A Koudelkar Shonai le gustaba pensar que era un individuo directo, alguien que podía tomar decisiones cuando era necesario, en quien se podía confiar y que no vacilaría sin necesidad. Era un rasgo del carácter que esperaba encontrar en los demás, y se encolerizaba cuando los que lo rodeaban no cumplían esas expectativas.
Se estaba encolerizando en esos momentos. Habían pasado dos días desde que llegó a Galtrigil, el enorme hogar ancestral de la familia Shonai, y su tía todavía no había cumplido la promesa de una operación comercial.
Las propiedades de los Shonai se encontraban en una cuenca rodeada de colinas onduladas en el extremo occidental de la cordillera Tembra, en la orilla del lago Masura. Eran cinco mil hectáreas de jardines ornamentales, bosques y recovecos arquitectónicos escondidos. La magnífica casa residencial, toda torres, arcos y alminares, fue construida casi mil años antes por el fundador del cártel Shonai, Gak Shonai, y era un opulento palacio de mármol, acero y cristal. Había sido considerado una maravilla en su día, un monumento a la riqueza y a la posición social, pero en esos momentos le daba la sensación de que era una cárcel.
Su madre y su tía vivían allí, y la tensión que provocaba su relación había convertido una casa que antaño era alegre y donde reinaba la risa en algo parecido a un depósito de cadáveres. Koudelkar había pasado la mayor parte de esos dos días dando paseos por los jardines del lago y las terrazas adyacentes para huir de ello. El aire fresco era vigorizante, y el paisaje espectacular, pero lo mejor de todo era que así se mantenía alejado del ambiente tenso y helado de la casa.
Aunque era evidente que no se encontraba en peligro allí, en Galtrigil, el protocolo y el majadero de Lortuen Perjed exigían que en todo momento estuviera acompañado por los brutales skitarii y una escuadra de soldados lavrentianos armados hasta los dientes. Su madre odiaba que hubiera personal armado en la casa, e incluso su tía Mykola, habitualmente imperturbable, se mostraba nerviosa en presencia de los skitarii.
Koudelkar se detuvo al lado de un banco de madera tallada que daba al lago, una extensión centelleante de agua helada alimentada por los manantiales de hielo fundido procedente de los glaciares de las laderas de la cordillera Tembra. El sol estaba a medio camino de su descenso hacia el oeste, y en la superficie del lago se habían formado pequeñas crestas blancas de espuma. Un viento desagradable azotó el banco justo cuando se sentó, arrastrando consigo el frío procedente de las montañas, que se alzaban como las murallas irregulares de una fortaleza vigilante al norte.
Recordó los dorados días de verano, cuando corría por los jardines y se bañaba en el lago con su hermano, pero eso pasó mucho tiempo atrás, y Koudelkar ahuyentó aquellos recuerdos de su cabeza. Dumak estaba muerto. Lo había matado la bala de un asesino dirigida contra su tía, y el dolor de aquella muerte seguía siendo demasiado fuerte. Su madre no había llegado a recuperarse nunca de esa pérdida, y la semilla del resentimiento hacia su hermana no había dejado de crecer.
Aquel paisaje espectacular le permitía, más que la soledad y el alejamiento de los enfrentamientos entre sus parientes, tener la oportunidad de procesar todas las complejas transacciones y los acuerdos de negocio que estaba cerrando.
Muchos de esos tratos eran con clientes externos al planeta, gremios muy poderosos de sistemas cercanos, e incluso uno con un cártel de un subsector vecino. Había acudido a Galtrigil a petición de su tía Mykola, quien le había prometido una reunión con el representante de unos intereses comerciales muy poderosos que sentían un gran deseo de trabajar con los Shonai y en asegurarle a Pavonis un futuro próspero.
Koudelkar se había mostrado escéptico, y si la proposición se la hubiera hecho otra persona que no fuera la antigua gobernadora planetaria de Pavonis, jamás habría aceptado reunirse con aquel individuo. Se había previsto que la reunión se celebrara dos días antes, pero el representante no había acudido en la fecha concertada, para disgusto de Koudelkar.
Había estado a punto de regresar a Puerta Brandon, pero la tía Mykola lo había convencido de que se quedara, y le había recordado que nadie podía predecir con certeza cuándo llegaría una nave de un planeta lejano.
Había accedido a quedarse, pero a regañadientes, y había pasado los dos días anteriores tomando el aire y recuperando la tranquilidad del alma en la cuidada espesura de las propiedades de la familia. Lo cierto era que se sentía contento de estar alejado de Puerta Brandon. La ciudad se había convertido más en un campo de barracones que en la metrópolis vibrante que recordaba con cariño en los días previos a los problemas. La política del Administratum de marcar a aquellos sospechosos de tener afiliaciones con los cárteles había dejado sin trabajo a mucha gente, y el resentimiento que existía hacia los nuevos señores del planeta bullía bajo la tranquila superficie.
La ingenuidad y las falsas expectativas habían llevado el desaprovechamiento de muchas de las oportunidades que habían aparecido tras la derrota del golpe de Estado de De Vahos, y no haría falta mucho para que las llamas de la rebelión se encendieran de nuevo. A Koudelkar le sorprendía enormemente que unas personas tan supuestamente inteligentes no fueran capaces de ver eso. El pueblo estaba hambriento y atemorizado, lo que era una combinación explosiva. La gente sin dinero en los bolsillos ni comida en los estómagos era capaz de casi cualquier cosa.
Por mucho que le quitase importancia a las preocupaciones de Gaetan Baltazar y de lord Winterbourne respecto a la retórica encendida del prelado Culla, sabía que al final tendría que ordenarle al coronel del 44.º que contuviera los excesos de ese hombre. Estaba sacudiendo un avispero de descontento, y eso sólo podía acabar de mala manera.
Los acuerdos comerciales que estaba intentando cerrar supondrían muchos empleos, y muy necesarios, a Pavonis, y la autoestima que suponía poder ganarse la vida disminuiría mucho la tensión entre la población.
La tía Mykola le había prometido que este acuerdo en concreto podría aliviar el sufrimiento del pueblo y llevar una prosperidad inimaginable a Pavonis. A él le sonaba como una hipérbole inmensa, pero su tía siempre había tenido el don de la palabra a la hora de atraer a las personas a su causa.
Sus cavilaciones se vieron interrumpidas cuando oyó el sonido familiar del arrastrar de pies y del golpeteo del bastón de Lortuen Perjed. El anciano iba vestido con el hábito grueso propio de un adepto del Administratum, pero parecía incómodo con la temperatura templada de primera hora de la tarde. La mano con la que aferraba el bastón estaba blanca.
—¿Qué quieres? ¿No ves que estoy ocupado? —le preguntó Koudeikar sin molestarse en ocultar la irritación que sentía ante aquella interrupción.
—Vuestra tía os llama —le contestó Perjed.
Koudelkar dejó escapar un suspiro.
—¿Qué quiere ahora?
—Dice que el representante que estabais esperando ya se encuentra de camino.
Uriel corrió a paso ligero a través del humo y del polvo levantados por la destrucción de los mástiles de comunicaciones con el bólter a la altura del pecho. Apenas se podía distinguir nada a través de las nubes, pero los chasquidos del intercambio de disparos sonaba cada vez con más fuerza, al igual que un sonido agudo y chirriante. Uriel captó a través del eco de los disparos el estampido grave de los rifles infernales, y además, el chasquido agudo de un tipo de arma que no fue capaz de reconocer.
Vio unas cuantas siluetas que se movían delante de él en mitad de la nube de polvo y distinguió un reflejo de luz sobre una placa pectoral dorada. Cambió de dirección y se dirigió hacia allí. El extraño sonido chirriante sonó de nuevo, pero con más fuerza esta vez. Uriel apuntó el bólter hacia adelante mientras avanzaba y movió el cañón del arma siguiendo el recorrido de su mirada. Alguien lanzó un grito agónico, y el terrible chillido se cortó de forma abrupta.
Los guerreros que seguían a Uriel se desplegaron con las armas preparadas. Cuatro estaban armados con bólters semejantes al de su capitán, pero el quinto empuñaba un voluminoso lanzallamas, en cuya bocacha ardía sibilante un cono de calor.
Un disparo rebotó en la armadura de Uriel, un proyectil sólido… pero continuó corriendo sin alterar el ritmo. No le pareció que el disparo estuviese dirigido contra él.
Salió por fin de la nube de polvo provocada por las explosiones y entró en el humo creado por el combate. Vio que el escriba y el servidor de comunicaciones de lord Winterbourne estaban muertos, muertos por la explosión o aplastados por la cascada de escombros que habían caído. Uriel se sintió aliviado al oír las órdenes cortantes con las que lord Winterbourne dirigía el fuego de sus soldados. Sus tropas de asalto seguían luchando e intercambiaban disparos con una horda de alienígenas de piel rosada. Las espinas que sobresalían de sus extraños cráneos aviares se agitaban azotando el aire.
—Kroots —gruñó Uriel al reconocer a la raza mercenaria que combatía para los tau.
Se movían como si en vez de músculos tuvieran muelles de acción rápida. Avanzaban a saltos con un bamboleo antinatural, y el horrible sonido chirriante lo emitían ellos. Iban armados con unos rifles de cañón largo semejantes a las armas de pólvora que utilizaban los bárbaros de los mundos primitivos.
Nathaniel Winterbourne no dejaba de disparar con su gastada pistola láser desde la cobertura que ofrecía una maraña de metal caído. Tenía la levita hecha jirones y había perdido el casco. El lado derecho de su cara estaba cubierto de sangre, que también le salía de un largo corte en el brazo. A pesar de ello, el coronel seguía disparando sin tregua contra los enemigos que cargaban contra él y los suyos. Sus mastines estaban a su lado, sin dejar de ladrar con furia a los kroots.
Uno de los alienígenas logró saltar la barrera tras la que Winterbourne estaba a cubierto y blandió el rifle con cuchillas en los extremos preparado para cortarle la cabeza. Winterbourne le disparó en plena cara, y el rayo le arrancó casi toda la parte posterior de la cabeza. El impulso del salto hizo que el kroot siguiera avanzando, y su cadáver cayó sobre el coronel haciéndolo caer.
Los mastivores se lanzaron a destrozar el cuerpo, y Uriel siguió avanzando mientras veía al coronel salir de debajo de su enemigo para ponerse en pie con la levita empapada de la sangre del alienígena. Los estampidos secos y fuertes de los disparos de bólter se unieron a la cacofonía del combate, y un puñado de kroots cayeron muertos al momento, partidos por la mitad o simplemente reventados por los disparos. Decenas más sobrevivieron a la descarga, y sus ululantes chillidos de guerra sonaron impacientes y feroces.
Uno de los soldados de asalto se desplomó cuando un proyectil sólido le acertó en pleno estómago, y otro cayó cuando un kroot acertó a clavarle una hoja serrada en el pecho. Uriel apuntó el bólter contra el alienígena, una bestia musculosa con una cresta de espinas rojas semejantes a plumas, pero ésta se apartó de un salto de su víctima al mismo tiempo que lanzaba un chillido gutural, y Uriel la perdió de vista en mitad de los remolinos de Polvo.
La intensidad del tiroteo aumentó, y Uriel sintió un trío de impactos en la armadura, aunque ninguno fue lo bastante serio como para preocuparlo. Los kroots ya rodeaban a los soldados de asalto, y otro de éstos cayó apuñalado por cuatro kroots con grandes picos ensangrentados y armados con unos cuchillos curvos. Una sombra se movió al lado de Uriel, quien se volvió al mismo tiempo que un kroot sibilante se lanzaba contra él.
Uriel lo agarró en mitad del salto con una mano férrea e implacable mientras el alienígena le arañaba la armadura con el cuchillo. El ultramarine giró con brusquedad y rapidez la mano y le partió el cuello al momento. La bestia murió sin emitir un solo sonido más. Una segunda bestia lo atacó por la derecha. Uriel dejó caer al kroot muerto, giró sobre sí mismo y desenvainé la espada en el mismo movimiento. La hoja trazó un arco dorado y decapitó limpiamente a su atacante.
El capitán echó un rápido vistazo general al combate y su sentidos mejorados captaron el fluir del enfrentamiento en un instante. Del lanzallamas surgió un chorro de líquido ardiente, y una horda de guerreros alienígenas aulló de dolor mientras se abrasaban. Los disparos de bólter eran un tamborileó inmisericorde e incesante, y tan sólo de vez en cuando el chasquido agudo de las armas alienígenas atravesaba aquella sinfonía de destrucción.
—¡Adelante! ¡A por ellos! —Gritó Uriel—. ¡Capellán Clausel, necesito sus guerreros! ¡A mí! ¡Ya!
Sus marines espaciales no dejaban de disparar y matar con una precisión metódica. Se movían y abrían fuego con la práctica fluida propia de los mejores guerreros de toda la galaxia. Los soldados de asalto luchaban con denuedo, pero los kroots eran demasiados y era imposible contenerlos.
El comandante de los lavrentianos se enfrentaba en ese momento a dos guerreros kroots en combate cuerpo a cuerpo, y aunque el avezado coronel estaba resistiendo, Uriel se dio cuenta de que no lo lograría durante mucho tiempo más. Uriel atravesé a la carrera el combate para ayudar a Winterbourne. Abatió al primero de los oponentes del coronel con la espada, y al segundo lo mató de un disparo de bólter en mitad del pecho.
Winterbourne realizó una floritura con su arma y le dedicó una reverencia elaborada. En su rostro apareció una expresión de alivio.
—Gracias, Uriel —le dijo jadeante—. Estoy en deuda contigo. No creo que hubiera podido resistir mucho más.
—Todavía no hemos salido de ésta —le respondió al ver que un puñado de kroots se dirigían hacia ellos.
Recogió del suelo el cadáver de uno de los alienígenas y lo arrojó contra las bestias lanzadas a la carga. Una cayó derribada al tropezar con el cuerpo, pero las demás saltaron sin problema por encima. Uriel se lanzó a su vez a la carga contra ellas.
Una hoja afilada se partió contra su armadura, y él respondió golpeándolo con la hombrera en el pecho. Las costillas del kroot quedaron pulverizadas y se derrumbó, reventado. Notó que una de las hojas del rifle de otra bestia se enganchaba por detrás de su pierna, y se adelantó al ataque dándole un pisotón. El arma se partió y él respondió clavándole la espada en el abdomen para luego tirar hacia arriba hasta la clavícula y desventarlo.
Cayó lanzando un horrible aullido de dolor al mismo tiempo que el kroot que había tropezado con el cadáver se puso en pie. Winterbourne le lanzó la espada y se la clavó en el pecho, pero apenas lo hizo, fue derribado a su vez por una bestia grande de fauces espumeantes y garras afiladas.
Uriel creyó al principio que uno de los mastines del coronel se había vuelto contra su amo, pero vio que la criatura era ágil y semejante a los kroots. La bestia cerró las fauces alrededor del brazo de Winterbourne y el aullido de dolor del coronel fue horroroso.
El ultramarine no pudo ayudar al coronel, ya que otros dos kroots lo atacaron a la vez. Uno le disparó con el rifle a quemarropa, y el proyectil impactó contra la placa pectoral, abriendo una brecha perfectamente redondeada en el centro del águila. Uriel lanzó un mandoble hacia arriba y le partió el arma en dos al mismo tiempo que el segundo monstruo, la criatura de grandes músculos con la cresta de plumas rojas, le propinó un culatazo con el rifle en el casco.
Los ojos del mastín alienígena eran semejantes a perlas translúcidas y lo miraron fijamente a los ojos mientras sus dientes atravesaban el grueso tejido de la chaqueta del uniforme. La sangre le bajó a chorros por la manga, y sintió cómo los dientes se acercaban más al hueso. Pateó con fuerza el costado de aquella criatura vil en mitad del dolor agónico que sufría mientras manoteaba en busca de su pistola.
El arma se le había caído cuando la criatura lo había derribado, y tuvo la sensación de que estaba a cien kilómetros de distancia. Su espada estaba clavada en el pecho de otro alienígena y estaba igualmente fuera de su alcance. Siguió pateándolo y lo golpeó con los puños, pero la bestia hizo caso omiso de sus ataques. Winterbourne gritó de nuevo cuando vio que otras dos bestias alienígenas se abalanzaban hacia él a través del humo y del polvo de la batalla. Llevaban las fauces abiertas, preparadas para despedazarlo.
No llegaron a alcanzarlo.
Dos grandes formas de color negro y dorado las interceptaron en una avalancha de colmillos afilados y zarpas desgarradoras. Winterbourne notó que el corazón se le henchía de orgullo cuando vio que los dos mastivores, unas criaturas que había adquirido durante un despliegue en Mundo Vastian, se apresuraron a defenderlo. Germaine rodó por tierra con una de las bestias, mientras que Fynlae, el combativo Fynlae, que había perdido una pata durante un terrible bombardeo de artillería en Boranis, se enfrentó a la otra.
Winterbourne sintió que una nueva oleada de dolor le recorría el brazo. Alargó la mano y le metió a la bestia los dedos en los ojos. La criatura dejó escapar un gañido de dolor y aflojó un poco la presión. El coronel aprovechó y sacó el brazo de un tirón en mitad de una lluvia de sangre. Luego se arrastró por encima de la roca hacia su pistola. La empuñó justo al mismo tiempo que un tremendo peso caía sobre él y lo inmovilizaba contra el suelo.
Olió el aliento cálido y rancio de la criatura que tenía en la espalda. De las fauces de la bestia salió un chorro de saliva que le salpicó la nuca. Intentó rodar para librarse de ella, pero pesaba demasiado. Sin embargo, antes de que pudiera morderlo en el cuello, el peso desapareció de repente y notó una aullante riña a su espalda. Winterbourne se apoyó en el brazo bueno y vio a Fynlae trabado en un combate a muerte con la bestia alienígena.
La pata que le faltaba al mastivore no había disminuido su ferocidad, y luchó enloquecido para protegerlo. Los colmillos reflejaron la luz y un chorro de sangre saltó por el aire. El mastín alienígena lanzó un chirriante gañido de dolor y Winterbourne gritó con orgullo cuando Fynlae le desgarró la garganta a su oponente.
El coronel miró por encima del hombro y sintió que se le encogía el corazón.
Germaine había muerto. Tenía el vientre abierto y sus ojos miraban con expresión vidriosa el cielo, al igual que su oponente. Las mandíbulas del mastivore seguían cerradas de forma implacable alrededor de su cuello. La bestia a la que Fynlae se había enfrentado antes estaba muerta, con la cara convertida en una máscara de sangre debido a que el viejo mastín de combate le había aplastado el cráneo de un mordisco.
Vio que al otro lado de los animales muertos estaba el capitán Ventris, de rodillas y luchando contra dos kroots. Uno de ellos, un alienígena monstruoso con una cresta de espinas de un color rojo brillante, intentaba clavarle en el cuello la hoja afilada que llevaba incorporada en el rifle, mientras que el otro se abalanzaba de vez en cuando en mitad de su enfrentamiento para apuñalarlo con el cuchillo que empuñaba.
El volumen corporal de Uriel era mucho mayor que del kroot, por lo que no ¿debería resultar un rival para el ultramarine?, pero el físico musculoso del kroot lo hacía ser un oponente en absoluto despreciable para el marine espacial.
Winterbourne alzó la pistola y se esforzó por mantener el pulso firme mientras el alienígena empujaba un poco más su larga hoja afilada contra el cuello de Uriel.
Mykola Shonai había envejecido mucho en los años que habían transcurrido desde que Pavonis se había salvado de la insurrección de Kasimir de Vahos. El cabello gris se le había vuelto blanco, y aunque la agudeza de la mirada de sus ojos verdes no había disminuido, un defecto genético en su estructura retinal había impedido realizarle una operación oftalmológica, por lo que se había visto obligada a llevar gafas para ver más allá de su entorno inmediato.
Su larga túnica de color crema le hacía parecer una matrona familiar, pero Koudelkar la conocía demasiado bien como para dejar que su aspecto lo engañara hasta el punto de subestimar su inteligencia. Antaño gobernó todo un planeta del Emperador, y un logro semejante no debía tomarse a la ligera.
Encontró a su tía paseando por una senda de suelo de mármol en el arboreto meridional. Mykola insistía en que pensaba mejor cuando paseaba, y cuando se volvió hacia él, la emoción que la embargaba era casi palpable. El aire en el arboreto era cálido y húmedo, y Koudelkar vio que sus guardaespaldas estaban sudando bajo la armadura, aunque los skitarii parecían no estar afectados. Se preguntó si podrían alterar su metabolismo para adaptarse al cambio de su entorno.
La luz del sol de la tarde brillaba a través de las paredes y el techo de cristal, lo que creaba un ambiente tremendamente cálido, pero adecuado para cultivar las pocas raíces recuperadas de la tierra baldía en que se había convertido el bosque de Gresha.
Ella se apresuró a acercarse a su sobrino y lo miró de arriba abajo.
—¿Vas a ponerte el uniforme de gala, verdad?
Lo planteó como una pregunta, pero Koudelkar conocía muy bien la forma de expresarse de su tía, y sabía que era más bien una exigencia. Mykola le cepilló los hombros con la mano y asintió con la cabeza.
—Sí, me parece que sí. Querrás darle una buena impresión —añadió.
—¿Una buena impresión a quién? —quiso saber Koudelkar apartándose de ella.
—Al representante. ¿A quién va a ser? —le contestó ella como si fuera bobo, y empezó a alisarle el cabello con la palma húmeda de una mano. Koudelkar miró con expresión confusa a Lortuen Perjed.
—El adepto Perjed me dijo que estaba a punto de llegar.
—Mmm… Sí, sí, claro —respondió Mykola mientras le alisaba la chaqueta—. Bueno, esto será suficiente, supongo.
—Quieres que le cause buena impresión a un hombre al que ni siquiera conozco —protestó Koudelkar mientras le apartaba las manos. La tía Mykola siempre lo estaba acicalando, más de lo que solía hacer incluso su propia madre, pero aquello era exagerado, incluso para ella—. ¿Tiene nombre al menos?
—Claro que lo tiene.
—¿Y cuál es?
Mykola dudó un momento y apartó la mirada brevemente, pero Koudelkar captó en su lenguaje corporal la intranquilidad que sentía.
—Se llama Aun.
—¿Aun? —Exclamó Perjed con cierta preocupación—. ¿Qué clase de nombre es ese?
Mykola se encogió de hombros, como si el asunto del nombre del representante le fuera absolutamente indiferente.
—Es un nombre de otro planeta, adepto Perjed. Es extraño, lo sé, pero no más extraño que los nuestros para él; o eso supongo.
Koudelkar decidió que ya estaba cansado de las respuestas evasivas de su tía y la miró directamente a los ojos.
—Bueno, ¿y tiene apellido? ¿Ya quién o a qué representa? Sabes que no me has dicho prácticamente nada sobre esa persona, o sobre cómo la conociste. Me has contado un cuento fabuloso sobre cómo puede ofrecerle a Pavonis grandes oportunidades, pero a menos que me digas quién es y a qué organización representa, me voy ahora mismo.
Mykola se cruzó de brazos y le dio la espalda.
—Eres igual que tu abuelo, ¿lo sabías?
—Si con eso quieres decir que no estoy dispuesto a aceptar respuestas imprecisas a unas preguntas concretas, entonces, sí, lo soy. No cambies de tema o intentes hacerme sentir culpable. Si voy a hacer negocios con esa persona, necesito saber más acerca de ella. No puedo negociar a partir de una posición de ignorancia.
Mykola se dio la vuelta para mirarlo de nuevo, y casi retrocedió al ver la mirada de determinación que vio en sus ojos.
—Muy bien. ¿Quieres saber la verdad?
—Sí.
—La verás por ti mismo, pero no te va a gustar al principio —le contestó Mykola mientras miraba a sus guardaespaldas a Lortuen Perjed.
—Tía, te aseguro que me gustan mucho menos las mentiras.
Mykola asintió antes de seguir hablando.
—Jamás te he mentido, Koudelkar, pero sí que te he ocultado cierta información de forma deliberada hasta que fuera el momento adecuado.
—Eso me sigue sonando a evasivas. El momento adecuado es ahora, así que ve al grano.
—Voy a hacerlo, si me dejas —replicó Mykola acercándose a él—. Aun representa a un colectivo del clan Dal’yth.
—¿Dal’yth? —Musitó el adepto Perjed—. Por las lágrimas del Emperador, ¿qué has hecho, Mykola?
—Silencio, hombrecillo insolente —le espetó Mykola.
—Nunca oí hablar de ellos —comentó Koudelkar, alarmado por la exclamación de Perjed.
—Eso no debería sorprenderte —dijo una voz a su espalda, y Koudeikar reconoció el tono cáustico de su madre.
—No te metas en esto, Pawluk —intervino su tía.
Koudelkar soltó un bufido de exasperación. Que su madre y su tía estuvieran en la misma estancia al mismo tiempo era igual que soltar dos tigres hambrientos en una sola jaula. Seguía preguntándose por qué insistían en vivir en la misma casa, aunque ésta fuera lo bastante grande como para que pudieran pasear sin verse nunca.
El rostro de Pawluk Shonai estaba tan tenso y hostil como siempre, y llevaba el cabello gris apagado recogido en un moño tirante. Sintió que la tensión aumentaba, y a pesar del calor que hacía en el arboreto, notó la frialdad que entraba con su madre.
Koudelkar se preguntó divertido si las plantas sufrirían a causa de aquel frío.
—Hola, madre. ¿No quieres unirte a la conversación?
Su madre lo tomó del brazo y miró con ferocidad a su tía.
—¿Y bien? —preguntó Pawluk.
—¿Y bien qué? —respondió Mykola.
—¿No vas a contárselo? ¿Lo de Aun?
—¿Contarme qué? —quiso saber Koudelkar.
Su tía frunció los labios, y Koudelkar se dio cuenta de que se estaba conteniendo para no dejar escapar la ira que aumentaba a cada momento en su interior.
—Estaba a punto de hacerlo, Pawluk.
—Gobernador, debemos marcharnos de inmediato —intervino Lortuen Perjed con nerviosismo.
—¿Por qué? ¿Qué está pasando?
Pero antes de que Perjed tuviera tiempo de contestarle, Koudelkar oyó el retumbar de unos motores que se acercaban al exterior de la casa. Alzó la mirada y vio a tres aeronaves pasar por encima del techo de cristal del arboreto. Lis ramas cargadas de hojas y de flores le ocultaban la mayoría de los detalles, pero le resultó evidente que eran de un tipo que nunca había visco antes.
—¿Qué clase de naves son esas? —inquirió—. No reconozco el modelo.
—Gobernador, tenemos que irnos. Ahora mismo —repitió Perjed.
Las naves estaban pintadas de un color verde oliva apagado y con manchas de camuflaje, y Koudelkar no fue capaz de ver con claridad sus siluetas. Dos parecían ser de menor tamaño, con la forma en cuña de unos cazas, mientras que la tercera era una nave de transporte de cuatro motores. Todas eran de proporciones elegantes, y volaban con una ligereza y una gracilidad que no encajaban con ninguna nave imperial en la que Koudelkar hubiera viajado.
Los cazas se quedaron sobrevolando la zona, pero la nave de transporte giró sobre sí misma en el plano horizontal y empezó a descender sobre una columna de aire distorsionado, en mitad de la creciente penumbra del anochecer, hacia la terraza de piedra que se encontraba en el extremo más alejado del arboreto. Mykola abrió de par en par las puertas que daban a la terraza y le indicó con un gesto que la siguiera.
Las respuestas evasivas de su tía y la insistencia del adepto Perjed en que debían marcharse lo hicieron dudar. Miró a su madre y se alarmó al ver el pánico que había en sus ojos.
—No lo supe hasta hoy mismo, te lo juro. Me hizo prometerte que no te lo diría.
Koudelkar decidió que había llegado el momento de saber qué era lo que estaba ocurriendo y salió a la terraza. Los chorros de aire caliente producidos por el descenso de la nave le azotaron el cabello y el abrigo. Perjed, los lavrentianos y los skitarii lo siguieron. Se dio cuenta de que estos dos últimos grupos empuñaban las armas en actitud de disparo y les habían quitado el seguro. Se protegió los ojos con una mano frente a la polvareda levantada por el aterrizaje mientras la rampa de desembarco de la parte posterior de la nave descendía. Al cabo de un momento, del interior iluminado salió una máquina blindada.
Era humanoide, del doble de altura de una persona normal, y era un artefacto hermoso. Estaba construido a partir de placas de un material que parecía ser cerámica de color verde oliva, y en su creación se había combinado la eficiencia de la ingeniería con el sentido estético. La montura de la cabeza rectangular giró hacia él, y aunque no parecía ser más que un simple pictógrafo, Koudelkar estuvo seguro de que había una inteligencia acechando detrás de la luz roja parpadeante de su lente.
¿Sería tan sólo una máquina, o la pilotaría un ser vivo? Desde luego, su gran tamaño le permitía albergar un piloto. A primera vista parecía un servidor de carga autómata, pero las armas de aspecto letal que llevaba montadas en cada brazo le indicaron al gobernador que era una máquina diseñada para el combate, no para trabajos manuales.
Dejó de fijarse en el diseño de la máquina y su madre le apretó con más fuerza el brazo. Koudelkar sintió que parte de su miedo le pasaba a él cuando vio que los lavrentianos apuntaban con sus armas directamente al pecho de la máquina, y que los cañones giratorios de los skitarii habían empezado a moverse con rapidez.
El gobernador se dio cuenta de que la situación podía empeorar con mucha rapidez y se esforzó por transmitir una sensación de tranquila autoridad. Dos máquinas idénticas a la primera la siguieron, y cada una de ellas se movió con una agilidad y una autonomía elegantes que normalmente no se encontraban en las creaciones mecánicas. Aquello convenció a Koudelkar de que esas máquinas de combate estaban tripuladas por pilotos.
Tenía la boca seca a causa de la tensión, pero se volvió hacia sus guardaespaldas.
—No disparéis, pero estad preparados.
Las tres máquinas se dirigieron a la derecha de la aeronave, y otras tres salieron de su interior para tomar posiciones a la izquierda. Koudelkar no tenía ni idea de cuál sería su capacidad ofensiva, pero estaba seguro de que en un combate los que saldrían peor parados serían él y sus hombres.
—Mykola, ¿qué es lo que has hecho? —le preguntó con un susurro.
—Lo que hacía falta para salvar a nuestro mundo e impedir que nos lo arrebatasen unos extraños —le respondió su tía al mismo tiempo que lanzaba una mirada venenosa al adepto Perjed antes de dirigirse hacia la nave.
Los motores posteriores giraron hasta quedar en una posición lateral en paralelo con el fuselaje, y su tía se detuvo al pie de la rampa justo cuando una figura esbelta aparecía en la parte superior.
Iba vestida con una larga túnica blanca y dorada con un hilo carmesí entrelazado. Un cuello alto esmaltado de plata y carmesí rodeaba su cabeza casi por completo. En cada mano llevaba un bastón corto de color caramelo rematado por una joya reluciente, y los mostraba cruzados sobre el pecho. Su rostro era gris, del mismo tono que un cielo invernal al atardecer, y sus rasgos planos y alienígenas no mostraban expresión alguna.
Su tía le hizo una reverencia y luego se volvió hacía él.
—Koudelkar, permíteme que te presente a Aun’rai del clan Dal’yth, el enviado del Imperio Tau.