El ataque a Olzetyn se inició en cuanto el alba empezó a pintar el cielo con los primeros borrones de luz por el este. Los auspexs más avanzados detectaron la presencia de numerosos objetivos aéreos, aunque ninguno de los artilleros que había en las armas de intercepción imperiales llegó a pasar a modo de elección de blanco. Empezaron a sonar las sirenas de alarma y los cansados soldados salieron de sus sacos de dormir, pero ninguno miró hacia arriba.
Avisados por las pocas unidades que habían conseguido escapar de la caída de Praxedes, los defensores de Olzetyn mantuvieron las cabezas gachas cuando las luces pirotécnicas inundaron el cielo con un fulgor brillante y cegador.
Cuando los cielos llamearon con una radiación mortal, un grupo de vehículos blindados tau apareció por la vanguardia. Decenas de Mantarraya y de Cabezamartillo empezaron a avanzar hacia los puentes, mientras los escuadrones de aguijones alados barrían el cielo y caían en picado. Si los tau esperaban volver a pillar a los defensores de la ciudad con la misma estrategia que ya les había funcionado en Praxedes, se iban a ver decepcionados.
La terrible iluminación desapareció del cielo y se dio la orden de abrir fuego.
Los tanques antiaéreos y las armas de intercepción estáticas llenaron los cielos que se cernían sobre Olzetyn de proyectiles explosivos y derribaron docenas de naves tau. Los Barracuda cayeron hechos pedazos y los enormes Tiburones Tigre se desplomaron del cielo con sus elegantes y gráciles armazones desgarrados por la vorágine destructora de metralla y fuego.
Pero la matanza no se limitó a las fuerzas aéreas tau. Al esperar que los defensores imperiales estuvieran cegados y desorientados, los vehículos tau avanzaron sin tomar ninguna precaución. Una salva fulminante de fuego de armamento pesado y de artillería dirigida con precisión golpeó sin piedad a los enemigos que marchaban confiados. Los transportes tau quedaron destrozados, los guerreros que llevaban, inmolados sin llegar a efectuar un solo disparo, y los tanques destruidos sin que sus armas hubieran llegado a encontrar un solo objetivo.
En unos momentos, el ímpetu del ataque tau perdió contundencia por el efecto sorpresa de la respuesta imperial, que fue como darle a un boxeador demasiado confiado un buen puñetazo en el estómago. Muchos vehículos blindados quedaron hechos pedazos y cientos de guerreros de fuego fallecieron antes de que la batalla llegara a empezar. Lo que se esperaba que fuera un golpe decisivo se convirtió en cualquier cosa menos en eso.
Sin que cundiera el pánico, el comandante tau respondió al cambio de circunstancias de la batalla con una velocidad terrorífica. Los tanques se dispersaron en formación, utilizando los contornos del terreno y cualquier protección para avanzar poco a poco, un grupo haciendo fuego de cobertura mientras el otro tomaba posiciones.
Los aguijones alados se lanzaron en masa desde el aire para dificultar los esfuerzos de los defensores y un brillante grupo de drones apareció por los flancos. En pocos segundos empezaron a llover misiles, que impactaban con una precisión matemática y mataban a docenas de guardias y soldados montados de la FDP con cada explosión.
Con la batalla ya en ebullición, la disposición del ataque tau quedó clara. Atacaban a la vez las líneas imperiales y las trincheras, las garitas y los fortines que protegían la aproximación al puente Diacriano, que se estaban llevando lo peor del asalto.
Las reverberaciones del bombardeo de los enormes cañones Thunderfire eran ensordecedoras y producían un eco en los extremos más alejados del desfiladero. Algunos proyectiles formaban un arco descendente y detonaban entre los tau, mientras que otros iban a ras de suelo para explotar bajo delicadas placas gravitacionales que mantenían a los tanques aerodeslizates de los tau en el aire.
Los blindajes se desgarraban y los cuerpos ardían, pero la fuerza alienígena seguía avanzando. Tan cerca de los puentes había muy poco sitio donde ponerse a cubierto y el enemigo se veía obligado a ir hacia ellos frontalmente. Los misiles dejaban sus estelas por encima de las cabezas e impactaban en los baluartes elevados que protegían a las tropas imperiales, pero no poder ver dónde disparaban, acababan sólo levantando columnas de tierra.
Lanzarse directamente a las garras de un enemigo con armas manejadas por soldados preparados y determinados era la situación táctica menos deseable en la que querría encontrarse un comandante, y Uriel deseó que los tau pagaran por su exceso de confianza. La mayor parte de la Cuarta compañía estaba protegiendo el puente más meridional de Olzetyn, que era claramente la parte más débil de sus defensas. Sabiendo que los tau se lanzarían sobre él con toda su fuerza, Uriel había desplegado a sus guerreros ahí para apoyar con el fuego de sus bólters a las filas del 44.º y potencialmente dirigir a los tau hacia los bastiones occidentales, en donde los esperaban el capellán Clausel y sus escuadrones de asalto.
Uriel disparó con el bólter por encima del borde del terraplén, examinando con su ojo entrenado todos los detalles del asalto tau en el tiempo que le llevó tirar de la corredera del arma. Sus marines espaciales tomaron posiciones junto a él mientras los cientos de guardias se situaban para defender el puente Diacriano, desplegándose con un redoble de botas sobre las pasarelas de tablones. Se agitaron los estandartes y los gritos dejos sargentos y los oficiales se oyeron entre los crujidos de las explosiones y los chasquidos del fuego de las armas tau.
—¡Los estamos destrozando! —chilló el coronel Loic subiendo al escalón de tiro al lado de Uriel.
—Por ahora —reconoció Uriel—, pero se adaptarán pronto e intentarán algo diferente.
—Intentarán mantenernos en nuestra posición con tropas prescindibles mientras ellos avanzan.
Uriel se quedó sorprendido ante la perspicacia de Loic y asintió.
—Sí, sospecho que eso intentarán en cualquier momento.
—Es probable —dijo Loic levantando la vista.
Uriel siguió la mirada del coronel mientras se oía un fuerte sonido de aleteos, como una nube de murciélagos saliendo por la boca de una cueva. Muy por encima de sus cabezas el aire estaba poblado por una bandada de horribles criaturas azules de alas estrechas y apariencia similar a la de un insecto. Caían en picado repentina y rápidamente: tropas de asalto con blindaje ligero enviadas para crear problemas a las defensas imperiales el tiempo suficiente para que sus señores tau alcanzaran las líneas.
—¡Aguijones alados! —gritó Uriel—. ¡Escuadrones de reserva, derríbenlos!
Los grupos de fuego auxiliar colocados por detrás de las líneas delanteras abrieron fuego; ya tenían las armas apuntando al cielo por si surgía aquella eventualidad. Los rayos láser cruzaron el cielo hacia arriba, y los gritos de las criaturas xenos heridas se oyeron por encima del sonido de las descargas, hasta que se unieron las antiaéreas y las ametralladoras pesadas montadas en las cúpulas de los Chimera de la FDP.
—No conseguirán detenerlos a todos —dijo Loic.
—Probablemente no, pero sí deberían detener a suficientes.
A Uriel le agradó la ausencia de miedo en la cara de Loic. Por mucho que su nombramiento fuera político, el hombre tenía coraje. Volvió su atención al frente, donde las armas imperiales continuaban sembrando la confusión entre los vehículos tau. Al darse cuenta de que sus transportes eran una trampa mortal, la mayor parte de los comandantes de los escuadrones tau sacaron a sus tropas y las hicieron avanzar a pie. Uriel vio amenazadores guerreros tau poniéndose a cubierto en los cráteres y tanques destruidos. Columnas en movimiento de humo de propergol cruzaban el campo de batalla, temblaban con las andanadas y desaparecían con el fuego de artillería tau.
Detrás de los guerreros de fuego, las siluetas más robustas de las armaduras de combate se movían entre el humo. El brillo azul de sus retrocohetes indicaba su presencia. Era imposible contarlos, pero Uriel vio que su número aumentaba cada vez más.
—Vienen armaduras de combate detrás de ellos —dijo pasando la información a los Ultramarines por el comunicador—. Saquen las unidades pesadas en los puntos donde sea posible.
Le llegaron confirmaciones de sus guerreros, y el duro tableteo de los bólter surgió cuando se produjo el primer contacto en las líneas más alejadas. A medida que el hueco entre las dos fuerzas se reducía, unas devastadoras tormentas de fuego de artillería surgieron de las defensas imperiales. Los disparos de los tau hicieron saltar tierra del terraplén y empujaron a los soldados hacia atrás, porque sus armaduras no les ofrecían protección contra aquellas energías tan poderosas.
Los gritos se oían aquí y allá entre el ruido de la batalla: el horrible dolor de los seres humanos y la bienvenida agonía de sus enemigos alienígenas. Dos dreadnoughts ultramarines, el hermano Zethus y el hermano Speritas, patrullaban por toda la zona, utilizando su inconmensurable poder de fuego contra las secciones donde los tau presionaban más. El ruido de las armas de fuego era como el trueno de los dioses; sus cañones láser, como relámpagos que cayeran del cielo.
Había cuerpos cubriendo el suelo ante las defensas y las llamas surgían en diferentes partes del campo de batalla por los tubos de combustible incendiados o el estallido de la munición. Uriel disparo varias ráfagas de proyectiles explosivos hacia las filas de los tau, y cada una de ellas mató a un puñado de guerreros enemigos, aunque muchos siguieron su camino hacia las defensas.
Para eso era para lo que estaban entrenados, para esa justa carnicería de los enemigos de la humanidad, y Uriel sintió un orgullo salvaje ante su capacidad para lidiar con la muerte. Miró a ambos lados y vio a marines espaciales luchando con una precisión cruda e implacable contra los tau. Peleaban como héroes, y cada uno de esos guerreros merecía ser inmortalizado en una canción o un verso. Pero ninguno buscaba la gloria para sí mismo, tan sólo para el Emperador y para el capítulo.
Entre ellos, los soldados del 44.º Lavrentiano y de la FDP de Pavonis luchaban con igual fervor. Como había predicho el coronel Loic, el fuego de los escuadrones de reserva y de las armas interceptoras no había sido suficiente para evitar que el asalto de los aguijones alados surtiera su efecto, y ahora mismo se llevaba a cabo un tiroteo brutal y desde muy cerca en la retaguardia de las defensas imperiales.
Uriel y Loic pudieron comprobar a la vez cómo aumentaba la intensidad de la batalla. El comandante de la FDP disparó su pistola en dirección a un integrante de esa especie xenos de alas azules y se puso a la cabeza de una salvaje carga que se metió directamente en medio de los alienígenas. Contrariamente a lo que había pensado Uriel, Loic era muy hábil con su sable, y la hoja imbuida de energía se abrió un camino sangriento entre sus enemigos. La mirada de Loic se encontró con la de Uriel, y el primero levantó su espada a guisa de saludo antes de seguir avanzando en aquel torbellino sangriento.
Lo que los marines espaciales llevaban a todas las batallas no era solamente su habilidad con las armas; era la idea que se representaba en las mentes de aquellos que luchaban con ellos y contra ellos lo que los hacía tan formidables. Los Adeptus Astartes eran el símbolo del poder del Imperio, un símbolo que buscaba reforzar su poder en cualquier lugar que el Emperador lo necesitara.
Eso era lo que hacía de los marines espaciales una fuerza que iba más allá de lo que los números podían transmitir. Un hombre podía ser derrotado, pero un marine espacial era invencible, indomable e imparable. Los tau lo habían aprendido en la campaña de Zeist e iban a aprenderlo de nuevo allí, en Pavonis. Uriel se agachó para sacar un cargador para su bólter, completando el proceso con una economía de movimientos fruto de la experiencia. Una luminosa flecha de plasma supercalentado explotó en la línea algo más allá, haciendo que cayeran sobre él fragmentos vitrificados de tierra. Dos marines espaciales cayeron del escalón de tiro empujados por la potente detonación y una armadura de combate con cicatrices de guerra se abrió paso sobre el parapeto en ruinas, con sus armas soltando una brillante espiral de humo mientras recargaba.
Una formación en cuña de armaduras de combate lo seguía sin dejar de disparar con toda su potencia de fuego. Hicieron desaparecer parte de la protección del terraplén de los defensores y empezaron a dispersarse. Los guerreros de fuego se arremolinaban a su alrededor y Uriel vio el peligro inmediatamente. Enfundó el bólter y miró a su alrededor buscando alguien a quien pedir ayuda. Sacó la espada y cargó contra las armaduras de combate.
—¡A mí el escuadrón Ventris! —gritó—. ¡Necesito al hermano Speritas en mi posición!
Learchus se lanzó a tierra mientras el convoy de los tanques tau pasaba tan cerca de su posición que podía haber echado a correr y plantado una bomba de fusión en el vehículo más cercano antes de que su piloto hubiera tenido tiempo de reaccionar. La estela de los motores antigravedad de los aerodeslizadores enviaba una ola de aire caliente sobre su capa de camuflaje, así como un desagradable hedor alienígena a metal quemado. La proximidad de los tau amenazaba con sacar lo peor de sí mismo, pero reprimió con todas sus fuerzas su furia creciente y su desagrado.
Sabía que tenía una misión, pero cuanto más al sur iban él y sus exploradores, menores eran las posibilidades de completarla. No podían avanzar ni un kilómetro sin oír una advertencia por el comunicador del sargento Issam diciéndoles que debían echar cuerpo a tierra. Habían pasado muchos años desde que Learchus fue explorador, cada vez que tenía que esconderse de una unidad enemiga, recordaba por qué se alegró tanto cuando lo promocionaron al rango de astartes de pleno derecho.
Los tanques siguieron su camino hasta quedar fuera de su vista, y Learchus, una vez más, se quitó la capa y volvió a ponerse en pie. Tenía la armadura sucia, y se sacudió las hojas y barro de las bruñidas placas con un gesto de irritación. ¿Era la forma que tenía Uriel de castigarlo por sus ambiciones?
Learchus descartó inmediatamente el pensamiento por desleal e inspiró lenta y profundamente, recitando en silencio enseñanzas de devoción para calmar su tremendo carácter mientras Issam se abría paso silenciosamente entre los grandes helechos en dirección al grupo de exploradores.
Learchus miró al cielo. Venían nubes desde el océano. Una brisa bastante fuerte estaba empezando a levantarse y Learchus podía saborear la promesa de relámpagos en el aire.
—¡Permaneced en el suelo! —susurró Issam mientras corría agachado.
Learchus se tiró boca abajo y volvió a ponerse la capa sobre el cuerpo enfundado en la armadura. Issam se lanzó a la húmeda tierra a su lado, mirando hacia el mar y tirando de la capa de Learchus para cubrir completamente su cuerpo.
—No te preocupes —dijo Learchus—. Se han ido.
—Viene una tormenta —replicó Issam sin hacer caso de las palabras de Learchus—. Y es una buena, por lo que parece.
—Eso creo —asistió Learchus con acritud—. Más buenas noticias.
—Nos ayudará a movernos sin que nos detecten.
—Tienes razón —respondió Learchus—. Sigamos entonces.
Issam apretó el antebrazo de Learchus con la mano y negó con la cabeza.
—No, esperemos aquí en esta hondonada unos minutos antes de continuar.
Learchus se volvió hacia Issam, enfadado.
—Tenemos una misión. Issam, y no podemos permitirnos pasar el tiempo descansando. Tenemos que completar nuestra misión y volver con nuestros hermanos de batalla.
—No estamos descansando —replicó Issam—. Estamos esperando por si hay alguien en la retaguardia.
Learchus maldijo en voz baja pero no dijo nada. Esperaron en silencio mientras una suave lluvia comenzaba a caer. Pasado un tiempo, otro tanque Cabezamartillo, escoltado por un par de ágiles vehículos de exploración, pasó justo al lado de su escondite siguiendo la misma ruta que el convoy más pesado.
Una vez que Issam decidió que ya no había más fuerzas tau, dieron órdenes a los exploradores con una serie de gestos de la mano. Learchus se levantó y se puso en cuclillas, retorciéndose las manos mientras miraba hacia el sur.
Entonces miró a Issam, enfadado consigo mismo por no haber pensado en la retaguardia y furioso por su exclusión de la lucha.
—¿Cuánto crees que queda hasta Praxedes? —preguntó sin disculparse.
Issam sacó un mapa doblado de la bolsa que llevaba en la cintura. El mapa estaba plastificado e impreso con siluetas, colores y símbolos que Learchus sabía que debería reconocer pero cuyo significado se le escapaba. Issam señaló Praxedes e hizo una línea con el dedo en dirección norte.
—Basándome en lo que creo que hemos avanzado yo diría que nos quedan otros dos días, o tal vez más si tenemos que seguir escondiéndonos de los tau.
—¡Tres días! —Exclamó Learchus—. ¡Puede que hayamos perdido la guerra para entonces!
—Sea como sea, ése es el tiempo que vamos a necesitar.
—Es demasiado —anunció Learchus—. Tenemos que ir más rápido.
El sargento de los exploradores cuadró los hombros.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que te ascendieron a astartes de pleno derecho?
—Noventa años, más o menos —respondió Learchus—. ¿Por qué?
—A algunos guerreros les entusiasman las actividades furtivas y enfrentar su inteligencia a la del enemigo con juegos encubiertos detrás de las líneas, pero tú no eres uno de ellos. La exploración no es lo tuyo, ya no.
—No, no lo es —reconoció Learchus—. Soy mucho mejor guerrero que explorador. Sólo deseo encontrarme con mis enemigos cara a cara y espada contra espada en un lugar donde se pueda probar el coraje y satisfacer el honor. Esta misión va en contra de todo lo que me hace lo que soy.
—Se te olvida tu anterior lección sobre la misión —repuso Issam—. Anhelas entrar en combate con los tau.
—Sí, con todas las fibras de mi ser —admitió Learchus—. El deseo de atacar a esos tanques casi ha sido superior a mí, pero si el exilio de Uriel y su retorno me ha enseñado algo, es que es una locura abandonar las enseñanzas del Codex Astartes.
—Eso te lo ha recordado, Learchus —continuó Issam—, pero cuando eres un explorador astartes nunca lo olvidas. Abandonar el Codex cuando estás desconectado de tus hermanos es una forma segura de acabar muerto. Si hubieras atacado a esos tanques o te hubieras movido un milímetro, todos seríamos cadáveres ahora.
—Lo sé —exclamó Learchus—. No soy un iniciado recién salido del reclutamiento.
—Un hecho del que soy muy consciente —asintió Issam—. Si lo fueras, me escucharías y me mostrarías un poco de respeto. Creo que te olvidas de que yo también soy un sargento.
El ya crispado temperamento de Learchus amenazó de nuevo con sacar lo peor de sí mismo, pero una vez más su férreo autocontrol hizo que se dominara. Estaba mostrándose ridículo. Issam tenía razón.
—Lo siento, hermano —se disculpó Learchus—. Tienes razón, por supuesto. Te pido disculpas.
—Disculpas aceptadas —dijo Issam generosamente—, pero creo que el tiempo que nos queda para llegar a Praxedes a rescatar al gobernador es la menor de nuestras preocupaciones.
—Los tanques han pasado de largo —apuntó Learchus.
—Sí.
—¿Cuántos había esta vez?
—Incluyendo la retaguardia, trece vehículos —respondió Issam—: cuatro Cabezamartillo, tres Mont’ka Sha y seis Mantarraya. Las formaciones cada vez son mayores.
—Sí —admitió Learchus—, y más pesadas. ¿Qué te parece?
—Demasiados para ser una fuerza de exploración u hostigamiento —aventuró Issam—. Parece toda una ofensiva de flanqueo.
—Eso era lo que me temía. Tenemos que avisar a Uriel.
—El Codex dice que, para no ser detectados, los exploradores no deben establecer contacto con el comunicador cuando están tras las líneas enemigas —le recordó Issam.
—Lo sé, pero si no hacemos nada, a nuestros hermanos los atacarán por sorpresa por el flanco y los rodearán. Serán destruidos y esta guerra acabará, rescatemos o no al gobernador.
Issam asintió.
—Seguramente los tau detectaran nuestra señal.
—Ese es un riesgo que tenemos que correr —decidió Learchus, sintiendo que todas las seguridades que mantenían su vida en pie se iban fundiendo una a una.
La armadura de combate líder bajó del escalón de tiro y un Chimera explotó cuando un proyectil de plasma atravesó su blindaje justo por debajo del anillo de la torreta. El coronel Loic y los hombres del 44.º reaccionaron ante la amenaza, pero no fueron capaces de volver a cerrar el hueco. Sólo los marines espaciales podían hacer eso. Uriel y sus guerreros lucharon para abrirse paso hacia la brecha a través de la vorágine de la batalla, mientras los guerreros de fuego trepaban por el baluarte de tierra apisonada.
Las armaduras de combate los habían visto y se estaban dando la vuelta para enfrentarse a ellos. Todo aquello iba a retener un precioso momento a los marines espaciales, y entonces ya sería demasiado tarde para sellar la brecha.
Una voz llena de sabiduría ancestral le habló a Uriel:
—Estoy contigo, capitán Ventris. Que empiece el enfrentamiento con los hostiles.
Una explosión de luz llegó desde detrás de Uriel y la parte superior de la primera armadura de combate explotó como si le hubiera impactado un relámpago horizontal en forma de flecha. Su carcasa humeante permaneció erguida unos segundos más antes de derrumbarse sobre el parapeto. Otro disparo relampagueante le voló la cabeza y la plataforma del hombro a una segunda armadura de combate, y un tercero abrió un agujero irregular en el pecho de un enemigo tau.
La espada de Uriel atravesó la armadura pectoral de la armadura de combate más cercana y se agachó para evitar la cuchillada de otra. Una andanada de calibre pesado le hizo un rasguño en la cadera y lo obligó a volverse. Cayó sobre una rodilla mientras su atacante era lanzado contra el terraplén por un impacto feroz que le hizo un boquete en el pecho.
—Cuidado, capitán Ventris —dijo el hermano Speritas, su voz atronando desde los altavoces instalados en su sarcófago—. No tienes una armadura como la mía.
El hermano Speritas, cuya carne mortal había quedado prácticamente destrozada en el endemoniado mundo de Thrax, se cernió sobre Uriel. El armazón blindado del dreadnought parecía un enorme bloque de acero al que habían dado forma sólo y exclusivamente para hacer la guerra.
El fuego de las armas rebotaba sobre el blindaje de Speritas sin causar ningún efecto, y su arma monstruosa y chisporroteante golpeó a otra armadura de combate, destruyéndola, mientras el hermano seguía caminando hacia los vehículos blindados de los tau. Demasiado cerca para disparar sus armas, los tau no eran rival para un cara a cara con un dreadnought astartes enfurecido.
Uriel se agachó y se fue abriendo paso a través del combate utilizando como parapeto la enorme masa de Speritas, que iba creando un camino mortal cruzando el grupo de armaduras de combate. Sus guerreros se desplegaron en abanico a su alrededor disparando hacia la brecha, obligando a retroceder a los guerreros de fuego y presionando a las fuerzas de asalto de armaduras de combate para obligarlos a retirarse por donde habían penetrado. El fuego de bólter a corta distancia convirtió la brecha en un huracán de explosiones y proyectiles rebotando en el que era difícil mantenerse con vida. Los gritos de los tau y los impactos húmedos de los proyectiles sólidos en la carne remarcaban los intermitentes ladridos del fuego de artillería.
Todo lo que Uriel podía oír eran las explosiones y el furioso repiqueteo de metal contra metal. Le cortó las piernas a otra armadura de combate e hizo un giro completo con su espada antes de acuchillarla en el pecho. La experiencia le había enseñado que la parte de la cabeza de estas unidades no contenía el cráneo del que la llevaba, y cuando volvió a girar la espada para sacarla, la hoja estaba manchada de rojo por la sangre tau.
Al fin los enemigos se retiraron y Uriel examinó rápidamente el campo de batalla. El coronel Loic y sus hombres habían tomado posiciones en el escalón de tiro y lanzaban andanada tras andanada hacia las líneas tau. Una enseña verde y dorada ondeaba orgullosamente por encima de la batalla, y Uriel hizo un gesto de asentimiento al coronel de la FDP mientras el hermano Speritas le arrancaba la vida a la última de las armaduras de combate.
Los marines espaciales aseguraron la brecha mientras las excavadoras la cerraban una vez más apilando tierra.
Uriel miró su bólter y comprobó la carga mientras volvía a subir al escalón de tiro. Loic lo saludó con una amplia sonrisa, su cabeza calva estaba cubierta de sudor y sangre. El pecho del hombre subía y bajaba rápidamente por la emoción, y apoyó una mano enguantada en el hombro de Uriel.
—¡Por el Emperador, lo hemos logrado! —gritó—. No creí que pudiéramos, pero, maldita sea, les hemos dado una lección que no van a olvidar pronto.
Al mirar al campo de batalla, Uriel tuvo que reconocer que tenía razón. La luz del amanecer empezaba a extenderse sobre el páramo destrozado y lleno de cuerpos, aunque las nubes de humo que se movían por todas partes ocultaban el verdadero alcance de la batalla. El primer combate del puente Diacriano se había ganado, pero el coste había sido alto. Cientos de defensores habían muerto, pero los tau se habían llevado la peor parte. Uriel estimaba que unos cincuenta tanques estaban ardiendo y más de un millar de tau habían muerto.
El coronel Loic limpió la hoja de su espada en la túnica de un soldado tau caído antes de volver a guardarla en su vaina. Siguió la mirada de Uriel hacia el campo de batalla.
—Pronto volverán a caer sobre nosotros, ¿verdad?
—Sí —afirmó Uriel.
—Entonces necesitamos prepararnos para el siguiente ataque —apuntó Loic haciéndole señas a un operador de comunicaciones—. Haré que distribuyan más munición y que traigan agua y comida.
—Eso llevará mucho tiempo —dijo Uriel—. Tendremos que arreglárnoslas con lo que tenemos.
—No, tengo puestos de suministro detrás de nuestras líneas —le explicó Loic entre una orden y otra por el comunicador—. Las llevan hombres no combatientes de la FDP y pueden tener aquí los suministros en cinco minutos.
—Eso ha sido muy previsor por su parte —dijo Uriel, impresionado por la meticulosidad de Loic.
—Simple logística, a decir verdad —respondió el coronel modestamente—. Ni el más valiente de los soldados puede luchar si no tiene munición o está deshidratado, ¿no es así?
Uriel asintió.
—Le he subestimado, coronel Loic, y me disculpo por ello.
Loic desestimó aquellas palabras con un gesto, aunque Uriel pudo ver que estaba extremadamente contento de que se lo hubiera dicho.
—¿Y cómo cree que se lanzarán sobre nosotros esta vez, capitán Ventris?
—Con precaución —explicó Uriel—. Antes han mostrado demasiada confianza y no cometerán ese error de nuevo.
—El capitán Gerber dijo que los tau no cometen errores —repuso Loic.
—Los cometen —dijo Uriel—, pero no dos veces.
Jenna observó mientras Mykola Shonai era sacada a rastras de la celda; sus pies desnudos y rotos iban dejando un brillante rastro de sangre sobre el suelo húmedo. El cuerpo de la mujer no era más que una masa de carne inerte vapuleada y golpeada, y cualesquiera que fueran los secretos que tuviera en su cabeza, se iban con ella a la tumba.
Dos guardianes con sus visores de espejo bajados sobre la cara se la llevaron, y Jenna sintió un peso plomizo en el estómago al ver el cuerpo de la antigua gobernadora, sabiendo que ella tenía parte de responsabilidad en la muerte de Mykola Shonai.
Vio a Culla a través de la puerta de la celda, desnudo hasta la cintura y lavándose el cuerpo cubierto de sudor con el agua de un ajado aguamanil de cobre. La furia la inundó y entró como una tromba en la celda, con las manos hormigueándole por el deseo de rodear con ellas la garganta del predicador.
Culla sonrió cuando ella entró en la celda. Mostraba unas expresión serena y beatífica ante su logro. Tenía la barba manchada de sangre seca y los puños salpicados con la misma sustancia.
—La ha matado —lo acusó Jenna—. La ha golpeado hasta la muerte.
—Sí —admitió Culla—, y la disformidad devorará su sucia alma durante lo que queda de eternidad. Regocíjese, juez Sharben, porque hoy hay una hereje enemiga del Imperio menos. Mediante estos actos es como conseguimos mantener la seguridad.
—¿Mantener la seguridad? —Masculló Jenna entre dientes—. Pero ¿no le ha sacado nada a ella? ¿Nada que nos ayude a luchar contra los ejércitos tau?
—Nada que no hubiera confesado ya cuando la arrestaron —admitió el predicador mientras se secaba con una toalla—. Pero esa perversidad suya ya le había asegurado un final largo y doloroso. Aquí sólo hemos hecho que fuera un poco más largo y agónico. ¿No está de acuerdo conmigo?
Jenna vio que la cara de Culla pasaba de la serenidad a un gesto repugnante que recordaba al de un reptil. Sus ojos brillaron con ansia depredadora, deseando que Jenna dijera algo estúpido que la hiciera ocupar el lugar de Mykola Shonai en la silla que había atornillada al suelo.
—Se merecía la muerte, en eso estamos de acuerdo —respondió Jenna eligiendo cuidadosamente las palabras—, pero la muerte la debe decretar la justicia imperial. Debería haber sido declarada culpable por un cónclave de jueces y ejecutada por las autoridades competentes.
—Ya le he dicho, Sharben, que tengo la autoridad del Emperador —le espetó Culla, empujándola para pasar a su lado y abandonar la celda—. ¿Hay alguna autoridad mayor?
Jenna esperó a que saliera y se dejó caer hasta quedar en cuclillas mientras con uno de sus dedos seguía las espirales de sangre que había en el suelo. Era pegajosa y todavía estaba caliente. Un ser humano acababa de morir ahí, una mujer que había sido respetada y admirada. Las acciones de Mykola Shonai la habían condenado, y Jenna no dudaba de que su crimen no sólo tuviera garantizada una condena a muerte, sino que la pedía a gritos.
Pero ¿se había merecido morir así, golpeada hasta la muerte por un loco que proclamaba tener una más que dudosa conexión directa con el Emperador? La ley imperial era dura y no tenía compasión, pero siempre basándose en buenas razones. Sin ese control, la humanidad pronto caería presa de la miríada de criaturas y peligros que la amenazaban por todos lados. La dureza era necesaria y vital, pero Jenna siempre había creído que la ley también podía ser justa.
La sangre de sus dedos dejaba claro lo falso de esa creencia, y sintió que su furia contra Culla alcanzaba nuevos límites. El predicador había violado lo que suponía el centro de sus creencias e ideas sobre el mundo, pero eso no era lo peor.
Lo peor era que ella se lo había permitido.
Odiaba a Culla, pero odiaba más la complicidad que ella había tenido en sus acciones. Él la había arrastrado a la barbarie y ella se había quedado allí sin hacer nada, aun sabiendo que todo aquello no estaba bien.
Jenna apartó los dedos del suelo y se frotó la sangre pegajosa de las yemas. Levantó la cabeza y miró al águila de bronce, que estaba muy arriba, colgada en la pared de la celda. Ese símbolo se suponía que debía recordar a los condenados que habían renunciado a todo y quién era el que tenía que juzgarlos.
Pero ahora solamente servía para recordarle a Jenna a quién y a qué servía ella.
Culla afirmaba que servía a una autoridad superior. Bien, pues Jenna también.
Se puso de pie y se dio la vuelta en un solo movimiento, para después salir de la celda con una furia amenazante materializándose en su interior. Jenna sacó la porra de energía de la funda de su hombro y cruzó los corredores fríos y húmedos del invernadero siguiendo la voz atronadora de Culla. Lo encontró en la sección que ocupaban los prisioneros tau, y Jenna sintió que una curiosa calma descendía sobre ella según iba subiendo el volumen de la voz del hombre.
Al fin Jenna llegó a la amplia cámara donde estaban las celdas de los tau. Allí, un grupo de abatidos alienígenas estaban confinados en celdas de dos por tres metros iluminadas durante todas las horas del día. Los efectos de los prisioneros, los pocos que quedaban, se guardaban en la sala que había frente a las celdas junto con la miríada de instrumentos de tortura.
De pie ante las celdas, el agente Dion estaba poniéndole a Culla su casulla de color esmeralda, mientras que la agente Apollonia traía varios objetos de tortura de la sala de guardias: cuchillos, sierras, alicates, aparatos de escarificación y objetos para producir quemaduras, que colocó sobre una larga bandeja de metal sujeta a una mesa quirúrgica que a su vez estaba fijada al suelo. La hoja de evisceración de Culla estaba apoyada sobre la mesa como si fuera su bastón favorito, y Jenna se quedó impactada por la extraña naturaleza de la observación que acababa de ocurrírsele.
Un tercer agente, a quien no pudo reconocer porque llevaba el visor bajado, sujetaba a uno de los prisioneros. Los restos de un moño blanco cortado le indicaron a Jenna que se trataba de una tau femenina que se llamaba La’Tyen, la primera prisionera que habían traído al Invernadero. La tau tenía las manos atadas por delante y Jenna vio que su rebeldía y su odio no se habían atenuado ni un ápice. En un rincón de la cámara, el servidor xenoléxico que les habían proporcionado los Ultramarines estaba de pie, inmóvil, presenciando los hechos. Culta suspiró al ver entrar a Jenna.
—A menos que haya venido a ayudarme a descargar la ira del Emperador sobre estos animales degenerados, no hay lugar para usted aquí. Váyase, mujer.
—He venido para detenerlo, Culla —dijo Jenna con la voz tranquila y controlada.
—¿Detenerme? —rio Culla—. ¿Y por qué iba a querer detenerme? Es un miembro de una sucia especie de xenos. No me dirá que cree que merece algún tipo de clemencia…
—Tiene razón, no lo creo, pero usted ha violado la ley imperial con lo que le ha hecho a Mykola Shonai, y yo estoy aquí para impartir justicia.
—¿Justicia? —Replicó Culta con desdén—. Un concepto sin sentido ante los enemigos a los que se tiene que enfrentar nuestra especie. ¿Qué sabe un alienígena o una hereje de justicia? Guárdese sus tontas nociones de justicia para los niños y los idiotas, Sharben. Yo trato con la dura realidad y tengo trabajo que hacer.
—Ya no —declaró Jenna mientras se movía para interponerse entre el predicador y las celdas—. Dion, Apollonia, apartaos del prelado Culla.
Ambos agentes dudaron, indecisos entre la lealtad a su comandante y el recientemente engendrado miedo y respeto que le tenían a Culla. Jenna sintió que el momento se alargaba demasiado y colocó el pulgar sobre el botón de activación de su porra de energía. Parte de ella rehuía el enfrentamiento arma en mano con un predicador imperial, pero, en el fondo, por todo lo que la había llevado a convertirse en juez de los Adeptus Arbites, sabía que eso era lo correcto.
Ni Dion ni Apollonia se movieron, y los labios de Culla se torcieron en una mueca.
—Los agentes son míos ahora —dijo—. Ya la avisé de que no debía provocar mi enfado.
—Y yo ya le dije que soy la comandante aquí.
Jenna apretó el botón con el pulgar y le pegó a Culla en la cara con la chisporroteante porra de energía.