Una vez solo en su camareta de armamento, Uriel dejó que el sencillo acto de revisar su equipo de combate lo tranquilizara. A Uriel, honrar el recuerdo del último guerrero que había llevado esas armas y armadura le resultaba tan natural como respirar, y además lo ayudaba a procesar mejor sus ideas. Pasó un cepillo de púas finas por la placa pectoral procurando cuidadosamente sacar el polvillo rojo de Pavonis de entre las plumas talladas del Aguila dorada.

Al ser capitán de una compañía de combate de marines espaciales, Uriel disponía de su propia estancia en la estructura modular de barracones. Se trataba de una celda de paredes de acero de tres metros cuadrados, con un camastro y un pequeño santuario para las armas en una pared y un cubículo reversible de abluciones en la otra. El armario situado a los pies del camastro contenía los escasos objetos personales de Uriel: sus ropajes de entrenamiento, su equipo de higiene, una piedra de afilar para la espada, la garra negra reluciente de una criatura acechante que había capturado en Tarsis Ultra, y el fragmento desgarrado de un antiguo estandarte de combate enemigo que tomó en los campos de batalla de Thracia.

Un marine espacial no necesitaba mucho espacio privado en circunstancias normales, y compartía prácticamente cada momento de su vida con sus hermanos de batalla. Unos lazos de hermandad tan inquebrantables eran los que permitían que los Adeptus Astantes combatieran como un solo guerrero y librar las guerras de un modo que era impensable para los simples mortales.

El resto de la armadura de Uriel se encontraba en una esquina de la estancia. Se había quitado las placas de protección y un siervo de la compañía las había colocado con gesto reverente sobre un soporte adecuado para ello una hora antes.

Los mortuarios bestiales le habían arrancado de forma brutal la mayor parte de la armadura original en Medrengard, y se había visto obligado a desprenderse del resto de las piezas en Salinas. La necesidad lo había obligado a utilizar una servoarmadura que pertenecía al capítulo de los Hijos de Guilliman durante un breve periodo de tiempo, pero por fin ya disponía de una armadura que podía llamar suya.

Antes de partir de Macragge, cuando llegó el momento de renovar los juramentos de fraternidad, el señor de la forja había acompañado a Uriel hasta las enormes criptas iluminadas con antorchas del Armorium para que escogiera su nueva armadura.

Decenas de armaduras reposaban en aquel sagrado almacén del equipo de combate del capítulo, igual que guerreros en un desfile. Uriel tuvo la sensación de que las armaduras vacías en realidad estaban esperando a aquellos guerreros que tuvieran el coraje de llevarlas una vez más al combate. La luz de las llamas bailaba sobre las placas pulidas mientras Uriel atravesaba con paso reverente aquellas filas, a sabiendas de que los espíritus de los héroes muertos estaban juzgando de un modo silencioso e invisible su valía como guerrero.

Cada armadura era una creación forjada a partir de una ciencia y un arte olvidados, y habría sido un honor llevar puesta cualquiera de ellas. El lazo de carácter único que se fraguaba entre la armadura y el guerrero iba más allá de lo que podría entender cualquiera que careciera de la tremenda fe de un marine de los Adeptus Astartes.

En cuanto Uriel posó la mirada en la armadura que estaba puliendo en esos momentos, supo que estaba hecha para él. Alargó una mano, colocó la palma abierta sobre la placa pectoral dorada y sintió una conexión con la armadura en una dimensión que no fue capaz de explicar del todo.

—La armadura del hermano Amadon —dijo el señor de la forja con un tono de voz aprobatorio.

Su voz era poco más que un graznido áspero, como si procediese de un lugar olvidado de las profundidades del pecho del enorme guerrero. El guardián del Armorium se dignaba a utilizar su voz orgánica en muy pocas ocasiones, y Uriel fue lo bastante perspicaz como para darse cuenta de que ese honor no se lo hacía a él, sino a la armadura.

—El hermano Amadon cayó durante el asalto a la brecha de Corinto. Un señor de la guerra pielverde, un bárbaro, acabó con él mientras luchaba al lado de nuestro amado señor del capítulo.

—Corinto —musitó Uriel sin atreverse a profanar el silencio resonante del Armorium con nada que sonara más fuerte que un susurro—. La batalla que nos arrebató al anciano Galatan.

—Esa misma —confirmó el señor de la forja mientras observaba cómo Uriel daba vueltas alrededor de la armadura. Al capitán le dio la impresión de que el alma del hermano Amadon le hablaba a través del abismo de los siglos que los separaban.

—Es espléndida —murmuró Uriel—. Sentí algo parecido en Salinas cuando vi la armadura que pertenecía a los Hijos de Guilliman, pero esto es mucho más poderoso. Es como… como si necesitase que yo la llevase puesta.

—Los hechos heroicos que cada guerrero realiza mientras lleva puesta una armadura se suman a su legado, capitán Ventris. Sólo cuando las almas de la armadura y de su portador hayan logrado realmente la afinidad, cada una de ellas conseguirá alcanzar la verdadera grandeza.

Uriel sonrió al recordar aquello y se dispuso a guardar la placa pectoral tras quedar satisfecho de haber limpiado toda prueba de su paso por el campo en esos últimos días. Colgó el pectoral en el soporte y desenvainó la espada de su funda de cuero, que estaba manchada y desgastada. Sabía que podía haber pedido una nueva vaina para la espada, pero ésa era la misma que protegía a la espada cuando su antiguo capitán se la entregó, y se resistía a cambiar cualquier detalle del arma si no era estrictamente necesario.

Sacó la piedra de afilar del pequeño armario y la pasó a lo largo del filo de la hoja. Cerró los ojos y se sintió más solo que nunca.

A veces la soledad era una bendición, y más de un guerrero había encontrado la iluminación espiritual en el interior de uno de los solitoriums del capítulo, que se encontraban en los lugares más recónditos de Macragge.

No era ése el caso en esta ocasión.

Uriel había luchado codo con codo junto a Pasanius desde antes de su ascenso al rango de capitán, y su camarada era uno de los mejores sargentos que se podían encontrar en las filas de los Ultramarines. Se habían enfrentados juntos a un antiguo dios estelar, habían derrotado a un tentáculo del Gran Devorador y habían acabado con un paladín maligno de los Poderes Siniestros.

Pasanius era su amigo más antiguo, el mejor de todos, un hermano que se había mantenido a su lado a lo largo de las batallas y las tribulaciones a las que se habían enfrentado desde los primeros años de su existencia como marines.

Hasta eso le habían arrebatado.

Al final, el cumplimiento del juramento de muerte resultó no ser más que el primer paso del camino que culminaría en su integración completa de nuevo en las filas de su ilustre capítulo. Su valor y su lealtad no estaban en duda, y jamás lo habían estado, pero habían infringido los preceptos del Codex Astartes y pasado por mundos corrompidos más allá de toda posible purificación por culpa de la presencia mancílladora del Caos. Uriel se había enfrentado a suficientes servidores de los Poderes Siniestros como para saber que un individuo podía sentirse convencido de estar libre de toda corrupción y, a pesar de ello, albergar un cáncer oculto en un rincón oscuro del alma.

En cuanto las puertas de la Fortaleza de Hera se cerraron a sus espaldas, un destacamento de cincuenta guerreros de la Primera compañía los condujeron directamente al apothecaríon.

Uriel y Pasanius fueron sometidos a una serie de procedimientos exhaustivos diseñados para poner a prueba la pureza de su cuerpo y detectar cualquier posible anormalidad en su material genético. Examinaron todos y cada uno de los detalles de su composición física con una rigurosidad mucho mayor que la que sufrían los reclutas aspirantes, cuyos cuerpos eran revisados incluso a nivel celular en busca de cualquier clase de debilidad latente.

Esas pruebas eran extremadamente agotadoras y dolorosas, y duraron muchas semanas, pero ambos guerreros las soportaron gustosos.

Finalmente, los apotecarios del capítulo declararon que Uriel estaba libre de toda corrupción y que su cuerpo permanecía tan puro como lo estaba cuando fue reclutado en los Ultramarines cien años atrás.

Pasanius tuvo menos suerte.

El sargento veterano había perdido la mitad inferior del brazo en Pavonis, cuando se enfrentaba a una diabólica criatura alienígena conocida como el Portador de la Noche, aunque había seguido combatiendo al lado de Uriel, quien por fin logró hacer huir a la criatura. Los adeptos de Pavonis le habían reemplazado la extremidad perdida con un brazo biónico, que había demostrado ser casi tan efectivo como el que había perdido. Sólo más tarde, cuando un guerrero tiránido le clavó su monstruosa arma en el brazo durante un combate en las profundidades de una nave colmena, se dio cuenta Pasanius del horrible cambio que había sufrido.

Los guerreros necrontyr de cubierta plateada que servían al Portador dé la Noche se habían creado con una forma alienígena de metal que era capaz de autorrepararse de forma espontánea hasta el punto de recuperarse incluso de los daños más tremendos. Mediante alguna clase de transferencia horrible, una parte de ese poder había pasado al brazo artificial de Pasanius, lo que permitía realizar a su estructura unas hazañas de regeneración metálica muy semejantes.

Pasanius se había sentido avergonzado y se lo había ocultado a Uriel hasta que ese poder milagroso del brazo quedó al descubierto en la fortaleza maldita de Khalan-Ghol, el dominio del herrero forjador Honsou. Las criaturas cirujanas de Honsou le habían extirpado el brazo a Pasanius y se lo habían injertado a su maligno señor, por lo que se había llevado la impureza necrontyr con él, pero eso no cambiaba en absoluto el hecho de que Pasanius le había mentido a su capitán, una infracción de la mayor gravedad.

Una vez los declararon libres de cualquier impureza física, a Uriel y Pasanius los trasladaron al reclusiam, con su atmósfera cargada de incienso, donde quedaron al cuidado de los capellanes del capítulo. En el Templo de la Corrección revivieron cada momento de sus terribles experiencias desde que abandonaron Macragge y dejaron atrás la forma magnífica e inmóvil de Roboute Guilliman. Ambos guerreros contaron sus peripecias una y otra vez, y cada detalle, por ínfimo que pareciera, fue estudiado y repasado de un modo exhaustivo hasta que los guardianes de la santidad del capítulo quedaron convencidos de que conocían absolutamente todo lo que había ocurrido durante su cumplimiento del juramento de muerte.

Muchos de los detalles de la narración de Uriel provocaron miradas de sorpresa y reprobación: el terrible pacto con el Daemonium Omphalos, la liberación del Corazón de Sangre, la alianza con los renegados de Ardaric Vaanes. Sin embargo, aunque semejantes acuerdos eran algo impío, nadie dudó en ningún momento de la noble intención que impulsaba a Uriel cuando oyeron el resultado de todos y cada uno de ellos.

Uriel le habló con voz entrecortada al capellán Cassius de los sinpiel, y de su fallo a la hora de cumplir su juramento de mantenerlos a salvo y de ofrecerles una vida mejor. De todo lo que contó, lo ocurrido al señor de los sinpiel fue lo que más dolor le provocó a Uriel. Aunque su destino final era el único posible para una vida tan desdichada y marcada por la desgracia como la suya, la tristeza de su muerte se le había clavado en el alma, y nunca olvidaría esa angustia.

Muchos de los detalles de su juramento de muerte eran asombrosos y casi increíbles, pero para un ultramarine, la verdad era su vida, y ni siquiera los detractores de Uriel, entre los cuales se encontraba Cato Sicarius, de la Segunda compañía, el más enfervorizado de todos, dudaron de su palabra o de su honradez. A pesar de todo ello, tanto Uriel como Pasanius permitieron que los buscadores de la verdad de la división psíquica del capítulo verificaran cada aspecto de su odisea en cada momento de su testimonio.

Una vez convencidos de que sus corazones seguían siendo los de unos guerreros de coraje y honor, los capellanes enviaron a Uriel y a Pasanius a la última etapa, y la más crucial, de su serie de pruebas.

La Biblioteca de Ptolomeo era una de las maravillas de Ultramar, un depósito de conocimiento que abarcaba decenas de miles de años, cuando los hechos y los datos precisos se distorsionaban convertidos en mitos y fábulas. Las leyendas decían que recibió su nombre en honor del primero y más poderoso de todos los bibliotecarios del capítulo, y que la amplitud del conocimiento que albergaba en sus inmensas profundidades era mayor que la de los Cónclaves Agrippanos, más diversa que el Arcanium de Teleos Se decía incluso que contenía prácticamente todas las palabras escritas a lo largo de la historia de la humanidad.

Toda una estribación de la cadena montañosa sobre la que se había construido la Fortaleza de Hera estaba dedicada a la biblioteca. Sus numerosas alas, archivos, columnatas y paseos procesionales formaban una cima creada a mano de mármol y granito relucientes que rivalizaba con las montañas más altas de Macragge.

La parte superior de las gigantescas columnas se perdía en la oscuridad de la sombras del lejano techo. El suelo de mármol verde veteado relucía como el hielo. Las estanterías de acero y cristal se elevaban hasta una altura inimaginable a cada lado de la nave central, y cada una de ellas estaba repleta de un número incontable de libros, rollos, vainas de información, mapas, placas, cristales de datos y otros miles de medios para el almacenamiento de información, todo ello asegurado mediante cadenas.

Unos gráciles arcos de mármol cruzaban el abismo abierto entre las diferentes estanterías, lo que formaba alas separadas y kilómetros de desfiladeros para los que hacían falta mapas o cráneos guía si se querían recorrer. Tan sólo los bibliotecarios del capítulo conocían el trazado del lugar, y buena parte de sus profundidades serpenteantes y de sus pasillos polvorientos no habían sido pisados desde hacía siglos, o más.

Los servidores mudos, vestidos con largas túnicas cerúleas, deambulaban como fantasmas por el silencio lleno de ecos de la biblioteca. Algunos avanzaban sobre ruedas, y otros sobre piernas telescópicas que les permitían alcanzar las estanterías más elevadas. Otros, más especializados en la retirada de libros, flotaban sobre placas gravitatorias individuales. Los servocráneos, que llevaban colgadas largas tiras de pergaminos y sostenían plumas con tenazuelas de bronce, flotaban en el aire, y las relucientes órbitas rojas de sus ojos brillaban como luciérnagas voladoras en la penumbra sepulcral.

Uriel había pasado mucho tiempo en la Biblioteca de Ptolomeo a lo largo de sus años de servicio en los Ultramarines. Allí había aprendido todo lo que sabía sobre el legado de su capítulo y de sus héroes, además de amplios conocimientos sobre historia y la política imperial. Sin embargo, la mayor parte del tiempo lo había pasado memorizando los principios de la mayor obra de su primarca, el Codex Astartes.

Esa capacidad de estudio concienzudo se encontraba en el corazón del entrenamiento del Adeptus Astartes. Aunque estaba creado y equipado para la guerra, un marine espacial no era simplemente una máquina de matar sin pensamiento forjada a partir de los huesos de una ciencia antigua. Las décadas de entrenamiento le permitían convertirse en algo más que un simple guerrero. Cada astartes era la personificación de las mejores cualidades de la humanidad: coraje, honor y la capacidad de combatir no simplemente porque se lo ordenaban, sino porque tenía un motivo para hacerlo.

El eco de los pasos de las sandalias de Uriel resonaba por el suelo y perturbaba tanto el silencio reverente como el polvo que llenaba la biblioteca casi con una personalidad propia. Pasanius caminaba a su lado, e igual que él, no llevaba puesta la armadura. En vez de eso, iban vestidos con una túnica de un color negro intenso que llevaban ajustada a la cintura por un cinturón de cuerda trenzada.

Era la vestimenta propia de un penitente, aunque la cuerda trenzada correspondía a los aspirantes, lo que significaba que las pruebas que debían superar ya casi habían llegado a su fin. El apothecarion había declarado que sus cuerpos estaban libres de corrupción alguna, y la capellanía había confirmado que sus corazones seguían siendo puros.

La decisión final sobre si sus nombres debían anotarse de nuevo en las listas de honor de las filas de los Ultramarines se encontraba en manos de Marneus Calgar, la decisión del señor del capítulo reposaba a su vez en lo que dijera su bibliotecario jefe.

El Arcanium era el corazón de la biblioteca, y los pasillos que llevaban hasta allí estaban vigilados por guerreros de armaduras plateadas armados con grandes alabardas de hojas relucientes a causa de la energía que albergaban, y cuyos cascos eran unos capuchones altos con la superficie cubierta de un entramado de cables cristalinos psicodisruptivos. Nadie les había dado el alto mientras se acercaban, pero Uriel no se sintió sorprendido, ya que aquellos guardianes ya conocían el motivo de su presencia, y podían adivinar cualquier intención perversa.

El interior del Arcanium era un cubo de veinte metros cuadrados de tamaño con un portal rematado por un arco en cada una de las paredes, y estaba iluminado por la luz suave que emitían las velas gruesas de los candeleros de la pared, que tenían formas de águilas o de leones rampantes. Las paredes eran de madera sin pulir, unas tablas desgastadas y blanqueadas que parecían traídas de alguna costa lejana y el suelo era de pizarra negra. El aspecto de la estancia no concordaba en absoluto con la estructura que la rodeaba, ya que parecía ser un lugar muy antiguo, que ya existía mucho antes de que empezara a construirse la biblioteca.

El centro lo ocupaba una mesa de madera oscura y aspecto pesado. Sobre ella había cuatro volúmenes enormes, con unos lomos de un metro de largo y de unos treinta centímetros de grosor. Cada libro estaba fijado a la mesa mediante una cadena gruesa de hierro que atravesaba la cubierta de pan de oro desgastado que forraba las tapas de cuero. Las páginas eran originalmente de pergamino blanco que había amarilleado con el paso de los milenios. Cada una de esas páginas estaba llena de una escritura apretada, y cada letra estaba escrita y colocada de un modo preciso para formar unas líneas de texto rectas y perfectas.

Uriel inspiró profundamente al ver aquellos libros y dejó que la miríada de olores del ambiente se le posaran en la parte posterior de la garganta y le transportaran la mente a la poca de su creación. Captó el ácido tánico, el sulfato ferroso y la goma arábica de la tinta, la calidez del pellejo utilizado para la confección del pergamino y la tiza que se frotó por su superficie para prepararla y que aceptara la tinta. Sin embargo, sobre todo, lo que sus sentidos más invocaban era la imagen del individuo tan singular que había escrito aquellos grandes volúmenes, un dios entre los hombres, un individuo al que le debían la vida incontables billones de personas.

Aquella obra magna había vívido en los sueños de Uriel durante décadas durante su entrenamiento, pero hasta ese momento tan sólo había visto copias de la misma.

—¿Eso es lo que creo que es? —musitó Pasanius.

—Creo que sí —respondió Uriel acercándose a los libros y alargando una mano.

Ambos se quedaron mirando los enormes libros. Se quedaron tan ensimismados en su adoración por las palabras magistrales que habían dirigido a los Ultramarines durante diez mil años que no se percataron de que la puerta a su espalda se había cerrado y se había abierto otra.

—Yo de ti no lo tocaría —dijo una voz profunda y resonante—. Sería una pena que las defensas automáticas del Arcaníum te mataran antes de que pudiera darle mi opinión al señor del capítulo.

Uriel apartó de inmediato la mano del libro y levantó la vista para encontrarse con la mirada oculta bajo la capucha del bibliotecario jefe de los Ultramarines, quien se encontraba de pie al otro lado de la mesa, aunque ni Pasanius ni él se habían dado cuenta de su llegada.

Varro Tigurius era un individuo impresionante, aunque no era más alto de lo que habría sido Uriel si hubiera llevado la armadura puesta. Lo que hacía a Tigurius tan terrible era la profundidad del conocimiento, la enorme estatura de su rango y el tremendo poder que poseía.

Uriel sintió que un escalofrío de temor le recorría la espina dorsal al ver al bibliotecario. Su armadura, recargada de detalles decorativos, estaba cubierta de sellos de pureza y escritos tallados. Alrededor de sus guanteletes y por todas las placas de la armadura llevaba colgados amuletos de protección y símbolos de origen desconocido. De una cadena gruesa que llevaba al cuello colgaban una serie de llaves de bronce, y su vara de cargo, rematada por un cráneo, relucía como si hubiese sido creada a partir de luz fantasmagórica hecha sólida.

Los ojos de Tigurius eran dos pozos insondables en cuya superficie brillaba una mirada cargada de humor, aunque sólo Tigurius parecía conocer el origen de esa diversión interna. Su piel pálida y sus mejillas hundidas le conferían unos rasgos angulosos poco comunes entre los astartes.

El jefe bibliotecario se acercó a ellos y Uriel sintió que el vello de la piel se le erizaba ante la cercanía de aquel guerrero tan poderoso. Aunque Tigurius había combatido con coraje y honor para los Ultramarines durante cientos de años, y había salvado a los guerreros de la Cuarta compañía en los desolados brezales de Boros, no era un hermano en el mismo sentido que los demás marines espaciales eran hermanos.

Ese caudal de conocimientos, ese poder, implicaban que siempre fuera un extraño hasta cierto punto, incluso dentro de un capítulo de guerreros con unos lazos y juramentos de hermandad más fuertes que el adamantium. Para algunos, Tigurius no era más que un brujo, alguien con unos poderes que normalmente se asociaban con los adoradores de espíritus impuros o con los hechiceros de la disformidad. Sin embargo, para otros, era un guerrero guiado por la mano del propio Emperador.

Las advertencias premonitorias de Tigurius habían salvado a los Ultramarines de la destrucción en las garras de la flota enjambre behemoth, habían predicho la ruta de aproximación de la flota de combate del señor de la guerra Nidar y habían enviado a Uriel y a Pasanius a Medrengard.

Por mucho que Uriel quisiera honrar el poder y el rango de Tigurius, había pasado por demasiadas situaciones horribles debido precisamente a las visiones de aquel guerrero como para que sintiese algún tipo de simpatía por él.

—Estas páginas sagradas contienen siglos de sabiduría —dijo mientras rodeaba la mesa. Le dio la vuelta a una página del libro que tenía más cerca sin ni siquiera tocarla—. Nuestro amado primarca escribió buena parte de los primeros capítulos aquí, cuando era un niño. ¿Lo sabíais?

—No —contestó Uriel, quien se sintió sorprendido de su ignorancia, ya que todos los guerreros ultramarines estudiaban a fondo la historia del padre genético del capítulo y memorizaban todos y cada uno de los detalles de su vida, sus batallas y sus enseñanzas como parte del entrenamiento intensivo que los llevaría a convertirse en marines espaciales.

—Pocos lo saben —añadió Tigurius—. No es más que un pequeño detalle dentro de la vida del primarca, pero no soy partidario de darlo a conocer, ya que me gusta la soledad de este lugar y no deseo que se convierta en un lugar de peregrinación. ¿Te imaginas este sitio lleno de miles de personas, como si fuera el Templo de la Corrección?

Uriel negó con la cabeza y miró a Pasanius. Su amigo se había quedado igualmente callado. El sargento sabía de forma instintiva cuándo debía hablar y cuándo debía mantenerse callado para que fuera Uriel quien hablara.

—Creo que acabaría abarrotado —respondió finalmente Uriel.

—Abarrotado, sí —coincidió Tigurius, como si la idea se le acabara de ocurrir a él—. Cuando era un muchacho, el primarca venía aquí para leer sus libros si deseaba apartarse del politiqueo de Ciudad Macragge. A cientos de kilómetros del asentamiento humano más cercano y en el punto más alto escalado por ningún humano en el Pico de Hera. Era el lugar perfecto para encontrar la soledad. Sigue siéndolo, y tengo toda la intención de que continúe siendo así.

—Entonces, ¿por qué nos ha hecho venir? —quiso saber Uriel, quien se sorprendió a sí mismo por el tono de su pregunta, que estaba muy cerca de la falta de respeto.

—¿Tú por qué crees? —le replicó Tígurius.

—No lo sé.

—Pues piensa un poco más —le espetó el bibliotecario jefe—. Eres un guerrero con una cierta capacidad de inteligencia, capitán Ventris. Espero de ti mucho más que eso.

—Por esto —sugirió Uriel al mismo tiempo que señalaba los enormes libros.

—Así es. El Codex Astartes. Dime, ¿qué representan?

Uriel bajó la mirada hacia los libros, y se sintió al mismo tiempo humilde y anonadado por encontrarse en la presencia de unos objetos tocados por la propia mano de Roboute Guilliman.

—¿Son los que nos hacen ser quienes somos? —aventuró Uriel.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —preguntó Uriel.

Tigurius soltó un suspiro.

—¿Por qué el Codex Astartes nos hace ser quienes somos? Después de todo, no son más que unos libros, ¿no es así? ¿Qué es lo que los hace diferentes a tantos otros textos escritos a lo largo de los milenios?

Al oír aquel suspiro, Uriel se dio cuenta de repente de que su destino colgaba de un hilo.

Esa reserva instintiva, surgida de la propia médula de los huesos, que la mayoría de los guerreros sentían hacia Tigurius, había cegado a Uriel ante ese hecho tan evidente. Reprimió la impaciencia que sentía ante el carácter tenaz del bibliotecario. Si no lograba convencer a Tigurius de que tanto él como Pasanius merecían ingresar de nuevo en las filas de los Ultramarines, estaban condenados a perder la vida: lo único que les quedaría era esperar la ejecución en la Roca Gallan.

Se quedó mirando fijamente los tomos del Codex Astartes y dejó que las horas que había pasado en su presencia fluyeran a través de él. Había memorizado capítulos enteros de la obra del primarca, una cantidad de conocimiento más allá de las posibilidades de incluso el más capacitado de los sabios mortales, pero hasta eso no era más que una fracción del conocimiento que albergaban aquellas páginas. Nadie sin las increíbles capacidades cognitivas de uno de los hijos perdidos del Emperador podía tener la esperanza de memorizarlo por completo.

—Es algo más que un simple libro —respondió Uriel—. Sus enseñanzas fueron los puntales de los cimientos del Imperio tras la Gran Herejía. Sus palabras fueron el pegamento que mantuvo unidas a las fuerzas leales al Emperador cuando los rebeldes fueron derrotados.

—Bien —dijo Tigurius asintiendo con energía—. ¿Y qué es lo que nos enseña eso, a nosotros, los Ultramarines?

—Establece las reglas por las que debe regirse un capítulo. Antes de la Herejía, las legiones eran organizaciones de combate autónomas, equipadas con sus propias naves, capacidades de producción y autoridad de mando. El Codex acabó con eso y dispuso el modo en que deberían organizarse para que nadie pudiera contar con todo ese poder de nuevo.

—Un marine espacial aprende eso el primer día que se encuentra en el interior de las murallas de su casa capitular —añadió Tigurius—. Hasta un novicio podría haberme contestado eso. Eso es lo que es el Codex, pero lo que quiero que me digas es qué significa, qué significa para ti, aquí, ahora.

Uriel se esforzó por imaginarse lo que quería oír el venerable bibliotecario y pensó en las veces que había luchado con el Codex como guía, las veces que le había salvado la vida y la terrible sensación de pérdida que le había azotado el corazón cuando lo había dejado a un lado.

—Piensa, Uriel —le insistió Tigurius con voz sibilante. En sus ojos pareció destellar un fuego interior—. Encontrarse en presencia de estas reliquias de un tiempo pasado es encontrarse en presencia de la propia historia. A través de estas obras, un individuo puede acercarse al tiempo en que los dioses de la guerra caminaban entre los seres humanos y el fundador de nuestro capítulo llevaba al combate a los Ultramarines.

—Es la clave que convierte a los marines espaciales en unos guerreros tan formidables —exclamó Uriel viéndolo claro de repente—. Sin el Codex Astartes no seríamos más que asesinos creados genéticamente.

—Sigue —lo apremió Tigurius.

—Sin el Codex Astartes, el Imperio no habría sobrevivido a las consecuencias de la Gran Herejía. Une entre sí a todos y cada uno de los miles de capítulos de marines espaciales y nos proporciona una causa común, una conexión con el pasado y entre todos nosotros. Todos los capítulos, lo reconozcan o no, deben su misma existencia al Codex Astartes.

—Exacto. Es la historia viva, un lazo tangible con todo lo que somos.

—Y por eso nos ha hecho venir aquí —añadió Pasanius—. Saber de dónde venimos es saber quiénes somos y hacia dónde vamos.

Tigurius se rio.

—No hablas mucho, Pasanius, pero cuando lo haces, merece la pena escucharte.

—Soy un sargento, mi señor. Eso es lo que hago.

Tigurius pasó otra página del Codex sin tocarla.

—Es una obra inmensa. Esta conexión legendaria con nuestro pasado y nuestros hermanos nos guía en todos los aspectos, pero en Tarsis Ultra consideraste adecuado no hacer caso de sus enseñanzas. Te apartaste de lo que nos hace ser Ultramarines, y dejaste que tus guerreros lucharan sin ti, porque te pusiste al mando de la escuadra de los Guardianes de la Muerte y te dirigiste al corazón de una bionave tiránida. ¿Fue orgullo, o simplemente arrogancia?

—Ninguna de esas dos cosas, mi señor. Fue necesario.

—¿Necesario? ¿Porqué?

—El comandante de los Guardianes de la Muerte, el capitán Bannon, había muerto, y su escuadra necesitaba un nuevo jefe.

—¿Cualquiera de los guerreros de Bannon podría haberse puesto al mando? ¿Por qué tuviste que ser tú? ¿Qué es lo que te hace ser tan especial?

—Ya había luchado antes en los Guardianes de la Muerte.

—¿La misión se habría cumplido sin ti?

Uriel se encogió de hombros y miró a Pasanius.

—No lo sé. Quizá. Sé que debería haberme quedado con mi compañía, pero cumplimos la misión. ¿Eso no cuenta?

—Por supuesto que cuenta —declaró Tigurius con solemnidad—. Sí, salvaste Tarsis Ultra, pero ¿a qué coste?

—¿Coste? No lo entiendo.

—Pues háblame de Ardaric Vaanes.

—¿Vaanes? —Preguntó Uriel, sorprendido al oír que Tigurius mencionaba al guerrero renegado de la Guardia del Cuervo—. ¿Qué tiene que ver? Estoy seguro de que ya habrás leído todas las transcripciones del reclusiam. Ya debe de saberlo todo de él a estas alturas.

—Cierto, pero quiero oírlo de nuevo. ¿Qué le ofreciste en Medrengard?

—Una oportunidad de recuperar su honor, pero no la aceptó.

—¿Y qué fue de él?

—No lo sé. Supongo que está muerto.

—Muerto —repitió Tigurius—. ¿Y qué aprendiste de él?

—¿Aprender de él? Nada.

Uriel ya estaba cansado de que Tigurius le hiciera más preguntas cada vez que contestaba.

—¿Estás seguro? —Insistió Tigurius—. Si no aprendiste nada de sus palabras, quizá lo hiciste de su mal ejemplo.

Uriel recordó Medrengard, aunque se trataba de unos recuerdos dolorosos y desagradables. Los marines espaciales renegados que habían luchado junto a él y a Pasanius se habían unido a su causa durante un momento breve pero brillante y se habían adentrado con ellos en el corazón de la ciudadela de los Guerreros de Hierro. Sin embargo, al final, Ardaric Vaanes los había abandonado y se había marchado en busca de su propio destino malhadado.

De repente, Uriel lo vio claro.

—Lo que le ocurrió a Vaanes podría haberme ocurrido a mí —dijo, con un convencimiento creciente fruto de una epifanía—. Dejó que su ego le impidiera ver su deber y los lazos de hermandad que compartía. Creía saber más que las propias enseñanzas de su capítulo.

—Ardaric Vaanes es un ejemplo clásico de lo que puede ocurrirle incluso a los mejores de nosotros si no nos mantenemos atentos —corroboró Tigurius, y Uriel captó el tono de advertencia en la voz del bibliotecario—. Todos y cada uno de nosotros creamos imágenes sobredimensionadas de nosotros mismos que nos hacen sentir especiales, jamás normales, y siempre mejores de lo que somos. Es la base de lo que convierte a los marines espaciales en unos oponentes tan formidables: la absoluta convicción en su capacidad para lograr la victoria sin que importen las probabilidades en contra. Aumenta el valor, la autoestima, y los protege de las preocupaciones psicológicas de verse rodeados de muerte y siempre involucrados en batallas. Después de todo, cada uno de nosotros cree que está por encima de la media, ¿verdad?

Uriel asintió, aunque admitirlo le hizo sentirse incómodo.

—Quizá antes pensaba así.

—Yo sé que pensaba así —admitió Pasanius con amargura—. Siempre que delegaba una tarea, acababa pensando que yo la habría hecho mejor.

—Por mucho que nos ayuden, estas características egocéntricas pueden crear una inadaptación —explicó Tigurius—. Pueden hacer que no veamos nuestras faltas y ocultar una terrible verdad: que la gente exactamente igual que nosotros se comporta de un modo malvado en situaciones horribles. Estás seguro de que otros caerán presa de sus vicios, pero que tú no, así que no proteges tu alma contra las tentaciones, ya que crees que nada malo puede afectarte, incluso cuando sabes lo fácil que puede llegar a ser que eso ocurra.

Tigurius apoyó la palma de una mano en la mesa y les indicó con un gesto que se acercaran.

—Cuando no erais más que unos aspirantes y estudiasteis la Gran Herejía contra el Emperador, me imagino que llegasteis a la conclusión de que jamás haríais lo que las fuerzas del señor de la guerra habían hecho. Negasteis con la cabeza y os preguntasteis cómo podría acabar nadie de ese modo. ¿No es cierto?

Uriel asintió, y Tigurius continuó hablando.

—Por supuesto. Estoy seguro de que sentisteis que erais incapaces de hacer lo mismo que hicieron ellos, pero la experiencia os ha demostrado que eso es mentira, que podéis hacer lo mismo. Esa creencia es la que nos convierte a todos en individuos vulnerables a las tentaciones, precisamente porque nos creemos inmunes a ellas. Sólo cuando reconocemos que todos y cada uno de nosotros está sujeto a fuerzas más allá de nuestro control toma la humildad precedencia sobre un orgullo sin fundamento, y sólo entonces podemos reconocer el potencial de iniciar el camino del mal que albergamos en nuestro interior, de cometer actos vergonzosos. Dime qué es lo que eso te enseña, Uriel.

—Que bajo las circunstancias apropiadas, cualquiera de nosotros puede caer.

—O en las circunstancias equivocadas —añadió Pasanius.

—Yo caí una vez, precisamente porque creía que no podía caer —expuso Uriel—. Sin embargo, en Medrengard vi hacia dónde conduce finalmente ese camino: a la degradación y a la condenación.

—¿Es ése el destino que quieres para ti?

—No. Por supuesto que no —respondió Uriel lleno de firmeza.

—Entonces sí que has aprendido algo valioso —declaró finalmente Tigurius.