El coronel Loic parpadeó para compensar el resplandor provocado por la explosión del misil antes de toser una bocanada de polvo y de sangre. Los oídos todavía le zumbaban por el estallido ensordecedor, y notó una humedad tibia sobre el rostro. Rodó sobre un costado y apartó las maderas, los escombros y las piedras que le habían caído encima como una avalancha. El humo y el polvo cubrían los alrededores, pero vio las chispas que soltaban algunos cables, y la única pantalla que permanecía intacta tan sólo mostraba una estática siseante.

Gruñó de dolor, ya que se sentía como si le hubiera pasado por encima el Baneblade de lord Winterbourne. Tosió otra bocanada de sangre y se quedó preocupado al ver lo brillante que era. ¿Tendría un pulmón perforado o se le habría abierto alguna artería?

No se sentía gravemente herido, pero nunca se sabía con las heridas de combate.

Miró a su alrededor mientras movía la mano por delante de la cara para despejar un poco el polvo. Delante tenía una pared de brillante luz diurna, lo que era algo extraño, ya que momentos antes allí había un muro realmente sólido. Lo que quedaba del techo crujía de un modo ominoso, y el polvo caía en pequeños chorros de las grietas del tejado.

El resto del búnker era un matadero. Las paredes que todavía se mantenían en pie estaban cubiertas de sangre procedente de los cadáveres destrozados que yacían apilados en montones irreconocibles. Los servidores de datos seguían sentados en sus puestos, o, al menos, algunos trozos de ellos. La carne ensangrentada y los implantes cibernéticos yacían esparcidos por el caótico interior del búnker como harapos.

—Por la misericordia del Emperador… —musitó al ver al capitán Gerber y al comisario Vogel enterrados bajo una losa de rococemento y varias vigas de madera del techo. Del exterior del búnker todavía llegaba el sonido de las explosiones y de los disparos, pero se oía de un modo apagado, como si procediera del interior de un abismo profundo. Loic se preguntó si le habrían reventado los tímpanos, pero decidió que probablemente no era eso, ya que sentiría mucho más dolor de ser así.

Le resultó extraña la cantidad de pensamientos al azar que se le ocurrían. ¿Se encontraba en estado de shock? ¿O se trataba de una reacción postraumática a una experiencia cercana a la muerte?

—Recupera la compostura, hombre —se dijo a sí mismo mientras trepaba por encima de las pilas de escombros para llegar hasta el capitán lavrentiano enterrado.

Tropezó con una viga rota y cayó de bruces, y las manos se le hundieron en algo blando y tibio que cedió bajo su peso. Loic retrocedió horrorizado al darse cuenta de que había metido las manos en la cavidad estomacal reventada del teniente Poldara. Su rostro mostraba una expresión tranquila y serena, juvenil de nuevo, y Loic sintió una pena profunda y terrible. Poldara había muerto, y ya no tendría que preocuparse jamás por los estragos de la guerra y del paso del tiempo.

—La edad no te cansará, ni los años te condenarán —susurró.

Sus palabras apenas fueron audibles entre el restallido y las explosiones de los combates en el exterior. Se limpió las manos en el abrigo y dejó unas largas manchas sanguinolentas en el tejido de color crema. Siguió avanzando con cuidado para evitar más trampas propias de una carnicería hasta llegar a los dos oficiales lavrentianos.

Vogel estaba muerto sin duda alguna: le faltaba la mitad del cráneo y sus sesos estaban derramados por el suelo cubierto de escombros. Loic alargó una mano y puso dos dedos en el cuello de Gerber. Suspiró aliviado al notar un pulso, débil e irregular, pero que indicaba que seguía vivo.

Retiró con cuidado los escombros que cubrían al capitán y echó a un lado los trozos de piedra rota y los restos de sacos de arena. Gerber tosió y gimió de dolor. Parpadeó hasta abrir los ojos al notar los esfuerzos de Loic.

—¿Qué… qué ha pasado? —le preguntó Gerber.

—No estoy muy seguro, capitán, pero creo que hemos sido el blanco de una andanada de misiles excelentemente bien dirigidos.

Gerber intentó incorporarse sobre un codo, pero se desplomó de nuevo con un aullido de dolor.

—No se mueva. Creo que tiene el brazo roto.

—He tenido heridas peores. Ayúdeme a levantarme.

Loic lo ayudó a incorporarse. Ambos tuvieron que sobreponerse al dolor y a la visión de tantos camaradas muertos a su alrededor. Se habían considerado a salvo en el interior del búnker, pero a los pocos instantes de comenzar la barrera de artillería tau, el mundo había estallado en una explosión de fuego.

—¿Aún continúa la batalla? —preguntó Gerber con un jadeo y con los Ojos cerrados con fuerza por el dolor.

—No lo sé —respondió Loic antes de echar un vistazo al exterior.

Gerber se tomó unos instantes para recuperarse y se limpió el polvo y la sangre de la cara con la mano que tenía sana. Una nueva lluvia de polvo se desprendió del techo en ruinas cuando una explosión cercana sacudió el puente Imperator.

—Tenemos que salir de aquí y restablecer el mando y el control de las fuerzas que quedan.

—Estoy de acuerdo —coincidió Gerber, que habló con los dientes apretados mientras intentaba ponerse en pie.

Loic se agachó para ayudarlo y se echó el brazo sano de Gerber por encima de los hombros.

La puerta trasera del búnker estaba bloqueada por una pila de vigas de acero y de losas de rococemento derrumbadas, por lo que los dos soldados imperiales cojearon en dirección a la parte delantera del búnker, completamente abierta al aire. El polvo ya se estaba asentando, pero el panorama que se veía en el exterior distaba mucho de ser halagüeño.

Los tau se habían echado encima de los defensores. Los guerreros de fuego habían tomado el perímetro exterior y avanzaban hacía la segunda línea defensiva. Sus tanques pesados proporcionaban fuego de cobertura al mismo tiempo que destruían uno por uno los reductos y los búnkers. La línea imperial se estaba combando hacia atrás, y para ambos oficiales fue evidente que se derrumbaría en pocos momentos.

—Se acabó —dijo Gerber.

—Por supuesto que no —le replicó Loic—. ¡Todavía podemos vencer!

Apenas dijo aquellas palabras, una gigantesca armadura de combate aterrizó en los escombros situados delante de ellos. Tenía las placas de blindaje cubiertas de marcas y quemaduras, y llevaba la cabeza pintada de color azul pálido con un dibujo de rayas en el lado izquierdo.

En el centro de la placa pectoral se veía una esfera llameante, y otra igual en una de las hombreras. Otras dos armaduras de combate aterrizaron un segundo después de la primera mientras ésta alzaba las armas: un monumental cañón giratorio de tubos múltiples y un grueso cañón de bocacha semicircular.

—Se acabó —repitió Gerber.

Uriel salió disparado de donde se encontraba a cubierto seguido de Learchus. El sargento explorador, que según recordaba Uriel se llamaba Issam, corrió al lado de Learchus, con el hombro cubierto de sangre coagulada en el punto donde le había impactado el proyectil. Su objetivo se retiraba con rapidez hacia el transporte Orca, y Uriel soltó una maldición cuando se dio cuenta de que probablemente lograrían llegar hasta la nave antes de que ellos consiguieran alcanzarlos.

Un guerrero de fuego arrastraba sin ceremonia alguna a Koudelkar Shonai, mientras que el noble tau marchaba al trote a su lado.

—De prisa. Todo esto no habrá servido de nada si el noble consigue escapar —dijo Uriel.

—¿Crees que no lo sé? —respondió sibilante Learchus.

Una andanada de disparos acribilló a los tres marines espaciales cuando un grupo de ocho guerreros de fuego apareció a la carrera entre dos barracones y les disparó casi a quemarropa. Uriel sintió los impactos y notó un breve pinchazo de dolor en el torso cuando los cilindros de refrigeración situados bajo la placa pectoral se rompieron. Cayó sobre una rodilla cuando una galerna aullante de energía sónica y un torbellino de luz estallaron ante él. Sus sentidos automáticos se esforzaron por filtrar el ataque visual y sónico, pero les fue imposible eliminar por completo la tremenda interferencia provocada.

Algo lo golpeó en el casco y notó que un objeto puntiagudo lo apuñalaba en el costado. El golpe no llegó a penetrar en la armadura, pero Unid se apartó rodando sobre sí mismo y se puso en pie en el mismo movimiento. Desenvainó la espada mientras la visión empezaba a despejársele. Los guerreros tau se abalanzaron contra los Ultramarines y los atacaron con un frenesí de golpes de las culatas de sus cortas carabinas y de disparos a quemarropa. Uriel mató al primero de una estocada, y luego sacó la espada para decapitar a otro que lo atacó por el costado. Un tercer alienígena cargó contra él, y Uriel se fijó en que estos tau llevaban una armadura más ligera que los demás.

Aquellos guerreros eran rastreadores, y era indicativo de la desesperación de los tau por proteger a su líder que emplearan unos guerreros tan poco protegidos para enfrentarse a unos marines espaciales.

Learchus mató a uno de ellos de un puñetazo y le aplastó la cara a otro con la culata del bólter. Issam se deslizó entre los guerreros enemigos con su cuchillo de combate y abrió estómagos y gargantas con cada experto tajo mortífero que lanzaba.

La lucha fue brutal, pero con un solo vencedor evidente. Los tau combatieron con una valentía frenética, pero no podían esperar vencer a tres asesinos entrenados como aquellos.

—Como dijiste, no tienen lo que hay que tener para una pelea de verdad —exclamó Uriel mientras abatía a un guerrero de fuego que se había lanzado vociferando y blandiendo su arma como si fuera una maza.

—Creía que los tau preferían no entrar en el combate cuerpo a cuerpo —comentó Issam tras destripar a otro.

—Está claro que no quieren que capturemos a su líder —afirmó Learchus tras acabar con el último guerrero de fuego con un golpe brutal del canto de la mano.

—Maldita sea —exclamó Issam mientras echaba a correr de nuevo en pos de los tau—. Sólo querían retrasarnos.

—Y lo han conseguido —maldijo Uriel, que a su vez echó a correr tras el sargento de exploradores.

Miró por encima del hombro y vio que Learchus había recogido del suelo una de las armas de los tau.

—¡Vamos, sargento!

Uriel corrió tan de prisa como pudo, pero era imposible que él o Issam lograsen alcanzar al noble tau antes de que embarcara en la nave y escapara. La arriesgada maniobra de Uriel había fracasado, y probablemente había condenado a los defensores de Olzetyn a cambio de nada.

La rampa trasera de la nave se abrió y un par de tau delgados con trajes de vuelo hicieron gestos al noble y a su escolta para que se apresuraran.

De repente, una silueta surgió de la nada, y Uriel se agachó después de que un misil le pasara por encima dejando atrás una estela llameante. El proyectil cruzó el aire en dirección a la nave de transporte, y en la fracción de segundo anterior al impacto, Uriel se sorprendió al ver que era un misil tau. Impactó contra un costado de la nave y atravesó el casco de escaso blindaje antes de estallar. De la parte posterior de la nave surgió una lengua de fuego, y el fuselaje se partió por la mitad cuando la explosión reventó el eje central.

El fuselaje de la nave se vio sacudido por una nueva serie de explosiones cuando la munición y las armas que llevaba en el interior estallaron debido al calor. De la nave destruida se elevó una gruesa columna de humo, y Uriel recuperó de repente la esperanza al ver a sus presas tendidas en el suelo delante de la nave en llamas.

Issam se volvió para mirar a Uriel.

—En nombre del primarca, ¿de dónde ha salido eso?

Uriel sospechaba que sabía la respuesta, y miró hacia atrás, por donde habían llegado. Allí vio al sargento Learchus, con una de las armas de los tau sobre el hombro. Parecía ridículamente pequeña en sus manos, pero era indudable que había salvado la misión.

—¿Cómo sabías utilizarla? —le preguntó Uriel a gritos mientras el sargento la arrojaba a un lado.

—Ya lo te diré más tarde. Ahora pillemos a ese cabrón.

Los tau empezaban a ponerse en pie, y Uriel casi fue capaz de sentir su desesperación al ver la nave envuelta en llamas. El guerrero de fuego que empuñaba el cuchillo se volvió, vio que los Ultramarines casi habían llegado hasta ellos y levantó de un tirón a Koudelkar Shonai. Cuando Uriel estuvo más cerca, vio en su cráneo los restos de una cola de caballo de color blanco, y se dio cuenta de que sabía quién era.

Era la guerrera que sus hermanos y él habían capturado en las ruinas de la mansión De Valtos.

Se llamaba La’Tyen, y Uriel sintió la mano del destino en todo aquello.

La guerrera le gritó algo al noble, que todavía se estaba poniendo en pie con cierta dificultad, pero ya era demasiado tarde para él. Issam alcanzó al líder tau y lo puso en pie también de un tirón. El cuchillo de combate del sargento explorador se quedó rozando la piel de la garganta de su prisionero, y Uriel alzó una mano para detenerlo cuando Issam lo miró a la espera de la orden de matarlo.

Learchus se aproximó apuntando con su bólter a La’Tyen. Uriel contuvo el aliento, porque se percató del carácter peligroso y frágil de aquel momento. Vio con claridad el odio que La’Tyen sentía hacia ellos, y supo que la vida de Koudelkar Shonai colgaba de un hilo. Uriel se llevó las manos a la cabeza y se quitó el casco. Los sonidos de la batalla que los rodeaba subieron de volumen.

—¡Uriel! ¡No dejes que me mate! ¡Por favor! —gritó Koudelkar.

Uriel asintió y se volvió hacia el noble tau.

—¿Entiendes mi idioma?

El tau dudó por un momento, y luego asintió.

—Sí, lo entiendo.

—Soy Uriel Ventris de los Ultramarines. Dime tu nombre.

—Soy Aun’rai.

—¿Eres el jefe de esta fuerza de invasión?

—Soy el etéreo del cuerpo de cazadores de la Estrella Ardiente.

—Entonces ordenarás que acabe esta guerra —le dijo Uriel, y se acercó amenazante al tau—. Ahora mismo.

—¿Por qué iba a hacer algo así? Mis fuerzas están a punto de tomar Olzetyn, y no quedan la suficientes fuerzas enemigas como para que nos impidan apoderarnos del resto del planeta.

—Lo harás, porque si no te mataré.

—Mi muerte importa poco —replicó el tau, pero Uriel captó el primer atisbo de debilidad en la actitud tranquila del alienígena.

El capitán no era un interrogador profesional, pero se dio cuenta de que el noble estaba mintiendo.

—Déjame que te diga lo que yo sé —le contestó Uriel, consciente de que cuanto más tardara en resolverse aquel enfrentamiento más soldados del Imperio morirían—. Sé que esta invasión es una apuesta arriesgada por vuestra parte, y que necesitabais derrotarnos con rapidez. Sé que no disponéis de los recursos necesarios para defender este planeta de un contraataque, y te aseguro que ese ataque se producirá. Sé que, incluso si ya habéis tomado Olzetyn, el resto de este planeta se convertirá en cenizas antes que permitir que lo ocupéis vosotros. Tendréis que matar a todos y cada uno de los humanos que lo habitan para conservarlo, e incluso en ese caso, el Imperio no permitirá que os lo quedéis. Los refuerzos procedentes de los sistemas vecinos ya están en camino, y para cuando lleguen, todavía no controlaréis lo suficiente el planeta como para ofrecer una resistencia eficaz.

La’Tyen gritó algo, furibunda, pero Uriel no le hizo caso. Aun’rai se volvió para mirarla, pero Uriel agitó una mano delante de sus ojos.

—No la mires a ella. Mírame a mí, y escucha bien lo que te estoy diciendo. Habéis luchado bien, Aun’rai. Tus guerreros se han ganado mi respeto, pero no ganaréis nada más si seguís luchando.

—¿Por qué? —quiso saber Aun’rai con un leve tono arrogante en la voz, la misma arrogancia que Uriel había visto en todos los encuentros con los tau en aquella campaña.

—Porque mi nave estelar está equipada con armas que pueden convertir a cualquier planeta en una roca desprovista de toda vida. Y si no ordenas la retirada, daré orden de que disparen esas armas.

—Mientes, Uriel Ventris de los Ultramarines —se burló Aun’rai—. Con tal de impedir que nos quedemos con este mundo, ¿lo harías arder hasta convertirlo en cenizas?

—Sin dudarlo —le contestó Uriel, y se sintió un poco sorprendido al comprender que lo decía en serio.

Cuánto habían cambiado las cosas desde la última vez que estuvo en Pavonis…

Aun’rai vio que decía la verdad, y el instante se alargó mientras la inexorable exigencia de Uriel calaba en Aun’rai.

—Los humanos sois una raza bárbara —dijo el etéreo—. Pensar que una vez fuimos como vosotros me llena de vergüenza.

—¿Aceptas entonces acabar con esta guerra?

—Si ordeno la retirada, ¿garantizas la seguridad de mis guerreros?

—De todos y cada uno de ellos. Soy un hombre de honor, y no miento.

La’Tyen le gritó de nuevo algo a su líder, y Aun’rai cerró los ojos. Uriel sintió su desesperación, pero no disfrutó de la derrota del etéreo. Lo que le había dicho era cierto. Los tau habían luchado eón honor, y eran un enemigo merecedor de su admiración.

Uriel le hizo un gesto de asentimiento a Issam.

—Suéltalo.

—¿Está seguro, capitán? No me gusta la mirada de esa, la que tiene al gobernador.

—Hazlo.

Issam retiró el cuchillo de la garganta de Aun’rai y se apartó con el arma en alto. El etéreo se frotó el cuello con la mano y negó con la cabeza con un gesto de tristeza al ver que los dedos quedaron manchados de rojo.

—¡Capitán! —gritó Learchus.

Uriel se volvió justo a tiempo de ver cómo en el rostro de expresión angustiada de La’Tyen aparecían claramente la rabia y el odio. No supo si se debía al acuerdo al que acababa de llegar Aun’rai o a la visión de la sangre del etéreo, pero cuando su líder quiso hablar ya era demasiado tarde.

La daga de honor de La’Tyen cortó profundamente la garganta de Koudelkar Shonai al mismo tiempo que Learchus le disparaba en la cabezal La guerrera de fuego salió disparada hacia atrás con la parte superior del cráneo reventada, pero eso no ayudó en nada a Koudelkar. La sangre arterial salió a chorros mientras Uriel se apresuraba a acercarse a él.

Se arrodilló junto a Koudelkar y presionó el guantelete contra la tremenda herida, aunque sabía que no serviría de nada. El gobernador trató de hablar, y sus ojos mostraron una necesidad desesperada de pronunciar unas palabras de despedida, pero La’Tyen había cortado profundamente, y la vida se le escapó antes de poder decir una sola palabra.

Issam agarró a Aun’rai de nuevo por la garganta, pero Uriel hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Suéltalo, Issam. Esto no cambia nada. Aun’rai y yo hemos sellado la paz.

El sargento de exploradores soltó a regañadientes al etéreo, y su capitán se dio cuenta de que estaba deseando vengar la muerte del gobernador imperial.

—No quería que esto pasara. De verdad.

—Lo sé.

—La’Tyen sufrió horriblemente mientras estuvo prisionera.

—No lo dudo —respondió Uriel sin señal alguna de lamentarlo. Aun’rai negó con la cabeza ante la aparente indiferencia de Uriel.

—La vuestra es una civilización condenada, Uriel Ventris de los Ultramarines. Sólo ansiáis la gloria y el beneficio personal mientras vuestro Imperio se pudre por dentro. A la larga, una sociedad semejante no puede sobrevivir.

—Ha sobrevivido diez mil años desde que se inició —le señaló Uriel.

Aun’rai hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—Lo que tenéis no es supervivencia, sino una lenta extinción.

—No mientras haya guerreros de coraje y honor dispuestos a defenderla.

—Esos guerreros no existen en tu sociedad —le replicó Aun’rai—. Sois bárbaros gue’la, y tan sólo retrasáis lo inevitable, nada más. La frontera de nuestro imperio avanza con el girar de los planetas, y os haremos retroceder hasta que no quede nada para vosotros. Entonces tu raza dejará de existir. La frontera es para aquellos que no temen enfrentarse al futuro, no para aquellos que se aferran al pasado. Ya no tengo nada más que hablar contigo, Uriel Ventris de los Ultramarines, y si esta guerra se ha acabado, déjame marcharme ya.

—Cuando ordenes a tus fuerzas cesar en sus ataques.

—Ya está hecho —le contestó Aun’rai.

La gigantesca armadura de combate se quedó inmóvil delante de ellos, con las armas ya apuntadas para destruirlos. El coronel Adren Loic se mantuvo erguido ante la máquina de guerra alienígena, preparado para enfrentarse a la muerte al lado de un camarada de armas y con la cabeza bien alta. En la bocacha del arma tubular se distinguía el brillo de una carga de plasma. El coronel se aferró a la esperanza de que su fin fuera rápido.

—¿A qué coño estás esperando? —Gritó Gerber de repente—. ¡Hazlo ya de una vez!

—Cierre el pico, Gerber —le dijo Loic en voz baja.

La armadura de combate no se movió, y fue en ese momento cuando Loic se dio cuenta de que los sonidos del combate habían cesado.

En el cielo no se veía ninguna de las continuas lluvias de misiles, y el rugido de las armas principales de sus tanques de batalla estaba extrañamente ausente.

Loic miró de reojo al capitán Gerber.

—¿Qué demonios está pasando? —le preguntó.

—Que me cuelguen si lo sé.

El silencio que envolvía el campo de batalla era inquietante y antinatural. Loic se había acostumbrado de tal manera al estruendo constante de la guerra durante tanto tiempo que se había olvidado de cómo sonaba el silencio. Oyó el suave siseo del viento al pasar entre los cables de suspensión del puente, el lejano gorgoteo apresurado de los ríos por las gargantas a sus pies, y el espeluznante sonido de un campo de batalla en silencio.

Los guardias imperiales y los soldados de la FDP salieron de sus fortines y posiciones protegidas, ya que el asombro y la confusión que provocaba el ejército tau completamente inmóvil superaba a la precaución natural.

De repente, la armadura de combate con el casco azul y el símbolo de la esfera llameante en el pecho dio un paso adelante, y sus armas zumbaron cada vez más débilmente a medida que se desactivaban.

Loic se encogió por un momento, y la mano de Gerber buscó una pistola que ya no estaba en la funda.

Las lentes rojas de la cabeza sisearon cuando los enfocaron, igual que el microscopio de un magos que se centrara en el panel de muestras.

—Soy Shas’El Sa’cea Esaven, guerrero de fuego del cuerpo de cazadores de la Estrella Ardiente —dijo la armadura.

El capitán pareció a punto de replicar con hostilidad, pero Loic le hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Permítame, capitán.

Loic se ciñó un poco más el abrigo desgarrado y ensangrentado en un intento de parecer más presentable.

—Soy el coronel Adren Loic de la Fuerza de Defensa Planetaria de Pavonis.

—¿Estás al mando de estos guerreros?

—Sí, soy uno de sus comandantes —contestó Loic antes de volverse hacia el otro oficial—. Él es el capitán… Lo siento, Gerber, no sé su nombre.

—Stefan; me llamo Stefan.

—Él es el capitán Stefan Gerber del 44.º de Húsares Lavrentianos —respondió Loic volviéndose con soltura hacia el tau—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué han cesado los ataques?

—Mis fuerzas se van a replegar y vamos a abandonar este planeta —respondió el comandante tau.

—¿Por qué? Ya estábamos vencidos —se extrañó Gerber.

—Me retiro porque me ha ordenado que lo haga Aun’rai, de la casta etérea, y los guerreros de Sa’cea no desobedecemos las órdenes que nos dan —respondió la armadura de combate antes de darse la vuelta y emprender la retirada.

—¿Quieres decir que ya está? —Exigió saber Gerber—. Toda esta matanza ¿y ahora os marcháis como si no hubiera pasado nada?

—Los etéreos han hablado, y por el Bien Supremo debo obedecer —respondió la armadura, aunque Loic captó la profunda frustración que denotaba su voz.

Como cualquier otro guerrero, el comandante tau quería acabar su misión. Cuando la armadura de combate llegó al borde de las ruinas, se volvió de nuevo hacia ellos.

—Tenías razón, capitán Stefan Gerber del 44.º de Húsares Lavrentianos. Ya estabais vencidos, y cuando los tau vuelvan a Pavonis, os derrotarán otra vez.

Lord Winterbourne, que se encontraba en las últimas laderas ondulantes de las colinas Owsen, contempló a través de los bloques de visión cómo la fila de Cabezamartillo y de Mantarraya se retiraba detrás de la línea de riscos que se alzaban por encima de las fuerzas imperiales. La ferocidad de los combates en las colinas no había disminuido ni un ápice a lo largo de los días, y en ese momento, cuando estaba a punto de ordenar una retirada completa hasta Puerta Brandon, los tau dejaron de atacar.

—¿Qué demonios…? —murmuró cuando la última unidad tau desapareció de la pantalla de detección.

—¡Señor! —Gritó Jenko de repente—. Las comunicaciones se han restablecido por completo. ¡Tengo a los capitanes de todos los mandos queriendo hablar con usted! ¡Todas las frecuencias que estaban interferidas funcionan con normalidad!

Winterbourne se pasó una mano por la frente, sin apenas atreverse a creer que la guerra hubiera terminado o que el plan de Uriel hubiera tenido éxito.

—¿Algún contacto hostil? Podría ser una trampa.

—Ninguno, señor —le confirmó Jenko alzando la voz con nerviosismo—. Todas las fuerzas tau se retiran más allá de las colinas. ¡Se marchan! ¡Hemos derrotado a esos cabrones!

Winterbourne quiso verlo por sí mismo y abrió el cierre de la escotilla antes de hacer girar la manivela de apertura para salir de la torreta del Padre Tiempo. Se puso en pie encima del asiento del comandante y recorrió con la mirada la línea de tanques atrincherados y de soldados lavrentianos.

Los demás comandantes de blindado también habían abierto las escotillas y contemplaban incrédulos el terreno arrasado y acribillado de cráteres que se extendía ante ellos. El humo de los Leman Russ y de los Chimera recorría el campo de batalla, y Winterbourne olió el hedor a metal quemado. Los guardias imperiales de las trincheras lo miraban con la esperanza de que les confirmara lo que todos creían: que la guerra había terminado.

El capitán Mederic, de los Mastines, que se había convertido en el ángel guardián del Padre Tiempo desde el ataque de los kroots, se echó el rifle al hombro.

—Entonces, ¿se acabó?

Winterbourne no supo qué decir.

—Eso parece, Mederic.

El capitán asintió.

—Bien. A lo mejor puedo dormir un poco ahora.

Winterbourne vio cómo el capitán bajaba del tanque y se alejaba, y se sintió tremendamente orgulloso de lo que habían conseguido sus soldados. Habían luchado con valor, y habían cumplido todo lo que les había pedido. Una vez más, el honor del regimiento se había puesto a prueba, y una vez más, los hombres y mujeres lavrentianos habían superado el desafío.

Y pensar que había estado a punto de ordenar la retirada…

—Contacta con todos los mandos. Diles que la guerra ha terminado.