DIECISIETE

DIECISIETE

Los lobos del norte

Habían perdido.

Había amanecido hacía unos minutos, y el ejército ya llevaba en camino ocho horas. Miles de guerreros en irregulares grupos de supervivientes ensangrentados marchaban hacia el sur a la sombra de las Montañas Centrales. Sigmar observó a cada hombre al pasar y vio la misma hosca incredulidad en cada rostro.

Habían perdido.

Las huestes del Imperio nunca perdían una batalla.

No lo habían asumido del todo.

Nadie podía creerlo, y Sigmar menos que nadie.

Era una brillante mañana de primavera; el día perfecto para una batalla. Sigmar se había sentido poderoso e invencible sentado sobre su caballo mientras observaba cómo los norses de Cormac Hacha Roja se ponían en marcha para presentar batalla. Ocho mil guerreros del Imperio —udoses, umberógenos, turingios y jutones— permanecían en disciplinadas hileras en un cerro arbolado a unas cincuenta millas de la costa septentrional. Cada uno de los contingentes tribales estaba a las órdenes de su propio conde y a Sigmar le había entusiasmado la oportunidad de marchar junto a Otwin y Marius.

Los condes se habían reunido la noche anterior para planear la batalla que se avecinaba, y Sigmar se encontró echando de menos la charlatana compañía de Wolfila más que nunca, pues el cacique udose que asistió al consejo de guerra era un hombre adusto y sin sentido del humor llamado Conn Carsten. Desde la última primavera, las tierras udoses se habían visto divididas por las escaramuzas mientras los señores de los clanes luchaban unos con otros para reclamar el título de conde, pero la invasión norse le había puesto fin a la contienda el tiempo suficiente como para que nombraran a Conn Carsten cacique de guerra.

Aunque resultaba difícil simpatizar con él, Carsten era un soldado astuto que conocía bien el territorio. A sus órdenes, los clanes del norte habían ralentizado el avance de los norses y le habían proporcionado tiempo a Sigmar para reunir su hueste de espadas. Si no hubiera sido por Carsten, el norte ya habría caído.

Con los planes trazados y el coraje de sus guerreros reforzado por la presencia del emperador, el ejército había emprendido la marcha hacia la victoria. Todos los guerreros podían saborear la dulzura del triunfo, el honor y la gloria que obtendrían. Los relatos de sangre y valor que contarían al regresar a casa ya iban tomando forma en la mente de cada hombre.

Pero habían perdido.

Apenas los condes habían llegado al campo de batalla bajo una alocada colección de estandartes de vivos colores cuando unas deformes nubes de tormenta crecieron en el cielo despejado. Chisporroteaban llenas de alegres relámpagos y prometían lluvia. Soplaron huracanados vientos de tormenta y comenzó a caer un desagradable e intenso aguacero, como las legendarias inundaciones que se decía que habían anegado el mundo en la antigüedad.

Relámpagos en forma de arco chocaron contra la tierra mientras estallaba la tormenta y toda la hilera del Imperio se estremeció de miedo ante un fenómeno tan antinatural. Lo peor estaba por llegar.

Sigmar cabalgaba con los Lobos Blancos en el centro del ejército y todos los guerreros intentaban restaurar su honor después de la guerra contra los roppsmenn.

El estruendo de sus cascos era el sonido de la victoria.

Entonces, un relámpago azul había golpeado al portaestandarte de los Lobos Blancos.

El guerrero cayó de su caballo, con la carne ennegrecida y el símbolo del emperador en llamas. El estandarte cayó al suelo y unas llamas azules que parecían inmunes a la interminable lluvia redujeron la tela carmesí a cenizas por completo. Llegaron gritos de horror del cerro arbolado, pero era demasiado tarde para disipar era miedo. La lluvia torrencial transformó el suelo en un lodazal y el avance se convirtió en un trabajoso infierno de cieno y cegadores golpes de relámpagos.

Mientras los guerreros de Sigmar avanzaban tambaleándose, los norses atacaron con un salvaje estrépito de cuernos de guerra. La hueste norse se puso en marcha bajo el estandarte de cráneos de Cormac Hacha Roja y luchó con disciplina, coraje y, lo peor de todo, un plan. En lugar de la habitual masa de guerreros a la carga, los norses presentaron batalla imitando al ejército de Sigmar. Los luchadores norses marcharon en filas apretadas, moviéndose en formación con una cohesión sin precedentes hasta la fecha.

Aullantes miembros de las tribus, con tez oscura y arcos cortos, que montaban caballos negros y dorados, rodearon a los turingios del conde Otwin y los golpearon con disparos mortalmente certeros. El avance de Otwin flaqueó, y una multitud de guerreros norses, montados en corceles oscuros más altos que cualquier animal del Imperio alimentado con grano, cargó contra los turingios desperdigados. A las órdenes de un poderoso caudillo con una armadura rojo sangre, un guerrero que sin duda debía ser Cormac Hacha Roja, los norses destrozaron a los turingios sin clemencia.

Los lanceros jutones hicieron retroceder a los guerreros intrusos, pero no antes de que Otwin recibiera una lanzada en el pecho. Marius dirigió el contraataque y sacó al herido Otwin del enfrentamiento cruzado sobre su silla. En ese mismo momento, los cirujanos del campamento luchaban por salvar la vida del conde turingio.

Los norses respondieron y contraatacaron todas las estratagemas de Sigmar a cada paso y obligaron a retroceder a sus guerreros una y otra vez. Mientras la tarde se iba transformando en noche, Sigmar comprendió que las náuseas que notaba en las tripas eran desesperación. La batalla no se podía ganar y había ordenado que los clarines del ejército tocaran a retirada. Sólo entonces, al final de la batalla, la disciplina de los norses desapareció por fin y los campeones tribales condujeron a sus hombres en una orgía de sangre entre los heridos.

Por muy terrible que fuera dejar a los heridos a su suerte, los viles apetitos de los norses garantizaban que no habría persecución, y Sigmar pudo retirar a sus hombres del campo de batalla sin problemas. La marcha nocturna había sido fría y sombría, y a los heridos se los había tratado en marcha o durante uno de los infrecuentes descansos de la retirada.

Wolfgart cabalgaba a su lado y las ijadas de su caballo estaban cubiertas de sudor ensangrentado. El hermano de armas de Sigmar había salido de la batalla ileso, salvo por un largo tajo en el jubón que no le había abierto las tripas por los pelos.

—Una noche larga, ¿eh? —dijo Wolfgart.

—No será la última —respondió Sigmar—, ya no.

—Sí, tienes razón, pero los cogeremos la próxima vez.

—Espero que aciertes.

—¿Acaso lo dudas? —preguntó Wolfgart—. Vamos, hombre. Son bárbaros y, a juzgar por todos los tótems que conté, hay muchos líderes de guerra entre ellos.

—¿Se supone que eso es algo bueno?

—Por supuesto —aseguró Wolfgart—. Si juntas tantos jefes bárbaros, empezarán a pelear entre ellos muy pronto.

—No estoy seguro, amigo mío —repuso Sigmar, recordando la mortífera precisión que había visto en los norses, en especial en un guerrero con brillante armadura plateada que luchaba con dos espadas iguales—. Te juro que fue como si conocieran todas nuestras tácticas. Perderemos el Imperio batalla a batalla si pensamos en los norses como simples bárbaros.

—Les estás dando demasiado mérito —dijo Wolfgart—. Puedo enseñar a un animal a hacer trucos, pero eso no significa que sea inteligente.

—No, pero el modo en que lucharon… Fue como si estuvieran a las órdenes de un guerrero adiestrado en el Imperio, alguien que supiera cómo peleamos. He estado repasando la batalla toda la noche, recordando cada choque de armas y cada maniobra, esperando encontrar alguna pista acerca de cómo nos derrotaron los norses.

—¿Y qué se te ha ocurrido?

—Una y otra vez, vuelvo a la misma respuesta —dijo Sigmar—. Los subestimé, y mis guerreros pagaron ese error con sus vidas.

—Entonces, no lo volveremos a hacer —sentenció Wolfgart, y Sigmar se vio obligado a admirar el incesante optimismo de su hermano de armas. Tenía fe en Sigmar, incluso en la derrota.

Wolfgart se frotó una mano por la cara, y Sigmar vio lo cansado que estaba.

Desde que Sigmar intentara ejecutar a Krugar y Aloysis, Wolfgart había pasado prácticamente cada minuto que había estado despierto con el emperador. Habían liberado a los dos condes, y Sigmar les había suplicado perdón de rodillas. Hicieron falta las habilidades conjuntas de Eoforth y Alfgeir para impedir lo que podría haber sido una guerra civil devastadora, pero, al final, tanto Krugar como Aloysis aceptaron que Sigmar se había encontrado bajo la espantosa influencia de la corona del nigromante.

No obstante, la ofensa a su honor exigía una recompensa, y ambos condes regresaron a sus castillos cargados de oro, tierras y títulos. Sigmar sólo pudo prometer que lo que había ocurrido no se repetiría nunca, ya que la aborrecible corona estaba enterrada en lo más profundo de Reikdorf.

Wolfgart había querido arrojarla al pantano y acabar de una vez, pero Sigmar sabía que no podía deshacerse con tanta indiferencia de un artefacto tan peligroso y poderoso. Recogió la corona con una rama rota de serbal y se la llevó directamente a la suma sacerdotisa Alessa, en el templo de Shallya. Con solemne ceremonia, la corona se selló en la cámara más profunda y se custodió con todos los encantos de protección que conocían todos los sacerdotes de Reikdorf.

La corona no volvería a ver la luz de día nunca más, y si su creador se atrevía alguna vez a venir a reclamarla, encontraría defendiéndola a todos los guerreros del Imperio.

Un contingente de guerreros turingios pintados pasó por delante de Sigmar y Wolfgart, todos ellos con un hacha de doble hoja cruzada sobre los hombros. Estaban manchados de sangre y enfadados, pues habían perdido a muchos compañeros en el campo de batalla, tanto hombres como mujeres. Llevaban poca armadura, ya que eran los Espadas del Rey, los más feroces y mortíferos entre todos los berserkers turingios. Escoltaban una carreta cubierta de la que tiraban caballos que se empleaban más habitualmente para llevar lanceros jutones, pero que el conde Marius había ofrecido para servir al rey berserker herido.

Sigmar vio un rostro conocido entre los Espadas y le hizo una señal con la cabeza a Wolfgart. Juntos, cabalgaron al lado de los guerreros tatuados. Una mujer berserker con el largo cabello recogido en trenzas apretadas y que iba desnuda salvo por una coraza de malla y brazales, levantó la mirada hacia ellos con el dolor de la derrota reflejado en los ojos.

—¿Cómo está? —preguntó Sigmar.

—Preguntádselo vos mismo —respondió Ulfdar, la guerrera berserker a la que Sigmar había derrotado cuando se había enfrentado a los turingios para conseguir el Juramento de Espada de su rey.

La guerrera tenía la malla desgarrada y se le caían eslabones a la carretera embarrada con cada paso.

—Te vi pelear —dijo Sigmar—. Perdí la cuenta de a cuántos mataste.

—No llevo la cuenta —respondió Ulfdar—. No recuerdo mucho de las batallas. Cuando la niebla roja se apodera de mí, ya es lo bastante difícil distinguir a amigos de enemigos.

Sigmar alzó la voz para que todos los turingios lo oyeran.

—Ayer luchasteis como héroes —dijo—, todos vosotros. Vi como el enemigo se os echaba encima y ninguno de vosotros retrocedió un solo paso. El vuestro es un coraje férreo que no se puede quebrar. Los norses resultaron ser un enemigo más fuerte de lo que recordábamos, pero somos mejores que ellos. Ellos están lejos de casa y nosotros defendemos nuestra tierra natal. Ninguna fuerza del mundo se puede comparar con el guerrero que defiende su hogar y a sus seres queridos.

Los turingios siguieron adelante sin responder, y Sigmar no supo decir si sus palabras habían tenido algún efecto en ellos. El carro que transportaba al conde Otwin se acercó, y Sigmar esperó a que llegara hasta él. Los Espadas se separaron ante él, y Cradoc, con su rostro chupado, apartó las portezuelas de lona situadas en la parte posterior del carro.

—No lo canséis —le advirtió el cirujano—. La lanza le rompió tres costillas y le rozó el pulmón derecho. Tiene suerte de estar vivo, aunque al escucharlo cualquiera pensaría que simplemente se cortó afeitándose.

—Maldita sea, hombre —exclamó Otwin desde detrás Cradoc—. He estado peor después de una noche de borrachera. Cuando amanezca, volveré a estar en pie.

—Ya ha amanecido —soltó Cradoc—. Y si intentáis levantaros, moriréis.

Cradoc se bajó del carro, miró a Sigmar y dijo:

—Tengo que tratar a otros hoy, así que vigiladlo. Y no dejéis que se levante de la cama. Si se muere, os culparé a vos.

—Entendido. Tenéis mi palabra de que no saldrá de este carro.

El irascible curandero asintió con la cabeza y se dirigió con cansancio hacia más heridos que podían caminar. Sigmar llevó a su caballo al paso detrás del carro y miró a su amigo herido, que se encontraba dentro.

El conde Otwin estaba recostado en un catre y tenía la parte superior del cuerpo envuelta por completo en vendas de lino. El rey berserker tenía la piel cérea y pálida, y su pecho subía y bajaba con respiraciones bruscas y poco profundas. Sonrió débilmente, y Sigmar vio lo cerca que había estado de la muerte.

—Espero que escucharais lo que os dijo Cradoc —apuntó Sigmar.

—¡Bah!, cirujanos, ¿qué saben ellos de resultar heridos en batalla?

—Mucho, viejo bribón —contestó Wolfgart—. Cradoc me ha cosido las heridas en más de una ocasión y, cuando era joven, blandía una espada además de usar una aguja y una bolsa de hierbas.

—Está bien —admitió Otwin—, y oí lo que les dijisteis a los Espadas. Buen discurso, pero no les van mucho las palabras rebuscadas.

—Eso vi —dijo Sigmar—. Pero había que decirlo.

Otwin asintió con la cabeza.

—Sí, así es. Los malditos norses nos dieron una buena paliza, Sigmar, así que espero que les deis ese mismo discurso a todos. Los hombres necesitan oír que esos cabrones tuvieron suerte y que los haremos retroceder la próxima vez que nos enfrentemos a ellos.

—Eso es lo que yo le dije —terció Wolfgart.

—Bueno, ¿a cuántos perdimos? —preguntó Otwin.

—Aún tenemos que hacer el recuento final, pero parece que perdimos casi mil hombres —respondió Wolfgart.

—Por las lágrimas de Shallya, eso es mucho —maldijo Otwin—. ¿Y los norses?

—Es difícil de calcular —dijo Wolfgart—, pero apostaría a que no más de trescientos.

—Sí, una paliza —repitió Otwin, sacudiendo la cabeza—. Habría sido mayor de no ser por Marius. Sus lanceros y ballesteros nos sacaron las castañas del fuego.

—Muy cierto —coincidió Sigmar.

El conde jutón los había sorprendido a todos con su valor y férrea determinación ante la derrota. Ballesteros mercenarios con los bolsillos llenos de oro del Imperio golpearon a los devastadores norses con despiadadas descargas de flechas con puntas de hierro, cubriendo la retirada e impidiendo que se convirtiera en una desbandada.

—Quién lo habría pensado, ¿eh? —comentó Otwin con una sonrisa de diversión—. Dichoso Marius. Apuesto a que os alegráis de que no os dejara matarlo en Jutonsryk, ¿no?

—Más de lo que os imagináis —respondió Sigmar.

Otwin tomó un trago de un odre haciendo una mueca cuando se le tensaron los puntos. Se volvió a dejar caer sobre la cama con la frente brillante de sudor, aunque todavía hacía frío.

—Bueno, ¿y ahora qué? —inquirió Otwin cuando se hubo recuperado lo suficiente para hablar—. Espero que tengáis un plan para volver a enviar a esos cabrones al otro lado del agua.

—Creo que sí —dijo Sigmar—. Este Cormac Hacha Roja es un general inteligente, pero el mismo salvajismo que hace que sus guerreros sean tan feroces fue nuestra salvación. Si hubieran sido lo bastante disciplinados para montar una persecución, nos habrían destruido. Cormac no volverá a cometer ese error.

—¿Y los otros condes? —preguntó Otwin—. ¿Hay alguna noticia? Necesitamos su fuerza.

—Lo sé, pero les llevará tiempo reunir a sus ejércitos y acudir en nuestra ayuda.

Otwin dudó antes de decir:

—¿Y estáis seguro de que vendrán? Quiero decir, después de lo que ocurrió con los roppsmenn y esa… desavenencia con Aloysis y Krugar.

—Vendrán —aseguró Sigmar con más convicción de la que sentía—. Aunque sólo sea porque los norses volverán sin duda sus hachas contra ellos si fracasamos.

—Eso es cierto —convino Otwin—. Entonces, ¿cómo ganaréis el tiempo que necesitan para ponerse en marcha?

—Subestimé a los norses —contestó Sigmar—, pero no lo volveré a hacer. Tenemos que atraerlos hacia nosotros y destruirlos como un cirujano saja una úlcera producida por la peste.

—¿Y cómo planeas hacer eso? —preguntó Wolfgart—. Ahora nos superan en número en varios miles.

—Nos retiraremos a Middenheim —explicó Sigmar—. Es la mayor fortaleza del Imperio y no ha caído nunca.

—No la han atacado nunca —señaló Wolfgart—. ¿Una ciudad en una montaña? Habría que estar loco para atacarla. ¿Por qué no habrían de ignorarnos simplemente y seguir adelante hasta Reikdorf? O cualquier otra ciudad que no sea tan imposible de tomar.

—Sus líderes están pensando como nosotros y sabrán que no pueden ignorar Middenheim sin más —dijo Sigmar—. Seguir adentrándose en el Imperio dejando un ejército a sus espaldas sería una locura. No les quedará más remedio que atacarnos.

—En ese caso, esperemos que tengáis razón respecto a los otros condes —añadió Otwin—. Si no atienden vuestro llamamiento, Middenheim será nuestra tumba.

Las piras ardían, pirámides de cráneos levantadas hasta muy entrada la noche, y Cormac observaba la sangrienta tortura a la que estaban siendo sometidos los prisioneros. Sus gritos eran plegarias a los Dioses Oscuros y en los bosques resonaban los cantos y oraciones de los norses. Ebrios de masacre y victoria, miles de hombres llenaban el valle poco profundo donde se habían enfrentado al poderío de Sigmar y se habían impuesto.

A Cormac todavía le costaba creer que hubieran ganado.

Al ver al ejército de Sigmar sobre la ladera, se le había secado la boca y se le había hecho un nudo de inquietud en las tripas. El emperador nunca había sido derrotado y los hombres del Imperio estaban convencidos de que iban a aplastar a los invasores en una gran batalla.

Aunque odiaba admitirlo, los planes de Kar Odacen y el sistema de adiestramiento de Azazel, que había pasado las dos últimas estaciones enseñando a los norses la forma de hacer la guerra del Imperio, habían dado frutos. Cormac disfrutó de la sensación de pánico que se apoderó de sus enemigos cuando vieron a los norses luchando como un grupo disciplinado. La multitud de chamanes de Kar Odacen había empleado sus hechizos para hacer caer el cielo sobre el enemigo y su perdición quedó asegurada.

La masacre había sido impresionante, y Cormac le había dado una parte igual del botín viviente a cada uno de sus caudillos vasallos. Los kul habían destripado a sus cautivos de manera ritual y chamanes encorvados con sombras que farfullaban en los hombros se habían comido sus entrañas. Grupos de jinetes wei-tu ataron cuerdas a las extremidades de los prisioneros y se alejaron en direcciones diferentes para desmembrarlos, mientras que los forzudos khazag mataron a sus prisioneros aporreándolos con los puños.

Cormac se había enfrentado y había matado a dos docenas de guerreros en un foso de lucha cavado a toda prisa y rodeado de espadas. Con las manos desnudas y pura ferocidad, había derribado a cada prisionero y se había bebido su sangre mientras le salía a borbotones del cuello, que le había abierto previamente con los dientes.

Los hung habían atentado contra sus cautivos de todos los modos imaginables, y luego les habían entregado sus cuerpos destrozados y maltratados a los esclavos para que jugaran con ellos. De todas las suertes que habían corrido los prisioneros del Imperio, ésa era la que más había ofendido a Cormac. Todo guerrero, incluso un enemigo, tenía derecho a una muerte de sangre, a que ofrecieran su cráneo al trono de bronce de Kharnath.

Kar Odacen lo apaciguó hablándole de las miles de formas de los Dioses Oscuros y de cómo a cada una se la honraba de una manera diferente. ¿Acaso no eran los malolientes fosos de la peste de Onogal un medio de servir a los dioses del norte? Aunque no se apoderaban de ningún cráneo en batalla, los chamanes que se atrevían a adentrarse en la locura del lejano norte y regresaban contrahechos y dementes a causa del poder eran igual de leales a los antiguos dioses. Los cultos de placer de los hung no eran menos honrosos, añadió Kar Odacen, aunque a Cormac sí se lo parecían.

Además, como había señalado Azazel, Cormac no podía permitirse fomentar desacuerdos en su ejército al impedir que los hung se divirtieran. Su unión era algo frágil, en el mejor de los casos, y ofender a los adoradores de Shornaal empezaría un conflicto que haría que el ejército se disolviera en cuestión de días.

Cormac se abrió paso por el campamento, deteniéndose de vez en cuando para observar un sacrificio particularmente divertido o grotesco en un altar improvisado. Tenía la piel caliente y roja debido a las piras, pues había abundante madera para quemar. Con el tiempo, el Imperio sería una pira gigantesca, con el cráneo de su emperador colocado sobre una gran pirámide de hueso y ceniza.

Al llegar al comienzo del valle, vio a Kar Odacen y Azazel. Se le agrió el humor, ya que no podía mirarlos sin pensar que conspiraban a sus espaldas. Un chamán y un traidor a su propia gente. ¡Menudos lugartenientes tenía!

Un cadáver destrozado yacía a los pies del chamán, y por las espantosas mutilaciones infligidas sobre su carne, Cormac, supo que Azazel había satisfecho su sed de tortura. El vientre del cadáver estaba abierto y Kar Odacen tenía las manos hundidas en sus intestinos. Kar Odacen extrajo un brillante hígado con un húmedo sonido de succión y le dio la vuelta en sus manos rojas.

—¿Qué dicen las entrañas? —preguntó Cormac, y Azazel apartó la mirada del cadáver desgarrado de mala gana.

Cormac estaba a punto de volver a preguntar cuando Kar Odacen levantó una mano.

—Guardad silencio —pidió el chamán—. El arte de la aruspicina requiere concentración.

Cormac luchó contra el impulso de coger su hacha y enterrarla en la cabeza del chamán por tal falta de respeto y soltó el arma que aferraba con fuerza. No se había dado cuenta de que la estaba agarrando.

—Fue una buena victoria —comentó Azazel mientras observaba embelesado su propia imagen en el reluciente metal de la hoja de su espada—. Muy reñida y bien ganada.

Cormac asintió con la cabeza, sin estar seguro de si Azazel le estaba hablando a él o al reflejo. Se obligó a responder sin furia.

—Sí, así es —dijo—. Conseguimos muchos cráneos y nuevos grupos de trofeos para cada campeón.

—Es una lástima que no sacarais partido de ello —dijo Kar Odacen sin levantar la mirada del proceso de lectura de la carne del muerto—. La disciplina falló al final y nuestros enemigos se nos escaparon. Ahora tendremos que volver a enfrentarnos a esos hombres.

—Pues volveremos a enfrentarnos a ellos —contestó Cormac entre dientes—, y los derrotaremos de nuevo.

—Yo no estaría tan seguro de eso —repuso Azazel—. Derrotamos a los hombres de Sigmar porque no estaban preparados para que lucháramos como ellos, pero aprenderán de ese error.

Cormac intentó no mirar a Azazel y esperó a que el chamán hablara.

—¿Me habéis escuchado? —preguntó Azazel.

—Sí —soltó Cormac, mirando por fin al espadachín a los ojos.

Por mucho que detestara los ritos de Shornaal, los poderes del Príncipe Oscuro debían haberle dado forma sin duda a los rasgos de Azazel. Levantarle la voz enfadado a tal espécimen de perfección parecía algo repugnante. Se obligó a mirar más allá del atractivo de Azazel hasta la corrupción que se ocultaba debajo.

—Pensaba que tu adiestramiento nos había puesto a su altura en batalla —dijo.

Azazel se rio y su risa tenía un timbre tan seductor que Cormac sintió que su ira se disipaba ante un sonido tan maravilloso.

—Ni de lejos —contestó Azazel, sonriéndole—. Nosotros nos hemos adiestrado durante menos de dos estaciones. Los hombres de Sigmar se han entrenado y han luchado juntos durante años.

—Vuestro ejército supera en número al de Sigmar y el poder de los Dioses Oscuros nos hace invencibles —apuntó Kar Odacen.

—No, nos hace vulnerables —rebatió Cormac.

—Eso no tiene sentido —dijo Kar Odacen entre dientes—. Mi poder no ha sido nunca tan grande.

—Es un error pensar que uno es invencible, chamán. El exceso de confianza hará que nos derroten. Pensando así cometeremos errores, dejaremos brechas para que el enemigo las aproveche. No debemos dar nada por sentado y esperar que nuestros enemigos regresen de esta derrota más fuertes y más preparados. El señor del Imperio no es ningún tonto y sin duda aprenderá de esta lección de humildad.

—Bueno, ¿qué creéis que hará Sigmar a continuación? —preguntó Azazel.

—Se replegará a Middenheim —contestó Cormac—. Es su única alternativa.

Azazel asintió con la cabeza y dijo:

—Escalaré hasta los cielos y lo arrancaré de su alto pedestal.

—No —repuso Cormac—. Por lo menos, todavía no.

La expresión de Azazel se endureció y sus ojos se volvieron fríos.

—¿Qué? —exclamó—. Tenemos al enemigo a nuestro alcance. ¿Por qué no lo agarramos por el cuello?

—Porque eso es lo que espera que hagamos —explicó Cormac—. Sigmar tiene que ganar tiempo para que sus fuerzas se reúnan. Lo hará atrayéndonos a las murallas de una ciudad inexpugnable.

—Entonces, ¿qué sugerís? —dijo Azazel, apretando los dientes—. Mis espadas ansian clavarse en el cuerpo de Sigmar.

—Que no le sigamos el juego. Ignoraremos Middenheim y presionaremos hacia el este. Quemaremos los bosques y pueblos del Imperio y buscaremos a las fuerzas que respondan a la petición de ayuda de Sigmar. Las destruiremos una a una, y pronto los relatos de nuestras victorias atraerán a más de los nuestros desde el otro lado del mar. En menos de una estación, el Imperio estará en las llamas.

—No —repuso Kar Odacen mientras se levantaba del cadáver y les tendía el hígado para que lo viera. El interior duro y fibroso estaba amarillo a causa de la enfermedad—. Estáis equivocado. Eso no ocurrirá.

—¿Qué queréis decir? —exigió Cormac.

Kar Odacen acarició el hígado y unas hebras de pus rancio le gotearon de los dedos.

—Vamos a seguir a Sigmar a Middenheim —sentenció el chamán.

—Eso es un error —dijo Cormac—. Podemos destruir el Imperio sin enfrentarnos al emperador en batalla hasta que se lo hayamos arrebatado todo.

—¿Creéis que esto es por el Imperio? —preguntó bruscamente Kar Odacen mientras posaba su mirada glacial sobre Cormac y Azazel—. No lo es. Es por Sigmar. ¿Creéis que lucháis por tierras perdidas, por venganza? No, esta guerra es la primera de muchas, y todas las demás dependerán de esta.

—Aunque no me gusta la idea de dejar a Sigmar en su ciudad en la montaña, el plan de Cormac tiene sentido —opinó Azazel, y a Cormac le sorprendió contar con el apoyo del espadachín.

—¿El plan de Cormac? —repitió Kar Odacen entre dientes—. ¿Desde cuándo las tribus del norte prestan atención a las palabras de un mortal? Es el caudillo y campeón de esta hueste por la voluntad de los dioses, ¡y cuando hablan, él debe obedecer!

—En ese caso, ¿cuál es la voluntad de los dioses? —preguntó Cormac, reprimiendo sus impulsos asesinos.

Los ojos del chamán adquirieron una expresión vidriosa y ausente, y dio la impresión de que su voz resonaba desde un lugar o un tiempo muy lejano.

—La Llama de Ulric debe apagarse, y Sigmar debe morir —respondió—. He visto eras más allá de este tiempo de leyendas, hasta un lugar donde la oscuridad se cierne sobre el mundo y las fuerzas de los antiguos dioses se preparan para traer la ruina al mundo. El triunfo final del Caos se acerca, pero un nombre frena el avance de la oscuridad, un nombre de poder que les da esperanza a los hombres y refuerza el valor de todos los que lo escuchan. Ese nombre es el de Sigmar, y si no lo destruimos aquí y ahora, su nombre resonará a lo largo de los siglos como un símbolo bajo el que se unirán nuestros enemigos.

Cormac sintió un sombrío escalofrío premonitorio cuando un movimiento recorrió los bosques que rodeaban a su ejército. Lo primero que pensó fue que el ejército de Sigmar había regresado durante la noche para caer sobre ellos mientras daban gracias por su victoria, pero esa idea desapareció al ver lo que salió del límite del bosque.

La luz del fuego iluminó a miles de bestias que caminaban, se arrastraban y volaban y que rodeaban al ejército del norte por completo. Habían sido bendecidas por el poder deformador de los Dioses Oscuros y no había dos iguales; eran una maravillosa mezcla de hombre y animal. Habían acudido a la llamada del chamán armadas con hachas rudimentarias, espadas oxidadas o garrotes con tachuelas; una hueste de monstruos con las cabezas gruñendo de lobos, osos, toros y otro millar de formas que resultaban difíciles de identificar.

A la vez, hendieron la noche con sus aullidos, bramidos y chillidos, y la sensación de fuerza y poder de Cormac como señor de este ejército cedió ante tal devoción atávica a los antiguos dioses. Primitivas y carentes de todo impulso salvo destruir y vengarse de una raza que las odiaba y temía, las bestias estaban preparadas para desgarrar el cuello del Imperio.

—Estos son días de gran poder —dijo Kar Odacen—. Las tribus del norte, las bestias del bosque y un gran príncipe de Kharnath caerán sobre Middenheim, ¡y bautizaremos este mundo con sangre!

La noche estaba cayendo, pero seguían llegando.

Como si se tratara de un mar vivo de pelo, carne e hierro, la hueste del norte se arremolinaba y se deslizaba alrededor de la base de la roca Fauschlag sin fin. Sigmar se encontraba al borde de la ciudad con el viento haciendo ondear su capa de piel de lobo tras él, mientras sus compañeros guerreros se mantenían a una distancia más prudente de la caída vertical.

La última vez que se habían congregado tantos había sido en la coronación de Sigmar, nueve años atrás. Habían ocurrido tantas cosas desde entonces que Sigmar apenas recordaba la promesa y la esperanza de aquel día.

Algunas de esas esperanzas se habían cumplido; otras se habían truncado.

Se habían forjado y reforzado amistades. Otras se habían deteriorado.

La guerra que se avecinaba comprobaría cuáles perdurarían.

Conn Carsten de los udoses permanecía con las manos apoyadas sobre el pomo de una espada a dos manos de hoja ancha, mientras que Marius de los jutones simplemente observaba al enemigo que se iba congregando sin inmutarse. Contra todo consejo, Otwin se había reunido con ellos; Ulfdar y un guerrero turingio al que Sigmar no conocía lo mantenían erguido. Le habían encadenado hacía poco la enorme hacha a la muñeca y el rey berserker sólo se separaría de ella con la victoria o la muerte.

Myrsa y Pendrag estaban a su izquierda, Redwane y Wolfgart a su derecha. Sus mejores amigos y aliados se encontraban a su lado, y su fe y amistad constantes suponían una lección de humildad para él. A pesar de todo por lo que les había hecho pasar a lo largo de los años, seguían siendo incondicionalmente leales.

—Han venido —comentó Wolfgart—. Justo como dijiste.

—Sí —coincidió Redwane—. Qué suerte tenemos, ¿eh?

—No pensé que vendrían —admitió Pendrag—. Tienen que saber que no pueden tomar esta ciudad.

—No creo que hubieran venido si no esperaran derrotarnos —dijo Sigmar.

—No subirán por los montacargas de cadena, así que el otro único medio de entrar es el viaducto —apuntó Wolfgart—. Con los guerreros de los que disponemos, podemos defenderlo hasta el fin de los días.

Sigmar leyó sus rostros. Se creían seguros e invencibles en lo alto de aquella roca. Muy pronto aprenderían que creer eso era una locura.

—Si el viaducto fuera la única manera de entrar en la ciudad, podría estar de acuerdo contigo —dijo Sigmar—, pero no lo es, ¿verdad, Myrsa?

El Guerrero Eterno sacudió la cabeza, como si lo estuvieran obligando a revelar un secreto molesto.

—No —contestó—, no lo es. ¿Cómo lo habéis sabido?

—Soy el emperador; es mi deber saber esas cosas —respondió.

Sonrió y luego se dio un golpecito en el aro de oro y marfil grabado con runas que llevaba en la frente.

—Alaric me habló de cómo sus mineros e ingenieros ayudaron a Artur a llegar a cima de la roca Fauschlag. Me dijo que la roca que tenemos debajo es un laberinto de túneles y cuevas: algunos excavados por los enanos, y otros hechos por manos que son un misterio incluso para la gente de las montañas.

—Es cierto —añadió Myrsa—. Tenemos unos cuantos mapas, pero están incompletos en su mayor parte y, la verdad, no creo que nadie sepa con exactitud qué hay debajo de nosotros realmente.

—¿Hay otro modo de entrar en mi ciudad y yo no lo conozco? —preguntó Pendrag—. Deberías haberlo dicho, Myrsa.

—La defensa de la ciudad es mi campo —alegó Myrsa—. Hace mucho tiempo, se decidió que cuanta menos gente supiera lo de los túneles, mejor. En cualquier caso, nuestros enemigos no pueden conocerlos.

—Lo harán —aseguró Sigmar—. Los encontrarán y debemos defenderlos.

Observaron en silencio durante un rato las fuerzas de los norses que se iban congregando, cada uno intentando calcular a cuántos enemigos se enfrentaban, pues las fuerzas de Cormac Hacha Roja eran mucho más grandes que antes. Bestias inhumanas habían engrosado sus filas y la imagen de una reunión de monstruos tan inmensa resultaba espeluznante.

—Los bosques se han quedado vacíos —dijo Otwin—. Nunca imaginé que hubiera tantas bestias.

—Habrá menos cuando esto acabe —gruñó Conn Carsten.

Aunque Sigmar no podía decir que apreciara al jefe de clan udose, le agradeció en silencio sus palabras desafiantes al ver la determinación que le transmitieron a sus compañeros guerreros. Volvió a mirar al ejército enemigo y su aguda mirada distinguió el estandarte de Cormac Hacha Roja.

Bajo el estandarte, un altísimo guerrero con armadura negra y un yelmo con cuernos contemplaba la ciudad de la montaña. Aunque lo separaba una gran distancia de su enemigo, Sigmar se sintió como si Cormac se encontrara justo delante de él. Si susurraba, su enemigo oiría lo que tenía que decir.

—No me quitarás mi Imperio —dijo.

Dos figuras atendían al caudillo norse: una forma encorvada que apestaba a brujería y el ágil guerrero con armadura plateada que llevaba dos espadas. El espadachín tenía el cabello oscuro y la piel pálida, y cuando desenvainó una de las armas, Sigmar se estremeció al reconocerlo.

Era imposible. Había demasiada distancia y, aunque el rostro del guerrero era poco más que un puntito blanco en medio de un mar de caras belicosas, Sigmar estaba seguro de que lo conocía.

—El espadachín —indicó—, al lado de Cormac Hacha Roja.

Wolfgart entrecerró los ojos en la penumbra crepuscular.

—Sí, el alfeñique flacucho. ¿Qué le pasa?

—Lo conozco.

—¿Qué? —preguntó Wolfgart entre dientes—. ¿Cómo puedes conocerlo? ¿Quién es?

—Es Gerreon —contestó Sigmar.

Wolfgart suspiró.

—Esto se pone cada vez mejor —dijo.