TRECE

TRECE

Una advertencia desoída

La oscuridad se tragó a Sigmar mientras conducía a sus guerreros al interior de la torre. Los gélidos vientos se arremolinaron a su alrededor como si hubiera entrado en una cueva de hielo muy por debajo de la superficie de la tierra. La torre estaba hueca; era un cilindro altísimo que se alzaba de una manera que resultaba mareante hacia una luz pálida y sepulcral. Un silencio antinatural y resonante llenaba la torre; el ruido de la feroz batalla que se desarrollaba fuera de sus paredes se apagó en cuanto atravesó el umbral.

Lápidas caídas y tumbas semiderruidas llenaban el interior de la torre, una extensa necrópolis abarrotada de miles de tumbas. La tierra de todas ellas estaba recién removida, como si hubieran enterrado a los muertos hacía poco, aunque algún instinto desconocido le dijo a Sigmar que quienquiera que estuviera enterrado allí llevaba muerto varios siglos o más.

—No me gusta esto —dijo Redwane, señalando con la cabeza hacia el grupo de tumbas.

—Hay miles —añadió Pendrag.

Sigmar no respondió. Se quedó observando una serie de peldaños desgastados y cubiertos de musgo tallados en la circunferencia interna de la torre. El viento frío que lo había conducido a ese valle oculto soplaba desde arriba. Parecía llamarlo, como si lo retara o quizá necesitara que subiera los peldaños. Sigmar sintió un poder más grande del que ningún hombre podría dominar en aquel asqueroso llamamiento, pero había llegado demasiado lejos para ignorarlo.

—Por aquí —indicó—. ¡No podemos detenernos ahora! ¡Tenemos que seguir adelante!

Corrió hacia la escalera, con Redwane y Pendrag a su lado. El Lobo Blanco no perdía de vista la sombría necrópolis; un tenue brillo verde procedente de la luna del terror bañaba la ciudad con su aborrecible iluminación.

—Supongo que es demasiado esperar que los seres muertos a los que nos enfrentamos fuera estuvieran en estas tumbas, ¿verdad? —comentó Redwane.

—Yo no contaría con ello —contestó Pendrag mientras un espantoso gemido llenaba la torre.

Parecía provenir de algún lugar hondo, bajo el suelo, como si la misma tierra estuviera aullando en las profundidades. Segundos después, la tierra situada sobre las tumbas tembló y las losas que las sellaban se estrellaron contra el suelo con el estruendo de piedra sobre piedra.

—Por los huesos de Ulric, ¿esto no termina nunca? —dijo Redwane entre dientes, mientras unas óseas manos avariciosas se abrían paso hasta la superficie y pasaban por encima de los bordes de los polvorientos sepulcros.

Una nueva hueste de muertos vivientes despertó de su sueño, guerreros armados con espadas cortas y curvas, y ataviados con armaduras oxidadas de un estilo que Sigmar no había visto nunca. Contaban con una elaborada factura con curvas amplias y puntas con cuernos, y parecían haber sido diseñadas para intimidar tanto como para proteger. Estos guerreros habían acudido a la guerra por última vez hacía miles de años.

—Hay demasiados —dijo Redwane—. No podemos abrirnos paso a través de todos ellos.

Sigmar recorrió con la mirada la curva espiral de la escalera hacia el nimbo de luz que se congregaba en la cima de la torre.

—Tal vez no haga falta —repuso.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Pendrag mientras los antiguos guerreros arrastraban sus carcasas podridas hacia los hombres del Imperio que los aguardaban.

—Morath está ahí arriba y, con él, la fuente de su poder —explicó Sigmar—. Los sacerdotes de Morr me dijeron que sin la voluntad del nigromante atándolas, esas desdichadas almas regresarían al reino de los muertos al que pertenecen.

Redwane asintió con la cabeza, como si fuera lo más natural del mundo. Agarró mejor el mango de su martillo y volvió a asentir con la cabeza mientras respiraba hondo.

—Adelante, entonces —dijo el Lobo Blanco, que situó a sus guerreros en posición para formar una tosca línea de batalla en el fondo de la escalera—. Contendremos a esos seres muertos. ¡Llegad hasta el nigromante y hundidle el martillo en el cráneo!

Sigmar y Pendrag subieron los peldaños de dos en dos, impulsándose hacia arriba sin parar a tomar aliento ni hablar. Ya estaban cansados debido a la marcha a través de las montañas y la batalla en el hielo, y a Sigmar le dolían los muslos por el esfuerzo, pero no se atrevió a detenerse. El sonido de las armas chocando y los gritos llegaban desde abajo.

Pendrag se había negado a dejar que Sigmar se enfrentara solo a Morath, y su hermano de armas resoplaba y jadeaba mientras lo seguía. Aún aferraba el estandarte del dragón, y a Sigmar lo tranquilizó el hecho de que su hermano no quisiera dejarlo solo. Enfrentarse al nigromante con un símbolo tan potente a su lado enviaría un claro mensaje de que Sigmar no estaba de humor para mostrar clemencia.

El miedo que dominaba el campo de batalla aparecía concentrado y destilado en el interior de la torre, un sombrío terror que descendía desde lo alto como la sangre en el agua. Unas sombras aullaban y giraban en la penumbra, fantasmas sin rostro que se arremolinaban como bandadas de cuervos. Cada vez que las hambrientas sombras descendían hacia los dos escaladores, Pendrag sostenía el estandarte del dragón en alto y se alejaban de su poder chillando y girando.

Sigmar no sabía qué poder era ese, pero agradecía cualquier encantamiento que hubiera sido tejido en el estandarte…, o que éste hubiera adquirido en el transcurso de la batalla.

Miró por encima del hombro y sintió que la armadura y el martillo le pesaban enormemente. Con cada paso que daba hacia la cima de la torre parecían pesar más. Le dolían las extremidades y luchó contra el impulso de rendirse. Estaba agotado; su cuerpo y su mente habían sobrepasado los límites de la resistencia humana. Un imperativo sibilante y sin voz lo instaba a descansar, a dejar a un lado sus cargas y aceptar que no podía hacer nada más. Lo combatió con cada ápice de voluntad.

Sigmar apretó los dientes y bajó la cabeza. Cuando escaló la montaña para enfrentarse al dragón-ogro Skaranorak, se había concentrado simplemente en poner un pie delante del otro, y esa determinación le sirvió igual de bien en ese momento que entonces. Aun así, sus pasos eran pesados, y cada uno suponía una pequeña victoria.

Oyó la dificultosa respiración de Pendrag y supo que su hermano de armas estaba sufriendo como él. La torre se oscureció hasta que lo único que Sigmar pudo ver fue el tenue brillo que surgía del mango tallado con runas de Ghal-maraz. La ascensión estaba minando las fuerzas de Sigmar, consumiendo su vitalidad y alimentando cada pensamiento sombrío que merodeaba en su mente, diciéndole que era demasiado débil, demasiado estúpido y demasiado mortal para lograrlo. Sólo abrazando el poder de la magia oscura podía un hombre esperar engañar a la muerte y ver cómo sus esfuerzos daban frutos de verdad, pues ¿qué ambición que valiera la pena se podría satisfacer en el transcurso de una sola vida?

Sigmar bloqueó esa voz, esa maldita voz de duda que se alojaba como un parásito en el corazón de todo hombre e iba socavando su resolución. «No te molestes en intentar nada, pues todos tus sueños son polvo —decía—. Es inútil resistirse, ya que dentro de cien años nadie te recordará».

—No —repuso Sigmar entre dientes—. Seré recordado.

Una carcajada burlona resonó en las paredes, y Sigmar luchó contra la arrogante superioridad que oyó en el eco. «Fracasarás y serás olvidado —dijo la risa—. Ríndete ahora».

—Si el fracaso es tan seguro, ¿por qué te esfuerzas tanto en hacerme creerlo? —exclamó.

Detrás de él, Pendrag dejó escapar un gemido suave, y Sigmar sintió calor en la frente donde la corona creada por Alaric encajaba perfectamente sobre su yelmo.

—Puede ser que fracase y con el tiempo moriré, ¡pero no tengo miedo de eso! —le gritó Sigmar a la opresiva y asfixiante negrura—. No tengo miedo de fracasar. ¡Sólo temo no intentarlo!

Con cada palabra, la penumbra se fue disipando, hasta que pudo ver de nuevo los peldaños bajo sus pies y la brillante luz de la cima de la torre. Apenas lo separaba una docena de peldaños de la abertura cuadrada. La horrible luz y el frío viento que lo habían guiado hasta allí brillaban como un faro de desesperación al final del mundo.

Sigmar volvió la mirada y vio a Pendrag a su espalda, parpadeando y realizando inspiraciones cortas y bruscas, como si despertara de una horrible pesadilla.

—Sea lo que sea lo que te esté diciendo, no lo creas —le advirtió Sigmar.

Pendrag lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Me ha hablado de mi muerte.

Sigmar vio el terror en los ojos de Pendrag y negó con la cabeza.

—Todos los hombres mueren, Pendrag; no hace falta magia para saberlo —dijo—. Si eso es lo mejor que puede hacer ese nigromante, entonces no tenemos nada que temer.

Pendrag miró más allá de él, hacia el cuadrado de luz situado en la cima de la escalera. Su rostro se arrugó en una mueca de odio dirigido a sí mismo.

—No puedo —dijo—. Tengo miedo.

Sigmar bajó por la escalera hasta Pendrag y lo agarró por el hombro.

—Es Morath el que debería tener miedo de nosotros —le aseguró—. Conoce la fuerza de los mortales y la teme. Quiere quebrantar nuestros espíritus antes de que podamos destruirlo.

Sigmar levantó la mano hacia el estandarte del dragón, cogió la rígida tela carmesí y la sostuvo delante de su amigo.

—Llevas un estandarte de héroes, Pendrag —dijo—. La sangre de hombres valientes mancha esta tela y los deshonramos si titubeamos. Eres un guerrero de gran coraje y te necesito a mi lado.

Pendrag aspiró profundamente, y Sigmar vio que había vencido a los oscuros encantamientos que estaban obrando contra ellos. El miedo seguía allí, pero el espíritu de guerrero que hacía que Pendrag fuera un hombre tan extraordinario se mantenía firme.

—Siempre estaré a tu lado, amigo mío —aseguró Pendrag.

Sigmar asintió con la cabeza y subieron juntos hacia la guarida del nigromante.

Las montañas se extendían a su alrededor en millas a la redonda y la vista era tan espectacular que Sigmar casi olvidó que se encontraban sobre una torre levantada mediante magia oscura. Gigantescas cumbres coronadas de nieve se perdían en la distancia, recortadas e imposibles, inmensas estructuras de roca que sin ninguna duda habían sido esculpidas por las manos de los dioses.

A lo lejos, grupos de nubes de color rosa se aferraban a las cimas como plumas; pero allí eran manchas feas y tiznadas, el humo negro de un muladar ardiendo, grasiento y apestando a carne podrida. Unos relámpagos trazaban arcos como si fueran lanzas rotas y rodeaban la circunferencia de la torre, y más brujas aullantes, con cara de cráneo, giraban a su alrededor como huracanes atrapados.

El nigromante los estaba esperando, y Sigmar se quedó sin aliento al verlo.

Morath se encontraba al borde de la torre, como una rendija de la oscuridad más profunda imaginable, una monstruosa criatura de mal que succionaba la vida del mundo. Una túnica negra hecha jirones ondeaba y se sacudía alrededor del nigromante, aunque ni una brisa movía la capa de Sigmar ni la tela del estandarte del dragón.

El nigromante estaba de espaldas a ellos y no mostraba ningún indicio de que fuera consciente siquiera de su presencia. Durante un insensato momento, Sigmar pensó en lanzarse hacia delante y empujar al hechicero de su torre de nácar, y quiso reírse ante lo ridículo de un plan tan estúpido.

Morath volvió la cabeza, y su espantoso semblante abrió una profunda herida en el corazón de Sigmar, pues éste era el mismísimo rostro de la muerte. La cara del nigromante no era un cráneo, aunque tenía la piel tan tirante sobre los huesos prominentes y angulosos que bien podría haberlo sido. Morath llevaba la capucha levantada sobre la reluciente cabeza, y sus rasgos quedaban bañados en el brillo de los relámpagos cristalinos y la espantosa iluminación de su báculo.

Que unos ojos humanos pudieran mirarlos desde un rostro tan horrible suponía una monstruosidad, algo para lo que ni él ni Pendrag estaban preparados. En medio de su odio, Sigmar había supuesto que Morath sería un monstruo inhumano, una criatura de oscuridad y mal, con la que no tendrían nada en común.

No obstante, en los ojos obsesionados de Morath vio rabia y amargura exacerbadas por emociones que eran completamente humanas: una era de miedo, pesar, pérdida y ambición frustrada que lo habían llevado a la locura y a actos de tal depravación y horror que nada, ni siquiera los dioses, podría redimir su alma maldita. Un hombre así tenía buenos motivos para temer el juicio que aguardaba después de la muerte.

—¡Por todos los dioses! —musitó Pendrag—, ¿qué eres?

Morath sonrió, dejando ver una lengua brillante y ennegrecida que lamió los restos amarillentos de sus dientes. Aquella sonrisa disipó cualquier rastro de humanidad que le quedase, y Sigmar se obligó a dar un paso al frente, aferrando a Ghal-maraz con fuerza y concentrando todo su valor en aquel acto.

Miró a Morath a los ojos mientras el nigromante levantaba una mano atrofiada y se apartaba la capucha de la cabeza. Los pasos de Sigmar titubearon cuando una antigua luz titiló en la corona de oro que descansaba sobre la frente del nigromante. Era un objeto cautivador, creado en una era muerta hacía mucho tiempo, un maravilloso artefacto imbuido con todo el poder de su creador.

Morath silbó y se volvió completamente hacia Sigmar y Pendrag. Las sombras se arremolinaban a su alrededor, como si la oscuridad de la noche más profunda envolviera su forma. Ahora que se fijaba mejor, Sigmar vio que Morath estaba encorvado y consumido; su forma física tenía un aspecto atrofiado y en descomposición. Los huesos de las costillas se podían ver a través de la andrajosa tela de la túnica, pero Sigmar sabía que no debía juzgar el poder del nigromante por su frágil apariencia.

—Habéis venido desde muy lejos para morir —dijo Morath.

Su voz era aterciopelada y seductora, completamente opuesta a su espantosa apariencia.

—Al igual que tú —respondió Sigmar—. Mourkain está muy lejos de aquí.

Morath soltó una carcajada; el sonido fue sonoro y fuerte, como si hubieran compartido una broma privada.

—Hablas de un lugar que no conoces —dijo el nigromante—, de un imperio que cayó antes de que tu degenerada tribu llegara siquiera a esta tierra.

Sigmar se estremeció ante las palabras de Morath, como si cada una fuera un dardo envenenado.

—Pero no podías dejarlo morir, ¿verdad? —preguntó Sigmar.

—¿Tú permitirías que el tuyo terminara por la estupidez de un solo hombre, Sigmar Heldenhammer? —inquirió Morath, dando un paso hacia él.

—Todas las cosas tienen su momento, y todas las cosas deben morir con el tiempo.

—No todas las cosas —aseguró Morath—. Llegué a esta tierra casi muerto, pero pasé los siglos durmiendo bajo el mundo y lejos de la vista de los hombres. Ahora he despertado y tu Imperio ya está muriendo. ¿No lo sientes? Cada soplo de viento lleva el frío roce de la muerte que traigo y pronto todo lo que amas desaparecerá.

—No, si te mato primero —repuso Sigmar—. Esta tierra es fuerte y sobrevivirá a tu magia.

—No sobrevivirá —prometió Morath—, pero ya me he cansado de hablar contigo. Es hora de que mueras; pero no temas, haré regresar tu alma y permanecerás a mi lado mientras esculpo un nuevo imperio con los huesos de tu raza condenada.

—Estoy aquí para asegurarme de que eso no ocurra nunca —dijo Sigmar, obligándose a enfrentarse a la espantosa y abyecta forma del nigromante.

Pensaba que si podía acercarse lo suficiente como para asestar un solo golpe, podría ponerle fin a esta situación.

Morath se rio entre dientes, y un estremecimiento retumbó en el corazón de Sigmar.

—¿Crees que estás aquí por tu propia voluntad? Hombre estúpido y arrogante —se burló Morath—. Incluso sepultado bajo el mundo sentí tu poder y supe que necesitaría atraerte a mí. Alguien como tú será un magnífico general para mi ejército de muertos cuando reconstruya la gloria de Mourkain.

Morath levantó la mano y los pasos de Sigmar titubearon mientras las cadenas de deber que lo ataban a su gente lo aplastaban. Gobernar un Imperio unido de hombres había sido su sueño desde que había paseado de joven por las tumbas de sus antepasados en la Colina de los Guerreros, pero no había estado preparado para la realidad de la tarea.

Sigmar dejó caer los brazos a los costados, asfixiado bajo el espantoso peso de su empresa. Sabía que era parte de la magia de Morath, pero no podía hacer nada para resistirse.

Sigmar cayó de rodillas.

—No puedo hacer esto —susurró.

Pendrag se erguía a su lado y respiraba agitadamente debido al esfuerzo, a la vez que se apretaba el estandarte del dragón con fuerza contra el pecho.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Es demasiado —contestó Sigmar.

Pendrag se quedó sin respiración y miró a Morath.

—¡Lucha contra él! ¡Tus guerreros están ganando tiempo con sus vidas para que matemos a Morath!

—No me importa —respondió Sigmar mientras se sacaba el yelmo de un tirón y lo arrojaba un lado.

Pendrag observó sin que pudiera hacer nada cómo el yelmo de magnífica factura caía a través de la abertura del suelo, y lo oyó bajar repiqueteando por los peldaños hasta el fondo de la torre.

—¡Levántate y pelea! —exigió Pendrag, tirándole del brazo.

—¿No lo entiendes? —gritó Sigmar—. Es demasiado para un solo hombre. El Imperio… Nunca estaremos seguros. Nunca. Siempre habrá alguien o algo intentando destruirnos, ya sean pieles verdes de las montañas, norses o algo peor del otro lado de los mares, bestias contrahechas del bosque o nigromantes. No podemos luchar contra todos. Peleamos y peleamos, pero siguen llegando. Al final, uno de ellos nos aplastará y ahogará esta tierra con nuestra sangre. Es inevitable, así que ¿por qué molestarnos en luchar para mantener la llama viva cuando con el tiempo se va a apagar?

La risa de triunfo de Morath lo rodeó, y Sigmar vio como la forma negra del nigromante crecía y se hinchaba, y su túnica se extendía como las alas de un enorme murciélago.

Pendrag soltó un rugido y se abalanzó sobre el nigromante, pero un leve movimiento de la mano arrugada de Morath lo derribó y arrancó el estandarte de la mano de plata. El estandarte se deslizó por piedra lisa antes de detenerse al borde de la torre; la tela ensangrentada ondeaba en los aullantes vientos que rodeaban la construcción.

Morath se deslizó por el aire y se cernió sobre Pendrag, con sus rasgos burlones retorcidos en una mueca de macabro placer y la cabeza inclinada a un lado, como si fuera un ave carroñera decidiendo qué ojo de un cadáver recién muerto devorar primero.

—Te hablé de tu muerte y aun así has venido —silbó el nigromante—. Serás un buen teniente para mi nuevo general.

Una luz pálida apareció en el interior de la mano extendida de Morath, y Pendrag gritó de dolor, con el rostro crispado por el sufrimiento. La piel de su hermano de armas se volvió pálida y curtida, y se le decoloró el pelo hasta quedar completamente blanco.

Le estaban succionando la vida, pero Sigmar no podía levantarse del suelo más de lo que podrían salirle alas y echar a volar. Uno de sus mejores y más queridos amigos estaba muriendo ante sus ojos, y él no podía hacer nada para impedirlo. Nada.

Cerró los ojos mientras sus sueños se venían abajo. Su visión de una tierra fuerte y unida se hizo pedazos, y murió dentro de él. Morath tenía razón. Ningún imperio de mortales podía durar realmente, pues tal era el destino de todas las obras del hombre. Los imperios crecían y prosperaban, y luego se volvían gordos y displicentes. En poco tiempo, uno de sus numerosos enemigos se alzaría y lo destruiría.

Era tan inevitable como el anochecer.

En su mente, Sigmar vio una ciudad en ruinas junto a un río, una capital en otro tiempo magnífica construida alrededor de la imponente tumba de algún rey antiguo. En su día había cubierto una extensa área y había sido el hogar de miles de personas, pero ahora los pieles verdes eran los únicos que moraban allí. Sus plazas doradas servían de arenas para caudillos belicosos y sus baños públicos de mármol eran corrales para lobos, jabalíes y horribles bestias que vivían en cuevas y merodeaban en las sombras. Los libros y pergaminos que se habían reunido a lo largo de miles de años ardían en las fogatas, y las obras de arte que habían conmovido los corazones y mentes de aquellos que los estudiaban habían sido destrozadas por diversión.

Las palabras melosas de Morath sonaron en su mente: «Este es el fin de tu Imperio».

Sigmar lloró al ver saqueada una ciudad tan magnífica y se dio cuenta de pronto de que se trataba de la misma ciudad que había visto recreada bajo el hielo. ¿Esa era Mourkain? Esa era la ciudad que añoraba el nigromante, el sueño que intentaba reconstruir a partir de las cenizas del Imperio de Sigmar.

Las ruinas de Mourkain se desvanecieron, y Sigmar se alegró de verlas desaparecer, ya que hablaban de una antigua pérdida y del inevitable final de los sueños. Sin embargo, los logros de sus constructores no eran menos impresionantes por el hecho de que hubiera caído. Habían construido una gran ciudad y habían forjado un poderoso Imperio, y eso era algo de lo que estar orgulloso. El que con el tiempo hubiera quedado reducido a ruinas, no desmerecía lo maravilloso de ese logro.

Sí, los imperios caían y los hombres morían, pero así eran las cosas. Desafiar eso era ir contra la voluntad de los dioses, y ningún hombre se atrevía a interponerse en el camino de esos formidables poderes con tal arrogancia. Su padre le había hablado una vez de cómo el envejecido líder de una manada de lobos se marcharía y vagaría por las montañas solo cuando sus fuerzas empezaran a debilitarse y lobos más fuertes estuvieran preparados para tomar el mando. Pues que una cosa durase más allá de su tiempo era algo triste y terrible, y ver lo que una vez fue glorioso y noble reducido a algo desdichado y patético resultaba desgarrador.

El Imperio de Sigmar caería un día y, cuando llegase ese momento, los hombres llorarían su desaparición. Otros imperios surgirían para ocupar su lugar, pero ése era el momento de su Imperio, ¡y ningún nigromante iba a arrebatárselo!

Sigmar levantó la cabeza y se quedó mirando a Morath mientras le absorbía la vida a Pendrag.

Su corazón se endureció y una creciente fuerza le llenó las extremidades. Se obligó a ponerse en pie y dejó escapar un grito cuando el gélido roce del nigromante abandonó su cuerpo al aceptar la inevitabilidad del futuro. Con cada segundo que pasaba, la desesperación y la desdicha que lo envolvían disminuían ante su determinación de resistirse al poder oscuro de Morath.

—Los imperios surgen y caen —gruñó Sigmar mientras se erguía— pero eso no importa. Lo único que importa es que surjan y que en su tiempo los hombres caminasen con honor y luchasen por lo que creían. Lo que importa es lo que hacemos con el tiempo que tenemos.

Morath se volvió al oír su voz y los ojos hundidos del nigromante se abrieron mucho por la sorpresa. Extendió las manos hacia Sigmar y unos potentes rayos de fuego frío estallaron de los dedos del nigromante. Unas danzantes cortinas de llamas heladas surgieron del aire que rodeaba a Sigmar, pero éste sonrió mientras la escritura rúnica grabada en su armadura resplandecía en respuesta.

Sigmar atravesó intacto las llamas, con Ghal-maraz resplandeciendo debido al fuego blanco que arrojaba Morath.

—No tienes poder sobre mí —dijo Sigmar—. Tu desesperación no significa nada para mí, porque yo no le tengo miedo al futuro. El que yo muera y todos mis logros se conviertan en polvo no hace que carezcan de sentido. Vivir para siempre y no crear nada de valor… eso es lo que carece de sentido. No hay lugar para ti en este mundo, nigromante. Deberías haber muerto hace mucho tiempo, y estoy aquí para enviar tu alma al otro mundo y a cualquier tormento que te aguarde allí.

Morath levantó los brazos, y Pendrag se desplomó sobre las piedras de la torre. Con cada paso que daba Sigmar, Morath se apartaba otro de él. Empujó las manos hacia Sigmar una vez más, y los fantasmas que giraban entre chillidos alrededor de la parte superior de la torre se reunieron formando una masa de espíritus aullantes. Morath los lanzó hacia Sigmar y se le vinieron encima formando un grupo desenfrenado de cráneos que daban vueltas y gritaban.

Aullaron a su alrededor, tratando de atraparlo con garras sin carne y colmillos etéreos. Sigmar los ignoró; la impresionante confianza en sí mismo que mostraba lo llevó a través de su odio ileso. Su corazón era de hierro; su alma, una piedra, y los espíritus depravados no podrían apartarlo de su camino.

—¿Qué clase de hombre eres? —exigió saber Morath mientras Sigmar se acercaba—. ¡Ningún mortal puede resistir tal poder!

El báculo del nigromante brillaba con una luz oscura, pero Sigmar alzó a Ghal-maraz y el báculo se partió en un millar de fragmentos, que salieron volando como si fueran ceniza en medio de una tormenta. Morath cayó de rodillas; su forma encorvada resultaba ahora lastimosa y despreciable. Extendió una mano de dedos delgados como palos, pero Sigmar la apartó. El nigromante pareció encogerse dentro de su túnica, como si su forma estuviera menguando y fuera cual fuese el poder que lo había sustentado a lo largo de los siglos estuviera abandonando su cuerpo.

—No… —silbó Morath, sosteniendo las manos atrofiadas delante de la cara—. Lo prometiste…

Las agitadas nubes de tormenta situadas sobre la torre empezaron a separarse a medida que las energías oscuras que las ataban se disipaban. Un viento fresco sopló en las alturas trayendo el olor de los bosques de las tierras altas y los rápidos ríos de agua fresca.

Morath se arrugó; su cuerpo huesudo se iba plegando sobre sí mismo a cada segundo que pasaba. La carne se le estaba consumiendo y la corona de oro que había llevado con tal orgullo arrogante se deslizó de su frente. Cayó con el pesado repique metálico del oro puro y rodó por la torre antes de detenerse a los pies de Sigmar.

Sigmar rodeó la garganta de Morath con la mano, sintió la fragilidad de sus huesos y supo que podría partirle el cuello con facilidad. No pesaba nada. Sigmar recorrió el helado campo de batalla con la mirada y comprobó que los guerreros muertos ya no luchaban. Sus huesos se habían convertido en polvo y la ciudad de debajo del hielo comenzó a desvanecerse como un lejano recuerdo mientras él observaba.

Sus guerreros soltaron una ovación al verlo en la cima de la torre con el nigromante como prisionero. Aullaron pidiendo la muerte de Morath, y no eran los únicos. El viento llevaba débiles gemidos de rabia. Los espíritus liberados de los muertos exigían venganza.

—Creo que habrá muchas almas aguardando tu llegada al otro mundo —comentó Sigmar.

El nudoso y antiguo rostro de Morath se tensó de miedo, y el nigromante farfulló absurdas súplicas de clemencia mientras intentaba agarrar el brazo de Sigmar. Sus forcejeos eran débiles, y el emperador sofocó la parpadeante brasa de compasión que amenazaba con detener su mano.

—Has existido durante demasiado tiempo —dijo Sigmar, levantando a Morath por encima del borde—. Es hora de que mueras.

Arrojó a Morath de la torre y observó como su delgado cuerpo descendía dando tumbos y girando, hasta que se estrelló contra el hielo. Sigmar soltó un largo suspiro de agotamiento y sintió que lo recorría una oleada de gratitud. Miles de rostros y nombres pasaron fugazmente por la mente de Sigmar; cada uno era un alma liberada de una condena eterna, y le corrieron lágrimas del júbilo por el rostro mientras seguían adelante.

Sigmar se apartó del borde de la torre y sintió algo a sus pies: la corona que había llevado Morath y que le había otorgado tanto poder. La recogió y le dio vueltas en las manos. La factura era increíble; podría igualar fácilmente a cualquier metal forjado por los enanos, aunque el diseño no le resultaba familiar. Era un objeto hermoso, hecho de oro y con incrustaciones de piedras preciosas, y Sigmar sintió el enorme poder ligado a ella, tan antiguo que estaba fuera incluso del alcance de la gente de las montañas.

Durante un momento fugaz, contempló una antigua ciudad del desierto y una hueste de ejércitos enjoyados marchando a través de las abrasadoras arenas bajo magníficos estandartes de color azul y oro. Entonces, se desvaneció, y la increíble vista de las Montañas Centrales apareció de nuevo ante él. Vio a Pendrag tendido de costado al borde de la torre, arrastrándose hacia el estandarte del dragón caído.

Sigmar corrió hacia su amigo, olvidando la visión de los ejércitos del desierto mientras se arrodillaba a su lado y le daba la vuelta. Trató de ocultar la impresión, pero Pendrag vio el horror en sus ojos.

—¿Es tan malo? —susurró Pendrag, cuya voz era poco más que un gemido ronco.

—No… Es… —empezó Sigmar, aunque no pudo mentir.

Pendrag tenía el rostro hundido y demacrado, la viva imagen de Lukas Hauke, la criatura que había estado prisionera bajo la roca Fauschlag. Tenía los ojos legañosos debido a las cataratas, y la piel, arrugada como pergamino antiguo. Lo que Morath se había llevado era la juventud de Pendrag, y Sigmar acunaba a un hombre de cientos de años.

Deseó poder salvar a Pendrag. Deseó no haber sucumbido a la magia oscura de Morath, haber podido romper el hechizo de su desesperación más pronto. Le brotaron lágrimas de los ojos y cayeron sobre el rostro de Pendrag al pensar en su muerte, y Sigmar supo que todo el poder del mundo carecía de sentido ante tal pérdida.

—¡Sigmar! —exclamó Pendrag, y el emperador abrió los ojos mientras la corona se calentaba en sus manos.

Un calor dorado surgió de la corona y entró en Sigmar. Lo llenó de luz y el peso de sus cargas desapareció en un instante. Pero la corona aún no había terminado su trabajo. Una luz color ámbar brotó de Sigmar y se introdujo en Pendrag, y entonces llenó su cuerpo de resplandor y reparó la aborrecible magia del nigromante.

Pendrag gritó mientras su pelo se espesaba y el rojo que había desaparecido de él regresaba más brillante que nunca. Su carne se llenó de vida y el color volvió a sus ojos. Se borraron las viejas cicatrices de los brazos y su pecho subió y bajó con inspiraciones potentes y profundas.

Los dos hombres miraron, asombrados, la corona de oro. La luz de las joyas se apagó, pero Sigmar pudo sentir que su poder no se había agotado ni mucho menos.

—¡No puedo creerlo! —exclamó Pendrag, poniéndose en pie y examinando cada centímetro de su cuerpo como si le diera miedo creer en el milagro de su renacimiento.

Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada; el sonido estaba lleno de vida y esperanza renovadas: la risa de alguien que se había enfrentado a la muerte y había regresado más fuerte que nunca.

—La corona… —dijo Sigmar—. No he visto nunca nada igual… Te curó. Es una magia realmente poderosa.

—Sí —coincidió Pendrag, que observaba con feliz asombro el magnífico artefacto—. Magia usada para el mal por un nigromante.

Sigmar hizo girar la corona en las manos y supo que sostenía la clave para hacer el Imperio más fuerte que nunca. Con tal poder, podría defender su tierra y a su gente, gobernando con justicia y fuerza. Morath había retorcido el poder de la corona, pero Sigmar lo usaría para sanar, no para matar. Para gobernar con sabiduría y compasión, no para esclavizar.

Miró a Pendrag, y su hermano de armas respondió a la pregunta no formulada con un gesto afirmativo de la cabeza.

—Sí. Ahora es tuya —dijo Pendrag.

Sigmar levantó la corona de oro y la deslizó sobre su cabeza. Aunque el cráneo de Morath era fino y sin pelo, la corona le encajaba perfectamente. Sintió su poder y le dio un apretón a Pendrag en el antebrazo.

Oyó el sonido de pasos a su espalda, y un grupo de guerreros cansados por el combate apareció en lo alto de la torre. Redwane iba a la cabeza, tenía el rostro manchado de sangre y la armadura le colgaba en forma de eslabones de malla rotos y placas deformadas. Llevaba en las manos el yelmo de Sigmar; el metal estaba abollado y raspado debido a la caída por la torre. La corona de Alaric todavía descansaba sobre él, y una chispa de inquietud recorrió a Sigmar.

Redwane le ofreció el yelmo con una sonrisa de diversión.

—¿Tengo que estar recogiendo siempre vuestras cosas? —preguntó.

Sigmar se rio.

—Quédatelo —dijo mientras pasaba junto al Lobo Blanco—. Tengo una corona nueva.

Los guerreros de Sigmar, que no estaban dispuestos a permanecer ni un momento más en el valle del nigromante, recogieron a sus muertos y heridos, y se marcharon en medio de la oscuridad. Se bajó el estandarte del dragón, y mientras la luna recorría el despejado cielo nocturno, Sigmar habló con cada hombre de su ejército, elogiando su valor y honrando el sacrificio de los muertos.

Llevaban a los heridos en camillas improvisadas y, cuando Sigmar les tomaba las manos, su sufrimiento parecía disminuir. Buscó a Myrsa y su alivio fue indescriptible al descubrir que seguía con vida. Apenas apoyó la mano sobre la frente del Guerrero Eterno, el color regresó al rostro del herido y su respiración se volvió más profunda.

Olvidando su promesa de echar abajo la Fortaleza de Bronce, piedra a piedra, Sigmar condujo a sus guerreros fuera de las montañas, siguiendo una ruta más directa hacia el oeste por valles densamente arbolados, que los llevarían a las faldas occidentales de las montañas.

Cuatro días después, los agotados hombres del Imperio salieron de las estribaciones de las Montañas Centrales siguiendo un sendero curvo hacia el camino del bosque que llevaba al sur, hasta Middenheim. La mañana del quinto día, los exploradores informaron de una gran columna de personas y carros que llegaba del norte, y Sigmar fue a encontrarse con ellos con su nueva corona reluciendo en la frente. Redwane y tres Lobos Blancos iban con él, y un Pendrag lleno de energía sostenía el estandarte carmesí del emperador en alto.

Los primeros grupos de gente que salieron del límite de los árboles marchaban en una columna larga y cansada, y Sigmar maldijo entre dientes al ver su estado desgraciado y lastimoso. Vio que venían a pie, en carretas traqueteantes o en carros abarrotados. Había esperado mercaderes de viaje o peones de camino a Middenheim para buscar trabajo. Lo que no había esperado eran cientos de refugiados, pues no cabía ninguna duda de que esas personas huían de algún terror que habían dejado atrás.

—Parecen udoses —comentó Pendrag.

—Sí —convino Redwane—. Veo tartanes, y algunos hombres llevan espadas a dos manos.

—En el nombre de Ulric, ¿qué les ha pasado? —preguntó Signar. Se acercó a un carro con una bandera udose hecha jirones; la mezcla de colores del conde Wolfila ondeaba en un mástil improvisado. Dos ponis cansados tiraban del carro y un hombre manco, con hombros anchos y cara de luchador, estaba sentado en el carromato. Detrás de él había una mujer joven con tres niños, cuyos rostros mostraban expresiones de sufrimiento y temor.

—Hola, amigo —dijo Sigmar, caminando al lado del carro—. ¿Cómo te llamas?

—Rolf —contestó el hombre—, aunque la mayoría me llama Puño de Roble por mi gancho de izquierda.

—Ya lo veo —comentó Sigmar al observar el rollizo tamaño del puño que le quedaba al hombre—. ¿De dónde habéis venido?

—De Salzenhus —dijo Rolf—. O de lo que queda de él.

Sigmar sintió un nudo en el estómago al oír mencionar el castillo del conde Wolfila y preguntó:

—¿Qué quieres decir? ¿Qué ha ocurrido?

El anciano lo fulminó con la mirada y escupió una sola palabra:

—Nojses.

—¿Los norses? ¿Han sido ellos los que han hecho esto?

—Sí —asintió el anciano—. Ellos y sus traicioneros aliados.

—¿Aliados? ¿Quiénes?

—Los cabrones roppsmenn —dijo Rolf—. Los Buqueslobo han estado atacando la costa de un extremo a otro toda la estación, pero este año había grupos de espadas roppsmenn con ellos, matando, quemando y empujando a la gente hacia el sur.

—¿Estás seguro de que eran roppsmenn? —inquirió Sigmar, sintiendo un palpitante latido de furia en la sien a medida que asimilaba todo el peso de lo que le estaban contando—. Odiaban a los norses tanto como cualquier otra tribu.

—Estoy segurísimo —gruñó Rolf; la rabia y la tristeza ahogaban su voz—. Los vi con mis propios ojos. Tenían cabezas rapadas y espadas curvas. Redujeron el castillo de Wolfila a cenizas y a él lo hicieron pedazos, para que se lo comieran los perros. También mataron a su familia. Hicieron una carnicería con la mujer y el niño, y los crucificaron en la única torre que quedó en pie.

Sigmar sintió que unas espantosas náuseas deshacían el nudo que tenía en el estómago ante esa noticia, y el feroz latido de su sien se volvió más fuerte. Recordó a Wolfila en su coronación. El parlanchín conde del norte le presentó a su esposa durante los días de festejos. Se llamaba Petra, y entonces estaba embarazada de su primer hijo. Sigmar había enviado un cáliz de plata a Salzenhus por el nacimiento del bebé, un niño al que habían llamado Theodulf. El niño tendría unos seis o siete años, pero si lo que Rolf estaba diciendo era cierto, el linaje de los caciques udoses se había terminado.

—¿Han matado a Wolfila? —preguntó Sigmar, que aún no podía creer que uno de sus condes estuviera muerto.

—Sí —contestó Rolf—, y a todos los hombres capaces de sostener una espada. Jóvenes y ancianos. Esos cabrones sólo me dejaron a mí vivo porque no tengo brazo derecho. Aunque yo hubiera peleado, pero se rieron de mí, y tenía a mi hija y a sus pequeños a los que cuidar. Pensé que se los llevarían, pero nos dejaron marchar, como si no valiera la pena molestarse con nosotros.

Sigmar constató la vergüenza en la voz de Rolf y supo que aquel hombre habría muerto con su cacique si no hubiera sido por la necesidad de proteger a su familia. Esas cosas eran las que hacían que un hombre se sintiera orgulloso, y que un enemigo te lo arrebatara suponía un golpe realmente duro.

Sigmar se apartó mientras Rolf sacudía las riendas y el carro seguía adelante. Apretó los puños y dirigió su mirada furiosa hacia el norte, como si pudiera ver a sus enemigos a través del bosque.

Cuando había expulsado a los norses del Imperio, los roppsmenn habían reclamado su territorio, en gran parte porque nadie más lo quería. Yerma y según se contaba plagada de los fantasmas de aquellos a los que sus chamanes habían quemado en piras de sacrificios, la tierra de los norses era un lugar inhóspito y se veía azotada por los gélidos vientos que llegaban del norte.

En su misión para unir a las tribus de los hombres, Sigmar no había buscado los Juramentos de Espada de los caciques roppsmenn porque vivían tan al este que eran, a todos los efectos, una tribu de una nación diferente. Había sido un arreglo de conveniencia, pues se resistía a hacer la guerra o emplear la diplomacia tan lejos de Reikdorf.

—¡Maldita sea! —dijo Redwane, sacudiendo la cabeza mientras pasaba más gente asustada—. ¿Roppsmenn? ¿Quién lo habría pensado? Nunca han atacado hacia el sur en tierras del Imperio. ¿Por qué harían algo así? ¿Y por qué ahora?

—No importa —contestó Sigmar con los puños apretados a los costados—. Se han aliado con los norses, y eso los convierte en mis enemigos.

Sigmar se volvió hacia sus amigos con el rostro marcado por la hostilidad.

—Pendrag, iza el estandarte del dragón —ordenó—. Lo necesito de nuevo.

—¿El estandarte del dragón? —preguntó Pendrag, inquieto—. ¿Por qué?

Sigmar se puso derecho delante de su hermano de armas, como si lo retara a refutar sus palabras.

—Porque voy a reunir un ejército y marchar hacia el este —anunció con la voz cargada de furia y dolor—. Voy a vengar la muerte de mi amigo. Los roppsmenn van a descubrir la suerte que les aguarda a los que atacan a mi gente.

—¿Eso qué quiere decir? —preguntó Pendrag.

—¡Quiere decir que sus tierras arderán! —bramó Sigmar.