Durante tres días más, los defensores de Olzetyn soportaron los ataques de castigo contra sus líneas, con los misiles de los tau cayendo como lluvia sobre sus posiciones fortificadas y debilitando poco a poco las defensas. Después de que hubieran respondido a los primeros ataques, el comandante alienígena anuló cualquier pretensión de heroicidad precipitada y planificó cada uno de los asaltos tan concienzudamente que Roboute Guilliman se habría sentido orgulloso.

Las primeras líneas de batalla se convirtieron en trituradoras de carne ante las que tanto hombres como máquinas eran destrozados durante la tormenta constante de la lucha. Stratum, que había sido en un tiempo la joya de la burocracia del Administratum, ahora era poco más que una ruina a causa de los bombardeos. Las viviendas de los adeptos habían sido arrasadas por los misiles tau y los escombros se habían llevado a la primera línea para levantar barricadas. Al tercer día de lucha, la Torre de los Adeptos fue derribada; cuando esa estructura austera cayó por el desfiladero, se llevó consigo miles de años de impuestos y de registros de trabajo.

Su destrucción provocó una enorme ovación en las filas de los defensores mostrando una felicidad malsana, y demostrando que incluso ante una invasión alienígena pocos individuos eran más odiados que aquellos que se dedicaban a recaudar impuestos.

Los tau siguieron atacando a lo largo de toda la línea de las defensas, pero los bastiones gemelos que protegían el final del Imperator se mantuvieron impertérritos. A pesar de que continuaron enviando tanques y misiles contra los bastiones, la ofensiva tenía como objetivo tomar el puente Diacriano. Estaba claro que se trataba del punto débil de la defensa occidental y atrajo la mayor parte de la atención de los tau.

Las batallas se ganan con esa lógica, pero aquello que un atacante puede pensar, también puede anticiparlo el defensor.

Las naves tau intentaron bombardear el puente Imperator en toda su longitud, pero Uriel había previsto esa maniobra y varias líneas escalonadas de armas antiaéreas las hicieron estallar en el cielo sin que hubieran podido soltar sus cargas explosivas.

Un grupo compacto de armaduras de combate cayó desde el aire sobre el Estercolero para atacar las defensas traseras del puente Diacriano y abrir el flanco del Imperator. Quinientos guerreros tau armados con las armas más modernas y mortíferas que sus arsenales les podían proporcionar, cayeron del cielo nocturno entre las apestosas casuchas del Estercolero para encontrarse con que siete pelotones de la Cuarta compañía los estaban esperando. Apoyados por los Land Raider y por los Thunderfire, los Ultramarines convirtieron el área de aterrizaje en una zona de tiro concentrado. Los morteros pesados lavrentianos mantuvieron a los supervivientes clavados en el sitio mientras que las fuerzas imperiales se retiraban para que los numerosos escuadrones de Basilisk de la orilla oriental del río pudieran disparar.

Como si se hubiera desatado una tormenta en el cielo y hubiera descargado sobre el Estercolero, el promontorio Espuela se desvaneció en mitad de una lluvia de fuego de proporciones tan épicas que, cuando salió el sol, era como si la conurbación jamás hubiera existido. Pocos lamentaron su desaparición, ya que hacía mucho que había sido evacuada y en sus calles apretujadas y superpobladas habían reinado la enfermedad, la pobreza y el crimen.

El coronel Loic estaba demostrando ser un soldado más que capaz, un hombre que luchaba con el corazón de un guerrero y la mente de un estratega. Incluso los soldados del 44.º, endurecidos en las batallas, hombres para quienes la Fuerza de Defensa Planetaria no era más que una pandilla de aprendices peligrosos, llegaron a considerar al fornido comandante como a un auténtico camarada.

Los tau se estaban llevando la peor parte en la batalla, pero cada día se obligaba a las líneas imperiales a retroceder más hacia los puentes. Las bajas eran horribles en ambos lados, con miles de heridos y cientos de muertos al día. Ninguna fuerza lograba imponerse a la otra, pero tampoco podían permitirse retirarse de la incesante matanza. Tanto los defensores como los atacantes luchaban con valentía, pero Uriel sabía que las consecuencias del ataque tau eran ineludibles e inevitables.

Las defensas de Olzetyn estaban aguantando, pero los defensores se hallaban en un momento crucial.

El más mínimo revés sería suficiente para que el equilibro de la guerra cambiara.

Uriel se pasó una mano por la frente, restregándose la sangre que no había tenido tiempo de limpiarse. Vio que el capellán Clausel lo miraba e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No es mía —dijo Uriel, avanzando por la anarquía controlada del puente Imperator. Había tanques estropeados arrimados a ambos lados de la calle y los ingenieros lavrentianos y los de la FDP trabajaban mano a mano para conseguir que volvieran a estar operativos. Los soldados encargados de los suministros y los servidores de carga llenaban la calle, transportando munición, comida y agua para las tropas que luchaban defendiendo los puentes.

—Lo sé —contestó el capellán, haciéndose a un lado para dejar que pasara un camión con plataforma cargado de cajas con el sello de la Guardia Imperial—. Es demasiado oscura. ¿De dónde ha salido?

Uriel pensó en el último ataque sobre las cada vez más delgadas líneas de defensa, buscando entre las imágenes estroboscópicas de la matanza archivadas en su memoria, en las pesadillas que aún quedaban por llegar.

—No estoy seguro. Podría ser del guardia al que le estalló la cabeza a mi lado durante el último asalto a las trincheras ante el puente Díacriano. O del guerrero de fuego al que reventé cuando saltó desde un Mantarraya destruido.

Clausel asintió con la cabeza en señal de comprensión.

—Las batallas como ésta se convierten en una sola imagen borrosa de un horror incesante de sangre y muerte. Se trata de la guerra en su aspecto más brutal y mecánico, donde la habilidad de un guerrero cuenta menos que el lugar en el que se encuentra cuando impacta un misil.

—Yo he nacido para la batalla, capellán —le contestó Uriel—. Cada uno de mis músculos, de mis fibras y de mis órganos fue creado por el Señor de la Humanidad para hacer las guerras más brutales que se puedan imaginar, y aun así, esta carnicería diaria incesante me resulta ajena. No deberíamos estar aquí, pero tampoco podemos abandonar a los hombres que están dando sus vidas para defender este lugar.

—Recurre al Codex Astartes y encontrarás tu respuesta —le aconsejó Clausel—. Nosotros, los astartes, destacamos en el ataque rápido, en lanzar las dagas directas al corazón y en las estrategias decisivas para ganar las batallas, no en las matanzas prolongadas y estáticas. Si nos marchamos de Olzetyn casi con total seguridad supondrá su caída, pero aun así, ¿no estaríamos mejor aprovechados en otra parte?

—Deberíamos ser capaces de hacer algo que nos haga combatir mejor en esta guerra, pero aún no sé qué es —respondió Uriel—. Sólo sé que a mí no me gustaría morir aquí, donde la vida de un héroe puede terminar de una forma tan arbitraria. Es un anatema para mí.

—Desde luego que sí —coincidió Clausel—. Todos los marines espaciales desean una muerte honorable en la batalla de la que alguno de los trovadores del capítulo pueda hablar en siglos venideros. No tememos enfrentarnos a la muerte, pero sí a hallarla sin honor.

—¿Qué sugieres, entonces?

—Eres tú quien debe decidir cómo luchamos, no yo —repuso Clausel—, pero sospecho que ya tienes un plan en mente, ¿me equivoco?

—Tengo algo pensado —asintió Uriel—, pero a nuestros aliados no les va a gustar.

—Lo que les guste o les deje de gustar no tiene ninguna importancia para nosotros —afirmó Clausel—. Tú eres el capitán de los Ultramarines y la decisión de cómo defender mejor Olzetyn y Pavonis la tomas tú.

—Lo sé —dijo Uriel.

Uriel y Clausel entraron en la sección más ancha del puente Imperator, que ahora servía como punto de clasificación de los heridos imperiales. Uriel nunca llegaría a acostumbrarse a la magnitud del derramamiento de sangre que estaba sufriendo la Guardia Imperial. Filas y filas de bolsas con cuerpos cubiertas con lonas esperaban a ser retiradas, y los largos pabellones médicos estaban llenos de hombres que gritaban y de médicos saturados de trabajo que intentaban impedir que el número de muertos fuese aún mayor.

Tras una batalla, los marines espaciales muertos normalmente podían contarse con los dedos de una mano, pero los guardias muertos eran miles. La matanza llegaba a tal extremo que horrorizaba a Uriel, y servía, una vez más, para recordarle el valor del soldado mortal y el honor que conquistaba con sólo colocarse frente al enemigo con un arma en la mano.

El coronel Loic y el capitán Gerber ya estaban allí, y los dos guerreros astartes avanzaron hacia ellos mientras los oficiales consultaban una serie de mapas provisionales trazados con tiza sobre uno de los lados de una estructura inservible.

Los dos soldados se volvieron al oír sus pasos acorazados, y Uriel se sorprendió al comprobar cuánto habían cambiado en los últimos días. Tanto Clausel como él seguían funcionando al máximo de su capacidad, pero en los mortales la tensión de la batalla se hacía muy evidente. Los dos hombres estaban exhaustos y habían dormido poco desde que comenzara la lucha. Loic había perdido peso y parecía un palo, no un adepto jugando a ser soldada.

Uriel sólo había visto a Gerber brevemente antes del primer ataque, pero su actitud sensata y su carisma como líder lo habían impresionado. Los dos oficiales habían servido con fidelidad, y Uriel estaba orgulloso de haberlos dirigido durante la batalla.

—Uriel, capellán Clausel —dijo Loic a modo de saludo—, me alegro de verlos de nuevo.

Uriel respondió el saludo inclinando levemente la cabeza y se volvió hacia el capitán Gerber.

—¿Hay alguna noticia de los otros mandos?

Gerber asintió, frotándose distraídamente una cicatriz reciente en el cuello.

—Sí, pero están incompletas y son de hace varias horas, así que no sabemos si se pueden considerar válidas. El capitán Luzaine informa de que el Mando Estandarte tiene a Jotusburg bajo control y de que sus fuerzas están preparadas para salir.

—Excelente —dijo Uriel, contento de recibir buenas noticias—. ¿Y el magos Vaal? Afirmó que los suministros de armas y munición serían fluidos en un espacio de tres días, y ese tiempo ya ha pasado.

Loic pareció incómodo y se encogió de hombros.

—Dice que no están listos todavía —respondió—; algo sobre que los espíritus de las máquinas de los talleres forja están poniendo dificultades o que alguna brujería herética tau está causando interferencias. No estoy seguro.

—¡Necesitamos su munición y la necesitamos ahora! —exclamó Uriel. Inspiró profundamente para calmar la ira que empezaba a invadirlo—. ¿Es que Vaal no se da cuenta de que si no nos proporciona esos suministros podemos llegar a perder este mundo?

—Me parece que al adepto eso le parece algo secundario frente a la posibilidad de ofender a los espíritus de las máquinas. Tranquilo, Uriel. Le he expresado nuestra necesidad en el lenguaje más enérgico.

—Hábleme del Mando Espada —solicitó Uriel haciendo una indicación de cabeza hacia los mapas—. Dígame que a Lord Winterbourne le va mejor que a nosotros.

Gerber señaló uno de los mapas con la punta de su espada antes de hablar.

—Lord Winterbourne y el Mando Espada están luchando en las colinas Owsen. De momento han detenido a los tau, pero el enemigo está empujando fuerte para intentar penetrar en sus defensas.

—Learchus se arriesgó mucho al romper el silencio del intercomunicador tras las líneas enemigas —dijo Uriel.

—Menos mal que lo hizo. Su advertencia llegó justo a tiempo —afirmó Gerber—. Gracias a él nuestros flancos están seguros por el momento.

—Sí, eso ya es algo —asintió Uriel mirando el mapa de Olzetyn que los dos hombres habían estado estudiando—. Ahora, la cuestión es nuestra propia situación.

—Por supuesto, y el capitán Gerber y yo hemos elaborado un plan que pensamos que se puede llevar a la práctica.

—Adelante —dijo Uriel.

—Es el siguiente —empezó Loic—: Creemos que si desplazamos hombres de los bastiones del Imperator, podremos mantenernos firmes en el puente Diacriano por lo menos otra semana más.

—Es posible —admitió Uriel—. ¿Y después qué?

—Después pensaremos en alguna otra manera de detenerlos —añadió Gerber—. ¿Tiene una idea mejor?

Uriel decidió que no tenía sentido malgastar palabras y tiempo intentando suavizar el golpe, y dijo:

—No vamos a desplazar a nadie de los bastiones del Imperator. Vamos a reforzar los bastiones y destruiremos todos los demás puentes. Si intentamos mantener el puente meridional, no lo conseguiremos y se volverán las tornas en el flanco del Imperator. Los tau saben que los otros puentes son claves para la defensa de Olzetyn. Y la verdad sea dicha, deberíamos haberlos destruido nada más empezar la lucha.

—¿Destruir los puentes? —Exclamó Loic—. Llevan siglos ahí. ¡No podemos hacer eso!

—La decisión ya está tomada, coronel —le replicó Uriel—. No estoy aquí para debatir este asunto, sino simplemente para informarlo de sus nuevas órdenes. No podemos seguir luchando así. Si no hacemos esto ahora, estaremos perdidos.

—Pero con esa semana más que podríamos conseguir, quién sabe lo que podría ocurrir —protestó Loic.

—Los Ultramarines no hacen la guerra basándose en lo que podría ocurrir —replicó Clausel—, sino sólo en lo que va a ocurrir. Si continuamos combatiendo en estas condiciones, perderemos, y eso no es aceptable.

—Por supuesto que no, pero tiene que haber alguna otra forma —insistió Loic.

—No la hay —le respondió Uriel en un tono que no propiciaba ninguna discusión.

Gerber miró el mapa que había dibujado con tiza en la pared y asistió con la cabeza.

—Nuestro honor ya está a salvo, Adren, y ya se ha vertido suficiente sangre por esta ciudad. Ha llegado la hora de tomar decisiones difíciles, y no podemos llevarlas a la práctica con temor.

Loic se dio cuenta de que no tenía aliados en su intento por impedir la destrucción de los puentes, y Uriel vio la resignación reflejada en sus ojos.

—Muy bien —admitió Loic—. Tiene razón, por supuesto. Pero es que resulta difícil ver cómo se destruyen lugares emblemáticos de tu mundo para poder salvarlo.

—Somos como el cirujano que amputa un brazo para salvar al paciente —remarcó Clausel.

—Lo comprendo —respondió Loic—, pero me preocupa pensar qué es lo que va a quedar en pie de Pavonis si lo destruimos todo para derrotar a los tau.

Las palabras de Loic se convirtieron en una luz reveladora en la mente de Uriel, y un plan que no había consistido más que en unas cuantas ideas a medio formar en su mente, cristalizó de repente.

—¿Qué? —preguntó Loic, presintiendo que había dicho algo importante.

—Ya sé cómo podemos ganar esta guerra —afirmó Uriel.

La persecución había terminado.

Los rayos de energía abrasadora emitidos por impulsos acribillaron el suelo dirigiéndose a Learchus, y el sargento se lanzó detrás de una piedra mientras los dos aerodeslizadores de exploración que quedaban pasaron como un rayo trazando un arco y otro barrido de ráfagas de ametralladora. Rodó sobre sí mismo y pegó la espalda con fuerza contra la piedra, preparando su bólter por si se le presentaba la oportunidad de realizar algún disparo.

Mandar el mensaje por el intercomunicador avisando de que los tau estaban avanzando por los flancos había supuesto un riesgo, y Learchus sólo esperaba que Uriel hubiera hecho buen uso de la información. Estaba claro que el equipo de vigilancia electrónica de los alienígenas había detectado aquella breve transmisión y que las escuadrillas de aerodeslizadores de exploración que se entrecruzaban fueron cerrando el cerco cada vez más alrededor de Learchus, Issam y los exploradores.

Sus perseguidores sabían que la presa estaba cerca y habían cortado rápidamente todas las vías de escape, acosándolos hasta llevarlos hasta la misma línea de la costa. Teniendo Praxedes tan cerca, resultaba mortificante tener que renunciar a su misión, pero el momento del sigilo había pasado.

Había llegado la hora de luchar.

Se habían emboscado esperando a sus perseguidores y habían abatido a uno de los aerodeslizadores de exploración con su primera descarga de disparos de bólter. A un segundo lo habían derribado con un misil disparado por el lanzacohetes de Parmian, y el resto de los aerodeslizadores se habían dispersado a derecha e izquierda a una velocidad asombrosa. Volvieron a bajar y las armas de energía emitida por impulsos arrasaron la posición de los exploradores antes de que tuvieran tiempo de encontrar un nuevo lugar donde cubrirse.

Dos de los exploradores de Issam murieron instantáneamente. A uno se le vaporizó la cabeza en una niebla sobrecalentada de sangre y sesos cuando el calor blanco del fuego del aerodeslizador le acertó en mitad de la cara. Al segundo lo cortaron por la mitad a la altura de la cintura por una rápida serie de disparos que le segaron el tronco. Parmian fue alcanzado en el hombro y se agarró el brazo destrozado al tiempo que se refugiaba en una grieta entre las rocas. Lo único que quedaba del lanzador de misiles era metal fundido, y ahora los dos últimos aerodeslizadores de exploración habían vuelto para terminar la cacería.

—¿Por qué dos escuadrones nada más? —se preguntó Learchus en voz alta mientras observaba cómo se separaban.

Un segundo después se le ocurrió la respuesta. Estaba claro que los tau pensaban que la transmisión había partido de un equipo de observadores ubicados en su retaguardia; dos o tres hombres como mucho y, por supuesto, nada que precisara más atención que la de un puñado de aerodeslizadores de exploración. Lo que no habían sospechado ni por un momento era que el enemigo que se había infiltrado en sus filas era bastante más peligroso de lo que pensaban.

Una vez más, los tau habían subestimado a sus enemigos y terminarían pagando por ese error.

Detrás de Learchus, el océano se extendía como un espejo oscuro, mientras que a su derecha el paisaje rocoso descendía en una serie de zanjas que formaban terrazas a lo largo de tres kilómetros en dirección al antiguo cráter en el que se encontraba la ciudad de Praxedes. Learchus oyó más disparos y vio al sargento Issam correr para ponerse a cubierto, disparando desde la cadera mientras lo hacía. No tenía tiempo para apuntar y los aerodeslizadores de exploración se movían con demasiada rapidez para que les acertaran esos disparos realizados con tanta precipitación.

—¡Issam! ¡Al suelo! —gritó Learchus.

El sargento de exploradores se precipitó a un lado y saltó entre dos columnas caídas de roca blanqueada por el sol cuando el segundo de los aerodeslizadores pasó como un rayo por encima de su escondite. Eran vehículos rápidos con forma de flecha y con lo que parecía una barra antivuelco curvada que iba desde la barquilla del motor, en la proa, hasta la parte trasera en forma de cono. En la cabina iban dos guerreros tau a los que sólo se les veían los hombros y la cabeza.

Learchus observó al primer aerodeslizador perder velocidad al trazar un arco ascendente en un giro y echó una rodilla a tierra. Agarró el bólter con fuerza y apuntó aprovechando toda la longitud del arma. Un bólter no era precisamente ideal como arma de francotirador, pero un marine espacial se las arreglaba con el armamento que tenía a su disposición. Soltó el aíre y esperó a que el aerodeslizador se encontrara en el vértice del giro y hubiera reducido bastante la velocidad.

Apretó el gatillo y sintió el enorme retroceso del arma. El proyectil explosivo surcó el aire con el minúsculo motor en marcha desde que salió del cañón. El tiro era bueno, y Learchus aún no había soltado el gatillo cuando ya corría hacia su objetivo.

La cabeza del piloto explotó cuando el proyectil del bólter penetró en el casco y estalló dentro de su cráneo. El aerodeslizador se desplomó contra el suelo con el ruido del metal chocando contra las piedras, y el copiloto luchó por desabrocharse el arnés en cuanto vio a Learchus correr hacia él.

Un estallido de rayos azules que pasó centelleando junto a su cabeza le indicó que el último aerodeslizador de exploración lo había visto. Se arriesgó a echar un vistazo rápido por encima del hombro y vio que viraba hacia él. Varias ráfagas sostenidas silbaron en el aire y un proyectil lo alcanzó en la parte baja de la cadera. Learchus se tambaleó al sentir el calor del impacto quemarle la piel, pero siguió corriendo.

—¡Fuego de cobertura! —gritó.

Issam salió de detrás de las columnas caídas de roca y soltó un torrente de disparos dirigidos al aerodeslizador que se aproximaba. Este rompió su trayectoria de ataque y retrocedió alejándose de la descarga letal. Lo cerrado del giro le hizo perder velocidad, y Parmian, aunque herido, disparó su bólter con una sola mano apuntando a la parte inferior del vehículo que se encontraba desprotegida. El disparo atravesó el blindaje más débil del fuselaje y estalló en un movimiento ascendente que atravesó el cuerpo del piloto y le salió por el pecho con un chorro de huesos pulverizados.

El copiloto del aerodeslizador que Learchus había derribado se había liberado del arnés, pero era demasiado tarde para escapar. Learchus agarró al tau por la garganta y lo sacó a rastras del vehículo. Con un mínimo esfuerzo, le rompió el cuello y lo tiró a un lado.

El segundo aerodeslizador se vino abajo dando una sacudida, y aunque el copiloto había sobrevivido a su camarada, sólo duró unos momentos más. El alienígena desembarcó del aerodeslizador de forma diestra y sacó el arma, pero no fue más que una muestra inútil de desafío. Issam le acertó en el pecho con dos tiros certeros y cayó de espaldas.

Learchus se estremeció y dejó escapar un suspiro mientras Issam corría hacia él con el bólter pegado al pecho. Lo seguían Parmian y el único explorador superviviente, Daxian, que se agruparon junto a su sargento.

La batalla sólo había durado unos segundos como mucho, pero daba la sensación de que había sido más larga.

—Hemos tenido suerte —dijo Learchus—. Si hubieran traído las fuerzas suficientes, estaríamos muertos.

—Esto no es más que un respiro —advirtió Issam—. Pronto echarán de menos a estos exploradores, y los próximos no vendrán tan mal preparados.

Learchus desvió la mirada hacia el sur, donde se elevaban columnas de humo y una bruma de energía colgaba en el horizonte. El brillo de las torres de la ciudad portuaria parecía tan próximo que sintió que casi podría alargar el brazo y tocarlas.

—Praxedes está a sólo tres o cuatro kilómetros de distancia —dijo—. Estamos muy cerca.

—Para nosotros es como si estuviera en Macragge, porque no nos podemos ni acercar —replicó Parmian, señalando en la distancia un lugar en el que se reflejaba la luz del sol sobre lo que parecían árboles de cerámica sin hojas—. Hay un cerco detrás de otro de torres con centinelas y nuestras capas de camuflaje no los van a despistar.

Learchus bajó la vista y miró el cadáver del copiloto tau que yacía a sus pies. Miró el vehículo ojeador y una idea empezó a tomar forma en su mente.

—Tienes razón, Parmian —asintió Learchus—. No podemos atravesarlos como marines espaciales, pero los sistemas de a bordo de estos aerodeslizadores de exploración tienen que estar equipados con los códigos de identidad para poder pasar entre las torres de vigilancia sin sufrir daño alguno.

Parmian frunció el ceño.

—Pero ¿cómo vas a conseguir esos códigos? No sabes cómo funcionan estas máquinas.

Learchus se hincó de rodillas y le quitó el casco al guerrero. Los rasgos del alienígena estaban retorcidos mostrando el dolor de sus últimos momentos de vida. Learchus le giró la cabeza a un lado y cogió la espada de combate que Issam le tendió con gesto adusto.

Colocó el largo borde dentado contra la piel de la sien del tau y empezó a cortar.

—No. Todavía no lo sé —dijo.

Koudelkar Shonai se sirvió otro vaso de tisana caliente del sencillo recipiente cilíndrico que su servidor tau le había llevado aquella mañana. La bebida era dulce y dejaba un sabor de boca deliciosamente fragante, absolutamente diferente al regusto amargo de la cafeína. Colocó el recipiente en una bandeja redonda y se recostó en su silla de plástico moldeable para leer.

Como todo lo que se encontraba en sus habitaciones, desde la cama hasta el cubículo de las abluciones, la silla estaba diseñada de forma simple y funcional, y su forma se amoldaba a la postura que adoptaba al sentarse. La comodidad que proporcionaba era tal, que los diseñadores ergonómicos humanos con más talento no podían siquiera soñar con conseguirla.

Koudelkar tomó un sorbo de la bebida y volvió a centrarse en el dispositivo que llevaba toda la mañana estudiando.

Era una lámina plana y rectangular, parecida a las placas de datos imperiales, aunque era mucho más ligera y no se sobrecargaba cada diez minutos. Una pantalla maravillosamente nítida proyectaba imágenes pictográficas de gente en el trabajo o jugando. Eran hombres y mujeres normales, y aunque no había nada especial en lo que estaban haciendo, sí lo era el lugar extraordinario dónde lo hacían.

Todos los que aparecían en las imágenes habitaban ciudades maravillosas de líneas limpias, bulevares ingeniosamente diseñados, parques de un verde brillante y un marrón rojizo, y todo ello enclavado entre brillantes agujas de colores plata y blanco. Aun’rai le había dicho que éste era Tau, el mundo cardinal del imperio, la cuna de la raza tau. Ver a seres humanos en un lugar así era increíble, y aunque Koudelkar sabía que las imágenes podían manipularse, éstas parecían reales, y había algo en ellas que las hacía realmente genuinas.

Todos los hombres, mujeres y niños que aparecían iban vestidos de forma más o menos idéntica y lucían variadas insignias del Imperio Tau. Historias así se contaban en susurros apagados, porque el simple hecho de no pensar que los alienígenas fueran una basura abominable que se comía a los bebés, se castigaba con la muerte.

Todo lo que Koudelkar había visto desde que fuera capturado, desmentía la idea de que los tau eran unos alienígenas asesinos hostiles a la humanidad. Había sido tratado con total cortesía desde su llegada, y sus conversaciones diarias con Aun’rai sobre el Bien Supremo habían sido muy esclarecedoras.

Todas las mañanas, Aun’rai se reunía con Koudelkar en sus habitaciones y ambos hablaban de los tau, del Imperio y de cientos de otros temas. Para su gran sorpresa, Koudelkar le había cogido aprecio al embajador tau al descubrir que tenían mucho en común.

—El Bien Supremo es una idea magnífica en la teoría, pero no se puede llevar a la práctica —le había contestado Koudelkar la primera vez que oyó a Aun’rai hablar del tema.

—Al contrario —le replicó Aun’rai negando levemente con la cabeza.

—Estoy seguro de que los deseos egoístas, las necesidades individuales y otras cosas similares lo entorpecerían.

—Ya lo hicieron una vez —le confirmó Aun’rai—, y casi destruyó nuestra raza.

—No lo comprendo.

—Ya sé que no —le contestó Aun’rai—. Permíteme que te hable de mi raza y de cómo llegamos a abrazar el Bien Supremo.

Aun’rai colocó los bastones de su cargo a su lado y cruzó las manos. Empezó a hablar, y su voz era suave y melódica, adornada con una pensativa melancolía:

—Cuando mi raza dio sus primeros pasos, éramos como la humanidad: bárbaros, mezquinos y dados a impulsos codiciosos y hedonistas. Nuestra sociedad se había dividido en una serie de tribus, o lo que tú llamarías castas, cada una con sus propias costumbres, leyes y creencias.

—Eso lo sabía —afirmó Koudelkar—. Cuatro castas, como los elementos: fuego, agua y demás.

Aun’rai sonrió, aunque su expresión escondía algo que Koudelkar no pudo adivinar. No sabía distinguir si se trataba de irritación o de tristeza.

—Esas son las etiquetas que los humanos nos han colocado —dijo Aun’rai al cabo de un momento—. Los verdaderos significados de los nombres de nuestras castas tienen mucha más complejidad y sutiles inferencias que se pierden en unos términos tan prosaicos.

—Lo siento —se disculpó Koudelkar—. Eso es lo que me han contado.

—No me sorprende. Los humanos necesitáis definir, para vosotros mismos y para el mundo que os rodea. Tenéis dificultad con los conceptos que no encajan perfectamente en cuadros definidos. Sé algo de la historia de vuestra raza, y mientras más sé de vosotros, más agradecido le estoy al Bien Supremo.

—¿Por qué?

—Porque sin él, mi raza sería igual que la tuya.

—¿En qué sentido?

Aun’rai levantó una mano.

—Escúchame bien y sabrás por qué no somos tan distintos, Koudelkar.

—Lo siento, estabas hablando de las castas.

Aun’rai asintió y continuó:

—Los tau de las montañas se elevaban en el aire, mientras que los habitantes de las llanuras se convirtieron en cazadores y guerreros de gran destreza. Otros construyeron grandes ciudades y levantaron altos monumentos a su propia capacidad, mientras que los que carecían de esas habilidades se convirtieron en agentes que hacían de intermediarios en el comercio entre los distintos grupos. Durante algún tiempo prosperamos, pero a medida que el tiempo fue pasando y nuestra raza se fue haciendo más numerosa, las distintas tribus empezaron a luchar entre sí. A esa época la llamamos el Mont’au, que en vuestro idioma significa el Terror.

Aun’rai se estremeció al recordarlo, aunque Koudelkar sabía que era imposible que hubiera estado allí para verlo.

—Los habitantes de las llanuras se aliaron con los tau de las montañas y empezaron a asaltar los asentamientos de los constructores. Las escaramuzas se convirtieron en batallas y las batallas en guerras, y al cabo de poco tiempo, la raza tau se estaba destrozando. Hacía mucho que los constructores habían aprendido a fabricar armas de fuego y los comerciantes se las habían vendido a casi todas las tribus. La sangría fue horrible, y lloro sólo de pensar en esos días.

—Tienes razón, eso me resulta familiar.

—Estábamos al borde la destrucción. Nuestra especie se dirigía hacia una exterminación que nosotros mismos habíamos propiciado, cuando fuimos salvados en la meseta del monte Fio’taum. Un ejército formado por las castas del aire y del fuego había destruido enormes extensiones de tierra y ahora sitiaban la ciudad más poderosa de la casta de la tierra, el último bastión de la libertad de Tau. La ciudad soportó los ataques durante cinco estaciones hasta que, finalmente, estuvo al borde de la derrota. Esa fue la noche en que vinieron los primeros etéreos.

—¿Los qué?

—No dispongo de palabras en este idioma para explicar el auténtico significado del concepto, pero baste con decir que esos individuos clarividentes fueron los tau más singulares que haya habido entre nosotros. Se pasaron toda la noche hablando sobre lo que podríamos conseguir si uníamos las habilidades y los esfuerzos de todas las castas y los enfocábamos hacia la mejora de la raza. Con la luz del alba, ya habían conseguido una paz duradera entre los ejércitos.

—Debían de ser buenos oradores para ser capaces de frenar una guerra así en tan poco tiempo —observó Koudelkar—. ¿Cómo lo hicieron?

—Hablaron con tal agudeza que traspasaron las décadas de odio y de derramamiento de sangre. Ellos le mostraron a mi pueblo el resultado inevitable de una guerra continua: las especies se condenan y van pasando lentamente de las puertas de la muerte a la extinción. Ninguno de los que los oyeron hablar aquella noche puso en duda la verdad de sus palabras, y a medida que llegaron más etéreos, la filosofía del Bien Supremo se extendió hasta llegar a todos los rincones del mundo.

—¿Y en qué consistía? —Preguntó Koudelkar—. Parece…, resulta… demasiado fácil.

—Teníamos que elegir entre vivir o morir —continuó Aun’rai—. En ese sentido, supongo que era una elección fácil de hacer. Tu raza aún no se ha enfrentado a ese momento, pero aquella noche mi pueblo vio la verdad de las palabras de los etéreos con total claridad. Casi de la noche a la mañana nuestra sociedad pasó del individualismo egoísta a ser una sociedad en la que todos contribuyen a una prosperidad duradera. Todos son valorados y honrados porque trabajan para conseguir algo mucho más grande de lo que nunca podrían conseguir ellos solos. ¿No se parece esto a lo que ocurrió cuando vuestro Emperador surgió y tomó las riendas de la humanidad? ¿No intentó él desviar el camino de vuestra raza de la destrucción a la iluminación? El hecho de que fracasara no le resta importancia a la nobleza de su intento. Lo que él intentó hacer es lo que los tau han conseguido hacer. ¿No te parece que merece la pena, amigo?

—Dicho así, supongo que sí, pero ¿de verdad funciona?

—Sí, funciona, y tú podrías formar parte de esto.

—¿Sí?

—Por supuesto —afirmó Aun’rai—. El Bien Supremo está abierto a todos aquellos que quieran abrazarlo.

Ese fue el pensamiento más importante que ocupó la mente de Koudelkar cuando bajó el visualizador y sorbió su tisana. La idea de renunciar al Imperio le provocó escalofríos en la espalda e hizo que le temblaran las manos. Había hombres que habían sufrido los tormentos de los condenados en los calabozos de los arbites por mucho menos, y la mente de Koudelkar rehuía ese pensamiento a pesar de que le entusiasmaba la idea de vivir en una sociedad que no estuviera constreñida por burócratas mezquinos y por una legislación restrictiva: una sociedad en la que se valorara su contribución y a la que no se le impidiera avanzar hacia un mundo mejor para su pueblo.

Su buen humor se evaporó cuando la puerta de su habitación se deslizó hasta abrirse y entró Lortuen Perjed. El adepto tenía la expresión seria y Koudelkar cruzó las piernas y posó las manos entrelazadas en el regazo mientras esperó a que hablara.

—Buenas tardes, Lortuen —lo saludó.

—Seré breve —dijo Lortuen.

—Ese será un cambio agradable —le contestó Koudelkar.

Lortuen frunció el ceño, pero continuó:

—Tengo noticias sobre el progreso de la guerra y necesitamos hablar sobre cómo luchar contra los tau. Los hombres están listos y tenemos un plan.

Koudelkar suspiró.

—Otra vez no. Ya te he dicho antes que estabas perdiendo el tiempo. No podemos hacer nada; no podemos escapar.

—Y yo te he dicho que no se trata de escapar. ¡Maldita sea, Koudelkar! ¡Tienes que escucharme!

—No, he abierto los ojos y creo que he juzgado mal a los tau. De hecho, creo que todos nosotros lo hemos hecho.

—¿Qué estás diciendo?

—Digo que, a pesar de todas tus palabras bonitas sobre el Imperio, está claro que se trata de una institución corrupta que ya ni siquiera recuerda por qué fue creada ni los ideales que defendía en un principio.

—Tú te has vuelto loco —exclamó Lortuen—. ¡Es ese Aun’rai! Te llena la cabeza de mentiras todos los días y tú te las estás creyendo.

—¿Mentiras? —Exclamó a su vez Koudelkar—. Fuiste tú quien me dijo que el Imperio no lloraría nuestra muerte. Ya somos hombres muertos, Lortuen, así que ¿qué importa lo que hagamos?

—Importa todavía más, Koudelkar —insistió Lortuen—. Si abandonamos nuestras creencias ante la adversidad, es que no teníamos creencias. Ahora más que nunca tenemos que luchar contra estos alienígenas degenerados.

—Te voy a decir yo a ti lo que es degenerado —lo interrumpió Koudeikar levantándose del asiento—. A pesar de que nos enfrentamos con enemigos por todos lados, nuestra raza aún sigue luchando contra sus propios congéneres. Nos cuentan que la galaxia es un lugar hostil y que tenemos enemigos por todas partes, pero ¿nos unimos ante este peligro o nos hace acercarnos más unos a otros? No. Porque estamos tan absortos en nosotros mismos que nos olvidamos de lo que significa pertenecer a algo más grande. Mykola tenía razón; ella lo sabía.

—Mykola está muerta —le espetó Lortuen.

Koudelkar se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Volvió a sentarse y se echó hacia atrás intentando pensar en algo que decir.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

—La misma nave de desembarco de tropas que trajo a Aun’rai también trajo a Jenna Sharben.

—¿La jefa de los agentes?

—Sí. Estaba malherida, pero los tau le han curado las heridas y ahora está consciente. Ella me contó lo que ocurrió.

—¿Lo sabe mi madre?

—No. Pensé que sería mejor que se lo dijeras tú.

Koudelkar asintió con la cabeza con aire ausente.

—¿Cómo murió mi tía?

—¿Importa eso? —Preguntó Lortuen—. Está muerta. Pagó el precio por su traición.

—Dime cómo murió —exigió saber Koudelkar—. Lo averiguaré de todos modos, así que será mejor que me lo cuentes ahora.

Lortuen suspiró.

—Muy bien. Murió en el Invernadero. El prelado Culla la golpeó hasta la muerte para averiguar qué información le había dado ella a los tau.

—¿Culla la asesinó? Sabía que ese cabrón estaba loco.

—Si te sirve de consuelo, es probable que Culla también esté muerto —afirmó Lortuen—. Los tau lo mataron antes de que escaparan de la prisión.

—El Imperio mató a Mykola —declaró Koudelkar con terrible certeza.

—No. Fueron sus elecciones las que la mataron —lo contradijo Lortuen.

—¡Vete de aquí! —Rugió Koudelkar—. ¡Vete y no vuelvas a hablarme jamás! ¡No quiero tener nada que ver contigo ni con tus insignificantes planes de resistencia, ni tampoco quiero tener nada que ver con el Imperio!

—Es el dolor el que habla. No lo dices en serio.

—¡Lo digo completamente en serio, Perjed! —Gritó Koudelkar—. ¡Escupo en el Imperio y maldigo al Emperador! ¡Que se pudra en la disformidad!