Había más o menos unos cuarenta en total. Eran una mezcla de soldados con armadura de placas de color verde oliva y rifles de cañón largo y rectangular y de otros individuos equipados con monos de trabajo propios de ingenieros o de operarios. Un puñado de criaturas de aspecto feroz, de cuerpos fibrosos y piel rosácea, se mantenían apartados de los guerreros de armadura. La parte posterior de sus cráneos puntiagudos estaba rematada por crestas flexibles de espinas, e iban armados con rifles que casi parecían primitivos.
El brillo que Diman había visto desde el desfiladero por el que habían bajado procedía de un puñado de discos aplanados que flotaban por encima de los alienígenas. Sin embargo, lo que más le llamó la atención y le preocupó fueron los artefactos cuadrados que los ingenieros alienígenas estaban conectando entre los relés de los generadores.
Un trío de vehículos de lados curvados y enormes carcasas de motor rugía tras el grupo y enturbiaba el ambiente, pero pulverizaba el agua de lluvia con campos de antigravedad. Los soldados llevaban casco, pero los rostros planos, grises y profundamente alienígenas de los ingenieros eran claramente visibles. Trabajaban con extrema precisión y Diman reparó en que estaban a punto de acabar lo que fuese que estaban haciendo.
Ninguno de los alienígenas se había dado cuenta de su presencia. Los guerreros estaban demasiado concentrados en el avance del trabajo de los ingenieros, y la densa lluvia ayudaba a ocultar a los dos técnicos del Mechanicum, pero esa suerte no duraría demasiado tiempo.
Diman se dio cuenta de inmediato de la importancia de lo que estaban viendo, de lo que aquel acto de sabotaje podía significar para Pavonis, y empezó a retroceder lentamente hacia el servidor de carga y el comunicador portátil para tiempo extremo.
—Vamos, tenemos que largarnos de aquí —dijo Diman con un siseo.
Gerran se quedó de pie, con la boca abierta, en la entrada del Cañón Profundo Seis, completamente paralizado ante la visión de aquellos alienígenas.
—¿Qué son, y qué están haciendo? —preguntó al cabo de un momento.
—No lo sé, pero seguro que es un sabotaje de algún tipo —le contestó Diman con voz impaciente—. ¿Quieres quedarte aquí para ver qué es? Venga, vámonos.
—¿Sabotaje? ¿Por qué? —quiso saber Gerran, horrorizado.
—¿Tú por qué coño crees? —replicó Diman, esforzándose por mantener la voz baja, aunque la verdad era que seguían hablando por los intercomunicadores de los cascos. Eso, unido al ruido que provocaban la lluvia y el viento, hacía que fuese prácticamente imposible que los alienígenas los oyeran—. Si eliminan los generadores DC6 y sus mástiles, la sobrecarga de transmisiones inutilizará el resto del sistema dentro de pocas horas.
Diman rebuscó entre las mochilas que transportaba el servidor y se apresuró a sacar con manos temblorosas la carabina de su funda impermeable. Se colgó el arma del hombro y desabrochó las trabillas de la alforja del comunicador para sacar la antena.
Gerran se reunió con él y sacó la otra carabina para luego comenzar a ascender por los peldaños resbaladizos y cubiertos de agua espumeante. Habría subido unos seis metros antes de darse cuenta de que Diman no lo seguía.
—¿Qué coño estás haciendo? —Le preguntó Gerran—. ¡Dijiste que teníamos que irnos!
—Sí, pero tenemos que comunicar lo que está pasando.
—¡Hazlo cuando estemos lejos, mierda!
—Cállate, Gerran.
Diman pulsó el interruptor que abría la comunicación y un tremendo chirrido de estática salió del altavoz. Fue ensordecedor en el estrecho confín de aquel desfiladero.
—¡Mierda! ¡El volumen!
Cerró el interruptor de un fuerte golpe, pero el daño ya estaba hecho.
—¡Seré idiota! ¡Corre! —le gritó Diman.
Casi de inmediato, el brillo apagado del extremo del cañón se convirtió en una luz radiante, y dos puntos luminosos cruzaron a toda velocidad el desfiladero. Diman levantó la mirada y vio dos de los discos flotantes flotar en el aire por encima de él. En sus bordes tenían unas luces parpadeantes, y supo que se les había acabado la suerte.
—¡Dulce Calipene, madre de la misericordia! —gritó Diman antes de darse la vuelta y echar a correr detrás de Gerran todo lo deprisa que pudo y dejando atrás al pesado servidor de carga.
Las luces los siguieron por el desfiladero, y Diman sintió que el corazón le palpitaba como un tambor frenético en el pecho mientras se abría paso a través de la catarata de espuma que bajaba por la hendidura de la roca. Tuvo la sensación de que alguien le había colgado unas pesas a las botas de trabajo, y cayó de rodillas justo cuando una ráfaga abrasadora de luz pasaba por encima de él e impactaba contra la pared del desfiladero.
Lo azotó una ventisca de luz y de sonido que lo cegó de forma momentánea y le provocó un espasmo de náusea por todo el cuerpo. Diman trastabilló cuando los fragmentos de roca al rojo vivo lo acribillaron como metralla de una granada. El vendaval casi le arrancó la capucha y sintió en la piel de la cara dardos de frío que atravesaron el plástico agrietado del visor.
Diman miró aterrorizado por encima del hombro y vio caer al servidor de carga, acribillado por una ráfaga parpadeante de rayos de luz azul ardiente. A un lado y otro de su enorme cuerpo musculoso aparecieron agujeros negros y humeantes, y Diman no se atrevió a pensar en la clase de armas que eran capaces de hacerle eso a un servidor de carga, o en lo que le podrían hacer a él. Unas formas veloces entraron en el desfiladero, pero la lluvia y la neblina de sangre le impidieron verlas con claridad.
Fueran lo que fueran, eran muy rápidas.
Diman se puso en pie a trompicones y disparó un par de veces hacia el fondo del desfiladero antes de empezar a correr de nuevo. No creyó haberle acertado a nada, pero quizá los disparos los harían quedarse a cubierto unos momentos.
Los discos voladores siguieron flotando por encima de sus cabezas, y Diman disparó de forma alocada hacia ellos con la esperanza de derribar alguno, pero los malditos cacharros parecieron prever hacia dónde apuntaría en cada momento y se desplazaron de forma errática y zigzagueante.
—¡Sube ya! —le gritó Gerran desde la entrada al desfiladero.
Diman casi se echó a reír del alivio. Subió trastabillando y resbalando mientras oía un sonido extraño, mitad arañazo, mitad chasquido, semejante al del pedernal chocando contra la piedra.
Estaba a poco más de tres metros de Gerran cuando una criatura borrosa de piel rosada y pálida, semejante a la de un pájaro incapaz de volar que hubiera crecido hasta tener una forma humanoide, se alzó por detrás de su compañero. Las extremidades de la criatura eran delgadas y fibrosas, y su cabeza monstruosa estaba rematada por una cresta formada por espinas rígidas. Los brazos de la criatura se movieron hacia arriba con un movimiento relampagueante casi imposible de seguir con la vista, y Diman vio cómo una hoja serrada surgía de repente del estómago de Gerran.
El pico dentado de la criatura emitió un ululante grito de guerra, una mezcla de chirrido y graznido, y luego le arrancó a Gerran la hoja del cuerpo con un brutal giro de las muñecas. Gerran se desplomó en el suelo con la espina dorsal partida por la mitad, y el agua que bajaba por el desfiladero se volvió roja con su sangre.
Dos cananas cruzaban el pecho de aquel ser, que junto con el taparrabos coloreado que llevaba puesto le recordaron a Diman las imágenes que había visto de depredadores de mundos salvajes. Iba armado con un rifle de cañón largo que tenía fijada una hoja curvada de aspecto temible a cada extremo.
El entrenamiento que había recibido tiempo atrás durante su servicio en la reserva terciaria se impuso de repente, y Diman se dejó caer sobre una rodilla al mismo tiempo que se llevaba la culata de la carabina al hombro y la apoyaba con firmeza. La criatura lanzó otro grito chirriante y volteó su rifle hasta ponerlo en posición de disparo.
Diman disparó antes, y el asesino de Gerran salió impulsado hacia atrás con un agujero desigual y humeante en el pecho. El cañón de la vieja carabina siseó bajó la lluvia tras el disparo, y Diman se apresuró a recargar al oír de nuevo aquel mismo sonido mitad arañazo, mitad chasquido.
Varios rayos de luz pasaron por encima de él; pero no les hizo caso y siguió subiendo, con el pecho jadeante por el esfuerzo. La roca que tenía al lado quedó acribillada por una ráfaga de proyectiles sólidos, y siguió corriendo, pero encorvado. Al salir del desfiladero, un disparo le rozó el hombro y lo derribó.
La carabina se le escapó de las manos cuando el impacto lo hizo rodar sobre sí mismo. Se golpeó con fuerza contra el suelo y volvió a rodar. Notó cómo las rocas afiladas le desgarraban el mono. El casco le salió despedido y d choque lo aturdió al mismo tiempo que el frío lo golpeaba como un puñetazo.
La vista se le llenó de lucecitas. Diman levantó la cabeza y notó que le salía sangre de un corte profundo en la cabeza. Intentó ponerse en pie, pero sintió que las piernas eran de plomo y que se negaban a cooperar. Un dolor lacerante en el muslo le indicó que se había roto el fémur.
Un grupo de criaturas semejantes a la que había matado salieron del desfiladero y se agruparon alrededor del cadáver de su congénere. Se movían de un modo velozmente inhumano, casi como pájaros. Tenían las plumas córneas erizadas, y a lo largo de cada una de ellas brillaban distintos colores. Una de las criaturas era de mayor tamaño que las demás, con músculos más poderosos y una cresta de color rojo vivo. El arma que llevaba mostraba una sofisticación bastante clara, y tenía incorporado bajo el cañón alguna especie de lanzador.
A su lado caminaba un trío de cuadrúpedos repugnantes que sin duda se habían escapado de una pesadilla. Parecían lobos despellejados. Su carne rosada relucía bajo la lluvia, y por encima de sus poderosos hombros musculosos asomaban grupos de espinas erguidas. Diman gimió de miedo al darse cuenta de que compartían la misma raíz evolutiva que su amo, ya que poseían el mismo tipo de plumas rígidas a lo largo del lomo y los picos curvados y dentados.
El jefe de plumas rojas emitió una serie de graznidos agudos y de silbidos.
En respuesta a la señal, dos del grupo se arrodillaron al lado de la criatura muerta y empezaron a cortarla con unos cuchillos de hoja larga, con los que le sacaron unas largas tiras de carne que se tragaron de inmediato. No tardaron mucho en descuartizar todo el cuerpo para pasarles trozos de su antiguo camarada a los demás miembros del grupo.
Diman sintió que la bilis se le subía a la garganta al ver aquello. La sangre de la bestia muerta todavía les goteaba de los picos cuando echaron la cabeza hacia atrás y chillaron hacia el cielo. Sollozó cuando los mastines alienígenas se unieron a aquel coro macabro.
Pluma Roja graznó algo en su vil lengua alienígena, y los tres mastines se lanzaron a la carrera sobre las rocas en dirección a Diman.
Intentó arrastrarse, pero supo que era inútil en cuanto la pierna respondió con un dolor indescriptible. Los mastines monstruosos graznaron mientras se dirigían hacia él saltando por las rocas con las fauces cubiertas de saliva espumeante.
Diman esperó el dolor lacerante provocado por sus mordiscos, pero en vez de eso, se quedaron dando vueltas a su alrededor, con la cabeza agachada y las mandíbulas abiertas de par en par mientras siseaban y escupían. El aliento de esas bestias era muy caliente y apestaba a carne muerta y a leche agria. El técnico cerró los ojos y se encogió sobre sí mismo mientras de sus labios salían a borbotones las plegarias que había aprendido cuando no era más que un niño.
—Emperador, que estás conmigo en todas las cosas, protege a tu humilde servidor…
Una mano muy fuerte lo puso boca arriba y luego lo agarró por la garganta. El hedor de la carne alienígena se le pegó en el paladar y tuvo arcadas ante el sudor aceitoso y penetrante de la criatura.
Abrió los ojos y se encontró mirando a un par de ojos blancos lechosos y sin pupilas que lo miraban a su vez desde las profundas cuencas oculares del cráneo alienígena, rematado por espinas, que habían pasado del color rojo al carmesí. Un miedo como el que jamás había conocido se apoderó de él.
—Pluma Roja —dijo de repente.
La criatura inclinó la cabeza hacia un lado y una delgada membrana parpadeó cubriéndole los ojos por un momento. Movió la mandíbula y del pico surgió un sonido chirriante y chasqueante a la vez. Repitió el sonido unas cuantas veces más, hasta que Diman se dio cuenta de que estaba intentando repetir lo que él había dicho.
Asintió sonriendo a pesar del dolor al mismo tiempo que rezaba con la esperanza de que aquel momento de comunicación quizá le salvara la vida. Finalmente, el monstruo pareció dominar los sonidos vocálicos necesarios.
—Plaamarogia —graznó.
—Eso es. Tú, Pluma Roja —asintió Diman.
—Plaamarogia —dijo de nuevo la criatura.
Luego volvió la cabeza hacia sus camaradas y graznó una vez más el nombre que Diman le había dado, a lo que siguió una serie de chasquidos y silbidos.
Toda esperanza de que aquella breve comunicación le hubiera podido ir la vida desapareció cuando vio que las criaturas desenvainaban sus cuchillos de matarife.
El Complejo Penitenciario Puerta Brandon cubría un kilómetro cuadrado y disponía de un total de veinte torres de guardia que rodeaban el perímetro. Dentro de ese perímetro se había construido una ciudad en miniatura dividida en cinco recintos amurallados, cada uno diseñado para mantener encerrado a un tipo distinto de prisioneros, pero que en esos momentos se utilizaban como parque de vehículos y campos de tiro.
Tan sólo había un millar de prisioneros en el lugar, aunque las instalaciones albergaron antaño a veinte mil desgraciados en su interior infernal. Aunque habían cambiado muchas cosas desde la rebelión, esa prisión seguía siendo un destino horrible, ya fuese como guardia o como prisionero.
En el centro del patio abierto se alzaba una torre circular, con las paredes cubiertas de mosaicos y bajorrelieves de escritura e imágenes religiosas con las que se pretendía inspirar la rehabilitación de los presos, pero que en realidad tan sólo servían para convenirse en el foco del odio que sentían. La torre estaba rematada por una cúpula de cristal polarizado desde la que los agentes disponían de una vista panorámica de la ciudad, y que era el motivo del apodo del lugar: el Invernadero.
Las instalaciones se encontraban en el límite externo de Puerta Brandon, más allá de la Puerta Commercia, como si situarla allí se les hubiera ocurrido después. El lugar tenía muy mala reputación, incluso antes de la rebelión iniciada por De Vahos, ya que era considerado un sitio donde se practicaban torturas y ejecuciones. Había sido el lugar favorito donde encerrar a los indeseables detenidos por los agentes de los cárteles por cualquier actividad considerada como un crimen por sus jefes.
Aquellos lo bastante insensatos como para exigir derechos para los trabajadores accidentados en las líneas de producción, o simplemente por expresar cualquier opinión que los cárteles consideraran subversiva, acababan encontrando más temprano que tarde que alguien abría a patadas la puerta de su hogar en mitad de la noche. Las escuadras de agentes se los llevaban a rastras y los arrojaban a la pesadilla del interior del complejo penitenciario.
Tras la rebelión, muchos de los prisioneros escaparon cuando los parientes y los amigos vengativos atacaron el complejo y saquearon cualquier cosa de valor que pudieron encontrar. La prisión estaba en funcionamiento de nuevo de la mano de los agentes de Jenna Sharben, ya que no existía ningún otro edificio capaz de albergar criminales. Las condiciones en el interior de las celdas llenas de moho e instalaciones llenas de escombros la hacían parecer más una zona de guerra en activo que un centro de reclusión penal.
El pasillo que Jenna Sharben recorría en esos momentos estaba en penumbra y lleno de polvo. Las tiras luminosas chisporroteantes situadas en el interior de los bloques de cristal apenas proporcionaban la iluminación suficiente como para ir esquivando los cascotes y los cables que colgaban por doquier. El suelo estaba salpicado de numerosos charcos de agua y el hedor provocado por el moho y por un millar de celdas sucias flotaba en el aire como un miasma.
El agente Dion caminaba a su lado. Jenna creía que llegaría a ser un agente del que Puerta Brandon estaba orgullosa. Era un diamante en bruto, con un comportamiento rudo pero justo y ecuánime. Al igual que ella, llevaba el casco en el hueco del codo y la porra de energía sujeta a la espalda. Dion y Apollonia eran los mejores que había entrenado, y con su ejemplo, la mala reputación de los agentes se convertiría en un reconocimiento de honradez, integridad y justicia.
—Bueno, entonces, ¿qué han dicho los de arriba? —preguntó Dion cuando se acercaron a la celda que albergaba a la prisionera alienígena.
Los Ultramarines la habían dejado allí dos días atrás, y habían enviado a un servidor xenoléxico al día siguiente, aunque eso no había servido para sacar ninguna información útil a la cautiva.
—Han dicho que ha llegado el momento de ponerse duros —contestó Jenna.
—¿Y eso qué quiere decir exactamente? —quiso saber Dion.
«Esa es la cuestión», pensó Jenna.
—Eso quiere decir que el gobernador Koudelkar quiere que le saquemos información a la prisionera —replicó.
Dejó aparte el detalle de la sospecha que sentía sobre lo poco que le interesaba al gobernador el modo en que se conseguía esa información. No le parecía que fuera un mensaje que tuviera que transmitirse de un modo literal a lo largo de la cadena de mando.
—Bueno, ¿y qué clase de información es la que estamos buscando?
—Cualquier cosa que le podamos sacar. Si los Ultramarines están en lo cierto, y los tau están a punto de invadirnos, tenemos que llevarle al gobernador una prueba fehaciente de eso.
—¿Y sabe cómo lograrlo? Supongo que posee experiencia en las técnicas de interrogatorio de los Adeptus Arbites.
—Así es —admitió Jenna—. El problema es que para esas técnicas hace, falta tiempo y la cooperación del prisionero. Lo primero no lo tenemos, y lo segundo, dudo mucho que vayamos a conseguirlo a corto plazo.
—Entonces, ¿cuál es el plan?
—Vamos por las malas, a ver qué conseguimos —dijo Jenna al mismo tiempo que doblaba una esquina.
Se detuvo delante de una puerta de acero equipada con un cierre magnético, obviamente nuevo. Había un agente de guardia a cada lado, y ambos se pusieron en posición de firmes al ver a Jenna. La juez se puso el casco.
—Póntelo y baja el visor —le dijo a Dion.
—¿Por qué?
—Tú hazlo. Hará que sea más fácil.
—¿Para el prisionero?
—No, para nosotros. Y una vez que estemos dentro, nada de nombres.
Se volvió hacia los guardias de la puerta.
—Abrid.
Les abrieron la puerta. Jenna y Dion entraron en una celda sin ventanas que apestaba a sudor rancio y al penetrante olor alienígena, que era muy desagradable debido precisamente a lo absolutamente desconocido que resultaba. Las paredes de la celda eran de rococemento y estaban marcadas y sucias por los cientos de almas que habían sido encerradas allí a lo largo de los años. En cada una de las cuatro esquinas había quemadores de incienso que dejaban escapar un humo aromático hostil a las criaturas alienígenas que apenas lograba contrarrestar el hedor nauseabundo que emitía la ocupante de la estancia.
La agente Apollonia estaba de pie en la parte posterior de la celda, con las manos cruzadas a la espalda y el visor del casco bajado. La tau estaba sentada en un taburete, con sus extrañas manos de cuatro dedos entrecruzadas en el regazo.
Sentado enfrente de ella, y con las manos cruzadas en una imitación de la postura de la prisionera, estaba el servidor xenoléxico que habían enviado los Ultramarines. Iba vestido con una túnica azul pálido y tenía aspecto de estar bien mantenido, por lo que aquel híbrido biomecánico representaba un buen ejemplo de la capacidad de creación del Mechanicum.
Le habían sustituido las orejas por receptores de amplio espectro, y la parte inferior de su cara era una combinación increíble de piezas móviles fabricadas con bronce y plata. La mandíbula había sido diseñada para imitar la forma de las bocas de una docena de razas alienígenas diferentes, y era una masa bulbosa de metal que no dejaba de rotar de un modo continuo para adaptarse a unas mandíbulas, unos dientes y una multitud de lenguas artificiales que podían adaptar su estructura a la del sujeto en cuestión.
Jenna se colocó al lado del servidor xenoléxico y le habló a la prisionera.
—Voy a hacerte una serie de preguntas, y será mejor para ti que las contestes con sinceridad. ¿Me has entendido?
La boca del servidor emitió una serie de chasquidos y chirridos a medida que formaba la anatomía interna propia de un tau antes de repetir las palabras que ella había pronunciado, pero en la lengua alienígena. Se trataba de un lenguaje absolutamente extraño, que no se parecía prácticamente nada a ningún idioma humano. Jenna se preguntó por un momento cómo habían sabido los constructores del servidor qué clase de estructura debían crear para formar los grupos de palabras y de sílabas del lenguaje tau.
Supuso que gracias al estudio y la disección de cráneos tau, y la idea no le causó la más mínima incomodidad.
Aunque el rostro liso y la ausencia de nariz hacían difícil captar las emociones en la expresión facial de la hembra tau, a Jenna le pareció notar un gesto de leve desagrado. ¿Tan mala había sido la pronunciación del servidor?
La prisionera repitió la frase que había estado diciendo desde que la metieron en la celda. El servidor repitió las palabras sin entonación alguna.
—Mi nombre es igual a La’Tyen Ossenia. Guerrera de fuego diestra y shas’la del clan Vior’la.
Jenna dio unas vueltas alrededor de la prisionera y empuñó la porra de energía que llevaba a la espalda.
—Ya veo. Crees que eres una buena soldado, pero en realidad, tan sólo estás empeorando la situación para ti. Vas a decirnos lo que queremos saber, y cuánto antes lo hagas, más fácil te será todo.
El servidor transmitió de nuevo sus palabras, y también de nuevo repitió la frase que la prisionera había dicho ya incontables veces.
—Mi nombre es igual a La’Tyen Ossenia. Guerrera de fuego diestra y shas’la del clan Vior’la.
Jenna la golpeó con la porra en la parte inferior de la espalda, y la prisionera cayó al suelo con un grito de dolor incoherente. Un par de rápidos golpes en el hombro y la cadera hicieron que la tau se encogiera sobre sí misma formando una temblorosa bola de dolor.
Jenna la obligó con el pie a ponerse boca arriba y le puso la punta de la porra de energía en la garganta. No le complacía en absoluto aquella violencia, pero era la tarea que le había tocado, y la cumpliría lo mejor que supiera.
—Esto es una muestra de lo mal que te van a ir las cosas si no cooperas.
Oyó cómo el servidor traducía sus palabras, y presionó con fuerza a la tau en el pecho con la porra.
—Eso ha sido sin que el campo de energía estuviera activado. Imagínate todo el dolor que sufrirás cuando lo active.
Jenna le hizo otras tres preguntas a la tau, y la prisionera le contestó lo mismo en cada ocasión.
—Mi nombre es igual a La’Tyen Ossenia. Guerrera de fuego diestra y shas’la del clan Vior’la.
Cada una de aquellas negativas obstinadas a contestarle enfurecieron todavía más a Jenna. ¿Es que aquella criatura no se daba cuenta de que quería evitarle más sufrimientos? Le propinó unos fuertes golpes en las rodillas, el estómago y las costillas, todos calculados para producirle un terrible dolor pero sin causarle heridas graves.
Después de una hora y media de paliza, Jenna levantó a la prisionera hasta dejarla de rodillas y pulsó el botón de activado de la porra de energía. Sostuvo el arma, que emitía un leve zumbido, delante de la cara de la prisionera, y vio satisfecha que en sus ojos de color ámbar aparecía un rastro de miedo.
—¿Sigues sin querer hablar? —Preguntó Jenna, y luego le hizo un gesto de asentimiento a Dion y Apollonia—. Pues entonces, ha llegado el momento de dejar de ser suaves.
Los gritos de la prisionera tau resonaron por todo el Invernadero hasta muy entrada la noche.
Las dos aeronaves viraron para rodear un saliente de roca y mantenerse ceñidas a la montaña. Volaban muy por encima del paisaje agreste rodeados por el rugido de los motores. Era imposible volar pegados al suelo tan cerca del Complejo Kaliz, ya que los mástiles de comunicación aparecían de improviso en el horizonte, sin aviso alguno, y cualquiera de ellos podría arrancarle de cuajo un ala a la aeronave.
Una de ellas era una cañonera grande, con las alas repletas de misiles y una multitud de cañones que sobresalían de la parte frontal y del puente superior. Se trataba de una Thunderhawk, el caballo de batalla del Adeptus Astartes y una aeronave de asalto sin igual. Su costado blindado era de color azul intenso, y en la parte del morro situada bajo el piloto se veía una letra omega de color blanco brillante, el símbolo de los Ultramarines, con una águila dorada sobre ella.
La segunda aeronave era un transporte de clase Aguila, de menor tamaño. Su diseño de alas de inclinación invertida con el borde de ataque hacia adelante habían sido el motivo de su denominación de clase. En esas mismas alas y en los costados de la nave se veía el símbolo heráldico del caballo dorado, el del 44.º de Húsares Lavrentianos. Su piloto tenía buen cuidado en mantenerse cerca de la gran nave astartes.
Ambas redujeron la velocidad cuando se acercaron a un ancho cañón cortado en la roca antes de empezar a descender entre los chorros de los retrocohetes y las nubes de polvo. Fi aterrizaje en un lugar así era difícil, ya que la nave se veía sacudida por los fuertes vientos procedentes del norte que soplaban por encima de las montañas. Sin embargo, los pilotos estaban entre los mejores de Pavonis, y a los pocos segundos, tanto la cañonera como la lanzadera ya se habían posado sin problemas.
La rampa de asalto de la parte frontal de la cañonera se abrió, y del hueco resultante salió una hueste de marines espaciales que desembarcaron con rapidez del compartimento de transporte de tropas y tomaron posiciones defensivas alrededor de la aeronave. Casi treinta ultramarines rodearon a la cañonera, desplegados en la formación recomendada por el Codex Astartes.
Uriel bajó al trote por la rampa de la Thunderhawk, con el bólter en la mano pero apuntando al suelo, y la espada colgando del cinto y repiqueteando de forma tranquilizadora contra el muslo. La lluvia también repiqueteaba contra su armadura, pero no sintió ni el frío ni la humedad.
—Parece tranquilo —comentó Learchus mientras se ponía a su lado.
—Así es, pero me lo esperaba —le contestó Uriel, que observó con atención el terreno que tenían ante ellos para formarse un mapa mental.
Learchus asintió y, sin decir nada más, se dirigió a reunirse con la escuadra de exploradores que estaba formando en el borde occidental de la zona de despliegue. Uriel acabó de bajar de la rampa y puso pie en las montañas de la cordillera Tembra, y su incrementada capacidad de percepción espacial identificó las mejores posiciones que se podían ocupar, desde donde se podría montar un ataque efectivo o una defensa eficaz.
Cada escuadra de los Ultramarines ya se estaba colocando en las posiciones correctas sin que les hiciera falta que nadie se lo ordenara, y Uriel se sintió orgulloso de formar parte de una máquina de combate tan eficiente.
El capellán Clausel se desplegó con su escuadra de asalto, unos guerreros que marchaban al combate con unos grandes retrorreactores acoplados a sus armaduras. Esos artefactos les permitían abalanzarse sobre el enemigo y descender hacia ellos montados en unas alas de fuego. Eran astartes de la mejor clase, guerreros que destacaban en el torbellino brutal del combate cuerpo a cuerpo. A pesar de su ferocidad, las tropas de asalto no eran asesinos dementes, sino luchadores escogidos con cuidado y con una comprensión innata del ritmo de la batalla.
Un marine de asalto sabía cuándo aplastar a un enemigo con su fuerza, y cuándo debía retirarse.
Clausel había hablado poco con Uriel desde su regreso tras cumplir el juramento de muerte, y de vez en cuando el capitán sorprendía al capellán mirándolo con expresión ceñuda y adusta. Supuso que era justo. Después de todo, aquella misión estaba pensada tanto para asegurar que la paz, tan duramente ganada, se mantenía, como para poner a prueba la capacidad de mando de Uriel.
El tecnomarine Harkus, enviado con ellos desde el centro de mando, y llamativo debido a su armadura de color rojo y a los servobrazos incorporados a ella, empezó a ocuparse de la Thunderhawk para asegurarse de que el brusco aterrizaje no había ofendido a los espíritus de la aeronave. El icono del Mechanicum de color blanco y negro destacaba en su hombrera derecha, mientras que la izquierda mostraba el color azul de los Ultramarines. La visión de un guerrero ultramarine con otra heráldica que no fuera la del capítulo seguía incomodando a Uriel, pero la relación del Adeptus Astartes con el Mechanicum de Marte era muy antigua.
Uriel se dirigió hacia el cañón que se abría ante él mientras el transporte Aguila bajaba su compartimento interno hasta el suelo y de él salía lord Winterbourne, espléndido con su levita verde, las botas altas, el casco dorado y el bastón de paseo de color negro. Las dos criaturas que acompañaban a Winterbourne a todos lados tiraban de las correas gruñendo de forma impaciente. Uriel se había enterado de que se llamaban mastinesvores, o mastivores. La nariz de cada animal iba de un lado a otro a medida que olfateaban las rocas húmedas.
Cuatro soldados de asalto lavrentianos seguían al coronel. Iban equipados con sus relucientes placas pectorales doradas y armados con unos grandes rifles infernales, y a ellos, a su vez, los seguían un escriba vestido con una túnica y equipado con armazones de plumas para escribir, y un servidor de comunicación de mirada vidriosa.
—Uriel, me alegro de que nos puedas ayudar —le dijo el coronel—. Mis muchachos estaban deseando entrar en acción, pero habríamos tardado bastante en llegar hasta aquí. Tú y esa cañonera tan útil sois una bendición.
—Encantado de poder ayudarlos, lord Winterbourne.
—Nathaniel —le respondió de forma automática—. A decir verdad, todo este asunto es tremendamente inusual.
—Sí —admitió Uriel, quien aumentó la imagen de visión termal de su visor para poder ver mejor en las sombras de la montaña—. Inusual y llamativo.
—Parece que confirma tus sospechas, ¿no?
Uriel asintió.
—Si vas a atacar a alguien, lo primero es privarlo de comunicaciones.
Habían llegado varios informes al centro de mando ultramarine sobre un fallo a nivel planetario en el sistema de muchas redes de comunicación. Esos cortes en el sistema eran lo bastante comunes como para no provocar una sospecha inmediata, pero la coincidencia de ese tipo de fallo hizo que Uriel se pusiera de inmediato en alerta.
El Complejo Kaliz tenía cientos de años de antigüedad, y el Adeptus Mechanicum y los técnicos locales estaban más que ocupados con el mantenimiento de aquellos generadores y conexiones ya venerables. A las unidades de la FDP o de la Guardia Imperial les costaría días llegar hasta Cañón Profundo Seis, el lugar donde los miembros del Adeptus Mechanicum habían localizado la fuente de los fallos iniciales del sistema. Uriel había ofrecido de inmediato la ayuda de los Ultramarines.
—Bueno, ¿cómo quieres hacerlo? —preguntó Winterbourne.
—Entramos como si esperáramos entrar en combate. Nosotros bajaremos por un lado y usted y sus hombres por el otro. Si hay unidades enemigas ahí abajo, las destruiremos y veremos los daños que han causado.
—Es sencillo. Me gusta —dijo Winterbourne mientras se esforzaba por mantener a los mastivores a su lado—. ¡Maldita sea! ¡Germaine! ¡Fynlae! ¡Quietos!
Los mastines dieron un último tirón, arrancaron las correas de la mano del coronel y echaron a correr sobre las rocas hacia el desfiladero más cercano que llevaba al Cañón Profundo Seis. Uriel y Winterbourne echaron a correr detrás de ellos, con los guardias de asalto pegados a sus talones.
No tardaron en alcanzar a los mastines. Uno de ellos estaba olisqueando el suelo al mismo tiempo que gruñía a la entrada del desfiladero. El otro, la bestia de tres patas, estaba dando vueltas alrededor de un puñado de rocas un poco más abajo, ladrando incesantemente con una hambre feroz. Winterbourne agarró de nuevo las correas y les dio unos golpes en los costados con el bastón.
—¡Malditas bestias salvajes! —les gritó mientras tiraba con fuerza de las cadenas y les apretaba los collares de castigo que llevaban puestos—. No tenéis disciplina, ése es el problema. Debería pegaros un tiro.
Uriel se arrodilló sobre una pierna al lado de los mastines y pasó los dedos por las rocas húmedas que habían estado olisqueando. Su capacidad de visión mejorada y los sentidos automáticos de la armadura detectaron el residuo que quedaba y el olor de una sustancia muy familiar.
—Sangre —dijo al cabo de un momento.
—¿Humana? —inquirió Winterbourne, y Uriel asintió.
—No tiene más de uno o dos días.
—¿Cómo lo sabes?
—El olor es muy fresco. Si hubiera pasado más tiempo, la lluvia ya habría borrado todo rastro. Sus mastines no son los únicos que poseen unos sentidos muy agudos, lord Winterbourne.
—Esto no es buena señal en absoluto —comentó Winterbourne.
Entregó las correas de los mastivores al servidor de comunicación y desenvainó su espada. Era un sable de manufactura magnífica, con una larga hoja curvada en la que se veía un entramado de filamentos cristalinos que chasqueaban cargados de energía.
Uriel transmitió por comunicador a sus guerreros lo que habían encontrado los mastines, y en todos los Ultramarines se produjo un cambio evidente en la postura. Cada guerrero esperaba el combate, en vez de simplemente prever esa posibilidad.
—Le sugiero que se reúna con sus soldados, lord Winterbourne. Ha llegado el momento de avanzar.
—Me parece bien —le contestó Winterbourne mientras abría el cierre de la pistolera que llevaba al costado.
El coronel de los lavrentianos desenfundó su arma, una pistola láser sencilla con un acabado negro mate. El arma era de diseño estándar, muy antigua, pero era evidente que estaba muy cuidada. Uriel se quedó sorprendido ante la ausencia de ornamentación en la misma, ya que había visto a muchos coroneles que buscaban impresionar con la ostentación de sus armas. Winterbourne vio que se quedaba mirándola y le sonrió.
—Es la pistola de mi padre —le explicó—. La verdad es que me ha sacado de unos cuantos apuros. Yo la cuido, y ella me cuida a mí.
Uriel hizo un gesto de asentimiento a los guardias imperiales de asalto y dejó al coronel a su cuidado. Se acercó a paso ligero a su escuadra y realizó rápidamente el ritual de preparación previo a la batalla. Cada uno de los guerreros inspeccionó el equipo de combate de uno de sus hermanos para comprobar la armadura y las armas, que ya se habían comprobado otras tres veces, pero que se comprobaron de nuevo porque ése era el modo de actuar de los Ultramarines.
Una vez todos los iconos que representaban a los miembros de su escuadra parpadearon en verde en su visor, Uriel amplió el campo de visión y aparecieron los iconos de todos los guerreros que estaban bajo su mando.
El capellán Clausel se le acercó y Uriel le ofreció la mano.
—Coraje y honor, capellán Clausel.
—Coraje y honor, capitán Ventris —le respondió Clausel, pero sin estrecharle la mano.
—Mis guerreros bajarán por ese desfiladero —le dijo Uriel ocultando la irritación que le produjo el gesto de Clausel—. Sus marines de asalto esperarán a mi señal para entrar en acción.
—Recuerde las enseñanzas del Codex. Lo guiará en todo lo necesario —le advirtió Clausel.
—Lo haré, capellán —le prometió Uriel—. No necesita preocuparse por mí. El bibliotecario Tigurius me recordó mi deber respecto a las enseñanzas de nuestro primarca.
—Sí —admitió Clausel—, seguro que lo hizo, pero Tigurius no puede verlo todo.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que él quería que volviera a las filas de los Ultramarines, pero tanto por sus propias razones como por el bien del capítulo.
—¿Duda de mí, capellán? Mi honor está intacto, y mi lealtad queda más allá de toda duda. Todos los señores superiores del capítulo se mostraron de acuerdo en ello.
—No todos ellos —le replicó Clausel mientras se daba la vuelta—. Debe saber que yo todavía no estoy convencido de que su regreso haya sido positivo. Luche bien y quizá me persuada de que alguien que ha luchado dentro del Gran Ojo puede regresar sin cambio alguno.
—No he vuelto sin cambio alguno, capellán —musitó Uriel mientras Clausel se reunía con sus guerreros.
Uriel se sacó de la cabeza las agrias palabras del capellán y siguió dando órdenes. Los exploradores se quedarían con la Thunderhawk mientras Uriel bajaría con su escuadra por el desfiladero sur que llegaba hasta la base del cañón. Lord Winterbourne y sus tropas de asalto bajarían por el desfiladero norte. El capellán Clausel y sus marines treparían hasta la cima del risco que daba a la base del cañón y esperarían las órdenes de Uriel para desplegarse.
El capitán ordenó a los guerreros de su escuadra que se acercasen, y con Learchus a su lado se quedó mirando hacia la oscuridad del desfiladero que bajaba por el estrecho tajo abierto en la roca. Recordó la última vez que se había dirigido hacia el interior de aquellas montañas dispuesto al combate.
Sus guerreros y él habían descendido miles de metros, hasta las profundidades de una mina, donde se habían enfrentado al Portador de la Noche en una tumba excavada cuando la galaxia todavía era joven. Fue allí donde murió Ario Barzano, y donde Pasanius había perdido un brazo, una herida terrible que no le había provocado más que dolor y castigo.
Un castigo que había provocado que Uriel marchara al combate sin su mejor amigo.