas a una lámpara. Seguramente, el grueso del enemigo se les echaría encima por el viaducto y, a pesar de los esfuerzos de los ingenieros de Middenheim, la manipostería que lo conectaba con la ciudad no se podía soltar. La destreza de sus constructores enanos era tal que no se pudo sacar ni una sola piedra. Para agravar este problema, la ciudadela y las torres diseñadas para defender la parte superior del viaducto aún no se habían completado. Los muros de la barbacana apenas eran del tamaño de un hombre alto, y las torres estaban huecas y carecían de fortificaciones. Los bloques de piedra destinados a levantar la muralla hasta una altura de quince metros se utilizaron ahora para bloquear el portalón sin terminar o se colocaron en posición para formar un escalón de combate para los hombres detrás de este.

Ahí era donde Sigmar presentaría batalla, y lo haría con un millar de guerreros provenientes de todas las tribus congregadas en Middenheim. Berserkers turingios permanecían hombro con hombro con miembros de los clanes udoses, lanceros jutones, espadachines umberógenos y las espadas de la ciudad. Aunque los Lobos Blancos luchaban en otro lugar, Redwane se había negado a apartarse del lado de Sigmar, afirmando que Alfgeir haría que le clavaran el pellejo a la pared de la casa larga si le ocurría algo al emperador.

Pendrag y Myrsa tenían a sus órdenes a mil habitantes de Middenland en el flanco septentrional de la ciudad. Su conde y el Guerrero Eterno se habían situado frente a la tierra natal de sus enemigos como exigía la tradición. Los Lobos Blancos se encontraban con el conde de Middenheim y su paladín, pues Sigmar les había encomendado que los protegieran. Aunque no les gustaba no tener la ocasión de luchar al lado de su emperador, cada guerrero había jurado cumplir ese deber ante la Llama de Ulric. Los udoses de Conn Carsten defendían los distritos orientales, mientras que los occidentales eran los dominios de Marius y los jutones.

Todo hombre y muchacho sano de la ciudad llevaba un arma, aunque a los más ancianos y a los más jóvenes se los eximió de luchar en las primeras líneas. A ellos se les encomendó la defensa de las calles y cruces que conducían al templo que se estaba construyendo en el centro de la ciudad.

Middenheim estaba abarrotada de gente procedente de los asentamientos de alrededor y refugiados que huían de la brutal invasión de los norses. Los pozos de la ciudad se cubrieron con rejillas de hierro y la comida que quedaba estaba vigilada por una guardia armada. Calculando por lo bajo, los intendentes de Pendrag estimaban que había suficiente para aguantar un mes.

Sigmar se encontraba detrás de la pared inacabada en la parte superior del viaducto y observaba cómo los norses se reunían detrás de una humeante construcción de latón y hueso. A su lado, quinientos guerreros del Imperio sostenían lanzas, arcos y espadas, listos para pelear al lado de su emperador. Detrás de él, quinientos más aguardaban a que diera la orden de avanzar.

Un rítmico estruendo resonó desde muy abajo cuando los miembros de las tribus del norte comenzaron a golpear las hachas y espadas contra los escudos mientras subían por el viaducto. Unos cánticos monótonos se repetían en contrapunto al entrechocar de hierro y los aullidos de las bestias monstruosas completaban el espantoso ruido que minaba el valor del enemigo. Era un sonido que hablaba de destrucción sin sentido, del impulso de matar y mutilar sin otra razón que el sufrimiento que causaría.

No había valor ni fe que pudiera poseer un hombre que lograra mantenerse firme ante semejante ruido, pues había sido el sonido primigenio de la destrucción de la humanidad desde los albores del mundo.

Sigmar sintió que el miedo arraigaba en los corazones de sus guerreros y se subió de un salto a la parte superior del muro, resplandeciente con la brillante armadura de su coronación. Cada chapa relucía como la plata y cada grabado maravillosamente trabajado deslumbraba y cautivaba con su gloria. Llevaba levantada la visera del magnífico yelmo y todos los que lo miraron vieron que estaba decidido a resistir ese ataque. Levantó a Ghal-maraz en gesto de desafío a los norses y su escudo de oro, un obsequio de Pendrag para reemplazar el que había sido destruido en el Paso del Fuego Negro, captó la luz del sol.

—¡Hombres del Imperio! —gritó, y su voz llegó con facilidad a toda la extensión de las defensas—. Los guerreros que tenéis ante vosotros han sido forjados en las tierras más duras del norte, pero no poseen vuestra fortaleza. Sus dioses son sangrientos avatares de batalla, pero no poseen vuestra fe. Viven para la guerra, ¡pero no poseen vuestro corazón! Puesto que sólo viven para sí, son débiles. Puesto que no valoran las vidas de sus semejantes, no poseen hermandad. ¡Mirad a vuestro alrededor! Mirad el rostro del guerrero que está a vuestro lado. Puede ser que venga de una tierra situada muy lejos de vuestro hogar, puede ser que hable una lengua diferente, pero sabed algo: es vuestro hermano. ¡Permanecerá a vuestro lado, y al igual que vosotros lucharéis y moriréis por él, él luchará y morirá por vosotros!

Sigmar se volvió hacia los norses, erguido, orgulloso y poderoso.

—¡Juntos somos fuertes! —gritó—. ¡Juntos enviaremos a esos bastardos de regreso al otro lado del mar y les haremos desear que sus madres no los hubieran parido nunca!

Pendrag levantó su pesada hacha y miró incrédulo cómo las bestias empezaban a trepar por la roca Fauschlag. Se aglomeraban a los lados mientras subían agarrándose a la imposible pared de roca vertical. Sigmar había escalado esa roca una vez y el esfuerzo casi lo había matado, pero esos monstruos ascendían sin más problemas de los que podría tener un hombre subiendo por una escalera de mano.

El cielo tenía un color ceniciento y estaba cargado de nubes, y Pendrag experimentó una mareante sensación de vértigo al mirar más allá del horizonte septentrional. Nadie sabía qué había al otro lado del paisaje bloqueado eternamente por la nieve, pero las leyendas de todas las tribus lo describían como una tierra de dioses y monstruos, donde el mismo aire llevaba la locura y el poder de la creación.

Respiró hondo mientras aferraba mejor el mango del hacha. La mano de plata le hormigueaba con el recuerdo de los dedos y la cicatriz del cuello, donde el rey guerrero muerto desde hacía mucho tiempo lo había golpeado, le picaba terriblemente. Todas sus viejas heridas estaban regresando para atormentarlo e intentó no pensar en qué clase de presagio podría ser ese.

Myrsa permanecía completamente inmóvil a su lado. Pendrag se había enfrentado a innumerables enemigos y había luchado al lado de héroes en la mayor batalla de la historia de la raza de los hombres y, sin embargo, el corazón todavía le martilleaba contra el pecho y se le secaba la boca.

Había seiscientos guerreros de Middenheim en el muro defensivo que rodeaba la ciudad, una barrera a la altura del pecho construida donde el terreno descendía hasta la pared vertical de la roca Fauschlag. Trescientos guerreros ocupaban posiciones elevadas en tejados y torres más atrás, armados con arcos de caza y hondas. Sus rostros eran adustos y estoicos, un tópico de los severos miembros de las tribus del norte. En los años que habían transcurrido desde que había llegado a Middenheim, Pendrag había conseguido ver ese estoicismo como simple sentido práctico y un reconocimiento de la inutilidad de desperdiciar emociones.

No había gloriosos gritos de guerra que enardecieran a los guerreros de Middenheim y la amarga experiencia le había enseñado a Pendrag que los discursos grandilocuentes eran inútiles con tales hombres. Lo único que les importaba era el coraje presente en el corazón de un hombre y la fuerza de su brazo. Pendrag les había demostrado su valía y, por lo tanto, permanecían a su lado para defender su ciudad. Su presencia era símbolo suficiente de que lo habían aceptado.

¿Qué más podría pedir un hombre?

El estandarte azul y blanco de la ciudad ondeaba sobre él, y Pendrag se sintió honrado de luchar a su sombra. Había combatido a las criaturas muertas del nigromante bajo el estandarte del dragón y era agradable enfrentarse a un enemigo bajo una bandera de batalla de honor, no una de muerte.

Entre los habitantes de Middenland había un centenar de Lobos Blancos, con su armadura roja y sus blancas capas de piel de lobo que los distinguían de los defensores de la ciudad. Aunque deberían haber luchado con Sigmar, Pendrag se alegraba de contar con su fuerza.

Un grupo de hombres vestidos con las túnicas de colores neutrales de los habitantes del bosque se apartaron con dificultad del mismo borde de la roca y se dirigieron hacia el muro defensivo. Treparón hacia Pendrag y muchísimas manos los ayudaron a cruzar.

—Están cerca —dijo uno de los habitantes del bosque—. A unos treinta metros aproximadamente y subiendo deprisa.

—Buen trabajo —respondió Pendrag—. Uníos a los demás arqueros.

—No os fiéis —añadió el hombre mientras se abría paso entre las apretadas filas de los defensores—. Hay bestias voladoras además de las que trepan.

Pendrag levantó la mirada de manera instintiva, pero el cielo estaba vacío salvo por las aves carroñeras que se habían congregado y daban vueltas previendo un festín de carne.

Se volvió hacia Myrsa.

—Lucha bien, Guerrero Eterno —dijo.

—Tú también, conde de Middenheim —respondió Myrsa.

Sigmar y sus guerreros rechazaron la carga de los norses tres veces antes de que la extraña construcción de latón y hueso llegara hasta ellos. Sólo hacía unas horas que había amanecido y Morr había venido a reclamar las almas de los caídos una y otra vez. Los enemigos muertos eran arrojados del viaducto y los gritos de los heridos combatían con los cánticos de batalla de los norses.

Cada carga era una frenética maraña de armas y sangre, gritos y valor, y Sigmar mataba a docenas de frenéticos campeones norses que buscaban su cabeza.

Ese último ataque prometía ser algo diferente.

—En el nombre de Ulric, ¿qué es eso? —exclamó Redwane, expresando la pregunta presente en los labios de todos.

—No lo sé —contestó Sigmar—. Pero no puede ser nada bueno.

Se trataba de un imponente altar de sangre y espadas que descollaba sobre los norses y del que tiraban dos enormes corceles con retorcidos cuernos de carnero y carbones encendidos por ojos. A las bestias, que tenían más de pesadillas hechas carne que de animales, les salía humo por la piel debido a un intenso calor y les corría sangre humeante por las ijadas. Caían cráneos de la monstruosa construcción y del altar manaban interminables chorros de sangre hirviendo que teñían las losas con silbantes arroyos rojos. Un humo negro se retorcía y flotaba desafiando al viento, y Sigmar parpadeó cuando le pareció ver calaveras gritando en sus profundidades.

Los norses se congregaron alrededor del altar, aullando un nombre que hizo que le recorrieran el cuerpo accesos de náuseas. Era un nombre de muerte, aunque Sigmar sintió que las deplorables sílabas agitaban su corazón de guerrero. Un altísimo guerrero con la armadura empapada de sangre marchaba a la cabeza, portando un estandarte negro que se agitaba con el poder de una tormenta y cuya superficie era un hervidero de encadenados relámpagos negros en forma de arco.

Con una última invocación a gritos del nombre de su dios del terror, los norses atacaron formando una enfurecida masa de guerreros tatuados. Una descarga de proyectiles de ballesta con punta de hierro, procedente de los mercenarios contratados con el oro jutón, golpeó a los norses, astillando escudos y atravesando armaduras. La primera fila cayó, sólo para ser pisoteados por los guerreros que iban detrás de ellos. Otra descarga, y luego otra dieron en el blanco, cada una cobrándose un número espantoso de vidas.

Los arqueros dispararon flechas, pero sin la fuerza de las ballestas muchas chocaron contra los gruesos escudos sin surtir efecto. Sigmar le agradeció en silencio a cualquiera de los dioses que hubiera enviado a Otwin para impedirle matar a Marius. Sin estas ballestas, los norses ya habrían penetrado sus defensas.

Entonces fue demasiado tarde para flechas y ballestas.

Los norses se lanzaron contra el muro y el derramamiento de sangre comenzó de nuevo.

Sigmar bloqueó un hachazo y estrelló su martillo en la cara de un guerrero que gritaba. El hombre cayó hacia atrás, con el cráneo hundido, pero otro trepó sobre su cuerpo y dirigió su arma contra el cuello de Sigmar. Este se apartó y golpeó al guerrero en el pecho con el escudo.

Los aullantes norses utilizaron a sus muertos para ganar altura y sus pesados cuerpos con armadura aplastaron el montón de cadáveres situado junto al muro. Sigmar se mantuvo firme ante el enemigo, asestando mortíferos golpes de Ghal-maraz, y, donde él luchaba, los norses fueron rechazados. El guerrero con el estandarte negro lo levantó en alto, y Sigmar oyó un espantoso silbido mientras el humo que salía del altar diabólico se dirigía hacia él.

Un fuerte bramido pareció surgir del altar ensangrentado y las bestias monstruosas que tiraban de él se empinaron y golpearon el aire con cascos con herraduras de hierro. Sigmar sintió el antiguo poder ligado al interior del atroz altar mientras un norse bajo y fornido, con un solo ojo y que llevaba el pelo de punta con caliza y resina, se lanzaba hacia delante.

Se volvió para enfrentarse al ataque del hombre, pero apenas había levantado el escudo cuando una parpadeante luz negra surgió del aterrador estandarte y un impacto espantoso alcanzó a Sigmar. Su escudo estalló en llamas y se convirtió en ceniza; los bordes calientes y dorados eran como pergamino en un incendio.

—¡Por los dientes de Ulric! —exclamó mientras arrojaba a un lado los restos de la embrazadura.

El miembro de la tribu norses tuerto chocó contra Sigmar y lo derribó de la muralla. Cayeron con fuerza y a Sigmar se le escapó Ghal-maraz de la mano. Estrelló su yelmo contra la cara del norse, pero el hombre parecía inmune al dolor. Intentó morder y escupir a Sigmar mientras le salían garras de hierro de las puntas de los dedos. Luego, trató de arañar a Sigmar con una ferocidad brutal.

A lo largo del muro, los norses se lanzaron contra los hombres del Imperio con furia renovada, a medida que el antiguo poder de sus dioses del norte ardía en sus venas y las llenaba de ira. Se trataba de un poder destructor que los consumiría sin importarles, pero ninguno de los norses temía tal final.

Sigmar rodó mientras sentía como la piel del hombre se tensaba y se abultaba debajo de él, como si una masa de serpientes se retorciera en su pecho. Los colmillos cada vez más largos del norse le mordieron el cuello y el gorjal de plata fue lo único que salvó a Sigmar de que le arrancaran la garganta.

Le dio un puñetazo al hombre en la cara. El hueso se rompió y los colmillos se partieron, pero la carne del hombre parecía de hierro. Se le estaba oscureciendo la piel y le brotaron dos cuernos óseos de la frente en medio de una espumosa lluvia de carne rosa. Una lanza se hundió en el costado del norse, y éste se irguió para desgarrarle el estómago al lancero. Sigmar se apartó gateando y cogió a Ghal-maraz mientras el miembro de la tribu, que ahora era más bestia que hombre, se abalanzaba de nuevo sobre él.

Aflojó la mano con la que agarraba el martillo de guerra y dejó que se deslizara hasta que lo sostuvo justo por debajo de la cabeza. Sigmar dio un paso al frente para enfrentarse al monstruo y estrelló a Ghal-maraz directamente contra la cara de su enemigo, empleando todas sus fuerzas en el golpe.

La cabeza de la criatura reventó y su cuerpo de carne gris se desplomó sobre la explanada adoquinada. El cuerpo se sacudió y se estremeció, como si el cambio que destrozaba su cuerpo aún no hubiera concluido, y nuevos cuernos, extremidades y protuberancias óseas surgieron de su carne.

Sigmar volvió a subir de un salto al improvisado escalón de combate y vio que toda la masa de norses estaba luchando como bestias; la magia oscura inundaba sus cuerpos y los deformaba hasta hacerlos parecer menos humanos. La transformación causó estragos entre los norses, y Sigmar vio un grupo de guerreros cuya piel se había vuelto escamosa y parecida a la de un reptil. A algunos les salieron cuernos como los de un enorme toro, mientras que los cuerpos de otros se retorcían en medio de abrasadoras llamas verdes. Algunos se lanzaron del viaducto con las mentes trastornadas por el espantoso poder que destellaba entre sus filas.

Redwane luchaba con un norse cuyo cuerpo se había hinchado hasta alcanzar proporciones gigantescas, con los músculos cubiertos de venas como cuerdas y cuya armadura se había roto en fragmentos. Proyectiles de ballesta acribillaron el cuerpo del gigante, pero eran poco más que una molestia para el guerrero enloquecido. Redwane contuvo a la bestia el tiempo suficiente para que los lanceros jutones hicieran retroceder a la criatura enfurecida hasta el muro, donde los espadachines umberógenos por fin lo hicieron pedazos.

En el centro de la carga norse, el horrible altar de cráneos y latón latía con una luz infame, como un abyecto faro de brujería oscura. Su espantoso poder recorría a los norses. Al lado del altar, el guerrero con la armadura ensangrentada se reía con el sonido del trueno.

Había que destruir el altar o esa batalla estaba prácticamente perdida.

Una masa de norses aullantes y enloquecidos se interponía entre el altar y él.

Sólo un grupo de guerreros tenía posibilidades de llegar hasta allí.

—¡Espadas del Rey! —gritó Sigmar mientras saltaba por encima del muro y caía en medio de los norses—. ¡Conmigo!

Las rocas estaban plagadas de bestias, y Pendrag luchó por mantenerse en pie mientras monstruos con cabezas de lobos negros y cuerpos flacos y nervudos tratababan de arañarlo y morderlo entre gruñidos. La sangre caía como lluvia de la cima de la roca Fauschlag y hacía que el suelo estuviera resbaladizo bajo los pies. Una aullante bestia con la cara parecida a la de un gato bufó y saltó hacia él, y Pendrag le enterró el hacha en el pecho. Apartó el cuerpo de la hoja de una patada mientras una flecha repiqueteaba contra su peto y levantó la mirada el tiempo suficiente para ver a una criatura alada con una cara como la de un murciélago que descendía en picado por el aire por encima de su cabeza. El cielo estaba lleno de bestias similares que les arrojaban flechas rudimentarias con puntas de pedernal afilado a los hombres de abajo. La mayoría de estos proyectiles fallaba o rebotaba en los yelmos, pero de vez en cuando un guerrero caía cuando una flecha encontraba una brecha en su armadura. Los arqueros situados en los edificios detrás de los defensores del muro intentaron derribarlos, pero las bestias se movían con rapidez y resultaba difícil alcanzarlas. Pendrag les había ordenado que ignorasen a las criaturas voladoras y reservasen sus flechas para las bestias que trepaban por la montaña.

Una flecha con asta negra llegó procedente de los arqueros que tenía detrás y alcanzó al monstruo en el pecho. La criatura chilló de dolor y se perdió de vista. Pendrag sonrió al verla morir, alegrándose de que a un arquero se le hubiera ocurrido desobedecer su orden.

Volvió a concentrarse en la batalla que lo rodeaba mientras las bestias rugían y aullaban, abriéndose paso por las laderas escarpadas hasta la muralla baja situada al borde de la ciudad. Los Lobos Blancos y los habitantes de Middenland luchaban codo con codo, peleando frenéticamente para impedir que las bestias pisaran la ciudad. Los cuerpos caían de la roca atravesados por flechas o partidos por hachas y espadas. Las criaturas peleaban con colmillos y garras, pues era prácticamente imposible trepar con un arma, y casi habían alcanzado la ciudad en cuatro ocasiones diferentes.

Myrsa mataba con una eficiencia fría, blandía su potente martillo con golpes mortíferos que arrancaban los cráneos de los hombros. Mientras que el Guerrero Eterno luchaba sin emoción, los golpes de Pendrag se asestaban con el conocimiento de todo lo que se perdería si fracasaban.

A lo largo de la circunferencia del muro, los Lobos Blancos entonaban cánticos de batalla a la vez que combatían, mientras que los hombres de Middenheim despedazaban a las bestias en medio de un adusto silencio. Esos hombres peleaban sin gritos de temor ni rabia; simplemente se ocupaban del asunto de la batalla con tanta emoción como si mataran ganado. Su enemigo atacaba sin estrategia ni inteligencia, solamente usando su odio y su hambre. El hacha de Pendrag amputaba extremidades peludas de cuerpos y partía fauces que gruñían, su brazo se movía como un pistón mecánico en uno de los fuelles a vapor del maestro Alaric.

Una bestia enorme con cabeza de toro y un collar con púas se irguió y tanto él como Myrsa saltaron a su encuentro. El Guerrero Eterno esquivó un feroz manotazo de su mano con garras y lo golpeó en el vientre. Pendrag le clavó el hacha en el costado. La hoja apenas se hundió un palmo antes de chocar con el duro hueso.

La criatura se encabritó, arrancándole el hacha de las manos a Pendrag, y dirigió sus cuernos hacia él. Pendrag saltó hacia atrás, pero no lo bastante deprisa. El borde afilado del cuerno se enganchó en la correa de cuero que le sujetaba el peto. La bestia lo levantó del suelo y lo alzó por el aire mientras la punta del cuerno se le clavaba en el costado. Los eslabones de malla se partieron y el afilado cuerno de hueso se le hundió en el cuerpo. Comenzó a manar gran cantidad de sangre de la herida mientras el cuerno atravesaba la correa de cuero de su armadura.

Pendrag se sintió caer y chocar contra el suelo con una fuerza aplastante. Rodó viendo cómo el cielo y la roca giraban encima de él mientras caía ladera abajo. Buscó un lugar al que asirse mientras resbalaba y las rocas le aporreaban las extremidades hasta hacerlo sangrar. De pronto, no hubo nada debajo de él y el mundo cayó bruscamente.

Estiró la mano de plata y el metal abrió un surco en la roca e hizo saltar chispas. El metal forjado por los enanos se agarró, y Pendrag sintió un doloroso tirón en el hombro mientras se detenía con una sacudida. Respiró a través de los dientes apretados balanceándose, sin poder hacer nada, del borde de la roca, suspendido a cientos de metros en el aire. Se le nubló la vista y se le revolvió el estómago ante la vertiginosa caída.

Allá abajo, una multitud de bestias trepaban por la roca Fauschlag y más criaturas aladas levantaron el vuelo. Esas bestias, que eran más grandes que las criaturas-murciélago con sus arcos cortos, llevaban a otros seres en sus garras, aunque estaban demasiado lejos para distinguir de qué se trataba. Escuchó sonidos de batalla y varios cuerpos pasaron a su lado, tanto de hombre como de bestia. Una criatura monstruosa, parte perro y parte oso, casi lo hace caer; no obstante, cuando comenzaba a soltarse, una mano agarró la suya y tiró de él pasándolo por encima del borde de la roca.

Pendrag acercó la otra mano y luchó por ponerse a salvo mientras se reía como un histérico por el hecho de haber sobrevivido. Levantó la mirada hacia su salvador, aferrándose a la roca, un hombre al que no reconoció, pero que llevaba una franja de tela azul y blanca alrededor del brazo.

—Os tengo, conde —dijo mientras tiraba de él hacia arriba.

—¿Y las bestias? —preguntó Pendrag, jadeando.

—Las ahuyentamos. Por ahora. Vamos, no nos quedemos aquí abajo plantados, ¿eh?

Pendrag asintió con la cabeza y subió gateando por la ladera a través de manchas pegajosas de sangre y colmillos rotos. Para cuando llegó al muro le temblaban las piernas. Se puso en pie con muchísimo cuidado, y los guerreros de Middenheim gritaron entusiasmados al verlo vivo.

Perdió de vista a su salvador cuando el hombre regresó a su puesto en las defensas. Myrsa se abrió paso a empujones entre el agolpamiento de guerreros y su rostro mostró una amplia sonrisa.

—¡Por todos los dioses, hombre! ¡Pensaba que te habíamos perdido! —exclamó el Guerrero Eterno.

Pendrag se dobló en dos, todavía impresionado tras haber visto la muerte tan de cerca. Alargó la mano plateada abollada y dijo:

—Tengo que darle las gracias por mi supervivencia a la habilidad del maestro Alaric.

Myrsa miró la maltrecha extremidad y comentó:

—En ese caso, yo también debo darle las gracias.

Pendrag cogió un hacha del suelo.

—Si sobrevivimos a esto, viajaremos a los salones del rey Kurgan juntos y se lo agradeceremos —contestó—. Pero hay más bestias de camino.

—¡Atentos! —gritó Myrsa y los guerreros que los rodeaban se prepararon al borde del muro, apuntando con lanzas y arcos hacia las laderas.

No había pánico en esos hombres, excesiva prisa ni miedo; simplemente deber y coraje. Pendrag no se había sentido nunca más orgulloso de ser su líder.

—¡Hombres de Middenheim, éste es vuestro momento! —gritó.

Apenas las palabras habían salido de su boca cuando un centenar o más de bestias con amplias alas y hombros anchos pasó volando por encima del borde de la roca. La mayoría transportaba a unos guerreros extrañamente contrahechos que se sacudían y aullaban, mientras que otras llevaban figuras con túnicas que crepitaban con luz mágica.

—¡Derribadlos! —ordenó Pendrag.

Una multitud de flechas hendió el aire hacia lo alto.

Decenas de metros más abajo, en una caverna sin luz bajo la ciudad, Wolfgart escuchaba la oscuridad. Había supuesto que habría silencio ahí abajo, pero no podría haber estado más equivocado. El metal rozaba la piedra y el eco de la caía de piedrecitas y polvo llegaba de cuevas apartadas y pasadizos lejanos.

Su respiración le sonaba increíblemente fuerte y podía sentir el corazón palpitándole dolorosa y temerosamente en el pecho. Detrás de él, la respiración pesada y las maldiciones apagadas de un centenar de hombres armados con dagas de hoja larga, picos y mazas pesadas llenaban la oscuridad iluminada con lámparas.

—¿En qué estaría pensando? —susurró mientras Sargall se agachaba en la entrada de un túnel abierto de forma irregular en la roca.

El minero se detuvo para examinar una marca de corte en la pared y escuchó por un hueco en la roca antes de soltar un gruñido y pasar a otro túnel. El hombre parecía saber adonde iba, pero cómo alguien podía recorrer ese laberinto de pasadizos excavados, cuevas altas y galerías de roca era un misterio para Wolfgart. La humedad brillaba en las paredes, reflejando la luz de las lámparas, y Wolfgart se limpió el sudor de la frente.

—¿Hace calor, o es cosa mía? —preguntó.

—Es cosa tuya —contestó Steiner, que era poco más que una silueta a su lado.

Steiner era un ingeniero de sitios, un hombre delgado y nervioso que estaba más en lo suyo con cálculos, varas de medir y esquemas de murallas de castillos que con un arma; pero lo habían obligado a ayudar a los guerreros que se habían ofrecido a luchar debajo de la ciudad. Se sentía incómodo bajo tierra al igual que Wolfgart, pero mientras que Wolfgart era un guerrero, Steiner era un erudito.

Casi quinientos guerreros habían entrado en los túneles secretos que se extendían bajo Middenheim, divididos en cinco grupos para cubrir mejor los pasadizos conocidos y vigilar por si aparecían intrusos. Las voces y gritos de los distintos grupos resonaban de un modo extraño a través de la roca, pero era imposible decir cuánta distancia los separaba.

—¿A qué profundidad crees que estamos? —preguntó Wolfgart.

Steiner se encogió de hombros.

—Puede que a medio centenar de metros.

—¿No lo sabes?

—No veo nada, y hemos subido y bajado por estas rocas más veces de las que puedo contar. ¿Cómo se supone que voy a saberlo con seguridad? —soltó Steiner.

—Callaos los dos —dijo Sargall entre dientes, apareciendo junto a ellos procedente de la oscuridad—. Escuchad.

La conversación cesó, y Wolfgart tragó con fuerza mientras trataba de no imaginar todas las cosas horribles que podría haber acechando por ahí en la oscuridad: insectos negros que se arrastraban, viscosas criaturas de la noche que odiaban la luz del sol y se daban un festín con los cuerpos en descomposición de los que se perdían en los túneles…

Apartó tales pensamientos e intentó concentrarse.

—¿Oís eso? —susurró Sargall.

—Sí —contestó Steiner, acercando la lámpara a la pared.

Wolfgart no oía nada, así que pegó la oreja a la roca. Seguía sin oír nada y abrió la boca para decirlo cuando lo oyó: un tenue tic, tic, tic. Era como el sonido de una uña larga golpeando suavemente un peto de hierro.

—¿Qué es? —inquirió.

—Parece un taladro de algún tipo —respondió Steiner—. Cerca. Paralelo a esta galería, creo.

—¿Cerca? —preguntó Sargall.

—Lo bastante cerca —asintió Steiner—. Demasiado cerca.

—Bien, ¿qué crees que es? —quiso saber Wolfgart—. ¿Invasores?

—¿Quién más sería lo bastante estúpido como para estar aquí abajo? —dijo Sargall.

El ruido se estaba volviendo más fuerte y más rápido. Wolfgart desenvainó su daga y se sacó la maza con cabeza de hierro del cinturón. Aunque lo había apenado dejar su espada arriba en la ciudad, sencillamente no era un arma práctica para el combate en túneles.

Steiner acercó la cabeza a la roca otra vez y frunció el rostro extrañado.

—No lo entiendo —dijo—. Es como un taladro, pero suena mucho más cerca ahora. Ningún taladro puede atravesar tanta roca tan deprisa. Debe ser un eco que llega de algún sitio, quizá una sala de campanas que está amplificando el sonido.

—En ese caso, debemos encontrarla —apuntó Wolfgart—, rápidamente.

Un agudo chasquido de piedra partiéndose recorrió el túnel y en las paredes resonaron gritos de miedo mientras todos se agachaban y miraban hacia el techo. Cayó polvo de roca y un crujido de piedra resquebrajándose sonó en algún lugar cercano.

—Por la vara de Ranald, ¿qué ha sido eso? —preguntó Wolfgart, oyendo lo que parecía un lejano desprendimiento de rocas.

Sonaron gritos cerca y levantó la daga al oír un chirrido metálico, como una barrena para agujerar el suelo.

—¡La pared! —gritó—. ¡Apartaos de la pared!

Pero era demasiado tarde. Una profunda grieta en la piedra rajó la pared al lado de Steiner y un estruendoso y rotatorio bastón de metal atravesó la roca. Chocó contra el ingeniero y el túnel se llenó de pronto de gritos y sangre. Un taladro giratorio le perforó la espalda y le salió por las costillas. El cuerpo del hombre sufrió convulsiones y lo roció todo de salpicaduras rojas. Cayeron rocas de la pared y una extraña luz verde llenó el túnel mientras el polvo y el humo salían flotando.

Las lámparas cayeron y se hicieron añicos. Los hombres gritaron y una chirriante masa de ratas brotó del agujero de la pared. Wolfgart no se preocupó por los bichos; fue la enorme criatura que se alzaba en la entrada de la cueva recién abierta, con el brazo acabado en una ensangrentada barrena giratoria, la que captó su atención.

Más alta que el guerrero más fuerte, se trataba de una bestia monstruosamente hinchada hecha de retazos de carne peluda e incrustaciones de metal. Aunque se mantenía erguida, no era un hombre, pues su cabeza era la de una rata gigantesca. Unas vendas mugrientas empapadas de sangre le envolvían los brazos y la cabeza, y tenía unos aros de latón con finos alambres dorados colgando de ellos cosidos al cráneo rapado.

Tenía el cuerpo cubierto de cicatrices y verdugones, y rugió con un alarido ensordecedor. Unas formas se movieron a su espalda. Una multitud de formas encorvadas con armaduras oxidadas que portaban espadas irregulares se abrieron paso empujando a la enorme bestia y entraron en el túnel.

—¡A por ellos! —gritó Wolfgart.