El kroot de plumas rojas embistió contra Mederic con el cuchillo extendido hacia adelante, y la sangre del mortificante salió despedida de la hoja cuando intentó clavársela en el cuello. Mederic alzó el rifle instintivamente para bloquear el impacto. El cuchillo, más bien la espada, se estrelló contra la culata del arma de Mederic, quien luchó por mantener a raya a la criatura. La fuerza del kroot era increíble, y con un salvaje giro de la espada arrancó el rifle de las manos de Mederic.

El capitán se echó a un lado y el puño del kroot se estampó contra en la cubierta arañada por las batallas del Padre Tiempo. Mederic se preguntó si alguien de dentro sabría de la lucha a vida o muerte que estaba teniendo lugar sobre ellos.

Mederic le propinó una patada al kroot y la bota le dio de lleno y con fuerza en la espinilla. La bestia se derrumbó sobre una rodilla, y Mederic aprovechó la oportunidad para dejarse caer hacia atrás sobre la cubierta superior del Baneblade.

Las armas principales del Padre Tiempo abrieron fuego, y el impacto del aire desplazado sumergió a Mederic en el mundo del silencio mientras el ensordecedor rugido de los cañones del Baneblade le resonaba en el cráneo.

Tanteó con la mano en busca de su cuchillo, a sabiendas de que probablemente no le serviría de nada, pero encontraba consuelo en tener en la mano el acero de doble filo. Un disparo láser pasó cerca del kroot, pero las nubes provocadas por el propelente de los proyectiles dificultaron la puntería del mastín.

Mederic se puso en pie, todavía aturdido por la violencia de los disparos del Baneblade. El kroot avanzó hacia él dando zancadas con su extraño paso como empujado por un muelle. Tenía los lechosos ojos sin pupila fijos en él con una expresión que Mederic no era capaz de entender, pero que parecía una hambre salvaje.

La bestia se irguió en toda su envergadura, al menos una cabeza más alta que él, y los abultados tendones de sus músculos se mostraban tensos y claramente definidos. Una bandolera, de la que colgaban toda clase de trofeos grotescos, le cruzaba en diagonal el pecho. En ella se veían orejas y ojos humanos colgados de pequeños garfios. Su cresta de color rojo brillante parecía latir con el palpitar de la sangre en su interior, y se lamió el borde dentado de sus fauces en forma de pico con una lengua repulsiva y húmeda.

El kroot dio un paso al frente, sus espinas estallaron en vivos colores en señal de desafío mientras ladeaba la cabeza. Se golpeó en el pecho con la empuñadura del cuchillo.

—Plomarjia.

Mederic creyó que el sonido no era más que un simple ruido animal, pero cuando la criatura repitió la palabra se dio cuenta de que estaba diciéndole su nombre.

—¿Plumarroja?

La criatura asintió y graznó su nombre una vez más.

—¡Plaamarogia!

—¡Pues vamos, Plumarroja! —Gritó Mederic blandiendo su cuchillo de combate—. ¡Ven a por mí si es lo que quieres!

Plumarroja se arrojó hacia adelante de un salto sin aparente esfuerzo, y Mederic por poco quedó destripado antes de ni tan siquiera saber que estaba siendo atacado. Más por suerte que por destreza, alzó el cuchillo y apartó la hoja del kroot. Saltaron chispas de las hojas, y Mederic se dobló de dolor por el impacto del puño del kroot en el estómago. Supo que el siguiente golpe, probablemente mortífero, llegaría a continuación. Mederic se arrojó a un lado. Aterrizó a horcajadas sobre el cañón automático coaxial del Baneblade y luego cayó sobre la protección de la cadena, al lado del bólter pesado.

Los rechonchos cañones disparaban proyectiles de gran calibre, y cada uno sonaba como un golpe áspero seguido del zumbido de un minúsculo propulsor. Plumarroja saltó por encima de los cañones de la torreta, aterrizó ágilmente a su lado y le lanzó un mandoble a la cabeza con el cuchillo.

Mederic esquivó el golpe, y desplazó su cuchillo alrededor del de Plumarroja abriendo un profundo corte en el brazo del kroot. La bestia estalló en gritos de dolor, y Mederic no le dio una segunda oportunidad. Rodó sobre el bólter pesado e intentó clavar la hoja del cuchillo en las tripas de Plumarroja. Fue un mal golpe que le hizo perder el equilibrio, pero no tenía más opciones.

La garra de Plumarroja le aferró la muñeca y la punta del cuchillo de Mederic quedó a un centímetro de hundirse en las tripas del animal. El cuchillo de Plumarroja bajó en línea recta directo a su pecho, y Mederic supo que no podría impedirlo. Como último recurso, agarró la bandolera de Plumarroja y tiró del kroot hacia sí. Sin equilibrio e inestablemente encaramados en la cubierta de la cadena, los dos guerreros rodaron sobre la casamata del bólter pesado y aterrizaron sobre el metal curvado del borde superior del inmenso tanque.

Mederic se golpeó con fuerza, y el peso del kroot lo dejó sin aliento e hizo que el cuchillo de combate se le escapara de las manos. Plumarroja se irguió, agarrando su cuchillo con las dos manos, listo para clavarlo en el corazón de Mederic. Y no había absolutamente nada que él pudiera hacer para impedirlo.

Entonces el bólter pesado disparó de nuevo, y la mitad superior del cuerpo de Plumarroja quedó desintegrada.

Mederic se vio empapado en sangre, y se vio obligado a escupir y toser para librarse de lo que le había caído encima cuando los restos triturados de lo que quedaba del líder de guerra kroot se desplomaron sobre él antes de resbalar fuera del Baneblade.

Se quedó inmóvil durante unos instantes antes de darse cuenta de que el tanque ya no estaba disparando ninguna de sus armas. Lentamente, se dio la vuelta sobre el pecho, manteniéndose alejado de la miríada de sistemas de armas del Padre Tiempo y limpiándose la sangre de Plumarroja de la cara.

Los soldados de la Guardia Imperial estaban saliendo de las trincheras y los refugios improvisados, con las caras ensangrentadas y tiznadas por las quemaduras láser. Estaban eufóricos por haber sobrevivido a la última batalla. Las laderas estaban cubiertas por el humo de los vehículos que estaban ardiendo y de cadáveres de los tau. Mederic, exhausto, sonrió por el triunfo. Una vez más, el Padre Tiempo había estabilizado la línea y mantenido a raya a los tau. ¡Ojalá tuvieran un ejército de Baneblade!

Oyó el sonido de una escotilla abriéndose tras él se esforzó por ponerse en pie, usando el cañón todavía tibio del arma, un Demolisher, para alzar su cuerpo apaleado. Mederic se dio la vuelta y saludó a un perplejo Nathaniel Winterbourne, que se había quedado de piedra en la torreta.

—¿Hay alguna razón por la que deba estar usted en mi tanque, capitán? —preguntó Winterbourne.

Mederic se echó a reír con cierto tono de histeria.

—Nunca me creería —le contestó.

La ciudad costera de Praxedes se extendía frente a ellos, y Learchus apenas podía creerse que hubiesen alcanzado su destino. Haber llegado tan lejos a través del territorio enemigo era poco menos que milagroso, más aún tratándose de territorio tau, pero Learchus no conocía mejores exploradores en todo el Imperio que los de los Ultramarines.

Learchus tuvo buen cuidado de asomar sólo una porción de la cabeza y examinó la actividad enemiga en la ciudad. Él y sus compañeros de batalla estaban ocultos en un almacén encaramado en los precipicios que se encontraban por encima de las plataformas de aterrizaje, y mientras Issam cambiaba el vendaje del brazo de Parmian, Daxian vigilaba la única entrada del edificio.

La cavernosa estructura estaba llena hasta arriba de cajas que llevaban impresas marcas tau, y los Ultramarines habían sido entrenados a fondo en buscar cualquier cosa útil. La mayoría de las cajas contenían paquetes de raciones tau, nada que los marines espaciales se dignarían a comer, aunque Issam encontró vendas limpias y un antiséptico estéril para tratar la herida de Parmian.

Los dos aerodeslizadores que habían tomado de los rastreadores tau estaban en una esquina, y Learchus trató de bloquear el recuerdo de cómo habían logrado utilizarlos. Sabía que era imposible, ya que la impronta genética del guerrero alienígena que la había pilotado formaba ya parte de su propio ser.

Incluso después de la administración de eméticos y purgativos por parte de la armadura, aún sentía las nebulosas emociones alienígenas y los pensamientos que le arañaban la mente. El repugnante y oleoso sabor y la textura gomosa del cerebro tau le resultaron repulsivos, pero contenía la información que necesitaban para sortear sin peligro los drones de las torres de vigilancia dispersas por Praxedes. Learchus había sido capaz de acceder a la información gracias a un órgano altamente especializado implantado entre la vértebra cervical y la torácica, conocido como la ómofagea.

Aunque estaba situado dentro de la médula espinal, la omofagea se conectaba en su extremo final con el cerebro del marine espacial y le permitía aprender de manera eficaz mediante la alimentación. Unas conexiones nerviosas implantadas entre la médula y la pared del estómago preomnoral permitían ala omofagea absorber el material genético generado en los tejidos animales en función de las habilidades memorizadas, experimentadas o innatas.

Pocos capítulos de los marines espaciales eran capaces todavía de cultivar con éxito una pieza tan rara de material biológico, pero los apotecarios de los Ultramarines mantenían el legado de la semilla genética de sus hermanos de batalla con el mayor cuidado y pureza. Se habían producido mutaciones en los depósitos genéticos de otros capítulos, lo que había dado como resultado unos apetitos insanos y miríadas de rituales donde se devoraba carne o se bebía sangre. Pensar que había que tenido que comer carne del mismo modo que los guerreros de capítulos bárbaros como los Desgarradores de Carne o los Bebedores de Sangre le parecía algo aborrecible, y le había confesado sus temores a Issam mientras la luna se alzaba en la noche en que alcanzaron Praxedes.

—No teníamos otra opción —dijo Issam.

—Lo sé —replicó Learchus—. Pero eso no hace que sea más fácil de aceptar.

—Cuando volvamos a Macragge, los apotecarios podrán dializarte la sangre y limpiarla de cualquier contaminación. Volverás a ser tú mismo muy pronto, no te preocupes.

—No voy a contaminarme —exclamó Learchus con ira—. No voy a tolerarlo. ¡Mira lo que le ocurrió a Pasanius, fue degradado de rango y expulsado de la compañía durante cien días!

—Pasanius le mantuvo oculta su afección a un oficial superior —le recordó Issam—. Ese fue el motivo por el cual lo castigaron. Escúchame, necesitas calmarte, hermano.

—¿Calmarme? ¿Cómo voy a calmarme? —Gritó Learchus—. No eres tú el que se ha comido un cerebro alienígena.

A primera vista, el cerebro tau le había parecido demasiado extraño, demasiado lejano de la esencia del ser humano como para permitirle absorber algo de valor. Sin embargo, ya durante la ingesta de su primer bocado de carne húmeda, Learchus había sentido el primer torbellino de pensamientos alienígenas. No recuerdos como tales, sino más bien impresiones y entendimientos heredados, como si él hubiese conocido desde siempre las aborrecibles cuestiones que abarrotaban su mente.

Aunque no podía leer los símbolos del panel de control de los aerodeslizadores de los rastreadores, Learchus había comprendido su funcionamiento y accedido instintivamente al mecanismo interno de sus cogitadores. Los demás habían visto cómo pilotaba cautelosamente el aerodeslizador tau entre las rocas, tomando nota de cómo controlarlo sin estrellarlo o activar sistemas desconocidos.

En menos de una hora ya se habían puesto en camino y viajaron a través de las rocas hacia Praxedes en la aeronave tau, y tan pronto como descendieron por un cañón rocoso, un par de esbeltas torres centinela aparecieron frente a ellos en la lejanía. Los drones escudriñaron a través de los telescopios hasta detectarlos, pero Learchus, sin pensárselo, presionó unas series de botones en un panel lateral y la parte superior abovedada de las torres se replegó hasta encajar dentro de sus emplazamientos.

Los aerodeslizadores eran veloces, y los Ultramarines no tardaron en alcanzar las afueras de la ciudad costera. Las torres eran más numerosas en los alrededores de Praxedes, pero gracias a los códigos de acceso, los Ultramarines atravesaron la pantalla de centinelas remotos y entraron en el almacén sin que sus enemigos se percataran de su presencia.

Issam se reunió con él frente a la ventana y Learchus lo saludó con un seco gesto de asentimiento. Se notaba más irritable y con tendencia a mostrar cierta brusquedad al hablar desde que se había comido el cerebro del tau. Bueno, más de lo habitual, tuvo que reconocerse a sí mismo con una sinceridad que no era muy propia de él.

—Deberías descansar —le aconsejó el sargento explorador—. Llevas mirando por esa ventana más de diez horas. Daxian o yo podemos vigilar si se produce alguna clase de actividad enemiga.

—No puedo descansar. Ahora no. El capitán Ventris depende de nosotros.

—Lo sé, pero es mucho lo que nos pide —replicó Issam—. Quizá más de lo que podemos dar.

—No digas eso. Somos Ultramarines. Nada está más allá de nuestras posibilidades.

—Somos cuatro guerreros, Learchus, y uno de nosotros está herido de gravedad —le recordó Issam.

—El señor del capítulo Dacian tomó el paso de Gorgen con cuatro guerreros, y se enfrentaba a quinientos.

—Sí, es cierto que lo hizo, pero se trataba de cuatro veteranos de la Primera compañía protegidos con armaduras de exterminador.

—¿No crees que podamos hacerlo?

Issam se encogió de hombros.

—Como bien has dicho, somos Ultramarines. Todo es posible.

Learchus soltó un gruñido y volvió a centrar la atención en vigilar la ciudad que se extendía bajo ellos. Había visto poca actividad que sugiriera que Praxedes se había convertido en otra cosa que no fuera una ciudad guarnición, lo que significaba que la mayor parte de las fuerzas tau estaban desplegadas en los frentes. La presencia de tantas torres con sensores remotos alrededor de Praxedes parecía confirmar esa hipótesis. No importaba lo sofisticado que fuera el equipo automatizado de exploración: nada podía superar la capacidad para adquirir información que poseía el ojo humano.

Learchus estimó que las fuerzas enemigas en Praxedes la componían unos quinientos soldados de infantería junto a unas cincuenta armaduras de combate. También había visto unos pocos Cabezamartillo aparcados a la sombra de las grúas de carga estacionadas al borde del agua, pero había pocos vehículos blindados aparte de esos. Y lo que era más importante: vio a unos mil guardias lavrentianos aproximadamente a los que mantenían prisioneros en una de las plataformas de aterrizaje vacías construidas sobre la superficie del mar.

Esa era la clave, y para que el plan de Uriel funcionase, Learchus y sus guerreros tendrían que prepararle el terreno sembrando confusión y caos. El capitán le había transmitido las líneas básicas de su plan durante una breve ventana de comunicación mediante el lenguaje del canto de batalla, y le había insistido a Learchus en la importancia que tenía la tarea que le había encomendado para que el plan tuviera éxito. Era una jugada a todo o nada, y aunque el plan de Uriel era terriblemente arriesgado, Learchus no logró encontrar ni un solo fallo en el razonamiento de su capitán respecto al Codex Astartes.

Learchus y los exploradores ya se encontraban en posición, pero al estar tan cerca la hora cero para el comienzo de la operación en Praxedes, no pudieron informar de ello por temor a revelar su localización una vez más.

—Mira. ¿Ese es quien creo que es? —le preguntó Issam señalando a la plataforma prisión.

Learchus siguió la dirección que le había indicado Issam con un gesto de mentón. Sonrió.

—Sí que lo es. Puede que después de todo todavía tengamos la oportunidad de cumplir nuestra misión original.

Sus ojos mejorados mediante la manipulación genética distinguieron con facilidad al gobernador Shonai, quien en ese momento paseaba por la prisión en compañía de un tau. El alienígena iba vestido con una túnica de color crema con adornos rojos y dorados. La expresión del rostro de Learchus se fue ensombreciendo a medida que seguía observando al tau y a Koudelkar Shonai. El lenguaje corporal de ambos indicaba una conversación relajada, como la que tendrían dos amigos en un paseo matinal.

—¿Quién es el que acompaña al gobernador? —se preguntó Issam con curiosidad.

A Learchus todos los tau le parecían iguales, pero los rasgos de ése en concreto tenían un aire familiar.

—¡Por la sangre de Guilliman! —Exclamó Learchus cuando por fin se dio cuenta de cuál era la identidad del alienígena—. Es el cabrón que capturamos en el lago Masura. ¿Cómo demonios ha llegado hasta aquí? ¡Lo encerramos en el Invernadero con los agentes!

—No importa cómo lo hizo. Debe de ser alguien importante a juzgar por el número de guardias que lo acompañan.

—El capitán Ventris dijo que era uno de los miembros de su casta dirigente, un noble o algo parecido.

—Es lo más probable. ¿De qué crees que estarán hablando él y el gobernador?

—Me aseguraré de preguntárselo antes de partirle el puñetero cuello.

Los comandantes imperiales de Olzetyn se reunieron bajo el gran arco triunfal levantado en el extremo oriental del puente Imperátor. La destrucción del puente Espuela había proporcionado a los zapadores lavrentianos tiempo para construir de forma concienzuda las defensas orientales. Y no habían desperdiciado ese tiempo que les habían conseguido los Ultramarines.

Desplegaron las alambradas de espino y construyeron reductos de paredes resistentes y búnkers blindados delante del arco, formando una defensa en profundidad que obligaría al enemigo a pagar un tremendo peaje en sangre.

Un viento frío azotaba el puente y las defensas. En el búnker designado como puesto de mando imperial, el coronel Loic temblaba a pesar el abrigo de color crema mientras se servía un poco de uskavar de una petaca plateada. La petaca tenía grabada la rosa blanca de Pavonis, y era un regalo que le habían hecho los soldados bajo su mando.

Sólo el Emperador podía saber de dónde habían sacado un objeto como aquél en mitad de la batalla, pero había sido un gesto que lo había conmovido profundamente.

—Hace frío hoy —comentó al mismo tiempo que le ofrecía la petaca al teniente Poldara.

Poldara tuvo la educación de aceptarla y tomó un sorbo del fuerte licor.

—Gracias, coronel. Si tiene frío, puedo conseguirle una capa.

—No hace falta. Seguro que los tau nos hacen entrar en calor cuando llegue el momento.

Recordó que la primera vez que habló con el teniente de Gerber pensó que parecía ridículamente joven para ser soldado. La batalla de Olzetyn había cambiado eso por completo. Poldara tenía el mismo aspecto que mostraría cualquier veterano.

—La guerra nos envejece —dijo Loic, y se preguntó lo envejecido que debía parecerle él al joven teniente.

—¿Disculpe, señor?

—Nada, no importa —le respondió Loic al darse cuenta de que había hablado involuntariamente en voz alta.

Estaba tan cansado que ya ni sabía lo que decía.

Inspiró profundamente para organizarse los pensamientos. La defensa de Olzetyn estaba ya en sus etapas finales. Era algo obvio para todo el mundo. Habían utilizado todas las estratagemas posibles, habían hecho uso de todos los trucos posibles. Los Ultramarines se habían marchado, y lo único que se interponía entre los tau y Puerta Brandon eran los valerosos soldados de la Fuerza de Defensa Planetaria y la Guardia Imperial Layrentiana.

Loic había tenido una fuerte y angustiosa sensación de pérdida mientras veía a los Ultramarines embarcar en sus cañoneras. Sabía que Uriel y sus guerreros tenían que llevar a cabo una misión vital con la que podrían ganar aquella guerra, pero no pudo evitar sentir que, con su marcha, los corazones de los defensores de Olzetyn habían perdido algo fundamental.

Había oído decir que un solo guerrero astartes valía por cien soldados humanos, pero Loic sabía que su valía real no se podía medir simplemente con la aritmética. Los marines espaciales eran figuras inspiradoras, unos guerreros que todo soldado deseaba en su fuero interno emular. Su coraje y su honor eran inconmensurables, y luchar a su lado era como luchar junto a los propios dioses de la guerra.

Sería una pena morir sin tener a aquellos camaradas a su lado.

Loic se quitó de la cabeza aquellos pensamientos sombríos sobre la muerte y volvió a concentrar la atención en el presente. El capitán Gerber y el comisario Vogel conversaban mientras estudiaban una serie de consolas acopladas a la pared frontal del búnker. Las pantallas los iluminaban con su tenue brillo verdoso. Estaban examinando los planos de las defensas, y hacían comentarios sobre diversos puntos situados a lo largo del puente en ruinas.

Loic se reunió con Gerber y Vogel delante de las troneras protegidas con sacos de arena del búnker.

—Es una pérdida de tiempo —les dijo—. Todo lo que había que hacer ya se ha hecho. Todas las posiciones disponen de suministros. Están preparados los depósitos de municiones, de agua y de comida, los puestos de primera atención médica están listos para recibir a los heridos. Lo único que nos queda es esperar.

—Siempre queda algo por hacer —le contestó Gerber—. Algo que podamos prever.

—Es posible, pero ya no representará ninguna diferencia. —Loic sacó la petaca plateada y se la ofreció a los dos oficiales—. ¿Uskavar? Es de una buena destilación, suave y agradable. Creo que nos lo merecemos, ¿no?

Gerber asintió.

—Claro que sí. Ahora estamos solos, así que no puede hacer daño.

—¿Comisario?

Vogel aceptó la petaca, tomó un sorbo y abrió los ojos con sorpresa por el fuerte sabor de la bebida.

—Ya dije que era de una destilación excelente —le dijo Loic recuperando la petaca.

Los tres oficiales compartieron un silencio cargado de compañerismo mientras contemplaban el puente. Muchas de las estructuras colgantes habían desaparecido, y lo que quedaba estaba cubierto con las ruinas de los habitáculos y de los templos que habían sido arrasados por los misiles tau o pulverizados por los bombardeos imperiales.

—¿Se sabe algo del capitán Luzaine y del Mando Estandarte?

—Están en camino desde Jotusburg, pero no llegarán al menos hasta dentro de seis horas —le informó Gerber.

—¿Ya será demasiado tarde para nosotros?

—Excepto para vengarnos —respondió Gerber, y Vogel no dijo nada en esta ocasión—. ¡Mirad! Ahí vienen —exclamó el capitán a continuación señalando hacia el puente.

Loic vio al otro extremo del puente las gráciles siluetas de los vehículos tau que se movían entre las ruinas. Los Mantarraya y los Cabezamartillo se deslizaban por encima de los escombros de los habitáculos destruidos, y Loic palideció al ver la cantidad de vehículos blindados. Las armaduras de combate y los aguijones alados sobrevolaban la hueste enemiga.

—Por la misericordia del Emperador… Son muchos —musitó Vogel.

—¿Y ahora quién es el derrotista? —bromeó Gerber.

Una línea luminosa encendió el horizonte cuando un centenar de lanzamisiles dispararon y dibujaron el cielo con las estelas brillantes de sus proyectiles. Loic observó cómo ascendían, como si hubiesen iniciado una trayectoria balística intercontinental.

—¡Bombardeo! —gritó Gerber cuando los misiles comenzaron a bajar hacia las defensas.

Loic se bebió de un trago lo que quedaba de uskavar.

—Por la victoria —dijo.

Uriel y el capellán Clausel bajaron de la Thunderhawk y empezaron a caminar por el suelo de rejilla del puente de embarque del Vae Victus. Detrás de ellos, la larga fila de cañoneras rugía mientras los servidores y la tripulación las aseguraban a las fijaciones de anclaje. Los oficiales de armamento dispusieron su rearme. Conectaron los tubos de combustible y las grúas de carga se acercaron con cajas llenas de cohetes y todo tipo de proyectiles para sus armas. Las luces de aviso parpadeaban por encima de las compuertas estancas que se acababan de cerrar, y el aire estaba cargado de las descargas actínicas de las pantallas de integridad y del frío del vacío.

El almirante Tiberius los estaba esperando y saludó a Uriel aferrándolo por la muñeca: el saludo de los guerreros.

El comandante del Vae Victus era un marine espacial gigantesco de casi cuatrocientos años de edad, con la piel del color del cuero viejo. Llevaba el cráneo rapado cubierto por una corona de laurel que no tapaba las cicatrices que se había ganado durante la batalla de Circe. La placa pectoral moldeada de su armadura azul estaba adornada con multitud de condecoraciones honoríficas de bronce.

—Uriel, Clausel. Por el primarca, me alegro de veros de nuevo.

—Y nosotros a usted, almirante, pero no tenemos tiempo que perder —lo urgió Uriel mientras se dirigía a paso ligero hacia el otro extremo de la cubierta de embarque—. ¿Está todo preparado?

—Por supuesto —le respondió Tiberius, aunque Uriel ya sabía de antemano que el venerable almirante no lo iba a decepcionar—. Que tus hombres entren ya para que podamos lanzaros. Esas naves tau se están acercando con rapidez, y si no os habéis marchado en menos de cinco minutos, ¡tendréis que buscar una nueva barcaza de combate para la Cuarta compañía!

—Entendido.

Los Ultramarines cruzaron con rapidez la cubierta de embarque hacia los puntos de reunión asignados, donde los siervos de la armería les entregaron munición para los bólters y nuevas células de energía para las espadas sierra. Uriel y Clausel recorrieron la cubierta y se aseguraron de que todos los guerreros estaban preparados para librar la batalla de su vida.

El capellán se paró a su lado.

—Capitán Ventris, estás de nuevo en el camino del Codex Astartes. Me alegro de verlo.

—Gracias, hermano capellán. Para mí representa mucho oírte decir eso.

Clausel hizo un rápido gesto de asentimiento antes de dirigirse a su posición sin decir nada más.

Una serie de luces verdes se encendieron a lo largo de la cubierta de embarque. Ya estaban preparados.

No había tiempo para lanzar arengas inspiradoras ni para efectuar los ritos de batalla adecuados. Uriel alzó la espada de Idaeus para que la vieran todos los guerreros.

—¡Coraje y honor! —rugió.

Koudelkar Shonai estaba de pie en el umbral de la entrada a sus aposentos. Contemplaba las aguas oscuras de la bahía Cráter mientras se bebía una tisana. La luz del sol de la mañana se reflejaba en la amplia extensión del océano, y un viento frío lanzaba chorros de espuma cargados de sal sobre las instalaciones de la prisión. Koudelkar había pensado antaño que aquello era hermoso, pero ese día le parecía algo amenazante.

Miró por encima del hombro hacia donde estaba sentado Aun’rai, en el interior. Lo acompañaban tres guerreros de fuego armados. Normalmente no le hacían mucho caso, excepto una tau con el rostro cubierto de cicatrices y el comienzo de una cola de caballo de cabello blanco. Ella lo miraba con un odio que no trataba de disimular. Koudelkar no sabía qué había hecho para ofenderla, pero prefería no preguntarle por temor a la respuesta que podía recibir.

—¿Volveré a ver Pavonis algún día? —preguntó.

—Quizá dentro de un tiempo —le contestó Aun’rai—. Dada tu relación pasada con este mundo, sería mejor que no. ¿Eso te supondrá un problema?

Koudelkar pensó en ello un momento, y miró los rostros hostiles de los soldados dispersos por la prisión.

—No. Pensé que lo sería, pero la idea de ver nuevos horizontes, de ver nuevos mares y nuevos planetas me atrae enormemente.

—Excelente —exclamó Aun’rai, que parecía realmente contento de oírlo.

—Por supuesto, habrá cosas que echaré de menos, pero espero superarlo.

—Así será —le prometió Aun’rai—. No te faltará nada en tu nueva vida como ciudadano de importancia del Imperio Tau. Puesto que todo el mundo trabaja para conseguir el Bien Supremo, nadie pasa hambre, a nadie le falta un techo bajo el que cobijarse y todo el mundo dispone de la oportunidad de contribuir.

—Casi suena como si fuera demasiado bueno para ser cierto —replicó Koudelkar medio en broma.

—No lo es. Serás bienvenido en nuestro imperio, serás valorado por las capacidades que posees y honrado por tu contribución al Bien Supremo.

Koudelkar echó un último vistazo a la bahía antes de entrar de nuevo en sus aposentos. Dejó el vaso en la mesa oval colocada al lado de su cama y se sentó en la silla situada enfrente de Aun’rai.

—Pero ¿qué será exactamente lo que tendré que hacer?

—Trabajarás con otros de tu especie para divulgar la nueva del Bien Supremo. Serás un magnífico ejemplo de lo que podemos ofrecerle a tu gente, un puente para cruzar el abismo de malentendidos que existe entre tu raza y la mía.

—¿Quieres decir que seré un embajador?

—Sí, en cierto modo —admitió Aun’rai—. Con tu ayuda podremos impedir muchos derramamientos de sangre cuando la Tercera Expansión llegue a otros mundos humanos. Si la humanidad acepta las enseñanzas de los etéreos y se convierte en parte de nuestro imperio, no habrá límites para lo que podremos conseguir.

—Sabes, antes de hablar contigo me habría repelido la simple idea de trabajar con una raza alienígena —comentó Koudelkar.

—¿Y ahora?

—Ahora estoy impaciente por hacerlo, aunque me pregunto si se puede decir lo mismo de tus seguidores.

Aun’rai siguió la dirección de su mirada y asintió en un gesto de comprensión.

—A La’Tyen la hicieron prisionera, y sufrió mucho a manos de sus captores. La golpearon y la torturaron, lo mismo que me habría ocurrido a mí si no hubiera logrado escapar.

—Lamento oírlo —respondió Koudelkar.

El gobernador trató de ocultar el repentino miedo que sintió hacia ella, ya que sabía que había sido él quien había ordenado su tortura. Apartó la mirada de las cicatrices de la guerrera para esconder la culpabilidad que sin duda debía mostrarse a las claras en su rostro.

—No tiene importancia —lo tranquilizó Aun’rai, pero Koudelkar se preguntó si La’Tyen sentía lo mismo, aunque en el fondo lo dudaba mucho.

Captó una cierta rigidez repentina en los guardias de Aun’rai, y se volvió en la silla para ver que Lortuen Perjed estaba en la puerta. La madre de Koudelkar estaba a su lado, y también Jenna Sharben, que mostraba un rostro ceniciento y se apoyaba en un par de muletas metálicas. Koudelkar sintió una oleada de inquietud al ver a la jefa de agentes, ya que recordó de repente que, ante todo, era una juez del Adeptus Arbites.

—Adepto Perjed, ¿querría unirse a nosotros? —lo saludó Aun’rai con voz suave—. Hay tisana para todos. Me han dicho que resulta muy agradable para el gusto humano.

—No tengo nada que decirte, alienígena —replicó Perjed.

—¿Qué haces aquí, Perjed? —Quiso saber Koudelkar—. Yo tampoco tengo nada que decirte.

—Pues entonces escuche —lo interpeló Sharben, con una voz que era una mezcla de furia controlada y dolor mientras se dirigía cojeando hacia el centro de la estancia—. Koudelkar Shonai, por la autoridad que me otorga el Dios Emperador inmortal, lo relevo del gobierno imperial de Pavonis y de sus dominios. Lo hago con el total apoyo del adepto superior del Administratum en este planeta. A partir de este momento, carece de la protección del Imperio y se cuenta entre sus enemigos.

Koudelkar sintió que se encogía bajo la mirada acerada de Sharben, sintió sus palabras como una cuchillada en el estómago, hasta que se acordó de que ya había renegado de aquel mundo para iniciar una nueva vida con los tau.

—¿Crees que eso me importa lo más mínimo? —Le espetó al mismo tiempo que se ponía en pie y notaba la rabia bullir en su interior—. El Imperio abandonó a Pavonis hace ya mucho tiempo, y le doy la bienvenida a tu reprobación de condena.

—¡Oh, Koudelkar! —Exclamó su madre con el rostro cubierto de lágrimas—. ¿Qué te han hecho para que digas cosas así?

Koudelkar pasó al lado de Sharben y la dejó atrás para abrazar a su madre.

—No llores, por favor. Tienes que confiar en mí, madre. Sé lo que hago.

—No, no lo sabes. Han utilizado alguna clase de control mental contigo.

—Eso es absurdo.

—Por favor —le suplicó ella al mismo tiempo que lo abrazaba con fuerza—. Tienes que venir con nosotros. Ahora mismo.

—¿De qué estás hablando?

—Sabes de qué está hablando —le dijo Perjed.

Koudelkar miró por encima del hombro de su madre y vio a un grupo de soldados lavrentianos que se estaban reuniendo en el exterior. Era imposible no darse cuenta de la actitud amenazante que mostraban, y Koudelkar volvió a sentir una oleada de miedo cuando se dio cuenta de que la revuelta con la que había amenazado Perjed estaba a punto de producirse.

—Es hora de luchar, y tienes la oportunidad de hacerlo a nuestro lado.

Koudelkar se volvió para avisar con un grito a Aun’rai, pero antes de que pudiera decir nada, el retumbar de una explosión sonó en algún punto del exterior. Desde donde se encontraba, al lado de la puerta, Koudelkar vio unas columnas de humo y de fuego que se alzaban en las torres situadas a ambos lados de la entrada a la prisión. Un estampido ensordecedor sonó a continuación, después de que una tormenta de relámpagos recorriera la circunferencia del campamento y surgieran chispas de los postes de la barrera del perímetro.

Empezaron a sonar sirenas de alarma y Koudelkar oyó el repiqueteo de los disparos. Se volvió hacia Perjed.

—¿Qué has hecho? ¡Nos has matado a todos!

Pero mientras el sonido del tiroteo subía de intensidad, Koudelkar vio que el adepto Perjed estaba tan sorprendido como él.