Un viento frío soplaba del este. La ferocidad del invierno en Macragge empezaba a disminuir ante la llegada de la primavera y el deshielo de las nieves de las laderas inferiores. Las plataformas de aterrizaje se encontraban cerca de la base de las montañas donde se habían construido la Biblioteca de Ptolomeo y la Sala de la Espada. Los vientos del este eran un signo de cambio en la vida y de buena suerte.

Uriel no se sentía nada afortunado mientras salía de los claustros superiores para dirigirse al tramo de peldaños de mármol que bajaba hasta donde estaba la Cuarta compañía, dispuesta en filas ordenadas delante de cinco cañoneras Thunderhawk. Del borde de las plataformas salían volutas de vapor, y las aeronaves rugían suavemente mientras los tecnomarines comprobaban los motores. El estandarte que el anciano Peleus hacía ondear de un modo orgulloso por encima de él se agitaba chasqueando ruidoso bajo la fuerza del viento.

Más de un centenar de guerreros con armaduras del azul intenso de los Ultramarines estaban de pie e inmóviles como estatuas en la plataforma, con los brazos pegados a los costados y la cabeza erguida mientras esperaban la orden para embarcar hacia esa misión. El capellán, los tecnomarines, los apotecarios, los artesanos armeros, los conductores, los pilotos y el personal complementario de la compañía se habían reunido para el comienzo oficial de la campaña. Su capitán asignado no había estado al mando de la Cuarta compañía desde que se había desplegado en Tarsis Ultra, y un momento como aquél exigía un reconocimiento público.

Uriel había soñado con ese momento desde que Pasanius y él fueron expulsados de Macragge, pero al recuperar ese instante, descubrió que la redención tenía un sabor amargo, ya que aquel nuevo comienzo marcaba la primera vez que había tenido que dejar atrás a un hermano de batalla.

Pasanius había acudido a despedirse de Uriel escoltado por cuatro vanguardias. El capitán se encontraba en la capilla de la compañía el día anterior, preparándose para ponerse por primera vez la armadura del hermano Amadon. Uriel llevaba puesto un mono ceñido que se ajustaba a su cuerpo, y lo rodeaban cuatro aprendices de artesano vestidos con túnicas rojas procedentes del Armorium.

Uriel había preparado su cuerpo para aquel momento con ayuno, óleos y ejercicio físico.

Su alma estaba preparada mediante la reflexión y el recitado de los catecismos de combate.

Estaba listo para ponerse la armadura de un marine espacial. Los aprendices recitaron cantos binarios para complacer al Dios Máquina mientras aplicaban aceites sagrados a las clavijas que permitían a la armadura actuar interconectada con su cuerpo.

La capilla era una estructura larga y abovedada construida con piedra de color plateado e iluminada intensamente por una docena de antorchas jamearites. El bullo de una roseta se alzaba en la parte superior de la pared occidental. La luz de las llamas se reflejaba en las paredes y en la armadura de combate bruñida que colgaba en un soporte colocado delante de una gran estatua que ocupaba una hornacina de techo curvado. La había creado el bronce Melticae, el mayor guerrero artesano de los Ultramarines. La enorme forma de Roboute Guilliman miraba desde arriba a Uriel con unos Ojos tallados a partir de rubíes del tamaño de un puño de marine espacial.

Los vanguardias condujeron a Pasanius por la capilla con las armas en la mano. A Uriel se le rompió el corazón al ver aquel maltrato injusto con su amigo. Los aprendices se apartaron de Uriel con la cabeza agachada cuando Pasanius llegó a su altura y se detuvo delante de él. Seguía vestido con la túnica negra de penitente. Al igual que Uriel, había sido declarado libre de cualquier corrupción en el cuerpo o en el alma, pero se le había declarado culpable por el crimen de ocultar la verdad sobre su brazo infectado, por lo que había sido condenado por incumplir los Códigos de Rectitud del capítulo.

—Podéis marcharos —dijo Uriel a los guerreros que escoltaban a Pasanius.

—Nos han ordenado permanecer al lado del prisionero en todo momento. Su sentencia comienza al caer el sol —respondió uno de los vanguardias, que llevaba una espada de hoja negra apoyada en el hombro.

Cada uno de los vanguardias vestía una armadura forjada por maestros de ese arte, decorada con rebordes dorados y plateados y pulida hasta mostrar una superficie reflectante. No había dos guerreros iguales, pero cada uno de ellos se había ganado el derecho a llevar esa armadura, y lo había conseguido en incontables campos de batalla mediante actos valerosos que podrían resultar increíbles si no fuera porque el protagonista era un guerrero ultramarine.

—Este hombre es un héroe lleno de coraje y honor. No lo llamaréis «prisionero» en mi presencia nunca más. ¿Entendido? —les advirtió Uriel.

—Sí, mi señor. Hemos recibido las órdenes directamente del capellán Cassius —le explicó el vanguardia.

—Estoy seguro de que Pasanius no va a intentar escapar —le replicó Uriel con voz seca—. ¿Vas a hacerlo?

—No. Ya tengo bastantes problemas ahora mismo como para añadir un intento de fuga a mi lista de crímenes —respondió Pasanius.

A Pasanius lo habían condenado por incumplir los Códigos de Rectitud a pasar cien días en las celdas del capítulo y a sufrir la exclusión de las filas de la Cuarta compañía durante el tiempo que tardaba Macragge en dar una vuelta alrededor de su sol. Además, había perdido su rango de sargento y había sido degradado a hermano de batalla. Estar apartado de sus hermanos un día más de lo necesario era un castigo tremendamente severo para cualquier guerrero de los Ultramarines.

—Te esperaremos fuera, hermano —le dijo el vanguardia a Pasanius mientras se daba la vuelta para marcharse de la capilla.

—Os lo agradezco, y no tardaré en reunirme con vosotros —les aseguró Pasanius un momento antes de que las pesadas puertas de madera de la capilla de la compañía se cerrasen detrás de aquellos guerreros veteranos—. Querrás que te ayude con eso —le dijo a Uriel señalando la armadura con un gesto del mentón.

—Tengo a los aprendices del Armorium —le contestó Uriel indicando con la mano a los acólitos con túnica que esperaban a los pies de la estatua.

—¿Aprendices? —Bufó Pasanius—. ¿Qué saben los artesanos armeros de llevar puesta una armadura de combate? No. Necesitas a un hermano de batalla que te ponga bien esa armadura. Es lo correcto y adecuado. Después de todo, será lo más cerca que estaré de una servoarmadura hasta que regreses.

Uriel se volvió hacia los aprendices.

—Podéis marcharos.

Los acólitos hicieron una reverencia y salieron de la capilla de la Cuarta compañía.

—Cien días. No es justo —dijo Uriel una vez estuvieron a solas.

—No seas blando —le replicó Pasanius con una risa suave—. Cumpliré esos cien días encantado. No es más que lo que me merezco. Mentí a mis hermanos, y lo que es más importante, te mentí nada menos que a ti. No es más que un castigo, y no me voy a quejar. Tú y yo lo sabemos, y no voy a quejarme.

—Tienes razón, lo sé. Te echaremos de menos en las filas.

—Estoy seguro de ello —contestó Pasanius, aunque sin arrogancia—. Pero dispones de buenos sargentos. Venasus, Patrean… Learchus.

—He oído a los hombres hablar muy bien de Learchus. ¿Has leído la lista de honores del despliegue de la Cuarta compañía en Espandor?

—Sí, lo he hecho —le confirmó Pasanius mientras se arrodillaba para retirar la primera pieza del soporte—. Un gargante y una horda de pielesverdes. No está mal.

Uriel se echó a reír ante la falta de aprecio que se notaba en el tono de voz de su amigo.

—Fue todo un logro, Pasanius, y lo sabes muy bien.

—Sí, pero me mortifica que no estuviéramos allí para participar. Me parece inapropiado que nuestros guerreros marcharan al combate sin nosotros. Me da la sensación de que los abandonamos.

—Lo hicimos, pero lo pasado, pasado está. Ahora tengo una compañía a la que ponerme al mando. Cuando se acabe esta expedición a Pavonis, volverás a las filas y lucharemos codo con codo una vez más.

—Lo sé, Uriel. Es que…

—¿Es que…? —repitió Uriel cuando vio que Pasanius se quedaba callado. Le dio la impresión de que Pasanius se sentía incómodo mientras miraba a las puertas selladas de la capilla.

—Vamos. Suéltalo ya —le insistió Uriel.

—Es Learchus.

—¿Qué pasa con él?

—Ten cuidado con él.

—¿Que tenga cuidado con él? ¿Por qué? ¿Porque fueron sus acusaciones las que nos llevaron a ser expulsados? Sabes que tuvo toda la razón al hablar.

—Sí, y no le guardo rencor alguno por ello. Le hizo falta valor para hacer lo correcto. Eso lo veo claro ahora.

—Entonces, ¿qué?

Pasanius suspiró.

—Learchus te prometió que cuidaría de la compañía hasta que regresaras, y por lo que se ve, ha hecho un trabajo excelente: unos buenos reclutas, un entrenamiento duro y unos guerreros de los que podemos estar orgullosos. Y no sólo eso: los dirigió en combate en Espandor contra una horda de pielesverdes que habrían supuesto toda una prueba para una compañía de combate veterana.

—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?

—Uriel, casi nadie esperaba que volviéramos con vida. Learchus era uno de los pocos que sí se lo esperaba, pero incluso él empezó a creer que ya habríamos muerto. En Espandor probó el verdadero mando en combate, y le gustó. Me parece que al estar nosotros tanto tiempo desaparecidos, supuso que él sería la elección lógica para tomar el mando de la Cuarta.

—Y fue entonces cuando volvimos —acabó Uriel.

—Exacto. No quiero que me malinterpretes. Learchus es un guerrero excelente, y pondría mi vida en sus manos, pero no sería humano si una parte de él no se sintiera resentida por tu regreso al mando.

—Creo que te equivocas, amigo mío.

Pasanius se encogió de hombros.

—Eso espero, pero basta de charla. Vamos a ponerte la armadura.

Uriel asintió y, pieza a pieza, Pasanius le fue poniendo la armadura del hermano Amadon. Empezó por las botas, luego fue subiendo con las grebas de las espinillas y las placas que le protegerían los muslos. El cinturón de cierre soltó un chasquido al rodear por completo las caderas de Uriel, y una vez conectó las bobinas de energía, Pasanius tomó con gesto reverente la placa pectoral, que llevaba estampada un águila y un cráneo, y se la encajó sobre el pecho.

Pasanius fue recitando las acciones de combate en las que había tomado parte la armadura a medida que iba encajando cada pieza sobre el cuerpo de Uriel, y pronunciaba los nombres de héroes muertos y de batallas libradas mucho tiempo atrás. Cada condecoración, cada mención de honor, fue pronunciada en alto, y ambos guerreros no tardaron en enunciar toda la herencia ilustre de la armadura.

Lo siguiente fueron las placas braceras, los avambrazos y los guanteletes. Una vez tuvo cubierta toda la longitud de los brazos, Pasanius le colocó las grandes y pesadas hombreras autorreactivas y esperó a que la musculatura de fibras se conectara a los giróscopos y motores internos.

Por último, Pasanius le colocó la pesada mochila que proporcionaba energía a la armadura y los intercambiadores de calor que permitían su funcionamiento correcto. Uriel sintió el tremendo peso de todo aquel conjunto y tensó los músculos, pero en cuanto la mochila estuvo instalada, la armadura emitió un zumbido y Uriel la sintió llena de energía.

Notó cómo los dendritos de monitorización biológica se conectaban a las conexiones que le habían implantado en el cuerpo, y sus músculos se llenaron de poder. Se incrementó la percepción que tenía de los sutiles ritmos de su propio organismo, y se convirtió en uno solo con la armadura. Era una extensión de sus músculos que le permitía moverse y luchar como si sólo llevara puesta una túnica, pero que lo protegería de los proyectiles y las espadas de una galaxia hostil.

Uriel recordó una sensación familiar cuando se puso la armadura de los Hijos de Guilliman en Salinas con la ayuda de los artesanos armeros de los Caballeros Grises, pero aquello no fue más que una sombra de lo que estaba experimentando en ese momento. La armadura de combate que lo había protegido durante el combate en la Casa de la Providencia no era más que un préstamo, y no se había formado lazo alguno entre ella y él.

Aquello era completamente distinto. Era un nivel de unión que Uriel no sentía desde que lo habían honrado con su primera armadura, muchos decenios atrás. Esa sensación de unidad le pareció un hermoso recuerdo olvidado pero recuperado en ese instante, más apreciado todavía por lo inesperado de la reaparición.

Cuando la armadura se activó por completo a su alrededor, se sintió henchido por el legado de hechos heroicos de los que él formaba parte. La expectativa de cumplir un servicio y un deber honorables la sentían los dos, y Pasanius lo aferró del hombro para mantenerlo firme y calmarlo.

—¿Qué se siente? —le preguntó Pasanius.

—Como si hubiera vuelto a casa.

Pasanius asintió y levantó la vista para mirar más allá de donde se encontraba la estatua de Roboute Guilliman, hacia el rojo cada vez más débil que se filtraba a través de la roseta. Uriel vio que la expresión del rostro de su amigo se endurecía a medida que el sol se ponía detrás de las lejanas montañas.

—¿Ha llegado la hora?

—Así es —contestó Pasanius.

Uriel extendió la mano, y Pasanius hizo lo mismo aferrándose las muñecas, el gesto que simbolizaba la unión entre guerreros que habían luchado y sangrado juntos en defensa de la raza humana. Pasanius tiró de él para darle un abrazo, y su enorme corpachón casi rivalizó en tamaño con la armadura.

Eran amigos desde antes de la incorporación de ambos a los Ultramarines, y los lazos de lealtad entre ellos eran tan permanentes como cualquiera que contaran las leyendas sobre los primarcas desaparecidos tiempo atrás.

Eran más que amigos, más que hermanos.

Eran astartes.

—Será mejor que me vaya —comentó Pasanius mientras señalaba con el mentón las puertas de la capilla—. Me estarán esperando.

—No tardaré en traer de vuelta a la Cuarta compañía —le dijo Uriel con la voz embargada por la emoción—. Apenas te darás cuenta de que nos hemos ido. Tan sólo es una misión breve a Pavonis para asegurarnos de que la paz se mantiene.

—Lo sé, lo sé —se rio Pasanius—. Os estaré esperando.

—Coraje y honor, amigo mío.

—Coraje y honor, Uriel.

Uriel entró en la plataforma de aterrizaje y avanzó hasta situarse delante de los guerreros de la Cuarta compañía. Todos llevaban puesta la armadura y tenían ocultos los rostros por los cascos, pero conocía a cada uno de ellos.

Los marines espaciales podían parecer todos iguales a los ojos de los simples mortales, pero no había nada más lejos de la verdad. Cada guerrero era un héroe por derecho propio, que forjaba sus propias leyendas y que tenía su lista de honores, tan magníficos como cualquier cosa que pudieran inventarse los poetas y fabuladores del Imperio.

Era un honor encontrarse delante de ellos como su capitán, y Uriel se dio cuenta de que jamás permitiría que aquello se le olvidara. Llegar a los sitios que había visto, y sobrevivir a los horrores a los que se había enfrentado, era un logro que pocos podían igualar, y el orgullo que sentía también era por sí mismo.

Uriel se irguió cuando otro astartes bajó por las mismas escaleras que él acababa de descender. Era un individuo gigantesco, con una armadura de color azul brillante de la que colgaba una gran capa dorada que ondeaba al viento como una enorme ala.

Marneus Calgar, lord Macragge, se dirigió hacia Uriel con una expresión de alegría en su rostro habitualmente pétreo y estoico. El señor del capítulo de los Ultramarines se detuvo ante Uriel y lo miró de arriba abajo con ojo crítico.

Las hazañas legendarias de Calgar eran conocidas por todo el espacio humano, donde participaba en batallas heroicas en las que se lo describía como un poderoso guerrero que aplastaba a ejércitos enteros y derribaba a los enemigos más poderosos con una simple mirada. Lo cierto era que medía más o menos lo mismo que Uriel, pero tenía los hombros más anchos, y también la cintura.

Si se comparaba a Uriel con el señor del capítulo, era un espadachín frente a un púgil.

Marneus Calgar era un gigante, pero eran el tremendo poder que albergaba y su increíble dinamismo interior los que le hacían serlo. La vitalidad y la fuerza parecían salirle por todos los poros, y el simple hecho de estar cerca de Marneus Calgar llenaba de energía a todos los que lo rodeaban con la seguridad del propósito y de la determinación.

Los demonios de los eldars y de los Poderes Siniestros habían caído ante Calgar, y algunos, celosos de su importancia y de sus hazañas, lo calificaban de orgulloso, pero Uriel sabía que no se trataba de eso. El orgullo que impulsaba a Calgan era el que impulsaba a todos los guerreros de corazón noble al combate: la defensa de aquellos que no podían defenderse a sí mismos.

—La armadura del hermano Amadon —comentó Calgar con un tono de aprobación en la voz.

—Sí, mi señor —asintió Uriel mientras se erguía un poco más con los hombros echados hacia atrás.

—Te queda bien —afirmó Calgar al mismo tiempo que alargaba una mano para tocar la «U» de color blanco brillante de la hombrera de Uriel—. La última vez que te vi con armadura no llevabas símbolo alguno y partías hacia un destino incierto.

—Eso fue en otra vida. Ahora veo con claridad por qué tenemos nuestro código.

—Sé que lo has visto. Varro me contó la conversación que tuvisteis en el Arcanium. Es un buen conocedor de los corazones de las personas. Dice que has aprendido lo que tenías que aprender.

—Así es —le confirmó Uriel—. Algunas lecciones se aprenden por las malas.

—Algunas personas tienen que aprender de esa manera, o no son lecciones en absoluto.

—¿Y qué lección me enseñará esta misión?

Calgar sonrió y se le acercó de tal modo que sólo él pudiera oír lo que iba a decir.

—Enseñará a esos que miran desde arriba que eres un verdadero guerrero de Ultramar.

Uriel asintió y miró por encima del hombro de Calgar hacia la galería donde se encontraban los señores del capítulo que en ese momento estaban en Macragge, donde se habían reunido para contemplar la partida de la Cuarta compañía. Eran los mismos guerreros que lo habían juzgado, pero en esos momentos estaban congregados para verlo convertirse en uno de ellos de nuevo.

Agemman, de los veteranos, estaba a la cabeza de los señores. Su rostro de rasgos nobles resplandecía de orgullo, y Uriel asintió levísimamente con la cabeza en gesto de respeto hacia el Regente de Ultramar. Aquel gran guerrero había hablado con Uriel la noche antes de que se pronunciara el veredicto. Había sido Agemman quien lo había convencido para que aceptara el castigo por el bien del capítulo, y por ello siempre se sentiría en deuda con el primer capitán.

Al lado de Agemman estaban los tres capitanes de batalla de Macragge, señores de los Ultramarines y guardianes de la Franja Este. Sus nombres eran legendarios; sus hazañas, excepcionales; y su honor, impecable: Sicarius de la Segunda compañía, Galenus de la Quinta y Epathus de la Sexta.

De todos los guerreros allí reunidos, Sicarius era el único que lo miraba con una expresión llena de una frialdad comparable a aquel cielo invernal. Su mirada imperturbable no se apartó en ningún momento de Uriel mientras la compañía se ponía en posición de firmes al unísono, y el sonido fue semejante al de un centenar de martillos al golpear el metal.

—Manda con coraje y con honor, y pondrás de tu lado a todos aquellos que dudan —le dijo Calgar siguiendo la dirección de su mirada. Uriel se golpeó con el puño en el águila de la placa pectoral.

—Permiso para partir, mi señor.

—Permiso concedido, capitán Ventris —contestó lord Macragge.

El rugido de las Thunderhawk aumentó de volumen. Uriel estrechó, lleno de agradecimiento, la mano que le ofreció el señor del capítulo.

—Es apropiado que esta misión se lleve a cabo en Pavonis —comentó Marneus Calgar.

—Recuerdo que fue mi primera misión como capitán de la Cuarta compañía.

—Esperemos que esta misión no sea tan problemática.

—Estamos en manos del Emperador —respondió Uriel.

La base del cañón había sido aplanada, y Uriel se dio cuenta de que el Mechanicum había utilizado niveladoras de fusión por la textura ondulada semejante a la de un líquido de la roca. La lluvia que todavía caía se acumulaba formando charcos en la oscuridad del Cañón Profundo Seis, y la sombra que producían los elevados riscos mantenía baja la temperatura en el lugar. En los bordes del cañón crecían densos grupos de matojos, donde también se aferraban los tallos de aulaga sobredesarrollados. Los tentáculos de niebla se movían con pereza por la parte superior del bosque de mástiles de comunicaciones que llenaban el cañón.

Uriel se quedó quieto y estudió con atención el lugar. No se movía nada aparte de los chorros de agua que bajaban por las grietas de la roca y las matas agitadas por el viento, pero tenía la fuerte sensación de que lo estaban observando.

Todos y cada uno de sus sentidos le indicaban que el cañón estaba desierto, pero un sentido que no podía nombrar le decía con la misma claridad que ni él ni sus guerreros estaban solos allí. Dejó atrás el desfiladero empinado por el que habían bajado desde el punto de aterrizaje de la Thunderhawk, y el resto de la escuadra avanzó con él. A doscientos metros hacia el norte vio que la levita verde de lord Winterbourne salía de una estrecha grieta entre las rocas y que sus guardias de asalto se apresuraban a formar un cordón protector en torno a él. Uriel negó con la cabeza cuando vio a uno de los soldados de asalto llevando de la correa a los dos mastivores. Meterse con unas mascotas como ésas en una posible zona de combate era una locura.

Uriel sostuvo el bólter por delante de él y pasó la mirada de izquierda a derecha para permitir que los sentidos automáticos del casco recogieran toda la información posible sobre el terreno que lo rodeaba. El aire estaba cargado de electricidad, pero eso era de esperar, aunque también había un aroma extraño y carnoso que la suave lluvia no lograba enmascarar del todo.

—Formación de combate —ordenó Uriel por el canal de comunicación interno—. Primus envuelve por la derecha, Secundus por la izquierda. Con lentitud y cuidado. Harkus, conmigo.

La cercanía a los mástiles provocó problemas en la comunicación, y sus palabras quedaron ahogadas por las descargas de estática. Para asegurarse de que no se producían malentendidos, Uriel se llevó el puño derecho al centro del pecho y luego lo movió lentamente hacia fuera en un arco amplio. Se cambió de mano el bólter y repitió el gesto con el puño izquierdo mientras avanzaba poco a poco hacia los mástiles de comunicaciones.

Los marines espaciales se desplegaron. Uriel y cinco guerreros se dirigieron hacia la izquierda, mientras que Learchus dirigía al resto pegados a la pared del cañón. Harkus iba al lado de Uriel. El tecnomarine empuñaba una pistola bólter en una mano y en la otra un hacha con filo de sierra en forma de engranaje, lo que le recordó a Uriel que, a pesar de su lealtad hacia Marte, Harkus era un guerrero de los Ultramarines por encima de todo. Los brazos del servoarnés estaban plegados y surgían leves nubecillas de las salidas de gases.

—¿Qué ves? —le preguntó Uriel, quien sabía que Harkus observaba el terreno de un modo muy distinto al resto de la formación.

—Los mástiles no funcionan —le respondió Harkus en voz baja y átona. Un aparato equipado con una serie de lentes intercambiables se colocó con un chasquido delante del ojo derecho del tecnomarine—. Las lecturas de flujo residual me indican que los generadores siguen funcionando, y…

—¿Y qué? —preguntó Uriel al mismo tiempo que alzaba una mano y se llevaba la palma al hombro.

De inmediato, los guerreros se detuvieron y se dejaron caer sobre una rodilla con las armas apuntando en posición de disparo.

—Veo un cierto número de artefactos conectados que no pertenecen al equipo estándar de comunicación —explicó Harkus moviendo la cabeza de un lado a otro.

—¿Qué clase de artefactos son?

—Desconocidos, y no son de producción imperial.

—¿Tau?

—Las lecturas de energía coinciden con tecnología alienígena con la que ya nos hemos encontrado antes —le confirmó Harkus.

Uriel se lo comunicó a Clausel y a Winterbourne.

—Por lo que se ve, los tau han estado sin duda aquí.

—Tenemos cubierta la ruta norte —le indicó Winterbourne.

—En posición en el risco superior —informó Clausel.

Uriel miró a Learchus y asintió.

Las dos escuadras de combate se pusieron en marcha de nuevo y avanzaron con cautela hacia los mástiles de comunicaciones. El aire soltaba chasquidos y siseos por las descargas de energía, y los sentidos automáticos del casco de Uriel fluctuaron de un modo alocado debido a la distorsión y a las interferencias provocadas por los mástiles. Delante de él podría estar escondido un ejército de pielesverdes y no sería capaz de enterarse. Sin pensárselo dos veces, desconectó todos los sentidos automáticos menos los más básicos. Sabía que su instinto para captar el peligro le sería más útil.

Se acercaron paso a paso al grupo de mástiles. Uriel vio por fin los artefactos que le había indicado Harkus. Estaban conectados a la base de unos cincuenta mástiles y a unos cuantos generadores. Eran de forma rectangular y tenían el tamaño aproximado de la mochila de un marine espacial, aunque estaban construidos con alguna especie de material plástico. En la superficie tenían grabado un círculo que albergaba un círculo más pequeño pegado en un punto a la circunferencia mayor.

Uriel lo reconoció: era un símbolo tau que representaba a uno de sus planetas poblados, pero no tenía ni idea de cuál era.

—¿Qué son?

—No le puedo responder con total certeza, capitán Uriel —contestó el tecnomarine al mismo tiempo que los brazos de su servoarnés se desplegaban y doblaban como la cola de un escorpión—. No sin desmontarlo y estudiarlo.

—Pues adivina qué es.

Harkus no se movió, pero dio la impresión de que los brazos mecánicos se encogían un poco, como si la idea de que un acólito del Dios Máquina intentara adivinar algo fuera aborrecible. La luz de las lentes del casco de Harkus titiló mientras el tecnomarine accedía a la enorme cantidad de datos almacenada en sus implantes potenciadores.

—Hipótesis: la interrupción en los canales de comunicación sugiere que se trata de ingenios de interferencia, lo que explicaría el aumento en el espectro de ondas desconocidas.

—¿Puedes desactivarlos?

—En teoría sí. Siempre que esté seguro de cuál es la fuente de energía de los artefactos.

—Hazlo.

Harkus se puso en cuclillas al lado del artefacto más cercano. Los servobrazos del arnés desplegaron una serie de herramientas y aparatos extraños. Uriel dejó que el tecnomarine continuara con su tarea y se acercó hasta donde se encontraban Learchus y su escuadra, preparados para entrar en combate en cualquier momento.

—Modifica el despliegue. Establece un perímetro de cien metros y mantén la posición —le ordenó Uriel.

Learchus asintió.

—¿Qué son esas cosas?

—Harkus cree que son aparatos de interferencia.

—¿Tau?

—Sí. He reconocido el símbolo de uno de ellos.

—Debería ser suficiente para que el gobernador Shonai movilice las fuerzas armadas. Ni siquiera él puede hacer caso omiso de una prueba como esta.

—Eso espero. Ojalá que no sea demasiado tarde.

Apenas pronunció esas palabras, los artefactos conectados a los mástiles explotaron.

Las llamaradas y los destellos cegadores surgieron hacia arriba en una serie de explosiones estremecedoras. Uriel salió despedido por el aire por la onda expansiva y se estrelló contra Learchus. Los dos cayeron al suelo, y Uriel sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Soltó el bólter y notó el sabor de la sangre en la boca.

Un puñado de iconos rojos empezaron a parpadear cuando los sensores de la armadura captaron una serie de brechas. El visor del casco estaba opaco, una reacción automática a la luz cegadora, pero empezó a recuperar su estado normal casi de inmediato.

Descubrió que había quedado tumbado de espaldas, boca arriba, y que estaba mirando las altas paredes del cañón y los restos llameantes de una nube creciente de metralla. Comenzó a caer una lluvia de rocas y de metal desgarrado y le llegó un chirrido terrible de metal sometido a presión.

Uriel se apresuró a comprobar los iconos de estado de los demás integrantes de la escuadra y se sintió aliviado al ver que todos estaban vivos. Sacudió la cabeza para despejarla y se puso en pie. Vio que su bólter estaba a unos pocos metros, y se apresuró a recuperarlo antes de mirar a su alrededor en busca de los demás Ultramarines.

A su alrededor se arremolinaba una nube de polvo de roca pulverizada. Oyó un fuerte chasquido agudo, semejante al de un látigo, al que siguieron con rapidez toda una serie de sonidos iguales.

Al principio creyó que se trataba de disparos, pero un segundo más tarde se dio cuenta de qué era lo que realmente estaba oyendo.

—¡Fuera! ¡Pegaos a las paredes del cañón!

El humo se retorció por delante de él, y se echó de bruces al suelo un momento antes de que un cable cortara el aire por encima de su cuerpo como la hoja de una guadaña. Luego pasó otro, y después, otro. Uriel se puso en pie de un salto y echó a correr hacia una pared del cañón mientras el metal se doblaba y los enormes mástiles de comunicación empezaban a caer.

Las gigantescas torres se retorcieron cuando los fuertes vientos y la gravedad se impusieron a su resistencia y toneladas de metal comenzaron a desplomarse de un modo grácil y casi elegante. La altura y la proporción hacían que los mástiles fueran delgados y delicados, pero eran unas obras de ingeniería tremendamente sólidas, y se estrellaron contra el suelo con la fuerza de proyectiles de artillería.

Uno tras otro, los mástiles se precipitaron contra el suelo acompañados del ruido de los cables al partirse y del metal chirriante. El cañón se estremeció por la potencia de los impactos, y Uriel corrió trastabillando como si estuviera borracho bajo aquel caos de destrucción. Algo lo golpeó en la armadura y cayó derribado sobre una rodilla por la fuerza del choque.

Una barra de metal partida se clavó en la roca justo a su lado, igual que una lanza arrojada por un dios vengativo. A la barra le siguió una lluvia de trozos de metal retorcido y de fragmentos de rocas. Uriel soltó una maldición y siguió corriendo trazando una ruta evasiva propia del Codex antes de darse cuenta de que era algo inútil ante aquella cascada aleatoria de restos.

Sintió la presencia de los demás Ultramarines a su alrededor, pero sólo los logró identificar gracias a los iconos de su visor debido a lo espesa que era la nube de polvo que se había levantado.

Por fin, Uriel alcanzó el borde del cañón y se apretó todo lo que pudo contra la pared de roca. Miró a su alrededor y vio a los demás miembros de su escuadra. Tenían las armaduras manchadas y quemadas por las explosiones, pero, por lo demás, parecían estar ilesos.

—¡Agrupaos conmigo! —les ordenó Uriel mientras el derrumbe de los mástiles seguía sin cesar.

Sus guerreros formaron a su alrededor y Uriel musitó un breve agradecimiento a su armadura un momento antes de que la voz del capellán Clausel resonara en el comunicador de su casco:

—¡Uriel! ¿Uriel, me recibe? ¿Que ha pasado ahí abajo?

—Encontramos unos artefactos conectados a los mástiles de comunicaciones. Resulta que, además de interferir, estaban cargados de explosivos.

—¿Bajas?

—Nadie está herido, aunque no logro ver dónde se encuentra el tecnomarine Harkus.

—Bajaremos al cañón.

—No. Quédese donde está, capellán —le ordenó Uriel—. No quiero a nadie más por aquí hasta que no estemos seguros de que no hay cargas secundarias.

—Muy inteligente —admitió Clausel—. Muy bien, esperaremos sus órdenes.

Uriel cortó la comunicación y vio que Learchus se dirigía hacia él pegado a la pared del cañón. El sargento parecía acabar de salir de un abordaje a una nave enemiga. Tenía las placas frontales de la armadura melladas y quemadas en múltiples puntos. En algún lugar por debajo del hombro derecho tenía una brecha en la armadura que estaba manchada de sangre.

—Estás herido —le indicó Uriel.

—No es nada. En nombre de Guilliman, ¿qué ha pasado?

—No estoy seguro. Harkus estaba revisando los artefactos y, bueno, ya viste lo que pasó.

—Deben de haber colocado trampas explosivas por si alguien intentaba anularlos.

—No, Harkus las habría visto —replicó Uriel, y en ese momento se le ocurrió algo nuevo y preocupante—. Las detonaron de forma manual.

—Eso significa que el enemigo está cerca.

Uriel asintió.

—Toma tu sección y acércate a ver si Harkus sigue vivo.

—¿Y usted?

—Yo. Voy a reunirme con Winterbourne.

Learchus pasó la orden. Se oyó el eco de más estampidos rebotando en las paredes del cañón mientras formaba su escuadra de combate.

Sin embargo, en esta ocasión, Uriel tuvo la seguridad de que se trataba de disparos.