1
Palabras azules
Era como estar enamorada.
Pero mejor.
Laura estaba sentada sobre la cama. Tenía las manos apoyadas sobre las rodillas, el cuerpo inclinado hacia adelante y respiraba muy fuerte. Delante de ella estaba su escritorio cubierto por un caos ordenado que solo ella comprendía. No miraba la computadora, ni a su gato que la miraba fijo pidiendo mimos. Miraba las hojas apiladas en un costado del escritorio.
Le sonreía a un montón de palabras azules.
Había escrito la primera hoja dos años atrás con una lapicera que ya no tenía. Cuatro blocks tamaño A4 de hojas rayadas. Trescientas veinte hojas escritas por ambos lados. Numeradas. Con palabras tachadas con dos líneas paralelas y prolijas. Con párrafos completos descartados con garabatos que denunciaban lo poco que le habían gustado y la vergüenza que le provocaban. Hojas, letras, tachaduras, signos de preguntas, borrones, palabras incompletas, palabras ilegibles, palabras azules formaban su novela.
Ella las miraba como se mira a un nuevo amor. Todo era perfecto, incluso en sus fragilidades. Los ojos le brillaban de la alegría y en su boca, por más que se esforzara en reprimirla, bailaba una sonrisa vestida de lentejuelas.
La novela era un montón de papeles acurrucados uno contra otros sobre el escritorio. Encima tenían dos libros: uno, sobre Juan Manuel de Rosas y, el otro, una compilación de artículos sobre historia de género y poder durante el siglo XIX. No se animaba a tocarlos. Quería que las ideas de esos libros le dieran consistencia a las hojas escritas, las apelmazaran, les dieran un sentido que ella temía no haber podido darle a la novela. Que le dieran un halo mágico, algo que a ella se le había escapado, eso que no había sido capaz de imprimirle a las palabras por más que hubiese querido.
No era la primera novela que escribía. Tenía una caja de cartón donde guardaba todos sus experimentos de escritura desde los doce años. Cuentos, argumentos, resúmenes, novelas fallidas, su primera novela terminada —a los 17 años, en hoja de carpeta, escrita a lápiz— y dos novelas que le habían gustado mucho pero que jamás mostraría a nadie. Las guardaba, a medias risueña, a medias convencida, con el propósito de que la posteridad las editara cuando ella cumpliera ochenta años. Era el material inédito que se reuniría para sus Obras completas. A esa edad, si llegaba, ¿qué vergüenza iban a darle? Se rió sin dejar de mirar su novela con forma de trescientas veinte páginas escritas con cinco lapiceras diferentes. Era capaz de desafiar a duelo a quien dijera que se podía contener lo que ella sentía.
Era como estar enamorada, enajenada con su novela.
Estrellitas, corazoncitos y flechas por todas partes.
Y brillitos, muchos brillitos.
Tenía las sandalias puestas, el bolso colgando del hombro y un bretel del vestido se le había caído. Tenía que irse en ese momento, pero robaba los segundos a la espera del colectivo. No podía dejarla. Un ratito más. Un ratito más como cuando la tía la levantaba a las seis y media de la madrugada para ir al colegio y era invierno y la cama era el lugar más hermoso del mundo.
Un ratito más y se iba a la facultad a tomar finales, aprobar y desaprobar, escuchar mil veces las mismas palabras y a evitar la carcajada cuando algún alumno se equivocaba. Un ratito más para disfrutar de la idea de que una novela, una de la que estaba realmente orgullosa, estaba frente a ella con sus trescientas veinte páginas escritas a mano.
—¡Laura!
La voz de su tío le recordó que tenía que irse o perdería el colectivo. Besó a su gato en la cabeza, respondió al maullido con un “¡Chau, Darcy!” y bajó las escaleras corriendo.
—Ya me voy. Ya me voy. Ya me voy —le dijo rápido a su tío alzando las manos.
—Se te va a ir el colectivo.
—¡No, no se va! ¡Saludá a la tía!
—Sí, andá, andá.
Cerró la puerta casi segura de que tenía trece años y caminaba hacia la escuela. Faltaban sus dos primos caminando con ella. Corrió hasta la esquina como si la corriera el Batuque, el perro malo de doña Francisca que vivía frente a su casa cuando ella era adolescente. Llegó a la parada justo cuando frenaba el colectivo porque alguien más lo estaba esperando. Recuperó la respiración diez minutos después, colgada del pasamano.
Amado y odiado, el 96 semirápido era la forma más rápida de llegar a Capital. En cuarenta minutos llegaba a la intersección de las avenidas San Juan y Entre Ríos y desde ahí, Buenos Aires era suya. Claro, no era la forma más cómoda. Pero, ¿qué colectivo que viajaba hacia Capital a las ocho de la mañana era cómodo? El horario era el problema, no el colectivo, o al menos eso se decía para consolarse un poco.
Suspiraba resignada con la cabeza apoyada en el brazo que se sostenía del pasamano. Hacía un calor espantoso y la única razón por la que no se largaba a llorar era porque el verano ya terminaba. El aire fresco de la mañana servía para aliviar esa masa gelatinosa hecha de sudor que se respiraba dentro del colectivo.
Laura se dormía parada. Ya se le había pasado la agitación por la corrida y dormitaba sobre su hombro con una sonrisa alegre en la cara. Le había llevado tanto trabajo. Horas robadas a su familia, a sus amigos; horas robadas a la noche, a la preparación de clases, a la beca que le permitía hacer su tesis, al proyecto de investigación del que era parte. Horas trabajadas en secreto porque nadie, nadie, sabía que desde los doce años lo único que quería era ser escritora.
Jane Austen tenía la culpa.
Y su mamá que le leía Orgullo y prejuicio cuando era chica y se aburría en las tardes de lluvia. Había intentado recuperar ese tono de voz y transformarlo en el narrador de su novela: una mezcla entre la voz de Jane Austen y su mamá, Isabel Oliveira, para contar la historia de Manuelita Rosas y Máximo Terrero.
De inmediato, sus pensamientos se fueron hacia ese otro recuerdo que se presentaba alrededor de los libros. Se sentía otra vez con trece años cumplidos y con sus tíos y sus primos dando vueltas alrededor de ella para esconder el secreto. No le habían festejado el cumpleaños porque ella no quería, pero le habían hecho un regalo hermoso: una habitación nueva, solo para ella, en la terraza. Había dormido en el sillón del comedor por unos meses, pero, para su cumpleaños, la habitación estaba lista. Su cama, su escritorio y la biblioteca de sus padres, amada biblioteca, trasladada a Isidro Casanova sin que ella supiera. Orgullo y prejuicio, el que su mamá le leía, estaba en el estante central. Los primos Gustavo y Edgardo iban y venían mostrándole todo. La tía Claudia le besó la frente. El tío Renato lloró abrazado a ella durante media hora antes de dejarla siquiera entrar más de dos pasos en la habitación.
Esperó un rato que el dolor en el pecho se le pasara. Habían pasado veinte años. Podía hablar de sus padres sin llorar, pero no podía pensar en ese regalo de cumpleaños sin que se le apelotonaran las lágrimas en la garganta, la nariz y los ojos. Su tío arrodillado frente a su cama, ella sentada, justo como había estado sentada frente a su novela. Él, llorando por la muerte de su hermana; ella, acariciándole la cabeza y llorando por él. Tuvo que secarse las lágrimas con el dorso de la mano y suspirar muy fuerte para contener el resto.
El colectivo frenó de golpe y todos se fueron hacia delante. Ninguno se cayó. Iban tan apretujados que era imposible caerse. Eran una masa apestosa y pegajosa que, si perdía la contención del colectivo, conservaba su forma. Un encanto de viaje.
Los Beatles la aislaron de las protestas. Desde el momento que subía al colectivo hasta que llegaba a la facultad los tenía pegados en el oído. Desde los tres años sabía las letras de los Beatles, porque su mamá, profesora de inglés, se las había enseñado. Había dos fotos de Laura abrazada al disco Sargent’s Pepper Lonely Hearts Club Band con su madre sonriendo detrás. Los Beatles eran el muro sonoro contra todo lo feo del transporte público.
Suspiró contra el brazo. Ya se le había acalambrado y faltaba más de la mitad del viaje. Era tiempo de cambiarlo. Apoyó la cabeza contra el otro brazo, acomodó el bolso y siguió soñando.
Como nadie sabía que ella escribía, por el momento, tenía que disfrutar la felicidad sola. Después de todo era una novela que nadie leería durante mucho tiempo. Era un secreto que prefería mantener para ella, hasta que supiera qué hacer con esas palabras azules. La había terminado a las tres de la mañana con el corazón en la mano y la espalda destruida. Le había dedicado todo el mes de enero y parte de febrero a terminarla. Dos semanas atrás, Elsa, la jefa de su cátedra, le había pedido informes para la beca que le pagaban. Laura sabía que recibiría un reto importante porque no los había terminado.
Todo el verano escribiendo, abrazada a Darcy —su gato— y al aire acondicionado. Le dolía la mano de tanto escribir, y más iba a dolerle porque tenía por delante el proceso de pasarla a la computadora. Pero era feliz de pensar en ese dolor presente y en ese dolor futuro. Había logrado cumplir un sueño después de mucho trabajo.
El colectivo había subido a la autopista Ricchieri con un ímpetu auspicioso pero enseguida se había detenido. El tránsito marchaba lento como si todos fueran caminando detrás de elefantes. El Mercado Central de Buenos Aires se veía por la ventanilla. El colectivo avanzaba a los empujones y el aire que entraba había dejado de ser fresco. Es más, ya no entraba aire. Pero en sus oídos los Beatles cantaban All my loving y en su escritorio había trescientas veinte hojas escritas a mano durante dos años que la hacían sentir orgullosa.
¿Se habría sentido así Jane Austen al terminar sus novelas?
¿Esa mezcla de felicidad y vanidad que la hinchaba a ella misma en ese momento? Estaba tan feliz que se olvidaba de todo. Incluso le hacía olvidar que, después de dos canciones, todavía seguía viendo el Mercado Central. O que tenía al lado a un caballero de dudosa higiene. Seguro que Jane Austen se había sentido así. Lo sabía, de hecho, porque había leído sus cartas y las biografías que había podido encontrar. La adoraba tanto como adoraba escribir. Soñaba con tener la misma elegancia que ella para las palabras. Ser una hechicera de palabras como Jane Austen.
Pero ella era solo ella: Laura Robles de Isidro Casanova, que viajaba —y sufría— en el 96 semirápido ramal Constitución-Rafael Castillo. Nadie lo sabía, pero ella escribía y se moría de felicidad por la novela que había terminado. Además, era también Laura Robles, profesora de Historia de la Universidad de Buenos Aires, docente de la Facultad de Filosofía y Letras que viajaba colgada de un colectivo mientras escuchaba canciones de los Beatles y de vez en cuando las cantaba en voz alta. No había mucho más que contar.
Cinco minutos pasaron. Por suerte, ya no veía el Mercado Central. En cambio, se escuchaban los bocinazos de autos, camiones, colectivos y motos atascados en el peaje. “Ah, respeten mi felicidad, malditos”, pensaba y se reía. Ni sus adorados Beatles podían tapar el espantoso ruido de las bocinas. Pero las bocinas eran incapaces de tapar su felicidad.
Cerró los ojos porque el sopor de la mañana y el cansancio fueron más fuertes que su voluntad de permanecer despierta. Cuando los abrió el colectivo ya estaba preparándose para bajar de la autopista en la avenida Entre Ríos. Se dio cuenta de que se había dormido y enseguida tuvo que revisar si tenía el celular y las cosas en el bolso. Por suerte, ningún caballero —o dama— dedicado al latrocinio se había apropiado de sus bienes personales. Se rió de sí misma y se felicitó. Había conseguido una nueva habilidad: quedarse dormida colgada del pasamano.
Bajó del colectivo sonriendo tanto que el resto de los pasajeros la miraban y sonreían con ella. Se avergonzó un poco, pero después pensó que por ahí era un servicio a la comunidad tener una sonrisa contagiosa como la suya ese día. Quiso contarles a todos, a los gritos, que había terminado una novela y que era feliz, pero se contuvo porque por ahí podían tratarla de loca. Bajó las escaleras tratando de ocultar su sonrisa. Pero no pudo dejar de sonreír. El descenso a las profundidades de Buenos Aires le dio una sorpresa.
Primero, vio las estrellitas pintadas en los escalones que iban hacia el andén.
Bajó despacio por la escalera y vio más y más estrellitas. Trató de hacer equilibrio cada vez que bajaba un escalón.
Trataba, además, de dejar que la gente, que ignoraba por completo las estrellitas, pudiera pasar. Las estrellitas estaban organizadas en un patrón, como si fuera una estela que se iba agrandando a medida que ella bajaba por la escalera. Las estrellas se hacían cada vez más grandes, cada vez con más detalle hasta que, por fin, lo vio: un zapatito de cristal en el último escalón.
Desde el final de la escalera, Laura miraba hacia arriba para entender de qué se trataba eso. Alguien se había tomado el trabajo de hacer una gigantografía del mismo color ladrillo gastado que las cerámicas de la escalera y la había pegado contra los escalones. Las estrellitas y el zapatito de cristal eran la ilustración de la gigantografía. Había que estar muy atento o mirar muy fijo el piso para notar que había alguna diferencia entre la zona de cerámicas desnudas y el vinilo estampado.
Escuchó que se le iba un tren pero no corrió para alcanzarlo. La gente pasaba a su lado, algunos apurados ni la notaban, otros la veían y le seguían la mirada hacia arriba, pero no se detenían a ver qué era lo que le llamaba la atención.
Laura miró las paredes de la escalera y la que estaba a su espalda. Buscaba, por supuesto, algún indicio de publicidad. Sospechaba que si alguien se tomaba el trabajo de hacer semejante instalación sería para vender algo. No encontró nada. No se desilusionó, al contrario, le gustó más todavía que no hubiera publicidad alguna. Le gustó pensar que algún romántico había intervenido la escalera del andén hacia Virreyes de la estación Entre Ríos para que alguien, otro romántico —ella, por ejemplo—, la descubriera y la hiciera famosa. Sacó el celular, le sacó varias fotos a la escalera, a las estrellitas, una en particular al zapatito. Algún día iba a hacer algo con esas estrellitas y ese zapatito: un cuento, quizá una novela. Por el momento, se contentó con apoyar su pie en el zapatito de cristal para ver si era su número. Era.
Se le hacía tarde. Haciendo puchero con la boca tuvo que dejar atrás el zapatito de Cenicienta. Cualquiera haya sido el propósito del que había creado el vinilo, ella lo felicitaba. La idea era hermosa y la había despejado un poco del sueño de la noche en vela.
Noche en vela. No-vela.
La línea E de subtes tenía esa luz amarilla que le daba sueño y hacía que todos se vieran pálidos, enfermizos. Laura, sentada, intentaba distraerse leyendo los carteles de publicidades de medicina prepaga o de centros de idiomas. Los Beatles le cantaban Yesterday. Todo era inútil, cualquier detalle la devolvía a la novela.
Viajaba tranquila, no eran más de diez en el vagón y el aire era espeso, pero no insoportable. El olor a asbesto la adormecía. Era asqueroso pero era tan familiar que lo amaba. La línea E había sido la línea que usaban mientras sus padres vivían en el departamento de San Cristóbal.
—Bien damas, caballeros, respetable público… —pudo escuchar a través de los Beatles. El vendedor ofrecía esa fresca y exquisita golosina llamada Mantecol.
Se reía sola de las palabras del vendedor. Era un verdadero hechicero porque se tentó y compró el Mantecol. Lo comería a la noche con su tío Renato.
Tanto sonreía que, de nuevo, un pasajero le respondía a la sonrisa. Como siempre que sonreía en un lugar público, alguien le devolvía la sonrisa. Se dijo que tenía que aprender a controlar sus superpoderes de sonrisa contagiosa como la llamaba el tío Renato.
Volvió a mirar al extraño porque era un caballero muy interesante. Cada vez que pensaba a un hombre en términos de “caballero” se acordaba de Ana, quien se burlaba de ella por llamarlos así: caballero punga, caballero interesante, caballero novio, caballero estúpido. Caballero basura. Caballero de remera como ese que tenía enfrente, que eran los que más le gustaban.
Se preguntó si iría a la facultad como ella. Era medio raro que fuera a esa hora pero podía ser. En una oficina no trabajaba, porque habría ido con otra ropa. Tenía los ojos muy oscuros y las pestañas muy pobladas. Se dio cuenta de que ella lo miraba —y seguramente la sonrisa no se le había ido— así que de repente los dos se hacían ojitos y sonrisas en el vagón del subte.
Lo vio bajar, con desilusión, en la estación Urquiza. Le dijo chau al extraño que se iba con una historia de amor fracasada en la mochila. Se había perdido el placer de ser el amor de su vida por bajar en la estación incorrecta.
Se olvidó del amor frustrado a los cinco segundos. Tenía una novela en su escritorio y estaba tan orgullosa que parecía hinchada como una esponja llena de agua. No quedaba bien hacer bailecitos de felicidad frente a la puerta del vagón pero se moría de ganas. Lo hizo, apenas, cuando se paró para bajar en la estación Emilio Mitre. Un bailecito moviendo los brazos y las caderas. Después de todo: ¿cuántos días en la vida de una persona estaban destinados a terminar una novela?
Era feliz y lo único que lamentaba era su soledad. Un caballero que la felicitara y que creyera que su novela era lo mejor del mundo y después le hiciera masajes en la espalda y mimos por todas partes. Se merecía todo eso y más. Pero, por el momento y dado que el caballero de remera había renunciado a ella al bajar en Urquiza, la celebración sería tranquila. Cumpliría con su trabajo en la facultad, volvería a casa satisfecha, se comería el Mantecol, le daría un abrazo a su gato Darcy, y el aire acondicionado estaría junto a ella para olvidar el calor.
La felicidad no podía ser mucho más que eso.