Learchus le atravesó el pecho a un guerrero de fuego de un disparo y luego corrió desde los restos llameantes de la torre de guardia hacia una estructura baja que bien podía ser un generador de energía. Tenía las paredes de color crema y estaba marcado con símbolos tau. Issam lo cubrió con una serie de disparos de bólter bien dirigidos contra un grupo de guerreros de fuego que se estaban desplegando. Los enemigos se dispersaron y dejaron dos muertos tras de si Learchus se pegó a la estructura y se asomó un momento para disparar contra los guerreros tau que estaban reaccionando a aquella repentina invasión del campo de prisioneros. Abatió a uno con un disparo rápido y a otro le voló una pierna cuando fue demasiado lento a la hora de ponerse a cubierto.
Daxian se desplegó hacia el otro lado de la entrada destrozada mientras Parmian disparaba con la pistola bólter desde detrás del segundo aerodeslizador. Los restos del primero ardían más allá de la entrada, en mitad de una pila de cadáveres tau.
Los momentos iniciales del ataque habían sido más devastadores de lo que Learchus se había esperado. Sabía que debía mantener aquella intensidad para que los tau siguieran desorientados. El asombro y el temor provocados por el ataque repentino habían obligado a los tau a actuar al ritmo que les marcaban los asaltantes, pero en cuanto se dieran cuenta del escaso número de marines y comenzaran a responder…
Habían llegado con rapidez a las plataformas de carga y descarga utilizando los aerodeslizadores para recorrer las calles de Praxedes, y Learchus vio cómo los dedos se le movían como si tuvieran voluntad propia por el panel de armamento del vehículo. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo, pero en el cristal de la carlinga del aerodeslizador apareció una matriz de puntería que pareció ir marcando objetivos uno tras otro. Esperó que los rifles montados en el morro dispararan, pero se sintió decepcionado cuando se negaron a hacerlo. Esa decepción no duró mucho, ya que oyó varios zumbidos a la espalda cuando una serie de misiles salieron disparados de una torre alta de vigía.
Los misiles impactaron contra las torres de guardia que se alzaban a cada lado de la entrada a la prisión, que estallaron formando unas bolas de fuego abrasador. Ambas cayeron derribadas y quedaron convertidas en un montón de metales retorcidos, lo que eliminó a unos cuantos guardias tau y a cierto número de los pilares de energía que rodeaban la prisión. Entre los postes saltaron relámpagos de color jade, y un trueno producido por una descarga eléctrica restalló como un gigantesco latigazo.
Los aerodeslizadores se lanzaron directamente hacia el humo de la entrada destruida, pero los tau no tardaron en recuperarse de la sorpresa, y una lluvia de disparos derribó al aerodeslizador en el que iban Learchus y Daxian. Ambos se bajaron de un salto del vehículo antes de que se estrellara contra el suelo dando tumbos hasta acabar estallando. La explosión acribilló a los guerreros de fuego que lo habían derribado con una lluvia de fragmentos de metal al rojo vivo.
Issam y Parmian detuvieron su vehículo, que no dejaba de disparar rayos azules con sus armas. Issam se bajó de un salto del asiento del piloto antes de que los guardias de la prisión pudieran reaccionar y empezó a disparar con el bólter mientras corría en busca de cobertura. Parmian también se bajó, pero se puso a cubierto detrás del vehículo, que seguía flotando en el aire, y abrió fuego con disparos precisos contra los soldados enemigos.
—¡Issam! —Gritó Learchus—. ¡Tenemos que seguir avanzando!
—Entendido, pero va a ser complicado —respondió el sargento explorador.
Aquello era quedarse en una estimación muy corta. La estructura que Learchus estaba utilizando para protegerse se estaba deshaciendo con rapidez bajo las incesantes andanadas de disparos, y a pesar del fuego de cobertura de Parmian, el sargento no tenía modo alguno de salir de allí sin caer acribillado. Una fila de guerreros de fuego se dedicaba a destruir de forma sistemática su cobertura, y no podía hacer nada para impedirlo.
Un momento después, Learchus oyó un rugido de rabia, y los disparos que machacaban la estructura disminuyeron. Se asomó para ver algo que lo llenó de una alegría exultante: los prisioneros desarmados salían en tropel de los barracones y atacaban a los guardias, a los que aplastaban por pura superioridad numérica y rabia contenida. Ya habían muerto docenas de humanos, ya que no disponían de otras armas que no fueran los puños, pero aquellos hombres estaban ansiosos por limpiar la mancha de su anterior humillación, y nada iba a impedir que se cobrasen su venganza.
Los prisioneros imperiales se alzaban y atacaban a sus captores por todo el campamento. Las masas de guardias imperiales encerrados se lanzaron contra los tau y acabaron con ellos con las manos desnudas o aporreándolos con cualquier objeto pesado que pudieron encontrar. Otros se dedicaron a arrancarles las armas de las manos a los tau muertos y a disparar con salvaje alegría.
Learchus había visto pocas escenas más inspiradoras que aquella, y aunque quiso levantar el puño en el aire en señal de triunfo, lo inapropiado del gesto se lo impidió. Salió corriendo de su cobertura y se lanzó a la carga hacia el combate, y vio que Issam también salía de su posición en ese mismo instante.
Daxian avanzó para unirse a su sargento, y los tres marines espaciales formaron una cuña de combate que se clavó profundamente en las formaciones tau. Learchus sintió una salvaje sensación de alivio cuando disparó a otro tau en el pecho. Después de pasar tanto tiempo evitando todo contacto con el enemigo, liberar la agresión controlada de un astartes en combate cuerpo a cuerpo era tan catártico como vivificante.
Se volvió para indicarle con un gesto a Parmian que avanzara con ellos, que se uniera a la matanza, pero la alegría del combate desapareció al instante cuando vio que las fuerzas de los tau desplegadas más allá del campamento habían reaccionado por fin ante el enemigo que tenían entre ellos.
Había al menos dos docenas de armaduras de combate que ya cruzaban el aire en su dirección. Las seguían de cerca tres Cabezamartillo que avanzaban con rapidez hacia la entrada destruida. El ataque de Learchus los había hecho adentrarse en el campo de prisioneros, y éstos se habían rebelado, pero un puñado de cautivos armados con unos cuantos rifles y cuatro marines espaciales no podían esperar enfrentarse a aquello y sobrevivir.
Al ver la fuerza de reacción tau, Parmian intentó ponerse a cubierto, pero el grupo de armaduras de combate que marchaba en cabeza lo detectó, y no tuvo lugar alguno al que echar a correr. La primera armadura de combate aterrizó justo detrás de Parmian y le disparó un rayo de plasma abrasador a quemarropa. El explorador herido no tuvo tiempo de gritar. Quedó incinerado al instante, y de él no quedaron más que unos cuantos trozos de carne ennegrecida.
Learchus y sus camaradas se pusieron a cubierto detrás de uno de los barracones. Una andanada de disparos acribilló el punto donde estaban un momento antes.
—Vamos, Uriel. ¿Dónde estás? —murmuró.
Al oír la primera explosión, Jenna Sharben entró en acción. Koudelkar captó con el rabillo del ojo su repentino movimiento, y vio horrorizado que giraba sobre sí misma y le clavaba el extremo de la muleta en el estómago a uno de los guardias de Aun’rai Solo entonces se dio cuenta de que había afilado el extremo inferior de cada muleta hasta disponer de una punta mortífera.
El guerrero de hierro soltó un estertor agónico y se desplomó en el suelo. La sangre de la terrible herida le manó a chorros sobre las piernas. Resultó evidente que la jefa de agentes no estaba tan débil como había hecho creer a los tau.
Sharben blandió la otra muleta en un arco corto y brutal, y el extremo más pesado se estrelló contra el casco de otro guardia con un golpe fuerte y sólido. El guerrero cayó pesadamente y Sharben se volvió para enfrentarse al último de los guardias de Aun’rai.
Koudelkar hizo ademán de acercarse a Aun’rai para ayudarlo, pero su madre lo agarró con fuerza de la túnica. Ella le lanzó una mirada implorante para que no fuera, pero para bien o para mal, Koudelkar ya había tomado una decisión, y tenía que cumplir con su parte del trato.
Se soltó de un tirón, aunque le rompió el corazón oír su grito de desesperación.
—¡Koudelkar, no! —le gritó también Perjed.
Aunque Sharben los había engañado con su debilidad fingida, el elemento sorpresa ya no tenía ningún efecto, y La’Tyen se lanzó contra ella con un grito de odio ahogado. La juez del Arbites y la guerrera de fuego rodaron por el suelo propinándose puñetazos y codazos.
Uno de los codazos de Sharben impactó en el estómago de La’Tyen, pero la armadura flexible de la guerrera de fuego absorbió la mayor parte de la fuerza del golpe. La’Tyen consiguió aferrarla por el cuello y le clavó los dedos en la garganta. Sharben echó con fuerza la cabeza hacia atrás y le propinó un golpe en plena cara. Koudelkar oyó cómo se le partía uno de los pómulos. Sharben se apartó rodando de su oponente con un gruñido de dolor y buscó una arma mientras La’Tyen desenvainaba una daga centelleante que llevaba al cinto.
Koudelkar había oído decir que se llamaban dagas de honor, y que se trataba de armas ceremoniales que se utilizaban para simbolizar la fraternidad entre los tau, pero no había nada ceremonial en su tremendo filo.
Blandió la daga contra Sharben, que tuvo que saltar hacia atrás para evitar quedar destripada. La juez lanzó un grito de dolor cuando el peso de su cuerpo cayó sobre su pierna herida. No estaba tan débil como había aparentado, pero seguía estando herida.
Koudelkar habría querido intervenir, pero sabía que La’Tyen lo destriparía a el con tantas ganas como a Sharben. La guerrera de fuego siguió gritando mientras la sangre no dejaba de salirle de la herida en la cara. Su compatriota derribado empezaba a levantarse con el rifle en las manos, aunque todavía estaba un poco confuso.
La’Tyen hizo una finta con su arma, y Sharben cayó al suelo sobre una rodilla cuando la pierna herida cedió. Era la única oportunidad que la tau necesitaba, y le clavó la daga en el pecho.
Las dos combatientes rodaron por el suelo, y La’Tyen apuñaló una y otra vez a la juez ya mortalmente herida en un frenesí de dolor, de ira y de odio. La sangre salió a chorros y salpicó las paredes en grandes arcos carmesíes a medida que La’Tyen descargaba el horror de su tortura en el Invernadero en una oleada de violencia salvaje.
Koudelkar retrocedió ante lo terrible de la escena de la muerte de Sharben, horrorizado del salvajismo animal del asesinato. La’Tyen levantó la mirada, y Koudelkar vio a través de la máscara de sangre que le cubría el rostro desencajado la verdadera naturaleza de la raza tau, la oscuridad que mantenían oculta bajo aquella capa de civilización y sus fantásticas ideas sobre el Bien Supremo.
Lortuen Perjed echó a correr mientras Sharben exhalaba su último aliento. La desesperación proporcionó unas fuerzas tremendas a sus avejentadas extremidades. Se agachó para empuñar el arma de cañón corto que había dejado caer el guerrero de fuego al que Sharben había atacado en primer lugar. Manoteó el arma en busca del mecanismo de disparo.
—¡No seas idiota, Lortuen! ¡Suelta el arma ahora mismo!
Koudelkar le gritó porque no sentía deseo alguno de que Lortuen muriera en mitad de toda aquella locura. Sin embargo, el adepto no estaba dispuesto a deponer su actitud, y tanto él como el guerrero de fuego todavía confuso dispararon al mismo tiempo. Koudelkar se encogió sobre sí mismo cuando las andanadas de rayos azules acribillaron la estancia.
El guerrero de fuego se desplomó como un muñeco desmadejado con el pecho convertido en un paisaje cubierto de cráteres, pero había matado a su asesino. Lortuen Perjed salió despedido hacia atrás. Su frágil cuerpo quedó prácticamente partido por la mitad por la ráfaga de disparos de energía.
A pesar de lo terrible que era la muerte del adepto, el verdadero horror se encontraba detrás de él.
El cuerpo de la madre de Koudelkar se deslizó pegado a la impoluta pared de la estancia mientras dejaba una gran mancha de sangre a su espalda. Pawluk Shonai tenía los ojos abiertos de par en par por el dolor, y sobre su túnica carcelaria se fue extendiendo otra gran mancha de sangre.
—¡No! —gritó Koudelkar al mismo tiempo que echaba a correr hacia ella. La tomó en sus brazos mientras la vista se le empañaba por las lágrimas. Le puso una mano en el estómago en un intento inútil de contener la hemorragia—. ¡Oh, Dios Emperador! ¡No! —gimió Koudelkar, quien rezó desesperadamente al único dios que conocía—. ¡Oh, Dios Emperador! ¡No permitas que pase esto!
Koudelkar contempló cómo la vida abandonaba a su madre y lanzó un estremecedor grito de dolor. Los ojos se le llenaron de lágrimas y sollozó mientras abrazaba con fuerza su cadáver.
—Lo siento, lo siento. Es culpa mía. Te traicioné. Oh, Dios Emperador, perdóname, por favor, perdóname…
Koudelkar sintió una presencia a su lado y levantó la mirada para ver a Aun’rai de pie junto a él con una expresión de profunda decepción.
—¿Llamas a tu Emperador para que te ayude? Después de todo lo que hemos hablado, ¿todavía invocas a tu lejano Emperador para que te consuele? No importa lo que diga vuestro intelecto, al final, siempre buscáis dioses y espíritus en los momentos problemáticos. Qué patéticamente humano por tu parte.
—¡Está muerta! ¿No lo entiendes? Está muerta —gimió Koudelkar.
—Lo entiendo muy bien —replicó Aun’rai con frialdad.
La’Tyen se puso a su lado. Tenía la cara y la armadura empapadas con la sangre de Sharben.
Koudelkar se esforzó por mantener la cordura ante aquella horrible matanza. En tan sólo cuestión de segundos, su esplendoroso futuro de lujo e importancia se había convertido en horror y lamentos. Negó con la cabeza con desesperación y dejó con suavidad el cadáver de su madre en el suelo duro y frío del aposento.
Se puso en pie y se enfrentó cara a cara con los dos tau. Una ansiaba con todas sus fuerzas matarlo, y el otro quería esclavizarlo. Koudelkar no tuvo muy claro cuál de aquellos dos destinos temía más.
—No tiene por qué terminar aquí y así —le dijo Aun’rai—. Todavía puedes formar parte del Bien Supremo.
—Creo que no —le contestó Koudelkar mientras retrocedía de espaldas hacia la puerta, a través de la cual llegaba el restallido de los disparos y el estruendo de las explosiones—. No quiero tener nada que ver contigo o con tu raza. Si debo morir, moriré entre los míos.
Koudelkar se dio media vuelta y bajó por los peldaños que llevaban a la plataforma de aterrizaje. Notó el olor a humo en el aire y las descargas eléctricas de las verjas de seguridad caídas. Los gritos de los soldados y el estampido de las armas lo envolvían, pero Koudelkar jamás se había sentido más satisfecho consigo mismo.
Recordó la conversación que había tenido con Lortuen Perjed poco después de llegar al campo de prisioneros. «Somos prisioneros de guerra. ¿Qué honor nos queda?», le había dicho Koudelkar. «Sólo el que llevamos con nosotros», le contestó el adepto, y no fue hasta ese momento cuando comprendió lo que le había querido decir.
Levantó la cabeza y miró hacia el cielo de un azul espléndido. Inspiró profundamente el aire cargado de olor a océano.
Koudelkar frunció el ceño y se llevó una mano a la frente para protegerse los ojos del brillo del sol al ver una serie de objetos que parecían estar fuera de lugar en aquel cielo. Sonrió al darse cuenta de lo que eran.
Aun’rai apareció junto a él sin parecer preocupado en absoluto por la batalla que se estaba librando a lo largo y ancho del campo de prisioneros.
—Esta estúpida revuelta quedará aplastada y nada habrá cambiado —le espetó el tau.
—¿Sabes? Creo que estás muy equivocado al respecto —le contestó Koudelkar al mismo tiempo que señalaba al cielo, donde una hueste de cápsulas de desembarco de los marines espaciales bajaba llameante hacia la superficie.
La cápsula de desembarco de Uriel cayó envuelta en el destello de los retrocohetes y en el metal pulverizado de la cubierta de la plataforma. Unos pernos explosivos hicieron saltar las compuertas de salida, y los arneses que mantenían asegurados a los marines se soltaron de inmediato. Lo que unos momentos antes era un entorno herméticamente sellado para protegerlos en el viaje por el espacio y del calor, de la reentrada en la atmósfera, quedó abierto a los elementos, y el hedor a combustible de propulsión y a metal quemado inundó el aire.
—¡Vamos! ¡Todo el mundo fuera! —gritó Uriel.
Los guerreros que habían soportado el tormentoso viaje desde la cubierta de embarque del Vae Victus lo obedecieron de un salto. Uriel encabezó el avance que los alejaba de la cápsula de desembarco y captó la situación de la batalla en un momento.
Learchus había cumplido bien su tarea.
El campo de prisioneros de Praxedes estaba sumido en el caos. Los guerreros de fuego, desesperados, se enfrentaban en combate a hordas de prisioneros igualmente desesperados. La lucha era feroz, pero era evidente que los tau tenían ventaja. Aunque los prisioneros los superaban mucho en número, los guerreros de fuego estaban muy bien entrenados y no parecían dispuestos a ceder.
La superioridad numérica y el valor podían llevar lejos cualquier ataque, pero frente a soldados disciplinados provistos de armas poderosas eso nunca iba a ser suficiente. Los prisioneros lavrentianos estaban siendo masacrados. Uriel vio a Learchus y a dos exploradores disparando contra una escuadra de armaduras de combate desde la cobertura que ofrecía un barracón. Mientras el denso fuego enemigo mantenía inmovilizado a Learchus en esa posición, otras dos armaduras de combate los rodeaban para atacarlos por la retaguardia.
La voz del capellán Clausel sonó en el interior de su casco.
—Nuestra llegada se ha producido justo a tiempo.
—Eso parece —contestó Uriel mientras identificaba con rapidez los puntos clave de la resistencia—. Asegura la puerta. Me reuniré con Learchus.
—Recibido.
Las fuerzas tau reaccionaron con rapidez a la llegada de los astartes, y apuntaron con sus armas la nueva amenaza que había aparecido en su seno. Las ráfagas de rayos azules empezaron a acribillar a los marines espaciales, pero fueron respondidas con una potencia de fuego muy superior a la que podía soportar cualquiera de aquellos grupos de guerreros aislados.
Pocos segundos antes del asalto principal, varias cápsulas de desembarco equipadas con sistemas de armas pesadas lanzaron una feroz descarga de misiles contra los tau. Dispararon contra sus objetivos con una precisión inmisericorde fruto de unos parámetros lógicos preestablecidos. Las mayores concentraciones de guerreros de fuego recibieron una andanada de impactos explosivos.
Los tau retrocedieron ante la repentina ferocidad del ataque, pero Uriel sabía por otras batallas que se recuperarían con rapidez. Para ganar aquel enfrentamiento, los marines debían mantener a los tau a la defensiva en todo momento.
Otras dos cápsulas de desembarco chocaron contra la plataforma de descarga y ennegrecieron el metal de su superficie con los chorros de sus retrocohetes. La secuencia de explosiones sonó igual que los fuegos artificiales y las compuertas de las cápsulas de desembarco de mayor tamaño cayeron para dejar a la vista los antiguos y venerables dreadnought de la Cuarta compañía.
El hermano Speritas entró en la batalla con su rugiente cañón de asalto, y lanzó una salva de misiles desde los tubos lanzacohetes que llevaba incorporados al hombro. Zethus siguió el ejemplo de su hermano dreadnought y abrió fuego en cuanto se abrió la compuerta de su cápsula. Dos rayos láser gemelos impactaron en la torreta de un Cabezamartillo que estaba girando en su dirección y la hicieron volar por los aires. Zethus disparó a continuación una lengua de fuego de promethium con el lanzallamas que llevaba incorporado debajo de su monstruoso puño de combate.
Los tau retrocedieron de forma desordenada ante los dos dreadnought y dejaron atrás a docenas de camaradas envueltos en llamas. A pesar de que las armas de los guerreros de fuego eran poderosas, no tenían esperanza alguna de poder perforar el blindaje de aquellas imponentes máquinas de guerra.
Las escuadras de Clausel volaron impulsadas por los chorros de sus retrorreactores en dirección a la entrada del campo de prisioneros y abatieron a los guerreros de fuego que habían desembarcado de tos transportes Mantarraya. Los tanques de combate Cabezamartillo flotaron grácilmente por encima de los incendios provocados por los combates y sus enormes cañones giraron sin parar en busca del modo de desencadenar su furia contra los Ultramarines.
Varias ráfagas de cañón y unos abrasadores rayos de energía se abatieron sobre los marines espaciales que luchaban junto al capellán, y Uriel vio que no todos se pondrían en pie de nuevo. Lamentó la pérdida de los caídos, pero aquel asalto había conllevado desde el principio el riesgo de que muchos de los guerreros de la Cuarta compañía regresaran a Macragge como muertos honorables.
Una cápsula de desembarco estalló a la espalda de Uriel. Los guerreros que transportaba quedaron esparcidos a su alrededor debido a la explosión. La mayor parte se incorporaron, pero tres permanecieron tendidos. No habían pasado más que unos pocos segundos desde la rugiente llegada de los Ultramarines, pero los tau ya habían reorganizado sus defensas para hacer frente a aquella amenaza.
Un guerrero con una armadura de color azul brillante adornada con una reluciente águila dorada y con el casco rematado por unas alas blancas se situó al lado de Uriel. Su capa ondeaba bajo las corrientes térmicas provocadas por la llegada de las cápsulas de desembarco, y en la mano empuñaba un largo mástil de adamantium negro rematado por una cruceta carmesí.
El Anciano Peleus desplegó el estandarte de la Cuarta compañía, y el poder de su magnificencia fue similar a la visión de otros cien marines espaciales. El pan de oro y el bordado de plata con los que estaba tejido el guantelete cerrado relucieron bajo el sol, y su tejido sagrado fue un faro para que lo vieran todos los guerreros de coraje y honor.
—¡El estandarte de la Cuarta compañía ondea sobre nosotros! —Gritó Uriel—. ¡Que ningún guerrero desfallezca en su deber hacia el capítulo!
Sus guerreros respondieron con vítores de orgullo, y la devoción y la fe que sentían en el poder del estandarte los impulsaron hasta nuevas cotas de valor. Luchar bajo el estandarte de la compañía era un honor, y los Ultramarines sabían que los héroes del pasado los estaban observando para juzgar su valentía. Los prisioneros lavrentianos estaban a punto de huir cuando la batalla se volvió en su contra, pero con la llegada de los Ultramarines salieron de sus posiciones de cobertura para atacar de nuevo a los tau. Aunque el estandarte de la Cuarta compañía no era el de su unidad, representaba siglos de coraje que impregnaban los corazones de los guerreros imperiales que lo miraban.
Uriel condujo a su escuadra y al estandarte hacia el barracón desde donde Learchus y sus guerreros luchaban. Disparó mientras corría, ya que no escaseaban los objetivos. Con cada andanada caían más guerreros de fuego, mientras alrededor de Uriel se estrellaban disparos centelleantes. Por todo el lugar se producían combates cuerpo a cuerpo entre los prisioneros y los tau, y el capitán tuvo que abrirse paso entre los oponentes.
Uriel notó un chorro de aire caliente por encima de él y levantó la cabeza. Era una nave alienígena, de gran tamaño y forma oblonga. Se trataba de un transporte Orca, y Uriel supo con certeza por qué el piloto se atrevía a sobrevolar un entorno tan hostil.
No tardó en perder de vista la nave, y Uriel siguió avanzando por el campo de batalla. Learchus los miró justo cuando la escuadra Ventris se le acercaba, y el capitán notó cómo el corazón del sargento se henchía de orgullo al ver el estandarte.
—¡Escuadra Ventris! —Gritó Uriel—. ¡Por escuadras de combate! ¡Mantener y atacar izquierda!
Sus guerreros se dividieron de inmediato en dos unidades. Una se enfrentó a las armaduras de combate que tenían inmovilizados a Learchus y a los exploradores. El enemigo recibió una lluvia de disparos de bólter, una andanada de proyectiles que estallaron en el interior de la cavidad torácica del primer guerrero enemigo y que obligaron al otro a ponerse a cubierto.
La segunda escuadra de combate siguió a Uriel para reunirse con Learchus y los exploradores que quedaban. No hubo tiempo de intercambiar saludos, ya que dos armaduras de combate pasaron rugiendo por encima del tejado del barracón. Aterrizaron en mitad de una tormenta de chorros de retropropulsores y de disparos. Uno de los exploradores cayó aullando con la rodilla destrozada. El otro, un sargento, también cayó, pero abatido por un proyectil que le impactó en el hombro y lo tumbó de espaldas.
Un rayo de plasma al rojo atravesó el pecho de uno de los Ultramarines, y el guerrero se desplomó, muerto antes de tocar el suelo. Uriel y Learchus cargaron contra las armaduras de combate al mismo tiempo que la segunda de ellas descargaba una tormenta abrasadora de llamas. Uriel sintió el calor del fuego a través de la armadura, y varios iconos rojos de alarma se encendieron en su visor. La mochila de la armadura descargó gases refrigerantes para intentar contrarrestar el calor, y Uriel oyó gritos de dolor procedentes de los exploradores, equipados sólo con armaduras ligeras, que intentaban apartarse de aquella llamarada asesina.
Uriel surgió de aquel infierno con la capa llameante y el águila de la armadura ennegrecida. Las armaduras de combate se prepararon para enfrentarse a su carga mientras recibían una andanada de disparos de bólter que rebotaron en la superficie blindada de sus protecciones.
Learchus se agachó para esquivar el ángulo de tiro de un cañón rugiente y cargó, con el hombro por delante, contra una de las armaduras. Las piernas de su oponente cedieron bajo el impacto de la masa de Learchus y cayó hacia atrás convertido en un montón indefenso de metal. Uriel blandió la espada de Idaeus contra un puño del tamaño de su cabeza que descendía hacia él y rebanó la extremidad de la armadura a la que se enfrentaba. Del tajo salió un chorro de fluidos hidráulicos, y la armadura saltó hacia atrás para esquivar la mortífera hoja.
Uriel saltó hacia adelante y se agarró a un borde del caparazón blindado de la armadura en el mismo momento en que ésta activaba los retrocohetes y se elevaba en el aire. El suelo se alejó con rapidez, pero Uriel no estaba dispuesto a dejar que su enemigo se escapara con tanta facilidad. Clavó la espada en el pecho de la armadura y los retrocohetes se apagaron casi de inmediato. La armadura de combate atravesó el techo del barracón y Uriel se apartó de una patada del guerrero moribundo.
Giró en el aire antes de aterrizar sobre ambos pies con un golpe estruendoso.
Learchus estaba de pie con una bota apoyada en el pecho de la armadura derribada y extrayendo la espada sierra del cuerpo. El arma arrastró tras de sí trozos de metal partido y cuajarones de sangre, y la armadura sufrió una convulsión cuando su ocupante murió. El sargento blandió la espada en un molinete y colocó el filo en el cuello de la armadura, como si fuera el hacha de un verdugo.
—Bien hecho, aunque un poco por encima de lo debido, ¿no te parece? —le dijo Uriel.
—Eso dice el hombre que mató a su oponente volando por el aire —replicó Learchus con un gruñido, pero Uriel notó el buen humor detrás de la respuesta brusca del sargento.
—Me alegro de verte, amigo mío.
—Sí, yo también —le contestó Learchus—. Pero dejemos las alegrías para más tarde. ¡Todavía estamos de caza!
—¿Está aquí?
—Está aquí —le confirmó Learchus al mismo tiempo que señalaba un edificio entre el laberinto de barracones.
Uriel asomó la cabeza por la esquina a tiempo de ver a Koudelkar Shonai, a quien estaban arrastrando en dirección al transporte Orca que había visto sobrevolarlos unos minutos antes. Un guerrero de fuego con el rostro ensangrentado sostenía un cuchillo contra la garganta del gobernador, y a su lado se apresuraba una figura que Uriel reconoció de inmediato: el noble tau que habían capturado tras la batalla en la mansión de los Shonai.
El jefe tau cuyo transporte Orca habían rastreado los sensores del Vae Victus desde su huida del Invernadero hasta su llegada a Praxedes.
—A por él —dijo Uriel.