UNO
UNO
Los últimos días de los reyes
Ya estaba anocheciendo cuando la hechicera se apartó de la cima neblinosa desde la que se dominaba la ciudad de Reikdorf. Se había alejado muchas millas de su hogar en el Brackenwalsch y le dolían las extremidades debido al largo viaje. Las cataplasmas y tisanas de campanilla y valeriana ya no podían evitar que sus articulaciones le causaran dolor, así que descansó un momento apoyándose sobre un largo bastón hecho de madera de serbal. La parte superior del bastón estaba adornada con talismanes de protección y ocultación, pues el solsticio de verano era un momento en el que las miradas de los dioses estaban puestas en el mundo, y no convenía atraer atención no deseada.
La hechicera emprendió el descenso por la colina hacia la ciudad, que relucía como un faro en medio de la oscuridad creciente. Habían colocado antorchas en las nuevas murallas de piedra, y la luz que emitía la ciudad iluminaba el paisaje de alrededor con un cálido brillo que daba sensación de seguridad.
La hechicera sabía que la seguridad era algo ilusorio, ya que ése era un mundo peligroso, un mundo antiguo, en el que bestias monstruosas merodeaban por los extensos bosques y belicosas tribus de pieles verdes asaltaban las tierras de los hombres desde sus guaridas en las montañas. Pero éstos no eran los únicos peligros que acechaban cerca de la luz: cosas desconocidas y ocultas aunaban fuerzas en la negrura para atacar a la humanidad.
Un escalofrío recorrió a la hechicera, y ésta sintió el húmedo abrazo de la tumba en ese frío. Su tiempo en este mundo estaba llegando a su fin y todavía quedaba mucho por hacer; aún había muchos caminos que encauzar y muchos destinos que desbaratar. Ese pensamiento hizo que acelerara el paso.
Al pisar, notaba el suelo blando, cálido y todavía húmedo debido a la lluvia que había caído. Aunque había un camino empedrado que serpenteaba hacia la puerta meridional de las murallas de la ciudad, que permanecía abierta, la hechicera andaba sobre la hierba, pues prefería sentir la vida del mundo bajo los pies. Caminar descalza significaba notar el poder que moraba en la tierra y conocer esas corrientes de energía sin corromper que aún existían en los lugares sagrados del mundo.
El que tales lugares fueran cada vez más escasos suponía un gran motivo de tristeza para la hechicera. Cada camino, cada salón de piedra y cada paso hacia la civilización alejaban más al género humano de su conexión con la tierra que le había dado la vida. Los avances que permitían a los hombres sobrevivir en este mundo eran precisamente lo que los separaba de sus orígenes y su auténtica fuerza.
Las murallas de la ciudad se erguían ante ella, altas y resistentes, construidas con bloques de piedra oscura. Medían nueve metros de alto como mínimo, y la anciana reconoció las enseñanzas de la gente de las montañas en los bloques cortados con precisión. Dos sólidas torres flanqueaban la entrada y vio el reflejo de la luz del fuego sobre las armaduras que había detrás de las dentadas almenas.
La hechicera pisó la calzada de mala gana y atravesó la entrada cojeando; atrás dejó filas de barbados guerreros umberógenos protegidos con magníficas lorigas de reluciente malla y yelmos de bronce con penachos de crin.
Ninguno de los guerreros miró siquiera en dirección a la hechicera, y ésta sonrió por lo fácil que se podía engañar a los hombres, incluso con el encantamiento más sencillo.
Reikdorf se abrió ante ella. Habían transcurrido muchos años desde la última vez que había estado en la ciudad de Sigmar y le sorprendió lo mucho que había cambiado. Lo que en otro tiempo había sido poco más que una simple aldea de pescadores a orillas del Reik había crecido hasta convertirse en algo enorme y desparramado. Los logros de Sigmar habían conseguido impresionarla, muy a su pesar.
Edificios de piedra se apiñaban en un laberinto de calles y callejones que olían a vida y crecimiento sin restricción alguna. Graneros y almacenes se erguían imponentes sobre ella y juramentos a voz en grito salían de malolientes tabernas. A pesar de lo tarde que era, el metal repicaba contra el metal en una forja cercana, y los mensajeros pasaban a toda velocidad entre el gentío llevando mensajes de unos a otros mercaderes. Las calles estaban atestadas de gente, aunque nadie, salvo niños y perros, le dedicó más de una mirada. A medida que la hechicera atravesaba la ciudad, los hombres hacían el símbolo de los cuernos sin que pudieran explicar del todo el motivo y las mujeres apretaban a los bebés contra el pecho.
Podía ver la casa larga de los reyes umberógenos más adelante, un salón magníficamente construido por manos enanas como muestra de gratitud por el rescate del rey Kurgan Barbahierro de Karaz-a-Karak, apresado por unos saqueadores pieles verdes. Los pesados postigos de madera estaban abiertos de par en par y del interior escapaba una luz amarilla acompañada de los sonidos de un gran alborozo y estruendosos festejos.
Había una gran cantidad de estandartes plantados delante de la casa larga, una profusión de colores y emblemas que en otro tiempo habían significado división, pero que ahora hablaban de unidad y de un objetivo común. Vio el cuervo de los endalos, el caballo empinado de los tálemenos, el estandarte de la calavera del rey Otwin de los turingios, y muchos otros. Frunció el entrecejo al comprobar que había una ausencia notable y sacudió la cabeza mientras se dirigía hacia la casa larga, donde el señor de la tribu umberógena y futuro emperador había congregado a sus guerreros.
Unas amplias puertas de madera ribeteadas de hierro conducían al interior. Delante había seis guerreros con gruesas capas de piel de lobo y pesados martillos de hierro forjado. Como antes, ninguno le prestó atención mientras pasaba entre ellos, pues enturbiando sus mentes y recuerdos borró todo rastro de su presencia. Los guardias irían a la tumba jurando por las vidas de sus hijos que ni una sola alma había pasado ante ellos.
El olor a sudor y abundante cerveza la asaltó en el interior de la casa larga, junto con el intenso calor que provenía del hoyo para el fuego situado en el centro. Una serie de mesas resistentes se extendían de un extremo a otro del edificio, y cientos de guerreros lo llenaban con cánticos y risas. El humo del fuego se concentraba bajo el techo y se le hizo la boca agua con el delicioso aroma a cerdo asado.
Aunque había atravesado las calles de Reikdorf sin que la vieran, se mantuvo en las sombras, pues había mentes cerca más perspicaces que las de la gente normal. Reyes, reinas y enanos se habían reunido en Reikdorf y no se dejarían engañar tan fácilmente. Se dirigió a la parte posterior de la casa larga, lejos del trono vacío que se encontraba en el otro extremo del salón, bajo una serie de truculentos trofeos de batalla.
De las vigas del techo colgaban estandartes de guerra y la complació ver miembros de tribus provenientes de todo el Imperio moviéndose por el salón con una facilidad que sólo compartían los compañeros de armas. Esos guerreros habían luchado y sangrado en la batalla del Paso del Fuego Negro contra la mayor horda de pieles verdes que el mundo había visto nunca. Esa increíble victoria y el horror compartido habían forjado un vínculo tan indestructible como duradero.
Los gaiteros endalos tocaban tonadas militares y los bardos enanos contaban relatos de antiguas batallas al son de la música. El ambiente era festivo, había un clima de júbilo, y la hechicera se sintió por un momento culpable por importunar en ese día de celebración.
Deseó haber podido traerle un regalo de dicha al nuevo emperador la noche de su coronación, pero así era la vida.
Muy por encima de Reikdorf, en la Colina de los Guerreros, Sigmar se arrodilló ante la tumba de su padre y cogió un puñado de tierra que sostuvo en el hueco de la mano. La tierra era oscura, fértil y arcillosa. Era buena tierra, que se había nutrido de antiguas muertes. Sigmar miró la gran losa de roca que sellaba la tumba del rey Björn y deseó que su padre pudiera verlo en ese momento. Había logrado tanto durante su reinado y, sin embargo, aún queda mucho por hacer.
—Os echo de menos, padre —dijo mientras dejaba que la tierra escapara entre sus dedos—. Echo de menos la fuerza que me dabais y la sabiduría acumulada que ofrecíais libremente, aunque muy a menudo hacía caso omiso de ella.
Sigmar levantó una espumosa jarra de cerveza que había en el suelo y la vertió en la tierra, delante de la tumba. El olor le dio sed. Entonces, sacó el cuchillo de caza de la funda que llevaba al cinto. El arma era un regalo de Pendrag. La factura resultaba exquisita y en la hoja había sido grabada con ácido la imagen de un cometa con dos colas. Incluso el rey Kurgan había manifestado con un gruñido que era un arma pasable, lo que resultaba lo más parecido a un cumplido que un enano llegaría a hacerle a las habilidades metalúrgicas de otras razas.
Sigmar se pasó la hoja por el antebrazo con un movimiento rápido y dejó que la sangre brotara del corte antes de girar la extremidad para permitir que las gotas color carmesí cayeran al suelo. La tierra oscura absorbió la sangre, y Sigmar dejó que manara hasta quedar satisfecho de haber entregado suficiente.
—Esta tierra es mi único amor eterno —anunció—. A esta tierra y a su gente dedicaré mi vida y mi fuerza. Lo juro ante todos los dioses y los espíritus de mis antepasados.
Sigmar se irguió y dirigió la mirada ladera abajo, donde se habían cavado innumerables tumbas en la tierra. Cada una contenía a un amigo, un ser querido o un hermano de armas. Los últimos rayos de sol se reflejaron en una piedra pálida que descansaba contra la ladera y cuya superficie estaba grabada con largas espirales y engalanada con madreselva silvestre.
—He enviado a mis hermanos a la ladera demasiadas veces —susurró Sigmar, mientras recordaba el ascenso para empujar aquella roca hasta el oscuro sepulcro que contenía el cuerpo de Trinovantes.
Parecía increíble que hubieran transcurrido dieciséis inviernos desde la muerte de su amigo. Habían ocurrido tantas cosas y tantas cosas habían cambiado que era como si la época en la que Trinovantes había vivido perteneciera a otra vida.
Recuerdos dolorosos amenazaron con aflorar, pero los contuvo, pues no deseaba tentar a la suerte el día en el que su grandioso sueño de un Imperio por fin se materializaba.
Un viento frío azotaba la cima del gran monte funerario umberógeno, pero Sigmar no lo sentía. Llevaba una oscura capa de piel de lobo apretada alrededor de los hombros, y un jubón de lana acolchado lo mantenía caliente. Tenía el rubio cabello recogido con fuerza en una coleta corta, y los mechones delanteros trenzados en las sienes. Las facciones de Sigmar eran fuertes y nobles, y sus ojos, uno de un azul pálido y el otro de un verde intenso, mostraban una sabiduría y un dolor que sobrepasaban sus treinta y un años.
Sigmar se puso en pie y se limpió la tierra de las manos. Respiró hondo y recorrió el paisaje con la mirada mientras el anochecer proyectaba sus sombras color púrpura hacia el este. Reikdorf brillaba gracias a la luz de las antorchas, pero se podían ver puntos de luz a lo lejos: cada uno era una ciudad perfectamente defendida, con un poderoso grupo de hombres armados para protegerla. Más allá del horizonte del bosque, otros cientos de aldeas y ciudades se extendían de un extremo a otro de sus dominios; todas ellas se agrupaban bajo su gobierno y habían jurado servir a la causa de un Imperio de los hombres unido.
El año transcurrido desde la batalla del Paso del Fuego Negro había sido ubérrimo, ya que los campos habían proporcionado el cereal que tanto necesitaban para alimentar a los guerreros que regresaban y a sus familias. No había hecho mucho frío durante el invierno, el verano había sido templado y tranquilo, y la reciente cosecha había resultado una de las más abundantes que nadie podía recordar.
Eoforth afirmaba que se trataba de una recompensa de los dioses por el valor que habían mostrado los guerreros del Imperio, y Sigmar había aceptado encantado la interpretación de su venerable consejero. Los años anteriores a la batalla habían sido una época dura y de escasez, pues la constante batalla contra los pieles verdes había asolado los campos. La humanidad se había visto al borde de la extinción, pero la titilante llama de la vela había sobrevivido a la oscuridad y ahora brillaba aún con más fuerza.
—El invierno se acerca —comentó Alfgeir, que se mantenía a una respetuosa distancia por detrás de él.
—¿Ahora eres adivino, viejo amigo? —preguntó Sigmar mientras aferraba el mango de Ghal-maraz, el gran martillo de guerra que le había obsequiado el rey Kurgan Barbahierro.
—No necesito lanzar los huesos para sentir el invierno en este viento —respondió Alfgeir—. Y podéis ahorraros lo de viejo, si no os importa. Sólo tengo cuarenta y cuatro años.
Sigmar se volvió hacia el hombre que era tanto el mariscal del Reik como su guardaespaldas personal. Alfgeir se mantenía erguido y valiente con su reluciente armadura de placas de bronce, la viva imagen de un orgulloso guerrero umberógeno. Tenía un rostro de facciones duras y surcado de cicatrices, aunque llevaba su edad con gran dignidad, y pobre de cualquier joven gallito que intentara humillar al viejo durante el adiestramiento en el Campo de Espadas. En otro tiempo su cabello había sido oscuro, pero ahora tenía reflejos plateados.
Al igual que Sigmar, llevaba una larga capa de piel de lobo, aunque la suya era blanca y había sido un regalo del rey Aloysis de los querusenos. Una espada larga de hierro frío le colgaba de la cintura y sus ojos escrutaban constantemente el paisaje en busca de enemigos.
—No hay nada ahí fuera —dijo Sigmar, siguiendo la mirada preocupada de Alfgeir.
—Eso no lo sabéis —contestó Alfgeir—. Podría haber bestias, goblins, asesinos…, cualquier cosa.
—Estás obsesionado —le aseguró Sigmar a la vez que emprendía el descenso por el sendero en dirección a la ciudad. Y señalando hacia los campamentos de las tribus situados al otro lado de las murallas, en dirección oeste, añadió—: Nadie intentaría matarme hoy, no con tantos guerreros armados por aquí.
—Es el tener tantos guerreros por aquí lo que me pone nervioso —apuntó Alfgeir mientras seguía a Sigmar hacia Reikdorf—. Cualquiera de ellos podría haber perdido un padre, un hermano o un hijo en las guerras que librasteis para sumar a sus reyes a vuestra causa.
—Muy cierto —convino Sigmar—, pero ¿de verdad crees que alguno de los grandes reyes ha traído a alguien así a mi coronación?
—Probablemente no, pero no me gusta correr riesgos —respondió Alfgeir—. Ya perdí un rey a causa de una espada enemiga. No perderé un emperador debido a otra.
El rey Björn había caído en las guerras para echar a los norses de las tierras de los querusenos y taleutenos, y la vergüenza de su fracaso a la hora de proteger a su señor le había partido el corazón a Alfgeir. Cuando Sigmar se convirtió en rey de los umberógenos, prácticamente había destruido a la tribu norteña en los años siguientes, empujando a sus ejércitos hacia el mar y quemando sus naves. Había vengado a su padre y había expulsado a los norses del Imperio, pero el odio de Sigmar seguía siendo fuerte.
Sigmar se detuvo y le puso la mano a Alfgeir en el hombro.
—Eso no pasará, amigo mío —le aseguró.
—Admiro vuestra seguridad, mi rey —dijo Alfgeir—, pero creo que me quedaré más tranquilo manteniéndome en guardia y con la espada afilada.
—No esperaría menos, pero ya no eres un jovencito —repuso Sigmar con una sonrisa que privó al comentario de malicia—. Deberías dejar que alguno de los Lobos Blancos más jóvenes te ayudara. ¿Qué tal Redwane?
—No necesito a ese cachorro pegado a los talones —contestó bruscamente Alfgeir—. Ese muchacho es un imprudente y un fanfarrón. Me irrita. Además, ya os lo he dicho, sólo tengo cuarenta y cuatro años, menos de los que tenía vuestro padre cuando fue a luchar al norte.
—Cuarenta y cuatro —murmuró Sigmar, pensativo—. Recuerdo que cuando era joven pensaba que a esa edad uno era un vejestorio. No entendía cómo alguien podía permitirse envejecer.
—Creedme, no lo recomiendo —dijo Alfgeir—. Los huesos te duelen en invierno, se te agarrota la espalda y, lo peor de todo, los jóvenes que ya deberían saber cómo comportarse no te respetan.
—Perdóname, amigo mío —se disculpó Sigmar, riéndose—. Vamos. Ya hemos honrado a los muertos y es hora de saludar a mis hermanos reyes.
—En efecto, emperador —contestó Alfgeir con una reverencia teatral—. No querréis llegar tarde a vuestra propia coronación, ¿eh?
—Estás borracho —dijo Pendrag.
—Muy cierto —coincidió alegremente Wolfgart mientras daba un mordisco a un trozo de jabalí asado—. Siempre he dicho que tú eras el listo, Pendrag.
Wolfgart vació su jarra y se limpió la boca con la manga, donde dejó una mancha de cerveza y grasa. Los dos iban ataviados con sus mejores túnicas, aunque Wolfgart tenía que admitir que la de Pendrag había sobrevivido a las celebraciones preliminares bastante mejor que la suya.
Quería mucho a su hermano de armas y habían compartido aventuras que supondrían magníficas sagas que contarle a su hijo cuando naciera, pero le encantaba tanto fastidiar… Pendrag era sólido e inamovible, con la complexión perfecta para un hachero, mientras que Wolfgart tenía los hombros anchos y las caderas estrechas de un espadachín.
Pendrag tenía el cabello pelirrojo y lo llevaba peinado en complicadas trenzas, y la barba, ahorquillada y endurecida con resina negra. Wolfgart se había abstenido de utilizar adornos tan groseros y simplemente controlaba su indómita y oscura cabellera con un aro de cobre que Maedbh le había regalado en el aniversario de su unión de manos.
Las muchachas que servían se abrían paso entre el hormigueo de miembros de las tribus que festejaban la ocasión, transportando fuentes abarrotadas de carne y jarras de cerveza espumosa, mientras esquivaban las atenciones de los apasionados borrachos. Wolfgart alargó la mano, agarró una abollada vasija de cobre llena de cerveza de las bandejas de una de las mozas y sorbió un ruidoso trago sin molestarse en servírsela en la jarra.
La mayor parte del espumoso líquido le cayó por la pechera, y Pendrag suspiró.
—¿No podías evitar emborracharte esta noche? —preguntó Pendrag—. ¿O al menos no emborracharte tanto?
—¡Vamos, Pendrag! ¿Cuántas veces nuestro amigo de la infancia logra que lo coronen emperador de todas las tierras de los hombres? Seré el primero en admitir que pensé que estaba loco como un salvaje queruseno cuando nos contó su plan, pero, por Ulric, ¿no va y lo consigue?
Wolfgart agitó la vasija en dirección a los cientos de miembros de las distintas tribus que estaban reunidos alrededor del largo hoyo para el fuego. Desenfrenados alardes y risas alegres recorrían la estancia de un extremo a otro, la música de las gaitas competía con los cánticos de batalla y las vigas del techo se sacudían debido al sonido del intenso jolgorio.
—Lo que quiero decir es: ¡mira a tu alrededor, Pendrag! —exclamó Wolfgart—. Todas las tribus reunidas aquí, bajo el mismo techo y sin pelearse. Sólo por eso, Sigmar merece ser emperador.
—Es impresionante —coincidió Pendrag mientras tomaba un refinado sorbo de vino tileano. El rey Siggurd había traído seis barriles de aquella bebida, y Pendrag le había tomado bastante el gusto.
—Es más que impresionante; es un auténtico milagro —afirmó Wolfgart, arrastrando las palabras y usando el brazo en el que sostenía la vasija para abarcar toda la casa larga—. Quiero decir que los querusenos y los taleutenos se han estado peleando por sus territorios fronterizos desde mucho antes de que ninguno de nosotros naciera, y aquí están bebiendo juntos. Mira allí… ¡Turingios haciendo juramentos de sangre como solían hacerlo los teutógenos! Un jodido milagro es lo que es, un jodido milagro.
—Sí, es un milagro, pero será un milagro aún mayor si consigues caminar en línea recta cuando llegue el momento de emprender la marcha del rey hacia la Piedra de Juramentos.
—Caminar. Tambalearse. ¿Cuál es la diferencia? —preguntó Wolfgart, levantado la vasija una vez más.
Pendrag estiró la mano para impedir que tomara más cerveza, y Wolfgart sintió el frío metal de la mano de plata de su amigo. Un hacha turingia le había cortado tres dedos a Pendrag durante la batalla del rey berserker, y el maestro Alaric de los enanos le había fabricado el nuevo guantelete. Pendrag aseguraba que los dedos mecánicos funcionaban igual de bien que los antiguos, pero Wolfgart nunca había conseguido acostumbrarse a ellos.
—Avergonzarás a Maedbh si no puedes mantenerte en pie —señaló Pendrag—. ¿Y de verdad quieres eso?
Wolfgart se quedó mirando a Pendrag un momento antes de derramar el contenido de la vasija.
—¡Maldita sea!, siempre das en el blanco, amigo —se quejó mientras cogía la jarra de agua, que estaba prácticamente intacta—. Dormí con los caballos tres días la última vez que volví a casa borracho.
Wolfgart dio varios tragos rápidos de agua, se enjuagó el sabor de la cerveza de la boca y escupió sobre el suelo cubierto de paja.
—Civilizado como siempre —comentó una voz junto a Wolfgart a la vez que un guerrero, ataviado con una armadura de placas de hierro pintadas de rojo intenso, se sentaba a su lado—. Pensaba que Reikdorf era la luz de la civilización en el mundo estos días y que se suponía que los del norte eran los bárbaros toscos, ¿no?
—¡Ah, Redwane!, qué mal comprenden los jóvenes las costumbres de sus mayores —respondió Wolfgart, sonriendo mientras rodeaba al Lobo Blanco con el brazo.
Redwane tenía el cabello cobrizo y lo llevaba recogido en complicadas trenzas, al igual que Pendrag; sus apuestos rasgos eran francos y amistosos. Algunos los calificaban de blandos, pero aquellos que habían visto luchar a Redwane sabían que nada podría estar más lejos de la verdad.
—En el sur, es señal de buena educación comportarse como un patán de vez en cuando —añadió Wolfgart.
—En ese caso, eres el hombre más civilizado que conozco —declaró Redwane mientras se ajustaba la capa de piel de lobo alrededor de los hombros y dejaba su martillo antes de levantar una jarra vacía.
Wolfgart soltó una carcajada, y Pendrag le sirvió cerveza a Redwane.
—Bienvenido, hermano —lo saludó—. ¡Qué alegría tenerte de nuevo en Reikdorf!
—Sí, ha pasado demasiado tiempo —asintió Redwane—. Siggurdheim es un lugar estupendo, con cerveza fría y mujeres cálidas, pero me alegra estar en casa.
—¿Cómo es que él puede beber cerveza y yo no? —quiso saber Wolfgart.
—Porque Ulric me ha bendecido —contestó Redwane, dándose palmaditas en el estómago plano—. Tengo las tripas forradas de piel de trol y, a diferencia de los gallinas como vosotros, puedo beber más de una jarra antes de acabar completamente borracho.
—Eso me suena a desafío —dijo Wolfgart, alargando la mano hacia la cerveza.
—Déjalo —ordenó Pendrag—. Olvídalo hasta después de la coronación.
Wolfgart se encogió de hombros y levantó las manos mientras decía:
—Que Ulric me libre de estas gallinas cluecas. ¡Y una de ellas apenas tiene diecisiete veranos!
—¿Cómo fue el viaje? —preguntó Pendrag, haciendo caso omiso de la exasperación de Wolfgart.
—Sin incidentes, por desgracia —contestó el guerrero—. Desde el Fuego Negro los caminos han estado tranquilos, prácticamente sin bandidos ni pieles verdes. Incluso las bestias de los bosques parecen haberse acobardado.
—Sí, ha sido un año tranquilo —asintió Pendrag.
—Demasiado tranquilo —se quejó Wolfgart—. Se me está oxidando la espada sobre la chimenea y hace dos estaciones que no mato un piel verde.
—¿No se trataba de eso? —replicó Pendrag—. Todos los años de guerra fueron para mantener nuestras tierras seguras y protegidas. Ahora que lo hemos logrado, ¿te quejas porque no tienes que pelear y arriesgar tu vida?
—Soy un guerrero —contestó Wolfgart—. Es lo que sé hacer.
—Quizá puedas aprender un nuevo oficio —sugirió Redwane, guiñándole un ojo a Pendrag—. Con el territorio a salvo y ahora que se están talando los bosques para los nuevos asentamientos, el Imperio de Sigmar necesitará más agricultores.
—¿Yo, agricultor? No seas tonto, muchacho. Me parece que el aire del sur te ha podrido el cerebro si piensas que me haré agricultor. Sólo porque masacráramos a los pieles verdes en el paso no significa que no vayan a regresar. No, no me haré agricultor, Redwane. Les dejaré eso a otros, porque esta tierra siempre necesitará guerreros.
Redwane soltó una carcajada.
—Espero que tengas razón —dijo—. Serías un agricultor espantoso.
Wolfgart sonrió y asintió con la cabeza.
—En eso tienes razón. No tengo paciencia para trabajar la tierra. Me temo que se me da mejor acabar con la vida que hacerla brotar.
—Eso no es lo que he oído —comentó Redwane, dándole un codazo a Wolfgart en las costillas—. Se dice que vas a ser padre en primavera.
—Sí —respondió Wolfgart, al que se le iluminó el rostro ante la mención de su virilidad—. Maedbh me dará un hijo fuerte para perpetuar mi nombre.
—O una hija —apuntó Pendrag—. Las mujeres asoborneas engendran niñas la mayoría de las veces.
—¡Bah, ni hablar! —exclamó Wolfgart—. Con la fuerza de mi simiente, el niño saldrá por su propia cuenta, vas a ver.
—Ya lo veremos en primavera, amigo mío —dijo Redwane—. Sea como sea tu heredero, te ayudaré a humedecerle la cabeza con cerveza y entonaré los cánticos de guerra contigo toda la noche.
—Será un placer que me acompañes —respondió Wolfgart mientras apretaba la muñeca del Lobo Blanco.
Los hermanos reyes de Sigmar lo aguardaban al pie de la Colina de los Guerreros, deslumbrantes con túnicas de numerosos colores y armaduras de la mejor calidad. Todos llevaban un escudo de oro sobre un brazo y había una hilera de teas llameantes colocada en el suelo ante ellos. La luz del fuego proyectaba un cálido resplandor a su alrededor; eran los guerreros más poderosos de las tierras de los hombres. Juntos habían salvado a su gente de la aniquilación, y ese día se habían reunido para ser testigos de un acontecimiento extraordinario en la historia del mundo: la coronación del primer emperador.
Esa noche sellarían su pacto para mantener a salvo a todo hombre, mujer y niño del Imperio. Sigmar los quería mucho a todos y murmuró una silenciosa oración de gracias a Ulric por el honor de estar codo con codo con tales héroes.
El rey Krugar de los taleutenos, un guerrero ancho de espaldas con una reluciente loriga de escamas plateadas, se encontraba en el centro flanqueado por el rey Henroth de los merógenos y Markus de los menogodos. Los dos reyes del sur sonreían, aunque Sigmar podía ver los grandes pesares que soportaban. Sus reinos habían sufrido terriblemente en las guerras contra los pieles verdes y poco más de un millar de los suyos había sobrevivido a los años de muerte.
La mirada de Sigmar se vio atraída a continuación hacia la reina Freya de los asoborneos. La reina de cabello pelirrojo iba ataviada con una reluciente malla que parecía tejida con hilo de oro. Una torques de bronce y plata le rodeaba el elegante cuello y una magnífica corona de oro con incrustaciones de piedras preciosas descansaba sobre su alta frente. La capa, de un naranja intenso, que le colgaba de los hombros no ayudó a ocultar la suave curva de sus extremidades ni el balanceo de sus caderas cuando se volvió hacia él.
Sigmar se sintió conmovido ante a la belleza primitiva de Freya mientras recordaba la noche de pasión que había sellado su unión con una mezcla de placer y dolor. Reprimió sus sentimientos con rapidez y se concentró en darles la bienvenida al resto de sus aliados.
Junto a la reina asobornea se encontraba Adelhard de los ostagodos, con su bigote caído encerado hasta alcanzar una brillante forma puntiaguda y su capa a cuadros blancos y negros, a juego con los pantalones y la camisa que llevaba debajo. Ostvarath, la espada de los reyes ostagodos, permanecía envainada al costado del rey. Adelhard le había ofrecido la espada a Sigmar a cambio de su ayuda en combate contra los orcos. Los guerreros umberógenos habían luchado al lado de los ostagodos, pero Sigmar había declinado la espada de Adelhard afirmando que un arma tan poderosa debía permanecer con su rey.
Aloysis de los querusenos era un hombre enjuto y de rostro aguileno con el cabello oscuro y recogido en un largo mechón en la calva cabeza. Al igual que hacían sus guerreros más feroces, se había afeitado la barba y se había adornado el rostro con tatuajes azules y rojos en espiral, y su capa de caballería rojo fuerte ondeaba al viento. El lacónico rey saludó respetuosamente a Sigmar con la cabeza.
El rey Aldred de los endalos llevaba una túnica de lana marrón forrada de piel y ribeteada de hilo negro y dorado. Portaba el símbolo de su condición real, la espada elfa Ulfihard atada al costado, y Sigmar recordó cuando el padre de Aldred le lanzó la espada en el Paso del Fuego Negro. Aquella arma le había salvado la vida, pero Marbad había muerto momentos después. Sigmar vio los amargos ecos de la muerte de Marbad en los ojos de su hijo.
El guerrero con faldellín situado al lado de Aldred era el rey Wolfila de los udoses, un rey bronco, de un valor temerario y gran simpatía. Los hombres de su clan habían luchado contra los norses durante muchos años y su piel pálida mostraba un brillo saludable a la luz de las antorchas. Sostenía una espada grande y con empuñadura de taza envainada sobre el hombro, más larga incluso que la gigantesca arma de Wolfgart. Wolfila sonreía como un tonto; era evidente que estaba disfrutando con los acontecimientos de la noche.
Sigmar sonrió al comprobar que el rey Siggurd se había superado a sí mismo al aparecer ataviado con una lujosa serie de vestiduras azules y púrpuras ribeteadas de armiño y adornadas con suficiente oro como para hacer que los ojos de un enano brillaran de avaricia.
Teniendo en cuenta su última observación, a Sigmar no le sorprendió ver que el rey Kurgan Barbahierro de los enanos se encontrara al lado de Siggurd, aunque su más viejo aliado llevaba casi tanto oro como el rey brigundiano. Kurgan, que vestía una cota de placas rúnicas de oro con guardabrazos de acero plateado y un yelmo dorado, se parecía más a uno de los antiguos dioses de su gente que a un rey mortal. Entre todos los reyes congregados, el arma de Kurgan era la única que estaba desenvainada, una poderosa hacha con dos hojas en forma de alas de mariposa, hechizada con runas que brillaban emitiendo su propia luz espectral.
El rey Otwin de los turingios permanecía un poco separado de los otros, aunque no estaba claro si era por propia elección suya o por decisión de los demás. Su corona era una masa de pinchos dorados clavados a través de la piel de la cabeza y llevaba poco más que un taparrabos de oscura malla de hierro y una capa del rojo más intenso. El pecho desnudo del rey berserker subía y bajaba agitadamente, y Sigmar vio el jugo de raíz silvestre que le manchaba los labios.
Myrsa de la roca Fauschlag, deslumbrante con su armadura del blanco más puro, parecía incómodo en compañía de reyes, pero como señor de la marca septentrional, se había ganado el derecho a formar parte de esa hermandad. Myrsa llevaba un martillo de guerra de mango largo colgado al cinto, aunque no se trataba de una imitación del arma de Sigmar, pues había sido diseñado para blandirlo desde el lomo de un corcel a la carga.
Sólo había una tribu que no estaba representada, y Sigmar reprimió su furia ante la ausencia del rey jutón. Esa era una cuenta que saldaría otro día.
Se puso derecho y volvió la mirada hacia Alfgeir, que asintió con la cabeza de manera casi imperceptible.
Sigmar respiró hondo y comenzó a hablar:
—Esta tierra no había presenciado nunca tal reunión de poderío —dijo mientras soltaba a Ghal-maraz del cinto—. Ni siquiera en la árida llanura del Paso del Fuego Negro nos mostramos tan orgullosos, tan fuertes ni tan poderosos.
Krugar de los taleutenos dio un paso al frente delante de los demás reyes y desenvainó su espada, un curvo sable de caballería con una hoja de brillante acero azul.
—¿Habéis honrado a los muertos, rey Sigmar? —preguntó—. ¿Habéis hecho ofrendas a la tierra y habéis recordado a aquellos hombres de los que procedéis?
—Sí —contestó Sigmar.
—¿Y estáis preparado para servir a esta tierra? —preguntó Siggurd.
—Sí.
—Cuando la tierra se vea amenazada, ¿marcharéis en su defensa? —quiso saber Henroth.
—Sí —respondió Sigmar, sosteniendo a Ghal-maraz delante de él.
—En ese caso, ¡vayamos a la Piedra de Juramentos! —exclamó Wolfila a la vez que sacaba su enorme espada de la vaina—. ¡Ar-Ulric aguarda!