SIETE
SIETE
El Namathir
La roca surcó el frío aire matutino describiendo un elegante arco antes de estrellarse contra las murallas dañadas de Jutonsryk y producir un lejano estruendo de piedra al quebrarse. El sordo entrechocar de la madera y el crujido de las sogas señaló el disparo de las otras catapultas, y dos proyectiles más volaron hacia las murallas de la capital jutona.
Acompañado por una escolta de diez Lobos Blancos, Sigmar observó cómo las rocas chocaban contra las murallas e hizo un adusto gesto de satisfacción con la cabeza. El impacto provocó un cráter en la manipostería reparada, y una avalancha de piedras se desprendió del promontorio.
—Sabías lo que hacías —susurró Sigmar, refiriéndose a quienquiera que hubiera levantado esas imponentes murallas—, pero derribaré tu labor, piedra a piedra si es necesario.
Las almenas estaban empezando a desmoronarse por fin, pero a Sigmar le enfurecía haberle proporcionado a Marius tanto tiempo para preparar las defensas de su ciudad, ya que habían sido necesarios casi dos años de sitio para llevar a Jutonsryk al borde de la derrota. Haber construido murallas tan resistentes debía haberle costado muchísimo a Marius, pero era evidente que la riqueza era algo de lo que Jutonsryk disponía en abundancia.
Situada en una arenosa bahía abrigada del estuario costero del Reik, los pobladores jutones, a los que los teutógenos habían expulsado de sus tierras, habían reconocido rápidamente sus cualidades como puerto natural. Habían construido su asentamiento en un promontorio elevado y con forma de hoja conocido como el Namathir y, a lo largo de los últimos veinte años, Jutonsryk se había convertido en una próspera ciudad de mercaderes. Todos los días llegaban comerciantes a Jutonsryk; sus embarcaciones venían cargadas de tesoros exóticos procedentes de las lejanas tierras del sur y, según se rumoreaba, de los reinos míticos del otro lado de las Montañas del Fin del Mundo.
Jutonsryk dominaba la costa y era una ciudad impresionante, de imponentes murallas y torres macizas. La nieve cubría sus almenas y los matacanes incluidos en las torres estaban adornados con carámbanos de hielo que parecían colmillos de cristal. Los tejados de arcilla roja de la ciudad se apiñaban al otro lado de las murallas ininterrumpidas, y en las torres y mástiles ondeaban banderas que mostraban con orgullo la corona de cinco puntas de Manann.
El castillo de Marius estaba situado en el punto más alto del Namathir. Se trataba de una ciudadela de piedra pálida, torres esbeltas y grandes ventanas de cristal coloreado. La mayor parte de la ciudad estaba construida en la ladera occidental del promontorio y se extendía sin orden ni concierto hasta el puerto, al borde de las aguas oscuras del océano. La arquitectura de la ciudad reflejaba la cultura marítima de los jutones y muchos de sus edificios se habían levantado a partir de los cascos de embarcaciones destrozadas o estaban adornados con redes, timones y mascarones de proa de vivos colores.
Una larga muralla de piedra oscura rodeaba la ciudad y macizas torres de tambor rematadas con almenas curvas en forma de cascos de barco aparecían repartidas por toda su extensión. Una docena de naves de guerra recorría el amplio estuario bloqueando el paso río abajo hacia Marburgo o mar adentro. Durante los primeros días de sitio, las embarcaciones endalas habían intentado bloquear la ciudad, pero la flota jutona las había hundido en una horrible y desigual batalla.
Un solitario mástil que sobresalía del agua helada era lo único que quedaba de las naves endalas, y el conde Aldred había jurado vengar a las tripulaciones que se habían ahogado.
Desde entonces, el ejército de Sigmar se había estrellado dolorosamente contra las murallas de Jutonsryk, y los primeros intentos de asaltarlas les habían enseñado una valiosa lección acerca de subestimar al enemigo. Esperando que los jutones fueran débiles y cobardes, una tribu con más aptitudes para el comercio que para la lucha, los guerreros de Sigmar habían cargado contra las murallas con garfios y escaleras de mano.
Cuando los guerreros estuvieron a tiro de flecha de las murallas con almenas, una larga hilera de guerreros de tez morena había aparecido en las aspilleras portando unas armas extrañas al hombro. Las armas, que se parecían a un arco grueso situado de costado y montado sobre un trozo de madera, dispararon y cientos de hombres murieron. Descarga tras descarga, unas flechas cortas y con punta de hierro perforaban escudos y cotas de mallas.
El ataque flaqueó, pero siguió adelante bajo una continua lluvia de flechas. Para cuando se colocaron las escaleras contra las murallas, no quedaban suficientes guerreros como para representar una amenaza seria para los defensores. Las almas resistentes que sobrevivieron para alcanzar la cima del muro murieron sin que ni un solo guerrero pisara las murallas, y los supervivientes retrocedieron de manera desordenada. Los hacheros jutones habían salido entonces y habían capturado las escaleras, y la humillación de la derrota había herido el orgullo de todos los hombres del ejército de Sigmar.
Desde entonces, el ataque contra Jutonsryk había avanzado a un ritmo más metódico, con la construcción de atrincheramientos en el terreno que daba a la puerta principal, cortando así los accesos a la ciudad desde el norte. Las salidas de destacamentos jutones dificultaban el trabajo a cada paso y transcurrieron dos meses enteros antes de que se completaran las trincheras y las empalizadas.
Cuando las catapultas de Sigmar se montaron al alcance de las murallas, comenzó el bombardeo. Las murallas de Jutonsryk se habían construido contra la ladera del promontorio y eran sólidas como la roca sobre la que se alzaban. Se habían arrojado cientos de piedras contra las murallas a lo largo de los siete meses siguientes, pero no se había abierto ninguna brecha practicable. Se lanzó una serie de nuevos asaltos, los guerreros avanzaron al amparo de mantos mojados y de la oscuridad, pero pacas de paja ardiendo transformaron la noche en día y las cortantes armas de los luchadores jutones mantuvieron las almenas libres de atacantes.
La campaña, que había empezado con tanto optimismo, llegó a un punto muerto, y los guerreros —fríos, hambrientos y apiñados alrededor de las fogatas— empezaron a perder la esperanza de que la ciudad llegara a caer. Los días se volvieron más cortos y la temperatura descendió, pero Sigmar se negó a hablar de levantar el sitio y replegarse durante el invierno. Retirarse sólo les brindaría a los defensores ánimos y más oportunidades para fortificar su ciudad. Jutonsryk caería, y caería a manos de ese ejército.
El invierno se aproximó y del mar llegaron gélidas tormentas que azotaron el Namathir y cruzaron las llanuras que rodeaban Jutonsryk como cuchillos. La comida comenzó a escasear y las caravanas de carros que llegaban de Marburgo y Reikdorf eran lo único que evitaba que el ejército muriera de hambre.
La moral subió con la llegada de la primavera, pero cualquier optimismo de que la batalla pudiera terminar pronto se hizo añicos cuando flotas de extrañas embarcaciones que portaban las banderas de reyes desconocidos llegaron desde el sur; sus cascos crujían llenos de provisiones y guerreros mercenarios de piel oscura y túnicas de vivos colores.
La primavera se convirtió en verano, y el ejército de Sigmar se fue sintiendo cada vez más frustrado a medida que el sitio se alargaba y todos los ataques eran rechazados. Una sección de la muralla oriental se desplomó a mediados de verano, y los turingios cargaron de inmediato hacia la brecha lanzando gritos de guerra bestiales y blandiendo sus hachas y espadas como locos. Una firme hilera de mercenarios del sur defendió la brecha con largas picas, y los guerreros del conde Otwin fueron rechazados sin alcanzar nunca la cima.
Para cuando amaneció, habían llenado de escombros y vuelto a fortificar la brecha, pero las catapultas de Sigmar habían concentrado sus esfuerzos en esa parte debilitada de la muralla. Al principio, había dado la impresión de que ése era el cambio de suerte que los atacantes habían estado esperando, pero esa noche unos asaltantes jutones habían logrado atravesar las trincheras y les prendieron fuego a tres de las poderosas máquinas de guerra antes de que los atraparan y mataran.
Sigmar mandó ejecutar a los centinelas nocturnos y apostó una guardia permanente de cincuenta hombres procedentes de cada tribu para que protegieran las catapultas restantes, ya que no podía permitirse perder ninguna más de sus valiosas máquinas de guerra.
Transcurrieron los meses y las murallas de Jutonsryk seguían en pie, desafiando a Sigmar mientras su ejército se enfrentaba a su segundo invierno en la costa occidental. Su ira hacia Marius creció al pensar que tendría que pasar las gélidas noches acurrucado junto a un brasero, envuelto en una capa de piel de lobo y subsistiendo a base de raciones escasas, en tanto Marius comía en abundancia en su gran salón delante de un rugiente fuego.
Sigmar libró su mente de tales pensamientos, pues sabía que sólo lo ofuscarían, y observó cómo unos sudorosos guerreros umberógenos transportaban más carros de rocas desde la costa situada allá abajo. Los arrieros azotaron a los famélicos bueyes que tiraban del mecanismo del cabrestante de las catapultas, y el proceso comenzó de nuevo. Se dijo a sí mismo que la sección dañada de la muralla estaba a punto de derrumbarse. En cuanto cayera, sus guerreros irrumpirían en la brecha y no pararían de luchar hasta que Jutonsryk cayera.
Unos pasos en el suelo mojado hicieron que Sigmar se volviera y vio al conde Otwin subiendo por la colina hacia él. El rey berserker —pues nunca se había despojado de ese nombre, a pesar de su nuevo título— llevaba poco para protegerse del tiempo, salvo un taparrabos cubierto de piel y una gastada capa de piel de zorro, aunque no parecía sentir el frío.
—Manejar esas máquinas no es tarea para un guerrero —comentó Otwin, observando con desagrado la agotadora labor que requerían las catapultas—. Espada contra espada, ésa es la forma de matar a un hombre.
—Quizá no haya gloria en emplear estas armas —dijo Sigmar—, pero si queremos derribar las murallas de Jutonsryk, entonces es necesario emplear las catapultas día y noche.
—Pero ¿dónde está el honor en tal arma? —insistió Otwin—. Matar a un hombre sin clavarle tu hacha en el cuerpo o sentir la sensación de su espada cortándote la carne es renunciar al júbilo de la batalla y a la dulzura de la vida cuando pende de un hilo.
—Habrá muchas oportunidades de arriesgar la vida muy pronto —dijo Sigmar—. Casi hemos abierto una brecha en la muralla y estaremos cenando en el gran salón de Jutonsryk antes de que caigan las primeras nieves.
—¡Maldita sea!, espero que tengáis razón —contestó Otwin mientras apretaba y aflojaba los puños repetidas veces—. He perdido un centenar de guerreros por culpa de esos demonios con picas y sus muertes deben ser vengadas.
Sigmar se abstuvo de señalar que esos guerreros habían muerto cuando el rey turingio había conducido una temeraria carga contra la brecha sin apoyo. Incluso aunque admirase el coraje del otro hombre, desaprobaba tal imprudente indiferencia hacia el orden de batalla. El valor puro tenía su lugar en el campo, pero las guerras se ganaban combinando disciplina y coraje en un equilibrio perfecto.
En su lugar, Sigmar señaló hacia la flota de embarcaciones mercenarias varadas en la bahía arenosa que quedaba debajo de ellos.
—Puede ser que no tengáis la oportunidad, amigo mío —dijo—. Si esa brecha se abre tanto como espero, entonces es probable que esos guerreros zarpen hacia el sur. A esos hombres les pagan por luchar, pero no morirán por Marius.
—Sólo un bellaco lucharía por dinero —gruñó Otwin, al que le chorreaba sangre por la barbilla mientras se mordía el interior de la boca—. Y sólo un cobarde les pagaría a otros para que librasen sus batallas.
—Marius no es un cobarde, Otwin. Es un guerrero astuto que nos ha mantenido a raya durante casi dos años. Tenemos que aprovechar eso y volverlo a nuestro favor: pensar cuánto prosperará el Imperio si Jutonsryk se une a nosotros.
—Esperáis demasiado, Sigmar —masculló Otwin—. Marius nunca se someterá a vos. Incluso si me equivoco y os entrega su Juramento de Espada, el linaje de Marius siempre tendrá una veta conflictiva de independencia.
—Tal vez —admitió Sigmar—, pero ése es un problema para otro momento.
Una semana después, la muralla todavía resistía, aunque los ingenieros de Sigmar le aseguraban que sólo era cuestión de días antes de que formaran una brecha practicable. Las primeras nieves aún no habían caído, pero los vientos del norte anunciaban su llegada.
El campamento de Sigmar estaba envuelto en oscuridad, con sólo unas cuantas hogueras repartidas por la llanura para mantener a los miles de guerreros calientes durante la noche. Como se había convertido en costumbre cada jornada, los líderes del ejército se reunieron en la tienda de Sigmar con odres de vino para contar historias de sus patrias y hacer planes para el día siguiente.
Se llenaron las copas, pero la charla transcurrió en voz baja, ya que los jutones habían rechazado otra escalada más de las murallas. Habían perdido seis arietes, tres torres de asedio habían sido derribadas y otras cuatro habían quedado reducidas a cenizas. Las bajas habían sido numerosas, y los gritos de los heridos llegaban desde el campamento protegido del cirujano.
Sigmar estudió los rostros que rodeaban el fuego; cada uno le resultaba tan familiar como el suyo propio, ya que habían pasado casi dos años en campaña juntos. Otwin seguía siendo enorme y amenazador, pero los años de combate lo habían hecho adelgazar bastante y las costillas se le veían con claridad en el pecho. Aldred también estaba delgado y sus facciones aparecían transidas de dolor. Los endalos habían conducido el ataque de ese día y la mayor parte de los muertos eran guerreros suyos.
Wolfgart y Redwane habían envejecido visiblemente desde su partida de Reikdorf. El joven Lobo Blanco había madurado y, aunque su espíritu temerario aún ardía con fuerza, había visto demasiada muerte en esa campaña como para nunca más olvidarlo. Sigmar sabía que Wolfgart ansiaba regresar a Reikdorf, pues su hija ya tendría casi dos años y no la había visto en todo ese tiempo. El emperador le había dado permiso a Wolfgart para regresar a Reikdorf, pero su hermano de armas no había aceptado, afirmando que no permitiría que lo avergonzaran por abandonar un combate antes de que hubiera terminado.
Se sirvió más vino, y mientras Sigmar esbozaba sus planes para el ataque contra el promontorio del Namathir, Wolfgart comentó que era un nombre muy extraño y se preguntó en voz alta qué tribu lo habría escogido.
—Mi padre creía que era una palabra en la lengua de los elfos —contestó Aldred sin levantar la mirada del fuego que ardía en el brasero.
—¿Una palabra elfa? —preguntó Wolfgart—. ¿Cómo conocía Marbad su lengua? Murieron hace mucho tiempo, ¿no?
—Oí que cruzaron el océano hacia el paraíso —dijo Redwane.
—No, eso no es correcto. Yo oí que traicionaron sus juramentos de hermandad con los enanos y fueron expulsados al otro lado del océano como castigo —terció Otwin mientras hacía el símbolo de los cuernos por encima de la cabeza—. Nuestros sabios dicen que codician esta tierra y que cambian a los niños en las cunas de las madres incautas.
—¿Por qué hacen eso? —inquirió Wolfgart.
Otwin se encogió de hombros y una fina línea de sangre le goteó de las marcas que rodeaban las púas que se había clavado en los músculos del pecho esa mañana.
—Por resentimiento, supongo. Esta es una tierra de hombres y nos odian por ello. ¿Por qué si no tenemos tantos amuletos para los recién nacidos? Tú deberías saber eso, Wolfgart.
Wolfgart asintió con la cabeza y respondió:
—La sacerdotisa de Shallya se aseguró de que Ulrike estuviera bien protegida.
Sigmar vio la tristeza en el rostro de Wolfgart mientras hablaba.
—Volverás a ver a Maedbh y a Ulrike muy pronto, amigo —le aseguró.
—Echo de menos su calidez —dijo Wolfgart—. Es como si me faltara una parte de mí.
Nada de lo que Sigmar pudiera decir consolaría a su amigo, así que simplemente hizo un gesto con la cabeza hacia Aldred.
—Estabais hablando de cómo recibió su nombre el promontorio —dijo.
—Sí, fue cuando mi padre descubrió, a Ulfihard en las profundidades de la roca negra. Le encantaba excavar en lugares oscuros en busca del pasado y fue durante una de sus numerosas expediciones al interior de la roca situada debajo del Salón del Cuervo cuando encontró una cámara secreta. Estaba bien escondida, pero los encantamientos que la ocultaban debían haberse debilitado a lo largo de los siglos, y mi padre logró entrar. Encontró a Ulfihard desenvainada y clavada en el suelo de roca, rodeada por unos huesos antiguos de lo que en su día debía haber sido un enano.
—¿Lo veis? —dijo Otwin—. Os dije que traicionaron sus juramentos.
—Bueno, desde luego parecía que quienquiera que hubiera empuñado por última vez a Ulfihard había matado al enano —continuó Aldred—. Aunque vestía una extraña armadura que se convirtió en polvo en cuanto mi padre sacó la espada del suelo.
—¿Qué más encontró? —quiso saber Sigmar.
—Algunas monedas de oro, algo de ropa y unos cuantos libros. No pudo leerlos, pero pasó todo su tiempo libre intentando traducirlos. No llegó muy lejos, ya que la lengua era muy complicada y parecía tener muchas diferencias sutiles de significado que dependían de la pronunciación para aclararlas, pero logró entender unas cuantas palabras. Dedujo que Namathir era parte de un nombre más largo que no había sobrevivido al paso de los años.
—Bueno, ¿y qué significa? —preguntó Wolfgart cuando Aldred no continuó.
—Mi padre no podía decirlo a ciencia cierta, pero pensaba que Namathir significaba «gema de estrellas».
—Entonces, tal vez haya gemas ocultas debajo de Jutonsryk, ¿no? —sugirió Wolfgart, esperanzado.
—Es posible —admitió Aldred—. Aunque seguramente los elfos se habrían llevado esos tesoros al otro lado del océano con ellos.
—Dejaron a Ulfihard detrás, ¿no?
—Quizá sea buena idea hacer circular eso entre los hombres —propuso Otwin—. Podrían tener un incentivo adicional para cruzar las murallas si piensan que hay un tesoro enterrado debajo de la ciudad.
—No —repuso Sigmar rotundamente—. Cuando tomemos Jutonsryk no habrá saqueos ni muertes innecesarias. ¿Lo entendéis todos?
Las palabras de Sigmar fueron recibidas en silencio, mientras cada uno de los presentes consideraba la mejor forma de responderle.
—Eso se dice pronto, pero podría no ser tan fácil —comentó Wolfgart al final, mirando de reojo a Otwin y Aldred—. Ya sabes cómo son las cosas en plena batalla, sobre todo en un sitio. Cuando has luchado tanto tiempo y tan duro, y has sufrido tantas pérdidas como nosotros, es fácil perder el control una vez que has conseguido cruzar una muralla. Los guerreros que han visto cómo matan a sus hermanos de armas no se andan con miramientos con quien se interpone en su camino cuando buscan venganza.
—Lo que Wolfgart dice es cierto —añadió Otwin—. Cuando la niebla roja se apodera de un turingio, no hay hombre que pueda detenerlo hasta que la furia asesina se ha consumido. Bueno, aparte de vos, Sigmar. Me despertasteis estrangulándome en el campo de batalla, pero no creo que haya muchos hombres como vos al otro lado de las murallas de Jutonsryk.
Sigmar se puso en pie, levantó a Ghal-maraz y lo sostuvo hacia delante.
—Decidles a vuestros guerreros que cualquiera que me desobedezca en esto lo pagará con su vida.
—Debéis permitirles a los hombres algún tipo de recompensa por tomar la ciudad —dijo Aldred—. Han estado aquí acampados durante casi dos años y necesitarán algo que llevarse a casa, o se mostrarán reacios a marchar de nuevo a la guerra.
Sigmar consideró las palabras de Aldred y asintió con la cabeza.
—Tenéis razón —concedió—. Decidles a los hombres que cuando Jutonsryk sea nuestra, enviaré una parte de sus riquezas a cada uno de los condes para que las distribuyan entre los guerreros que lucharon para capturarla mientras vivan. ¿Eso bastará?
—Creo que sí —contestó Aldred—. Podemos calcular esa porción más tarde, pero si nuestros guerreros saben que van a recibir cierta recompensa en el caso de que la ciudad se mantenga a salvo, entonces eso debería ayudarles a contenerse.
—Más les vale —les advirtió Sigmar—. Quiero sumar a los jutones al Imperio, pero eso no ocurrirá si reducimos su ciudad a cenizas y asesinamos a sus habitantes.
Las llamas que surgían de una torre de asedio ardiendo parpadeaban y danzaban en las paredes de manera que rodeaban a Sigmar, y el olor a humo mezclándose con el de la carne quemada le puso los nervios de punta. Levantó la mano para limpiarse el sudor de la frente y sintió la tensión que reinaba en el interior del compartimento superior de la torre de asedio en la que viajaba. Sigmar llevaba su armadura plateada y un yelmo dorado, además de un escudo con armazón de hierro y un tachón con púas, en una mano, y a Ghal-maraz, en la otra.
Wolfgart estaba a su lado, sosteniendo su enorme espada en un costado. Llevaba la hoja bien guardada en la vaina, ya que los guerreros umberógenos estaban demasiado apretados en el interior de la torre de asedio para arriesgarse a desenvainarla hasta que la rampa de madera cayera sobre el parapeto.
—Que Ulric me ampare, pero no me gusta esto —se quejó Wolfgart—. Podríamos morir sin llegar a acercarnos siquiera a los jutones.
—No me lo recuerdes —dijo Sigmar mientras miraba a través de un hueco en los maderos.
Bueyes enyuntados, cubiertos con escudos y petos, tiraban de gruesas cuerdas atadas a un mecanismo de cabrestante situado detrás de una posición cubierta construida en un trozo de terreno estéril al pie de las murallas durante la noche. Cada tirón de las cuerdas acercaba más la torre a Jutonsryk y al final del sitio. Allí arriba, la torre se mecía y se balanceaba mientras atravesaba el terreno irregular, y Sigmar intentó no pensar en lo que ocurriría si volcaba antes de llegar a las murallas.
Había un centenar de guerreros apretujados dentro de la torre de asedio repartidos por los cuatro niveles y una docena de arqueros agachados detrás de pantallas móviles en el techo. Sigmar se había situado en el nivel más alto de la máquina que se dirigía hacia las murallas, la más cercana a las torres que protegían las puertas de la ciudad. El combate sería más intenso allí sin ninguna duda, y ahí era donde necesitaba estar.
Las catapultas habían tardado otros tres días en derribar por fin la sección dañada de las murallas de la ciudad, de modo que un guerrero con armadura podría trepar por la ladera de escombros y aun así luchar. Un renovado entusiasmo impulsó al ejército de Sigmar cuando la noticia de la brecha se extendió. Se afilaron las espadas y se pulieron las armaduras, hasta que brillaron como nuevas. Esa iba a ser la batalla final y los dioses estarían observando, así que todos los guerreros deseaban tener el aspecto más heroico posible.
Como Sigmar había pronosticado, los guerreros mercenarios que habían llegado a Jutonsryk al principio de la campaña huyeron en sus naves poco después de que la muralla se derrumbase. Aunque entendía por qué se iban, Sigmar no sintió nada salvo desprecio hacia aquellos hombres.
Luchar por la libertad, por la supervivencia, por un noble ideal o por proteger a los débiles eran razones justas para ir a la guerra; pero aquellos que luchaban por dinero mancillaban los ideales del guerrero sobre los que Sigmar había fundado el Imperio.
Había ordenado luchar a todos los guerreros de su ejército, jugándoselo todo en ese asalto, pues no habría una segunda oportunidad si fracasaba. El campamento que había alojado al ejército de Sigmar durante los últimos dos años fue desmontado, para enviarles un claro mensaje a los jutones de que la batalla iba a terminar de un modo u otro.
Habían construido seis torres de asedio más y las habían protegido con pieles de animales empapadas, lo que hacía que el número total de torres ascendiera a veinticinco. Los arqueros taleutenos fabricaron cientos de manteletes detrás de los que protegerse mientras lanzaban flechas contra las fortificaciones, y cada grupo de espadas elaboró docenas de escaleras a partir de los desechos del campamento.
Los Guadañas Rojas, los Yelmos de Cuervo y los Lobos Blancos montaban en sus caballos, listos para repeler cualquier salida que atravesara las puertas de la ciudad, y los salvajes querusenos aullaban y gritaban junto al conde Otwin y sus berserkers turingios mientras sucumbían al frenesí de la batalla. Otwin había solicitado la tarea de asaltar la brecha, y Sigmar había aceptado, pues sabía que no había mejores tropas de asalto en el ejército. Los turingios ya habían fracasado una vez a la hora de hacerse con la brecha, y el honor exigía que no fallaran de nuevo.
Una serie de fuertes golpes secos en la parte delantera blindada de la torre de asedio le indicó a Sigmar que se encontraban a tiro de ballesta de las murallas. Quizá los mercenarios que habían llegado a Jutonsryk se hubieran marchado, pero sus nuevas armas se habían quedado atrás. En cuanto ese sitio acabara, Sigmar decidió que repartiría ese tipo de armas por todo el Imperio.
—¿Cuánto crees que queda? —preguntó Wolfgart, y a Sigmar le sorprendió el miedo que oyó en la voz de su hermano de armas.
—No mucho —contestó Sigmar a la vez que escuchaba un rugido salvaje mientras los querusenos y los turingios cargaban contra la brecha.
La intensidad de los impactos de ballesta contra la parte delantera de la torre de asedio aumentó de volumen, y con cada tirón de los bueyes, Sigmar vio como las puntas con lengüeta de las flechas iban perforando cada vez más la cubierta de piel y madera que envolvía la torre. Algo brillante se estrelló contra la torre, y Sigmar olió humo mientras chocaban flechas ardiendo contra la madera.
—¡Que Ulric nos salve, estamos ardiendo! —gritó Wolfgart.
—No estamos ardiendo —soltó Sigmar—. Los jutones están disparando flechas encendidas, pero estamos a salvo. Empapamos la torre antes de salir.
Sus palabras calmaron a los guerreros que lo rodeaban, pero la simple cantidad de disparos que estaba atrayendo la torre pronto haría que los maderos prendieran, por mucha agua que les hubieran echado.
Se oyeron gritos por encima de ellos y un cuerpo cayó de la parte superior de la torre. Sigmar podía oír las maldiciones a viva voz de los jutones y el ruido sordo de los cascos sobre el suelo frío. El entrechocar de hierro contra armadura y los gritos de los moribundos recorrían el campo de batalla.
—¡Preparaos! —exclamó Sigmar, aferrando el mango de Ghal-maraz el corazón se le aceleró y se le secó la boca mientras levantaba el escudo—. Todos de rodillas y tened los escudos preparados. ¡Cuando la rampa baje, llegad a las murallas lo más rápidamente que podáis!
Los guerreros que lo rodeaban levantaron los escudos y se agacharon sobre el suelo de madera de la torre, una hazaña que sólo se logró con cierta dificultad, dados todos los guerreros que se apretujaban dentro.
Sigmar sintió que la vara de medir situada en la parte delantera de la torre chocaba contra la muralla y gritó:
—¡Que Ulric os dé fuerzas!
Soltó el gancho de cierre que aseguraba el puente de la torre con un golpe de Ghal-maraz y la luz del día inundó la torre, mientras el torno giraba y el puente bajaba. Chocó contra las murallas y un aluvión de flechas con astas negras entró en la torre. Muchas pasaron por encima, pero muchas más se clavaron en carne umberógena a pesar de los escudos y las armaduras. Media decena de flechas chocaron contra el escudo de Sigmar, pero era de origen enano y a prueba de tales molestias.
Sigmar soltó un aterrador grito de guerra y se puso en pie, sosteniendo el escudo delante de él. Dos flechas rebotaron en el arma defensiva y gruñó de dolor cuando otra le rozó el bíceps. Cruzó la rampa corriendo y saltó hacia las murallas, balanceando su martillo de guerra, que trazaba un mortífero arco. Un miembro de las tribus jutonas con un peto de bronce y armado con una espada corta corrió hacia él, pero Sigmar lo derribó antes de que pudiera echar el brazo hacia atrás para golpear.
Una avalancha de guerreros salió de la torre de asalto, pero los jutones no iban a renunciar a esa sección de la muralla sin luchar. Los umberógenos que cayeron tenían flechas sobresaliéndoles del pecho y los jutones los empujaron fuera de las murallas con picas en forma de gancho. La marea de cuerpos que salía de la torre estaba obligando a retroceder a los jutones y cada vez llegaban más umberógenos a las murallas.
Sigmar presionó hacia la torre achaparrada situada en la puerta, arrojó a un guerrero enemigo de las murallas de una patada e hizo caer a otro de rodillas con el borde del escudo. Su martillo golpeaba a derecha e izquierda, matando con cada golpe, y él se adentraba cada vez más en la masa de guerreros jutones.
Wolfgart peleaba con mortíferos movimientos de su enorme espada, y con cada golpe mataba varios hombres. El tamaño de su arma garantizaba que luchara solo, pero estaba despejando el camino para que más guerreros salieran de la torre.
Ascendían nubes de humo de algún lugar cercano, pero Sigmar no podía dedicar un momento a averiguar de dónde. Las cargas desenfrenadas tanto suyas como de Wolfgart habían hecho retroceder a los jutones a lo largo de las murallas, pero éstos se estaban congregando para un contraataque.
—¡A mí! —gritó—. ¡Formación de cuña!
Sigmar corrió hacia los jutones, atravesó un cráneo enemigo con Ghal-maraz y levantó su escudo para atrapar dos flechas que le dispararon desde la torre. Los jutones lo rodeaban y una lanza se le clavó en el costado. La hoja se partió contra la armadura forjada por los enanos de Sigmar, que estrelló su martillo de guerra con un golpe de revés contra el rostro del lancero. Lo presionaron más guerreros enemigos, pero los hizo retroceder con un amplio movimiento de su martillo que destrozó armaduras, aplastó costillas y astilló extremidades.
Los jutones escaparon de su cólera saltando hacia el patio situado abajo o huyendo hacia la gran torre que protegía la puerta principal de Jutonsryk. Más flechas descendieron hacia Sigmar, pero pasaron velozmente a su lado y repiquetearon en las almenas sin causar daños. Se oyó un entrechocar de hierro, y el grito de los caballos procedentes del otro lado de las murallas; Sigmar bajó la mirada y vio a su caballería luchando a la sombra de una torre de asedio en llamas. Los bueyes que la habían acercado a las murallas estaban muertos, atravesados por gruesas lanzas.
Sigmar comprendió lo que había ocurrido en un instante.
Unos lanceros jutones habían salido de una poterna oculta en la base de la torre para matar a los bueyes que tiraban de dos de las torres de asedio. Lo habían conseguido, lo que había dejado a los guerreros del interior de las torres atrapados y quemándose mientras los arqueros lanzaban descargas de flechas ardiendo contra los maderos. Antes de que los asaltantes jutones pudieran escapar, los Yelmos de Cuervo los habían atrapado y los estaban haciendo pedazos.
El conde Aldred, resplandeciente sobre un castrado negro, hundió la hoja de Ulfihard en el pecho de un capitán jutón armado con un hacha enorme, mientras Laredus conducía a los Yelmos de Cuervo restantes hacia la poterna.
—¡Umberógenos! —gritó Sigmar—. ¡La torre! ¡Necesitamos llegar al suelo!
Sigmar corrió hacia la torre mientras el último jutón cerraba la puerta. Se trataba de una gruesa tabla de pesado roble ribeteada de hierro negro, prácticamente impenetrable y a prueba de cualquier tipo de ariete.
Sigmar estrelló a Ghal-maraz contra el centro de la puerta y la hizo añicos de un solo golpe. La puerta salió volando del marco, y Sigmar entró de un salto en la torre, pasando por encima de los restos destrozados. La sala estaba llena de jutones horrorizados a los que Sigmar no les dio ninguna oportunidad de recuperarse de la impresión. Blandió el martillo y dos jutones murieron con sendos golpes. Los guerreros umberógenos siguieron a Sigmar y mataron a sus enemigos con espadas y hachas.
Sigmar encabezó el descenso por la curva escalera de la torre. Las flechas volaban hacia arriba y rebotaban en las paredes y en su escudo. El nivel situado debajo de las murallas también estaba lleno de guerreros jutones y de pronto surgió una descarga de saetas con plumas de gaviota y proyectiles de ballesta de hierro. El escudo de Sigmar se rompió por fin, y éste lo arrojó a un lado mientras las flechas de ballesta se clavaban en los guerreros situados a su lado.
Sigmar cargó contra los jutones con un aterrador grito de guerra.
Entonces, estuvo entre ellos y Ghal-maraz entonó su canto. La furia de la batalla se adueñó de Sigmar y su mundo se redujo al espacio que lo rodeaba y al movimiento de las armas y las extremidades. Luchó con el martillo, los codos y los pies, haciendo uso de todas las armas de las que disponía para hacer retroceder a los jutones. Sigmar cogió una espada corta del suelo y le cortó el ligamento de la corva a un arquero jutón antes de dirigirse a la escalera que conducía al suelo.
Una flecha pasó volando junto a su cabeza, y Sigmar se apretó contra la pared mientras otro arquero disparaba en la escalera de caracol. La flecha repiqueteó contra las paredes y le golpeó el peto, pero se había quedado sin fuerzas y cayó al suelo. Las escaleras en espiral eran curvas para impedir que un atacante diestro pudiera blandir su arma. Estaban diseñadas para que las defendieran espadachines, no arqueros. Sigmar bajó corriendo por la escalera, manteniéndose lo más cerca posible del centro para que las flechas pasaran a su alrededor.
Pudo escuchar voces pidiendo a gritos más arqueros y el entrechocar de espadas y escudos. Sigmar echó un vistazo por encima del hombro y vio un grupo de guerreros umberógenos de rostro adusto detrás de él, con las espadas y los rostros manchados de rojo por la sangre.
—Acabemos con ellos —dijo, y recorrió los últimos peldaños de la escalera.
Había una hilera de arqueros arrodillados junto a la pared del otro extremo de la cámara inferior de la torre, y en cuanto Sigmar apareció, dispararon. Sigmar se tiró al suelo, rodando bajo la hiriente descarga de flechas. Oyó gritos detrás de él y una segunda descarga voló sobre su cabeza.
Una flecha chocó con un ruido sordo contra el peto de Sigmar y otra le rebotó en el yelmo. El salto lo había acercado a los arqueros, así que rodó hasta ponerse de rodillas, blandiendo su martillo en un arco amplio, como si fuera un látigo; de ese modo, destrozó muslos, aplastó rótulas y dispersó a sus enemigos como si se tratara de espantapájaros. Otra saeta le rebotó contra el guardabrazos y le rozó el cuello, lo que le hizo sangrar, pero la herida no era profunda.
Una avalancha de guerreros umberógenos salió de la escalera, siguiendo a Sigmar hacia los jutones. Los hombres de la torre estaban condenados, aunque continuaron luchando, y a Sigmar no le quedó más remedio que admirar su coraje incluso mientras los mataba. Un lancero jutón intentó ensartarlo entre gritos, pero Sigmar apartó la punta con lengüeta del arma empleando el antebrazo antes de hacer descender su martillo contra el cráneo del otro hombre.
Hubo terminado en cuestión de segundos, y el interior de la torre quedó convertido en un osario para los muertos.
Sigmar se tomó un momento para recobrar el aliento y dejar que el placer visceral del combate desapareciera de su cuerpo lo suficiente como para poder pensar. Los rugidos de triunfo de los guerreros umberógenos lo rodearon, y Sigmar vio una masacre potencial en cada sonrisa desdentada y ensangrentada. Peor aún, vio su propia sed de violencia reflejada en los ojos de sus guerreros.
Sigmar sentía un júbilo salvaje cuando se enfrentaba a sus enemigos, pero eso era diferente; ésa era una guerra que se podría haber evitado.
Observó los cadáveres de los jutones y supo que, de no haber sido por la ambición de un hombre, esas personas seguirían vivas. Se arrodilló junto al último guerrero jutón al que había matado, un hombre que sin duda tendría una familia y sueños, y se preguntó quién sería más ambicioso: él o Marius.
La luz del día y el clamor de la batalla llegaron desde el otro lado de la entrada, y Sigmar respiró hondo. Esa batalla aún no se había ganado y habría más muertos antes de concluir la sangrienta labor de aquel día.