Los agentes se le acercaban cada vez más, y no le quedaban muchos lugares hacia los que huir. Sentía las piernas cansadas y cada bocanada de aire le ardía en los pulmones. Tenía el cabello rubio, que le llegaba hasta los hombros, empapado de sudor. Llevaba huyendo a la carrera casi tres horas, pero Jenna Sharben no estaba dispuesta a caer sin plantar cara.

Parpadeó para quitarse el polvo de los ojos, y deseó no haber perdido el casco en la pelea contra el matón que había intentado dejarla atrapada contra la pared con el lanzarredes. Jenna había conseguido esquivar la red y después le había partido las costillas a su perseguidor con dos rápidos golpes de la porra de energía. Luego lo había dejado inconsciente con un veloz golpeen la garganta. No era más que un aficionado.

Tenían órdenes de capturarla con vida, y eso le proporcionaba ventaja.

El negro de su armadura estaba cubierto de una capa de polvo gris. Se pegó contra una pared medio derruida al oír que un par de agentes pasaban a la carrera por la parte sin techo del edificio derrumbado en el que se había escondido.

Aquello había formado parte antaño de las instalaciones de la armería imperial y de la jefatura de los Adeptus Arbites, pero poco había sobrevivido del edificio, nada más que unas cuantas ruinas desgastadas, unas placas de rococemento derrumbadas, unas paredes rotas que se mantenían en precario equilibrio y algunas pasarelas retorcidas.

Jenna se colocó al lado del hueco de la puerta y se agachó para agarrar un puñado de gravilla producida por el derrumbe. Tiró los trozos de piedra por el suelo de madera resquebrajada. Al instante oyó a los agentes darse la vuelta y dirigirse hacia el lugar donde ella estaba escondida.

Jenna oyó el chasquido de sus microcomunicadores y se mantuvo a la espera.

Una figura de uniforme gris cruzó a la carrera el umbral de la puerta, y Jenna la dejó pasar sin oposición alguna. Otro agente siguió al primero de inmediato, y la mujer se puso de pie para propinarle un golpe en el muslo con la porra de energía. El hombre lanzó un aullido de dolor, se desplomó en el suelo y soltó la escopeta que empuñaba para agarrarse la pierna inutilizada. Otro golpe lo dejó fuera de combate.

Jenna continuó el ataque y se lanzó de cabeza hacia adelante al mismo tiempo que el primer agente que había entrado alzaba su arma. Rodó por el suelo, por debajo de la trayectoria del disparo, y lo golpeó en la entrepierna con la empuñadura de la porra de energía. El hombre gruñó de dolor, pero se mantuvo de pie, que era más de lo que se había esperado de él.

Jenna se levantó de un salto, sin haber perdido agilidad a pesar de la armadura que llevaba puesta, y blandió la porra de energía contra la placa facial reflectante del casco del agente. El metal se abolló, pero mantuvo la integridad estructural, aunque el agente también cayó al suelo. Sin energía, aquella porra no era más que un trozo sólido de plastiacero, pero no dejaba de ser muy útil para derribar a alguien.

En ese momento, oyó el chasquido de un cartucho al entrar en la recámara de una escopeta. Alzó la mirada y vio a un agente con un chaleco gris subido a un trozo de pared rota, unos pocos metros por encima de ella. Llevaba bajado el visor reflectante del casco, pero Jenna reconoció de inmediato quién era.

—Muy lista —dijo.

Aferró con más fuerza la empuñadura de la porra de energía, con todos los músculos del cuerpo tensos y listos para entrar en acción de nuevo.

—Siempre acaba aquí. ¿Por qué? —le preguntó la agente.

Jenna no contestó, sino que le arrojó la porra de energía al mismo tiempo que un pequeño chorro de llamas surgía de la boca del cañón de la escopeta.

La porra de energía no estaba diseñada para ser lanzada, por lo que pasó lejos de su objetivo. Jenna se quedó tensa a la espera de sentir el dolor, pero se echó a reír cuando se dio cuenta de que la agente también había fallado el disparo. El proyectil sólido había abierto un agujero en el suelo de madera medio podrida.

La agente movió la corredera de la escopeta y cargó un nuevo proyectil.

—Fallaste. Vas a tener que mejorar esa puntería, agente Apollonia —dijo Jenna mientras levantaba las manos en gesto de rendición.

—No la apuntaba a usted —respondió la agente al mismo tiempo que bajaba su arma.

Jenna bajó la mirada y vio que el impacto del proyectil sólido había destrozado el extremo de la viga que soportaba el peso de la parte del suelo donde ella se encontraba.

—Mierda —exclamó cuando las tablas del suelo crujieron un momento antes de partirse y ceder bajo su peso.

Cayó por el hueco abierto y se estrelló contra una pila de escombros y de escayola hecha añicos. La armadura absorbió la mayor parte de la fuerza del impacto, pero a pesar de ello se quedó sin aliento mientras rodaba para ponerse de costado.

—Quieta —dijo a su lado una voz casi sin aliento.

Jenna miró hacia arriba y vio a un agente de estatura elevada y complexión fuerte que estaba de pie casi sobre ella apuntándola al pecho con la escopeta que empuñaba. Parpadeó para despejarse la vista de las motitas de luz que todavía le bailaban en los ojos y miró a través de la nube de polvo que había provocado su caída: la otra arma seguía apuntándola a través del agujero del suelo.

—Bien hecho, agente Dion. Tenía la intuición de que seríais vosotros dos los que me atraparíais —dijo Jenna.

Se puso de rodillas y se apretó con una mano la zona del estómago donde había sufrido la vieja herida de escopeta.

—¿Se encuentra bien, señora? —le preguntó Dion después de subirse el visor plateado del casco.

—Sí, estoy bien. Sólo un poco sin aliento.

Jenna se llevó una mano a la gorguera de la armadura y conectó el microcomunicador que llevaba incorporado mientras el agente le ponía el seguro a la escopeta.

—A todas las unidades —anunció Jenna Sharben, comandante de los agentes de Puerta Brandon—. El ejercicio ha terminado. Repito: el ejercicio ha terminado. Que todos los agentes se reúnan en la plaza de la Liberación para el análisis de los resultados.

Jenna condujo a sus pupilos hacia el exterior de las ruinas del edificio de los arbites a través de un laberinto que serpenteaba a través de pilas de escombros de plastiacero y de granito cubiertos de musgo que daban en dirección a la plaza de la Liberación. Antaño, una muralla elevada de rococemento reforzado, coronada de alambre de espino y salpicada de portillas para armas, rodeaba el edificio, de aspecto siniestro y amenazante, que se encontraba en el centro de Puerta Brandon como recordatorio a la población de los deberes que debían cumplir respecto al Imperio.

A ella se le ocurrió de repente que estaba claro que no había sido un recordatorio muy eficiente.

Había sido una época sangrienta, cuando la influencia de los cárteles comerciales que formaban la espina dorsal de la industria de Pavonis habían alcanzado una masa crítica de poder y de ambición y Virgil de Valtos había intentado derrocar al gobierno imperial.

Jenna había sido testigo de los primeros disparos que se realizaron en aquella revolución.

Mientras intentaba evacuar a la gobernadora Mykola Shonai del palacio imperial, uno de los ayudantes de la misma, un gusano comprado por De Valtos, la había traicionado. Se llamaba Almerz Chanda y le había disparado en el estómago. La herida casi había matado a Jenna, pero un sanador astartes la había salvado, y aunque ya se había recuperado del todo, el fantasma de aquel dolor todavía la acosaba de vez en cuando.

Trepó por encima de las grandes placas de rococemento, que era lo único que quedaba de la muralla. Le sacudió un estremecimiento cuando recordó el espectáculo que ofrecían los escuadrones de tanques mientras se abrían paso a cañonazos a través de las murallas, cómo segaban con todas sus armas las filas de arbites supervivientes que salían tambaleándose de los restos del edificio después de la explosión interna que lo sacudió.

Nadie llegó a saber nunca cómo los agentes de De Valtos habían conseguido introducir a escondidas una bomba dentro del cuartel general de los Adeptus Arbites, aunque eso no importó demasiado después. La explosión resultante había devastado todo el interior del edificio, lo que había acabado de forma efectiva con cualquier posible resistencia organizada por parte de los arbites frente al golpe de Estado de De Valtos.

Virgil Ortega, su antiguo mentor, había muerto en combate. Había sido un juez de una valentía y una honorabilidad más allá de lo común incluso entre los arbites, y ella estaba convencida de que también había sido un individuo del que habría podido aprender mucho. Deseó fervientemente que estuviera a su lado en esos momentos, ya que jamás supuso cuando la destinaron a Pavonis que acabaría encargándose del entrenamiento de todo un nuevo núcleo de agentes.

En los tiempos anteriores a la rebelión, cada cártel comercial había organizado y entrenado a su propio grupo de agentes de la ley, lo que dio como resultado la aparición de numerosos ejércitos privados que sólo eran leales al cártel que les pagaba. Aquellos agentes eran poco más que matones a sueldo de las diferentes compañías, que obligaban a todo el mundo a obedecer los deseos de los cárteles mediante palizas y coerciones con poco respeto por las leyes imperiales.

Uno de los primeros decretos que promulgó el Administratum tras establecer su presencia en Pavonis después del intento de golpe de Estado fue disolver y prohibir aquellas milicias privadas, lo que dejó a miles de individuos sin trabajo alguno. Mykola Shonai había protestado ante una medida tan drástica, pero la gobernadora se encontraba ya en los últimos meses de su mandato y no le hicieron ningún caso.

Jenna Sharben formaba parte de los pocos supervivientes de los Adeptus Arbites en Puerta Brandon, por lo que la tarea de reclutar y entrenar a una nueva fuerza de agentes recayó en sus manos. No tardó en darse cuenta de que se trataba de una tarea que era más complicada y agotadora de lo que se había imaginado.

Cualquiera que hubiera tenido una relación laboral con los cárteles era sospechoso a los ojos del Administratum, por lo que Jenna se había visto obligada a rechazar a numerosos candidatos prometedores debido a su relación con los cárteles de la lista negra. Aquella restricción era irritante, ya que no tenía en cuenta el hecho de que cualquiera que quisiera encontrar empleo antes de la rebelión debía trabajar para uno de los cárteles.

Jenna había perseverado a pesar de tener que enfrentarse a contratiempos de esa clase. Gracias a la ayuda de Lortuen Perjed, el asistente del Administratum asignado a la gobernadora, y que antaño había sido acólito del propio inquisidor Barzano, había conseguido reclutar a casi doscientos agentes, además de proporcionarles armas, uniformes y entrenamiento. E incluso había logrado establecer un cuartel general en unas instalaciones seguras situadas en uno de los límites de la ciudad.

Su base de operaciones era una prisión destrozada, que había sido quemada y saqueada tras el comienzo de la rebelión, pero que durante el año anterior habían reconstruido y reformado para que pudiera ofrecer un mínimo de funcionalidad. El nombre oficial era Complejo Penitenciario Puerta Brandon, pero los habitantes del lugar lo llamaban «el Invernadero».

Por supuesto, no era ni por asomo una base perfecta desde la que controlar toda una ciudad, pero por lo menos se trataba de un comienzo, y todo proyecto tenía que empezar desde algún punto.

Jenna sacudió la cabeza para sacarse aquellos pensamientos lúgubres mientras caminaban lejos de las murallas azules de la fortaleza de combate de los Ultramarines. Se acercaron, bajo la atenta mirada de sus armas, hacia un punto de control ocupado por los guardias imperiales del 44.º de Húsares Lavrentianos. En cada una de las avenidas que llevaban a la plaza de la Liberación se alzaba uno de esos puntos de control, básicamente un emplazamiento de sacos de arena apilados y de vigas de rococemento que albergaba una escuadra de guardias imperiales con placas pectorales plateadas y pantalones bombachos de color verde.

Sobre cada uno de aquellos emplazamientos ondeaba de forma flácida un estandarte donde se veía la figura de un soldado dorado en postura heroica montado sobre un caballo encabritado, y detrás estaba apostado un amenazante transporte de infantería Chimera.

Jenna sabía que los lavrentianos eran soldados veteranos, luchadores encarnizados que llevaban casi siete años combatiendo contra los incursores pielesverdes a lo largo de la Franja Oriental. Que los enviaran a Pavonis, lejos de cualquier línea del frente, era un destino cómodo para ellos, pero Jenna todavía no había visto en ningún momento una relajación en su comportamiento, ni en lo relativo al entrenamiento ni en la disciplina.

Oyó cómo amartillaban los bólters pesados mientras se acercaban al punto de control. El láser multitubo del Chimera los siguió en todos y cada uno de sus movimientos, a pesar de que ya habían cruzado ese mismo punto de control tan sólo cuatro horas antes de camino a su ejercicio de búsqueda y captura. Del emplazamiento salieron un capitán y su destacamento de escolta, y Jenna supo que sería igual de concienzudo en la comprobación tanto de sus identidades como de su número que cuando pasaron poco tiempo antes.

El capitán, que se llamaba Mederic, pasó por encima de su tarjeta de tránsito la vara de escaneo de datos, y repitió el gesto con cada uno de los agentes mientras avanzaban por debajo de la atenta mirada de los artilleros que empuñaban los bólters pesados.

—¿Ha sido un buen ejercicio? —le preguntó Mederic una vez comprobó la identidad del último agente en pasar.

—Podría haber sido mejor —admitió Jenna—. Tardaron tres horas en darme alcance, pero al final me capturaron.

—Tres horas —repitió Mederic con una sonrisa algo descarada—. Si soltara a los mastines del 44.º para capturarla, me la traerían atada y amordazada en menos de tres minutos.

—Qué más quisieran —contestó Jenna mientras se fijaba en la mirada de reojo con la que Mederic recorrió su silueta atlética y que la armadura de arbites no conseguía ocultar—. Le aseguro que haría que esos tales mastines salieran huyendo con el rabo entre las piernas.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Tendré que poner a prueba esa afirmación en algún momento, jueza Sharben —le replicó Mederic al mismo tiempo que le hacía un gesto con la mano para que continuara su camino—. Nuestros exploradores son los mejores de este sector.

—Eso es una baladronada, capitán. No debería ser propia de usted —respondió a su vez Jenna con un tono de voz desafiante.

Se dio la vuelta y pasó al lado del Chimera en dirección a los demás agentes, que habían seguido caminando.

—Me pondré en contacto. Cuente con ello —se despidió Mederic riéndose.

Mederic la había irritado, ya que se había esforzado muy poco por ocultar la atracción que sentía por ella. Se dijo a sí misma que lo que la había molestado era aquel deseo tan obvio y el desprecio del capitán hacia sus habilidades como jueza, pero era consciente de que había algo más. Era el hecho de que no perteneciera a aquel planeta. De que fuera alguien foráneo.

No importaba que ella tampoco fuera nativa de Pavonis. Era su planeta porque había luchado para defenderlo. Aunque los lavrentianos estaban allí para ayudar a proteger su planeta de adopción, su presencia era un signo bien visible de que el Imperio no confiaba en las gentes de Pavonis.

—¿Va todo bien, señora? —le preguntó Apollonia, que se dio la vuelta para mirarla.

Apollonia era una mujer pequeña, de cabello corto y castaño y unos Ojos grandes de forma almendrada. Había demostrado ser una de los mejores reclutas. Mucha gente, incluida la propia Jenna, la había subestimado, pero Apollonia había resultado ser una lección clara sobre lo erróneo que era juzgar a las personas por su aspecto. Era más dura de lo que parecía, y había destacado en todos y cada uno de los aspectos del entrenamiento.

—Sí. No pasa nada, Es que los guardias imperiales siempre se comportan igual.

—Cuanto antes se vayan, mejor —apuntó Dion, que se retrasó lo suficiente para ponerse a caminar a su lado.

—Cuidado con lo que dices, agente Dion. Es el tipo de comentarios que harán que se queden más tiempo. ¿Entendido? —le advirtió Jenna.

—Entendido, señora —contestó Dion al mismo tiempo que efectuaba un saludo impecable.

—¿Entendido, Apollonia?

—Sí, señora. Entendido.

Jenna asintió y dejó a un lado el asunto. La avenida se ensanchó y entraron en la plaza central de Puerta Brandon.

La plaza de la Liberación había sido antaño un punto de reunión muy popular entre la clase adinerada de Puerta Brandon, un lugar donde podían citarse, pasear, cotillear, pero que desde el alzamiento estaba bastante abandonado.

Jenna supuso que albergaba demasiados recuerdos. Demasiada gente había muerto allí.

Todavía se despertaba a veces sobresaltada resonándole en los oídos los gritos de odio pero cargados de miedo del Colectivo de Trabajadores, el retumbar de los disparos de escopeta, los gritos de los heridos y los moribundos, y el tamborileo veloz e incesante del palpitar de su propio corazón.

La plaza de la Liberación había pasado de ser un lugar de reunión para la gente de la ciudad a convertirse en un símbolo de los errores cometidos por el planeta. Algunos ciudadanos todavía acudían allí, pero no solían ser demasiados, aunque Jenna vio que en esos momentos había una reunión formada por unos cuantos cientos de personas en el centro de la misma plaza.

Al fijarse mejor, se dio cuenta del motivo.

El Rhino de color carmesí del prelado Culla se encontraba aparcado a los pies de la gran estatua del Emperador de la que habían colgado al traidor Vendare Taloun. En el interior de unos cráneos negros adosados al casco del vehículo ardía el fuego de unos braseros, y por detrás del púlpito de ónice se alzaban unos tubos de bronce retorcidos, semejantes a los de un órgano, desde donde emitía las palabras solemnes y amenazantes que dirigía a la multitud reunida ante él.

Culla estaba de pie sobre su capilla móvil, y era un predicador de aspecto temible que en esos momentos alzaba una espada sierra llameante y una pistola bólter hacia el cielo. Llevaba puesta la vestidura de color verde esmeralda propia de un catequista del 44.º Lavrentiano, y se entrenaba a diario para el combate con los mismos soldados a los que predicaba. Parecía una persona tallada a partir de la misma piedra más que un hombre nacido de mujer. Su barba bifurcada y su cráneo rapado y tatuado le conferían una apariencia tremendamente amenazante, algo que era completamente deliberado.

Los servidores del coro, cubiertos con casullas, entonaban himnos con la intención de elevar el fervor mientras unos querubines de piel dorada que ondeaban estandartes de plegarias al viento volaban entre las nubes de incienso procesional que surgían de los tubos lanzadores de humo del Rhino.

Una vez vencida la rebelión, las naves del Ministorum y del Administratum habían llevado hordas de nuevos escribas, oficinistas y predicadores para restablecer la estabilidad burocrática y espiritual en Pavonis, pero ninguno de ellos había mostrado el celo suficiente para satisfacer a Culla, quien había salido a la calle a predicar su visión furibunda del credo imperial.

Por el sonido que envolvía a la multitud, Culla ya estaba lanzado en mitad de su sermón, y Jenna se detuvo un momento a escucharlo.

—Nos incumbe a todos expulsar a los faltos de fe. Esas criaturas no merecen el calificativo de seres humanos. De hecho, ni siquiera debemos considerarlas remotamente humanas, sino más bien animales inhumanos, ¡ya que no son más que unos mentirosos repugnantes, unos cobardes y unos asesinos!

Los fieles de Culla, sobre todo trabajadores pobrísimos y jornaleros itinerantes, vitoreaban todas y cada una de sus palabras, y Jenna tuvo que reconocer que la oratoria del prelado era apasionada y convincente.

El predicador abrió de par en par los brazos y el resplandor de la espada llameante dejó un surco de luz en las retinas de Jenna.

—No lloréis por aquellos impíos que viven entre vosotros, aunque sean amigos o formen parte de vuestra familia. ¡Nadie debería llorar sobre el cuerpo putrefacto de un incrédulo falto de fe! ¿Qué más cabe decir en esa situación? Nada en absoluto. No debe haber epitafio, ni ritos, ni palabras de recuerdo alguno. Nada. Cada vez que muere un alienígena o alguien falto de fe, el Imperio es más fuerte, ¡y esas almas malditas por el Emperador arderán para siempre en las profundidades de la disformidad!

—Me parece que vamos a necesitar otro sitio donde efectuar la reunión de repaso al ejercicio de entrenamiento —comentó Dion.

—Sí, será mejor que vayamos al Invernadero y que la hagamos allí —respondió Jenna, quien se puso en marcha de nuevo mientras le reverberaban en los oídos las palabras del prelado Culla y los vítores de sus fieles allí congregados.

Los dos Rhino viajaron hacia el sur hasta llegar a Olzetyn, la Ciudad de los Puentes, antes de girar hacia el este para luego seguir la autopista 236, que corría paralela al río, en dirección norte hacia Puerta Brandon. La autopista se encontraba en buen estado gracias al mantenimiento que recibía, ya que era la ruta principal de comunicación entre la capital planetaria y la ciudad portuaria de Praxedes, por lo que los Ultramarines realizaron su circuito de patrulla a buen ritmo. El poco tráfico existente en la autopista dejó pasar a los Rhino sin estorbarlos en absoluto, ya que los bólters de asalto montados en el techo de cada transporte de marines apuntaban sin titubear a cualquier vehículo que se acercara demasiado hasta que el conductor se apresuraba a alejarse.

Las afueras de Puerta Brandon eran franjas densamente industrializadas, unos distritos inmensos donde se fabricaban, se montaban y se distribuían toda clase de productos, aunque en esos tiempos la mayor parte de las instalaciones estaban inactivas. En el interior de algunas fábricas todavía resonaba el traqueteo de la maquinaria, pero la mayoría estaban vacías, abandonadas, ya que sus trabajadores se habían quedado sin empleo debido a sus anteriores relaciones con los cárteles.

Los Ultramarines tan sólo se detuvieron para transferir la custodia del prisionero tau a los guardias acuartelados en el edificio ennegrecido del Invernadero antes de seguir adelante a toda velocidad. Pasaron por delante de los muros formados por placas de acero del Campamento Torum, la base del 44.º Lavrentiano, y entraron por fin en la ciudad propiamente dicha por la Puerta Commercia, situada al norte.

El núcleo industrial de Pavonis había cambiado mucho desde la última vez que Uriel había estado allí.

Las murallas de la ciudad estaban reforzadas con tanques antiaéreos Hydra lavrentianos, y las patrullas armadas de guardias imperiales de chaquetas verdes y placas pectorales plateadas recorrían las calles para mantener la paz que Uriel y sus guerreros habían conquistado.

La ruta que siguieron les hizo cruzar el corazón financiero de la ciudad, donde se habían llevado a cabo la mayor parte de las operaciones comerciales que habían convertido Pavonis en uno de los motores económicos de ese subsector. Uriel tuvo tiempo de admirar la sofisticada arquitectura de la Bolsa Carneliana, de torres altas y arcos dorados, antes de perderla de vista cuando entraron en la plaza de la Liberación.

Todas las entradas a aquel enorme espacio abierto estaban controladas por los guardias imperiales, pero nadie se atrevió a indicar a los vehículos ultramarines que se detuvieran, por lo que éstos pasaron rugientes al, lado de los soldados boquiabiertos, que no dejaban de hacer la señal del Aguila. Rodearon la gigantesca estatua situada en el centro de la plaza, al lado de la cual se encontraba un predicador subido a un Rhino de color rojo que se dedicaba en esos momentos a exhortar a los fieles congregados ante él. Uriel se apenó al ver que aquel lugar, antaño dedicado a glorificar la figura del Emperador, se había visto sometido a la brutal práctica de las barricadas y los puestos de control.

Los Ultramarines habían establecido su base en el parque Belahon, una zona que antaño había sido verde y pura, llena de estanques y de una belleza exquisita y exótica, pero que se había convertido en un páramo con un lago de aguas estancadas en el centro. En el lado sur se alzaban las torres de paredes metálicas del Templum Fabricae, que dominaban todo el horizonte de edificios y que empequeñecía la Biblioteca Deshanel, una obra de características más modestas.

Los Rhino se dirigieron hacia la fortaleza defensiva modular de muros azules repleta de bastiones angulares y torretas defensivas. La habían erigido los tecnomarines de la compañía, ayudados por sus respectivos servidores, y había recibido el nombre de Fortaleza Idaeus. Se alzaba al lado de las ruinas del antiguo cuartel general de los Adeptus Arbites. Mientras los Rhino se cercaban, los protocolos de reconocimiento de identidad que emitían fueron captados por las torres artilladas, quienes los verificaron antes de que la puerta se abriera con un lento estruendo.

Los dos Rhino entraron a toda velocidad en la fortaleza, y las rampas de desembarco bajaron en cuanto se detuvieron al lado de un trío de gigantescos Land Raider, el vehículo de combate terrestre más poderoso de todo el arsenal de los marines espaciales. Los conductores dieron el último acelerón a los motores y Uriel se bajó mientras hacía girar la cabeza de un lado a otro para desentumecer los músculos del cuello.

Dentro del complejo se habían erigido varias estructuras prefabricadas a intervalos regulares para cubrir las necesidades básicas de una compañía de batalla de marines espaciales que participara en una campaña: un centro de mando, una armería, un apothecarion, un refectorio y varios barracones. Varios destacamentos de marines espaciales realizaban rituales de prácticas de tiro, mientras que otros se entrenaban en pequeños grupos en el combate cuerpo a cuerpo bajo la supervisión de los sargentos. Los aprendices de tecnomarine trabajaban en el motor de uno de los Land Raider, mientras los cañones montados en torretas vigilaban de forma incesante el paisaje que los rodeaba en busca de cualquier posible amenaza.

El estandarte de la Cuarta compañía, que se alzaba en el centro de la Fortaleza Idaeus, ondeaba al viento sostenido por un guerrero ultramarine que permanecía inmóvil y equipado con la armadura de combate completa decorada con una capa de color vede brillante. En el estandarte se veía bordado el guantelete de hierro que aferraba el símbolo de los Ultramarines sobre el fondo de un laurel dorado. Era una representación del coraje y del honor para todos aquellos que combatían bajo esa insignia. Uriel sintió una gran humildad al ver un estandarte tan noble.

Al lado del centro de mando estaba aparcado un Chimera de aspecto inmaculado pintado con los colores del 44.º Lavrentiano, y a su lado, un semioruga de aspecto menos cuidado que mostraba el emblema de la rosa blanca de la Fuerza de Defensa Planetaria de Pavonis.

—Por lo que parece, tenemos invitados —comentó Learchus cuando se puso a la altura de Uriel con paso firme, como si acabara de salir del campo de desfiles.

—Eso parece —asintió Uriel—. Por los vehículos, deben ser lord Winterbourne y el coronel Loic.

—¿Quiere que asista a la reunión?

—Lo haremos más tarde. Lo primero es honrar el estandarte.

Uriel y Learchus se encaminaron hacia el centro de la fortaleza de la compañía y se quedaron de pie delante del guerrero que portaba el estandarte. Se llamaba Peleus y ostentaba el rango de anciano, un título que tan sólo se otorgaba a aquellos que eran puros de alma y corazón, y que de ese modo se habían ganado el derecho a portar el estandarte de la compañía a través del fuego de incontables campos de batalla.

Peleus había sido el portador del estandarte de la Cuarta compañía desde hacía más de treinta años.

El águila de su placa pectoral relucía, y las alas blancas que llevaba incorporadas en el casco tenían un brillo blanco cegador. Unos cordones escarlata le mantenían ceñida la capa alrededor de los hombros, y llevaba fijada a las hombreras una multitud de sellos de pureza y de pergaminos de juramento. La luz del sol se reflejaba en los bordados de oro y plata del estandarte, y el orgullo que Uriel sintió al ver aquella bandera fue mejor que cualquier bálsamo curativo.

—El estandarte os hace justicia, anciano Peleus. Jamás tuvo un aspecto tan magnífico —le dijo Uriel a modo de saludo.

—Gracias, mi señor. Me siento honrado por portarlo —le contestó Peleus.

Los marines espaciales que Uriel había tenido bajo su mando en esa última patrulla se colocaron en formación detrás de su capitán sin que éste tuviera que darles orden alguna al respecto. Uriel se arrodilló sobre una pierna ante el estandarte, y sus guerreros hicieron lo mismo, todos con la cabeza inclinada en gesto de reconocimiento del tremendo peso que comportaba el impresionante legado que representaba. El estandarte jamás había caído en manos del enemigo en toda su existencia, a pesar de que enemigos de todas clases habían intentado apoderarse de él.

—En nombre del Emperador y del primarca, a quienes servimos, ofrezco mi vida y las vidas de estos guerreros —dijo Uriel, quien tenía los brazos cruzados sobre el pecho en la señal del Aguila—. Ofrezco nuestra devoción, nuestra habilidad y nuestro coraje al servicio de este estandarte, de nuestro capítulo y del Emperador. Ofrezco nuestras vidas. —Se volvió hacia Learchus—. Dispón a los hombres en las tareas de sus puestos de combate y reúnete conmigo en el puesto de mando cuando hayas acabado.

—Sí, señor —respondió el sargento con una reverencia un tanto seca.

Uriel dio media vuelta y se dirigió hacia la estructura oblonga que hacía las funciones de centro de mando de la compañía. Las paredes eran de color azul oscuro, y en el tejado blindado giraba una antena parabólica, situada en mitad de un entramado de antenas de comunicaciones. En uno de los lados habían pintado el símbolo de los Ultramarines, y los dos marines espaciales que montaban guardia con las espadas desenvainadas se pusieron en posición de firmes a cada lado de la entrada.

Ambos guerreros hicieron chocar las empuñaduras de sus armas contra las placas pectorales mientras Uriel tecleaba el código de acceso. Un momento después, entró en el centro de mando.

El interior estaba iluminado por un brillo verde suave producto del leve resplandor que emitían las numerosas placas de datos que había acopladas a las paredes. Los cogitadores emitían el zumbido propio de un gran consumo de energía, y aunque las palas de las unidades de refrigeración instaladas en el techo no dejaban de girar para disipar el calor emitido por tantas máquinas, en la estancia se seguía notando una cierta sensación tibia, desagradable. El ruido de fondo lo componían los cánticos binarios, que acompañaban a los siseos del lenguaje cibernético que surgía barboteante de la boca de los servidores de información.

El tecnomarine Harkus se encontraba sentado en un trono de acero plateado situado en un extremo del centro de mando, desde donde estaba comunicado con las diversas máquinas lógicas mediante las conexiones que tenía implantadas en los brazos. Detrás de los ojos le destellaban unas luces parpadeantes mientras filtraba y cotejaba el flujo de los miles de datos que recogían los aparatos de exploración del tejado y los de la Vae Victus, situada en órbita.

Unos cuantos siervos del capítulo se encargaban de atender los incensarios y de ungir al guardián de la tecnología de la compañía con óleos sagrados mientras recitaban plegarias para complacer a los espíritus de las máquinas.

En el centro del puesto de mando habían colocado una mesa de piedra oscura para proyectar los hololitos. En ese momento estaba iluminada por el brillo de un holomapa translúcido que también se reflejaba en las tres figuras agrupadas alrededor de la mesa.

La figura más cercana a Uriel era el coronel Adren Loic, el comandante de la fuerza de defensa local. Tras la rebelión, el control parcial de las unidades de combate en Puerta Brandon recayó en un oficial escogido por el Administratum, un individuo elegido tanto por su falta de afiliación con ningún cártel industrial como por su capacidad como soldado. A Uriel le resultaba del todo evidente que se trataba de una elección política, pero no estaba convencido en absoluto de que tuviera capacidad de mando para dirigir ajos soldados.

Loic llevaba abierto el cuello de la chaqueta del uniforme de color crema, y su piel rubicunda estaba cubierta de gotas de sudor. El coronel llevaba completamente rapado el cráneo, de forma abombada, y se pasó un pañuelo de algodón antes de ponerse en posición de firmes por la llegada de Uriel. Iba armado con una pistola y un sable de duelo, aunque el ultramarine tuvo muchas dudas sobre su capacidad para utilizar con destreza esta última arma.

Al lado de Loic se encontraba los dos oficiales superiores del 44.º Lavrentiano. Uriel ya se había reunido con ambos en unas cuantas ocasiones anteriores. La primera fue cuando los Ultramarines desembarcaron en el planeta; la segunda, cuando formalizaron la cadena de mando, y la tercera cuando se planificaron los diferentes sectores de responsabilidad.

El coronel del regimiento, lord Nathaniel Winterbourne, era un noble grandilocuente de maneras educadas y un respeto por la etiqueta que al principio lo hacía parecer algo decadente y frágil. Sin embargo, ya en la primera reunión, Uriel no tardó en darse cuenta de que en su fuero interno era duro como el hierro. Winterbourne era un comandante que exigía a los guardias imperiales que rindieran al máximo, y lo conseguía, sin importar la poca gloria u honor que se pudiera lograr en la misión en curso.

Era un individuo de estatura elevada y complexión muy delgada, y la levita de color verde esmeralda que llevaba puesta parecía demasiado grande para un cuerpo como aquel. Sin embargo, el hombre poseía una fuerza innegable que Uriel admiraba. Su rostro mostraba los rasgos de alguien de alta cuna, que disfrutaba de profundos tratamientos rejuvenecedores y que no había abandonado el ansia de gloria de un soldado de carrera.

Dos asistentes con uniformes de gala permanecían detrás de Winterbourne en una posición discreta. Uno de ellos tenía en las manos el casco de plumas esmeralda del coronel, y el otro sostenía las correas de dos criaturas parecidas a lobos, unas bestias esbeltas de pelaje negro y dorado intenso, mandíbulas de aspecto feroz y ojos depredadores. A una de las criaturas le faltaba la pata delantera izquierda, pero no daba la impresión de que fuera menos agresiva por esa carencia.

Winterbourne representaba el corazón apasionado del regimiento, pero la segunda al mando, la mayor Alithea Ornella, era una persona mucho más pragmática. Siempre seria, era alguien por quien resultaba difícil sentir simpatía. Ornella era meticulosa y precisa, y ponía tanta dedicación como el coronel a la hora de asegurarse de que los soldados del regimiento honrasen las mejores tradiciones de la Guardia Imperial. Al igual que su oficial superior, iba vestida con un traje de levita, pero a ella no la acompañaban mascotas ni asistentes que le llevaran el casco.

—Lord Winterbourne. Mayor Ornella —los saludó Uriel, dirigiéndose a ellos de forma inconsciente por orden de rango, que no de proximidad—. Coronel Loic.

—Ah, Uriel, mi buen amigo —le respondió Winterbourne—. Lamento muchísimo aparecer de improviso, pero nos llegó la noticia de que tuvisteis algo parecido a un encuentro con unos intrusos alienígenas.

—Es cierto, lord Winterbourne. Eran rastreadores tau, acompañados de un vehículo.

—Llámame Nathaniel —le dijo Winterbourne con un gesto despreocupado de la mano—. Todo el mundo lo hace. Al menos yo les digo que lo hagan, pero nunca me hacen caso.

El sabueso de tres patas acarició con el morro al coronel lavrentiano, y él le pasó con suavidad la mano por la cabeza de aspecto feroz, algo que Uriel no habría hecho si se le hubiera acercado.

—Bueno, vamos al asunto —continuó diciendo Winterbourne sin dejar de acariciar a la bestia—. Los tau infestan la Franja Oriental como lo harían las pulgas en el pellejo de mi viejo Fynlae, aquí presente. Ya hemos luchado antes con ellos y sabemos que son unas sabandijas escurridizas. No se les puede quitar la vista de encima o se te colocan a la espalda en un abrir y cerrar de ojos. Recuerdo que una vez, en Ulgolaa, hicieron…

—Perdón, pero quizá deberíamos centrarnos en el asunto que tenemos entre manos —sugirió la mayor Ornella, interrumpiendo de ese modo la narración de los recuerdos del coronel.

—Sí, claro. Por supuesto —respondió Winterbourne, mostrándose de acuerdo antes de asentir con la cabeza—. Sería capaz de matar de sueño a un grox si Alithea no me metiera en vereda de vez en cuando. Entonces, ¿dónde dices que te encontraste con esos tau, Uriel?

Winterbourne no pareció sentirse ofendido por la interrupción de su subordinada, y Uriel se acercó a la mesa hololítica, que proyectaba el entorno que rodeaba el centro de mando hasta una distancia de trescientos kilómetros de radio.

Las ciudades principales eran unos orbes brillantes de luz, y las características geográficas del terreno aparecían como representaciones estilizadas de montañas, ríos, bosques y colinas. Puerta Brandon se encontraba en el centro del mapa, con Praxedes en la costa occidental y Olzetyn aproximadamente a mitad de camino entre esas dos ciudades. Madorn se asentaba al sur de las montañas de la cordillera Tembra, una barrera en forma de dientes de sierra situada a unos trescientos kilómetros hacia el norte.

Hacia el este, Altemaxa se alzaba en mitad del bosque Gresha. El cártel Abrogas había tenido antaño unas extensas propiedades en la zona, pero una bomba de magma defectuosa lanzada por la Vae Victus había caído allí durante la rebelión y había arrasado la mayor parte de ellas, además de provocar incendios que calcinaron cientos de hectáreas de bosque.

Al sur, la ciudad, o más bien, el villorrio de Jotusburg, aparecía aislada de las demás conurbaciones, apartada como la víctima apestada de una plaga. La ciudad era un pozo negro que albergaba a decenas de miles de trabajadores del Adeptus Mechanicum que se afanaban en las instalaciones del Cinturón Diacriano, una región infernal llena de refinerías humeantes y pozos de perforación que oscurecían las regiones meridionales y orientales del continente. Mientras que otras ciudades tenían guetos, toda Jotusburg era un gueto por sí misma.

Uriel tomó un estilo luminoso de la mesa y dibujó una circunferencia holográfica alrededor de las colinas Owsen, a unos sesenta kilómetros de Puerta Brandon.

—Justo ahí —indicó Uriel.

—Vaya, eso está muy cerca —apuntó el coronel Loic—. Eso los deja casi a las puertas de la ciudad.

—No te equivocas, Adren —comentó Winterbourne mostrándose de acuerdo, pero sin hacer caso o sin darse cuenta de la evidente incomodidad que Loic sentía ante la familiaridad que se tomaba su oficial superior—. Esos malditos alienígenas no tardarán en sentarse a nuestra propia mesa a cenar. ¿A ti qué te parece, Uriel?

—Creo que el coronel Loic está en lo cierto. Los tau están demasiado cerca, y se han mostrado desagradablemente osados para mi gusto. Por lo que pude observar, estaban trazando una ruta para otra fuerza de combate de mayor tamaño.

—Las tareas previas a una invasión, ¿no es así? —Comentó Winterbourne—. Así que se creen que pueden arrebatarnos de las manos un planeta del Emperador, ¿verdad?

—No nos han llegado mensajes desde el mando del sector sobre una nueva ofensiva —indicó Alithea Ornella—. Tras las victorias de vuestro capítulo en Zeist y Lagan, los estrategas imperiales opinan que los tau se han retirado a sus posiciones previas.

—Los señores de los Ultramarines llegaron a la misma conclusión —respondió Uriel—. Sin embargo, es innegable, e inaceptable, la existencia de fuerzas tau en Pavonis. Si son las fuerzas de exploración para todo un ejército, se deduce que planean invadirnos. Quizá no demasiado pronto, pero sí que lo harán finalmente. Nuestro deber es evitar que obtengan cualquier información que les sirva de ayuda en sea cual sea el tipo de agresión que han planeado contra este planeta, sin importar si la amenaza es inminente o simplemente teórica.

—Por supuesto —admitió Ornella—. Entonces, ¿creéis que se trata de eso, de una fuerza de exploración?

Uriel se quedó pensativo unos momentos.

—No, creo que son algo más que eso.

—Vaya. Dime, Uriel, ¿a ti qué te parece que están tramando estos alienígenas? —inquirió Winterbourne.

Uriel volvió a centrar la mirada en la proyección hololítica.

—Creo que su número en el planeta es mucho mayor de lo que podría sugerir esta pequeña escaramuza. No me sorprendería nada que los tau ya llevasen cierto tiempo en Pavonis.

—Capitán Ventris, le aseguro que las patrullas de largo alcance de la FDP no han descubierto nada que apoye esa sospecha —le replicó el coronel Loic.

—Estoy seguro de que no han descubierto nada, coronel. Me sorprendería mucho que lo hubieran hecho.

El rostro de Loic se enrojeció, pero Uriel alzó una mano en gesto conciliatorio.

—No pretendía faltarle al respeto a sus soldados, coronel. Incluso a nosotros nos costó localizar a los tau, y sólo lo logramos gracias a la información que obtuvimos con las muertes de muchos marines en Augura.

—Siempre he estado a favor de la intuición de un soldado, Uriel, pero será mejor que dispongas de algo más que una sospecha —le dijo Winterbourne—. Explícamelo bien. ¿Por qué crees que los tau están en este planeta cuando otros más inteligentes que nosotros dicen que se han marchado a su casa a lamerse las heridas?

—Precisamente se trata de este planeta.

—¿Qué le pasa a este planeta? —preguntó Loic a la defensiva.

—Creo que la propia naturaleza de Pavonis es la que hace que sea un objetivo interesante para los tau —explicó Uriel mientras daba vueltas a la mesa para ordenarse las ideas—. Antes de la rebelión de De Valtos, era el centro de todo el entramado comercial del subsector. A pesar de que es cierto que el sistema de cárteles puso una peligrosa cantidad de poder en manos de unos pocos individuos totalmente inadecuados para la tarea de gobernar, esos mismos individuos eran unos comerciantes magníficos, además de unos excelentes fabricantes. El comercio está en la sangre de este planeta. Observen cómo se gobierna: la sede central de la administración se llama Cámara del Senado del Comercio Justo, y su cargo principal es el moderador de las transacciones.

—Pero ¿por qué lo convierte todo eso en un objetivo prioritario para los tau? —insistió Loic.

—Encaja con el modo en que actúan estos alienígenas. En prácticamente todas las ocasiones en las que las fuerzas imperiales se han enfrentado a los tau, ha sido en planetas donde los diplomáticos o los comerciantes alienígenas han formalizado tratos secretos con los líderes humanos mediante acuerdos comerciales, ya sea ofreciendo cooperación o ventajas mercantiles. Si esos líderes planetarios son tan estúpidos como para aceptar la oferta, se forjan de inmediato relaciones comerciales, y la influencia de los tau aumenta a medida que esos dirigentes se hacen más ricos. Poco después, los tau establecen una presencia militar que se transforma en una ocupación a escala planetaria a los pocos meses. Para cuando los habitantes del planeta se dan cuenta, ya es demasiado tarde, y ese mundo imperial pasa a formar parte del imperio tau.

—Eso es algo despreciable —exclamó Winterbourne al mismo tiempo que negaba con la cabeza en gesto de incredulidad—. Pensar que unos ciudadanos imperiales se rebajarían a tener tratos con unos alienígenas…

—Los tau no son como las demás razas a las que se ha enfrentado, lord Winterbourne —le explicó Uriel escogiendo con cuidado las palabras—. No son como los pielesverdes o las flotas enjambre. No arrasan los planetas de forma indiscriminada o buscan destruir por el puro placer de destruir. Toda esa raza trabaja para el bien de su propia especie, y, de hecho, poseen rasgos dignos de admiración.

—Pero son alienígenas —protestó Winterbourne—. Son una raza degenerada que no siente respeto alguno por la santidad de las vidas humanas o por nuestro destino manifiesto de gobernar las estrellas. ¡Es algo intolerable!

—Así es, y cualquier planeta por el que los tau sientan interés y que no reciba de buen agrado sus ofertas será atacado con toda la furia que puedan lanzar sus ejércitos. Los tau ofrecen una elección muy simple: o se unen a su imperio de forma voluntaria, o los conquistan y los convierten en parte del mismo.

—¿Y crees que eso es lo que está ocurriendo en Pavonis? —quiso saber Winterbourne.

—Sí. Estoy seguro de que los tau creen que la mentalidad comercial de los dirigentes de este planeta hará que sean receptivos a sus ofertas cuando llegue el momento de comenzar la asimilación de Pavonis.

—Eso si no ha comenzado ya —comentó Ornella.

—Exacto —contestó Uriel.